Capítulo 3

Al día siguiente recibió una carta de May:

Querido Kit:

No podría estar más de acuerdo contigo en la importancia de lady Emma en la vida de tu hijo y de lo conveniente que ha sido su presencia en tu casa. ¡Me parece tan injusto que la estrechez de miras de unos pocos ponga en entredicho la bondad que siempre ha mostrado la dama hacia vosotros!

Entiendo tu deseo de agasajarla con un obsequio tan caro aunque, como hablamos ayer, no sea apropiado y, como mujer, dudo mucho que ella lo aceptara si te decidieras a regalárselo.

No obstante, me he permitido pensar cómo podrías agradecérselo sin comprometerla. La idea fue tuya, en realidad, cuando insinuaste la posibilidad de convidarla a Berks a nuestra reunión familiar. Si cursaras tú la invitación empeorarías todavía más su posición. En cambio, si soy yo quien lo hace, por un lado, como anfitriona, y tu hermano como marqués de Wilerbrough y padrino de Alexander por otro, sería el reconocimiento de los Saint-Jones hacia ella. Nadie se atrevería a dudar de la probidad de nuestra casa.

Ahora bien, ¿estás seguro de que deseas que nos acompañe? Quizá su familia pudiera confundir tus intenciones. O peor todavía, podrías confundirla a ella.

La decisión es tuya y, sea cual sea, sabes que tu hermano y yo la respetaremos.

Tuya,

MAY

Pasó el resto del día reflexionando al respecto de las palabras de su cuñada, una de las mujeres más sabias que conocía. Tal vez debiera consultarlo con su madre, también. La duquesa dominaba los entresijos de la sociedad como pocos y su situación como solo una madre podía hacerlo.

Quería, como decía la carta, agasajarla, pero antes se cortaría un brazo que hacer daño a Emma.

¿Podría confundir ella su agradecimiento con otros sentimientos? ¿Tendría ella otras intenciones? Lo dudaba; según Anna, había estado enamorada de lord Johnson desde el mismo momento en que puso los ojos en él, o empeñada, como la propia dama había descrito sus sentimientos el día anterior. Cuando la boda, que al final no se celebraría, fue inminente, dejó de acudir con tanta frecuencia y se resintió por su ausencia. Aunque fuera egoísta, le había aliviado que aquel malnacido la plantara, y no solo porque no la mereciera.

Emma aportaba equilibrio a su casa, pero también risas, luz… quizá no hubiera podido ayudar a Anna, nadie pudo hacerlo, pero había sabido sanar a todos los que vivían en su hogar: a empleados, a Alexander y a él mismo, después de la tragedia.

Le ofrecería el mundo si se lo pidiera. Pero ¿le ofrecería matrimonio para no perderla, como le había insinuado su hermano?

Negando con la cabeza, se sirvió un brandy y se sentó a leer en su estudio, no queriendo tomar ninguna decisión sobre su vida. Esta se había detenido cuando encontró el cuerpo inerte de su esposa en el jardín.

***

Emma regresó dos días después. El ama de llaves le avisó de su visita y, en cuanto acabó la carta que estaba escribiendo a May, subió a buscarla a la segunda planta. La encontró como casi siempre: sentada en el suelo, con un peinado sencillo y un vestido cómodo y sin adornos. Al principio de su matrimonio le sorprendió que, resultando tan elegante en los salones, Emma no se engalanara para salir de visitas, o no a su casa; sin embargo, comprendió después que Alexander la manchaba casi siempre y que no tenía sentido acudir con los trajes más bonitos. Como tampoco lucirse frente a Anna mientras vivió.

La joven, que ya no lo era tanto, se percató, no parecía ser vanidosa a pesar de su evidente belleza.

—Buenos días —saludó Kit con voz alegre.

—Padre. —Se puso en pie su hijo para saludarlo con solemnidad.

—Christopher, buenos días. —Continuó ella sentada en la alfombra, recogiendo los títeres del pequeño teatro con el que jugaban a menudo.

—Emma, antes de irte ¿podrías acercarte a la biblioteca, por favor? Quisiera hablar contigo si te es posible.

Sus ojos se llenaron de sorpresa primero y cautela después. Se levantó y besó a Alexander en la coronilla antes de responderle.

—Puedo bajar ahora, si quieres. Alexander quiere pintar un tigre de Bengala, ¿no es cierto, tesoro?

Algo intimidado por la presencia de su padre, a quien quería impresionar, se encogió de hombros con vergüenza.

