lauren

dos veces al año, todos los años, las temerarias nos reunimos. Yo, Elizabeth, Sara, Rebecca, Usnavys, y Amber. Podemos estar en cualquier parte del mundo—y, por ser temerarias, viajamos mucho—pero nos subimos en un avión, en un tren, en lo que sea, y volvemos a Boston para pasar una noche de comida, de bebida (mi especialidad), de chisme, y de charla.

Llevamos haciendo esto seis años, desde que nos graduamos de la Universidad de Boston y nos prometimos encontrarnos dos veces al año, todos los años, por el resto de nuestras vidas. Sí, es un gran compromiso. Pero ustedes ya conocen lo melodramáticas que pueden ser las universitarias. Y, eh, hasta n ahora lo hemos conseguido, ¿saben? Hasta ahora, la mayoría de nosotras no ha faltado a una sola reunión del club social de las chicas temerarias. Y es que, amigos míos, nosotras las temerarias somos responsables y comprometidas, que es mucho más de lo que puedo decir de la mayoría de los hombres que he conocido, especialmente Ed, el cabezón «texican».

Volveré a este tema en un minuto.

Aquí las estoy esperando, desparramada en un asiento de plástico anaranjado en la ventana del restaurante El Caballito, un antro en el vecindario de Jamaica Plain que sirve comida puertorriqueña que llaman «cubana», con la esperanza de atraer a una clientela más chic. No ha funcionado. Esta noche los otros únicos clientes son tres tigres jóvenes con cortes de cabello de moda con los delincuentes, jeans enormes, camisas de cuadros de Hilfiger, y aros de oro que brillan en sus orejas. Hablan en jerga y comprueban constantemente sus beepers. Intento no mirarlos, pero me pillan haciéndolo un par de veces. Miro a otro lado y examino las puntas de mis uñas acrílicas, de mi manicura francesa recién hecha. Me fascinan mis manos: son tan femeninas y prolijas. Con un dedo delineo el contorno del dibujo de un mapa de Cuba, impreso en el mantelillo de papel. Me demoro brevemente en el punto que representa La Habana, intento imaginarme a papá de colegial, con pantalón corto y un diminuto reloj de oro, mirando sobre el mar al norte y a su futuro.

Cuando finalmente levanto la vista, observo que uno de los jóvenes me está mirando con ansia. ¿Cuál es su problema? ¿No sabe lo patética que soy? Veo los automóviles que se mueven lentamente a través de la nieve de Centre Street. Los copos centellean bajo el resplandor de la luz amarilla de los faros de los automóviles. Otra tarde triste en Boston. Odio noviembre. Esta tarde anocheció a eso de las cuatro, y desde entonces está escupiendo hielo. Como si el recubrimiento de madera en las paredes y el zumbido del viejo refrigerador en la esquina del pequeño restaurante no me deprimieran lo suficiente, mis incontrolables suspiros empañan continuamente la ventana. Aquí hace calor. Y también humedad. Huele a colonia de hombre barata y a carne de cerdo frita. En algún lugar fuera de mi vista, supongo que en la cocina, alguien canta desen-tonadamente una conocida canción de salsa, mientras los platos caen con un ruido estrepitoso. Me esfuerzo por entender la letra, esperando que coincida con el alegre ritmo y que me saque del estado melancólico en que me encuentro. Cuando comprendo que se trata de un amor tan imposible que el tipo quiere matarse o matar a su amante, dejo de intentarlo. Como si necesitara que me lo recordaran.

Bebo de un trago mi botella de templada cerveza Presidente y eructo silenciosamente. Estoy tan cansada que siento el pulso en los ojos. Me arden cada vez que parpadeo bajo la sequedad de los lentes de contacto. Anoche no dormí, ni la noche anterior, y estaba demasiado cansada para sacarme las lentillas. También me olvidé de dar de comer a la gata. Ups. Bueno, está gorda; sobrevivirá. Es por Ed, claro. Sólo con pensar en él se me aprieta el pecho y me duele la cabeza. Se puede adivinar en que fase de mis condenadas relaciones estoy, por el estado de mis uñas. Uñas arregladas: mala relación, guardando las apariencias. Uñas descuidadas: una Lauren feliz que permite abandonarse. También se puede adivinar por lo gorda que estoy. Cuando estoy feliz, controlo la comida y me mantengo alrededor de una talla diez. Cuando estoy triste, vomito como un emperador romano y me encojo a la talla seis.

Mis pantalones Bebe, color lavanda de lana, talla ocho y bajos de caderas, esta noche me quedan holgados. Si me muevo en el asiento siento que el espacio dentro de ellos me roza. Ed, el cabezón «texican», escribe discursos (léase: es un mentiroso profesional) para el alcalde de Nueva York. También es mi novio a larga distancia. Según su contestador en el trabajo (logré entrar, no lo puedo negar) parece que está liado con una tipa llamada Lola. No es broma, hola.

¿Qué es eso? ¿Y dónde está esa camarera tan lenta? Necesito otra cerveza.

Les diré lo que es. Es el universo que una vez más demuestra cuanto me odia. Lo digo en serio. He tenido una vida de basura, una niñez de basura, todo lo que puedo imaginar es basura, y ahora, aunque he hecho algo válido con mi vida profesional, toda la basura mencionada anteriormente vuelve en forma de tipos guapos y zalameros que me tratan como—lo adivinaron—basura. Yo no los elijo, exactamente. Ellos me encuentran con ese radar raro que comparten todos ellos. Atención, atención, al frente de ustedes, a la derecha, muchacha trágica sentada en la barra, medio bonita, tragando ginebra con tónico, llorando sola, que acaba de meterse el dedo en la garganta en el baño, trátenla como basura. ¿Se enteran? Si, trátenla como basura.

Como resultado, soy el tipo de mujer que revisará la cartera y los bolsillos de un hombre y le dará un puntapié en el culo si me traicione. Dejaría de comportarme así, excepto que casi siempre encuentro evidencia de sus fechorías—el recibo de una cena en un oscuro bistro italiano cuando dijo que estaba viendo jugar a los Cowboys con sus amigos, o un trozo de servilleta de una cafetería con el número de teléfono de la cajera, garabateado en tinta azul, con la letra juguetona de las mujeres incultas y fáciles. Siempre hace algo furtivo, no importa quien sea él. Eso es parte de lo que sucede por amar el desastre que soy yo.

Sí, tengo psicoterapeuta. No, no me ha ayudado.

No hay ninguna manera que un psicoterapeuta pueda resolver la crisis de infidelidad crónica—sancionada por sus madres— de los hombres latinos. No es sólo un estereotipo. Ya me gustaría que así fuera. ¿Saben lo que me dice mi abuela cubana en Unión City, cuando le digo que mi novio me está engañando? «Bueno mi vida, sigue luchando por él». ¿Cómo va a ayudarme con eso un psicoterapeuta? Tu hombre te engaña, y estas mujeres tradicionales— que se supone son tus aliadas—te echan la culpa a ti. «¿Well}», pregunta abuelita con voz ronca en un muy acentuado inglés, mientras chupa su cigarrillo de Virginia Slims, «¿Has aumentado de peso? Cuando lo ves, ¿te arreglas bien o te presentas con esos jeans? ¿Cómo tienes el pelo? Espero que no te lo hayas vuelto a cortar. ¿Has engordado otra vez?».

Mi psicoterapeuta, que no es latina y usa elegantes pañuelos, piensa que mis problemas provienen de cosas como «el trastorno mental causado por el carácter narcisista y ensimismado» de mi padre, el diagnóstico que ella ha dado a la manera en que relaciona todo en su vida con si mismo, con Fidel Castro y con Cuba. Ella nunca ha estado en Miami. Si hubiera estado, entendería que todos cubanos exiliados mayores de cuarenta y cinco hacen lo mismo que Papi. Para esa gente, no hay ningún país más fascinante ni más importante que Cuba, una isla caribeña con una población de once millones. Eso es aproximadamente dos millones menos de los que viven en la ciudad de Nueva York. Cuba también es la meca a donde todos los exiliados más viejos todavía piensan que volverán «una vez que se caiga ese hijo de puta de Castro». Yo le llamo el engaño de las masas. Cuando tu familia vive una mentira tan grande, vivir con hombres que mienten es fácil. Cuando le explico todo esto a mi psicoterapeuta, ella me sugiere que me haga una «cubadectomía», y continúe con mi vida americana. En verdad no es mala idea. Pero como los hijos de la mayoría de los exiliados cubanos que conozco, no sé cómo hacerlo. Cuba es el tumor recurrente rezumando que heredamos de nuestros padres.

En estos momentos pienso que quizá un desliz con uno de esos gángsteres guapotes al otro lado del cuarto podría hacer el truco. Mira como comen con los dedos, el aceite con ajo de las gambas chorreándoles sobre sus atractivas perillas. Eso es pasión, una emoción que Ed, el estirado, que ríe entre dientes, jamás reconocería, aunque le costara la vida. Sabes, me podría tirar a uno de estos para vengarme. Eso, o podría comer papitas fritas bañadas en queso y donuts, y después ponerme bulímica hasta que los globos de los ojos se volvieran tan rojos como un dolor de corazón. O podría irme a mi pequeño apartamento y tomarme demasiados cócteles «destornilladores» hechos en casa, esconderme debajo de mi edredón de plumas blancas de ganso y llorar mientras escucho en mi tocadiscos Bose los aullidos de esa penetrante cantante mexicana, Ana Gabriel: ¿La de la madre china?

Oye, necesito pasar una noche con mis temerarias. ¿Dónde estarán esas chicas?

Esta noche también es especial porque (repiqueteo de tambor, por favor) es el décimo aniversario de la primerísima vez que nos juntamos las temerarias. Todas estábamos en primer año de la carrera de periodismo y comunicaciones en la Universidad de Boston, borrachas de infantiles cervezas de melocotón y arándano (eh, por lo menos no era Zima) que conseguimos con nuestros carnés de conducir falsos, jugando al billar en Gillians, un club oscuro y lleno de humo donde íbamos a bailar al palpitante ritmo de la reedición de Luka de Suzanne Vega, hasta que los gorilas nos echaran a trompicones y cayéramos sobre nuestros patéticos e ingenuos culitos. Todas ligamos esa noche y nos hicimos una camarilla.’ Ah, y también vomitamos. Casi se me olvida esa parte.

Nuestro profesor de periodismo para principiantes, el del pelo teñido de negro, medio calvo, nos dijo que era la primera vez que se matriculaban tantas latinas juntas en el programa de comunicaciones. Mostraba sus amarillentos y costrosos colmillos al decirlo, pero temblaba imperceptiblemente dentro de su apretado blazer de tweed. Le asustábamos a personas como él, como hacía todo lo que sonaba a «minorías», sobre todo en Boston. (Es posible que vuelva a esto en un minuto). Sin embargo, nuestro poder colectivo de intimidación en esta ciudad cada vez más hispanizada, con cada vez más latas de Goya, fue suficiente para hacernos mejores amigas, enseguida y para siempre. Todavía lo somos.

Algunas de nosotras temerarias no hablamos español, pero no se lo cuenten a mis editores del Boston Gazette, donde fui contratada, de eso estoy cada vez más segura, sólo para ser un cliché rojo-calíente-y-picante pimiento entre Charo y Lois Lane, y, donde, gracias a Dios, todavía no han descubierto que soy un fraude.

Soy una periodista bastante buena. Es que no soy una buena latina, por lo menos de la forma que esperan. Esta tarde un editor se detuvo ante mi escritorio y me preguntó dónde podía comprar frijoles saltarines mexicanos para la fiesta de cumpleaños de su hijo. Aunque yo fuera méxicoamericana (indirecta: quiero depilar con cera la ceja de oruga peluda de Frida Kahlo y soy completamente indiferente a las palabras «boxeo» y «East LA») no habría sabido algo tan tonto.

Ya se podrán haber imaginado—gracias a la televisión y a Hollywood—que una «temeraria» es algo bonito, con curvas, y extranjera, algo súper latino. Saben, como el nombre misterioso de un torturado y sangriento santo mártir católico o una preciada receta de una abuelita, bajita, gorda y arrugada, que hace magia erótica con el chocolate y todas sus hierbas y especias secretas, mientras los mariachis aullan, Salma Hayek toca las castañuelas, y Antonio Banderas cabalga en un relinchante caballo blanco a través de los cactus, o como un cerdo con alas o una estupidez de ésas que se bordan en las mochilas, todo dirigido por Gregory Nava y producido por Edward James Olmos. Supérenlo de una vez. Es, como, así no.

El significado de «temeraria» es muchacha. La idea fue de Usnavys. Las temerarias somos listas y modernas en cultura popular. Pero es algo irreverente, ¿sabes? Somos la temerarias, las sin miedo. Las «sucias.» De acuerdo: quizá una estupidez. Quizá nosotras seamos estúpidas. Pero pensamos que es cómico, ¿de acuerdo? Bien, Rebecca no lo cree, pero ella tiene tanta gracia como las hemorroides de Hitler. (No se enteró de esto por mí.)

