Admiro a esas mujeres que compran los regalos de Navidad en julio y los guardan en cajas plásticas de Tupperware debajo de la cama, junto a la caja de papel de envolver (comprado en las rebajas del año pasado) y la cinta adhesiva. Mi amiga Rebecca es ese tipo de persona. Me encantaría tener esa clase de habilidad organizadora. Juzgando por los enjambres de personas con las que batallé en el centro de la ciudad este fin de semana, supongo que la mayoría de ustedes son como yo: gente que todo lo dejan para después. Sólo quedan trece días más de compras. ¿Encontré lo que estaba buscando? Vues yo no. Vero ya he dicho suficiente de mi vida amorosa. Hablemos de los regalos.
—de Mi vida, de Lauren Fernández
acontinuación mi agenda:
5:15 de la mañana: Una toronja, dos vasos de agua, y una taza de café negro.
5:40 de la mañana: Leotardos y malla roja de Dance France, calcetines rojos y zapatos de deporte nuevos de marca Ryka, una chaqueta de North Face, guantes, y bufanda. Salir de mi apartamento en la avenida Commonwealth, y cruzar Copley Square para ir al gimnasio y tomar la clase de aerobic «step» de 6:00 de la mañana.
5:55 de la mañana: Reivindico mi lugar en la primera fila. Saludo a las asiduas. Me intereso por sus trabajos y familias. Cuando preguntan por Brad, miento y digo que todo está bien.
6:50 de la mañana: Recojo mi ropa de limpieza en seco. Echo la tarjeta religiosa de cumpleaños en español para Mamá en el buzón.
7:00 de la mañana: Comprar tulipanes rojo oscuro—que combinen con el empapelado—para colocar en el jarrón grande del comedor.
De camino a casa, admiro la decoración navideña de las tiendas, las guirnaldas estilo corona, adornadas con lazos rojos y verdes a cuadros, y las centelleantes luces blancas. Saco mi Palm Pilot y apunto una nota digital para acordarme de comprar un regalo a mi «pequeña»: la niña que amadrino a través de la Asociación de Hermanas Mayores. Regalito para Shanequa, quizá una cámara digital.
Shanequa Ulibarri tiene trece años, nacida en Costa Rica, y está metida en una pandilla de Dorchester. Quiere tener pronto un bebé para que alguien la quiera. Su «hombre» es un tipo de veintiocho años que, ella dice, quiere dejarla embarazada. Le regalé uno de esos bebés de juguete, de los que lloran a intervalos regulares si no lo alimentas, le cambias el pañal, y lo quieres. Le dije que si duraba todo el fin de semana, le daría mi bendición para tener un niño. Estaba de acuerdo, pero a la siguiente semana me dijo que había «extraviado» el bebé en una fiesta.
Pinta mejor que nadie que conozco. Y cuando la dejé usar mi cámara de fotos en un concierto, las fotografías quedaron artísticas y espléndidas. Tiene talento pero no lo sabe, porque su madre es una analfabeta que le pega con una extensión eléctrica. Su padrastro la llama por nombres que no utilizaría ni con mi peor enemigo, y le he visto mirar fijamente su cuerpo floreciente. Creo que le compraré una cámara digital que sea compatible con la computadora que le conseguí el año pasado. Pensándolo bien, hace tiempo que no he visto esa computadora. Me pregunto a dónde habrá ido.
7:15: Llegar a casa y empezar a prepararme para otro largo día.
He clavado las luces festivas en las dos ventanas salientes del último piso, en el frente del apartamento, y decorado un pino sólido y grande en la sala. Estuve haciendo todo esto yo sola, mientras Brad leía la teoría marxista en ropa interior, desparramado en mi antigua cama en el cuarto de huéspedes. Cuando se fue a la cocina, con sus partes íntimas asomándose por fuera del calzoncillo, masculló:—La religión es para los débiles.
Supongo que no se dirigía a mí, porque no esperó contestación. No hemos hablado del árbol de Navidad, ni de nada realmente. La conversación entre nosotros se limita últimamente a «aquí tienes tu correo».
7:45 de la mañana: Escribo una detallada lista para Consuelo de lo que debe hacer en el apartamento, incluyendo fregar el piso del baño y quitar la suciedad de las cortinas de la ducha. Tampoco sabe leer, y cuando tengo tiempo la ayudo con los deberes del programa de alfabetización. Hoy Brad tendrá que leerle la lista. Estoy ocupada.
Brad contempla el techo mientras le hablo y masculla algo consigo mismo. No recuerda nada de lo que le digo y por eso preparo tanto para él como para ella. Brad siempre tiene la cabeza en las nubes con su «investigación». A principio, lo admiraba por eso. Quiero decir, que hasta lo encontraba sexy, y me gustaba sentarme frente a él para escuchar sus ideas. Nunca había conocido a alguien tan orgullosamente intelectual. Pero últimamente me irrita. Cuando yo examino sus ideas, son un enredo. Aunque no estudié en una universidad de la Ivy League como todas sus amistades, puedo reconocer que mi marido es un idiota con un gran vocabulario.
Cuando conocí a Brad, no estaba particularmente versada en filosofía esotérica o publicaciones académicas. Me propuse sumergirme en ese tipo de material como prueba de mi amor por él. Eso fue un error. Cuanto más aprendía, más comprendía que no sabía de lo que estaba hablando, y más reconocía que simplemente usaba palabras como «el paradigma» y «el undergird» en su conversación diaria para impresionar a la gente. He comprendido que Brad se aproxima a los conocimientos académicos de la misma manera que sus padres se acercan a la vida: anunciando sus artículos de marca. Con su familia, es ropa de diseñador y automóviles. Con Brad, son los predecibles hombres intelectuales. Ahora su manera de hablar me irrita. Su olor a papel y a biblioteca marchita me irrita. La manera como se suena la nariz a todas horas con ese pañuelo sucio con sus iniciales me irrita. Lleva el cabello desarreglado a propósito. Todos sus amigos tienen el mismo aspecto y también me irritan. En conclusión, Brad, mi marido, el hombre con el que estoy atascada por toda la vida, me irrita.
