Capítulo 4

Emprendieron la marcha hacia Stanfort Manor, la finca de los Saint-Jones en Berks, temprano. Un desfile de carruajes tomó dirección oeste cargados con baúles y algunos sirvientes. Los caballeros iban sobre sus monturas; los niños, con sus nanas en un landó descubierto, y ella acompañaba a la marquesa de Wilerbrough en un carruaje también descapotado.

Aunque hubieran sido presentadas formalmente en una ocasión y aun habiendo coincidido en algunos eventos, Emma apenas había cruzado más de cinco frases con lady May y, tras los saludos y agradecimientos iniciales, el carruaje quedó en silencio. No fue hasta que salieron de Londres que su anfitriona se decidió a hablarle:

—A pesar de ser yo quien extiende la invitación, es obvio que es Kit quien quería que vinierais.

Se sonrojó.

—No pretendía imponer mi presencia en modo alguno, milady —respondió con voz avergonzada.

—Y no lo hacéis. Lo que me gustaría saber, dado que no he sido yo la que en última instancia ha decidido convidaros, pero soy responsable de vos, es cuánto os ha contado mi cuñado sobre este fin de semana.

—Poco en realidad.

Emma la vio poner los ojos en blanco y no pudo evitar sonreír.

—Los hombres no entienden que invitar a un evento es mucho más que decir «¿por qué no vienes a mi finca unos días?».

Ahora fue ella quien soltó un pequeño bufido.

—En defensa de lord Christopher diré que sé que es una especie de reunión familiar, los hijos de los amigos de vuestro suegro.

La otra le resumió primero la nueva costumbre que, esperaban todos, se convirtiera en tradición, antes de especificar quiénes acudirían.

—¿Algunos hijos de los amigos del duque, os ha dicho? ¿Es eso todo lo que os ha contado, el muy tunante? Así que ni siquiera sabéis quiénes son los invitados…

—No, milady.

—Emma… ¿puedo llamarte Emma? Gracias. Este va a ser un viaje largo, creo que será mejor que me llames May y nos evitemos las formalidades más rígidas. —Asintió—. En realidad, quienes nos reunimos no somos primos, o no todos. Solo a algunos les unen lazos de sangre. ¿Conoces a mi suegro?

—No personalmente.

¿Cómo iba a conocer la hija de una americana y un sir advenedizo de la nobleza rural a uno de los duques más importantes del reino, uno cuyo hijo y heredero era amigo personal del príncipe Alberto? Si no hubiera sentido una cálida, sincera bienvenida, hubiera pensado que aquella marquesa se reía de ella mediante subterfugios.

—Ya, imagino. No se prodiga en sociedad, la duquesa prefiere una vida tranquila. ¿Y a mi padre? No, supongo que tampoco, mi familia pasa en Durham más de medio año y tampoco mi madre es aficionada a los grandes eventos. Pero tal vez sí conozcas a la tía Nicole, la condesa de Westin.

—A milady la condesa sí la conozco.

Era una de las damas imprescindibles en cualquier acto social que se preciase de ser importante.

—A tía Nicole le gusta mucho alternar con la ton, y además Eliza, su hija menor, está por casar todavía.

Emma conocía a la hija de los condes de Westin, una dama hermosa pero tímida en extremo. Hasta donde sabía, debió debutar el año anterior, pero apenas pasó el último mes en la ciudad.

—También conozco a lady Eliza, mila… May.

Sonrieron ambas.

—El duque y el conde se conocen desde niños, las fincas de sus familias están a apenas quince minutos a caballo y estudiaron juntos en Eton, además. En Cambridge conocieron al marqués de Cramwell, se hicieron íntimos en el equipo de remo y se volvieron inseparables. De hecho, salvaron la vida de mi padre en la Guerra de la Península. —Adivinó el cariño entre las familias por la mirada de la marquesa, llena de afecto—. Solían jugarse a cara o cruz quién sería el padrino de boda y quién del primer vástago en una especie de costumbre ridícula.

—Debe de ser una relación muy especial, entonces —susurró, admirada.

—Es única —le confirmó—. Y los hijos nos criamos igual de unidos. Es curioso, porque los Stanfort y los Westin son primos por ambas partes, de padre y de madre, y aun así los Cramwell nunca nos sentimos menos.

—Con vuestro… con tu matrimonio todos los hijos que tengáis serán primos unos de otros.