Examino mi reloj Movado, un regalo de un novio de antaño. El reloj tiene la esfera en blanco, como mi cara cuando el hombre que me lo regaló me informó que volvía con su ex. Ed piensa que ya no debería llevarlo; dice que le perturba. Pero yo le digo: Si tu me comprarías algo que valiera, lo botaría.

Es un buen reloj. Exacto. Predecible. No como Ed. Según el reloj, he llegado antes de tiempo. No tengo porque ponerme tan nerviosa. Lo único que necesito es otra cerveza para calmar los nervios. ¿Dónde está la camarera?

Llegarán en unos minutos. A pesar de mi problema alcohólico (lo admito), siempre llego temprano. Gajes del oficio de periodista—si llegas tarde pierdes la historia. Si pierdes la historia, te arriesgas a que algún blanquito envidioso y mediocre en la sala de noticias te acuse de no merecerte el puesto. Es latina, lo único que tiene que hacer es mover el trasero para conseguir lo que quiera. Uno de ellos dijo eso en alta voz una vez para que yo pudiera oírlo. Estaba a cargo de escribir la programación de televisión y no había escrito una frase original en aproximadamente cincuenta y siete años. Estaba convencido que su mala suerte se debía al programa de acción afirmativa, sobre todo después de que el director del periódico me pidió a mí y a otras cuatro personas «de color» que nos levantáramos durante una presentación en la sala de conferencias, sólo para decir: «Miren bien las caras del futuro del Gazette». Creo que en ese momento se sintió políticamente correcto, cuando todos esos ojos azules y verdes se volvieron para mirar con—¿qué era?—con horror.

Así transcurrió mi entrevista de trabajo: ¿Es latina? Qué… bien. ¿Entonces debe hablar español? Cuando sólo tienes $15.32 en tu cuenta bancaria y tienes que pagar tu crédito de estudiante al mes siguiente, ¿qué se le puede responder a una pregunta así?, incluso cuando la respuesta es no. ¿Qué dices? «Eh, me fijé que su apellido es Gadreau, debe hablar francés ¿verdad?». No. Asientes y callas. Necesitaba tanto ese trabajo, que si hubiera sido necesario hablaría hasta mandarín. Con un nombre como Lauren Fernández, se imaginaron que el español formaba parte del paquete. Pero lo veo como un síntoma de esa enfermedad americana: el afán al estereotipo endémico e ilógico. Sin el cual no seríamos los Estados Unidos.

Reconozco que no les dije que descendía—más o menos—de la clase baja que llamamos «basura blanca», nacida y criada en Nueva Orleans. Los parientes de Mamá son monstruos de pantano con las uñas manchadas de aceite y una oxidada lavadora verde olivo delante de la caravana, con el tipo de gente protagonistas de «Cops»: el tipo flaco como un gatito que lleva una semana muerto, recubierto de tatuajes con esvásticas y que llora porque la policía explosionó su laboratorio de metanfetamina.

Esa es mi gente. Esa, y los cubanos de Nueva Jersey, con zapatos blancos resplandecientes.

Por todo esto y mucho más, con lo que no los voy a aburrir ahora, me he convertido en una luchadora crónica, orientando toda mi existencia hacia una meta: triunfar en la vida—trabajo, amigos y familia—a pesar de mis circunstancias. Cuando puedo, me visto como si viniera de un medio completamente diferente y mucho más normal. Nada me emociona tanto como cuando la gente que no me conoce supone que procedo de una típica familia cubana adinerada de Miami.

A veces pienso que he logrado pasar al otro lado, donde habitan las personas equilibradas y «sin problemas»; y de repente aparezca un cabezón «tex-ican» como Ed y me paralice nuevamente ante la certeza de que no importa cuan perfecta me vuelva, nunca seré tan importante para mi mamá como le era una pipa de hierba, no importa cuánto meta en mi 401(k), ni cuántos premios literarios traiga a casa. Tampoco seré tan importante para mi papá como la Cuba antes de 1959, donde el cielo era más azul y los tomates sabían mejor. Los hombres como Ed me encuentran, porque olfatean mi verdad oculta: Me odio porque nunca nadie se molestó a amarme.

Vuelvo a preguntar: ¿Qué tipo de psicoterapeuta puede ayudar a alguien como yo?

Sentada en la editoral durante esta entrevista, con mi traje azul marino de rebajas de Barami y mis zapatos de hace tres años con agujeros en las suelas, dije lo que querían oír: Sí, sí, seré su picara Carmen Miranda. Bailaré lambada en sus grises y tristes salones. Pero lo que de verdad pensé era: Contráteme. Ya aprenderé español.

Durante mi primera semana de trabajo, un editor pasó por delante de mi escritorio y dijo en un deliberado y penetrante inglés que todos acabarían usando conmigo, «Me alegro que esté aquí representando a su gente». Quise preguntarle que quién creía era mi gente, pero sabía la respuesta. Mi gente, según su criterio, eran estereotipos: morenos de tez y pelo, todos pobres e incultos, entrando en manadas por la frontera, procedentes de países «de allá abajo» con todas sus pertenencias centro de bolsas plásticas de comestibles.

Necesito otra cerveza. De verdad.

—Oye—llamo a la camarera—. Tráeme otra.

Se apoya en su enorme cadera apartándose el pelo largo y negro de sus bonitos ojos.

—¿Cómo?—pregunta y parece desconcertada.

Estaba viendo una telenovela mexicana en una pequeña televisión detrás del mostrador y parece que le molesta que la interrumpan con, fíjate, trabajo. Repito que quiero otro trago porque en español tengo un acento cerrado. Sigue sin entender. Cono. Sostengo la botella vacía al revés, y alzo las cejas. Inconfundible idioma de fanfarronería. Asiente y camina refunfuñando a la parte de atrás para buscar otra cerveza. Aprendí español, está bien, en el trabajo. Pero la camarera puertorriqueña sabe que soy un fraude.

Miro hacia la calle otra vez esperando la aparición de un «temerariamóvil» conocido. ¿Puede decirse mucho sobre un barrio por los carros que hay, no es verdad? Por éste hay un poco de todo. Desde unos pequeños y churrosos «lowriders» de Toyota y Honda con calcomanías de «Teme esto», o dibujos de «Calvin orinando» en la ventana trasera, rozando las alcantarillas con el hielo del motor (por favor, que alguien me explique porqué los puertorriqueños piensan que los «lowriders» japoneses son una buena idea en Nueva Inglaterra), y también los vagones de Volvo que transportan a alguna mamá a la farmacia para comprar medicinas para sus niños hiperactivos, mientras sus trillizos se arrancan mechones de pelo de la cabeza.

Yo, bueno, yo no tengo carro. Podría permitirme el lujo, o sea, no se rían. He pasado la barrera de las legendarias seis cifras, gracias a ese pequeño premio literario nacional. Pero me acostumbré al transporte público de estudiante y me gusta sentir estruendo en mi vida. Además, en mi puesto conviene salir y escuchar cómo habla la gente.

Escribo una nueva columna semanal, misericordiosamente titulada «Mi Vida», pero ideada por mi jefe Chuck Spring como «Mi Vida Loca», como una manera de «conectar con los latinos o lo que sea».

Se supone que mi columna sea una confesión, el diario de una (latina) con «garra». ¿Preferiría correr al bosque con mi mono manchado y vivir como Annie Dillard, examinando la vida brutal de.… ¿quiénes viven en el bosque? ¿Las hormigas? Hormigas, que ver a Chuck Spring, saltando en mi dirección con esa cara tonta, disfrazado para asistir a otra reunión de su «Final Club» de Harvard, donde hombres de mandíbula cuadrada beben martinis y tiran monedas a las mujeres que hacen strip-tease? Sí. ¿Necesito este trabajo demasiado para huir o quejarme? Un sí doble, con una certeza encima. Así que lo hago lo mejor que puedo.

No es que no me aprecien en el Gazette. Chuck y los otros editores aprecian mi «diversidad» con tal de que piense como ellos y esté de acuerdo en todo. En lo que a mí respecta, puedo decir que la diversidad de la sala de noticias del Gazette significa contratar «jugadores de equipo», dóciles como perros apaleados, pero de tonos de piel, apellidos, y nacionalidades diferentes para negarles pequeñas cosas, como promociones. Significa enviar al único negro en el departamento de noticias a Haití, a cubrir «el malestar», aunque haya una reportera paquistaní-americana sentada a su lado que habla criollo haitiano; también significa darle a ella el título de ingrata y vitriólica si protesta. Ahora mismo no quiero hablar de eso. Ay, tengo una jaqueca.

Ahora mismo quiero cerveza. Venga. Venga.

Me está resultando algo más difícil coger transporte público, desde que el Gazette puso carteleras por toda la ciudad con mi cara pecosa, mi cabello rizado color castaño y una gran sonrisa, acompañado por la necia frase «Lauren Fernández: Her casa is your casa, Boston». Esto pasó, claro, cuando todos los censos anunciaron que los hispanos eran ahora «la minoría más grande» de la nación. Antes de que todos publicaran esa tontería en la portada de los principales medios de comunicación, les importaban los hispanos una chalupa de Chihuahua. No lograba que Chuck Spring se interesara en alguna historia de hispanos. Ahora que los hispanos parecen ser un buen negocio, sólo quiere que escriba sobre hispanos.

El dinero habla. A los hispanos ya no se les considera como una sucia amenaza extranjera, apropiándose de las escuelas públicas con ese exiguo y sucio idioma; ahora somos un mercado nacional A quién comercializar. Por eso, yo. Mi columna. Y mis carteles. La avaricia provoca que las personas hagan locuras. La máxima fue cuando el departamento de promoción me oscureció la cara en las fotos, para que pareciera lo que ellos piensan es una latina. Ya saben, oscura. Cuando aparecieron esos anuncios en la Ruta 93 y en las estaciones del metro, las temerarias empezaron a llamarme. «Eh, cubana, ¿cuándo te volviste chicana?». Respuesta: cuando le convino al Gazette.

En honor de Usnavys, que fue quien bautizó a nuestro grupo, dejamos que eligiera el lugar para celebrar esa noche la cena de aniversario. Siguiendo su necesidad de volver a sus bajos orígenes y demostrar que ha llegado más lejos que cualquiera allí puede o quiere, escogió El Caballito, propiedad de un cubano canoso de cordial sonrisa que, chica, juraría es igualito a Papi. Eso significa que mide cinco seis y que es tan pálido que se le pueden ver las venas en sus arqueadas piernas, calvo, y con una nariz que recuerda al Count, el personaje vampiro de Sesame Street. Cada vez que veo a ese fulano me siento mal, pensando que soy el producto de siglos de entusiástica endogamia tropical.

A Usnavys—quien, vamos, tampoco es muy delgadita—también le gusta El Caballito porque el menú incluye, y no miento, cuatro diferentes platos principales, servidos en enormes platos plásticos. En uno te sirven la carne o el pescado; otro viene lleno hasta arriba de arroz blanco; en el tercero vienen frijoles negros o colorados, y, además, un plato de plátanos fritos grasientos, o «maduros», que sí son maduros, blanditos, y bien dulces, o «tostones», que son verdes, cortados en rodajas y fritos, los cuales son después aplastados, fritos de nuevo, y revueltos con ajo.

Plátanos refritos, si quieren.

Así es como tuvimos que explicarlo a Amber, porque cree que todas las latinas son como ella. Y que todas comemos lo que comía ella de pequeña en Oceanside, California. Piensa que a todas nos vuelve loca el menudo, una sopa que hacen voluntariamente con tripas, señoras mexicanas pequeñas, enjuagando el excremento de los intestinos de los cerdos en el fregadero de la cocina. Ay, no. Lo siento. Eso no es para mí. Piensa que la cocina mexicana de California tiene aceptación universal entre las latinas, así que los únicos plátanos que ha visto en su vida antes de llegar a Boston, eran los que su mamá compraba en Albertson’s y los ponía cortados encima del cereal antes de llevarla a las practicas de la orquesta de su escuela en su minivan. (Tocaba la flauta.)

A estas alturas debería estar informada, pero no sé si lo está. Sigue restregándome la cara con todo ese movimiento chicano pasado de moda de la década de los años 70 de «moreno, y orgulloso de serlo», y ese recitar de la Costa Occidental de «Qué viva La Raza». Y cuando no me lo restriega en mi cara, se lo restriega a Rebecca. Rebecca es su causa. Amber es de película. Ya verán.

A veces hasta consigue un quinto plato en El Caballito, lleno de algo que los latinos caribeños llamamos «ensalada», un par de rajas de aguacate, cebolla cruda, y tomate; a esto agregas sal y aceite. Hay un motivo por el que, amigos míos, todas las señoras puertorriqueñas y cubanas que ves por la calle son tan anchas como un maldito autobús. Hay una razón por la que los cubanos de Unión City hablan de política, con esos dedos gordos como salchichas agitándolos en el aire. A los cubanos y puertorriqueños no les gusta la ensalada, pero les encanta la fritanga, sobre todo la carne que una vez gruñía. La gente de esas islas que uno creería han estado aisladas durante centenares de miles de años aparentemente piensan que la carne de puerco los hace fuertes y saludables. Hace tiempo visité Cuba para conocer a mis parientes, y mataron en mi honor un huesudo cerdito de triste mirada, mientras yo estaba horrorizada en el patio, y todos me preguntaban qué me pasaba. ¿No comes carne? ¡Te vas a morir de lo flaquita que estás!

