El departamento nuevo es una miniatura, esas proezas que hacen los europeos para ponerte a vivir en quince metros cuadrados. Pablo tiene que moverse como si estuviera en un velero, con cuidado de no chocar la cabeza contra la arcada que da a la cocinita, cerrar la puerta del baño sin caerse sentado en el inodoro, no chocar los codos contra las paredes cuando se despereza, esas cosas. Y además, subir con optimismo tres pisos por escalera que no llega a ser caracol pero que trae unos escalones como indecisos, propicios al traspié. Sin embargo, es su primer departamento para él solo en Barcelona después de tres años de compartir piso con otros músicos argentinos. Había sido divertido al principio, pero ya no. Había que bancarse la neura, los vicios o la mugre de los otros (Uli directamente olía mal). Y si él protestaba, lo mandaban a pasar la aspiradora: “andá, burguesito”, lo gastaban, “se ve que fuiste al Liceo Francés”. Así que había que ponerle el pecho a lo que fuera. Pero también se querían, compartían la vaga conciencia de que, después de todo, esos llegarían a ser sus años dorados. Todavía los recuerda, a Petrina y al Uli, asomados a su cuarto, boquiabiertos, cuando Helen, la canadiense que había vivido con él unos días, le dobló la ropa con ese arte de origami que dominan algunas mujeres: plegando las mangas a los costados y después doblando la prenda en dos para conseguir un cuadrado perfecto. En minutos había transformado una montaña de ropa arremolinada en dos pilas regulares sobre el estante. Miraban como si nunca nadie lo hubiera hecho por ellos. Claro, él era el que había vivido en casa con mucama, por más que la debacle del 2001 hubiera terminado con todo: mucamas, colegios privados y la esperanza de estudiar música en una universidad americana.
Así que ahora, al fin, aunque sea en esa cucha, él está solo. Helen se había vuelto a Canadá ya hace casi un año y su ropa había vuelto al remolino original. Ella estaba en la edad en que pensaba en casarse, en tener un hijo, ¿qué futuro tenía con un músico argentino que chapoteaba en Barcelona para sobrevivir? Ella había dicho eso, “tener un futuro”, y a él se le había revuelto el estómago. ¿Qué era tener un futuro? Todos lo tenían. Tener un futuro era tener plata, así de asquerosamente claro. Él apenas sobrevivía, de lo que estaba bastante orgulloso y, para tener veintiséis años, había logrado unas cuantas cosas: terminar la universidad, dar clases de piano aquí y allá, tocar en algunos clubes prestigiosos de jazz, componer cada tanto para él y para su cliente algunos temas que no estaban nada mal. Y hacía pocos meses había cambiado su vieja Mac por la Mac Pro: un fierro, con la velocidad y los programas pesados que necesitaba para trabajar. McGyver la había bautizado, como el héroe de su infancia, porque estaba llena de ideas, de astucias, de recursos.
Pablo se asoma por la ventanita enrejada que da a la terraza vecina. Con la cabeza inclinada, tiene su pedacito de cielo. Y la otra cosa buena de la cucha es que está en el barrio gótico, en la Calle de la Rosa, mucho ruido toda la noche, pero es el corazón de Barcelona. Y vivir en Barcelona, tío, es la hostia, como dicen ellos. Tiene el punto justo entre ciudad europea, Nueva York y Buenos Aires. ¿O acaso no había conocido y hasta llegado a tocar con tipos como Christian McBride o Roy Hargrove?
Se pone a freír dos huevos en una sartén. Sabe que después el olor de la fritanga tarda en irse, pero bueno, así son las cosas. Está dejando los huevos con sumo cuidado sobre el plato —es una destreza, un orgullo, que no se le hayan roto las yemas— cuando le suena el móvil. Es Fabi, un amigo argentino que estudió en el conservatorio de Ámsterdam y después se instaló en Barcelona.
—¡Qué hay, Fabi!
Fabi le dice que tiene un primo, Rolo se llama, que toca en un terceto, le salió un laburito y necesita un teclado. ¿Él se lo prestaría?
—Sí, tío, que lo venga a buscar —dice Pablo.
No bien corta se sienta a la mesa y destroza con el pan la yema del huevo. No, un teclado para un primo no se pide, piensa apretando los dientes, pero sabe de todas maneras que tenía que decir que sí, que la solidaridad entre los músicos y entre los argentinos que la yugaban como él era obligada.
Cuando termina los huevos y el yogur de frutas tropicales, friega bien el plato y la sartén.
