—Su madre tiene una fractura de acetábulo —dice el médico. Lo dice con aire de triunfo, como si acabara de demostrar vaya a saber qué teoría.
¿Acetábulo? Bella palabra, pienso, musical.
Me acerco a la radiografía y me concentro en el punto que él señala.
Hago que sí con la cabeza, como si hubiera visto algo en aquella masa fantasmagórica de claroscuros. Los huesos de mi madre: de allí vengo. Me esfuerzo y reconozco, al menos, la silueta de mariposa de las caderas. Pero nada de volar con gráciles alas, ella más bien se cayó como una bolsa de papas contra el piso.
—¿Lo ve? —insiste el médico—. Está en la base de la cresta ilíaca. Es como una copita.
El acetábulo, la idea de la copita, suenan a poesía, pero lo que me espera ahora no tiene nada de poético.
La fractura es menor pero ella necesita cuarenta días de reposo. ¡Cuarenta días!, pienso aterrada mientras espero el 95. ¿Quién va a ocuparse de ella? Como si no supiera la respuesta. Una mujer vieja, sola, de carácter áspero y con dos gatos insoportables. ¿Cómo consigo a alguien que se ocupe de ella de un día para el otro? Necesito una santa. Algunas todavía existen, no se crean.
En la cola, el hombre de atrás me dice:
—Hace veinte minutos que espero el 95. Pero el 95 es así, tarda, tarda y después vienen en cardumen.
En cardumen, dijo. Qué inesperada esa imagen íctica.
—En cambio el 132 —está diciendo ahora— viene uno cada dos minutos.
—El 60 también —digo para hacer mi aporte.
—No, ¡no va a comparar! Pero ahora con la SUBE van a poner las barbas en remojo.
—Algunos diarios dicen que la tarjeta es para controlar a los pasajeros.
—¿Me quiere decir qué le importa al gobierno si yo me subo en Carabobo y Directorio o si usted se baja en Liniers? Es para controlarlos a ellos, a los colectivos. Por el tema de los subsidios, ¿vio? —concluye.
Tiene una barba cuidada, unos rasgos serenos, una mirada que parece sincera y un poco desorbitada por el aumento de los anteojos. Podría ser un funcionario, pienso, pero del cuello para abajo las cosas cambian. Tiene una camisa un poco raída, un pantalón de gimnasia y unos inesperados mocasines blancos.
—Algunas empresas piden el subsidio por equis cantidad de coches y resulta que no tienen ni la mitad. ¿Sabe qué hacen? Sacan un coche viejo, lo hacen dar una vuelta a la manzana y después lo vuelven a meter en el garaje. Son unos sinvergüenzas. Pero los de arriba pican el anzuelo.
Lo miro con curiosidad.
—¿Usted es pescador? —le pregunto.
El tipo se queda boquiabierto.
Entonces llega el cardumen de noventaicincos: yo me subo en el primero y él en el de atrás. El colectivo avanza rugiendo y a los frenazos: nada de cardumen, más acertado sería llamarlos manada.
—Te rompiste el acetábulo, mamá —le comunico a mi madre.
—¿El acetábulo? —repite ella, encantada por las resonancias latinas de la palabra.
—Sí, está en la base de la cadera.
—¿Eso vendrá de aceto?
—Tal vez, y de receptáculo, porque tiene forma de copita. Una copita de vinagre —agrego. Una copita de cicuta, pienso.
—¿Y ahora qué hacemos?
—Voy a tener que llevarte a casa.
—Llevar, traer, ¿qué soy, un paquete? Además, ¿qué va a pasar con mis pobres gatitos?
—Vas a necesitar una silla de ruedas —me dice mi amiga Gloria al día siguiente—. Te puedo prestar la de mi vieja. ¿Necesitás pañales?
Antes hablábamos de hombres, después nos prestábamos cochecitos de bebés, y ahora esto.
Arreglo el cuartito del jardín con la ayuda de Roberto, el pintor que está pintando la cocina, no tengo otro lugar donde instalarla. Tiro cosas viejas, limpio, traslado una cama. Pongo flores. Queda bastante simpático.
Pero para entrar y salir hay que sortear un zócalo y con la silla de ruedas no es fácil.
—¡A la mierda! —grita ella cuando la entro—. ¿Me querés romper otro acetábulo?