Dios me ayude.
Consuelo debe llegar a mediodía. Más vale que Brad esté aquí a esa hora. La última vez, alegó que se había olvidado y se fue a la biblioteca de MIT. La pobre Consuelo tuvo que volver en el autobús con todo el frío para regresar a Chelsea. Me sorprende que no haya renunciado. Brad sugirió que le diéramos una llave. Sospecha de todos los hombres que se parecen a su padre, ¿pero confía en Consuelo? Tiene que estar loco.
7:50: Voy en el Cherokee hacia la avenida Commonwealth, incluso antes de que Brad se haya dejado caer de la cama del invitado que ahora es su nido oficial y que tiene llena de papeles, comida vieja, y calcetines sucios, llenos de agujeros. Han pasado cinco meses desde la última vez que dormimos en el mismo cuarto. Ya ni lo despierto para despedirme. Lo prefiero así. Al principio me dolió, pero ahora puedo leer revistas tranquilamente en mi propia cama, sin escucharle protestar de la vulgaridad de la cultura pop. Puedo disfrutar de mi trabajo sin tenerlo olfateando y resoplando por encima de mi revista y mi misión. El silencio entre nosotros por lo menos ha logrado esto. Gracias al Señor por esto.
8:00 de la mañana: Me dirijo a South Boston para lavar el jeep. Esta noche es la cena mensual de la Asociación Comercial Minoritaria, en el Hotel Park Plaza, y no puedo reconocer que el carro esté sucio. Lauren me diría que soy superficial, pero por alguna razón me odia. Hay estudios sobre este tipo de cosas. Las personas piensan así basándose en detalles no verbales. El color de sus dientes, si tiene limpias las uñas, es la postura que adopta esperando al criado. Intento no juzgar a las personas por estos tipos de señales, pero somos como animales. Así nos creó Dios, ¿y quiénes somos para cuestionar su obra?
En marzo daré el discurso principal en la cena de reunión de la Asociación Comercial Minoritaria. Es un gran honor. Y no es ningún error. Me preparé para esto en mi presentación personal. Estoy puliendo mi discurso sobre la imagen de las minorías en los medios, y cómo tomar las riendas de nuestras propias imágenes. Tengo mucho que decir.
Me olvidé mencionar que me duché en casa. Los sitios públicos son para el público. Llevo un traje de chaqueta de buen gusto, nada demasiado llamativo. Ropa de trabajo.
8:10 de la mañana: Estoy esperando en la calurosa antecámara del lavado automático de automóviles, para asegurarme a través de la ventana de la observación que ninguno de esos apocados y avergonzados jóvenes que trabajan aquí me arañen el carro. Una mujer regordeta me golpea en dirección a la puerta, y ahogo la protesta que me gustaría emitir.
También me quedé callada cuando Brad empezó a esfumarse de mi vida. Creo que mis padres se apartaron de la misma manera, mucho antes de que yo naciera. Me pregunto si alguna vez sintieron pasión el uno por el otro. Antes me preguntaba si era adoptada, pero me parezco a ambos. Siempre que veo ese óleo del granjero y su esposa, con el entrecejo detrás de una horca, recuerdo a mis padres en la iglesia, juntos, pegados por los hombros, conmigo al otro lado de mi mamá. En nuestra casa nunca hubo gritos, ni lágrimas, y poca conversación. Mi mamá me habló un par de veces, susurrándome:—Por favor, recuerda que no tienes que acabar como yo.
Eso fue todo lo que me aconsejó.
8:15: Me dirijo a la oficina en mi resplandeciente Cherokee. Enciendo el estéreo y escucho suavemente el CD de Toni Braxton. Aumento el volumen hasta que siento las sacudidas del bajo en el pecho, e intento cantar la canción. Marco el ritmo en el volante, y muevo los hombros hasta que me fijo en un hombre en el automóvil de al lado que me sonríe. Me ruborizo y paro. ¿Estaba riéndose, o coqueteando? No me atrevo a mirar de nuevo. Bajo el estéreo y miro en otra dirección. La nieve empieza a caer de nuevo.
Intento recordar la música que escuchaba en casa de niña, me parece que sólo había una plácida ópera. Estábamos cómodos en nuestra espaciosa hacienda de adobe, con las flores y el álamo resonando con el canto de las cigarras en verano. Habíamos alcanzado el éxito con nuestros automóviles americanos nuevos y ropa tradicional de Dillard’s, una antigua familia continuando una tradición inmemorial de modales y sofisticación. Nunca hablábamos demasiado de nada, a excepción del negocio que mi madre empezó unos años antes de conocer a mi papá y del que se posesionó.
—El hombre toma las decisiones—dice Papá—, y la esposa obedece. Eso es lo que dice la Biblia y eso es lo que hacemos en esta casa.
Mi padre controlaba todo, informando a Mamá en breves y apropiadas frases en español. Nunca la he visto sin que la amargura del resentimiento le sujetara las comisuras de la boca. En la universidad, comprendí que la Biblia no dice que la mujer debe obedecer al hombre. Esa es la versión de mi padre: la versión hispana del norte de Nuevo México. La Biblia dice que el hombre y la esposa se deben respetar mutuamente. Eso es lo que enseña mi Dios. Pobre Mamá.
En el siguiente semáforo, abro de un golpe mi celular y aprieto el marcador automático con el número de mi madre. Son sólo las 6:20 en Albuquerque, pero sé que lleva más de una hora levantada, revolviendo los huevos con chorizo, calentando las tortillas en la llama azul abierta de la estufa, limpiando la casa y eligiendo la corbata de Papá. Mi papá ya se debe haber ido a trabajar en su gran camioneta de cuatro puertas plateada.