Después se mete en el baño con la radio encendida. Pasan unos clásicos de Sinatra en lugar de los flamencos habituales. Raro. La voz inunda el cuartito, rebota contra las paredes y lo sofoca como el vapor caliente del agua. “Yes, I’m unreliable… irresponsibly mad for you…” Bajo la ducha su cuerpo desnudo evoca necesariamente a Linnéa, la suequita con la que sale hace apenas un mes. Piensa en ella y se le para. Esa idea de que dos cuerpos antes fueron uno hasta que un dios vengador los separó le parece perfecta. Él es una mitad, una lonja lánguida y pálida, pero abrazado a Linnéa vuelven a la unidad primordial, juntos se parecen más a una esfera, “juntos somos un planeta” tararea, hum, lo va a pensar, le cabe en la letra del jingle que viene pensando para su cliente…
La voz de Sinatra lo sigue empapando, “mad for you”, loco lo que se dice loco por Linnéa no está, pero siente que hay algo en la suequita que lo mueve más hasta el fondo que Helen, por ejemplo, y que otras que pasaron. Porque ya viene dándose porrazos con las minitas europeas, las catalanas mandonas, las alemanas amistosas, las canadienses de pies enormes, muchas rubitas con ese plus de admiración que se les concede ciegamente, sólo por eso, por ser rubias, como si para una sueca o una holandesa eso fuera algún mérito, hay cada bagayo que roba con eso, dice el Tupa. Todas chicas de paso por Barcelona (vaya a saber cuál es la mujer que se va a llevar el premio, “unpredictable you”), se enamoran unos días, le dicen “mi amor” con ligereza, le hablan de sus penas de infancia, algunas hasta le ordenan el cuarto, pero todas se toman muy en serio eso de tener su proyecto “personal”, y él es sólo uno más de los que se buscan la vida en Barcelona, “la buscan” como si la hubiera perdido y estuviera escondida en algún lugar, algo precioso que puede encontrarse o perderse de un solo golpe de suerte.
De pronto un largo timbrazo lo saca de su ensoñación. ¿Pero quién? Ah, el teclado, recuerda, la puta madre, qué inoportuno. Sale del baño envuelto en una toalla, hace la difícil maniobra de abrir la puerta en dos etapas, hay que encajonarse contra la pared opuesta para poder abrirla del todo y después avanzar para salir. Llega en dos zancadas al portero eléctrico. Es Rolo, el primo de Fabi, que la puerta de abajo está cerrada. El malhumor crece ahora que tiene que meterse en el jean, con el cuerpo todavía húmedo, a los tirones, y bajar los tres pisos.
El pibe que encuentra abajo tiene cara de azorado, como si alguien acabara de darle una cachetada. Disculpame, flaco, le dice, y sube la estrecha escalera detrás de él con mirada despavorida. ¿Y este freak se va a llevar mi Kurtz?, piensa Pablo. ¿No se está metiendo en alguna trampa? Sería tanto más práctico ser una laucha egoísta. Por las dudas le hace un llamado a Fabi. Que está todo bien, le dice su amigo, que es sólo por una noche, mañana al mediodía tiene el teclado de vuelta.
El primo de Fabi le aprieta la mano de más, habla entrecortado, se va, acomodándose en la espalda el Kurtz dentro de su funda, se va demasiado apurado, como si lo persiguieran.
Pablo se sienta en su mesa de trabajo, acaricia su Mac nueva. La paga mes a mes, ciento veinte euritos, ¡pero cómo la necesitaba!
Se pone a escribir mails, contesta algunos llamados de trabajo y tiene cada tanto la decisión de sentarse a estudiar hasta que recuerda que no tiene el teclado. Así está toda la tarde, dando vueltas con una cierta sensación de inutilidad, de error. Cuál es el error, ¿haberle prestado el teclado a ese aparato? ¿O estar allí en Barcelona, un indiecito más peleando tras el sueño de una España portentosa, una verdadera madre capaz de salvarlos de la incertidumbre?
La imagen de Linnéa sobre él, las cosquillas que le hace en la cara con su pelo rubio y suave de bebé: esa es por ahora la ilusión más verdadera.
A las siete de la tarde pasó por la productora. Chequeó unos tracks, nada demasiado pesado. Así que a las nueve ya está en un boliche tomando cerveza con Otilio, un amigo boliviano animador de 3D. Al rato se suman Guille, un baterista de paso por Barcelona y el mismísimo gerente de la marca para la que trabaja desde hace más de un año. Pablo se resigna, ha sido un día medio perdido, pero después de todo es viernes, así que adelante con las birras, ya van tres, y las historias, los chistes, el gusto de haber armado bien esa relación con the boss, amigos de verdad, aunque en el momento de trabajar no haya que mezclar los tantos. Por algo acaba de comentarle como si nada que van a ir al frente con el hit del grupo americano. Su tema, el del proveedor baratito, quedaría para el próximo desfile. Tiene que tragarse ese sapo con patatas bravas y dos birras más (después lo supo, era la preparación para el gran momento de mierda de la madrugada, la desgracia que se construye, virtuosa, mediante una serie de pequeños fallos, indicios, tropezones, pájaros de mal agüero).
Poco después emigran al boliche de los ecuatorianos, siguiendo esa costumbre itinerante de las noches españolas, excusas para seguir chupando y que parezca, cada vez, que acaban de empezar. La mesa de los músicos se va nutriendo. Fabi se acerca a comentar la movida de su primo. Sí, que el chico es bastante especial, le dice. Que estuvo una vez internado, que tiene claustrofobia y seguramente se sintió mal subiendo y bajando los tres pisos caracol hasta el torreón de Pablo. Por eso esa cara de despavorido, esa manera extraña de apretarle la mano como si se la estrangulara. Se ríen un poco los dos, mientras Pablo piensa nunca más le presto el teclado a nadie, pero qué pedazo de boludo, encima a un tío al que le faltan un par de jugadores. Fabi parece que le lee el pensamiento, le palmea la espalda, le dice que se quede tranquilo, que a la mañana siguiente tiene el teclado otra vez en casa.
