Capítulo 6

Fue directamente a la sala de billares. Como sospechara, Bensters estaba allí, jugando solo a hacer carambolas. Era un excelente jugador y disfrutaba entrenando, le ayudaba a aclararse las ideas cuando estaba tenso. Manejaba, junto con su padre, el negocio familiar, aunque él lo hiciera desde Londres, pues prefería no subir al norte, más frío e inhóspito, más allá de celebraciones íntimas e imprescindibles. Vivía en la capital todo el año, como algunos de sus primos, y tenía una existencia tranquila. Mucho trabajo, pocas mujeres, nada de apuestas. Si los padres de todos ellos habían dado que hablar a la ton durante su juventud, en el caso de la siguiente generación parecían ser las mujeres de la familia quienes escandalizaban a los dragones. Ninguno de los Illingsworth había sacado el carácter alocado de su padre; Bensters era tan serio como su propio progenitor, y tanto Christopher como su hermano eran dos caballeros responsables.

De ahí la sorpresa del conde cuando entró Kit y cogió la licorera.

—¿No es un poco temprano para beber brandi?

—El brandi poco tiene que ver con las horas y mucho con las circunstancias. Y dado el ridículo que acabo de hacer, creo que… Tienes razón, nada de brandi: mejor whisky. ¿Dónde guarda mi padre…?

Comenzó el moreno a abrir algunos armarios de la boiserie que ocupaba toda la pared lateral de la sala de juegos de los Saint-Jones. Cuando dio, al fin, con la botella que buscaba, la abrió y se sirvió un generoso vaso.

—¿Gustas? —ofreció a Richard.

—Paso, prefiero verte caer borracho, porque entiendo que es lo que harás. ¿Es por mi cumpleaños? —Mientras respondía, dio a la bola blanca, haciendo que una roja golpeara en hasta cuatro extremos de la enorme mesa de tapete verde sin rozar las otras bolas.

—Más para mí. Y feliz día.

Debía de estar muy avergonzado, dedujo el rubio, cuando no se acercaba a abrazarle, siendo amigos íntimos, no solo familia. Siendo estudiantes habían celebrado los cumpleaños juntos y de forma alocada.

—Bebiendo para olvidar ¿a tu edad?

No respondió. Prefirió sentarse a mirar cómo jugaba; era un gozo para cualquier aficionado al billar ver a Richard con el taco entre las manos.

Esperó Bensters a que su primo se terminase el vaso y, al ver que se ponía otro, se decidió a inquirirle.

—¿Por qué no me lo cuentas? Te sentirás mejor. Y puede que me ría de ti durante meses, pero sabes que no se lo contaré a nadie más.

—Acabo de pedir matrimonio a Emma. —El taco salió disparado hacia arriba, golpeando la lámpara de cristal sobre la mesa. Afortunadamente, no se rompió ninguna pieza—: Rectifico: acabo de exponerle la posibilidad de que debiéramos casarnos y abocarnos a un matrimonio de conveniencia.

—¡Kit!

Fue todo lo que pudo decir, exasperado.

Este bebió de golpe el contenido del vaso. Iba a servirse un tercero; Richard se lo impidió.

—Cuéntamelo primero y, si en verdad te has ganado la borrachera para olvidar, yo mismo te serviré y te acompañaré después hasta tu alcoba. Puede que, incluso, te perdone las burlas. —Era un trato generoso—. Pero habla antes.

Si Kit hizo caso fue porque necesitaba recapacitar sobre su actuación, darle perspectiva. Tal vez así no se sintiera tan estúpido.

—Le he dicho que, dado que estamos dando que hablar, que conoce bien mi casa y a mi hijo, y que ambos vamos a tener que casarnos, ¿por qué no hacerlo juntos y solucionar todos nuestros problemas?

—¿Y la parte en la que la halagas?

—Le he dicho que es una buena mujer y muy competente en las tareas de esposa.

Richard cogió la licorera y rellenó el vaso.

—Definitivamente, te lo has ganado.

—Definitivamente, no me siento mejor.

—¿Qué ha dicho ella?

—Que quiere casarse por amor.

—Es una respuesta elegante, sin duda. Es un buen final para una conversación desafortunada. Porque entiendo que la charla ha acabado ahí.

Negó despacio con la cabeza.

—Le he preguntado si quiere que la enamore.

Richard amagó un grito escandalizado. Quizá más adelante pudieran reírse de aquello; en ese instante estaba… no tenía palabras para definir su estado.

—Creo que también yo me serviré algo. Será brandi, no me siento tan mal, después de todo.

