Sólo quedan cuatro días de compras hasta Navidad, y me agrada informarles que por fin anoche terminé mis compras. Pero tengo un amigo al que no sé qué comprarle. Todos conocemos a alguien así, ¿no es verdad? Es casi un cliché: la mujer que lo tiene todo, incluso el hombre perfecto. Vero en el caso de mi compinche, Sara, es cien por ciento verdad. Estoy pensando en un Chía Vet o en uno de esos enormes artefactos de masaje del Sharper Image, pero es probable que ya tenga muchos de ambos.

—de Mi vida, de Lauren Fernández

sara

Coño. Chica, anoche casi no pude dormir. Y no fue por el sexo que estoy í segura Roberto pensó que fue fantástico. Estaba muy enferma. Estoy segura que no tenía ni idea. Hice lo de siempre, los gemidos y las caras, la ridicula ropa interior, mientras contenía las ganas de vomitar. Hice una imitación perfecta de Meg Ryan en la pelicual When Harry Met Sally que a Roberto, como de costumbre, le encantó, hasta que él terminara. Entonces decidió que había actuado como una puta y me soltó «el discurso» que va algo así: Eres una mujer cubana, una mujer decente. No eres una puta americana. ¿Está bien que disfrutes, pero porqué tienes que demostrarlo así? Eres la madre de mis hijos. ¿Dónde está tu dignidad?

Lleva diciéndome este tipo de cosas desde que lo hicimos por primera vez, cuando yo tenía unos dieciséis años. No soy tímida. Y Roberto es el único hombre con quien lo he hecho, pero está convencido que he estado con otros porque lo disfruto tanto.

—Ninguna mujer nace disfrutando del sexo como tú—me dice—. Alguien te enseñó esta jodienda. Cuando averigüe quien ha sido, más vale que se esconda.

Intento explicarle que se trata de química, que amo su cuerpo, su olor, todo él. Pero sospecha. Siempre me está acusando de pegarle tarros aunque le soy completamente fiel.

Chico, fíjate. Si hubieras nacido en este país, pensarías que Roberto tiene ochenta años por su manera de actuar. Y no. Sólo tiene dos años más que yo. Es como la mayoría de los hombres que se criaron en Latinoamérica—o en Miami. Es decir, que creen que las mujeres vienen en dos sabores: decentes e indecentes. Las decentes no tienen órganos sexuales y te casas con ellas, las llenas de niños y se supone que no disfruten del sexo. Las indecentes disfrutan del sexo y las persigues por el placer. Una esposa demasiado sexual, demasiado atractiva en público, demasiado exigente en la cama, es algo que hombres como Roberto consideran nocivo. Al principio sus críticas me afectaban, pero después Elizabeth me convenció que tomara algunas clases de teoría feminista con ella en la Universidad de Boston, y nos dimos cuenta que todo era mentira.

Igual que yo, Roberto lleva muchos años en los Estados Unidos y sabe lo ridículo que es esto. Ya lo hemos hablado. Le he enseñando dibujos del cuerpo femenino y le he explicado que todas las mujeres están conectadas de la misma manera y tienen el mismo tipo de respuesta sexual y que hasta su madre tiene clitoris que es parecido a un pene; cosas que aprendí en la universidad y que Mami nunca se molestó en enseñarme. Me dio una bofetada y se marchó furioso de la casa por unas horas. Fue tan cómica la expresión de su cara imaginándose a su madre teniendo un orgasmo, que mereció la pena.

Por fin reconoció que era natural para la mujer disfrutar del sexo:— … pero no debe disfrutarlo tanto como un hombre—insistió—. Sólo las mujeres que tienen algún tipo de desequilibrio emocional les gusta el sexo tanto como a ti.

Oye, chico. ¿Puedes creerlo?

Sigo trabajando en el asunto. Espero cambie de opinión.

Pero últimamente, con el embarazo, no disfruto tanto del sexo. Lo hago para mantener las apariencias. Cuando terminamos y Roberto empezó a roncar a mi lado, me pasé todo el rato corriendo al baño a vomitar. No quería que me escuchara y se imaginara lo que estaba pasando, ¿entiendes a lo que me refiero? No quiero que lo sepa todavía.

Tengo dos hijos, mellizos, de cinco años, que corren por todas partes con grandes pisadas y que hacen miles de preguntas por minuto. ¿Qué es esto? ¿Cómo funciona esto? ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué? Creerías que son ellos los reporteros especializados, no yo. Dicen que los varones y las hembras son iguales, a menos que uno los críe diferentes, y eso no lo creo en lo más mínimo. Mis muchachos eran varones desde el principio, buscando porquerías para meterse en los bolsillos, gorjeando por sus camiones de juguete, correteando por la casa con esos zapatos de deporte que chillan como un loro en el parque.

Quiero una niña. Cuando fui a comprar ropa para el baño de abajo el otro día, no pude evitar fijarme en la ropa y juguetes para niñas en los grandes almacenes. Estoy cansada de jeans diminutos y carros de carreras. Estoy lista para trajecitos de terciopelo y muñecas.

No me entiendan mal. Quiero a mis hijos. Chico, ellos son mi mundo. Mi día entero revuelve alrededor de ellos, llevarles a la escuela, recogerles, acompañarles a las lecciones de música y a las clases de natación en el gimnasio, peinarles los remolinos antes de ir al Templo, bañarlos por la noche, leerle cuentos antes de dormir, confortarlos cuando se despiertan de una pesadilla, cantarles canciones de cuna cubanas, y hablarles de Miami y cuánto la extraño.