—La residencia de los Baca—contesta, intentando sonar alegre.
Le pregunto cómo está. Me contesta:—Ah, bien—. Pero oigo un suspiro en la voz.
—¿Cómo estás tú?—me pregunta ella.
Le digo que estoy bien. Me pregunta por Brad.
—Mamá, está bien.
Pregunta por el tiempo. Le contesto, y devuelve la pregunta.
—Aquí también está nevando—dice—. Ya se acerca la Navidad. Ya hemos empezado a vender bizcochitos.
Le recuerdo que no los coma.
—Ya sé—dice.
Le pregunto qué si hoy vaa diálisis, y me dice que sí.
—No te olvides de las inyecciones—le recuerdo.
La parte baja del abdomen de mi madre es un tablero de cardenales de las inyecciones de insulina. Pellizca varias veces al día una parte fresca de piel y entierra la aguja en su carne sin pestañear. Al final del día, una diminuta gota roja de sangre que señala el punto de entrada se convertirá en una irritante flor purpúrea. Nunca se queja. Nunca.
—No me olvidaré, mi’ja—dice.
El semáforo cambia a verde. Le digo que la quiero, que estoy conduciendo y que tengo que cortar. Colgamos.
Subo otra vez el estéreo, y empiezo a moverme tímidamente. El tráfico va rápido, y nadie se puede fijar en mí. Quiero un hombre que me haga sentir de la manera que suena Toni Braxton. Pensé que el hombre era Brad. No lo es. Ha pasado mucho tiempo desde que sentí el cosquilleo de la lujuria. Sé que no debo, pero lo extraño. Su falta de interés me hace sentirme vieja. Interrumpo el pensamiento, me persigno, y pido a los santos en las estampitas laminadas dentro de la guantera que me perdonen. Creo que lo harán. Me aproximo al semáforo amarillo y acelero el motor. Subo aun más el estéreo y paso el cruce, justo antes de que el semáforo cambie a rojo.
Suena el teléfono. Apago el estéreo y contesto sin verificar el numero de quien llama, pensando que podría ser mamá de nuevo.
—¿Dígame?
—Becca, habla Usnavys.
—Hola, encanto. ¿Cómo estás?
—Bien. Oye, ¿tienes un segundo?
—Sí, cómo no.
—¿Estarías interesada en formar parte de un panel que estamos organizando contra el tabaquismo con el Departamento de Salud Pública?
Viro para evitar golpear a un Buick queme ha cortado el paso. Casi le toco la bocina. El viejo que está dentro me hace una señal grosera con su dedo del medio, como si fuera mi culpa.
—Seguro, pienso que sí. Mira, Navi, ahora no puedo realmente hablar. Estoy en mitad del tráfico. ¿Te puedo llamar más tarde?
—Ah, lo siento. Llámame después. Hablamos. También te quiero preguntar algunas otras cosas, cosas de hombres.
—Cómo no. Adiós cariño.
—Adiós.
Cosas de hombres. Es tan fácil para ella hablar de cosas de hombres. Pienso en personas como Usnavys, Sara, y Lauren, y la manera, como se expresan, como levantan la voz, maldicen, lloran, y golpean la mesa con las manos para dar más énfasis a sus palabras. No puedo hacer eso. Mis amigas me cuentan muchas cosas de su vida personal que francamente podrían callarse. No quiero saber nada de sus abortos ni de sus trastornos alimenticios. Sus problemas me agobian. Por eso no les he contado lo que me está pasando con Brad. No quiero agobiarlas. Por eso tampoco me le he enfrentado a Brad. No sé cómo, y no estoy segura de cuánto realmente quiero saber. Gracias a Dios por el trabajo.
8:30: He cronometrado cuánto tardo en llegar a las oficinas de Ella en el distrito de almacenes de South Boston, pasando por el puente del centro de la ciudad, y dependiendo del tráfico, toma de media hora a una hora. Hoy fue rápido, incluso con la nieve. Toni tenía algo que ver con esto. Me encanta este disco. Fue un regalo de Amber, aunque no lo crean. Nos regaló CD a todas en la última reunión, escogido, según ella, para equilibrar nuestros karmas. Me sugirió que buscara un restaurante de ayurvédico para completar el equilibrio, y explicó que este tipo de restaurante sirve la comida vegetariana que el cocinero cree necesitan los comensales. Tomé nota para escribir sobre este fenómeno en un número futuro de la revista. Parece interesante. Amber y yo tenemos más en común de lo que puede parecer inicialmente, sobre todo en nuestros hábitos de comida y de ejercicio.
Admiro el reluciente color plata de los edificios del centro de la ciudad contra el cielo gris oscuro. Boston es maravilloso, una ciudad de aire fresco de colores grises y castaños, con suficientes ladrillos rojos en los edificios para equilibrar, y las flores y el verdor en el verano. En otoño, las nubes pasan rápido por el cielo como si fueran láminas. No es como en Nuevo México, donde las nubes son tan enormes y lejos que no se puede imaginar a tocarlas en el cielo. Todo es posible en Boston. Yo pertenezco aquí.
Doblo en la calle «L» hacia la calle donde se encuentra la fabrica remozada que ahora alberga mi revista. Shawn, el encargado del parqueo, me saluda con la mano y me sonríe cuando paso por delante de la cabina en el estacionamiento subterráneo. Estaciono mi Cherokee en el espacio que me han asignado cerca del ascensor, salgo, verifico las cerraduras, y me dirijo arriba.
8:45: Sorprendo a la recepcionista hablando por teléfono en una voz demasiado amistosa para tratarse de un asunto comercial.