Hizo lo propio y se sentó a su lado.

—Lo más curioso es que no está enfadada. Le he preguntado, incluso, si me rechazaba porque se sentía mal por su mejor amiga… era la mejor amiga de Anna, creo que ya lo he mencionado, y me ha dicho que no. Y creo que era sincera, además.

—Me parece increíble que no tengas la palma de su mano grabada en tu mejilla.

—Así es Emma, una mujer práctica.

—Y bella —dijo para sí Richard.

Se puso en pie Kit. Los tres vasos de whisky habían actuado deprisa, haciendo mella en su equilibrio; seguramente por un desayuno deficiente y la rapidez con la que los había ingerido. Se tambaleó apenas y regresó a su asiento.

—Sabía que te había gustado.

—Tendría que estar ciego para que no fuera así: no es una cría, sino una mujer; una pelirroja de ojos verdes, exactamente mi tipo, y parece tener la cabeza bien asentada.

—Es la hija de una americana y un sir de poca monta, poco para el futuro marqués de Cramwell.

Richard le rectificó:

—Si es buena para ti, también lo es para mí.

Dejaron pasar unos minutos. Fue Kit quien habló.

—¿Vas a cortejarla?

—¿Puedo hacerlo?

—¿Quién te lo impide? —espetó el moreno, molesto.

—¿Nuestra amistad, tal vez?

Lo estuvo pensando durante un buen rato. Tanto, que Richard dejó el brandi a medias y regresó al billar.

Christopher se sirvió un cuarto vaso y se lo bebió de un trago.

—Emma quiere casarse por amor y merece ser querida. Si crees que es la mujer a la que vas a querer, entonces yo no tengo nada más que decir. Solo desearos lo mejor.

—¡No recordaba lo dramático que te pones cuando bebes, Kit! Creo que no te veía así desde Cambridge. En pie, anda, te llevaré a tu dormitorio, te disculparé frente a May y, quién sabe, quizá incluso te perdone las bromas más pesadas sobre esto.

—Me compadeces —protestó.

—Te lo mereces —le confirmó el conde.

Y, pasando el fuerte brazo de su amigo por sus hombros, Richard se asomó al corredor, no vio a ninguna de las damas, quienes sin duda estarían parloteando sobre tres cosas al mismo tiempo e interrumpiéndose en la sala de costura, y subió a Kit a su dormitorio evitando que fuera visto por nadie más.

Lo depositó en la cama y lo miró, despatarrado. El valet se afanaba en quitarle los zapatos, tras retirarle la chaqueta.

—Al menos ya no te compadeces y has comenzado a convertirte en el mismo idiota de siempre —le dijo al cuerpo dormido—. De una forma retorcida, pero avanzas.

***

Emma se obligó a salir de su dormitorio. Tras el desayuno y un paseo por los jardines podía entenderse que pasase un lapso en su alcoba, pero ya había evitado la cena de la noche anterior; lo correcto y también lo más sencillo para ella sería conocer primero a las damas a solas e ir con ellas al almuerzo cuando correspondiese. Se armó de valor, pues, y salió con el mismo vestido cómodo y una sonrisa dibujada a base de esfuerzo. Preguntó a la primera criada que encontró por la sala de costura; resultó ser el ama de llaves.

No le gustaban las amas de llaves; tenían un estricto sentido de la jerarquía a todos los niveles y, para quien regentaba la casa de un noble, Emma era una advenediza. Aquella mujer, en cambio, le sonrió con sinceridad y le pidió que la siguiera, ofreciéndose a acompañarla.

—Si desea ver la mansión y milady está ocupada, puede pedírmelo, será un placer enseñarle Stanford Manor.

—Gracias.

Sonrió y a punto estuvo, incluso, de hacerle una reverencia. Aquella mujer era toda una señora, con o sin título, y mucho más educada que algunas aristócratas que había conocido a lo largo de su vida.

La anunció incluso, invitándola a entrar en la sala cuando dio permiso alguien desde dentro y le preguntó si quería un té.

—Tenemos té, gracias, señora Mest. Aunque quizá podría enviar una tetera caliente, esta se ha enfriado ya.

Con una breve reverencia, asintió y se marchó la sirvienta, dejándola sola frente a varias damas. Reconoció únicamente a May, a lady Eliza, quien pasara apenas cuatro semanas el año anterior en la ciudad durante la temporada, y a lady Edith Morrington, señalada por la nobleza como la anfitriona de Londres.

—Siéntate, por favor. —Señaló May un sillón—. Espero que tu paseo haya resultado agradable. Imagino que conocerás a mi prima Eliza.