—Cuando lo termines, me encantaría verlo. —Aún no había cumplido tres años, apenas serían rayas amarillas y negras que bien podrían confundirse con una abeja, pero no le importaba: lo elogiaría y pediría que lo enmarcasen si lograba que su hijo lo compartiera con él—. ¿Me acompañas, Emma?

Y le cedió el paso para bajar con ella. Entraron en la enorme sala llena de libros, cerró y la invitó a sentarse en uno de los sillones, eligiendo él el de enfrente. Había una jarra con agua y varios vasos. Una vez acomodados, fue él quien comenzó a hablar, con evidente incomodidad pero directo al grano.

—Me han hecho saber que, quizá, toda la situación entre nosotros podría ser incorrecta y que, además, ha dado que hablar.

—Cuando dices que nuestra relación podría malinterpretarse, ¿te refieres al hecho de charlar en tu estudio a puerta cerrada y sin una carabina?

Se sonrojó, lo hizo como hacía años que no le ocurría, desde que era un crío que vistiera pantalones cortos.

—Mierda… ¡Disculpa! —volvió a sentir calor en el rostro. ¿Desde cuándo juraba delante de una mujer?

Le alivió la carcajada que le devolvió, Emma era una dama distinta al resto. De todas formas se levantó para abrir la puerta de nuevo.

—Por mí, déjala como está; el servicio te es leal —lo detuvo—. Intuyo que esta va a ser una conversación complicada y, dado que no es la primera vez que nos hallamos en esta situación, mejor sigamos con la costumbre de evitar ser escuchados.

—De acuerdo —accedió viendo que, en efecto, era lo mejor—. Confiemos en que sea la última.

En lugar de sentarse de nuevo, prefirió pasear por la habitación, no quería sostenerle la mirada.

—¿Me decías? —lo animó a seguir cuando el silencio se le hizo insoportable.

—Al parecer tus constantes visitas a mi casa han levantado falsos rumores sobre tu reputación.

—Mi reputación se arruinó cuando me quedé sola en aquel altar. Antes de mi fracaso nadie comentaba nada sobre mis idas y venidas.

No supo decir qué le impactó más, si la verdad de sus palabras o que tildara su soltería de fracaso. Se vio en la obligación de corregirla.

—No consideres como propio el error de otro: fue él quien falló, no tú. Hay decisiones sobre las que no tenemos ningún poder.

—Tampoco fue tu fracaso lo que le ocurrió a Anna. Como bien dices, hay situaciones que no podemos evitar.

Se detuvo y la miró soliviantado. Nadie solía hablar de su esposa, y aunque ella tenía ciertos privilegios concedidos, no esperaba escuchar nada sobre algo tan íntimo en aquella conversación. Ya la habían mencionado la otra vez, quizá le había hecho creer que, desde entonces, tenía derecho a opinar libremente sobre algo de lo que nada tenía que decir.

Emma notó su frialdad.

—Lamento si me he excedido, entendí que esta sería una conversación tan sincera como la que compartimos la otra mañana.

Saltaba a la vista que no lo lamentaba, que le estaba poniendo en su sitio, que el primero en poner el dedo en la llaga había sido él al opinar sobre su compromiso frustrado, concretando la situación que vivió con Malcolm y dándole pie, así, a que ella hiciera lo mismo con su matrimonio fallido.

—Quizá ambos nos hemos excedido.

—Eso es lo que hacen los amigos, supongo.

Incómodo, aprovechó para continuar con su discurso.

—La sociedad no entiende que un caballero y una dama, ambos solteros, puedan ser amigos, Emma. Se da por sentado que les une algún tipo de relación sentimental.

Era ese el momento en el que él debía preguntarle si también ella lo había dado por sentado, o su familia si no, pero se le atragantaron las palabras.

—Sobre eso versó la conversación con mi madre antes de ayer.

—¿Tiene tu familia… expectativas sobre nosotros?

—¡No!

No supo que había estado reteniendo el aire en el pecho hasta que sus pulmones se vaciaron ruidosamente.

Cauto, continuó.

—¿Las tienes tú?

—¡Christopher!

La ofensa en su voz le hizo sentirse mal por muchos motivos que no pudo analizar por falta de tiempo. Primaba una disculpa.

—Lo siento, solo quería estar seguro de no estar haciéndote daño sin querer.

Tampoco a ella le gustaron sus palabras.

La realidad era que se estaban rechazando sin haberse pedido nada, y era todo muy incómodo.

