Capítulo 10

Hicieron el viaje en silencio, a una velocidad relajada, Alexander en brazos de Emma para poder divisar la calle de acera a acera, los ojos azules del pequeño llenos de curiosidad y una enorme sonrisa. Iba señalando aquí y allá y, a pesar de que nadie podía escucharle dado el ruido del traqueteo de las ruedas, no dejaba de hablar. Kit mantenía todo el tiempo la vista al frente, concentrado en el tráfico, tenso al llevar a su hijo en su carruaje, maldiciendo haber elegido un vehículo inseguro. Emma, en cambio, tenía la misma sonrisa que el niño y lo abrazaba con ternura.

Cuando llegaron al parque, la emoción se desbordó y Alexander comenzó a corretear sobre la hierba, gritando cada vez que aparecía una ardilla, tratando de perseguirlas e, incluso, de trepar algún tronco para poder alcanzarlas. La dama lo miraba, ilusionada también. Christopher, aunque también sonería, la miraba a ella, en cambio. Si le había impactado el corpiño que vestía, una pieza en teoría recatada que, sin embargo, parecía pedir a gritos que arrancasen los botones uno a uno, en ese momento era su rostro el que hacía que su pecho vibrase: miraba a su hijo con adoración, feliz por el mero hecho de que Alexander también lo fuese.

Se acercó con sigilo a ella, tomó su mano, la colocó sobre el brazo, cubriéndola después con su palma, mucho más grande, y la dirigió hacia el Serpentine. El niño, atento, los siguió. No había nadie en el parque, era un lapso extraño: esa hora en la que los transeúntes matutinos estaban ya en sus hogares o clubs, preparándose para comer, y los vespertinos consideraban que no era la hora educada para pasear en carruaje.

Viendo que no rehuía su contacto, como hiciera en Almack’s, se permitió acariciarle el dorso y entrelazar después sus dedos. Como la noche del miércoles, la sintió temblar bajo su caricia.

¡Ojalá no tuvieran que llevar guantes!, se lamentó. Le encantaría conocer la suavidad de su piel. A punto había estado de acariciarle la mejilla la última mañana en Stanfort Manor. Al recordarlo, también a él le recorrió un pequeño escalofrío de placer, uno que Emma debió de notar, porque alzó la vista a mirarlo.

No veló la mirada Kit, dejando que sus ojos transmitieran el deseo que sentía. Supo que ella reconoció la pasión de su mirada, dado que sus pupilas se ensancharon y se le aceleró la respiración.

—Emma —susurró, solo por el placer de decir su nombre.

Presionó sobre sus dedos en forma acariciante y continuó a su lado hasta llegar al pequeño puente sobre el río artificial. Alexander jugaba unos metros más allá, cerca de la orilla, lanzando al agua las piedrecitas que iba encontrando, como le había enseñado su padre en la finca, y no podía escucharlos. Ni siquiera los miraba.

—¿Tienes frío? —le preguntó, solícito.

—No, estoy bien —susurró ella, sin querer levantar la voz, temerosa de romper la red de atracción que se estaba urdiendo entre ambos.

Christopher oteó a su alrededor, confirmando, con mayor minuciosidad esa vez, que estaban solos. A pesar de estar sobre el puente, un punto más visible que la orilla, también podía observar mejor a su alrededor y cotejar que, en efecto, ni siquiera un mozo había a la vista.

Despacio, dando tiempo a Emma para que se apartase si así lo deseaba, tomó la mano que tenía apoyada en su brazo, asió la muñeca y, con la otra, le fue retirando el guante dedo a dedo. Hipnotizada, la dama no hubiera podido negarse de haber querido hacerlo.

Cuando terminó con la femenina prenda de satén, tomó el suyo de cuero y se lo quitó también. Volvió a cogerle la mano, apoyando la suave palma sobre sus dedos, y acarició el dorso con el pulgar, extasiándose con la suave, cálida piel. Mantenía la mirada azul en el punto en el que sus cuerpos se tocaban, cautivado, como si fuera la primera vez que rozaba a una mujer.

Emma tenía los ojos fijos en ese mismo punto, las mejillas sonrojadas. Sus dedos se aferraron a la mano acariciante, deseando sentir más.

—Kit —suspiró su nombre.

Christopher giró la mano para acceder a su palma y trazó con el pulgar un pequeño círculo en la delicada muñeca, deteniéndose después para sentir bajo su yema el pulso de Emma, acelerado. No necesitaba mirarla para saber que le gustaba sentir su tacto ni debía hacerlo. Si levantaba la vista, quedaría cautivado por sus ojos verdes y la besaría en pleno día y en Hyde Park.

Siguió masajeando su piel y permitiendo que también ella tantease la suya en sutiles caricias. Podría pasarse la vida así, pensó.

Pero un fuerte chapoteo apagó la pasión que sentía.

—¡Alexander! —gritó Emma, que también salió del embrujo al escuchar algo pesado caer en el agua.