Y entonces entra ella al boliche y todo se ilumina. Cada vez que la ve, él piensa en bosques y en ardillas y en elfos y cuentos de hadas. Linnéa. Le acaricia el brazo en cuanto se sienta a la mesa y Pablo está seguro de que todos querrían hacer lo mismo (y ella lo sabe): todos, piensa con cierto pavor y con furia, caen bajo su hechizo, se dulcifican, sonríen con cara de idiotas, pulen sus mejores chistes. Llegan más cervezas, unos nachos y unas quesadillas y Pablo empieza a removerse intranquilo en su asiento. Lo que él quiere ya mismo es irse de allí. Tomar al hada de la mano, irse volando con ella hasta la cama y embeberse toda la noche en su estela de luz. Se le acerca al oído, le susurra algo, ella levanta el hombro y se ríe con esa risa que es como de espuma, y la convence. Se despiden y todos quedan como desmadrados, te llevás al pibón, y nos dejás solos hablando pelotudeces, suertudo. Y así llega al fin, después de un largo día de desconcierto, la felicidad. La felicidad, provisoria, pero ilimitada.
Suben la escalera caracol hacia el torreón, ella delante y él detrás abrazándola y besándole la nuca tibia como un nido. Llegan arriba jadeando y riéndose, pero en cuanto Pablo abre la puerta percibe que hay algo mal. Algo movido en la mesa de trabajo, ligeramente mal acomodado, un panel de fotos caído. Y en un instante comprende la catástrofe: la Mac Pro no está donde debería estar. Un agujero en el pecho. Da dos zancadas hasta la ventana, sí, la reja está forzada y su Mac desaparecida. Casi puede verlo al chorro hijo de mil putas corriendo por la terracita vecina y saltando después y perdiéndose por el laberinto de terrazas villeras que recorren el Barrio Gótico. Da un puñetazo contra la pared y se machuca los nudillos. Linnéa, que en un segundo ha entendido, lo abraza, men älsklingen då, le dice en sueco, como cada vez que se pone tierna, todos sus documentos, su trabajo, sus temas, seguir pagando la cuota mes a mes, una amargura helada le recorre el cuerpo y da otro puñetazo contra la pared. Le sale ahora sangre de los nudillos, Linnéa lo abraza otra vez y Pablo se traga las lágrimas de impotencia y de bronca.
Aunque es muy tarde, bajan los tres pisos y caminan apurados y en silencio hasta la comisaría de Nou de la Rambla. El poli le toma los datos disimulando los bostezos, que Barcelona está cada vez más lleno de chorizos, le dice, que las terrazas del Gótico son de muy fácil acceso, que entiende que esté tan cabreado, que le salga el foc pels queixals, como decía su padre, pero que en fin, que le toma la denuncia y los datos y tío, qué mala leche, que hay que tener paciencia, ya le llamarán si se enteran de algo. Y que cualquier novedad pregunte por él, por el detective Andréu.
Muy tarde a la mañana consigue dormirse, desarticulado en la cama, cuando Linnéa ya hace horas que se ha ido, porque trabaja temprano ese sábado.
A las dos de la tarde lo despierta el timbre. La conciencia del robo de su Mac le cae como un baño helado y también el recuerdo de la cruza envenenada de placer y resentimiento con que le ha hecho el amor a Linnéa. Es el primo de Fabi, el aparato que le trae el teclado de vuelta. Por lo menos el teclado, se dice con sorna, lo va a recuperar. Salvo que al freak le dé un ataque de fobia en la escalera y lo largue a mitad de camino, lo deje ir rebotando por la escalera hasta destrozarlo, así que mejor baja y lo ayuda.
Otra vez los jadeos y las miradas despavoridas y los apretones raros de mano hasta que instalan el Kurtz en su sitio y Pablo despide de mala manera al gordito. Vuelve a tirarse en la cama y a agarrarse la cabeza. ¡Su Mac Pro! ¿Tiene todo backapeado? No. Por lo menos no lo agarra en la mitad de ningún laburo (ya quisiera). Suena su móvil y ve en la pantalla que es su viejo desde Buenos Aires. No tiene coraje para atenderlo. Se llevaron la máquina, sí, papi, agua y ajo, a aguantarse y a joderse. El croto que se la afanó tenía ahora todas sus contraseñas, el acceso a todas sus cuentas y su trabajo de dos años. ¿Tal vez lo que pasó, pasó por algo? ¿Viene con mensaje? Por ejemplo: demasiada dependencia del portátil. Tal vez haya que echar el ancla otra vez en el piano. Cultivar un estilo más relajado, escribir por lo menos ocho compases por día. O una canción, como hacía Hermeto Pascoal. Como sea, se acabó la librería de sonidos, el Sibelius, el Logic, el Kontakt, todos esos programitas cool. Ya fue, papi, desempolvá la vieja G4, papel, lápiz, piano, y a seguir chupándola como diría el Diego. Peor, mucho peor, a seguir pagando las cuotonas del banco. Dios, tiene ganas de vomitar.
Fueron pasando las horas del sábado. Tragando gota a gota la certeza amarga de que no iba a volver a ver a McGyver. Que no tenía contra quién pelear ni enojarse, excepto consigo mismo: con la inocente idea de poner el escritorio contra la ventanita. (Reflexiones ulteriores y patéticas del choreado, dirá después Pablo, el lento proceso por el que uno empieza a encajar los golpes hasta que los manda a parar a la reserva de lo sufrido.)