Recuerdo que cuando Jonah tenía tres años, le hablé de Miami. Siempre le hablaba de Miami hasta que un día me dijo:—Mami, yo quiero ir contigo a tu-ami también.

Me da mucha pena, Jonah. Es más sensible que Sethy que, siento decirlo, se parece a su padre.

Uno trata de no tener favoritos, y con dos mellizos con la misma mata de pelo rizado que nadie distingue menos Roberto, es difícil no tratarlos exactamente igual. Pero siempre tienes un favorito, sin querer, pero lo tienes. Mi Ami. Qué monada de niño. Te lo podrías comer con esos ojos verdes tan grandes.

Te lo juro, chico, podría ser feliz con sólo tener en mi vida estos dos maravillosos y traviesos hombrecillos. Pero una niña me llenaría, ¿sabes lo que quiero decir? Una niña completaría por fin a la familia. Sería alguien con quien podría ir de compras, llevarla en verano a escuchar los conciertos en la Explanada, sin que se pasara todo el tiempo buscando un árbol para subirse, desde donde pudiera escupir a todo el que pasara por debajo. Los niños te avergüenzan con su comportamiento.

Llevamos tiempo intentándolo,’ pero no quiero decírselo a Roberto hasta nuestro aniversario en marzo, cuando hagamos nuestro viaje anual a Buenos Aires. Quiero que sea especial. Ha notado que he empezado a engordar, aunque sólo sea un par de libras. Insiste que coma menos. Siempre insiste que coma menos. Y siempre lo ignoro. ¡Aja!

Seguro que también se alegrará. Siempre se queja que nuestra casa es demasiado grande. Vivimos en una casa de estilo Tudor de seis dormitorios y tres baños, cerca del embalse de Chestnut Hill, en dos acres de terreno con nuestro propio bosque. Me crié en una casa más grande que ésta en Palm Island, con los suelos de mármol, una piscina, docenas de palmeras, y una verja en la entrada. Pero éramos cuatro niños, y hacíamos muchas fiestas, fiestas para todo lo que se pueda imaginar, con los amigos de Mami y Papi de Cuba, bebiendo mojitos y comiendo pequeños sandwiches con mantequilla y pimientos, como si nunca hubiéramos dejado la isla. Nuestra casa en Miami nunca se sentía vacía, porque nunca lo estaba.

Esta casa se siente vacía, porque Roberto en Boston no tiene ningún amigo de verdad, sólo conocidos, y no le gusta cuando invito a mis amistades. Si nos reímos, siempre sospecha que estamos hablando de él. Claro que nunca hablamos de él en absoluto; pero costaba demasiado explicárselo. Me dejó un labio ensangrentado cuando se marcharon las temerarias de casa la última vez, y he decidido que no merece la pena invitar a mis amigas a que vengan aquí. Me encanta dar fiestas, planearlas y ejecutarlas. Pero prefiero no tener que sangrar más.

Todos los amigos de Roberto están en Miami. Allí nuestro matrimonio probablemente sería diferente. La violencia doméstica es rara en el ambiente cubano de Miami, porque siempre se está de visita. Alguien siempre te protege. Mis padres se habrían dado más golpes—y me habrían golpeado más a mí— si siempre no hubiera habido presente amistades y parientes que probaban lo que había en la dispensa. Somos una familia apasionada, y la gritería, los insultos, y los golpes nunca mataron a nadie. Así es la vida domestica. Aquí estamos solos. Pero tiene un buen trabajo.

Quiero llenar esta casa de piececitos. Pies de niñas pequeñas, haciendo clic con sus zapatos de charol. Tengo dos meses y medio. Le dije a la doctora Fisk que no quiero saber el sexo hasta que nazca el bebé, pero sé que es una niña. He tenido tantas náuseas matinales, día y noche. No sé porque las llaman náuseas matinales; todas las mujeres que conozco las tienen peores por la noche. Eso le pasó a mi madre conmigo, pero no con mis hermanos. Es una niña. Lo siento. Si me equivoco, seguiré intentando hasta que venga la niña.

Yo sé que Roberto quiere un bebé porque habla de nivelar una esquina del patio para que podamos construir un pequeño parque infantil. Piensa que tendremos otro niño, pero así es como es él, sabes. Yo ya ni le presto atención. No merece la pena. De verdad que no. Te lo juro, chico.

Juró que pediría ayuda después de la última y horrible pelea que tuvimos en un hotel de Nueva Hampshire, después de haber esquiado todo el día, cuando me fracturó la clavícula. Él estaba convencido que me había pasado la tarde en el lodge, para poder intimar con el adolescente que nos sirvió a mí y a Lauren el chocolate caliente.

—Vi la manera que lo mirabas—dijo.

Era una locura total. No recuerdo ni el aspecto del muchacho. Roberto pensó que unas marcas rojas que tenía en el cuello eran chupones que me había dado el tipo en el baño, y me plantó el pie encima del pecho hasta que me hizo sonar el hueso. Le dije a Lauren que me lo había fracturado esquiando, y gracias a Dios me creyó.

Tampoco estoy sin culpa. A veces también me enfado y le pego. Es mucho más grande que yo, pero a veces me enloquezco de verdad, créeme. La última vez que hizo lo habitual, me empujó y me insultó, llamándome cosas horribles delante de los niños y me dijo que hiciera la maleta; nunca me ha pegado enfrente de ellos, pero me ha empujado. Hace eso y más cuando estamos a solos.