—Buenos días, señorita Baca—y sonríe, colgando a mitad de la frase e intentando esconder la taza de papel blanco, mojada de café que está tomando.
Tenemos una norma que prohibe comer o beber en el escritorio de la recepción.
—Buenos días, Renee—contesto.
Hoy dejaré pasar lo del café. Parece cansada. Estudia en la universidad, y probablemente estudió hasta tarde. Pero mañana me cercioraré a ver qué pasa. Si continúa rompiendo las normas, le escribiré una advertencia. Una debe ser sensible y compasiva, y sobre todo amable, pero hay que poner límites y dejar claro que estás en serio. Las mujeres gerentes estamos en una situación complicada. Cuando eres asertivo, te tachan de «bitch». Cuando exiges, te llaman «bitch». Cuan mejor haces tu trabajo, más te califican así.
Cierro la puerta de mi oficina y respiro profundamente a lavanda. Una vez leí que Nelly Galán, la ejecutiva de televisión, tiene aparatos de aromaterapia en su oficina, y que rocía el ambiente con los aromas de éxito cada hora. Así que compré uno de esos aparatos por si hubiera algo de verdad en la teoría. Por lo menos, mi oficina de esquina huele bien. Además de lavanda, esta mezcla contiene manzanilla romana y aceite de almendras dulce. Mi oficina tiene mucha luz y está diseñada en estilo minimalista y moderno que me ha llegado a gustar. Mi escritorio es de cristal y mi computadora es estilizada y negra, con un monitor grande y plano. Las plantas dan un poco de calor. Y los cuadros; tengo fotos enmarcadas de Brad, mis amigos y mi familia en un estante detrás de mi silla, donde todo el mundo puedan verlas. Entro en el sistema con la contraseña que uso para todos los equipos relacionados con mi trabajo: éxi-tos4u.
Utilizo el tiempo disponible para poner al día mi correo electrónico y correspondencia y asegurarme que Dayonara está archivando correctamente. Desde que mi primer ayudante desorganizó tanto los archivos, que tuve que contratar a una empresa contable para deshacer el enredo, aprendí a comprobar las cosas dos veces. Tratas de ayudar a alguien, brindarles la oportunidad de entrar en el mundo de los negocios y es asombroso comprobar que ni se dan cuenta de la oportunidad que se les está ofreciendo. Dayonara trabaja muy bien. Revisamos detalladamente sus referencias. Todo siempre a tiempo y en su justo lugar. Desde que empezó, no he perdido ni una llamada, ni un recado, ni una cita.
Las oficinas de Ella han crecido rápidamente, y ahora ocupamos más de un tercio del renovado almacén. Estamos negociando para contratar todo el espacio el año entrante. Camino por la inmensa antecámara de mi oficina a la sala de reuniones, aspirando el verde de las decoraciones festivas que engalanan las paredes y las puertas; mi corazón se hincha de orgullo. Aunque sea difícil de creer en los años noventa, me mandaron a la universidad a encontrar a un marido. En la universidad aprendí mucho, sobre todo lo que era posible para una mujer en el mundo de hoy. Mi padre nunca me ha comentado nada sobre mi empresa, pero mi madre sí.
—Has hecho algo de valor en tu vida—me dijo en voz baja la última vez que la vi.—Estoy orgullosa de ti.
Se le llenaron los ojos de lágrimas, y se los secó rápidamente en cuanto Papá entró al cuarto.
He construido todo esto, pienso, mirando las elegantes paredes de ladrillo rojas, cubiertas con las fotos ampliadas y enmarcadas de las veinticuatro portadas publicadas de Ella. Noto con placer que la gente de la floristería ha venido a entregar el árbol de Navidad para la entrada principal. Hemos tenido lo mejor del talento latino en nuestras portadas, desde Sofía Vergara hasta Sandra Cisneros, y, una vez por año, lo mejor del talento latino para el número de los «hombres». Este año conseguimos a Enrique Iglesias—el hombre de mis sueños—que posó con su madre. Fui a la sesión fotográfica hace un par de meses a Nueva York, y, pensándolo bien, sentí lujuria. Fue la última vez. Si me hubiera invitado a ir a su casa, lo habría hecho. ¿Quién no?
Tratamos de no poner modelos en la portada, porque la misión de la revista, tal como yo la establecí, es realzar la imagen de las mujeres hispanas, inspirarlas y habilitarlas para que sean lo mejor que puedan. Todos hemos escuchado demasiadas veces que lo más importante es tener sex appeal o ser dócil. Ya es hora de un cambio y por los resultados de mi revista, se puede decir que las mujeres hispanas están listas a escucharlo.
Paso el árbol de Navidad, decorado con bolas de cristal rojas y doradas y luces rosas que centellean. Observo el mármol curvado del escritorio de recepción, la pared de ventanas con vista a los rascacielos del centro de la ciudad. Al principio no estaba segura cuando vinieron los decoradores con sus dibujos para la entrada. Quería algo más conservador, algo Victoriano con toques de campo francés, como mi apartamento, pero insistieron, diciéndome que la gente esperaba algo joven, femenino a la vez que de ambiente fuerte e interesante. Tenían razón. Me alegro haber confiado en los decoradores y haberme decidido por este ambiente. Sara es la que me acabó de convencer. Por mi parte no gravito hacia nada demasiado vistoso.
—Muy latina—me aseguró Sara cuando le mostré los planos—. Al tiempo que bostoniano.
Renee se pone derecha cuando paso y me sonríe. La taza de café ha desaparecido. Es una buena chica.
Me encargo de saber el nombre de todas las personas en la compañía, incluso el de los conserjes. Miro a las personas a los ojos, les doy la mano con convicción, y me dirijo a ellos de la forma adecuada. Trato a las personas con respeto, no importa el trabajo que desarrollen, porque uno nunca sabe cuando te los volverás a encontrar.