El tema del baño es crucial. Sólo la muevo hasta el inodoro cuando se trata de asuntos mayores, y eso tiene que suceder después de las siete de la tarde cuando yo vuelvo, o los tres días a la semana en que viene Wilma para ayudarme. Para lo restante, después de practicar distintos sistemas, perfeccionamos —prueba y error— una maniobra de jarrito-recolector tan ingeniosa que podría patentarla. Después de llevarle el desayuno y dejarla en el living, salgo corriendo para la oficina. Me voy masticando alguna escenita.
Por ejemplo hoy.
—Buenos días, señora —le dice Roberto, subido a la escalera mientras pinta el techo de la cocina.
—Mmmmmm —hace ella, y mira fijamente una pared—. Ahí tenés una mancha de humedad —dice, ignorando olímpicamente al bueno de Roberto.
—Mamá —le susurro con violencia cuando salimos del territorio de Roberto—, ¡tenés que saludarlo a Roberto!
—Ah, no sabía que el hombre fuera tan importante.
De regreso a la cocina lo encara:
—Buenos días, señor, mucho gusto. ¿Cómo está usted? ¿Se encuentra a gusto en la ciudad? ¿No extraña el interior? Encantada de haberlo conocido, buenas tardes, hasta pronto, buen provecho.
Después de soltar esta ristra de saludos me mira con cara de inocencia:
—¿Así te parece bien?
Esa mañana, desde la oficina, hablo con tres personas tratando de encontrar una candidata posible para cuidar a mi madre en su propia casa. Por una cosa u otra ninguna de las tres puede hacerse cargo todo el día.
Antes de volver tengo que pasar por su departamento. Darles de comer a los gatos y cambiarles las piedritas. Ver si llegó alguna cuenta. Ah, no olvidarme de escuchar los mensajes en el teléfono. Me lo recomendó especialmente.
En cuanto abro la puerta me asalta ese olor inconfundible del departamento de ella, mezcla de madera encerada, pis de gato, incienso y pilas de libros polvorientos en la biblioteca. Uno de los gatos cruza aterrado hacia el living y desde allí me grita: ¡fffuuuuu! Son dos gatos siameses medio salvajes. En realidad son dos gatas, madre e hija, pero desde que las esterilizó ella las llama genéricamente “gatos”. Todos los muebles del living están destrozados. Los que todavía aguantan están tapados con sábanas y manteles viejos que ellos —o ellas— han ido desgarrando sistemáticamente. Es un trabajo de flecos y colgajos notable. Un living que han transformado en selva.
Les pongo agua en sus recipientes y las pelotitas especiales para estómago delicado que se guardan en una lata. Y ya estoy por irme, pero me acuerdo: los mensajes. Así que levanto el tubo y marco la clave.
Usted tiene tres mensajes nuevos.
El primero es una promoción por una tarjeta. El segundo es de un hombre que pregunta si lo necesitan. Señora: soy el que le corta las uñas, dice. El último lo ha dejado ella misma y está dirigido a los gatos.
Queridos gatos: Espero que estén muy bien. Alimentados y con las piedritas bien limpias. Ya sé que ustedes no soportan si hay demasiado olor y dejan de comer. Aquí vivo en una soledad que es una refinada tortura. Alejada de todo contacto humano, aislada. Espero volver pronto. No saben cuánto extraño el calor gatuno. Hasta pronto, queridos.
—El mensaje era para ustedes —les digo a los gatos, que me espían desde abajo del sillón. Y me voy dando un portazo.
—¿Tenía mensajes? —me pregunta ella.
—Sí, uno muy importante: el de un hombre que te corta las uñas.
Dos días después vuelvo a lo de mi madre. Hay vómitos en distintos puntos del living. Y hay un florero roto en el suelo, junto a la mesa. Busco a los gatos por toda la casa y los encuentro agazapados debajo de la cama de mi madre. Me lanzan sus ajjjj y sus fffuuuu y se atrincheran contra la pared. Me tratan como a un enemigo. No sé por qué tanto rencor cuando yo voy a alimentarlos y a limpiar sus porquerías. Todo eso sin parar de estornudar desde que entro hasta que salgo.
Hay un nuevo mensaje en el contestador.