—Así es, coincidimos en alguna ocasión la temporada pasada.

Se saludaron ambas solteras y alivió a Emma ver que no era la única cohibida.

—También a mi hermana, claro. ¿Quién no conoce a Edith en la capital?

Hubo risitas y esta puso los ojos en blanco. Se levantó, le tomó las manos y la saludó con calidez.

—Me ha dicho mi hermana que vives en Londres todo el año. Tendrás que venir a visitarme a casa cuando acabe el ajetreo de la temporada. La ciudad se vuelve aburrida en septiembre.

—¿Soy yo o acaba de prohibirle visitarla durante la temporada y la quiere como entretenimiento?

Hubo muchas risas.

—No, no —se apresuró a disculpar a quien la convidaba con generosidad—. Creo que…

—Déjalas, van a burlarse de mí un buen rato y eso es bueno para ti —le dijo Edith, ofreciéndole asiento a su lado—: Mientras se entretienen conmigo, te dejarán tranquila.

Dubitativa, se sentó donde le había señalado la marquesa. Aún quedaban algunas damas por conocer. Se presentaron ellas mismas:

—Sophie.

—Louisa.

—Helena.

Sin apellidos, sin formalidades. Podría acostumbrarse a un ambiente relajado como aquel. Ese que vivió de niña, hasta que la reina Victoria honró a su padre con la Royal Victorian Order.

—Emma —dijo con voz tímida, presentándose con la misma informalidad.

Salvó su azoro el ama de llaves. Debía de tener ya una tetera preparada, cuando tardó tan poco en traer una nueva, ya dispuesta y humeante.

Se ofreció Emma a servirlo, repitiendo los nombres de cada dama para asegurarse de que los había memorizado bien, y desde ahí continuó la conversación donde la habían dejado.

—Hablábamos de lady Osmond, ¿la conoces? ¿No?

—Afortunada tú —murmuró Eliza.

—Es un dragón de la alta sociedad. Pretende saberlo todo y, si no, lo inventa. La cuestión es que ha decidido que Bensters debería estar interesado en…

Agradeció que continuaran charlando como si ella fuera una más. Nadie parecía intentar que se sintiera cómoda, sino que la aceptaban tal cual y la hacían sentirse bien, sin más. Parloteaban divertidas sobre la nueva temporada cuando, minutos después, Eliza se le acercó.

—¿Pasearías conmigo por la habitación?

Extrañada —desde que la conociera tuvo la impresión de que era una joven muy tímida— asintió y dejó que le tomase la mano.

—Creo que este año volveremos a los salones. Tal vez podríamos acudir a los mismos eventos y protegernos la una a la otra.

—¿De la tal lady Osmond? —respondió con frescura, sin pensar.

Vio cómo la muchacha negaba la cabeza y señalaba con discreción a las damas sentadas.

—De ellas.

Tuvo que contener una carcajada.

—Ojalá pudiera ayudarte, Eliza, pero me temo que no nos invitan a las mismas fiestas.

—Si quieres que siga siendo así, será mejor que se lo hagas saber. —Se refería a las damas presentes—. Algo me dice que van a encargarse de que asciendas a la cumbre de la temporada y que lo hagas de su mano. Donde vayas, irán; donde no estés invitada, no acudirán.

Levantó las cejas.

—¿Lo harían?

—Si te has portado con Kit como él afirma, te acompañarían hasta las mismas puertas del infierno. Todas lo haríamos —afirmó con convicción, aun sin mirarla a los ojos.

—Creo que me gustaría tener unas amigas, nobles o burguesas, que quisieran acompañarme tan lejos.

—¿Trato, entonces?

Asintió y le tomó la mano.

—Ya que habéis decidido confabularos contra nosotras —dijo Edith—, será mejor que os volváis a sentar. Hay una temporada que preparar.

Y la siguiente hora estuvieron parloteando sobre fiestas y familias que desconocía. De repente, la idea de participar en la temporada no le pareció horrible, sino una aventura.

Incluso Almack’s le parecía posible.

Cuando sonó el gong bajaron a comer. May se quedó retrasada y Emma se vio en la obligación de esperarla, siendo ella la dueña de la casa. Como sospechara, quería hablar con ella a solas.

—Emma, ¿podríamos dar un paseo después de comer? Me gustaría preguntarte por Kit. Si no quieres hablar de él o te sientes violenta, puedes negarte y valoraré tu lealtad hacia mi cuñado.

—De… ¿de lord Christopher? —Asintió la marquesa, lo que le hizo preguntarse si sabría lo que había ocurrido unas horas antes—. ¿Qué deseas saber?