—¿Estás dudando de mis motivos para venir aquí?

—No, claro que no, como te dije el otro día no he sabido agradecértelo, quizá porque he estado demasiado centrado en mí, como me señaló mi hermano ayer. Mi temor sería que mi egoísmo te hiciera daño. No me refiero a romperte el corazón, de verdad que no, aunque me alivie estar seguro ahora. Hablo de las consecuencias sociales.

—¿Al hecho de que tengo veintitrés años, soy poco elegible y esto no ayuda a mi causa?

La corrigió una vez más.

—Eres más que elegible, Emma: eres más que capaz de llevar una casa, eres inteligente, bonita, serás una gran madre, aportas una dote considerable —hablaba sin sentimiento, constatando una realidad—. Eres fuerte y, a la vez, un soplo de aire fresco. Johnson fue un imbécil.

A pesar de su tono, se emocionó. Ningún pretendiente había logrado conmoverla como acababa de hacerlo él. Que no la hubiera tildado de hermosa sino de «bonita», ni siquiera le preocupó, valoraba más que viese en ella a una mujer capaz e independiente. ¿Qué importaba si a él no le gustaban las mujeres pelirrojas?

Callaron ambos un tiempo.

Kit, ya calmado pues lo peor había pasado, volvió a sentarse, sirvió dos vasos de agua y se bebió el suyo.

—Creo que necesito algo más fuerte, ¿te importa?

Ella lo invitó con la mirada a que se sirviera de la licorera. Cuando regresó, estaba incluso de buen humor.

—Te compré un regalo. Al día siguiente de hablar —sabía a qué se refería, era la primera conversación de verdad que habían tenido— fui a una joyería y te compré un regalo.

—¿Una joya? Un caballero no regala alhajas a una mujer si no…

—Mi cuñada me lo hizo saber.

Fue al escritorio, sacó el estuche y se lo mostró.

—¡Es del todo inaceptable! No me malinterpretes, es magnífico. —Sin querer tomó la caja y lo miró con atención, paseando sus dedos por las piezas.

Christopher nunca se había fijado en sus pequeñas manos ni en la elegancia con la que las manejaba.

—Lo guardaré para tu compromiso.

—¿Qué compromiso? —su voz destilaba sarcasmo.

—El tuyo. Algún día te casarás y yo te regalaré esto.

—Y yo lo luciré en el altar —rio.

—Entonces añadiré una tiara, los rubíes quedarán magníficos en tu pelo.

—Las pelirrojas somos más de esmeraldas o zafiros.

—Por eso elegí rubíes, supuse que no tendrías.

Así que había comprado el conjunto pensando en ella. Le emocionó saberlo.

—Acertaste.

—Pues ya los tienes, solo te falta el marido.

—Ese sí sería un gran regalo: un esposo —bromeó, poniendo los ojos en blanco.

—Sobre eso… sobre el regalo y sobre el esposo… ¿Conoces a mi cuñada May?

Toda la nobleza la conocía: era escritora, hija de los marqueses de Cramwell, había regresado a Inglaterra con veinticinco años hacía dos temporadas y había atrapado a un futuro duque, convirtiéndose por derecho en marquesa también ella.

—Conozco a la marquesa de Wilerbrough como no podría ser de otro modo, pero no hemos sido presentadas.

No dejaría nunca de sorprenderle la importancia que May había adquirido entre la aristocracia. A pesar de que él tenía mayor relación con su hermana menor, lady Morrington, había sabido del carácter independiente por los comentarios de Edith. Y, desde que se casara con su hermano, había descubierto a una mujer sencilla, alejada de los elitismos de la alta sociedad.

—Pues ella desea conocerte. —La vio sorprenderse—. Después de reñirme por mis excesos contigo…

—¿Te regañó?

—No te dejes engañar, no es nada dócil y tiene propensión a decir lo que piensa. El Señor no la llevó por la senda de la pusilanimidad. La cuestión es que cree que un agradecimiento de los Saint-Jones por toda la ayuda que nos has prestado durante estos dos años acallaría cualquier rumor entre nosotros en concreto, así que quiere invitarte a nuestra próxima reunión de primos.

—No sabía que Alexander tuviera más tío que tu hermano y los de la marquesa.

—En realidad ,no son primos de sangre, o no todos, nos reuníamos a menudo de niños porque nuestros padres son amigos desde la universidad, remaban juntos en Cambridge, con independencia de si somos familia o no. Los lazos que nos unen son íntimos e indestructibles.