Queridos gatos: Sigo en el calabozo, en esta vida siniestra donde solo se trata de alimentarse y desalimentarse. Estoy acosada por el tedio, casi es preferible dar el salto hacia el otro lado. Pero no es tan fácil morirse. El cuerpo es asqueroso y se resiste. Espero que coman bien. Aquí, en cambio, cocinan con ajo y con cebolla, aunque digan que no.
—Lo que produce alergia no son los pelos, es el sebo del pelo. Si convivís con un gato te acostumbrás —dice Gloria—. A todo se acostumbra uno.
—No, Gloria, hace sesenta años que tengo la misma madre y no me acostumbro.
—Pero las cosas que dice tienen que entrarte por un oído y salirte por el otro —dice Gloria, y da el asunto por terminado.
Lo intento, pero no me salen por el otro oído:
“No voy a caminar nunca más” (todos los días, varias veces, con gemido hondo como si se ahogara de dolor).
“¿No tenés una estufa para este cuarto?”
“¿Aquí no habrá bichos?”
“En casa nunca comiste ajo ni cebolla. No sé de dónde sacaste esa manía.”
“Me tomaría un whisky, pero aquí qué va a haber.”
“Tu marido mira demasiada televisión.”
“Te veo muy ojerosa, pintate un poco.”
“Ahí no me vas a sentar ni muerta.”
“Qué feo este barrio donde vivís, parece La Chacarita.”
“Soy una lisiada.”
Estoy cansada y con los ojos hinchados por la alergia, así que voy derrumbada en un asiento del subte, pensando en Susana. Un pensamiento que es casi un rezo. Susana es una de las señoras que contacté estos días para ver si resuelvo el tema de mi madre. Algo en su voz me dio esperanzas, pero sólo está libre para una entrevista el sábado, así que tengo que aguantar unos días más.
Enfrente va sentado un viejo que me da pena. Tiene el aspecto de haber sido un señor acomodado, alguna vez. Está vestido con un traje de tweed que, como suele decirse, ha conocido mejores épocas. Al chaleco le faltan varios botones, el cuello de la camisa está deshilachado, los zapatos, en carne viva. Va dormido en el asiento, con la boca ligeramente abierta. Está entregado, pienso, muy cerca de la muerte. Me asusto al verlo, como si fuera un espejo. Me siento derecha, recupero cierta vivacidad.
En Medrano el subte se llena, sube una chica (debe ser una estudiante, ninguna belleza, pero fresca y joven) se sienta a su lado. Se sienta sobre la punta del saco de él. El viejo, con un sobresalto, se despierta. La chica pide disculpas, se intercambian frases corteses. La gente empieza a taparme la visión pero, cada tanto, como un abanico que se cierra y se abre, percibo a pantallazos la escena. El viejo ahora sonríe, la boca ha vuelto a ser una boca y no un mero agujero. Tiene una sonrisa linda, tiene sus propios dientes. Mueve las manos con expresividad. Se arregla el mechón gris de pelo que le cae sobre la frente. A cada apertura del telón veo una fase nueva de la metamorfosis. Ha resucitado el viejo galán que había en él. La agitación que lo recorre se destaca en el conjunto apático de los viajeros. La chica se limita a ser cortés, pero con la poca atención que le ha dado fue suficiente para que el viejo reviviera de sus cenizas. Dios mío, la fortaleza de la ilusión. Y yo hundida en pañales, radiografías y caca de gatos.
Cuando llego a lo de mi madre confundo la llave y meto una que no corresponde en la cerradura. Tengo que llamar al portero para que destrabe el mecanismo. Pero el portero tiene una fractura en la muñeca y hay que llamar a un cerrajero, con lo que perdemos muchísimo tiempo. El cerrajero es flaco y desgarbado y tiene un tic muy complicado que consiste en una breve sacudida de los dedos de la mano izquierda seguido de un cabezazo y una especie de círculo que describe con el mentón, una coreografía minuciosa que repite una y otra vez; sin embargo, se las arregla para manejar con eficacia sus herramientas. ¿Pero qué me pasa —pienso alarmada— que últimamente me rodean estos personajes? Tal vez es un efecto de mi propio encierro. Ya que no puedo zafar de esta rutina obligada me tengo que limitar a la observación de lo que puedo. Por fin consigo entrar al departamento. Pero se me ha hecho tardísimo. Recojo las cuentas que tendré que ir a pagar. Limpio todo muy apurada, echo desodorante de ambientes y, antes de irme, escucho un nuevo mensaje.