Suspiró, incómoda, May.

—¿Cómo está? Frente a nosotros simula estar bien, pero mi esposo está preocupado. Tenemos la sensación de que no es capaz de pasar página.

Asintió ella con un movimiento de cabeza firme.

—Paseemos después de comer. ¿Sería posible hacerlo mientras visitamos la casa? Me muero por husmear y preguntarte al detalle.

Cuando se dio cuenta de la indiscreción que eso significaba se sonrojó. La otra, en cambio, solo rio, aceptando con naturalidad su descaro.

—Te enseñaré la casa y después los jardines, donde hablaremos. Mis primos van a sospechar por qué te pido que paseemos a solas y conocen cada recoveco desde el que escucharnos sin ser vistos. —Su rostro se tornó serio antes de continuar—. Necesito que sepas que cualquier cosa que me cuentes, quedará entre tú y yo. Bueno, también Alex lo sabrá, si te parece bien. Me refiero a mi esposo, por si todavía no lo conoces.

No, no había coincidido nunca con Wilerbrough, pero por cómo hablaba Christopher de él, era obvio que se estimaban mucho y que, como la marquesa, debía de querer lo mejor para él.

—Me parece perfecto.

Ahora entendía por qué al esposo de Anna se le iluminaba el rostro cuando hablaba de «los suyos». Lo querían y respetaban a partes iguales.

Debía de ser hermoso tener una familia así, tan grande y bien avenida.

***

—¿Indispuesto? ¿Qué diablos se supone que significa indispuesto? ¿Cómo ha podido ponerse enfermo en apenas dos horas, tan enfermo como para no comer con nosotros? —La voz de la marquesa de Wilerbrough sonaba indignada—. ¡Richard!

El hijo del conde de Westin, casado con Helena como había descubierto, se burló de Bensters.

—Por Richard se refiere a ti, no a mí. —Solían hacerse bromas sobre el hecho de que ambos compartieran nombre; uno por su padre, el otro por su padrino—. Estaba contigo cuando se «indispuso».

—Significa que está completamente borracho —especificó el conde, aun sin necesidad.

El comentario hizo reír a los caballeros y escandalizó a las damas, que fijaron la vista en Emma, disculpándose en silencio por la sinceridad de Richard.

—¿Y crees que estará ya dispuesto esta noche? —continuó atacando May.

—Lo dudo.

Emma le reconoció el valor a aquel apuesto caballero; la marquesa parecía temible cuando se enfadaba.

—Pues no celebraremos tu cumpleaños esta noche —sentenció la marquesa, sentándose con satisfacción.

Se puso en pie el aludido y miró a Alexander, el anfitrión.

—¿Tu esposa me está castigando por la borrachera de tu hermano?

—Tu hermana está enfadada contigo por no cuidar de su cuñado —matizó.

Hubo más risas mal disimuladas.

—Bueno, pues no comeréis pastel hasta mañana —simuló conformarse, mirando a la mayor de los Cramwell con gesto travieso—. Aunque, May, diría que nuestra hermana Edith lo lamentará más que yo.

—¡Eres un patán insufrible, Richard! —se quejó la aludida—. Jared, ¿no deberías defenderme?

—Eres muy válida, mi amor, y, además, tiene razón. Sería una descortesía por mi parte negar lo evidente. May, ¿podrías pedir que comenzaran a servir? Me muero de hambre.

Aquella respuesta, cada palabra, rebajó el enfado de las damas y puso punto final a la conversación.

Sentada al lado de Eliza, quien se mantuvo tan callada como ella durante toda la cena, disfrutó de cada plato y, en especial, del buen ambiente.

Christopher ¿beodo?, no dejaba de preguntarse. ¿Acaso se había emborrachado tras su conversación? ¿Habría tenido una aspiración real sobre ella? No, se corrigió. Era sin duda la vergüenza la que había motivado su excesiva ingesta de alcohol. Y no iba a negar que la idea le divertía bastante.

Más tarde llegó el paseo, por la casa primero y por el jardín después. Mientras disfrutaban de la caminata entre los parterres, Emma le contó a May que, de un tiempo a esa parte, tenía la sensación de que Kit —empezaba de forma inevitable a pensar en él como tal, aunque en ningún momento pronunció el apodo caroñoso que usaba su familia— había dado un paso de gigante en su recuperación y que estaba convencida de que al fin habría dejado atrás la pena y, lo más importante, la culpabilidad.

Eso sí, no se atrevió a explicarle las causas por las que estaba segura de ello.