—Así es. —La sonrisa de May se ensanchó—. Así que estaremos todos, eso es lo que quería decirte. O lo que para nosotros significa todos, al menos.

Sintió cómo se sonrojaba.

—Me temo que no estoy segura de quiénes son todos.

—Por parte de los Saint-Jones estaremos Alex, Kit y yo. Los Illingsworth son cuatro: vendrán los vizcondes de Sunders, Phillipe y Louisa, y John y Sophie, Richard y Helena y la pequeña, Eliza. Y por los Cramwell vendrá el conde de Bensters, Richard, y los Morrington, Jared y Edith.

—¿Vuestra hermana es lady Edith?

May soltó una pequeña carcajada.

—Sí, la célebre anfitriona de Londres, cuyas invitaciones son tan codiciadas como las de palacio, es mi hermana pequeña. En resumen: cinco matrimonios, y Kit, Richard y Eliza.

Emma deseó haber podido anotar los nombres. Tenía una memoria excelente y esperaba no cometer ningún error. Aun así, eran muchos.

—Me temo que no nos movemos en los mismos círculos, May.

La marquesa no negaría que, en efecto, los Towsend eran considerados casi unos arribistas, siendo sir Edward el hijo segundo de un empresario textil convertido en noble rural, y su esposa, lady Adele, una heredera de las antiguas colonias.

—Si deseas moverte en esferas más altas puedo ayudarte, aunque te advierto que es más de lo mismo: mujeres con lenguas viperinas, caballeros interesados y damas casaderas.

Emma se encogió de hombros.

—En este momento ninguna dama que quiera ser bien vista debería amadrinarme. Pero confieso que daría mi dote por una noche en Almack’s.

—¿No has estado en Almack’s?

—No he sido invitada.

¡Vaya!, May no conocía a ninguna dama que no pudiera ir al famoso club. Daba por sentado que era un derecho y no un privilegio. Uno aburrido, además.

—Irás a Almack’s —aseveró, resuelta—. Y conocerás a la reina, también.

May pasó el resto del viaje, menos de tres horas, hablándole de la finca y los invitados en cómoda conversación. Para cuando llegaron a Stanfort Manor, parecían dos amigas que hacía tiempo que no se veían.

***

Al llegar a la enorme mansión rural quedó maravillada. Emma nunca había estado en palacio pero, en su ignorancia, quedó convencida de que debía de ser algo similar a aquella increíble edificación. No podía imaginar cómo era Buckingham más allá de la fachada que podía verse desde el parque. Nunca se había aventurado a acercarse demasiado al palacio real.

Para su fortuna, eran los primeros en arribar a Stanfort Manor. Creyó que era una cuestión de deferencia, que nadie se instalaría en una residencia estando ausentes sus anfitriones. No podía saber que la casa del duque de Stanfort era el hogar de todos ellos, aunque no tardaría en descubrirlo. Desde su dormitorio, mientras la doncella que su madre se había empeñado en que la acompañase, deshacía el equipaje y enviaban una tina a su alcoba porque, como se empeñó May, «el polvo del camino se quedaba pegado incluso en el paladar», vio desde la ventana cómo otros carruajes iban aparcando en la entrada principal y, los que estaban ya en la casa, recibían con abrazos a los recién llegados. Podía escuchar las risas desde allí y, de pronto, se sintió cohibida y se planteó si, tal vez, no se hubiera precipitado al aceptar aquella invitación. Tenía ganas de conocer el entorno de Christopher; en las contadas ocasiones en las que hablaba de su familia su rostro cambiaba, dejaba atrás la casi perenne melancolía y se volvía sonriente. Los ojos le brillaban, sonreía con naturalidad y volvía a ser un atractivo caballero de treinta años lleno de vitalidad.

No esperó sentirse una extraña. La curiosidad le había podido y comenzaba a maldecir el impulso que le había llevado a confirmar asistencia.

—Mary, ¿podrías pedir a alguna de las doncellas que me trajese una bandeja para cenar? Y discúlpame con la marquesa, por favor, y dile que no me encuentro bien.

Por primera vez en su vida se había acobardado, pero ¿quién iba a culparla? Dudaba mucho de que lo hicieran los Stanfort, sus anfitriones, y confiaba en no ofender tampoco a los Cramwell ni a los Westin.

Cenó algo ligero y, sin esperarlo, se quedó dormida poco después.

No pudo saber que la conversación de la cena giró por completo en torno a ella.