A las cinco de la tarde lo llama Linnéa.
Tengo un amigo danés, dice, que acaba de llegar y te quiere hablar de la Mac. Se llama Frodo. Frodo, Linnéa, sólo le falta el oscuro Sauron y está metido en la peli. ¿Pero de dónde salió el tal Frodo? ¿Y por qué ella le cuenta sus desdichas?
Le despeja el ánimo llegar a lo de Linnéa. Siente un soplo de consuelo de solo entrar allí. Es un piso elegante pero destartalado en el Eixample: pisos crujientes de madera, techos altos y molduras, salón generoso con enormes manchas de humedad donde las chicas han dibujado flores. Linnéa lo comparte con una holandesa joven que estudia diseño y otra sueca de más de treinta que se llama Ollie —pero le dicen Oldie en atención a sus años— y que tiene la mejor onda. Cada tanto hay algún noviete dando vueltas por ahí. También hay un gato que se llama Saz y dos hámsters dentro de una jaula girando en su ruedita. Para completar la ilusión, un piano francés Amédée Thibout tan viejo como desafinado, que parece una señal para él. ¿No podría acaso traerle a Kurtz —tuvo la fantasía desde el primer día— y ponerlo a su lado? ¿Ser felices los cuatro? ¿O los seis incluyendo a la holandesita y la Oldie? Él les bajaría la basura a las nórdicas, les daría un máster sobre lavado y enjuague de platos y sartenes, y tal vez un día alguna de ellas le planchara una camisa. Pero mejor no se hacía ilusiones si no quería transformarse en otro hámster dando vueltas en su ruedita.
Pablo aplasta con la zapatilla una cucaracha. Y un poco se arrepiente. Porque en lo de Linnéa hay cucarachas refinadas que aparecen por todas partes y se arriman a escucharlo, como en el cuento de Capote, cuando él levanta la tapa del Thibout y toca algún pop ligero. Pablo suspira, por un instante casi olvida su Mac Pro.
Frodo es flaco, blanquísimo, medio momia, aunque ya se le nota cómo va obrando en él el sol de España, el milagro de la fotosíntesis: minuto a minuto el pibe va recobrando un poco de vida. Y él, de esperanza: Frodo le cuenta que un amigo recuperó su Mac robada. Que llegó hasta la casa del chorro a través de la dirección de IP. En Dinamarca es así: con la IP, a través de la poli, el servidor te da la dirección correspondiente. En España debe haber algo parecido. ¿Pero cómo se consigue la dirección IP del chorro? ¿Un hacker? No, no necesita un hacker. Pero sí tener Dropbox. Pablo da un brinco. Él trabaja con Dropbox. “There it goes man”, dice Frodo y hace un gesto con la mano como quien lo tiene servido. Así que Frodo le estaba abriendo una puerta: esperanza, rabia y deseo de venganza (sentimientos que no le dejan percibir, más que brumosamente, la forma en que Frodo la mira a Linnéa, con cierta complacencia, cierto orgullo de larga data).
Pablo sale de lo de Linnéa derecho a lo de Guille, a ver quién lo ayuda a investigar lo del Dropbox y el IP. Se va metiendo en el Borne, apurado, y ¿con quién tropieza, frente a la pizzería argentina? Con el freak claustrofóbico, que le abre los brazos. Trata de esquivarlo, pero el pibe le habla, vuelve a agradecerle con esos ademanes como desajustados que tiene. Antes de deshacerse de él, ya que estamos, Pablo le pregunta si conoce a alguien que sepa de Dropbox. Y entonces sucede otro milagro. El aparato se transforma en la segunda fuerza del bien después de Frodo. Él no es un hacker, le dice, pero sí un adicto, trabaja free lance desvirusando ordenadores, instalando programas y conoce perfectamente el Dropbox. Que le traiga su vieja G4, se tomen un café y le muestra todo lo que hay que saber.
Media hora después, el claustrofóbico al que ahora Pablo llama Rolo casi con unción le enseña cómo entrar a su cuenta de Dropbox y observar si ha habido cambios de IP. La última dirección que aparece es de un mes atrás y sólo puede ser la propia. Rolo aprieta otras teclas, se abre un nuevo menú, pasa otra vez la contraseña y Google le tira el nombre del operador y la manzana aproximada para esa dirección IP, o sea la del torreón de la Calle La Rosa. De los chorizos ni rastros, pero ya sabe cómo proceder: buscar dos o tres veces por día, hasta que pisen el palito, a no ser que… ¿Que qué? Que hayan borrado todo el disco duro. Pablo se queda sin aire, no se le ocurre nada más devastador. Se despide de Rolo y se va como flotando a varios centímetros del suelo: si en el transcurso de los siguientes días ve algún cambio de IP, los tiene agarrados.
Todo el día está a la expectativa. Linnéa, ausente: le ha prometido a unos amigos acompañarlos a Girona a visitar a otros amigos. La excusa es vaga, pero Pablo está sumergido en el Dropbox, que consulta cada dos horas. Esquiva nuevos llamados de sus padres. No tiene ganas de contarles, de sentir el peso de su pena, la culpa de mortificarlos con sus pequeñas derrotas.
Sale a correr para descargar su ansiedad, acepta un fútbol con sus ex roommates.
Más tarde se va a una jam session con Jorge Rossy, el baterista de Mehldau, y después a una fiesta bastante inesperada en lo de un ricachón fanático del jazz.