Normalmente es un gran padre y buen proveedor para sus hijos, la razón principal por la que me he quedado. Tiene buen sentido del humor y aunque resulte extraño para muchos, la mayoría del tiempo es tranquilo y considerado. Notó la última semana que andaba triste y vino a casa con una bolsa llena de almohadones de felpilla de Crate & Barrel que le había dicho me gustaban, cuando pasamos por delante de la tienda camino del cine. Ni siquiera pensé que me había escuchado cuando dije que me gustaban los almohadones, pero sí lo hizo. Siempre hace ese tipo de cosas. Tengo ideas muy conservadoras respecto a la familia y al matrimonio, y pienso que lo bueno supera a lo malo. Él siempre se siente horrible cuando pierde el control y trata de compensarlo haciendo cosas buenas. ¿Cómo piensan que conseguí el Land Rover?

Sé que no quiere hacerlo, pero así es como le criaron. Su papá era (y todavía lo es) un borracho y cuando estaba bebido perdía los estribos. Y pegaba al pobre Roberto, quiero decir que le pegaba de verdad, chico, con hierros de neumático y cosas por el estilo, hasta que se le rompieron los huesos y tuvo que decir a los médicos que se había caído de la bicicleta. Soy la única que sabe esto. Ni mis propios padres lo saben, y conocen a sus padres desde hace muchos años.

Tampoco es que seamos una familia que cobra el subsidio y el marido vaguea por la casa en camiseta pegando a su mujercita, ¿no es así? Por favor. El nunca me ha marcado el cuerpo de tal forma que lo puedan ver los demás, aunque me tuve que quedar en casa un par de días cuando me partió el labio. Ah, y una vez me dejó los dedos señalados en el brazo porque pensaba que estaba coqueteando con uno de los jardineros (y no era verdad, claro) pero desapareció en menos de una hora. Una vez le pegué yo y tuvo el ojo morado una semana. Le dijo a la gente que se había golpeado jugando al racquetball.

Roberto y yo nos amamos. Y sabemos bien cómo funciona nuestra relación. ¿Es ideal? No. Pero es amor. El amor nunca es perfecto. Si yo pudiera controlarme, creo que él también podría. Es mi culpa tanto como la suya. Puede cambiar. Sé que puede. Piensas que son tonterías de mujer tonta. No me importa. El es mi compañero de alma y mi mejor amigo.

Los abuelos de Roberto y los míos dirigían conjuntamente en Cuba una compañía de ron; nuestras familias provenían hacía muchas generaciones de Austria y Alemania. Nuestros padres se mantuvieron en contacto desde que huyeron todos a Miami en 1961. Roberto es dos años mayor que yo. Le tiré de su pelo castaño rizado durante la fiesta de su quinto cumpleaños, y forcejeamos por todo el patio el día de su bar mitzvah. Desde tiempo inmemorial hemos tenido un tipo de contacto físico duro como el que se puede tener con un hermano. En mi quinceañera (fui de las primeras chicas judías en Miami en tener una) me tiró en la piscina del hotel con mi bello vestido de seda. Le agarré el tobillo y le di un tirón. Nos hicimos aguadillas durante diez minutos, y terminamos compartiendo nuestro primer beso, flotando en el agua mientras mi mami gritaba en la orilla.

A las temerarias no les he contado las cosas más fuertes. A Elizabeth, mi mejor amiga, le he hablado de nuestras peleas y de la bofetada ocasional, pero eso es todo. A las demás no puedo decírselo. Conociendo a las temerarias llamarían a la policía inmediatamente y lo meterían en la cárcel. Piensan que todo es abuso, y todos los hombres unos malvados. Las temerarias querrían que lo dejara, pero todas tienen carrera. Después de ocho años de ama de casa, pensar en estar sola me aterra. ¿Qué haría para poder vivir con dos—ay, chico, quiero decir tres—niños que mantener? No tengo ninguna historia de trabajo que valga la pena, y estoy acostumbrada a cierto nivel de vida que requiere fondos adecuados; una cantidad de dinero que jamás pudiera ganar por cuenta propia.

Mis padres ya no son ricos, a pesar de las apariencias. Todavía tienen la casa en Palm Island, y un Mercedes viejo de diez años. Pero eso es todo lo que tienen ahora, excepto las tarjetas del crédito y nosotros. Mi madre me llamó la semana pasada, para pedirme un préstamo. Sus vecinos no lo saben pero mi padre tuvo que declararse en bancarrota hace cinco años.

Mis abuelos, Dios les tenga en su gloria, eran propietarios de pueblos enteros en las laderas de Cuba. Vinieron con mucho dinero a Miami e intentaron empezar nuevos negocios: lavanderías automáticas, farmacias, restaurantes, estaciones de la radio, a cargo de Papi. Pero a mi papá se le daba mejor organizar fiestas que ocuparse de los negocios. Lo mismo pasaba con Mami que todavía es bella. Y ahora, con la muerte del padre de Papi hace casi diez años, no ha quedado nadie para ocuparse de las cosas.

Mami todavía se compra ropa todas las semanas, un hábito que adquirió cuando era una diminuta y malcriada muchachita con vestidos almidonados, y residía en la Quinta Avenida de Miramar. ¿Nunca aprendió controlar sus gastos, y por qué debe hacerlo? Quiero a Papi, pero chico, nunca ha sido el más inteligente de los hombres. Archiva los estados de cuentas del banco en un archivo sin molestarse en abrirlos.

