Los jardineros le explicaron al príncipe
que [en el parque] no se podían tener flores
y lechones a la vez. Decidió tener lechones.
Saki, “El cuentista”
Se sentó frente a una mujer que llevaba dos chicos con ella. No parecía la madre, pensó Lidia, más bien una tía vieja o tal vez una mucama vieja. Acomodó el bolso sobre la falda y pegó un suspiro pesaroso. Podía sentir el trabajo del rencor, cómo rascaba y carcomía. Era el tercer año consecutivo que iba a hacer de Papá Noel para aquella tienda del centro. Sin “buena presencia” ni edad como para aspirar a cosas más estables, su forma de trabajar se iba consolidando así, a salto de mata. Pero su espíritu candoroso, el muy descarado, le soplaba que a ella le gustaban los chicos, que por algo había sido maestra durante tantos años y que enseñarles a leer o a multiplicar era como hacerles regalos, que Papá Noel, al fin y al cabo, trabajaba en un rubro parecido. Como sombreros y bonetes y gorros tejidos. La tontorra que llevaba adentro era capaz de dar saltos de optimismo ante cualquier desdicha. ¿Cómo iba a ser igual disfrazarse de Papá Noel que ser maestra? Recordó un dicho que le habían enseñado en el internado las monjas francesas: “Aller du coq à l’âne”. O sea, saltar del gallo al asno. Que los dos son animales, sin duda, pero ni el asno te despierta por las mañanas ni el gallo es capaz de cargarte. Como fuera, en ese breve intercambio de beso y recepción de carta y foto al que estaría obligada durante ocho horas, algún placer encontraría. Una sonrisa se le dibujó en la cara y miró a los chicos de enfrente. El varón tendría unos ocho años, pecoso y de pelo colorado, con una nariz inesperada, como demasiado adulta para su edad. La chica a su lado, de unos seis años, tenía mejillas de durazno, un bonete de hada calzado hasta las cejas y una varita con una estrella en la punta sobre la falda. El chico llevaba una nave espacial en cada mano y estaba totalmente enfrascado en su juego: bzum, pschhhh, fssss… Había chicos que jugaban así, pensó Lidia, con esa independencia. La nena iba hablando con la tía o la mucama.
—¿Por qué es raro Roberto?
La erre le patinaba ligeramente, tendría que ver a un fonoaudiólogo, pensó ella.
La tía-mucama le contestó algo en voz baja que Lidia no pudo oír.
La chica se quedó callada un momento. Y después volvió a la carga.
—Le voy a pedir a Papá Noel —dijo, y se acercó al oído de la mujer, que enseguida empezó a denegar con la cabeza.
—Papá Noel no hace desaparecer a la gente —le contestó, un poco indignada—. No está bien pensar así.
La muy estúpida. La gente trataba a los chicos como si fueran animalitos a los que había que amaestrar. En lugar de “entenderse” con ellos, pensaban que había que “hacerles entender” las cosas. Ella había sido maestra durante veinte años, una de las mejores. Porque tenía paciencia y, sobre todo, una curiosidad tan viva como la de sus chicos. Sin embargo, los había perdido, tan injustamente. La vieja y herrumbrada humillación estaba siempre ahí, al acecho, recordándole los detalles más crueles de la historia. Y encima, como un agregado mezquino a su desgracia, el accidente donde perdió dos dedos pocos días después de abandonar la escuela. La tonta dice: podrías haber perdido toda la mano. Y además, la explosión se había producido por un descuido de ella, había que reconocerlo.
La chica de enfrente le dio una patadita sin querer.
—Pedí perdón —dijo la tía.
Se intercambiaron unos gestos corteses.
La chica levantó la varita y la movió un poco en el aire.
Después, agitándola junto a la cabeza de la tía, le preguntó:
—¿Y por qué no va a venir en Navidad papá?
—No puede —contestó la mujer, espantando la varita como si fuera una mosca.