Queridos gatitos: En el calabozo hay mucho olor a humedad. Ella me obliga a saludar a un hombre siniestro que trabaja en su casa. Un aborigen que los asustaría. Les comunico que si no consigo morirme en esta próxima semana, es probable que vuelva con ustedes. Dependemos ahora de una tal Susana. ¡Espérenme, queridos, y tengan paciencia como yo!
Estoy de nuevo en la parada del 95. Y en el primer lugar de la cola veo, otra vez, ¡al hombre del cardumen! Debe vivir en el barrio. Él me reconoce enseguida y después de dudarlo un poco (teme perder su lugar), se acerca y me dice:
—Disculpe, me quedé intrigado el otro día: ¿cómo supo que yo era pescador?
—Por lo del cardumen —le digo.
—Acertó —dice, encantado con mi respuesta— y ya que estamos le voy a contar algo.
Yo finjo interés, a ver a dónde nos lleva la corriente. Resulta ser una historia de pejerreyes y de un pasquín maldito, pero todo empieza inesperadamente en un banco.
Él fue delegado de pesca del National Bank durante veinte años.
Organizaban torneos con los otros bancos, en la Costanera Norte.
Pescaban pejerreyes.
—El día del concurso amaneció con sudestada y una llovizna fuerte que no paraba y no paraba.
—Perdón —interrumpo yo—, ¿había pejerreyes en la Costanera Norte? ¿Y qué quiere decir “delegado de pesca”? ¿Usted trabajaba en el banco? ¿Era cajero?
—Claro, claro —se impacienta. Y haciendo caso omiso de todas mis preguntas sigue con lo suyo—. ¿Sabe cuántos pejerreyes sacó el ganador? ¡Veinticinco! Y los demás también nos llevamos unos cuantos a casa. ¿Y qué se imagina que pone el pasquín en primera plana, el día martes (porque los martes ellos sacaban el suplemento de pesca)? Titulan: “Sudestada frustra el concurso de pesca del National Bank. Los pejerreyes no se presentaron”.
El 95 interrumpió otra vez nuestra charla.
Llego a casa pensando en la palabra pejerrey, en los años que hacía que no la escuchaba. Además, en plural: “Los pejerreyes no se presentaron”. La jota y la y griega tampoco se presentan fácilmente en una misma palabra.
—Se produjo un desastre —me dice ella cuando me ve.
El desastre es de orden escatológico y no lo voy a contar acá.
Hoy es viernes. Con suerte, si mañana Susana me da el sí, será el último día.
Entro a lo de mi madre y, antes que nada, escucho el nuevo mensaje.
Queridos gatos: ¿Siguen durmiendo en mi cama? No saben cómo extraño mi almohada de plumas, aquí me dieron una camita de presidiario y una almohada de piedra que…
Corto de golpe.
—Basta de escuchar estos mensajes —digo en voz alta, y empiezo a estornudar.
El tufo es insoportable. Además de cambiar las piedras higiénicas, decido limpiar con lavandina. Paso con furia el trapo por el piso, a ver si elimino también las miasmas de mi alma. Después, cansada, abro la puerta que da al balcón, y me apoyo en el palo del cepillo, en un gesto de fregona cansada (pero con una pizca de repugnante orgullo) que debe tener sus siglos de historia. Algún flamenco exquisito ya lo habrá pintado. Justo ahí, uno de los gatos saliendo desde no sé dónde pega un salto hacia mí: ¿me quiere atacar? ¿O sólo quiere saltar al balcón abierto (debe hacer días y días que no tiene ni una gota de aire libre)? Me doy tal susto que le tiro una patada al voleo y le acierto de lleno. Resultado: el gato sale volando con un maullido espeluznante y desaparece en el aire. Me quedo anonadada. ¿Será posible que haya volado por encima de la baranda del balcón? ¿Entre los barrotes? Hay espacio suficiente, compruebo, y la baranda es bastante baja.
¿Y ahora? Me asomo por el balcón, miro hacia todos lados. Ni sombra del gato. Dios mío, maté al gato. ¿Sería la madre o la hija? Tengo un escalofrío, pero de a poco me recupero. Él se lo buscó. O ella, mejor dicho.