Cuando cumplí los dieciséis y pedí un automóvil descapotable, Papi me compró un Mustang blanco. Mami me llevó a comprar mi vestido del «prom» a Rodeo Drive en Beverly Hills. No lo entendí entonces, pero ahora comprendo que se estaban arruinando poco a poco. A veces contrataban a quince personas para servir las bebidas en las fiestas que organizaban en nuestro enorme patio. Yo me deslizaba entre las piernas de los adultos e iba a la orilla del canal a tirar monedas de diez y cinco centavos al agua. No los peniques. Nuestras vacaciones familiares duraban un mes entero. Habían cruceros, festivales de jazz en Europa. Un año fuimos al carnaval de Río de Janeiro y otro al Festival de Cine de Cannes, con otras familias de mi colegio. En primavera Mami nos llevaba de compras a Nueva York y en otoño a Buenos Aires, para comprar zapatos y bolsos.

Ninguno de mis padres fue a la universidad. Se mudaron a Miami cuando tenían aproximadamente dieciocho años y tuvieron que poner a funcionar rápidamente. Como muchos de sus amigos, nunca se molestaron en aprender inglés. Había bastantes cubanos alrededor, no era necesario. Todos ellos pensaban (y todavía lo piensan) que regresarían un día, en cuanto los Marines llegaran y derrocaran al hijo de la puta. (Está prohibido decir la palabra «Castro» en casa de mis padres).

Incluso arruinados mis padres continúan dando fiestas para sus amigos, y ofreciendo a cualquiera que se deja caer en una comida completa y una buena botella de vino, preparada por un cocinero que vive en la casa y del cual no pueden permitirse el lujo. Todavía mantienen el termostato del aire acondicionado en sesenta grados que es bien frío; todos los cubanos ricos siempre están por la casa con suéteres y zapatillas de tela de albornoz para demostrar lo ricos que son. Les digo que lo apaguen y usen un ventilador, o que compren un aparato pequeño de ventana para los cuartos que más usan, pero no quieren ni oír hablar de esto. Eso insulta a mis padres que disfrutan con los invitados sorpresa (los cubanos siempre se dejan caer en cualquier momento, como canta Shakira) que vienen a tranquilizarse. Así son mis padres, y no saben ser de otra forma. Les avergüenza ser de otra forma. Tuvieron que pedir un préstamo por todos los gastos que habían incurrido invitando a demasiados invitados a salir en ese yate resquebrajado y viejo. Le dije a Mamá que vendiera el yate, y empezó a llamarme por esos nombres que llama a las personas cuando la molestan: Buena cuera, cochina, estúpida, imbécil, sinvergüenza.

Roberto sabe todo esto. Les dio el préstamo, pero se aseguró que entendí que si no se lo devolvía, sería yo quien sufriera las consecuencias. El sabe en que situación me encuentro. No heredaré ni un centavo. Esto le da aun más poder sobre mí del que tenía antes. Ahora también puede amenazarme que me va a echar. Y lo hace, todo el tiempo. Su cosa favorita es agarrar una maleta y empezarla a llenar con mis cosas y echarme de la casa mientras los niños lloran por Mami y rasguñan el cristal de la puerta de entrada.

Roberto ya está abajo, hablando con Vilma de algo. Sharon, nuestra niñera suiza que vive atrás en la casita de huéspedes y estudia cursos por correspondencia en su tiempo libre, llevó a los niños a la escuela esta mañana porque estaba demasiado enferma, así que ya se han ido. La buena y vieja Vilma. Cuando mis padres no pudieron permitirse el lujo de guardar la en la casa en Palm Island, vino aquí para trabajar con nosotros. Nunca ha conocido a otra familia que no sea la mía. Tiene casi sesenta años, y es como una madre para mí. Le ofrecimos alojarse en la casa de huéspedes eso, claro, pero prefirió quedarse en la pequeña alcoba de atrás fuera de la cocina. Lo único que tiene allí es su viejo aparato de televisión—no me permitiría que le comprara uno nuevo o que lo conectara al cable aunque no costaría nada extra—su Biblia en la mesilla, un rosario que colgó de la pared, unas tarjetas postales de su hija en El Salvador, y unas sencillas mudas de ropa dobladas en la cómoda. También se alegrará por nosotros cuando nazca nuestra hija. No le importa que seamos judíos, nos quiere. Creo que debe sospechar lo del embarazo; es la que saca la basura del baño y hace meses que no ve un Tampax. Vilma se fija. Últimamente me dice que no me fatigue e intenta conseguir que beba esa pasta de maicena, agua, y canela que dice es buena para las mujeres embarazadas. El olor me hace tambalear.

—Oye—escucho la voz de Roberto que retumba y habla sin parar sobre algo que leyó en el periódico mientras Vilma corre el agua.

La gente opina que soy estridente pero deberían conocer a mi marido. Lo digo en serio. ¿Usted piensa que los cubanos son estridentes? Pruebe los cubanos judíos. Te lo juro. No comprendí lo fuerte que hablamos hasta que vine a Boston a la universidad y no podía oír a la gente que me hablaba. Parecía como si toda la ciudad susurrara todo el tiempo entre la nieve y el hielo. No lo entendía. Miami es ruidosa, caliente, y húmeda. Mi casa de infancia aun era más ruidosa. Nunca he concebido la vida de otra manera.