Cuando entro en la sala de juntas, me complace ver a mis ocho editores sentados alrededor de la mesa negra de conferencias charlando en voz baja. Siete mujeres y un hombre. Las mujeres visten trajes de chaqueta a la moda, y llevan un corte de pelo largo y actual. El hombre, Erik Flores, es un poco amanerado, como diría Usnavys, y bien podría ser una mujer. A veces me pregunto si no comprará su ropa en boutiques de mujeres. Hoy lleva una chaqueta color salmón, de cintura ajustada, y un suéter de cuello alto verde lima. Es alto, guapo, y un editor de belleza, fantástico, y completamente fuera del alcance de las chicas.
—Buenos días—les digo.
—Buenos días—contestan.
Unos empiezan a mover los papeles que tienen delante.
—¿Qué tal fue el fin de semana?—pregunto, sentándome en la cabecera de la mesa.
—Todavía lo estoy viviendo—dice Tracy, nuestra editora de arte y conocida amante de las fiestas, llevándose los dedos a las sienes con un dramático gemido. Todos nos reímos.
—Toma un poco más de café—digo con una mueca.
—Si tomo más, se me va a reventar una vena, chica,—dice, inclinando su taza con el símbolo de Ella en mi dirección. Está manchada de marrón de tanto uso.
—Esta es mi tercera taza del día.
—Esto te puede liquidar—le dice a Yvette, la responsable por las fotografías.
Estoy de acuerdo, pero me callo y sonrío.
Aunque somos una revista, hemos tenido muy pocos cambios de personal. Quiero que todos tengan una relación positiva con la revista y conmigo, desde la florista, hasta él que trabaja por la libre, al subscriptor de siempre, y a la mujer que nos lee por primera vez en la sala de espera de su médico.
Lucy, mi editora de famosos, se levanta de su sitio y se coloca a mi lado. Parece que hubiera estado llorando, tiene los ojos hinchados y rojos, aunque trate de disimularlo. Sus cejas, normalmente bien depiladas, son un desastre. Baja la cabeza como si las quisiera ocultar. No es inusitado que mis empleados vengan a mi oficina para contarme sus problemas personales, y yo les escucho. Sé, por el episodio de la semana pasada, que el novio de Lucy la dejó por una mujer mayor. Lucy tiene veintiséis años, la mujer que encontró su hombre de cincuenta y cuatro. No me puedo ni imaginar su dolor. Más adelante, no enseguida, me gustaría asignarla a escribir un articulo sobre latinas maduras con hombres más jóvenes. Esperaré hasta que se le pase un poco, aunque no creo apropiado que mis empleados me hablen de sus madres locas, novios abusivos, o ese tipo de cosa. Pero creo que es aun menos apropiado castigar a una persona que sufre. Los que tienen buenos modales, dijo una vez George Bush, padre, a veces prefieren no mostrarlo para que los que tienen malos de verdad, no se sientan mal en su presencia. Así es que yo escucho.
—Encanto, ¿estás bien?—le pregunto suavemente a Lucy.
Le pongo una mano en el hombro y se lo aprieto suavemente. Me considera una buena amiga. Me sonríe asintiendo con la cabeza.
—Me alegro—digo, sentándome.
Aunque estamos a principios de diciembre, estamos por cerrar nuestro número dedicado a San Valentín. Me gustan todas las ideas que me han propuesto hoy mis editores, menos una. La nueva editora de moda (su predecesora se marchó para pasar más tiempo con su recién nacido) ha propuesto un provocativo articulo a plana entera, de las mejores modelos latinas de la agencia Ford, en ropa interior en una playa de Miami. Ha pasado la mayor parte de su carrera trabajando para la versión en español de Cosmopolitan, una revista de lenguaje vulgar, ideas lascivas, y fotografías que rozan en la pornografía.
—Carmen, es una idea interesante—-digo, inclinándome hacia delante con las manos abiertas.
Tengo las uñas de un largo femenino y conservador; cuadradas y pintadas en un tono rosa pálido, casi blanco. Mi anillo de boda es la única joya que llevo hoy. Nunca cierre sus manos en una situación de negocios, sobre todo si está a punto de rechazar las ideas de alguien; quiere parecer abierto, y el idioma corporal cuenta tanto como su mensaje o sus palabras. Sonrío y noto que Carmen se ha recostado en su asiento, con los brazos cruzados, como protegiéndose. No quiero que tenga miedo. Sólo quiero que piense más como una redactora de Ella, y así se lo digo.
Continúo:—Claro, el día de San Valentín es un día que todas las mujeres quieren verse atractivas. Pero debemos tener en cuenta que algunas de nuestras lectoras son adolescentes. No quiero transmitirles un mensaje erróneo, ¿de acuerdo?
—Oh, por favor—dice Tracy, poniendo sus ojos inyectados de sangre en blanco—. Rebecca, las chicas de hoy tienen relaciones en el quinto grado. Les viene el período cuando tienen nueve años. No es como si fuéramos a corromper a nadie. ¿Has escuchado últimamente la radio?
Sonrío. Respeto a Tracy más que a cualquiera de los otros, porque tiene las agallas de decir lo que piensa. En esta organización necesito personas así, porque sé que no siempre tengo las mejores ideas.
—Es probable que sea verdad—le digo a Tracy, pensando en Shanequa, que tenía relaciones desde hacía cuatro años—. Pero no quiero ser parte del problema.
—Bien—dice Tracy—. Respeto eso. Pero sabes con lo que competimos. Sería tonto ir de mojigata en este mercado. Sobre todo el día de San Valentín.
La mirada de Carmen se ilumina con admiración y asombro.
Tracy tiene razón, claro.