Ahí tenemos, pensó Lidia, una típica respuesta candado. Como si los chicos fueran infradotados. Abrió el bolso para buscar una revista y el olor “navideño” del disfraz, mezcla de naftalina y de humedad, le pegó en la nariz. Era el mismo que había usado el año pasado, y el otro. El balance era desalentador: habían pasado dos años completos y poco o nada había mejorado su situación. Incluso debería agradecer que la volvieran a llamar. Ya era bastante raro que una mujer hiciera de Papá Noel. Pero la encargada de Promociones era inteligente: Lidia pesaba casi ochenta kilos, daba bien la talla, y tenía una cara redonda que, combinada con la barba, daba un aire bondadoso muy convincente. La inspección afortunadamente no iba por dentro. Pero no era justa. También estaba Adelma en su vida, sobre todo estaba Adelma. Sintió una oleada de dulzura que barría con los resentimientos. Lidia y Adelma: hasta las letras de sus nombres parecían abrazarse.
La chica le preguntaba ahora al hermano:
—Jimmy… ¿Sabés qué le voy a pedir a Papá Noel?
—Ufa, claro, la casita de muñecas amarilla de dos pisos.
Y después, saltando de tema:
—¿Y por qué no va estar papá?
El hermano siguió imperturbable con su guerra intergaláctica. Pero un instante después, entre dos fshhh, bzzz, aseguró:
—Es mejor tener un amigo varón, para que sepas.
La chica quedó como desconsolada.
—Bueno, bueno, intervino la tía, tu papá va a volver. Tu papá será raro pero no es malo.
El chico hizo una pausa reflexiva y agregó:
—Además Roberto es más divertido que mamá, sabe hacer barriletes, le gusta ir a pescar… Es guei, como dijo Emilia.
La vieja tía o mucama se sobresaltó.
—No repitas esa palabra, Jimmy.
—¿Por?
La mujer se quedó unos instantes perdida.
—Porque eso es… extranjero. Aquí se dice alegre, o simpático.
—¿Y Jimmy —intervino la nena— también es tranjero?
—Jimmy es sobrenombre de Jaime. Y se dice “extranjero”.
Los tres se quedaron pensativos. También Lidia, desde la orilla de enfrente, se hundió en alguna especulación sobre el azar y los hilos invisibles que se tejían entre la gente.
Hacía calor y empezó a abanicarse con la revista.
Recordó que el disfraz era un horno, como estar metida en un sauna. Sin embargo, cada vez que Lidia se lo había probado y se había mirado en el espejo para confirmar que todos los detalles estuvieran bien, había sentido cierta complacencia. ¿Acaso se creía de verdad Papá Noel, o Mamá Noel, ella, que no había tenido hijos? Pero había otra cosa, pensó, en una breve iluminación. La loca fantasía de que podía sacárselo, el disfraz de Papá Noel, y después, de la misma manera que se despegaba la barba o se desabrochaba el saco y el pantalón rojos, dejándolos caer al suelo, sacarse el otro disfraz, el de la gorda rubicunda que venía debajo, para llegar por fin a la verdadera ella, como había sido a los veinte años, esbelta, ágil, vibrante de expectativas.
Miró por la ventanilla abierta y vio que estaban llegando a Núñez.
—Y si no te traen la casita de dos pisos —estaba diciendo el chico a su hermana—, yo te la puedo robar.
—¡Jimmy! —saltó la tía.
—¿Jimmy es raro? —preguntó la chica, pero nadie le contestó.
El chico, por su parte, sin escucharlas, abrió más la ventanilla y sacó sus naves a volar afuera.
Lidia empezó a estornudar, el aire lleno de polvo y de pólenes le hacía picar la nariz. Sacó del bolso un paquete de pañuelos de papel y se sonó varias veces. Sintió que entre la alergia y el llanto había una frontera muy débil, como si las dos fueran manifestaciones de una misma cosa. Recordó la cara agria de la directora del colegio. El horror del sumario. Pero ella no se había entregado. Había intentado seguir adelante con alumnos particulares. Hizo carteles de todo tipo (carteles humorísticos, del tipo “Vení, vamos a odiar juntos las matemáticas”), incluso pasó volantes debajo de las puertas, pero en un barrio fabril y alejado como el de ella no había demasiados candidatos. Nunca consiguió superar los dos o tres alumnos. Tuvo suerte, con todo, cuando entró en la inmobiliaria. El dueño era hijo de un antiguo amigo de su padre, así que las cosas funcionaron bien por un tiempo, hasta que la inmobiliaria cambió de dueños. Le hablaron de “reducir el personal”, aunque fue claro para todos por qué la echaban.