Papi dice que no puede acostumbrarse a la idea americana de la ensalada llena de «hojas» y «tan complicada como el infierno». Todavía hierve una lata de leche condensada para desayunar y se come la empalagosa pasta con una cuchara, a pesar de tener la boca llena de caries. Para la familia de mi mamá, amigos, es bakinineggs (todo una palabra y nunca uno sin el otro) con pan blanco, Coca (el refresco o el narcótico, no importa lo más mínimo), y un cigarro de mentol de guarnición. Está bien, de acuerdo. Ahora dejaré de hablar de mi papi. Mi psicoterapeuta estaría orgulloso de mí. Cubadectomía.

¿Y yo? Yo no sé de dónde demonios vengo. Prefiero una buena ensalada César. Y desayuno bagels con un poquito de queso crema y salmón. Ah, y soy lo que llamarían una adicta a Starbucks. Opino que ponen cocaína y éxtasis en sus brebajes, pero está bien y aunque se crean demasiado sofisticados para decir «pequeño, medio, y grande» lo cual me incomodó algún tiempo como a todos, ya lo he superado. ¿Si no consigo mi caramelo macchiato con leche descremada todas las mañanas—sí, dije macchiato ¿Y qué?—soy una inútil. Pero no se lo digan a mis editores. Esperan que sea como esas vivarachas abogadas latinas que tienen orgasmos mientras se lavan la cabeza en la corte en los anuncios de televisión. Esperan que alcance y agarre los mangos del cesto de fruta que llevo en la cabeza cuando no estoy en la sala de redacción, hablando de los frijoles saltarines mexicanos. Un desayuno latino de mango y papaya: ¡eh Macarena!

En realidad, todas las temerarias somos profesionales, no mansas sirvientas, ni prostitutas del cha-cha-cha. No somos mujeres pequeñas y silenciosas que rezan a la Virgen de Guadalupe con mantillas tapándoles el pelo. Incluso, no somos como las heroínas de las novelas de las autoras chicanas de la vieja escuela, ya saben cual; sirven mesas y ven viejas películas mexicanas en decrépitos cines del centro de la ciudad, donde hombres borrachos de whiskey se mean en los asientos, conducen desvencijados automóviles, y limpian retretes con uñas cubiertas de Ajax; sus pantalones de poliéster del Wal-Mart siempre huelen a tamales y siempre están tristes porque algún idiota con camisa de vaquero a cuadros, otra vez borracho, canta canciones de José Alfredo Jiménez en la cantina de adobe derruida, en lugar de ir a casa y arreglar la bombilla rota colgando del cable desnudo y hacer el amor apasionadamente como un hombre de verdad.

Órale.

Usnavys: Vicepresidenta para Asuntos Públicos de United Way de Massachusetts Bay. Sara: esposa del abogado corporativo Roberto Asís, ama de casa con dos mellizos de cinco años, respetados miembros de la comunidad judía de Brookline (sí existen las latinas «judías»; les debe dar vergüenza que se sorprenden) y una de las diseñadoras de interiores y anfitrionas mejores que he conocido en mi vida. Elizabeth: copresentadora del programa matutino de una estación de televisión en Boston y actualmente finalista para un puesto prestigioso de copresentadora de un noticiero nacional, anteriormente modelo de pasarela, evangélica (anteriormente católica), y portavoz nacional de la organización Cristo para los Niños. Rebecca: dueña y fundadora de Ella, la revista de la mujer hispana más popular en el mercado nacional. Y Amber: cantante de rock en español y guitarrista, quien espera su gran oportunidad.

Y moi. Con veintiocho años, soy la redactora más joven (y única hispana) que el periódico ha tenido jamás, pero no quiero presumir. Eddie Olmos puede irse a tomar el fresco, ¿saben a lo que me refiero? Las chicas han negado, Eddie, así que mueve tu figura ridiculamente ataviada a otro sitio.

¡Ay, Señor Jesús! Debería haber sabido que Usnavys se montaría un numerito parecido. Mírela. Se subió apenas a la acera con su sedán BMW color plateado (alquilado), manejando súper lento oyendo a Vivaldi, o algo parecido, a todo volumen, tronando por las ventanas ligeramente abiertas, para que todas esas mujeres pobres con todos esos niños y bolsas de compra de la tienda de noventa y nueve centavos, encogiéndose ante el viento y la nieve en la parada de buses, pudieran fijarse en ella. Ahora está abriendo la puerta, despacio, evitando el aire con su minúsculo paraguas negro para que no se le moje su maravilloso pelo. Está hablando por su celular. Espera un momento: Está hablando por su minúsculo celular. Cada vez que la veo, es más chico. O quizá ella cada vez esté más grande, no lo tengo claro. A la chica le gusta la comida.

Hasta dudo que esté hablando con alguien; quiere tener algo pegado a su oreja para que todos los de alrededor podamos decir, ¡guau, miren eso! ¡Qué puertorriqueña más rica! ¿Y cómo sabrían que es puertorriqueña? Es fácil. Porque está gritando en español puertorriqueño (sí, es diferente) a alguien, real o imaginario, su suposición es tan buena como la mía, al otro lado del auricular.

Pero eso no es lo peor. Lleva puesto un abrigo de piel. Ésa es la peor parte. Un abrigo de piel grande, espesa, larga, blanca. Apostaría que todavía tiene por dentro la etiqueta de Neiman Marcus para poder devolverlo mañana y que le acrediten todo ese dinero en su pobres y abusadas tarjetas de crédito. ¿Y ese pelo tan precioso? Se lo ha alisado tanto que parece una galleta holandesa, recogido en un moño como si acabara de salir del plato de rodaje de un culebrón, la heroína, sólo que es demasiado oscura para que le ofrezcan ese tipo de papel. Pero no se te ocurra decirle que es oscura. Aunque su papá era un dominicano negro como un tizón, su madre ha insistido desde siempre que Usnavys es clara, y la prohibe salir con «monos». Si hubieran enviado a sus antepasados africanos a Nuevo Orleans en lugar de a Santo Domingo y San Juan, ella sería negra, ni siquiera mulata, pero mejor no entrar en esto ahora mismo. Como americana «latina», ¿será … blanca? No tiene sentido.

En caso de que esté preguntando por su nombre, se pronuncia así: us-NA-vis. Nació en Puerto Rico, y su mamá tenía metida en la cabeza la idea de irse con su hija de la isla y buscar una vida mejor en «América» (que, supongo, no creía que era donde ya estaba viviendo cuando vivía en Puerto Rico, territorio americano desde 1918). Quería que su hija fuera la típica americana de familia unida, porque entonces podría tener la oportunidad, usted sabe, la oportunidad de conseguir un buen hombre y una buena vida. Así que quiso nombrar a su bebé algo patriótico. En las lentas tardes (no hay ningún otro tipo en Puerto Rico, ¿de acuerdo?), la mamá de Usnavys solía ir a los muelles a mirar las naves americanas que iban y venían, asombrada que los marineros gringos usaran escobas y fregonas en cubierta sin avergonzarse. Eso, pensó, era la libertad. Hombres con fregonas. Y de allí surgió la gran idea para el nombre de su hija del nombre del barco: U.S. Navy. La «armada americana», muchacha. No estoy bromeando. Ese es el nombre de Usnavys. Pueden preguntárselo. De vez en cuando pretende que el nombre viene de un pariente lejano, usted sabe, que es taino o algo así. Pero todos sabemos que a los amables, desnudos, y pacíficos tainos los liquidaron los españoles. Usnavys fue nombrada en honor de un portaaviones.

Ahora saca su llavero de Tiffany, apunta en dirección a la pequeña cerradura del automóvil, activando el silbato de la alarma. Suena tres veces, como para anunciar: ¡Bo-RI-cua! Un par de tigres del barrio caminan con sus botas de Timberland y sus hinchadas cazadoras y la miran fijo tanto tiempo, que giran totalmente sus cabezas sobre sus anchos cuellos. No la envidio nada. (Recuérdeme de nunca usar la palabra «envidia» en mis columnas.) Es la única de nosotras de Boston y la muchacha creció en una pesadilla convertida en realidad, en los proyectos de ladrillo rojo, cobrando subsidio. Vio como su hermano mayor—la única figura paterna que tuvo en la vida cuando su verdadero papá se largó cuando tenía cuatro años—moría de un tiro en el cuello cuando regresaba a casa de la escuela. Murió en sus brazos a los nueve años. A pesar de todo, ella tenía cerebro debajo de ese estirado y torturado afro. Un tremendo cerebro. Usnavys es tan lista que asusta. Se graduó entre las primeras de su clase de la escuela secundaria y estudió con una beca en la Universidad de Boston, donde éramos compañeras de cuarto. Se graduó de la misma con honores, y continuó con su maestría en Harvard, también becada. Ahora mantiene a su mamá; le compró un condominio en Mayagüez, y le dio su propia tarjeta de crédito. Todo a pesar de ser una latina pobre y prieta en Nueva Inglaterra, y que hablaba spanglish. ¡No me digan que no merece regodearse un poco! Esta mujer es mi héroe. Me gusta fastidiarla por su materialismo, pero sólo porque la quiero mucho. Sabe que es en broma. Y también se ríe de sí misma.

—¡Temeraria!—grito cuando entra por la puerta.

Me mira, sonríe distraída, y sigue charlando por teléfono. Ay, perdón. Todas las puertorriqueñas detrás del mostrador la miran con ojos de caballo cansado, y se ponen más desesperadas. El dueño mira por encima del periódico en español que está leyendo detrás de la caja. Examina a Usnavys de pie a cabeza y sube las cejas como diciendo ¿quién es esta maravillosa criatura que llegó del frío? Levanta una mano elegantemente enguantada como si estuviera deteniendo el tráfico y me fijo en el diminuto bolso de Fendi que le cuelga del brazo. Lo ha coreografiado, supongo, para lograr el máximo efecto. Cuando viene de puntillas hacia mí, me fijo que con esta nieve lleva ¡unos puntiagudos zapatos Blahnik! Y son tan puntiagudos que te podrían sacar un ojo. Yo no sabría distinguir un par de zapatos Blahnik aunque me lo propusiera, es que me habló de ellos ayer. Son blanco invernal con rayas doradas. Tienen que ser estos. Escucho como puedo su conversación, y me maravillo que puede meter sus grandes pies en esos zapatos delicados y pequeños. Me recuerda a aquellos hipopótamos vestidos de bailarina que brincaban en fantasía.

Antes, cuando dije que no hablaba español durante mi entrevista de trabajo, estaba exagerando un poco. Aprendí un poco, principalmente cuando mi papá se careaba o tenía algún disgusto. Lo bueno es que se careaba casi a diario como la mayoría de los cubanos y recibí bastantes clases de español, y como mi mamá le engañaba cada dos fines de semana hasta que finalmente la mandó a paseo, había suficientes disgustos para dar y repartir. En casa hablábamos inglés, sobre todo porque Mamá no tenía ganas de aprender el idioma de Papá, de la misma manera que no tuvo ganas de decir «no» la primera vez que mi hermano le pidió que le comprara marihuana. Cuando Mamá estaba en la cárcel, y mi hermano se había marchado de casa, Papá y yo hablábamos en inglés porque era más fácil y ya no se enfadaba tanto. Ahora que soy como la señorita Berlitz, el símbolo hispano de la colocación, Papi me habla sólo en español. ¡Ay Señor! Estoy hablando de él otra vez, ¿no? Perdónenme. Me crió enseñándome que él era la cosa más importante del mundo, después de Cuba; y como cualquier religión, la fe es difícil de superar, incluso cuando dudas en secreto de su veracidad.

¿Me pregunto si hay anestesia para la cubadectomíal Me refiero a otra anestesia que no sea cerveza.

Por lo que escucho, Usnavys está pidiendo a una de sus ayudantes que concierte una importante conferencia de prensa el próximo mes, y está detallando todo lo que necesita, enumerándolo con sus dedos meticulosos y regordetes. Casi todas las ayudantes que trabajan a sus órdenes son latinas, incluso las que estaban menos preparadas que otros solicitantes. Le digo que eso no es legal. Se ríe y dice que los blancos lo hacen siempre y que está reivindicando las injusticias del pasado.

—Mi meta—dice apuntándome a la cara—es hacerlo hasta que sean ellos los que necesiten acción afirmativa para poder trabajar para nosotros. ¿Lo entiendes?

—¡Uf!—dice, colgando y quitándose la chaqueta de una manera astuta, lo cual me indica que ha dejado la etiqueta dentro y no quiere que nadie lo note.

Debajo de la chaqueta lleva un traje pantalón aun más elegante, de lana verde pálida. Estoy asombrada que encuentre estos modelos en su talla, porque en los últimos cinco años ha debido fluctuar entre una talla dieciocho y una veinticuatro.