—De acuerdo—digo—. ¿Qué les parece si tratamos de presentar algo menos sexual que celebre el amor en general, pero que sin embargo sea sexy? ¿Están de acuerdo?
Tracy se encoge de hombros, Carmen asiente.
—¿Alguien tiene alguna otra sugerencia?—pregunto.
—Hombres desnudos—dice Tracy con cara de póquer—. Hombres en tanga.
—Ah—replica Erik, abstraído de nuevo en su amaneramiento—. Eso me gusta.
Todos nos reímos.
—¿Alguna sugerencia seria?—pregunto.
—Podríamos hacer algo sexy, pero no revelador—sugiere Carmen con voz temblorosa—. Decirle a la gente que no tienen que quitárselo todo para conseguir la atención de su enamorado de San Valentín.
—Eso está bien—digo, apuntando mi pluma en su dirección—. Me gusta.
—Bah—-bromea Tracy—. Quítenselo todo. Consigamos que los hombres se lo quiten todo, por una vez.
—¿Qué les parece—continúo, ignorando ahora a Tracy—, si hacemos una plana entera en rojo y rosa? Carmen, ¿por qué no hablas con los mejores diseñadores hispanos de Nueva York, Los Angeles, y Miami, y les pides que diseñen unos vestidos en rojo y rosado para diferentes citas el día de San Valentín, como una pareja que lleva treinta años casados, hasta una cita de una pareja en la escuela secundaria? Y si quieres puedes usar las modelos Ford para las fotos. Pero me gustaría ver también a personas normales. Atractivas, pero reales. Quizá avise a las agencias de actores para que busquen a personas mayores y a una mayor variedad.
—Rebecca, muy buena idea—dice Lucy.
Siempre me felicita.
—¿Qué opinas, Carmen?—le pregunto.
—Me gusta—dice—. Me parece bien. Siento la otra propuesta. Era tonta. Es un ajuste, venir aquí.
—Por favor, no te excuses—le digo—. Era una buena idea. Te contratamos porque nos gusta como piensas. Esta es todavía tu idea, pero con el giro de Ella.
Carmen se relaja y sonríe.
—Todavía me atrae la idea del muchacho desnudo—dice Erik.
—Nena, a ti, seguro—dice Tracy.
Miro mi reloj.
—Se está haciendo tarde—digo—. ¿Algo más antes de irnos?
Erik levanta su mano con confianza. Juraría que se da brillo en las uñas. Contengo una risita. Tiene una arrogancia que no tolero. Soy mala, lo sé. Es un editor maravilloso, confiable, siempre a tiempo con las fechas más importantes. Pero es una diva. Tengo el presentimiento que si pudiera, me quitaría la revista y me echaría. Siempre se situaba en la cabeza de la mesa de reuniones, hasta que le pedí que no lo hiciera más. Me dirijo a él:—¿Sí?
Cruza las manos remilgadamente delante de él y echa la cabeza al lado con sonrisa de niña.
—Rebecca—dice, enfatizando la «a»—. Me he fijado que en el último número de Forbes escriben que eres una de las empresarias jóvenes más prometedoras de los próximos diez años. Te quería felicitar.
Hace una pausa para dar más énfasis, frunce los labios, y todos me aplauden.
—También me preguntaba si podríamos incluir un artículo pequeño en la revista con una foto tuya.
Me río y muevo la cabeza como si la cosa no fuera para tanto.
—Gracias, Erik. Qué bonito. Pero, no. No voy a aceptar la culpa de este tinglado yo sola.
—¿La culpa?—pregunta.
—Todo el equipo la ha jodido—hablo en broma. Recojo mis papeles de la mesa para indicar que la reunión ha terminado. La arrogancia ha arruinado muchos buenos negocios.
Cuando vuelvo a mi oficina, mi ayudante me entrega una pesada taza de alfarería italiana, con una infusión sin azúcar con extracto de echinacea. Me recuerda que tengo una comida de negocios con el director de ventas publicitarias y el representante de una de las mayores empresas de cosméticos. Ya han acordado la base de un contrato a largo plazo y quieren solamente que lo apruebe y lo firme. He examinado todos los detalles con el abogado y estoy de acuerdo.
Bebo el té a sorbos en mi escritorio, y examino las pruebas del próximo número. He leído que esta mezcla ayuda a estimular el sistema inmunológico, y me lo creo. Hace más de un año, desde que empecé a tomarlo, que no me enfermo. Ayuda también el hecho de que he eliminado de mi dieta la carne, los productos lácteos, el azúcar, la cafeína, y la grasa.
Al rato hago una pausa y miro por la ventana. El sol está saliendo a través de las nubes, derritiendo la nieve de los tejados. Gotea por mi ventana en vetas sensuales y torcidas. Miro en el estante el retrato de nuestra boda. Nos casamos en la parroquia de Nuestra Señora del Sagrado Corazón en Albuquerque, una humilde iglesia de adobe en la parte más antigua de la ciudad, donde mi familia ha buscado guía espiritual por más de tres generaciones. De mi parte estábamos todos, mis padres, mis hermanos y hermanas, mis tías y tíos, mis abuelos, todos mis primos y sobrinas y sobrinos, la familia de Truchas y Chimayó. Por parte de Brad sólo vinieron unos cuantos: su hermana, una directora de cine que me ha sido una buena amiga, y tres de sus compañeros de colegio.
A sus padres no se les vio por ninguna parte.
Me dijo que tenían obligaciones previas que no podían cambiar. No fue hasta que ya estábamos casados que me confesó la verdad: No contaba con la aprobación de sus padres, porque creían, equivocadamente, que yo era una inmigrante. No tienes ni idea lo herida que me sentí. Mi familia lleva en este país desde antes que la familia de Brad llegara a Ellis Island. ¡Pero tienen el valor de llamarme un inmigrante! Es precisamente ese tipo de prejuicio con el que quiero batallar a través de mi altruismo, conseguir que mi nombre suene como una nueva filántropa, junto a los Rockefeller y a los Pugh.