Tengo que esperar hasta que se me pasen estas náuseas antes de ir a desayunar abajo con mi marido. Me siento en la tumbona en la esquina del baño principal, al lado del Jacuzzi, e intento concentrarme en el ultimo número de Ella. Intento olvidarme de la manera que el cuarto ha empezado a dar vueltas. Lo he probado todo, hasta llevar esas pulseras contra «el mal de mar» en las muñecas, pero nada me alivia. Me sorprende que Roberto no haya notado que no me siento bien. Aunque la semana pasada estuvo muy atento con las almohadas. Parece preocupado por ese importante caso que tiene entre manos. Dice que probablemente se prolongue hasta marzo. La tensión le está matando. Espero que gane. Porque si pierde, ay, chico.

Intento leer un artículo sobre cómo aumentar el romance en la vida sentimental de uno. Aunque honestamente no sé que ha pasado con nuestra vida sentimental. Ningún entusiasmo, ¿sabes a lo que me refiero? Cuando éramos más jóvenes, Roberto podía hacerlo durante horas, pero ahora lo hacemos cada vez más rápidamente, ahora es como si lo estuviéramos haciendo solos o algo por el estilo, es todo tan automático y funcional, intentando engendrar este bebé. Me gustarían más romance, algunas velas y música suave. El artículo en ’Ella sugiere varios trucos con notas de amor y pétalos de rosa. Roberto se reiría si intentara cualquiera de ellos.

Otro embarazo probablemente no ayudará a estimular las cosas en ese departamento. Roberto ya se molestó con el aumento de peso de mi último embarazo: cinco libras permanentes por cada niño y ahora este peso adicional. Me hace saber tan a menudo que su falta de deseo está relacionada con mi peso que ahora no lo hago a menos que pueda dejarme la camiseta puesta para que él pueda pensar en Salma Hayek. Nunca he sido gruesa y mi doctor opina que estoy bien de peso. Mido cinco pies, cinco pulgadas, y peso ciento cuarenta y cinco libras. El doctor Fisk dice que es un peso perfecto para mi tamaño. Cuando le digo que a Roberto le gustaría verme adelgazar unas libras, frunce el entrecejo. Una vez me preguntó por los cardenales que tenía en la espalda, y le contesté que me había caído en el hielo. Me miró fijo durante un rato detrás de sus lentes y preguntó si había manos humanas en el hielo. Le contesté que no y no insistió.

Miro fijamente la foto de Benjamín Bratt con esa escuálida perilla en la sección «hombres» de Ella y espero para recomponerme. ¿Por qué dice todo el mundo lo guapo que es este tipo? Yo no lo pienso. Prefiero a Russell Crowe, un verdadero hombre, un tipo duro. Benjamín Bratt parece que se rompería en dos si lo abrazas demasiado fuerte. Me levanto, pero tengo que volverme a sentar. Siento como si hubiera estado montando con mis hijos en un tiovivo. Chico, con este embarazo he tenido que aprender a actuar. Quizá debería decírselo a todos y superarlo. Es tan duro aparentar como si me sintiera bien con los niños, sostenerlos y llevarlos como le gusta a los niños de cinco años, montarlos en mi espalda, relinchando como un caballo. A veces estoy tan cansada que me siento morir. Cuando uno tiene náuseas todo el tiempo, no puede pensar claramente.

Chico, tengo muchísimo miedo. Me acuerdo de los dolores del parto y no es agradable. Tuve los gemelos naturalmente y me hicieron una episiotomía que creí me mataría; el dolor de eso cicatrizando toda roja y cruda allí abajo fue peor que los propios dolores del parto. Juré que nunca lo volvería a hacer, y aquí estoy ahora, sin escapatoria. Consigo levantarme y llegar al armario, abro la caja de flores de almacenaje que he preparado con todas mis cosas de embarazo. También tengo allí algunos libros: Qué esperar cuando usted está esperando-, ha dieta para un embarazo saludable-, Cómo financiar la universidad de su hijo; Los mejores nombres para los bebés judíos; y otras cosas por el estilo. Nunca los tiré, por si venían otros más. Las pulseritas para el mareo también están aquí aunque debería tirarlas por inútiles.

Roberto no encontrará todo esto porque tengo muchas cajitas y no es el tipo de hombre que se interese por cosas forradas en papel de flores. Es el tipo de hombre que se quita la ropa y la tira al suelo sabiendo que otro la recogerá.

Me desnudo y me examino el vientre en los espejos del baño principal; es básicamente del mismo tamaño que de costumbre. No se me notó los chicos hasta el cuarto o quinto mes, y eso que estaba de gemelos. Cuido lo que como. Pero Roberto tiene razón. Podría hacer algo de ejercicio. Estoy algo flaccida, sobre todo en los brazos superiores. Pero no me gusta el ejercicio. Me hace sentir mal. Honestamente no me siento bien cuando hago ejercicio. Pero ahora que estoy embarazada creo que no me quedará más remedio. Es bueno para el bebé. Eso es lo que dicen todos los libros. Y no estoy segura que mi matrimonio pueda resistir que engorde otras cinco libras. Ha habido veces que casi me estrangula por ponerme lo que no debía. Así de tontito se pone. No hay forma de predecir lo que Roberto podría hacer.