Cuando llega, a las cuatro de la mañana, vuelve a chequear el Dropbox: nada.
Se duerme agotado y tiene pesadillas con un avión que carretea por pasillos larguísimos y que no alcanza nunca a despegar. No hay asientos para pasajeros, sino unas banquetas laterales como en los aviones de guerra. Está ahí apretujado con muchos más. El tapizado de los asientos es de cuerina celeste y está manchado y el piloto parece un chofer transpirado del 176 que va a Escobar. Cuando el avión frena y el chofer se pone a revisar vaya a saber qué avería, algunos se bajan, dicen que hay que tomar otro colectivo. Uno que los lleve directo a Mar del Plata. ¿Y él qué hace? ¿Sigue en el avión desvencijado?
Otra vez se despierta tarde, agitado: son más de las once.
Antes de levantarse de la cama, antes de abrir la boca siquiera para bostezar, enciende la G4 y entra al Dropbox. Ocurre el tercer milagro. ¡Aparece la IP intrusa! Último cambio de dirección, dice, 10:47, y nueve caracteres que no son los suyos. Alguien está usando su compu desde esa dirección, alguien que acaba de conectarse a internet desprevenidamente. Pablo completa el cuadro de abajo a la derecha con la nueva IP y, tal como le mostró Rolo —¡Rolito!—, Google le tira una esquina del barrio de Hospitalet y unas dos cuadras a la redonda. Ahí es donde su Mac Pro está secuestrada. Salta de la cama, se viste a los apurones, va derecho a la comisaría y pregunta por Andréu. Cuando le cuenta, el poli lo mira con un poco de admiración: ¡mira el chaval, qué listo! Así que lo atiende con simpatía genuina. Le explica cómo es ahora el procedimiento: con esa dirección hay que conseguir un permiso del juez, y con ese permiso esperar a que el servidor les pase el nombre y la dirección exactos del usuario. A Pablo se le cae el alma al piso. Eso lleva una semana por lo menos, y en una semana su Mac Pro puede estar en otro continente.
Termina de llenar papeletas con Andréu y sale de allí abatido. “Benvinguts a la Ciutat de la Justícia”, dice un cartel. Justicia las bolas, piensa Pablo y cruza a una cafetería porque con tanta excitación no ha desayunado todavía. Tiene que haber una manera, se dice, mientras toma su café mitad y mitad. Tiene una esquina de Hospitalet, un radio de no más de trescientos metros, y encima el chorizo tiene su mismo proveedor: Servo-Com. ¿Qué puede hacer? ¿Rezarle una oración al verdadero McGyver, al héroe de su infancia? ¿Habrá manera de saltearse el trámite del juzgado? ¿Cómo sacarle información a Servo-Com? Por ahí, por ahí va la cosa: “There it goes man”.
Busca en su móvil el teléfono de Servo-Com. Marca. Lo atiende una voz bien latina —las empresas reclutan telemarketers baratos en todo el mundo—. Se identifica: mira, dice con el acento civilizado en la i de “mira”, mi número de IP es tal y cual (manda el nuevo, el del chorizo), y estoy teniendo problemas estos días, me salta otra IP… me aparece un número del Barrio Gótico. ¿Cómo que “salta”?, le pregunta la voz, sí, repite Pablo, es como si trabajara con dos IP, ¿puede ser? Yo de esto no entiendo mucho, pero se conecta y se desconecta y me manda mensajes sobre una IP incorrecta. El chico del otro lado se queda callado, no entiende bien (y él menos) el razonamiento despatarrado que acaba de hacer. ¿Pero tú eres… eres João… Das Minas? (¿o Das Vilas? ¿o Das Vidas?), dice al fin el chorlito. No, no, le dice Pablo tratando de ganar tiempo, es que João fue mi roommate y le he perdido la pista, improvisa, él también me estuvo usando el ordenador y por ahí debe venir el embrollo. ¿Me puedes pasar su dirección? ¿O su teléfono nuevo? Silencio, el telemarketer siente que algo no cierra, que ha caído en alguna especie de trampa y se retrae. Pues no. No te puedo dar la dirección, lo siento, es información confidencial. A Pablo el corazón le salta por la boca, ese tipo peruano o boliviano o yorugua, ¡un hermano, vamos!, tiene delante de los ojos lo que él necesita ver. La idea lo vuelve loco. Se aprieta los ojos y clac, se le corta la comunicación. Acaba de quedarse sin batería. ¡Pero tiene un nombre!
Se levanta como una tromba y le pregunta a la camarera si puede cargar su móvil allí (podría cargarlo con la energía que siente hervir en su cuerpo). En cuanto tiene una rayita de batería, vuelve a llamar a Servo-Com. Cambia de táctica: lo atiende una chica y él saca su voz más seductora. Vuelve a decir eso de que le saltan dos IP, pero se identifica como João Das Mvilas (rapidito lo dice, como para que tanto pueda entrar en el murmullo Vilas, como Vidas o Minas), le pasa la IP y fíjate, dice, que yo estoy en Hospitalet, a ver, dice ella, sí, Carrer de l’Infanta (¡Carrer de l’Infanta acaba de decir!), y la IP que me salta es en el Gótico. Pues tienes que llamar a reclamos, dice la chica, yo la parte técnica no la manejo. Disculpa, avanza Pablo, ¿qué número de Infanta te figura?, tal vez esté ahí la confusión. Veintiocho, dice la chica, pero mejor te paso con Reclamaciones, y clac, sale de la línea. Pablo se queda flotando en ese limbo, ese lugar misterioso que está entre una línea y su extensión, un lugar de silencio profundo, de nada, donde de pronto irrumpe una voz estridente: “Reclamaciones”, dice. Pablo corta, reclamaciones ya tiene unas cuantas para hacer pese a sus veintiséis años (empezaría por el nacimiento de su hermana y seguiría por la ansiedad de su madre), pero por ahora mejor se mantiene callado: Carrer de l’Infanta 28 le ocupa todo el cerebro en letras gigantes.