El cierre del bolso se le había trabado y empezó a forcejear. Cuando consiguió cerrarlo le dio un suave puñetazo y después se miró la mano, una mano que siempre estaba indicando el número tres. El chico de enfrente —que había dado por terminado el vuelo espacial— también tenía clavados los ojos en “esa” mano. Fue consciente de su mirada extasiada, de su íntima satisfacción: no todos los días se descubría algo así.
El chico le pegó un codazo a su hermana.
—Aia —dijo la chica, y se arrebujó junto a la tía o la mucama, que dormitaba entregada al traqueteo del tren.
Lidia metió la mano en un bolsillo. Entendía la curiosidad de los chicos, era una curiosidad flexible, divertida, no como la de los adultos. En realidad, ya no le molestaba que la miraran, se había acostumbrado a su mano, hasta cultivaba un cierto orgullo poético al respecto. ¿Acaso una mano con cinco dedos no era rarísima también? Cinco, seis, siete dedos, una mano con esos extremos móviles era de cualquier manera espeluznante o maravillosa. Como las arañas, los ciempiés, los pulpos…
Adelma tenía sus teorías sobre esa mano. Decía que era más sensitiva, como si hubiera redoblado su experiencia desde que perdió el meñique y el anular. Acariciame con la mano sabia, decía, o con la mano tridente. Una mano guei, pensó ella, y se rió sola.
Llegó a la tienda un rato antes de su horario de trabajo. Le gustaba a esa hora solitaria subir por las escaleras mecánicas, recorrer los pasillos como si fuera por un bosque, metiéndose aquí y allá, rozando con los ojos y con las manos aquel desborde de objetos. Un universo que parecía ofrecérsele sólo a ella y al que ella, magnánima, renunciaba. ¿Renuncias a Damas, Caballeros y Niños? Renuncio. ¿A las obras del Deporte, el Juego y el Jardín? Renuncio. ¿Y a las pompas de los Pequeños y los Grandes Electrodomésticos? Renuncio.
Pensó en el minúsculo departamento que compartía con Adelma. Ese era su reino, reducido como el de una casa de muñecas.
Se cambió en el vestuario de los empleados y a las diez en punto entró al sector juguetería, donde habían dispuesto, en lo alto de una escalinata, un trono de pana roja y oropeles. Antes de sentarse, recorrió la juguetería para tener una idea de lo que ofrecían, como le había pedido la encargada. Todo estaba en reposo, las cajas de colores en sus estanterías; los triciclos, los carros y las motitos estacionados en el fondo; los peluches y las muñecas asomando en primer plano, con ese ligero horror que adquieren cuando están solos y quietos. Se detuvo frente a la muñeca gigante que encabezaba el grupo. Le tocó las mejillas: eran suaves como una seda. ¿Qué material sería aquel? Entonces recordó a Nati. Su cara preciosa, su mirada tan celeste. Era verdad, Nati era su preferida. ¿Y con eso qué? Aquel día que se abrió la rodilla en la escalera, ¿cómo no la iba a consolar? ¿Cómo no la iba a acompañar minuto a minuto en la enfermería? Eso era lo natural. Lo enfermo era lo otro: las sospechas de la madre. Que la había visto, dijo, acariciar a su hija, de una manera… de una manera que nunca pudo explicar, que dejó con puntos suspensivos para que la directora y sus colegas los llenaran con malicia. Nati tendría ahora cerca de cuarenta años, pensó. ¿Qué quedaría de aquella seda, de aquella luminosidad?
Retrocedió espantada. Dos empleados y un tren eléctrico montado en una gigantesca maqueta se pusieron en marcha al mismo tiempo.