Pero no se confundan. Es guapísima. Tiene una cara delicada, con una nariz que otras mujeres pagarían dinero por tener, y unos ojos castaños grandes y expresivos que le gusta esconder detrás de lentillas verdes. Se depila las cejas con cera cada tres o cuatro días en un salón cerca de las viviendas subvencionadas (jura que las chicas que trabajan allí son las únicas que lo saben hacer) y su maquillaje siempre es perfecto, hecho que atribuyo a su constante e incontrolable impulso de sacar la polvera de Bobbi Brown en público, para que todos sepamos que una puertorriqueña ha triunfado. Come con la gracia y el apetito de un ciervo silvestre; pensarías que come hierba, pues está hambrienta a todas horas. Con nosotras se llama «la gordita», y se ríe. No la consolamos con mentiras diciéndole lo contrario. Su brazo superior es más ancho que el muslo de Rebecca.

Tal vez por siempre haber sido gorda, y hoy está más gorda que nunca, es la más sociable de todas. Antes íbamos a bailar y acabábamos en algún restaurante espantoso de pancakes abierto toda la noche, y al final de la noche, o más bien, cuando salía el sol, Usnavys había logrado que todos se hicieran amigos. Le vi hacer eso con un grupo de ajedrecistas silenciosos del Wentworth Institute de Tecnología y un grupo de mujeres bonitas de la Universidad Brandéis. Logró que todos acabaran cantando, contando chistes, y jugando charadas. Por eso prácticamente dirige el departamento de asuntos públicos, en la mayor agencia sin fines lucrativos del estado. Nunca conoceré a una mujer más amistosa, más inteligente, más organizada, y más amable—y, sí, materialista— que Usnavys Rivera.

Usnavys no tiene problema en conseguir hombres. De todas nosotras, ella es la que atrae a más hombres. Es distante con ellos y eso les hace desearla más. La siguen, la llaman constantemente, le ruegan que se case con ellos, y amenazan con matarse si no corresponde sus sentimientos. Y no estamos hablando tampoco de sinvergüenzas. Estamos hablando de doctores, abogados, y espías internacionales. Sí, espías. Ella no sale con menos de tres al mismo tiempo, pero no lo hace de una manera cutre. No se acuesta con casi ninguno. Los usa de apoyo y los enfrenta entre sí. Los hombres de Usnavys la siguen como cachorros. ¿Los quiere ella? No. Al único que quiere es a Juan Vásquez, aún cuando no lo admitirá en público.

No tengo nada en contra de Juan. Me gusta el tipo.

¿Pero las temerarias? No puedo decir que sientan lo mismo. Algunas «temerarias» opinan que Juan, con su Rabbit de la Volkswagen—antiguo y congestionado—no gana suficiente dinero para satisfacer los gustos de una mujer como Usnavys. Juan dirige una pequeña agencia sin ánimo de lucro en Mat-tapan que rehabilita y emplea a toxicómanos hispanos. Tiene un alto porcentaje de éxito, como ha escrito en numerosos artículos en mi propio periódico. ¿Y qué importa si no gana mucho dinero? Sé que en lo más profundo, Usnavys siente lo mismo, pero tiene problemas que resolver con el dinero, como uno podría adivinar con sólo ver el abrigo largo de piel blanca y el BMW. A Juan, que es muy guapo pero bajito, todo eso le tiene sin cuidado. Una vez me lo encontré en un evento de etiqueta para recaudar fondos para el candidato demócrata a la alcaldía de Boston; se presentó con una camiseta negra desteñida, con un esmoquin blanco dibujado encima, jeans negros, y zapatos tenis altos y rojos, pero sucios de la nieve, y con una biografía que pesaba setecientas libras del Che Guevara bajo el brazo. Usnavys, con un deslumbrante vestido y joyas, hizo como si no lo conociera, aunque había pasado una noche del fin de semana anterior en su casa. Terminó yéndose con un doctor argentino blandengue y de rostro sudoroso, que había conocido en la mesa de quesos y patés. Juan sólo había ido para ver a Usnavys; quería demostrarle que apoyaba al candidato que ella invocaba a todas horas. Ni siquiera le devolvió su entusiasta saludo con la mano. Cuando él se acercó y le dijo hola, con cabeza gacha como un perro golpeado, pretendió no recordar quien era y se lo presentó al hombre feo del paté como el «Doctor Hirám Gardel», dirigiendo a Juan una mirada tan helada como Groenlandia, y marchándose contoneándose agarrada del grueso brazo del médico. Así es como Usnavys y Juan se relacionan desde que se conocieron en la universidad.

A continuación llega Rebecca, manejando cautelosamente en su nuevo Jeep Grand Cherokee color vino. Todos los espacios en la calle están ocupados. Veo como da la vuelta al restaurante tres veces antes de dejar el carro en el parqueo de la tienda de comestibles de enfrente. No arma tanto lío como Usnavys para salir del carro, aunque puedo ver por la manera nerviosa que mira alrededor y se apresura a través de la nieve hacia nosotros, que no se siente cómoda en esta parte de la ciudad. Sonríe como siempre, pero distingo el tigre malo que lleva dentro listo para morder.

Rebecca ha estado aquí muchas veces, como todas nosotras, y aunque nunca ha declarado que detesta este barrio—y otros parecidos—cualquiera con un poco de sensibilidad lo comprendería, observando la expresión secundaria que pone cuando se menciona «El Caballito» como si le pusieran una pila de excremento humeante bajo la nariz y fuera demasiado cortés para rechazarla. Digo «secundaria» porque Rebecca siempre parece tener dos expresiones faciales—a que ven los demás, y la que veo yo. Los que la conocen piensa que Rebecca es una de las personas más encantadoras y motivadas del universo. Nadie—excepto yo—parece notar cuánto odia y teme Rebecca a todo lo que la rodea. Todos los que la conocen creen que es una filántropa maravillosa. Y lo tengo que reconocer, nadie sabe llamar la atención como lo hace Rebecca, con su ligera inclinación de cabeza y su preocupación falsa, y conozco pocas personas que donen tanto dinero como ella a los refugios para mujeres maltratadas y hogares para jóvenes huidos o pasa tanto tiempo dedicada a hacer labores de voluntaria, como leer a los ciegos, incluso con una agenda muy apretada. Pero la cínica en mí piensa que lo hace por sentimiento de culpabilidad católica y para ganarse el cielo. Demándeme. La gente piensa que Rebecca es esta «superlatina», un ejemplo de persona que sabe rodar la «r», pero yo pienso que es una política experimentada. Crecí rodeada por gente como mi mamá, y tengo antenas para lo falso y lo peligroso. De cualquiera forma le tengo mucha envidia a la manera como controla sus emociones y consigue amigos. Yo soy lo opuesto a eso.

Cuando corre por la calle protegiéndose los ojos de la nieve con una mano enguantada en blanco, hace una mueca de tensión. Sería bonita si no pareciera que sonríe siempre a través de un trago de zumo de limón. No me confundan: A Rebecca le gusta divertirse tanto como a cualquiera, con tal que esté todo listo, que se hayan respetado todas las reglas, yque todo sea absolutamente seguro. Efectivamente, a Rebecca Baca (o Becca Baca, como prefiero llamarla: ella odia ese apodo) le gusta divertirse—de una forma ordenada.

Me alivia comprobar que ha venido sola. A veces el retrasado mental de su marido, Brad, insiste en acompañarla en nuestras salidas. No me pregunten por qué. Le hemos pedido que deje de traerlo a las reuniones de las temerarias. Pero se presenta de vez en cuando. Es un tipo blanco, no es latino, alto, de Bloomfield Hills, Michigan, que lleva trabajando en la misma tesis doctoral en la Universidad de Cambridge, en Inglaterra, durante los últimos ocho años. No puedo recordar exactamente el tema, pero tiene que ver con la filosofía y severos autores alemanes con espesas cejas que están muertos. Si me preguntan, un manojo de estupideces inútiles. Se pasa un par de meses al año en Inglaterra, y el resto yendo a conferencias, leyendo, y escribiendo en Boston. Ocho años.

Espero que mi psicoterapeuta me perdone por mencionarlo de nuevo, pero Papi consiguió su licenciatura y su doctorado en seis años, en un idioma que aprendió cuando tenía quince, trabajando de conserje nocturno, criando dos hijos, e intentando comprender porque había tenido el infortunio de casarse con una psicópata vestida de Marilyn Monroe. No entiendo por qué le está tomando al guasón de Brad tanto tiempo en terminar la escuela. Se lo he dicho a Rebecca y me mira como diciéndome que no me meta en camisa de once varas. Mirada fulminante. (Recuérdenme no usar jamás la palabra «fulminante» en una columna.) ¿Porqué nadie más se percata de esa mirada? Si pidiera a las otras describir a Rebecca, dirían «buena y dulce». Yo no. Yo diría, «reina de hielo». Me da la impresión que Rebecca me tolera como se tolera a una mascota familiar que se orina en el suelo. Y aunque no tiene las agallas para librarse de mí, no sufriría si, digamos, alguien «descuidadamente» dejara la puerta abierta y me atropellara un camión de UPS. Viene a estas reuniones para ver a Sara y a Elizabeth. Sé que no es para verme a mí. Y Dios sabe que no es para ver a Amber.

Rebecca entra en el restaurante y se sacude los copos de nieve de su pelo corto, negro y brillante, y se lo acomoda. No sé cómo, pero siempre está perfecta. Un año nos arrastró a las temerarias a un seminario de etiqueta comercial en el hotel Ritz-Carlton, en la calle Newbury, para que aprendiéramos a usar un tenedor de pescado y a sacar del plato, hacia fuera, la sopa de crema de maíz. Es la única vez que he visto su cara iluminarse con alegría descontrolada. Estaba sentada en la primera fila, tomaba apuntes de todo, y asentía frenéticamente. Cuando la presentadora, una antigua debutante de mi ciudad, hacía una lista de las cosas que una profesional debe evitar si quiere triunfar, escribió «pelo por debajo de los hombros», en nítidas letras negras en el limpio tablero blanco, Rebecca se volvió y me miró como diciendo «ya te lo dije». Por muchos años ha sugerido con gran insistencia que las temerarias mantuvieran el pelo corto pero femenino y, en el peor de los casos, recogido en la oficina.

—Nadie te tomará en serio con ese peinado sin sentido, tipo Thalia—me dijo recientemente con la sonrisa cordial y amistosa que pone cuando critica algo, levantando mi largo y ondulado pelo como si estuviera tupiendo el desagüe del baño.

Me gusta mi pelo. Además, necesito el volumen para cubrir mi cara gorda y nariz redonda. Así que déjame tranquila.

No es necesario decir que el pelo oscuro de Rebecca está impecable, elegante y no demasiado corto, lo mejor que ofrece la calle Newbury. Resalta sus enormes y bellos ojos castaños que acentúa con un toque de rímel negro y una sombra de ojos malva. Siempre lleva pendientes diminutos y perfectos, y pañuelos clásicos anudados al cuello. Me recuerda a esa mujer que se casó con Benjamín Bratt, Talisa Soto. Sí. Pero con el pelo corto. Odia ir de compras y por eso tiene un comprador personal llamado Alberto que se las hace. Rebecca, que yo sepa, nunca ha llevado faldas por encima de la rodilla, y todos sus zapatos son de tacón bajo, como los que se pondría Janet Reno. Aunque sólo tiene veintiocho años, Alberto le compra la ropa en Talbot’s o en Lord & Taylor. Es de apariencia conservadora, austera en sus emociones verdaderas, aunque las falsas las cuelga en el patio a la vista de todos.

El raro de Brad tiene una cara agradable, aniñada, y el pelo rubio corto y revuelto que juega en su favor. Es alto. Pero se viste como un vagabundo arrepentido. Si vieras a este fulano sacudiéndose por la calle, pensarías que está en libertad condicional y que su mala suerte empeora por minuto. Si pudiera, llevaría barba pero tiene una extraña pelusa rubia en parches, como un perro con sarna. Con su cara redonda, parece un adolescente, hasta que sonríe: entonces ves las patas de gallo y comprendes que este perdedor no va a ninguna parte, una marmota andrajosa dando vueltas sin parar en su oxidada rueda. Lleva gafas de montura metálica redonda, que siempre están sucias y torcidas como si se hubiera sentado encima de ellas alguna vez. Nos sorprendió que éste fuera el tipo con el que se iba a casar. Cuando nos lo presentó por primera vez, nos rascamos la cabeza e intentamos ser diplomáticas. El trató de hablarnos pero lo único que salió de su pequeña boca fueron incomprensibles tonterías robóticas. En menos de cinco minutos citó a Kant, Hegel, y Nietzsche y lo hizo mal. (Sí, las temerarias también hemos tomado cursos de filosofía.) Le corregí, y no le gustó mucho; miró como perdido, levantó la vista al techo, inclinó la cabeza y se puso de pie dando una vuelta alrededor, sentándose de nuevo. Lo único que podía pensar era, telegrama a mí misma: «Dahmer, punto. Jeffrey, punto.» Cuándo Amber, quien nunca oculta sus sentimientos dijo:— Pero, chico, ¿qué demonios haces? ¿Girando sobre tu propio eje?—contestó que sufría de la vista y que tenía que hacer eso para mantener el equilibrio.

—Sólo me funciona un ojo—dijo con voz electrónica—y cambian sin advertencia.