Es increíble la suerte que ha tenido, es sobrenatural: tiene el nombre del tipo y la calle y el número. Se siente tan eufórico, tan inquieto, como si un ejército de hormigas le caminara por todo el cuerpo. Necesita serenarse, un poco de polvo de hada le vendría bien, así que marca el número de Linnéa: número fuera del área de cobertura, dice una voz. ¿Dónde andará Linnéa? ¿Por qué no está con él? Lo más razonable es llamarlo a Andréu, que en el colmo de la buena onda le ha dado el número de su móvil. Cuando le cuenta todo lo que ha hecho, Andréu se entusiasma: Oye tío, le dice, te vamos a contratar, tú sí que tienes pasta de poli. Pablo le pide que vayan ya mismo a investigar la calle Infanta. Él está liado, le dice Andréu, pero que lo espere un momento. Otra vez en el limbo por un tiempo que le resulta interminable. Cuando Andréu retoma la línea le dice que sí, que pueden quedar en una hora allí, en el número 28. Pablo estudia el callejero: tiene que tomar el metro, combinar con la línea Uno y bajar en Torrassa. Pero antes va a caminar algunas cuadras para despejarse, la cabeza le hierve de conjeturas.
Sale de la cafetería como poseído, aunque no ha dejado de advertir la mirada de la camarera. Una mirada y un escote alarmantes por los que valdría la pena volver por allí.
Se ha levantado un viento que le refresca las mejillas y las orejas. Debe tener una facha que espanta, sabe que cuando está nervioso o muy cansado le salen manchas rojas en la cara. Su móvil suena. ¿Será el hada? No. Ve en la pantalla que es el número de Buenos Aires, sus padres. No puede contestarles ahora, metido en el medio de esta vorágine, así que se lanza a caminar contra el viento.
Cuando entra a la Carrer de l’Infanta, Andréu ya está allí, lo ve a mitad de cuadra parado bajo una marquesina, fumando un cigarrillo. Camina rápido hacia él.
El poli, desde lejos, le hace gestos de derrota con las manos y con la cabeza. Te han fregado, tío, le dice apenas lo saluda: el número 28 es una droguería de un matrimonio ya bastante mayorcito. Ya he hablado con ellos, mira qué majos son, dice, y se los señala a través del escaparate, qué sabrán ellos de IP ni de maldades. Eso sí, hemos conversado bastante del Listerine, que en mi barrio está faltando y me he comprado dos: el cítrico y el de mentol. Pablo tiene ganas de pegarle, pero le propone en cambio que caminen una o dos cuadras, que busquen todos los números que terminan en ocho. Tal vez, con los nervios, él ha entendido mal. Mira, chaval, no vamos a ir a ciegas, le dice Andréu, yo ya he perdido toda la tarde. Llámame mañana a la mañana a ver qué me dicen en el Juzgado. Venga, que esta noche juega el Barça, y se despide dándole unas palmadas en la espalda.
Andréu se va y Pablo se queda otra vez en suspenso. Pero no va a abandonar ahora. Recorre varias cuadras buscando los números que terminan en ocho. Todo le parece teñido de sospecha: los edificios, los umbrales, la gente y hasta los perros que pasan cerca. Cuando llega al 238, que es un súper, se detiene. Siente un vacío en el estómago, pero tal vez a estas alturas él tenga hambre otra vez. Frente al súper hay una cafetería pequeña y se mete allí. Marca el número de Linnéa: otra vez fuera de cobertura. Se pide una cerveza y un par de tapas y piensa. Todo lo que ha descubierto hasta ahora ha sido por teléfono. Así que la solución es fácil, tiene que hacer un nuevo llamado a Servo-Com.
Pide directo con Reclamaciones. Lo atiende otra voz estridente (¿será una estrategia defensiva?), así que se pone en plan indignado. Hace más de un año que es cliente, dice, y los últimos meses no recibe su factura, o la recibe un mes sí y un mes no, aunque él igual paga con puntualidad. ¡Joder, tío!, deben de tener duplicada mi dirección, dice con la voz ardiendo de rabia y casi no le da tiempo al Servo-Com de contestar. Le repito mi IP, dice haciendo repicar las pés, y le recita los nueve dígitos y a continuación su nombre: João Das Vilas —se juega— con uve y ele—, Carrer de l’Infanta (aquí un instante de suspenso y un tono más afectuoso, como si juntos pudieran encontrar la solución)… ¿qué número tiene usted, dígame? 138, dice acorralado el de la voz estridente, ¿138? Ahá, eso está bien, entonces tal vez sea el piso lo que tienen mal, ¿primero izquierda? Pues no, le dice el otro: aquí pone tercero derecha. Pues mira por dónde… ahora mismo lo corriges, es primero izquierda, así que mi factura le está llegando al vecino, que por cierto tiene una cara de perro que mete miedo. McGyver, estarías orgulloso de mí, piensa Pablo para sus adentros, y corta con un subidón de adrenalina que lo hace saltar sobre su banqueta y pegar un grito de exaltación. Varias cabezas se dan vuelta para mirarlo.