Entro en la ducha y me pongo en el medio, dejando que me golpeen los cinco surtidores. Me pregunto si tendría que dejar de ducharme aquí ahora que estoy embarazada. En mis embarazos anteriores no teníamos esta ducha. Es nueva. Rehicimos totalmente el baño. Ese fue el precio por la vez que se careó por el arañazo en el lado del Land Rover. No sé de donde vino el arañazo. Llevé a los niños al cine de Chestnut Hill y cuando salimos ya estaba allí. Roberto estaba muy enfadado. Es un baño precioso.

Estos chorros laterales son bastante fuertes, pensados para friccionar la tensión de los músculos. No quiero herir al bebé. Supongo que tendré que usar otra ducha. Le preguntaré al doctor Fisk. Me cubro el vientre bajo con una mano y termino la ducha, salgo fuera, y me pongo los pantalones caquis y la enorme camisa abotonada al cuello blanca que escogí anoche, me arreglo mi pelo y maquillaje, ato un suéter rosa alrededor de mis hombros, y bajo al piso inferior.

Roberto todavía está aquí, con sus ojos verdes oscuro y su brillante pelo castaño, guapísimo con su traje azul oscuro, camisa blanca, y corbata amarilla, leyendo el periódico. Sabe elegir bien su ropa y se niega a que le elija cosas para él. Quiere hacerlo él; es comprensible. ¿Usted querría que alguien lo vistiera? Yo no. Vilma lleva su uniforme azul claro bordado con el nombre que elegimos para nuestra casa, «Windowmere». Tiene el pelo blanco recogido en un firme moño recubierto con una redecilla. Está ocupada limpiando los aparadores y no muestra ninguna emoción o cavilación en su rostro. Intentó intervenir durante una de las rabietas de Roberto, cuando recién llegó aquí, pero hablé después con ella y le pedí que no se inmiscuyera y que se concentrara en su trabajo. Mis aparadores relucen.

—Buenos días, mi amor—dice Roberto, poniéndose de pie para saludarme y darme un beso en la mejilla.

Mi marido es alto, más alto que cualquier otro cubano que he conocido, ronda los seis tres. Cuando estamos en casa siempre hablamos en español. Vilma no habla inglés. De hecho habla mejor de lo que admite, como mi papá, pero lo usa cuando no tiene más remedio. Le gusta que las personas piensen que no habla inglés. Conoce más a la gente de esa manera.

—Buenos días, señora—dice Vilma, inclinando ligeramente la cabeza.

No recuerdo cuando empezó a llamarme así exactamente. «Señora» suena raro. Le he pedido que me llame Sarita, como hacía antes cuando era pequeña. Me encanta cuando hace eso. Pero dice que no procede. Así que ya sabemos quién lleva el mando por estos lares, y no somos ni Roberto ni yo.

Amber y Lauren me retan por Vilma, acusándome de tener una esclava. Es broma, claro, sin embargo, continúan. Soy la única de las temerarias que tiene una criada en la casa, pero así hacemos las cosas en Miami, y así es como me gustan. Vilma se sentiría perdida sin nosotros. Su hija en El Salvador viene de visita de vez en cuando, pero no parecen muy unidas. Vilma nos quiere como a su propia familia. Las temerarias no entienden esto, sobre todo las que nacieron pobres. Piensan que estoy explotando una plantación. Ellos no se criaron con Vilma, y no saben que ella es la que manda en nuestra casa.

—Buenos días—contesto, esforzándome por parecer alegre, saludable, y normal.

—¿Por qué esa cara de felicidad?—pregunta Roberto, sentándose de nuevo.

Me siento frente a él en el rincón del desayuno y encojo los hombros. Espero que no pueda escuchar mis pensamientos. Son tan altos.

—Nada, hoy me siento feliz.

—Bien, espero no sea otro hombre—habla bromeando, agitando un dedo, o medio bromeando—. Sé como ciertos tipos de mujeres se comportan cuando los obreros vienen a arreglar cosas en la casa. Vilma, más vale que la vigiles, ¿oíste?

Vilma permanece callada y trae la bandeja color de plata con las tazas pequeñas de café cubano. Agarro una de las tazas, pero me detiene.

—Ésa es para el menor—explica. A mí me gusta el café dulce. A Roberto le gusta sin nada. Vilma nos los prepara tal como nos gusta.

Roberto enrolla el periódico que estaba leyendo, lo golpea contra la mesa, y se muerde el labio inferior. Mira a Vilma, y ella lo mira a él, sé que hay algo que no me están diciendo. Uno no vive en esta casa con estos dos sin saber interpretarlos.

—¿Lo de siempre?—me pregunta Vilma en español.

—Sí, gracias—contesto.

Anda como una pata hacia la cocina y me prepara un huevo frito con queso y una tostada cubana. Vilma, como de costumbre, tiene las piernas hinchadas. He intentado que vaya a un médico. Tiene diabetes y artritis, pero dice que no quiere causar problemas. No podemos poner a Vilma en nuestro seguro médico familiar, pero siempre pagamos cualquier cosa que necesita. Voy a arrastrarla al doctor ya, antes de que le tengan que amputar un pie o algo así. Mientras cocina el huevo, me sirve un vaso de jugo de naranja fresco. La acidez de pensarlo me enferma. Se coloca de pie a mi lado con los brazos cruzados y espera a que me lo beba.

—Me alegro que estés de buen humor—dice Roberto. Mira a Vilma, y ella silba bajito y agita la cabeza, un gesto que he visto muchas veces y que normalmente significa que algo malo está a punto de pasar.