Estáááá bieeeen. Yo pensaba, Becca, muchacha, te quiero como a mi propia hermana, o por lo menos como a mi prima carnal—de acuerdo, quizá como a una prima lejana—pero, ¿qué le ves a este tipo?

Tardamos unas semanas más en sonsacarle que el rotatorio Brad, era, Bradford T. Atkins, hijo de Henry Atkins, un rico terrateniente del centro de los Estados Unidos, constructor de centros comerciales en serie que comprenden cadenas de cafeterías chic, bares de zumos, y cadenas de alquiler de videos. Brad, al parecer, es la oveja negra de la familia Atkins, y estudió en Cambridge porque su viejo le construyó una biblioteca a la universidad cuando no pudo entrar por méritos propios. La fortuna del viejo se rumorea en más de mil millones de dólares, y Brad puede heredar un tercio cuando el viejo estire la pata que puede ser en cualquier momento, porque Henry anda por los noventa. Entretanto, Brad, que dice desprecia los bienes materiales y opina debemos «dar muerte a los capitalistas», vive feliz con los intereses de un fondo que le proporciona $60,000 al año sólo por respirar con la boca abierta. Rebecca me dijo que no es tanto como antes. A Brad le daban $200,000 anuales antes de casarse. El viejo y su esposa castigaron a Brad por casarse con una «inmigrante», rebajándole poco a poco la pensión. Así que Brad, con todo lo raro que es, viene a nuestras reuniones, se sienta cerca de nosotras escuchando boquiabierto nuestra conversación como si fuera Jane Goodall, y nosotros los malditos gorilas, y tomando apuntes. Apuntes, chica. Al parecer, le fascinamos sobre todo cuando hablamos español. Creo que por eso a la que más mira es a Elizabeth. En cuanto ese monstruo oye español, se ruboriza y parece que oculta una erección. Loco de remate. Estamos esperando que Rebecca se lo quite de encima, pero con más de $333 millones en el candelero, puede ser difícil.

Después de la universidad, Rebecca trabajó de redactora en la revista de Seventeen, y hace dos años lanzó su propia revista mensual, Ella, que se convirtió rápidamente en la revista con más ventas entre las latinas de veinte a treinta años de edad. Ya está ganando mucho dinero, y por lo tanto, no necesita nada de Brad. Yo lo mencionaría, pero Rebecca siempre ha sido muy reservada, una mujer que se precia de autocontrol, una persona calmada y calculadora a quien nunca he visto ni perder el temple ni bailar. Proviene de una establecida familia de Albuquerque: esa ciudad con nombre risible que sólo escuchas en Bugs Bunny. Son el tipo de personas que han vivido en el suroeste de los Estados Unidos desde antes que los peregrinos se posaran en Plymouth Rock. O sea, mexicanos—o mejor decir, españoles—que no llegaron a este país, sino que los absorbieron. Habla un español anticuado y torpe, como si alguien hablara el inglés de Chaucer en el medio de un guateque universitario. A Elizabeth y Sara les divierte. La familia de Rebecca es del norte de Nuevo México y son personas suspendidas en el tiempo, hablan el idioma antiguo y llevan mantillas en la cabeza.

También insiste en que le digan «española». Dios te proteja si la llamas mexicana. Jura que puede trazar su árbol genealógico hasta la realeza española. No soy antropóloga pero sé como lucen los nativos americanos. Y Rebecca Baca, con sus pómulos altos y culo plano, es la pura personificación. Si eligieran a una de nosotras para encarnar a una latina en una producción de Edward James Olmos, sería esta mozuela, ¿de acuerdo? Y no importa que Amber le suelte esa mexicanada de «somos indias, y no hispanas ni latinas» y todo eso sobre Aztlán y la guerra santa indígena contra los pinches gringos. A Rebecca no le convence.

—Yo soy española—dice serena y paciente esbozando una dulce sonrisa— de la misma manera que en este país hay franceses e italianos, yo soy española. Respeto quién eres y lo que crees, y te apoyo en lo que haces. Pero intentar reclutarme para la causa mexicana tiene tanto sentido como perseguir al coreano dueño de la tienda.

Ni le preguntes por ese pelo negro y liso, la piel castaña, y una nariz que parece salida de una pintura de R.C. Gorman. Fruncirá su delicada y aguileña nariz, como hace cuando la gente maldice o grita, y dirá con una sonrisa y un exasperado suspiro: «Moros, Lauren. Tenemos sangre mora». Y eso, amigos míos, es todo.

Rebecca camina derecha a la mesa sin mover las caderas. Usnavys se tambalea para darle uno de esos abrazos que te dejan sin respiración.

—¡ Temeraria ! —grita Usnavys.

Rebecca sonríe avergonzada y no contesta. Más bien, golpea con tiento a Usnavys en la espalda como si le ofendieran su gordura y su agitación, y les dice:—¡Hola Navi! ¡Hola Lauren! ¿Cómo están?

Usnavys no nota el desprecio. Pero yo sí. Siempre. Usnavys ve lo mejor de las personas. Yo, supongo que lo peor. Rebecca no ha dicho la palabra «temeraria» desde la universidad, aunque viene a nuestras reuniones. Piensa que es inmaduro. Me hace sentir peor de lo que normalmente me siento, porque me encanta decir «temeraria» y debe significar que soy lo más inmadura que hay, o lo que sea, hombre.

Rebecca cuelga su chaquetón en un gancho de la pared, arrugando la nariz ante la suciedad de la pared. Me percato de nuevo que es diminuta, apenas cinco pies de altura, con muñecas delicadas como de gato. Me atrevería a decir que es anoréxica y elegante al estilo de una serie de David E. Kelley. Lleva un traje pantalón de lana gris oscuro, con discretas joyas en plata que se ven que son caras. ¿O serán de platino? Sus diminutos aretes tienen rubíes incrustados. Me asombra que existan pulseras tan pequeñas. Cuando nos reunimos, nunca come más que un plato de sopa o de arroz blanco, y a veces la mitad, y no bebe. Yo no soy grande, pero lo sería si no me metiera el dedo de vez en cuando en la garganta. Flaca no es exactamente la palabra para describir a Rebecca. Es tiesa, muscular, delicada, y feroz, toda a la vez. Y saben, a pesar de nuestros comentarios sobre lo horrible que supuestamente pensamos debe ser estar tan flaca, la verdad es que estoy tan condicionada como cualquiera y la envidio. La envidio a rabiar. Rebecca es todo lo que yo no soy: diplomática, ecuánime, sensata (quién sabe lo que realmente piensa), comprometida con una dieta saludable y un plan de ejercicio, generosa con su tiempo y fondos, y buena con los números. Yo sólo pienso en mí. Y me devuelven los cheques. Quizá sí, le tenga celos. Probablemente. Los hombres nunca se cansan de Rebecca, ni deciden que necesitan espacio.

Pero sobre todo me gustaría tener una mamá como la de Rebecca. La señora Baca nunca llama a su hija desde la cárcel, pidiendo dinero para la fianza, como hace la mía. La madre de Rebecca fue a su graduación, estaba presente, y no sólo presente, sino bien vestida y con olor a perfume Red Door, con un ramillete de flores para su hija y con verdaderas lágrimas en los ojos. «Estoy or-gullosa de ti», recuerdo que le dijo a Rebecca. ¿Yo? Yo buscaba a mi padre entre la muchedumbre donde había encontrado otra confiada víctima para hablarle de Cuba, A.C. (antes de Castro) el resto de la tarde. Interpretando de nuevo el papel de extranjero fascinante, se olvidó totalmente de mí. Mamá no fue; dijo que vendría. Cuando la llamé después, contestó el teléfono en Houma (se mudó con mi abuelita el año pasado) con voz de sueño y se disculpó.

—Cariño, se me pasó—dijo.

Podía escuchar los grillos por el teléfono.

—Pero ahora que tienes un título, pensarás que eres mejor que yo.

En mis momentos de calma, cuando nadie me ve, me gustaría cambiar de familia y pasado con Rebecca, pero nunca me casaría con Brad.

No es sorprendente entonces que ese magnate británico de software pensara que la idea de Rebecca de empezar una revista fuera tan buena que le entregó un cheque por dos millones de dólares para iniciarla. ¿Qué es eso? ¿Pensabas que su lujoso y millonario futuro marido pagaba las facturas? No. También le pregunté eso. Al parecer Brad pidió el dinero a sus padres, incluso pidió un préstamo, pero cuando les dijo para lo que era, le contestaron:—Bradford, querido, a esa gente, no sé cómo decírtelo, mi vida, pero no les gusta la literatura. Esas personas, los latinos, sabes, no pueden leer. Es botar el dinero.

¿Esas personas? No sé cómo Rebecca puede aguantarlo. Pero ella tampoco supone que es una de «esas personas». Es española, ¿recuerdan? Ella desciende de loth reyeth y de lath reinath ethpañola.

Nos sentamos a esperar que las otras lleguen, tomando café cubano fuerte en vasitos de plástico. Usnavys pide un par de aperitivos, fritos, claro. Rebecca abre su cartera de Coach y saca un par de ejemplares del último número de su revista, con Jennifer López vestida de ejecutiva en la portada. Es una buena publicación. Me pregunta otra vez cuando voy a escribir para ella, y le explico, de nuevo, que pertenezco a la plantilla del Gazette.

—Señorita Scarlet, mi señol no me permite escribir pa’ ninguna gente— digo.

Sonríe tensa y se encoge de hombros. Usnavys intenta suavizar la situación y sugiere que apostemos en vano cuál «temeraria llegar, porque sabemos que la próxima» que va a cruzar el umbral es Sara, con Amber pisándole los talones. Elizabeth siempre llega retrasada a los eventos en la tarde, porque para ella es medianoche. Tiene que levantarse a las tres de la mañana para preparar el programa matinal y cuando llega la tarde, normalmente está acurrucada y dormida debajo del edredón. Pero hace una excepción por las temerarias.

Sara aparece la próxima, transitando por la helada calle a un millón de millas por hora, en su resplandeciente Land Rover verde metálico. Siempre anda con prisa. Si tuvieras que hacer todo lo que ella hace, también tendrías prisa. Sara es ama de casa, pero está tan ocupada como el resto de nosotras. Cuando escuchas su calendario: llevar a Seth y Jonah, su trabajo voluntario, clases de educación para adultos de Harvard (cómo apreciar el vino; cómo preparar el sushi; el diseño de interiores), te das cuenta que tiene un horario repleto.

La manera en que conduce—como una loca—y frenando ruidosamente, representa la forma que Sara se mueve en el espacio. Sara, con todo su encanto y belleza, es torpe. Nunca he conocido a nadie que haya aterrizado tantas veces en una sala de emergencias. Su madre me comentó que Sarita era así «desde que le salieron tetas». Y ahora que tiene dos hijos pequeños, olvídate. La mujer está cubierta de rasguños y cortes de arriba abajo, propinados por uñas minúsculas y un surtido de caros y didácticos juguetes de madera que no precisan pilas. Torpe, bonita, ruidosa, y encantadora. Y a pesar de todo esto, puntual. Así es nuestra Sara.

El avión de Amber se debe haber retrasado. Estoy impaciente por escuchar la historia; con Sara, una historia no es tan sólo una historia. Tiene el don de la narración, algo que percibieron todos nuestros profesores en la Universidad de Boston. Opinaban que debería haber sido periodista, así de increíbles eran sus relatos. El único problema era que la mitad de lo que contaba no era verdad. Algo prohibido en el periodismo. Sara exagera. De acuerdo, bueno, miente. ¿Está mejor así? Es cubana. ¿Qué esperan? Nos gusta exagerar, el pez crece cada vez que contamos la historia. Teje un cuento con drama y tensión, lo infunde con misterio e intriga, aun cuando esté hablando de comprar cortinas para el estudio de arriba.

Estaciona al lado de Rebecca en el parqueo de la tienda de comestibles y sale del Range Rover. Amber salta del otro lado con aspecto de la mujer ideal de Marilyn Manson. ¡Qué monstruol Cada seis meses, una de nosotras le paga el billete de avión desde Los Angeles, y las temerarias la recogemos en el aeropuerto Logan. Amber no puede permitirse el lujo. Le tomamos el pelo y nos dice:—Pronto harán cola para pedirme un autógrafo.

No se ríe cuando lo dice, porque ha descubierto «el movimiento mexica»: los mexicanos y méxicoamericanos que insisten en llamarse «americanos nativos»—y específicamente aztecas—en lugar de hispanos o latinos. Amber ha perdido totalmente el sentido de humor que tenía. Sara se ríe y habla, gesticulando con las manos para matizar como todo cubano, mientras cuenta sin lugar a duda algo increíble. Sigue hablando alto, como siempre, cuando llegan a la mesa y nos abrazan y gritan lo de «temeraria». Las dos no podrían ser más distintas si lo intentaran. Casi me da risa.

Sara Behar-Asís se viste como su ídolo, Martha Stewart. Así es como siempre se viste. Pensarías que le gustaría andar por su enorme casa en sudaderas o así, pero juraría que no funciona si no está coordinada. Se vuelve catatónica o algo parecido. Incluso en la universidad, Sara vivía para la coordinación, y su familia—antiguos barones del ron cubano—le pasaban una cantidad para comprarse ropa superior al sueldo anual de profesor de mi papá. Me alucinaba. Siempre aceptaba sus prendas usadas, y todavía me regala de vez en cuando algún suéter de cachemira.