***

Kit vio entrar a May en el comedor. Su cuñada y anfitriona llegó la última y, como sospechara, sola. Estando únicamente la familia, no esperaban al resto en otra sala para acudir juntos al salón, sino que fueron acudiendo al refectorio, donde había una gran zona con sofás en la que cabían todos ellos. Cuando llegó él, se dio cuenta de que faltaba una silla y sospechó que Emma se había excusado.

En principio se sintió algo molesto. ¿Por qué no le había avisado de que no bajaría? Se dio cuenta al punto de que no era su invitada, sino la de la marquesa de Wilerbrough. Extrañado por su propia actitud, tomó nota mental de no volver a confundirse. Emma era una amiga de la familia, no su amiga. Dar una imagen equívoca sería un error que pagaría la joven, no él. Nadie hablaría pero, de algún modo, los dragones de Londres acabarían sabiéndolo todo, dichosas fueran aquellas cotillas.

No fue el único en reparar en la ausencia.

—¿No bajará lady Emma? —preguntó Alexander a su esposa.

—No se encontraba bien —le contestó, sin más explicaciones.

El resto de mujeres, cómo no, se solidarizaron, haciendo que algún caballero resoplase por lo bajo.

—Es lógico, desde Londres se hace en una única jornada y, en ocasiones, el carruaje resulta agotador —dijo Louisa.

Estaban a dos horas a caballo y seis en coche. Podía ser tedioso, no agotador, quiso replicar su esposo Phillipe, vizconde de Sunder.

—Además, después de tanto tiempo en la ciudad, el primer viaje cansa más —corroboró Edith, la hermana de May.

No la conocían, no podían saber cuánto había viajado, fue la respuesta que se tragó lord Jared Morrington, esposo de la hermosa dama que acababa de hablar.

—Además… —quiso añadir Eliza.

—¡Pero si no la conocéis, por el amor de Dios! —estalló Richard, el conde de Bensters, solo para fastidiarlas.

Hubo risas y una dura mirada de reproche por parte de Helena, la esposa del otro Richard: Eliza era una joven tímida, interrumpirla cuando se decidía a participar de una conversación estaba mal.

El conde entendió el gesto y se volvió hacia su prima menor, quien le sonrió. Era inteligente, sabía por qué la miraba; y era demasiado amable, también. Rehuía de cualquier discusión.

—¿Nos sentamos a cenar? —los animó May.

Cada uno se colocó donde consideró. Nunca habían tenido unos puestos preestablecidos. De niños solían sentarse los chicos en una esquina y las chicas en la otra. Conforme crecieron, cambiaron los lugares buscando una edad similar e intereses más o menos comunes.

En aquel momento, con tantas parejas y todas bien avenidas, se asentaban en función de la conversación que quisieran mantener, más política, social o familiar.

O del humor que prefirieran, más ácido o menos, recordó Christopher en cuanto su primo Bensters le interpeló:

—Si lady Emma Towsend no va a bajar, entonces no hay nada interesante aquí, y mejor pido un refrigerio en la sala de billares. ¿Vienes, Kit?

No entraría en su juego, ser recordó. Nada que tuviera que ver con Emma era cosa suya.

—Me gusta este comedor, pero ve tú, si lo prefieres.

Hubo risas.

—No habrá apuestas —advirtió May con los brazos en jarras—. Lady Emma es mi invitada, no la de mi cuñado, y exijo que se la respete.

—Bravo, cariño —dijo Alexander—. Si querías detener a las bestias, acabas de dar el pistoletazo de salida.

—¿He oído una exigencia? —se burló John Ilinngsworth.

—¿Quieres escucharla deletreada? —le advirtió Sophie, su esposa.

—Bueno, bueno…—fue todo lo que dijo, especulativo, Richard, el tercer hijo de Westin, y eso era malo.

Iba a responder con más fuerza May, pero pidió Christopher la palabra.

—Lady Emma era amiga íntima de mi esposa. Estaba en su vida antes de que yo la conociera y siguió en ella hasta el último día. —Se hizo un silencio incómodo; en aquella mesa menos de la mitad de los presentes había visto a la esposa de Kit más allá del día de la boda—. Y, durante el último año y quién sabe si más tiempo, ha estado haciéndose cargo de la casa y jugando con mi hijo.