Se volvieron para encontrar al niño dentro del cauce del río.

Kit, que en alguna ocasión había acabado en las infestas aguas del Serpentine cuando era un joven algo alocado, saltó la baranda del puente y cayó al agua, sabiendo que en esa zona cubría más que en la orilla, queriendo llegar a su hijo cuanto antes y sacarlo.

El agua estaba helada. No en vano muchas Navidades se congelaba la superficie y algunos acudían a patinar.

Mientras llegaba hasta el niño, Emma corrió al tílburi, que se encontraba a menos de cincuenta metros, y regresó con las dos mantas que habían cogido. En cuanto Kit salió, estiró ella los brazos hacia Alexander para envolverlo en la lana y abrazarlo, señalando al caballero la otra manta, que había dejado en el suelo.

—Te va a empapar —le dijo él, dubitativo, todavía con su hijo aferrado a él.

Sabía que era mejor que lo sostuviese ella. Estaba seca, le daría más calor y le permitiría, además, conducir a él.

—Dámelo —insistió Emma.

Accedió. El pequeño, sollozando, se abrazó a Emma sin perder de vista a su padre. Volvieron al tílburi y condujeron hasta casa a mayor velocidad que a la ida. Ni él pensó en dejarla a ella en su hogar ni tampoco la dama se lo pidió. Llegaron a la residencia de Kit y prácticamente saltaron del vehículo para alcanzar las escaleras.

Robert abrió la puerta en cuanto vio llegar el coche y se mantuvo estoico a pesar de ver a milord y milady corriendo.

—Pida dos baños calientes —le pidió ella, que había estado concentrada todo el camino en qué hacer—. Uno al dormitorio de lord Christopher y el otro al cuarto de Alexander. Y aviven los fuegos de las chimeneas de ambas alcobas. —En ese momento llegó el ama de llaves y la siguió escaleras arriba—. Que la cocinera prepare un caldo bien caliente. Si no lo hubiera…

—Lo hay, milady.

A Alexander solían inflamársele las anginas todos los inviernos un par de veces y le producía fiebres muy altas. Nunca faltaba sopa en la casa.

—Y que haga estofado para milord o cualquier otra cosa que lo haga entrar en calor para cenar. Y té. Prepara una tetera ya mismo.

Llegaron a la planta de las habitaciones de la familia.

—Emma —le dijo él, angustiado.

Alexander temblaba visiblemente.

—Date un baño bien caliente —le ordenó—. Mientras, la niñera y yo nos encargaremos de él. Te esperaremos en el dormitorio con un té caliente.

—¿Tú…?

—¡Hazlo! Si enfermas, de poco le servirás.

Y desapareció en el cuarto del pequeño.

Sentía el frío calársele en los huesos y, después de todo, no iba a bañar a su hijo y sabía que estaba en buenas manos. Aun sin necesidad, dijo al mayordomo que siguieran al pie de la letra las instrucciones de la señorita, que llenaran primero la tina de su hijo y que alguien fuera a buscar al doctor.

Ya en su enorme cuarto, se desvistió, se secó lo mejor que pudo con una toalla, se envolvió en una manta cerca de la chimenea y esperó a que le trajeran la bañera.

***

Cuando entró en el dormitorio de Alexander, lo encontró recostado. Emma tenía un bol de caldo e iba acercándole cucharadas que el niño apenas sorbía.

Se acercó por el otro lado de la cama y le tocó la frente: ardía. La preocupación lo atropelló. No podía verse, pero su rostro reflejaba toda la angustia que sentía. A Emma se le encogió el corazón al reconocer su gesto.

—¿Cuánto tardará el médico? —preguntó él. El mayordomo no le había informado al respecto.

Emma enrojeció y se encogió de hombros, cohibida.

—Está atendiendo un… —calló y Kit entendió.

Nada sabían las damas de partos.

El caballero trató de mantener la calma.

—No es la primera vez que tiene anginas —comentó, para sí y para el resto. Se volvió a la nana, que estaba sentada en un rincón, el rostro ceniciento—. ¿Tenemos el tónico que suele prepararle el doctor Guerny?

—Sí, milord.

Para la joven criada aquello sonó a salvación; tenía algo útil que hacer que podría ayudar al joven Alexander. Hizo una reverencia y fue a por él, dejándolos a solas.

—¿Cómo estás? —preguntó Emma a Kit, sin mirarlo.

—Bien. No suelo resfriarme —procuró que su voz sonase serena—. Tú, en cambio, estás mojada. Deberías secarte un poco.

Lo que debía hacer era marcharse a su casa a cambiarse y no regresar, pero era demasiado egoísta para dejarla ir.

—Quizá tendría que… —Calló al darse cuenta de que si escribía a casa pidiendo ropa era probable que su madre acudiese a la carrera a ver qué estaba ocurriendo; su padre estaba en el norte visitando algunas fábricas. Además, no quería dejar a Alexander allí. Tampoco a Christopher, tan necesitado de ayuda y consuelo lo veía—. Tal vez alguna de las doncellas podría prestarme su ropa y secar la mía —dudó.