Esta noche está perfectamente arreglada, coordinada hasta el colorete rosa de sus mejillas, aunque hasta crea que va informal. Toques de mascarilla ocultan un par de tajos bajo un ojo; brutal, dice, cuando Rebecca le pregunta por la última aventura de sus hijos con los palos de golf infantiles. Parece la perfecta, cuidadosamente informal y colosalmente torpe mamá de los suburbios, que sólo viste Liz Claiborne. Lleva pantalones amplios de lana beige, un suéter de cuello alto blanco, cubierto por un suéter tejido de cable en amarillo pálido: un color que describiría como «lavado con limón». No lo puedo asegurar, pero le veo una costra roja en la piel debajo del cuello del suéter, el último recuerdo de nuestro nefasto viaje de esquí a Nueva Hampshire con nuestros hombres. Mientras Roberto y Ed se tiraban por las pistas de diamante negro, riéndose y dándose palmadas en la espalda como hacen ese tipo de hombre, yo me acobardaba en las pistas azules mirando horrorizada como una ambiciosa Sara, envuelta en un traje rosa pálido, caía como un trapo mojado por encima de los promontorios y se estrellaba contra unos pinos helados. Incluso se estrelló contra una familia de cinco, pegando al más pequeño entre un coro de gritos paternales. No es lo que llamaría una mujer de aire libre. Después de caerse por media montaña sobre su garganta y cara, los esquís se separaron en el aire como dos antenas viejas de televisión. La recogí y fuimos al refugio a tomar chocolate caliente y a ver una competencia de aerobic en ESPN el resto de la tarde. Esta noche, ñeva botas de excursionismo elegantes, aunque nunca haya ido de caminata y, con suerte, nunca irá, igual que su SUV nunca saldrá de la carretera a menos que otro lo maneje, y con una chaqueta de cuero negra. Su pelo rubio con mechas se parece al de Martha. El mismo color, corte, y estilo.

A pesar de su falta de gracia, es difícil no envidiar a Sara. Se casó con Roberto, su novio de la escuela secundaria, un abogado cubano, educado, alto, blanco, y judío, de Miami cuyos padres han conocido a los suyos desde que vivían en la isla; tiene dos preciosos niños que acaban de empezar el kindergarten en la escuela más cara de la zona; o sea, lo tiene todo. Un gran tipo, una gran casa, unos maravillosos mellizos, un gran automóvil, un gran pelo. Sus viajes de esquí son gratis, no como el mío que me tuve que pagar. Ed gana mucho más que yo, pero ¿paga algo? No. A medias, dice guiñando un ojo. Es la única manera de saber que nuestro amor es verdadero, dice. Roberto tendría un ataque cardiaco si Sara se ofreciera a pagar algo. Siempre le compra regalos. Solo porque la ama. Y aunque lleva con ella desde que iban a la escuela secundaria, todavía hace estas cosas. Un Range Rover con un gran lazo blanco encima, porque la ama. Una pulsera de diamantes oculta en el fondo de una caja de chocolates kosher, porque la ama. Un baño recién remodelado, todo decorado, porque la ama. Y no es ningún cabezón como algunos que conozco. De hecho, Roberto tiene muy buena cabeza que hace juego con todo lo demás que también tiene muy bien formado. Es un muy apetecible Paul Reiser alto. Pienso que cada una de las «temerarias» sí ha tenido fantasías con Roberto. Todas deseamos a Roberto, pero como tiene dueña, queremos un tipo exactamente como Roberto, el problema es que parece ser el único que existe. Un tipo que es fiel, honesto, rico, guapo, amable, cómico, y que conoces cuando eras una tontita llena de granos, al caerte accidentalmente al canal detrás de la mansión de tus padres, a donde se tiró con toda esa musculatura para salvarte. Juntos, estremeciéndose en el césped, ves un aterciopelado solideo flotar hacia el mar y piensas: éste es. Un tipo maravilloso que continúa salvándola el resto de su vida.

Debe ser bueno.

Las temerarias nos alegramos por Sara, por supuesto, pero también la odiamos porque nuestras vidas no son tan ordenadas y perfectas. Le he dicho que podría ganarse bien la vida como diseñadora de interiores, si se olvidara de los jarrones y la alfarería con esas manitas que tiene. Ha dicho que podría interesarle una carrera cuando los muchachos sean mayores y no «me necesiten en casa», pero no parece tener prisa. Dele un par de las cortinas viejas y un depósito de chatarra y se le ocurrirá algo fabuloso. Ni moderno, ni interesante, simplemente fabuloso. A veces bromeamos que podía haber sido un hombre gay.

Ahora, Amber. Uf. No sé por dónde empezar con esta muchacha. La conocí en el primer año de universidad, cuando ya habíamos terminado con la mitad de un curso de composición. Era una «pocha» del sur de California: una morena bonita, con un vientre plano antinatural. Se había quitado las cejas y se las dibujaba con unas líneas finas y arqueadas. («Pocha», para los que no lo saben, significa el tipo de méxicoamericano que no habla español y suda si come algo más picante que la salsa mediana de la marca Old El Paso.)

Por entonces, Amber llevaba su oscura melena con un espeso flequillo metido hacia dentro y llevaba el tipo de ropa holgada y aretes de oro falso «de delfín» que eran corrientes donde ella creció, pero que a nosotras nos parecían de pandillera. Había crecido en un pueblo costero cerca de San Diego, un pueblo lleno de Marines americanos bien plantados, donde casi todos tenían apellido español y un Cámaro con una cinta estropeada de Bon Jovi en el cassette. Estaba vagamente consciente de ser hispana cuando consiguió matricular en la Universidad de Boston, y no lo pensó mucho hasta que conoció a Saúl, un consumido guitarrista de pelo largo de Monterrey, México. Había estudiado música en Berklee College of Music y le dijo que se parecía a una imagen de la Virgen de Guadalupe que se le había aparecido en un sueño, dejándose caer de rodillas a sus pies en el medio de la plaza central de la Universidad de Boston en plena tormenta de nieve. Pensó que era divertido y que Saúl, con su piel pastosa, montones de tatuajes, y enrollando constantemente porros, era lo bastante raro para espantar a sus padres republicanos por algún tiempo. El le regalaba libros sobre los chícanos y la lucha de los inmigrantes mexicanos en los Estados Unidos y empezó a llevarla a reuniones y conciertos del «movimiento». Y ése fue el fin de la Amber que conocíamos.

Amber toca la guitarra, la flauta, y el piano magníficamente, y siempre ha tenido una voz increíble. Durante los últimos seis años ha tratado de conseguir un contrato con un sello discográfico, pero no ha tenido suerte. Invariablemente nos llama (por cobrar) para que la animemos cuando la rechazan y siempre la complacemos. Podemos cuestionar su sentido de la moda, o su identidad étnica, pero ninguna de nosotras duda por un instante que Amber sea un fenómeno musical.

Amber estudió en B.U. con una beca de música clásica y tomó clases de comunicaciones por si no podía convertirse en la próxima Mariah Carey, su meta original. Siempre tocó la guitarra mejor que Saúl, gracias a las lecciones de un tío que tenía un taller de mecánica automotriz en Escondido, California. Su personalidad chicana despertó del todo cuando Saúl y ella abordaron un autobús verde Volkswagen, viejo y sucio, y viajaron por todo México y los Estados Unidos durante todo un verano en una gira con su grupo. Regresó habiendo cambiado la «ch» por la «x». «Chicana» era ahora «xicana».

—Como lo deletreaban los aztecas—dijo.

No me pregunte cómo los aztecas precolombinos conocían el alfabeto romano, pero según Amber y sus amigos de México, lo conocían. También los mexicanos eran ahora «mechicas». Todavía se dibujaba las cejas, pero ahora parecían enojadas cuchilladas ascendientes, en lugar de arcos sorprendidos. Empezó a coleccionar plumas de quetzales, campanillas para los tobillos, y escudos de oro, y no hablaba otra cosa que español, un idioma que nunca había hablado antes, excepto las palabras que escuchó al crecer: mi ja, albóndigas, churro, cerveza, hacer mimos, abuelo, sopa, y chingan.

También tenía una nueva colección de grabaciones en CD, de latinas gritonas y feas como Julieta Venegas y esa chica con aspecto varonil de Aterciopelados. En las reuniones de las temerarias de entonces, gritaba con un conjunto de metal pesado llamado Puya, hasta que perdió la voz. Amber también se quitó el apellido, Quintanilla, ese año. Dijo que no quería que la industria musical la asociara con Selena. (Ya saben, ¿Selena fallecida, la cantante tejana asesinada, Selena santa, prácticamente canonizada?) Eso era porque «mi música es más dura, más fuerte que ésa. Selena era otra sosa». ¿Qué tipo de sacrilegio es ése?

¿Y ahora? Ahora está viviendo en Los Angeles con otro tipo que canta rock en español de México. Al parecer, se casaron por el rito azteca el año pasado, pero no intercambiaron anillos (según dice, son símbolos europeos de propiedad), y no invitó a ninguna «temeraria» (no estábamos lo suficiente iluminadas, y por lo tanto, no quería que nuestra «burlona energía» estropeara las cosas) y no registró el matrimonio con el gobierno (los gobiernos falsos no significan nada para nosotros, dice). Este fulano se llama «Gato», y es hijo de un funcionario corrupto del gobierno mexicano. (Es redundante, ¿no?) Amber toca con su propio grupo, cantando principalmente en español y cada vez más en Náhuatl,’y, dice, negociando con casas discográficas sobre ese contrato que lleva persiguiendo hace años. Ella graba sus propios álbumes y los vende en una mesa plegable de jugar a las cartas en las salas de fiestas. Todavía tiene el pelo largo, pero ahora es negro. Negro, negro, como el negro de la brujería, todo enrollado como trenzas de Medusa, con cuerdas de estambre de colores por aquí y por allá. Creo que no se lo cepilla nunca. Su lápiz de labios es oscuro, morado gótico, a juego con su pelo, y sus ojos están embadurnados de rímel negro. Se ha agujereado la nariz, ceja, lengua, ombligo, y pezón, y su ropa es normalmente negra, como su pelo. No es fea. Es simplemente Amber. Es bonita, siempre lo fue. Y tiene unos abdominales de morirse, porque sólo come alimentos crudos, «como nuestros antepasados», dice, y porque corre un millón de millas por semana con Gato por las colinas de Hollywood. Pensándolo bien, ¿no fueron los aztecas los que arrancaban los corazones del pecho a la gente y se los comían a dentelladas? Bien crudo. Pero en el mágico movimiento del méxicoamericano del nuevo milenio, los aztecas son ahora vegetarianos pacifistas, en lugar de conquistadores sanguinarios. La versión mexica de los aztecas me parece lo mismo que Ralph Nader con taparrabos.

Esta noche lleva una chaqueta negra grande, con plumas de imitación en las muñecas y el cuello, como algo vomitado por Lenny Kravitz. Debajo tiene una camisa negra ajustada, a pesar de que estamos en pleno invierno, para que podamos admirar sus definidos abdominales. Los pantalones le están provocando un infarto a Rebecca, porque están cubiertos de estampas de la Virgen de Guadalupe en bikini. Lleva botas de plataforma atadas delante. Mirándola al lado de Sara asusta tanto como esa vez que Martha Stewart entregó un premio en MTV con Bust a Rhymes.

Todas nos mudamos a una mesa más grande y empezamos a charlar como siempre hacemos las temerarias. Todavía no pedimos y todas, menos Usnavys, esperamos a que llegue Elizabeth antes de empezar los aperitivos. Eso significa que esperaremos otra media hora. Entonces aparece. Estoy distraída con la historia de Sara, que tiene que ver con el mal negocio que hizo con una tela que compró para el cuarto de huéspedes de su casa, pero es tan interesante como una buena novela de misterio y no veo cuando Elizabeth llega en su Toyota Tacoma, con la enorme cruz colgada del retrovisor y esos peces de metal pequeños pegados en la reja de la parte de atrás.

Lo encuentro divertido; aquí está esta mujer, tan alta, delgada y bella que durante la universidad se ganaba la vida de modelo de pasarela, manejando una grotesca camioneta ¿Por opción? Quizá es porque soy del sur, del mismo corazón del sur, dónde las camionetas están reservadas para un cierto tipo que bebe Kool-Aid, necesita sostén, y se llama Bubba. Dice que es cómoda, que maneja bien en la nieve, y que sirve para llevar cosas de aquí a allá. Es verdad: Elizabeth siempre está llevando cajas de ropa donada y latas de conserva de su iglesia—una enorme y brillante estructura de diseño espacial en las afueras —a las residencias de los sin hogar de la ciudad. Ofrece su camioneta todos los veranos al campamento de verano de los Cristianos para los Niños en Maine, arrastrando balsas que inflaban y equipos de tiro al arco. Al final del verano, llena la camioneta de fardos de heno, la llena de niños, y los lleva despacio al riachuelo. Whee.