Había mucha gravedad en sus palabras y el grupo se puso serio. Nadie pensó que la desconocida pretendiera usurpar el puesto de la fallecida Anna. Su contención se debía a la culpabilidad que Christopher sentía por la muerte de esta y que, al parecer, ahora se acrecentaba por no haber atendido como él consideraba mejor a su hijo y su casa durante el duelo.

Alexander quiso gritar a su hermano que, en ocasiones, ocurrían desgracias y que la vida consistía en afrontarlas y seguir adelante; que no había una forma correcta de hacerlo y sí mil equivocadas y que cada uno hacía lo que podía.

Pero sería malgastar saliva, todos lo sabían.

—¿Podemos tener una conversación seria sobre ella, Kit? —preguntó Edith—. ¿O lo dejamos pasar?

Era mejor hablar en ese momento, que Emma no estaba. Si no, acabarían haciéndolo en una situación que le pudiera resultar embarazosa a su amiga.

—Sí, claro.

—Sé que ha recibido más de media docena de proposiciones y que aceptó una en la pequeña temporada, el noviembre pasado, por parte del infame lord Johnson, para ser dejada prácticamente en el altar. —No había nada que lady Morrington no supiera. No porque fuera una cotilla, sino porque su salón era muy codiciado y, siendo considerada la mejor anfitriona de la ciudad estaba, sencillamente, bien informada—. Tiene veintitrés años y su padre es un noble rural, título recién adquirido, y su madre es una rica heredera americana que acabó casándose por amor con un empresario textil con buenos contactos.

Se hizo un silencio. Era casi inaceptable y, sin embargo, había sido invitada por los futuros duques de Stanfort a su hogar en el campo.

Con una señal, Alexander pidió al mayordomo que se retirase junto con el servicio: serían ellos quienes se encargasen de llenar sus platos y copas.

Una vez solos, siguieron:

—¿Qué importa eso? Si Kit quiere…

—Yo no he dicho que quiera nada —objetó.

—Tienes que casarte —insistió Edith.

—¿Dónde lo dice? —preguntó con voz seria, rayando el desprecio.

Callaron casi todos. Bensters quería mucho a su primo, tenían la misma edad y habían ido juntos a clase. Quizá podría tener aquella conversación después, pero eso significaría que su primo Christopher la tendría por duplicado, pues las presentes no dejarían pasar la oportunidad de darle sus puntos de vista.

Así que decidió hablar entonces. Al menos allí el sujeto de la preocupación del resto tendría refuerzos.

—Kit, como dijera Austen, el estado natural de todo hombre con una fortuna es el matrimonio. —Lo escuchó gruñir, pero prosiguió—. No te salió bien a la primera y dudo de que vayas a seguir a tu corazón una segunda vez, pero tienes otra oportunidad y deberías aprovecharla.

—¿Quieres decir que debería agradecer que Anna esté muerta?

—No seas obtuso —lo regañó Alexander, el único con confianza y autoridad suficientes para responderle así.

Suspiró.

—No sé si quiero pasar por lo mismo otra vez.

—Lo que le ocurrió a Anna es algo excepcional, lo dijo el médico. A veces las mujeres se ponen tristes durante la gestación, en lugar de histeria[1] sufren el efecto contrario. Se esperaba que remitiese con el nacimiento de Alex…

—No necesito que me cuentes lo que viví.

—Ni pretendo —se defendió Sophie en voz baja.

—Cuando volvimos a vernos a mi regreso de los Estados Unidos —le recordó May, cariacontecida—, me dijiste que hay matrimonios que funcionan y otros que no. El tuyo fue de los desafortunados. Quizá ahora…

—Ya tengo un heredero, que por cierto es el vuestro de momento. —May aún no había quedado en estado—. Y no tengo un título que pasar.

—Si es por eso —interrumpió su hermano…

—No es por eso. Digo que no necesito de una esposa.

—¿Y Alex de una madre? —Fue Bensters quien atestó aquel golpe bajo—. No digo que tenga que ser Emma, solo que la valores. Que valores, mejor, la idea en general.

—Fin del tema —sentenció él.

Lo que significaba que lo pensaría, que agradecía la preocupación y que estaba harto y necesitaba espacio.

Así que el resto de la velada, que fue corta, hablaron de los niños, que ya habían cenado y debían de estar jugando en el dormitorio general que habían preparado para ellos y cuyo estruendo simularían no escuchar.

Todos habían sido niños, y niños muy felices, en aquella casa.