Ahora está parado frente al portal del 138, un edificio sombrío de varios pisos, aunque parece bien mantenido a juzgar por el brillo de los bronces. El portero eléctrico muestra que hay cinco pisos y tres departamentos en cada uno de ellos. Pablo aprieta el 3D sin saber exactamente qué va a decir, pero la idea general es negociar. Lo atiende una voz de mujer: halooo, dice como si cantara. Pablo le pregunta por João, ah mi irmão, dice ella, está trabalhando agora. Él le dice que es un amigo, que necesita hablar con él. Ahá, que suba le dice ella, y espere arriba a que se desocupe. La voz generosa y musical de la garota termina de darle coraje. Claro que va a subir, piensa, y se mete en el edificio, llama el ascensor, marca tercer piso. Pero siente las manos heladas y las rodillas flojas.
Ella le abre la puerta y los ojos con la misma inocencia. Es una mulata en el límite de la gordura, pero como es alta lleva con desenvoltura los kilos que le sobran. ¿Brasilera?, le dice él antes que nada. Yo, argentino. Ella se ríe encantada. Cuando entra, un perrito pekinés de esos a los que Pablo detesta le empieza a saltar alrededor. Pero Pablo, con el vértigo del miedo martillándole en los puntos más inesperados del cuerpo, no deja de hablar y de hablar, como si las palabras fueran su puente de plata: se deshace en elogios y arrumacos, lanza frases en portugués, le cuenta que conoce Río y San Pablo y Buzios y el intercambio se vuelve de lo más ágil y afectuoso que se pueda esperar. Por el rabillo del ojo advierte que el lugar es raro. Hay una pareja de viejos en el salón mirando la tele, un balcón lleno de plantas, un pasillo que debe llevar a los cuartos. Ella, que se llama Tadea, le dice que espere allí, que el hermano ya debe estar por terminar. Después sale al balcón a fumarse un cigarro. Pablo aprovecha para observar. Los viejos no parecen de la familia, y en la entrada hay un panel con varias llaves colgadas, ¿aquello será una pensión?, hay una mesa redonda con un mantel de crochet y una estantería un poco más alejada. Y allí, en uno de los estantes hay lo que parece una netbook y en el estante más bajo, una Mac plateada. El corazón le da un triple salto mortal. Se parece a la de él, pero es más chica. Se acerca jugando con el perrito hacia allí. Se pone en cuclillas junto al estante mientras el pekinés maligno le mordisquea los tobillos. Y en un impulso incontrolado hace la maniobra: abre su mochila y mete de un saque el ordenador adentro. Tadea lanza la última bocanada de humo y está cerrando ahora la puerta del balcón. Él vuelve a jugar con el perrito, lo alza y se aleja de la estantería. Mira, dice, dejando al pekinés en el suelo, bajo un momento a hacer un llamado, no tengo buena cobertura aquí. Vuelvo en cinco minutos, ¿vale? Tadea levanta los hombros y él la despide con un guiño de ojos. Cierra la puerta tras él y, por fortuna, allí está el ascensor, porque no hubiera tenido el coraje de esperarlo.
Cuando después de un viaje eterno llega a la planta baja y abre la puerta, se da de frente con un tipo enorme. Tiene la cabeza totalmente rapada y lo mira de arriba abajo. ¿Será uno de la banda? Pablo se queda un instante petrificado, pero al fin le hace un gesto vago de saludo con la cabeza y sale a la calle. Llega a la esquina apurado, dobla y empieza a correr. Y corre y corre y no deja de correr, con la mochila que le va pegando contra la espalda como si lo azuzara.