Quizá sea porque se crió pobre en Colombia y no entiende los matices de la cultura americana, de la forma que lo hacemos el resto de las temerarias. Elizabeth Cruz piensa que tener una camioneta es chévere.

Una vez le pregunté cómo esperaba conseguir un hombre con ese mamotreto y se encogió de hombros. Para una mujer que quiere tanto a los niños, Elizabeth no parece tener prisa por encontrar un padre para los suyos. Lleva soltera toda la vida. No le conozco ni una sola relación seria. Sale con muchachos de vez en cuando, pero nunca le duran más de un mes. Las temerarias intentamos presentarle a cualquier tipo medio decente que conocemos y que no nos interesa a nosotras. Pero nunca funciona. Y no es porque nadie esté interesado, ¿de acuerdo? Hoy mismo Jovan Childs, mi favorito rastafariano para coquetear en el periódico, me preguntó—de nuevo—si se la podía presentar.

—No puedo creerlo—gimoteó.—Eres amiga de Elizabeth Cruz y no me das la oportunidad de conocerla. ¿Qué te pasa, me quieres todo para ti?

Le mandé un beso a Jovan y no le dije la verdad: que aprecio demasiado a Elizabeth para presentarle a este tipo inteligente y mujeriego, aunque me aborrezco lo bastante para pensar que podría ser una perspectiva interesante para si las cosas con Ed terminan, como estoy segura que terminarán.

De todas formas, Elizabeth dice que su vida sentimental es tibia, porque la mayoría de los hombres suponen que es una idiota dócil. Lo piensan porque les intimida con su belleza.

—Una gran belleza puede ser un gran impedimento—dijo una vez, en una cena de las temerarias, sin un gramo de vanidad.

Todas nos quedamos mirándola fijamente. Amber se rió en alto.

—Lo digo en serio—dijo Elizabeth.—Reconozco que la belleza abre ciertas puertas, pero también mantiene otras cerradas con llave. Si tuviera la opción, no estoy segura que quisiera ser así.

No te preocupes, Liz, no te durará siempre. —dijo Usnavys.

De todas las temerarias, Elizabeth es la más fina. Sus extremidades son largas y estilizadas, aunque come todo lo que quiere, y su cara es de una belleza apacible. No es de mucho hablar, pero cuando lo hace, habla de cosas profundas e inesperadas.

Elizabeth también es la «temeraria» con la mejor oportunidad de robarse a Roberto aparte de Sara, algo que nunca haría porque es cristiana, una persona muy buena, y la mejor amiga de Sara. En las ocasiones cuando nos juntamos para comer, ir a esquiar o al aburrido concierto de la orquesta Boston Pops en el Esplanade, es la única por la cual Roberto pregunta. Y cuando pregunta tiene una mirada especial. También la mira fijamente, incluso delante de Sara. Hasta lo hizo el día de su boda. Todos estábamos parados observando como miraba a Liz mientras Sara bailaba con su padre. Nos mirábamos y le queríamos dar un puntapié en el culo. Liz parecía avergonzada, y lo evitaba a cada oportunidad. Se lo mencioné a Sara, y me contestó:—¿Qué pretendes? ¿La perfección? Elizabeth es bellísima y él es hombre. Puede mirar, pero si toca, y no lo hará, es hombre muerto.

No puedo imaginarme confiar tanto en un hombre. De nuevo: Debe ser agradable.

Elizabeth también tiene dificultades porque es una latina negra. Ella no lo admitiría, pero sé que es verdad. A los americanos negros les encanta, y más de uno ha comentado su parecido con la cantante de Destiny’s Child, Beyoncé Knowles, en parte por su pelo rubio teñido y en parte por su cuerpo perfecto. Esta noche lleva unos jeans cómodos, botas de goma, un grueso suéter de lana marrón, y una de esas parcas verde de la marca Patagonia—si me preguntara a mí, les diría que parece un poco sosa. Su pelo lo lleva largo y liso, y no lleva ningún maquillaje, y aun así está mejor que el resto de todas nosotras. Son esos dientes, esos increíbles dientes blancos y esa piel castaña dorada y esos ojos grandes y líquidos. También es tremenda bailarina, sobre todo cuando ponen una cumbia o un vallenato. A la muchacha le encanta Carlos Vives.

Los negros no-latinos no entienden sus raíces. No puedo decirle la cantidad de veces que un negro americano me ha acusado de mentir cuando le he hablado de mi bella y «negra» amiga latina.

—No parece latina—dicen—. ¿Parece una hermana?

¿Y quién dice?—pregunto.

Ellos no saben qué contestar. Uno no puede hacer que las personas viajen o entiendan de historia, y estoy cansada de intentarlo. Los blancos americanos ven a Elizabeth con todas esas malditas ideas preconcebidas la mayoría del tiempo, y les cuesta aceptar el hecho de que es latina y también tiene ese aspecto. Y la mayoría de los latinos, tristemente, preferirían salir con una blanca analfabeta, fea, de South Boston, dentuda, retrasada, y de pies planos, que con esta latina negra, súper fina, virtuosa, y con una carrera asombrosa.

Es verdad de todos los latinos que conozco, no importa el color que ellos sean. Quieren una muchacha clara. Lo puedes ver en nuestros culebrones y nuestras revistas. Todas las mujeres son rubias, chica. No es mentira. Quiero decir, si Hollywood cree que todos nos parecemos a Pénélope Cruz y a J.Lo, los medios de comunicación latinos pretenden que todas nos parezcamos a una niñera sueca o a Pamela Anderson.

De cualquier modo, todos ignoramos a las latinas negras.

Es como si las latinas negras, las latinas oscuras, no existieran, sabes, aunque casi la mitad de la población de Colombia es negra, y lo mismo pasa con Costa Rica, con el Perú, y con Cuba, y así sucesivamente. Hay más negros en Latinoamérica que en los Estados Unidos, pero nadie se da por enterado. De vez en cuando aparece un negro en Univisión o en una serie de Telemundo, pero invariablemente lleva turbante y falda blanca larga, y barre con una escoba o prepara alguna venganza de brujería contra su amo de ojos azules y buen corazón; en otras palabras, el mal de la Aunt Jemima, o de Sambo. Sin ir más lejos: La semana pasada vi una telenovela con un actor negro, y el fulano tenía un hueso metido en nariz y bailaba alrededor de una gran hoguera clamando. La mayoría de esta basura está rodada en México, en Brasil, o en Venezuela, donde todavía no saben lo que son los derechos civiles para las personas de color, pero las ven todos los hispanohablantes de los Estados Unidos. Nadie en los medios americanos hace ningún comentario al respecto. O no tienen idea de lo que está pasando, o si la tienen, probablemente les asuste criticar a esos amables latinos. Cuando le he hablado de esto a Elizabeth, me manda a pasear.

—No es eso—dice con esa mirada plácida y sonrisa tímida tan magnética suya.

(Tiene los dientes más blancos que he visto en mi vida—¿lo habré mencionado ya? Supongo que sí. Lo digo porque los míos son espectacularmente amarillos.)

Entonces educadamente, casi como una imperceptible indirecta, dice con acento español, algo como:—Lauren, estoy harta de la forma que relacionas todo con el color de la piel. Es tan … americano. En Colombia a nadie le importa.

Lo cual encuentro difícil de creer. Pero ella ahora está aquí, y en los Estados Unidos, sí importa. Y todavía tiene que encontrar un hombre.

Así que aquí estamos. Las temerarias de la Universidad de Boston, guapas, inteligentes, talentosas, y locas, todos los colores del arco iris, así como unas cuantas religiones diferentes. Nos abrazamos, chismorreamos, en español, inglés, y cada mezcla concebible de los dos, y pedimos nuestro veintiuno—sí veintiuno, cuatro para cinco de nosotras, y uno para Rebecca—platos de comida, nuestras cervezas y refrescos de Materva, y entonces empezamos a ponernos al día.

Hablamos de la primera noche que salimos como las temerarias, después de que los gorilas que trabajan en Gillians nos echaran a la calle.

—-¿Recuerdan el frío que hacía?—pregunta Sara, bebiendo a sorbos su cerveza inglesa de jengibre—. ¿Por qué parece verdosa? ¿Está enferma, o estoy bebida?

—Ooosh—dice Usnavys mientras menea la mano delante de ella—¡Estaba cayendo hielo!

Lo recuerdo. Hay algo por el que el aire nocturno de Boston se mantiene helado después que cierran todos los clubes e incluso cuando el metro ha dejado de retumbar a través de la plaza de Kenmore. Muerto, helado, aire salado. Como esta noche.

—Estábamos locas—añade Elizabeth, agitando la cabeza y echándose hacia delante—. Completamente locas.

Ah, sí. Sólo los estudiantes de la universidad más jóvenes y más tontos están en la calle a esas horas, vomitando en los desagües para demostrar que finalmente son mayores. Esas éramos nosotras, las temerarias, enfermas, risueñas; tambaleantes y creyéndonos que por fin éramos libres.

—Y cómo caminábamos—dice Amber. Todas nos reímos y vuelve a contar la historia.

Como jóvenes y estúpidas que éramos, esa noche regresamos a pie al dormitorio, pasando por callejones llenos de ratas de agua del tamaño de perros pequeños, por Fenway Park y a lo largo del maloliente y escalofriante Fens. Vimos a unos tipos jóvenes latinos que entregaban unas bolas envueltas en papel de aluminio a unos blancos con pinta de abogados que estaban en unos buenos carros en una esquina. Vimos a un tipo con un afro grasiento y un sombrero del alcahuete rosa, gritar en el idioma «ebonies» a una jovenzuela. Vimos a dos hombres haciéndolo entre las cañas de la apestosa orilla. Era estupendo, muchacha, finalmente estamos aquí, en Boston, en la universidad, en la gran ciudad. Sin padres, juntas. Nos empujábamos y nos reíamos como si nunca nos fuéramos a morir, heladas con nuestros atuendos de club de «rave»—todas menos Rebecca que parecía iba a clase de catecismo con un traje de lana y una diadema roja; se abrazaba el cuerpo con sus delgados brazos y nos miraba como si estuviéramos locas. Al resto de nosotras le salía este loco vapor de la boca en el frío oscuro, pero no a Becca Baca. En ese momento me pregunté entonces si sería el diablo, con vino helado de comunión en sus venas, y estaba lo bastante borracha para preguntárselo. No le hizo gracia. De hecho, no me habló en dos meses. Incluso entonces, esa muchacha estaba tensa.

Las temerarias también hacíamos el tonto de otras maneras, como tratar de hablar siempre en español para que los otros se enteraran, ¿saben? Simplemente para que supieran que éramos latinas, porque podemos no parecerlo. Sólo Sara y Elizabeth acertaban siempre con el español porque Sara es de Miami donde (por supuesto) el español es, como, el idioma oficial {no se rían, allí abajo es un país extranjero) y Elizabeth es de Colombia donde el español es el idioma oficial. El resto de nosotras luchamos con el castellano, con toda la gracia de un hipopótamo bebido en una tienda de cristal. Nadie sabía la diferencia. Nadie sabía que no teníamos ni idea de lo que era ser latina, de lo que se suponía que éramos, que dejamos que la palabra nos cayera encima y la encajamos lo mejor que pudimos. Pero lo importante era que éramos las temerarias, y las temerarias estaban unidas. Estudiábamos juntas, íbamos de compras juntas, hacíamos deportes juntas, protestábamos juntas, nos reíamos y llorábamos juntas, crecíamos juntas. Las temerarias respetaban su palabra. Todavía lo hacemos.

—Hemos progresado mucho desde entonces—dice Usnavys pestañeando.

Levanta su vaso de vino blanco, meñique gordo hacia fuera:—¡Por nosotras!

—¡ Por nosotras ! —replicamos al unísono.

Bebo el resto de mi cerveza, eructo, provocando otro gesto con la nariz de Becca Baca, y le pido a la camarera otra. No me acuerdo cuántas he bebido. Supongo que es mala señal. Por lo menos no tengo que conducir. Sigo bebiendo una hora más escuchando los cuentos.

—Míranos—murmuro en español, convencida que cuando bebo puedo hacer cualquier cosa, incluyendo hablar en español sin asesinar el idioma—. Qué bonitos somos.

Bonitas—me corrige Rebecca. ¿Es una sonrisa triunfal? Es qué bonitas somos. Somos chicas.

—Lo que sea.

Rebecca se encoge de hombros, lo que interpreto como: «Está bien, sé idiota si quieres».

—Déjala tranquila—dice Elizabeth—. Hace lo mejor que puede.

—Por lo menos lo intentas—dice Usnavys con ojos llenos de piedad.

Pero es demasiado tarde. Me siento como una idiota. Y las palabras brotan.

—Mi vida es un calamidad—digo.—Es verdad. Soy tonta. Becca Baca, ¿estás contenta ahora? Soy una idiota. Tú eres perfecta, yo soy una mierda. Allí, lo dije.

—No, no lo eres. Lauren, deja eso—dice Elizabeth—. Estás bien.

Sara pone su mano en el brazo de Elizabeth y asiente.

—Sí—dice—. Estás bien, Lauren. Corta ya.