Se quedó unos instantes mirando el recorrido del tren, las barreras que se cerraban, el pitido de la locomotora. Después subió por la escalinata hacia su trono, como si subiera a un cadalso. Detrás de ella, una escenografía mostraba un paisaje de nieve y un trineo tirado por tres renos. Uno de ellos, un poco encabritado, tenía una expresión de locura en los ojos. Tal vez fuera por torpeza del dibujante, pensó Lidia, o alguna venganza secreta. A las diez y cinco abrieron las puertas y la juguetería empezó a llenarse de corridas, de gritos y de exaltación.
A las seis y media, Lidia ya había repartido cientos de besos y palmaditas, recibido cartas y preguntas, consolado llantos y timideces y hasta soportado a un padre que obligó a un chico que chillaba a sentarse sobre su falda. Jo, jo, jo.
Estaba agotada. Se masajeó la cara, le lagrimeaban los ojos y le dolían los oídos de tanto sonreír. El disfraz le pesaba como si fuera un traje de buzo y la barba parecía haberse afianzado en su piel como una enredadera o un parásito. Miró el reloj del fondo, faltaba poco para terminar. Entonces entraron como una tromba dos chicos que traían a la rastra a una mujer. Los reconoció enseguida: eran sus vecinos del tren. Jimmy corrió hacia la estantería de los aviones y la mujer se acercó con la chica hasta la escalinata alentándola para que subiera. La chica trepó a las cansadas y se sentó a sus pies. Casi ni la miró. Tenía el bonete corrido hacia atrás y la estrella de la varita se veía medio abollada.
—¿Qué pasó con tu varita? —le preguntó Lidia.
—No sirve para nada —dijo la chica, y la golpeó contra el piso abollando un poco más la estrella.
—¿Y qué le vas a pedir a Papá Noel…? ¿Una varita nueva?
—No, una casita de muñecas…
—¿Una amarilla de dos pisos?
— Sí, ¿cómo sabés?
—Jo. Jo. Sé muchas cosas.
La chica la miró ahora con curiosidad.
—¿Sabés por qué mi papá es raro?
—Todos somos raros.
La chica la siguió mirando.
—Lo raro —agregó Lidia— es no ser un poco raro.
—Vos tenés la barba un poco rara —dijo la chica.
Lidia se la palpó pensando que tal vez se le estuviera despegando.
—Tengo algo más raro todavía.
—A ver…
Se sacó la manopla y le mostró la mano con sus tres dedos.
—¡Uy! ¿Qué te pasó ahí?
—Adiviná.
La chica pensó un rato.
—Te mordió alguien…
—¿Un oso polar, un reno loco?
La chica levantó los hombros.
—Se me congelaron en la nieve —dijo Lidia.
—¿Y no podés pedir que te los traigan otra vez?
—Ah no, yo puedo regalarles a los chicos, pero no puedo pedir para mí.
—Eso también es rraro —dijo la chica, arrastrando la erre más que nunca.
—Pensá cuántos animales no tienen dedos y están de lo más contentos. Los peces, por ejemplo.
—Los peces son raros —afirmó la chica—. Parecen momias.
—Pero hay peces y ciempiés y gente con veinte, o con cuatro dedos y hasta conozco un chico que tiene uno.
—¡¿Un solo dedo?!
—Sí, precioso.
—Ojalá sea el chiquito. Es mi preferido.
La chica se miró las manos y movió los dos meñiques.
—Jimmy también vio a una señora sin dedos, en el tren.
En ese momento la mucama o tía la llamó porque ya estaban cerrando.
La chica bajó corriendo la escalinata gritando a voz en cuello:
—¡Jimmy! ¡A Papá Noel también le faltan dedos!
Vio cómo la tía se inclinaba sobre ella y pudo adivinar lo que le estaría diciendo.
Cuando desaparecieron de su vista, Lidia se levantó por fin de su trono y se arrancó la barba de un tirón. Todavía tenía que llegar hasta Retiro y subirse a un tren abarrotado de gente. Miró al reno de los ojos enloquecidos. Sería más justo poder subirse ahora al trineo, pensó, agitar las campanillas y salir por los aires volando hasta llegar a su verdadero hogar en el Polo Norte.