—¡Vaya! —fue lo único que se le ocurrió responder.

No parecía el duque de Stanfort un hombre dado a mantener amistades durante años. ¡No es que no pudiera!, pero lo veía siempre tan solemne que nunca se había planteado que pudiera tener una vida como el resto: amigos, diversión…

—Aunque no me haya dicho nada, estoy seguro de que May pretende, además, que cuando las hayas conocido a ellas, puedan presentarte a los mejores partidos de la sociedad, que les permitirás jugar a casamenteras, en realidad. Visto así —pensó en voz alta—, tal vez deberías declinar la invitación.

Ser en cierto modo amadrinada por la marquesa de Wilerbrough sería un honor. Si su madre se enteraba, comenzaría a comprarle un nuevo ajuar.

—¿Cuándo sería?

—El viernes doce. —Le explicó la nueva tradición familiar que cumplía ya dos años—. Aunque puede que lleguemos antes y nos vayamos más tarde, la invitación no tiene fecha de expiración.

Emma, cuyo padre no tenía buena relación con sus hermanos, y viviendo la numerosa familia de su madre al otro lado del Atlántico, sintió envidia. Y el reflejo de esta en su mirada terminó de convencer a Kit de que invitarla sería la mejor forma de devolverle, al menos en parte, todo lo que había hecho por ellos.

—Está decidido, May escribirá a tu madre para cursarle la invitación y tú pasarás unos días en Stanfort Manor. No, no me lo agradezcas hasta que no volvamos, cuando nos juntamos somos muy ruidosos y, tal vez, acabes arrepentida de haber aceptado.

***

Los marqueses de Wilerbrough recibieron la misiva de Kit con reservas.

—¿Qué opinas? —quiso saber Alexander.

Aunque él conociera mejor a su hermano, o precisamente por eso, prefería conocer la opinión de su esposa antes de hablar él.

—Que está loco por ella pero no lo sabe.

Fue directa, como siempre que hablaba con su marido. Aunque aún no llevaran dos años casados, se conocían desde siempre. Durante los años que estuvieron separados mantuvieron correspondencia con asiduidad —más May que Alexander, como solía recordarle ella para fastidiarle—, tanto se habían querido antes de enamorarse.

—Es posible. O que le ocurra como a ti y algo le haga mirarla con otros ojos y se enamore para siempre.

—¿Algo como la conversación en su biblioteca?

—Por ejemplo.

Y sonrió, maquiavélico.

—¡Eres un celestino!

Se echaron a reír.

—Otra opción es que sea ella quien le haga ver que están hechos el uno para el otro.

Al escucharla, Alex se puso serio.

—¿Y si ella no piensa así?

May lo tranquilizó.

—Para Emma, tu hermano sería un regalo: veintitrés años, un fracaso sentimental, una familia insignificante…

—Quiero que lo elija por algo más. No por conveniencia o porque mi ahijado los una. Ni por comodidad, tampoco. Quiero que mi hermano se case con una mujer que lo ame y lo valore.

Tras unos segundos de vacilación, también ella respondió con seriedad:

—Todos queremos lo mejor para los nuestros, pero en ocasiones los nuestros no coinciden con nosotros en qué es lo mejor.

—¿Quieres decir que Kit no se casaría por amor?

—No estoy segura. Además, está el hecho de que la esposa de Kit era la mejor amiga de Emma. Hay quien cree que ayudaría a una amiga querida y fallecida sustituyéndola, hay quien consideraría que está traicionando su recuerdo. Y apenas conozco a lady Emma, no puedo opinar.

Alex tomó la mano de su esposa.

—Quiero que Kit sea feliz —insistió, entre la frustración y la resignación.

—Lo sé, pero me da la sensación de que él no quiere, que siente que no lo merece.

Acabaron de cenar en silencio, desanimados. May no soportaba verlo triste, así que, una vez terminado el postre se levantó y fue hasta él, le pidió espacio y se sentó sobre su regazo, pasando las manos por sus hombros.

—La historia me suena: alguien que cree no merecer un buen matrimonio y que no sabe que tiene a la persona perfecta delante de sus narices.

Se refería a ella misma. El marqués sonrió:

—Es cierto, si tú lograste pescar al mejor partido de la temporada con veinticinco años y casi desahuciada del mercado del matrimonio, entonces todo es posible. ¡Ay, May!, pactamos que pellizcos no, ¿recuerdas?

Y como tenía razón, se dedicó a besarlo.