—En algún lugar hay ropa de Anna. Si prefieres vestir sedas…

Algo se encogió en ella pero, siendo práctica, las doncellas solo tenían dos vestidos, no sería justo pedir uno y hacer lavar el suyo.

—De acuerdo. Cuando tu hijo acabe de comer, hablaré con la señora Johnson.

Siguió dándole pequeñas cucharadas de caldo al pequeño mientras él salía en busca del mayordomo para que buscase a otro médico y al ama de llaves para que consiguiese un vestido para lady Emma. En verdad, el corpiño de su vestido estaba empapado y temía que cogiese una pulmonía.

El ama de llaves, siguiendo su intuición, buscó un vestido de los que la antigua señora compró y nunca llegó a usar. Le gustaba lady Emma y no quería que a lord Christopher le recordase en nada a la difunta lady Anna. Encontraría un traje que el señor nunca hubiera visto y se lo diría a la señorita para asegurarse de que no se sintiera incómoda y que estuviese, además, bonita.

***

Abrió los ojos, desorientado. Estaba en el dormitorio de su hijo, se dio cuenta. Miró hacia la ventana para comprobar que había oscurecido por completo: era noche cerrada. El médico había acudido a verlos alrededor de las siete de la tarde. El fuego de la chimenea ardía con fuerza, dejando el dormitorio en penumbra.

Alexander dormía. Roncaba, lo que únicamente hacía cuando estaba muy resfriado. Le tocó la frente y la sintió muy caliente. En la mesilla localizó la palangana con un paño y agua. Se levantó, empapó el trapo y lo pasó por la frente y los brazos del niño, secando en cambio la garganta y el pecho con su pañuelo, como había visto hacer al doctor un par de horas antes. Detestaba que su hijo se pusiera enfermo; los dos inviernos anteriores habían sido así y hubiera dado su propia vida por no verlo sufrir. Según el médico, solía ser frecuente que los infantes padecieran de dolor de garganta con fiebres altas.

Agachó la cabeza para besar a Alexander en la sien y volvió a sentarse a su lado. Un pequeño suspiro desvió su atención y la vio: Emma seguía allí, en el sillón en el que la dejara horas antes, cuando se había quedado dormida poco después de intentar, con más perseverancia que éxito, que el pequeño comiera unas gachas. Fue después el turno de Kit de convencerla para que también cenara algo ella.

Al regresar él al dormitorio, tras comer un poco a medianoche, la había encontrado dormida sobre la cama en una posición pésima para su cuello, así que la había tomado en brazos y sentado en el sillón, tapándola con una manta, arropándola con ternura. Tan agotada estaba que no se había despertado en ningún momento del proceso.

Allí seguía, arrebujada. No podía ver su rostro, pero lo imaginaba precioso. Si había pensado en llevarla en brazos o verla dormir en las últimas semanas, no había sido en una situación como aquella.

No supo cuánto tiempo estuvo observándola, el pecho lleno de un cálido sentimiento desconocido, antes de darse cuenta de que ella que no debía de estar allí, que nunca debió quedarse a pasar la noche. A su pesar, pues deseaba poder tener el derecho de llevarla a su propio dormitorio a descansar, se acercó y la despertó con suavidad. En cuanto los ojos verdes se abrieron, Emma miró hacia la cama, alarmada.

—¿Alexander?

—Duerme —le respondió, agradecido.

Aquel gesto, la preocupación que mostraba por su hijo, acabó de definir la infinita ternura y afecto que sentía en algo mucho más profundo.

—¿Estás bien? —susurró ella.

—Estoy bien —le dijo con una sonrisa irónica—. Pero tú estás en un lío. Es tardísimo.

La vio relajarse.

—Avisé a mi madre de que tu hijo estaba enfermo y de que era posible que pasara la noche en vela, aquí.

La dama se obligó a levantarse y se acercó a la cama. Puso el dedo tras la oreja y sintió la temperatura, febril.

—Sigue aún muy caliente.

Cuando quiso coger el paño para refrescarle, él la detuvo.

—Acabo de hacerlo yo. —Le atrapó la mano y la soltó al instante, culpable, pues un hombre no tocaba a una mujer si no era necesario o no bailaban. Su hijo estaba convaleciente, dormido frente a ellos. Murmuró con voz formal—. Emma, deberías regresar a casa, no tiene sentido que estemos los dos despiertos.

Se giró a mirarlo con gravedad, los ojos fijos en los suyos.

—¿Quieres que me marche? —le preguntó, la voz seria.

Le costó responder. Optó, al fin, por ser sincero.

—Quédate.

Asintió ella y se sentó en la silla al lado de la cama. Él tomó la de enfrente y nada más dijeron. Estuvieron observando al pequeño hasta quedarse dormidos, la llevó en brazos al sillón una vez más y quedó él recostado al lado de su hijo.