—¿Por qué eso?—pregunto—. ¿Está pasando algo?

Roberto despliega el periódico, lo alisa sobre la mesa, y le propina un puñetazo. Tiene el ceño fruncido. Es el Herald de Boston, de chismografías. He intentado que lea The Gazette pero dice que prefiere el Herald porque es más fácil de leer. Me coloca el periódico delante y golpea con un dedo debajo de un titular.

—Lee esto—dice, y alza el dedo y lo agita enfrente de mi cara—. Pero no me culpes a mí. Ya te dije que esa tipa era rara, pero nunca me escuchas.

Vilma recoge el huevo y lo coloca en un plato, agrega la tostada, unas lascas de mango, y una guarnición de perejil. Vilma sabe el valor de una buena presentación. De seguro le he copiado algunas ideas en los últimos anos. El desayuno parece delicioso, pero rechaza entregármelo debido al periódico que tengo delante. Miro el titular, y tengo que leerlo tres veces antes de captar su significado.

¿LES CRUZ? A LA POPULAR PRESENTADORA MATUTINA LE GUSTAN LAS CHICAS.

—Oh, saque esto de aquí—digo, resbalándolo hacia él—. Te he dicho billones de veces que es el peor periódico, no puedes creer nada de lo que dice. ¿Recuerda esa vez que dijeron que tu amigo Jack estaba recibiendo sobornos de los constructores locales? ¿Era mentira, verdad? Esto también. La pobre Elizabeth. La pobre.

Roberto coge el periódico y vuelve la página. Señala una granulada y oscura fotografía de la que parece ser mi mejor amiga Elizabeth besando a una mujer. De repente ya no me siento tan feliz. ¿Cómo puede ser Elizabeth una lesbiana? Ha sido mi mejor amiga durante diez años y esta posibilidad nunca se me pasó por la cabeza.

—Ella sale con hombres—le recuerdo a Roberto—. La hemos emparejado con algunos de tus amigos.

—Eso fue hace siglos—dice Roberto—. Piénsalo bien, Sara. ¿Cuándo fue la última vez que la viste con un hombre?

Era verdad. Hace años. Siempre le pregunto y siempre me contesta que está saliendo con un tipo pero que no es nada serio. Siempre alega que está demasiado ocupada, o que sus horas son demasiado raras, o que intimida demasiado a los hombres como para que resulte algo. ¿Porqué me mentiría de esa forma? Cada vez que tengo un problema en la vida a ella es a la que llamo. Hasta le comenté que Roberto me sacude un par de veces y ella, fiel a su palabra, nunca se la ha dicho a nadie. Ella es mi co-conspiradora en la vida. Si es lesbiana, si es verdad, entonces me sentiré tan traicionada como si descubriera que Roberto me engaña. O peor. Sí, mucho peor.

—Es repugnante—dice Roberto, pegando contra el periódico con la parte posterior de su mano—. ¡Esta foto! No puedo creerme que sean capaces de imprimirla en un periódico familiar.

—No puede ser verdad—digo—. Ella me lo habría dicho.

—Sabe que no aceptamos la homosexualidad. Nunca te lo confesaría.

—¿Nosotros? Tú. A mí me trae sin cuidado. Es mi mejor amiga.

—Era. No más.

—-¿No crees que te estás pasando un poco?

—Estoy protegiendo a mi familia.

Ay, Dios. Cuando pienso en todas las veces que he dicho cosas en contra de los homosexuales a Elizabeth y las veces que la he señalado parejas de homosexuales o lesbianas en el cine o en los centros comerciales y me he mofado. Debe de haber sido duro para ella. ¿Por qué no me lo dijo? ¿Piensa que soy tan cerrada, dispuesta a que la rechazaría completamente? ¿Tan mala opinión tiene de mí?

—Una pérdida total y completa de una bella mujer—dice Roberto, examinando de cerca la fotografía de nuevo.

Alza una ceja sugestivamente y agrega:—Lo que pasa es que nunca encontró al hombre adecuado.

Vilma agarra el periódico, da un chasquido con la lengua a Roberto, y me pone el desayuno delante.

—¿Para qué quiere perturbarla ahora mismo?—pregunta en español—. Déjela comer su desayuno—y me dice—, Coma. Necesita estar fuerte.

—Vilma, ¿de qué lado estás?—pregunta. Entonces viendo el huevo, dice:— no necesitas comer todo eso. Estás engordando demasiado. Yo te lo dije.

Vilma continúa con su limpieza de los aparadores y yo pico el huevo.

—No puede ser verdad—digo—. Si lo fuera lo habría sabido hace mucho tiempo. Conozco a Liz desde hace diez años. Ese periódico es tan sensación-alista. Retocan las fotos. Deben tener algo contra ella.

Roberto se encoge de hombros y sostiene el periódico delante de él. Empieza a leerlo en retumbante voz con su ligero acento español: «Yo espía encontró anoche a la encantadora y talentosa Elizabeth Cruz, presentadora del programa matinal de WRUT, en un recital de poesía en el bar Davios de Central Square. Vara aquellos de ustedes que no lo sepan, el miércoles por la noche Davios es sólo para mujeres. Liz, quien, espera que le ofrezcan un puesto de presentadora en una cadena nacional televisiva, también estaba allí la semana anterior y en ambas ocasiones salió con la conocida poetisa lesbiana Selwyn Womyngold. No se tiene que ser una gran lumbrera para saber que este barco ha echado ancla cerca de la isla de Lesbos».