Cuando por fin siente que está por estallar, y que se ha alejado lo suficiente, se deja caer en el asiento de una plazoleta que aparece, providencial, para acogerlo. Ve manchas de colores, como pequeños soles, y una puntada le atraviesa el pecho, debe estar a punto de desmayarse. Qué está haciendo allí, alcanza a pensar. Él, que fue al Liceo Francés, que tiene todas las vacunas, una abuela que le ha tejido pulóveres a mano, una madre que lo ha llevado sistemáticamente al dentista, él, rico de tantas riquezas. Mientras boquea y trata de recuperar el aire, los recuerdos pasan como relámpagos: ve el primer traje azul, que hubo que pagar en cuotas, la bici de titanio con cambios, su primer piano, su hermanita que lo miraba con unción mientras cantaban a Fito y a Spinetta, el primer beso de Francine, que le hundió la lengua hasta la garganta y lo aterró, los partidos de fútbol en el Club El Trébol, el debut con Patri en el cuartito de arriba, el tejado donde su hermano lo convenció de que se ocultaba el hombre araña, el doctor Costa, que después de revisarlo se quedaba un rato sentado en su cama viendo con él el Chapulín Colorado… Pero él ya no es un chico, es un músico que respira con Wynton Kelly, le entrega el alma a McCoy Tyner, y sueña un día con componer un tema inolvidable. ¿En qué se ha convertido? ¿En un sudaca que corre por las calles de Barcelona con un ordenador robado? ¿En un chorizo más entre los desharrapados del mundo? Y entonces otro recuerdo le llega con una nitidez prodigiosa. ¿Tiene seis años? ¿Siete? Está con su padre en el almacén de Alberto. Y siente el impulso de llevarse algo, ¿pero qué? Todo eran cajas o latas o botellas, hasta que ve el cartón de los huevos y agarra uno, justo para el tamaño de su mano. Cuando llegan a su casa, el padre sospecha, le pide que le muestre lo que oculta en la espalda, se lo ordena. Cuando él le tiende la mano y la abre, ya no tiene el huevo sino lo que queda de él: clara y yema babosas escurriéndose entre sus dedos. Es un huevo, dice la madre, que entra en la cocina y se pone de espaldas. ¿Se ríe? Pero su padre no. Su padre dice que ahora mismo van a devolverlo. Y lo lleva otra vez hasta el almacén con un huevo entero que la madre ha sacado de la heladera. Ve las cejas negras y enrevesadas del almacenero y sus alpargatas sin cordones donde él clava la mirada durante el larguísimo tiempo que dura aquello. Apenas salen, el padre lo abraza fuerte. Sí, sus padres son esa clase de gente, de la época de los ideales y la honestidad.
El recuerdo y el zumbido en los oídos se van aquietando y cuando emerge de la bruma ve a una vieja desgreñada que lo mira de muy cerca, apenas a unos centímetros de su cara. Se aleja un poco y le pide un cigarro. No fumo, le dice él. Entonces un eurito, le pide ella. Pablo se mete la mano en el bolsillo y le tiende una moneda de 50 céntimos. Ella la agarra de un zarpazo y la inspecciona. Después se aleja y le dice, con una boca desdentada: chaval, no llores por ella, no merece la pena.
Ha perdido la noción del tiempo. Pueden haber pasado quince minutos o una hora, no lo sabe. Pero ya ha oscurecido y empiezan a encenderse los faroles. La gente pasa apurada con sus maletines o sus compras, y él está allí todavía, desarticulado por la corrida y los recuerdos y por unos remezones de pánico que le llegan a destiempo. Lo que ha hecho es una locura y ahí está la mochila pesándole en la espalda como si llevara piedras. Se la descuelga de los hombros, la abre, extrae con cuidado el ordenador saqueado y lo pone sobre su falda. Es una Mac Pro, pero más chica que la suya. Tal vez el modelo anterior. Levanta la tapa y la enciende. Ve la luz en la pantalla, primero gris y después celeste, la manzana de Apple y debajo el relojito de Mac con la manecilla girando como una ruleta hasta que se detiene. Entonces sucede el último milagro de esos días: ¡aparece el perfil de Clifford Brown empecinado sobre su trompeta! Casi puede sentir, Pablo, sus latigazos de terciopelo, y después los íconos, como juguetitos obedientes, ordenándose tal como él los dispuso en su Mac Pro: CV Pablo, PF (el proyecto final de la Universidad), Temas Nuevos, el Sibelius, el Logic, el Kontakt, Loquevendrá, The Best, todas sus carpetas. Cierra los ojos y vuelve a abrirlos. ¡Es su MacGyver! Acaba de reconocerla en su tamaño real, de recibirla con todo su cuerpo, la diástole de su sístole, o viceversa, ese es el dibujo de su escritorio, un mapa que lo identifica como sus huellas digitales. La imagen de la pantalla encaja con algo dentro de él y lo completa y lo llena de valor y de euforia. Acaba de torcerle el brazo al destino. Y lo ha hecho él solo, con su fuerza, su ingenio y su osadía.
La mañana siguiente es una de las más formidables de su vida. Ha dormido catorce horas seguidas como un bebé, después de haberse pasado dos horas en la comisaría donde Andréu, otra vez admirado, le emprolijó la declaración: no puede decir que se choreó el ordenador, sino que lo reconoció, que era el de él. Tío, con todo eres medio ingenuote.
Está en su torreón tomando café con Guille, contándole los detalles de la historia. Que todavía no sabe si el tal João era el chorizo mismo o si tenía montado un negocio de compra y venta. A estas alturas a él ya no le importa. Se siente poderoso, capaz de pelear con un ejército internacional de chorros. No ve la hora de verla a Linnéa y contarle. Si no termina de enamorarla con semejante aventura…
Tuviste huevos, le dice Guille, y Pablo se ríe, recuerda otra vez la historia del huevo robado.
Y todo empezó con Frodo y las cajas mágicas, le dice a su amigo. ¿Frodo?, repite Guille, ¿ese no era el novio histórico de Linnéa? No, hasta donde él sabe es un viejo amigo. Hm, dice Guille.
Entonces él vuelve a marcar el número de la suequita, que esta vez lo atiende apurada. Estoy en clase, dice, después te explico, y corta.
Pablo se queda pensativo, termina de contarle los detalles a Guille con menos entusiasmo, aunque cada tanto le lanza a su Mac unas miradas tiernas.
Diez minutos después recibe un mensajito de Linnéa en el móvil: tenemos que hablar, dice Linnéa, de yo, de tú y de Frodo.
Sí, tuve huevos, repite Pablo. Y mira la ventanita por donde se la llevaron.