En el retrato parecemos felices. Lo levanto del estante y lo sostengo en la mano. Es más ligero de lo que recordaba. Intento recordar la felicidad de la mujer en el traje de novia, pero no puedo. No me acuerdo cómo se sentía. En la fotografía, Brad está sonriente. Hace eso tan rara vez. Recuerdo que me dijo que le encantó la iglesia, mi familia, y la manera que cubrimos todos los automóviles con flores de papel para el paseo después de la boda por el casco antiguo. Le gustó mucho el posóle, y las enchiladas, y el pastel de la boda, elaborado por un gran chef de Santa Fe. Eso es lo que dijo. Y yo lo creí, ¿no fue así? Tuvimos una maravillosa y apasionada luna de miel en Bali.
¿Qué pasó? ¿Dónde está ese hombre?
Cierro la puerta de mi oficina y llamo a casa. Brad no contesta y pienso que todavía está durmiendo y marco de nuevo. Últimamente duerme a todas horas. Es uno de los síntomas de depresión, eso lo sé. Esta vez contesta.
—Soy yo—digo.
—Ah, hola.
Suena defraudado. Frío.
—Quería recordarte que estuvieras en casa cuando Consuelo vaya hoy. La última vez se te olvidó.
No lo es, pero no sé como plantear estas cosas.
—Sí—le contesto.
—De acuerdo.
Colgamos y se me cae el corazón. Siento como si tuviera la piel demasiado fina. Me estremezco, aunque la temperatura en la oficina siempre esté en setenta y cuatro grados.
Espero cinco minutos, mirando fijamente las marcas de tinta roja que he hecho en las pruebas, e intento controlar los malos presentimientos que me suben al pecho. No quiero que mi corazón lata de esta forma, no quiero una dosis excesiva de adrenalina. Respiro profundamente. Marco otra vez el número de casa.
—¿Diga?
—Brad.
—Hola.
Estornuda y se suena la nariz.
No sé qué decir. Por alguna razón pienso que en mi infancia, cuando alguno de mis familiares se resfriaba, no había nadie que lo mimara de la forma que he visto en otras familias. Brad quiere que lo mimen cuando está enfermo. No éramos lo que se pudiera denominar demostrativos. Yo nunca lo mimo.
Quiero preguntarle a Brad si recuerda lo que sentíamos el día de nuestra boda. Pero no puedo.
—Escucha—digo, volviéndome hacia las grandes ventanas para mirar la calle bulliciosa a mis pies.
Me limpio la garganta.
—Estaré aquí—dice—. No te preocupes.
—¿Cómo?
Me palpita el corazón.
—Que estaré aquí cuando venga Consuelo.
—Ah. No, no es eso.
Silencio. Un silencio largo, forzado.
—¿Rebecca?—pregunta, al fin—. ¿Estás allí?
—Sí.
—¿Qué quieres? Tengo algo que leer.
—Nada, supongo.
—No. Espera.
-¿Qué?
—¿Qué está pasando?—pregunto.
—¿Qué quieres decir?
—Con … nosotros.
Esto cuesta tanto.
—Nada—dice en son de burla.
—Por favor—digo.
—¿Por favor qué?
—Dime qué está pasando.
—Ya te dije. Nada.
—¿Podemos vernos y hablar de esto cara a cara?
Muevo mi pluma con los dedos y me vuelvo hacia el calendario encima del escritorio.
Se ríe:—Ah, ¿quieres decir hacer una cita?
—¿Qué te da tanta gracia?—-pregunto.
Me siento el rostro caliente y tirante. Miro el reloj en la pared; tengo media hora antes de ir al departamento de publicidad para buscar a Kelly para la comida de negocios.
—Ah, Dios—dice riéndose—-. Eres tú la graciosa. No sabes lo cómica que eres. Eso es lo divertido.
—¿Cómo?
—No importa. Adiós.
—No. Dime.
Suspira:—¿Quieres de verdad saberlo? Te lo diré. Mi última intención era casarme con una ambiciosa burguesa blanca. ¿Feliz? Te has convertido en mi peor pesadilla.
¿Su peor pesadilla? Enmudezco.
—Me tengo que ir—digo.
Lucho contra el impulso de tirar el teléfono, aunque siento que me quema la mano.
—Sólo estate allí cuando vaya Consuelo. No se te olvide de nuevo.
—Ah, claro. ¡Consuelo! Esa es otra cosa. ¿Cómo demonios puedes aprovecharte de una mujer así?
—Una hispana.
—Ay, Dios. Me tengo que ir.
—Bien. ¿Pero puedes decirle a tu amiga la agente inmobiliaria que deje de llamar aquí a todas horas? Estoy harto de hablar con ella. No la aguanto.
—Aquí no puede llamarme. Dijiste que me ayudarías.
—No quiero una residencia particular, un brownstone. No lo necesito. Odio a la gente así. Tú no eres la misma.
La sangre se me sube a los oídos y puedo oír los latidos de mi corazón.
—Entonces—digo en voz baja y giro dando la espalda a la puerta cerrada de mi oficina—, ¿Entonces como creías que era?
—Natural.
—¿Natural?
—Así es. Natural. La madre tierra.
—Brad, voy a colgar.
—Está bien. Adiós.
No cuelgo. El tampoco. Nos escuchamos respirar unos instantes e intento no llorar.
Finalmente digo:—¿Porqué estás haciendo esto?
—Rebecca, adiós.
Clic. Cuelga.
¿Natural?