¡Aleluya! ¡Liberación! ¡La señora Susana es amorosa y me dijo que sí! Empieza el lunes. La previne sobre el carácter de mi madre, pero ella dice que adora a los niños, y más todavía a los viejos. Que hay que aguantar su malhumor y sus sufrimientos físicos porque es una prueba que nos manda el Señor. Susana es evangelista e irradia luz. Imagino que la desaparición del gato podría interpretarse como otra prueba que nos envía el mismo Señor.
De manera que cuando terminamos de acordar los puntos prácticos, le hablo del gato muerto. Le explico que desapareció, sin entrar en detalles, pero que a mi madre no hay que decirle nada. Total ella va a estar inmóvil en su cuarto y los dos gatos son iguales. La señora Susana está de acuerdo: para qué torturarla con eso. Vamos a decirle que el otro gato está debajo de un sillón. O debajo del sofá. Siempre debajo de algún mueble.
Pasan unos días y yo me siento flotar de felicidad. Susana es de verdad una santa y resuelve todo. Aunque mi madre no la soporta.
—Sacame a esta mujer de encima. ¿Sabés cómo me dice? ¡Mi bebota!
—Bueno, ¿qué más querés? No creo que haya mucha gente a estas alturas que te llame mi bebota.
—Y habla todo en diminutivo: la piernita, el bracito, la comidita, la colita. No la aguanto. Y los gatos tampoco. Hay una que no aparece. Creo que es la madre. La llamo y la llamo pero está aterrada debajo del sillón.
A medida que pasan los días y se acerca el momento en que ella pueda desplazarse por su casa con un andador, empiezo a preocuparme por el gato faltante. ¿Hasta cuándo podremos mantener la ficción? Algunas noches de insomnio me dejo ganar por la culpa. Cualquiera puede perder la paciencia y pegarle una buena patada a un gato, pienso.
Sobre todo yo, en aquel momento. No podía más. El gato habrá reventado en alguna terraza vecina. Pero si no, reventaba yo. Susana me dice que no me preocupe, que “el Señor proveerá”. ¿Proveerá un nuevo gato?
Es sábado a la mañana y voy a visitar a mi madre un rato. Recibo una lista de quejas, casi todas referidas a Susana, a quien llama ahora la Bebota, y me pregunta con insistencia sobre el gato escondido.
—Andá a mirar —me dice—, traémelo.
Me resisto con varias excusas, le dejo una bandeja con bombones de chocolate y me voy huyendo, como buena asesina. En la puerta está el portero. Me parece que me mira de una manera oblicua. Yo contraataco y le tiro algún anzuelo para ver si sabe algo. Le hablo de las mascotas del edificio: he visto a varios perros, le digo. Le pregunto si él tiene un perro o un gato. Me dice que no, que su mujer tiene un lorito. Hablamos un rato del lorito. A veces se escapan, o se mueren, digo, las mascotas. Levanta los hombros, pero eso es todo.
Me despido y me voy a esperar el 95 para ir hasta Corrientes. ¿Y con quién me vuelvo a encontrar? Con el pescador, que viene caminando hacia la parada con una bolsita de pan.
—Hola —me dice—, ¿cómo anda, tanto tiempo?
—Bien, ¿y usted?
—Yo, con novedades en casa.
Lo miro, inquisitiva.
—Siete novedades. Adivine qué son…
Se habrá comprado una pecera con peces, pienso, pero el 95 se aproxima y empiezo a buscar la tarjeta SUBE en el desorden de mi cartera.
—¡Gatitos! —me dice—, siete gatitos.
Ya estoy subiendo al colectivo cuando escucho que me pregunta desde la vereda:
—¿No quiere uno?
Y juraría que el tono de la pregunta era burlón.
Cuando llego a casa, mi marido me dice que ha hablado mi madre, que quiere que la llame enseguida. Estoy asustada y la llamo con voz temblorosa.
—Te olvidaste los anteojos, si serás papanatas —me dice.
—Ah… ¿Era por eso? ¿Y cómo estás vos?
—Lo más bien, aquí con los dos gatos en la cama.
—¿Los dos? —pregunto, con el corazón a los saltos.
—Sí, el otro por fin se acostumbró a la Bebota y decidió salir de abajo del sillón.