—Oh, Dios. Es de las cosas más tontas que he oído en mi vida—digo—. Por favor, ¿escuchas como escriben? Es horrible. ¿Cómo puedes fiarte de alguien que escribe tan mal?

La reina de belleza colombiana y ex modelo ha sido nombrada por la revista Beantown de Boston como una de las solteras más codiciadas durante los últimos tres años, desde que su aparición en el programa matinal de WRUT disparó los índices de audiencia y catapultó el programa al primer lugar. Era la primera vez que un canal de televisión en Boston había contratado una presentadora con acento, una decisión arriesgada que resultó rentable porque Liz era tan vivaz y graciosa que todos encontraban su exótica pronunciación y aspecto excitantes. La pregunta es, ahora que sabemos que la esbelta latina juega para el otro equipo, ¿amarán a la encantadora Liz ahora los bostonianos? ¿O quizá deberíamos llamarla la « Les, la encantadora»?

Escucho al resto del artículo, tan mal escrito como la primera parte, y me siento enfermar.

—Deben tener algo contra ella—digo.

—No sé, esta foto parece bastante autentica.

—Deben estar tratando de destruirla por alguna razón.

—Pienso que no.

—La voy a llamar. Vilma, por favor acérqueme el teléfono.

—No, no lo harás—dice Roberto apuntando su dedo a mi cara—. No quiero que vuelvas a hablar con ella, ¿me entiendes?

Vilma sale del cuarto suspirando en alto.

—¿Por qué no?

Me mira de la misma forma que lo hace cuando piensa que me estoy tirando el acomodador de la ópera o el anciano abogado sentado a mi lado en «las Fiestas» (léase: Navidad) banquete de la empresa de Roberto.

—Ay, por favor—digo—. ¿Pero qué te pasa? ¿Piensa que me quiero acostar con mi mejor amiga? ¿Estás loco?

—-No soy la que tenga un problema—dice—. Ya lo sabes. Tú eres la que lo tienes. Las mujeres normales, las mujeres decentes no tienen ese tipo de problema, y sabes de que te estoy hablando. Tu clitoris y todo eso.

—No me lo puedo creer. ¿Ahora piensas que estoy liada con Elizabeth? ¿Es eso lo que estás intentando decirme?

—Tú lo has dicho. Yo no.

—Porque la hayas deseado durante años, no me acuses de la misma cosa. Estás mal de la cabeza. Enfermo y retorcido.

—¿Quién, ella? Es negra, Sara. No me gustan las negras.

—Vamos. Admítelo. He observado la manera como la miras. ¿Piensas que soy ciega?

—¿Pero de qué estás hablando? Ni la miro. Nunca miro a nadie más que a ti.

Se ríe.

—Roberto, que más da.

—No quiero que hables con ella. Y no la quiero aquí, se acabaron los almuerzos del domingo. ¿Entendido?

—¿Roberto, por lo que más quieras, puede que ni sea lesbiana, sabes? Es probablemente normal. ¿Y aunque sea lesbiana que más da? ¿Te importa realmente?

—Te gustaría averiguarlo, ¿verdad? Sí, apostaría que sí.

—¿El qué?

Se acerca, me agarra por el cuello, y me agita ligeramente:—Ninguna llamada. Ninguna visita. Ningún … clitoris.

—Pero ¿de qué demonios estás hablando?

—Sabes perfectamente de lo que estoy hablando.

Me aprieta la carne hasta que empieza a doler. Con los hombros me zafo de su apretón.

—Lo que quieres es pelear—digo—. Tranquilízate. Ahora mismo no me siento con ganas de pelear.

—De ninguna manera. Piensa en ella, nunca tiene novio, ¿verdad? Maneja un camión. La he visto mirarte en muchas ocasiones. ¿Apostaría a que ya lo sabías, a qué sí? ¿Mejores amigas en la universidad, eh? ¿Qué otras cosas hacían?

—Oh, cállate.

—Hablo en serio. Le he visto mirarte fijamente como lo haría un hombre. ¿Te lo dije una vez, recuerdas? Apostaría que te gustó.

—Dios mío, Roberto. Cállate. Estás perdiendo el sentido.

—Lo sabías.

—No, no lo sabía. No quiero oír más.

—Eh, eh. No me hables así—dice, con el pecho erguido y su voz reverberando contra el suelo del azulejo más fuerte aun que lo normal—. Simplemente te lo estoy advirtiéndo. No lo quiero que vuelvas a salir con ella. Es una pervertida. No quiero volver a verla en esta casa. ¿Y más vale que no me entere que ya lo sabías, entiendes? No quiero averiguar que me casé con una pervertida.

—Roberto, hablamos de Elizabeth. Mi dama de honor. Mi mejor amiga. Nuestros hijos la quieren como a una tía. ¿Por qué te preocupa tanto con quién se acuesta? Dios mío.

—Mis hijos no quieren a ninguna lesbiana.

—¡Pero si ni siquiera sabes si esta basura es verdad!

Toca su reloj:—Me tengo que ir a trabajar. No quiero llegar a casa y averiguar que has hablado por teléfono con esa lesbiana. Ninguna llamada. ¿Entiendes?

Recojo el periódico de donde lo ha dejado caer y miro la fotografía de nuevo. No parece retocada. Y ése es su camión en el fondo.

—No—digo, recostando la cabeza sobre la mesa. Intento controlar el impulso de vomitar. No entiendo. No lo entiendo en absoluto.