Miro las otras fotografías de nosotros de tiempo atrás. En las fotografías parezco aturdida y ruborizada. Por aquel entonces no nos conocíamos demasiado, pero recuerdo que estaba entusiasmado con su fortuna. Seré honesta. Ese era el gran atractivo, junto a su pelo claro y bello rostro. Hay una foto donde tiene puesta su cabeza en mi hombro, agachándose porque es tan alto, y noto algo que nunca había visto antes. Parece que está rezando.
Nunca he conocido a sus padres. Su hermana y yo tomábamos juntas clases de step, y a veces íbamos a comprar ropa a la calle Newbury, y una tarde fuimos al Museo Isabella y Stuart Gardner con bocadillos de Au Bon Pain en nuestras bolsas. También esperaba a que sus padres quisieran conocerme. ¿Cómo iba a saber que me despreciaban tanto que empezarían a restringir el dinero que le pasaban a Brad? No tenía ningún sentido. Durante meses intenté conectarme con ellos, ganármelos con cartas y regalos. Mi padre incluso los llamó para invitarlos a pasarse un fin de semana en nuestro rancho cerca de Truchas, para que vieran que llevamos en Nuevo Mexico generaciones, que no somos unos inmigrantes. El llamó a mi madre y le dijo que no tenía ningún interés en ir a «México». ¿Sería posible que personas con tanto dinero fueran tan ignorantes?
Brad hizo dos puños cuando le hablé de mi intercambio con sus padres, y me dijo que era inútil; me recordó que a pesar de todo su dinero, sus padres nunca habían comprado una computadora para la casa, y en su mansión no tenían ni un sólo libro que no fuera suyo. Ni un libro de mesa de centro, ni un libro de cocina. Ni un sólo libro.
—Rebecca, son idiotas—dijo.
Le decía que no dijera eso de sus padres. A mí me enseñaron a respetar a los mayores. Pero creo que tenía algo de razón. Por ejemplo, les llamé y les dejé un mensaje explicándoles que Nuevo México era un estado, y que mis ancestros eran políticos y hombres de negocios, y que descendíamos de la realeza española de la región de Cataluña, cerca de Francia, donde todos son blancos. No contestaron. Ahora parece que van a desheredar a Brad. Eso es lo que me comenta su hermana.
Cuando mis amigos lo plantearon, negaba sus acusaciones de ser una caza fortunas, pero ahora tengo que ser honesta conmigo misma; si Brad no fuera el hijo de un multimillonario, nunca me habría casado con él. Cierro los ojos y me concentro. Creo que ya no lo quiero, si es que alguna vez lo quise.
10:00 de la mañana: De camino a buscar a Kelly para nuestra reunión, paso por delante de mi asistenta. Me detiene y extiende un mensaje telefónico rosado.
—André Cartier—dice, levantando una ceja.
Dudo que lo hiciera a propósito, pero sucedió. No estoy segura de lo que insinúa con la ceja, pero parece como si pensara que tengo algo con André, o que piensa que es atractivo. La gente no tiene mucho control sobre los músculos faciales que traicionan constantemente nuestros pensamientos internos, a menos que los dominemos. Se llaman «microexpresiones». Los mentirosos profesionales y los políticos no las tienen. Bill Clinton, por ejemplo, nunca las tenía. Poseía una cara que hacía lo que él quería. Mi madre nunca hace «micro-expresiones», y yo heredé ese regalo de ella. No importa lo mal que me sienta o los pensamientos negativos que me pasen por la mente; no soy el tipo de persona al quien le pregunten: «¿Qué le pasa?». Sonrío serena y le quito el mensaje de la mano.
André es un magnate de software inglés, que mudó su compañía a Cambridge, Massachusetts, hace varios años. Y él es la razón que exista mi revista.
Cuando mi familia no tenía los fondos, y la familia de Brad se negaba a ayudarme, cuando estaba a punto de abandonar mi sueño de Ella, André estaba allí. Me escuchó cuando le expliqué mi visión durante una cena de la Asociación Comercial Minoritaria (parecida a la que voy a ir esta noche), donde tuvimos la buena fortuna de estar sentados juntos. El no me dijo quién era o lo que hacía, sólo escuchó mis ideas del negocio. Sabe escuchar.
Pensé que era guapo, educado, y encantador, con ese acento británico y sencillo esmoquin, aunque era negro. No es que sea racista, pero me educaron de cierta manera. No es que tenga nada contra los negros—de hecho, Elizabeth es una de mis mejores amigas—pero no me sentiría cómoda saliendo con uno de otra raza. Mi madre lo dejó aclarado cuando me repetía: «Sal con un negro, y me matarás del disgusto». Por eso esta situación con los padres de Brad es tan sorprendente. No entienden de donde vengo, quién soy, o en qué creo.
André tiene una cara agradable, honrada, abierta. Después de escucharme hablar casi una hora sobre Ella, alcanzó su maletín bajo la mesa, lo abrió y sacó un talonario de cheques y una pluma cara.
—¿Cómo se deletrea su nombre?—me preguntó. Pensé que hablaba en broma, o que me iba a dar una pequeña cantidad, porque acababa de decirle que para sacar mi primer número iba a necesitar alrededor de dos millones de dólares. Sonrió en secreto y continuó escribiendo el cheque. Entonces me dio su tarjeta de visita. Reconocí el nombre de su compañía por las páginas del Wall Street journal. Debajo de su nombre decía, «Presidente y Director Ejecutivo». Cuando me entregó el cheque de dos millones de dólares, casi tengo un ataque cardíaco. Intenté rehusarlo, pero insistió.
—No es mucho para mí—dijo.
No sabía si hablaba en broma, pero me enteré que no lo era. La compañía de André vale más de 365 millones de dólares, y sigue en aumento.
Leí la nota rosada cuando caminaba por el pasillo hacia el departamento de publicidad.
Dice que le verá esta noche en la cena del MBA y espera finalmente verla bailar.