Aunque juré no volverlo a hacer, estoy borracha y no puedo evitarlo. Empiezo a ofrecer demasiados detalles tristes de mi propia vida. Siento que Rebecca supone que no debo revelar tanto. Me da esa mirada. Nadie la nota, y de nuevo me siento como una loca paranoica. Y patética. Pero no puedo evitarlo. Hay algo en mí—cerveza, sobre todo—que me hace hablar demasiado.

Lo cuento todo: El cabezón de Ed ha estado distante y evasivo, que pienso que tiene algo entre manos, pero no estoy segura; que he intentado averiguarlo entrando en el contestador del trabajo que tiene la misma contraseña que su tarjeta de cajero, cuyo código recordaba esa vez que tuve que usarla para sacar dinero mientras él paraba un taxi. Les cuento que encontré un par de mensajes de una atractiva y jadeante voz, agradeciéndole la cena y la diversión. Les digo que no sé si merece la pena casarme con un tipo que no me atrae que vive en Nueva York, y gasta más dinero en una de sus ajustadas camisas hechas a medida que en mi último regalo de cumpleaños, un engreído «texican» de San Antonio que lleva botas vaqueras con sus trajes de Armani y dice que se llama «Ed Gerry-mayl-oh», en lugar de ser honrado y decir que su nombre es Eduardo Esteban Jaramillo, antiguo monaguillo en una polvorienta iglesia de adobe.

Les digo que he intentado aumentar mi auto-estimación coqueteando enfermizamente con el ingenioso pero insustancial Jovan Childs al otro lado de la sala de noticias, que el otro día casi me ganó un beso cuando me llevó a ver el partido de baloncesto de los Celtics y que estábamos tan cerca que podía ver el caucho húmedo y amarillo de sus aparatos dentales. Les digo que aunque he visto a Jovan tratar de ganar a otras mujeres—mide su valor por el numero de féminas con las que sale al mismo tiempo—tengo esta loca esperanza de que le curaré la fobia al compromiso, porque es el escritor más inteligente y talentoso que he conocido y sus columnas me quiebran el corazón en millones de pedazos cuando las leo.

—Y yo odio el baloncesto, ¿de acuerdo?—digo.

Empiezo a llorar y miro fijamente mi grasiento mapa de Cuba. La Habana está empapada de aceite. Matanzas cubierta con un trozo de carne de mi ropa vieja. Holguín ha desaparecido bajo un frijol negro. Ninguna de las otras temerarias ha ensuciado tanto sus mantelillos. Claro que no. Miro el frente de mi suéter blanco, y, efectivamente hay una línea grasienta de salsa de tomate entre mis senos. Miro a las chicas y empiezo a hablarles antes de comprender lo que estoy diciendo.

—Jovan puede escribir sobre un campo de baloncesto y me pongo a llorar convulsivamente: así es de bueno. Creo que lo amo, pero es malo en el amor. Es guapo, pero, Dios mío. ¿Cómo un escritor tan sensible puede ser un ser humano tan insensible? Es malo. Le odio.

Les hablo de mi creciente curiosidad por el tipo de tigre guapo que merodea por este vecindario y otros. Les digo que los hombres dominicanos son los más guapos del planeta. Les cuento mi sueño de salvar a uno de ellos, convertirlo en un profesional, pagarle la universidad o algo así.

—¿Al menos me gustaría tener uno ¿saben a lo qué me refiero? Sólo para ver lo qué se siente.

Rebecca, sonriendo amablemente, rompe su silencio y dice:—Lauren, espero que no te moleste que te diga esto; te respeto mucho y pienso que eres una de las escritoras más talentosas que conozco. Eres guapa. Pero tienes una vena realmente autodestructiva. Deberías cuidarte más. Tienes que dejar que te atraigan ésos tipos de gángster que sólo te van a herir. No quiero tener que ir a identificar tu cuerpo en el Hospital Municipal.

—El que sea negro americano no significa que Jovan sea un gángster—digo molesta—. Es escritor. Un escritor asombroso.

—Otra vez con el problema racial—dice Liz—. Contigo siempre es lo mismo.

—Eso es tan racista—le dice Amber a Rebecca—. Tendrías que examinar tus odios.

—Me refería a Ed—dice Rebecca, con una imperceptible y firme sonrisa—. A Jovan ni siquiera lo conozco, aunque me gustan sus artículos. No soy racista.

—Ni Ed es un gángster—digo.

—Querida, por favor. Tú, que dices siempre: ¿Me gustan los negros pero nunca saldría con uno?—le dice Amber a Rebecca—-¿Qué no eres racista?— y se ríe sorprendiéndome de nuevo su áspera y poderosa voz.

Rebecca, que sonríe afectadamente, la ignora arqueando una ceja perfectamente depilada e inclinando la cabeza como diciéndome «¿Estás segura?». Odio cuando hace eso.

—¿Qué quieres decir? ¡No lo es! ¡Escribe los discursos del alcalde de Nueva York!

Algunas de las temerarias se ríen de esta excusa.

—Ah, Ed está bien,—dice Sara encogiendo los hombros—. Se portó de maravilla cuando fuimos a esquiar. Un verdadero señor. Quédate con él, cariño.

—Ah, por favor, y ¿cómo lo sabes?—bromea Elizabeth—. Oí decir que te pasaste el día deslizándote por la pendiente sobre tu culito.

—Ten cuidado, mi’ja—Usnavys bromea con Elizabeth—. No te estás portando como una buena cristiana. No dejes que nadie te pille.

Elizabeth pestañea despacio, fastidiada:—Los cristianos también tienen derecho a divertirse.

—Es verdad—digo del esquí de Sara—. Esquía fatal. Fui testigo presencial. Fue bien triste.

—Por favor—dice Amber—. Es un indio falso. No se fíen de los indios falsos.

—¿Quién es un indio falso?—indaga Usnavys.

—Ed—dice Amber.

—¿Qué demonios es «un indio falso»?—pregunta Rebecca.

—Alguien como tú—dice Amber—, cuando niegas tus bellas raíces oscuras.

—Otra vez con lo mismo.

Rebecca pone los ojos en blanco, cubriendo sus antebrazos con las manos.

—A mí me parece que Ed tiene … buenas cualidades—pía Usnavys, pero sus ojos delatan el embuste. Ahoga su mentira con un trago de refresco y me retira la mirada.

—Nombra una—exige Elizabeth, dando un golpe en la mesa mientras muestra su bella sonrisa.

— ¡Ay, bendito!—exclama Usnavys, mirando fijamente a Elizabeth con fingida sorpresa y con una mano en el pecho—. Por Dios, ¿qué tipo de cristiana golpea así la mesa?

—Hablo en serio—dice Elizabeth, ignorando a Usnavys—. Díganme una buena cualidad de Ed. Sólo una. Es todo lo que quiero.

Levanta los hombros hasta las orejas, extendiendo las manos como si esperara un regalo que sabe nunca llegará.

Silencio. Sonrisas divertidas por todas partes.

Risa. Ustedes son unas perras demasiado decentes.

—¿Ves?—pregunta Elizabeth, dejando caer los hombros y desempolvándose las palmas de las manos de manera contundente.

Entonces, mirándome, me señala con un largo dedo:—Puedes conseguir algo mejor. Y debes hacerlo.

—¡Cállense, chicas!—grito—. Me voy a casar con él. ¿Recuerdan? ¡Miren este anillo! No está mal, ¿verdad?

Amber pone los ojos en blanco. Elizabeth se muerde el labio para ahogar una risa. Rebecca mira su reloj. Sara oculta con la mano derecha su bello anillo de compromiso y boda y alza las cejas con una deliberada y caritativa sonrisa que expresa «me das pena». Usnavys traga, sonríe, y dice:—Sí, seguro—, pero se encoge de hombros.

—Es una auténtica birria—digo.

Volteo la piedra hacia abajo y la oculto bajo el puño de mi mano. Rebecca deja de mirar el reloj y aprieta los labios.

—No está mal—tercia Sara, ocultando su mano con el anillo bajo la mesa—. Un anillo es un anillo.

—Ni siquiera me compró uno bueno—digo.

Abro el puño y examino de nuevo la piedra:—Puede que ni sea un verdadero diamante. Probablemente sea un zirconio.

—Nena, es un anillo—dice Usnavys, mostrando un desnudo dedo anular que señala con la otra mano—. Eso es lo bueno.

—Los anillos son símbolos de propiedad—dice Amber, comiéndose sus uñas cortas y negras y escupiendo los restos al suelo—. ¿Qué necesidad tienes de uno?

—Ay, por favor—dice Rebecca, toqueteando su valioso juego de anillos—. No todos queremos tener una boda maya descalzos, y ni siquiera invitar a nuestros amigos.

Amber le da una mirada de odio:—Azteca.

—Tiene una maestría de Columbia en administración pública—digo—. Algún día presentará su candidatura. ¡Besa a los bebés! Da la mano. Conquistó a mi despreciativa abuela de Unión City. ¡Es increíble!

Sara se ríe, a pesar de estar cubriéndose la boca con la mano derecha y de su comprensiva mirada:—Lo siento—dice—. Es graciosísimo.

—Nueva York lleva mucho tiempo administrada por gángsteres—dice Amber con mirada triste. Saca un cuaderno de su bolsillo y empieza a garabatear.

—Odio cuando haces eso—le digo.—Estamos procurando hablar y empiezas a escribir.

Amber me ignora.

—Es artista—ofrece Usnavys—. Se vuelve creativa cuando la musa le muerde su culito flaquito.

—Pienso que Nueva York no podría funcionar de otra manera—-agrega Sara, poniéndose una mano encima de la barriga—. Roberto tiene muchos amigos en Nueva York. La mafia todavía controla todo: los muelles, los puentes, y lo demás. Es una isla y quien controla los puentes, controla la ciudad.

—Lauren, lo único que te quiero decir es que tengas cuidado—concluye Rebecca, sonriendo pomposamente y colocando su esquelética mano sobre la mía robusta.

Su manicura luce mejor que la mía. Hasta ahora, estaba encantada con mi manicura. Ahora advierto que es vulgar, con los bordes demasiado cuadrados y el color desacertado. Rebecca provoca esto:—Tienes todo a tu favor. Si dedicaras a tu vida personal la mitad de la energía que dedicas a tu escritura, te iría bien.

—Estoy de acuerdo—dice Elizabeth.

—Creía que me amaban—digo.

El cuarto gira como, como, pues, como Brad:—Creía que eran mis amigas.

—Si no lo fuéramos, te diríamos cásate con ese tipo—-dice Amber, abandonando su lugar creativo con esa severa mirada de sacerdotisa azteca. Feroz.— A veces necesitas que te guíen, porque sola te pierdes.

Usnavys observa mi triste mirada, el aterrado dolor que provoca cuando te pones un espejo delante de la cara cuando estás más fea, e interviene:—Eh— dice—. Les he comprado algo.

Rebusca por los bolsillos de su chaqueta de piel, protegiendo el sitio donde podría estar la etiqueta del precio y saca cinco cajas pequeñas envueltas en un papel de elegante diseño.

—¿Pero qué es esto?—pregunta Sara, sentándose delante.

—Unas cositas—dice Usnavys distribuyéndolas, una para cada una.

Tomo la pequeña caja en mis manos y la empiezo a agitar. No sé por qué, pero tengo ganas de llorar.

—¿A qué esperan, temerarias?—dice Usnavys, agitando la mano para simular desprecio—. ¡Ábranlas ya!

Empezamos a quitar la cubierta de los regalos, y debajo encontramos las cajitas azules claras de Tiffany. Dentro hay un resplandeciente broche en forma de corazón, de oro, con cada una de nuestras iniciales grabadas delante, y sólo una palabra grabada en la parte de atrás: temerarias. No tienen el precio; no se devolverán. Estará pagándolos durante meses. Esta pequeña cosa debe haber costado diez veces más que el mejor regalo que me ha hecho Ed. Empiezo a temblar por las piernas y pronto sube al torso, a mis manos, y finalmente a mi cara, y empiezo a llorar.

—Ay, Dios mío—dice Usnavys poniendo los ojos en blanco—. ¡Qué llorona!

Pero se levanta y me agarra entre sus brazos:—¿Mujer, qué te pasa? ¿Estás bien? Cuéntanos a las temerarias. Para eso estamos aquí.

Miro alrededor de la mesa a estas personas, a estas increíbles, amorosas y dedicadas personas, y pienso en Ed, en Jo van, en todos los hombres a los que he cometido el error de dejar entrar en mi corazón, del vacío que cada uno de ellos me ha hecho sentir. Papi. Agito la cabeza y empiezo a sollozar.

—Es simplemente … —empiezo y me callo.

Miro a Rebecca, y hasta ella me parece simpática:—Es tan bonito, qué detalle. Es increíblemente increíble. Y es tan sólo … —y escucho mis ebrios vocablos dentro de la cabeza, como si estuviera en otro sitio, observando como todo cae en su lugar.

Una parte de mí se avergüenza, pero la otra no puede dejar de hablar, como de costumbre:—Sólo una cosa. ¿Porqué no hay ni un solo tipo en el mundo tan responsable como nosotras?