Un nuevo estudio que saldrá la próxima semana en la edición del veinticuatro de marzo, indica que las personas con más éxito en nuestra sociedad son las que mejor mienten. Cuanto mejor mienta, según el estudio, más lejos llegará en su carrera y en su vida personal. Tengo que reconocerlo: miento mucho. ¿Y usted no? El jefe le pregunta qué tal le va y le dice que bien. Un amigo con un corte de pelo horrible le pregunta qué le parece y le dice que fantástico. Cuanto más nos importa alguien, parece como si estuviéramos más dispuestos a mentirles. ¿No es de extrañar pues, que la gente siempre se decepcione con el amor? Hemos evolucionado para confiar en los mentirosos.
—de Mi vida, de Lauren Fernández
navi, sé que estás allí. Contesta el teléfono. Por favor. Tenemos que hablar.
No, hem, hem. Pienso que no. Por lo menos hasta que me pida perdón por lo de Roma. Me tapo con la manta y le dejo que hable al contestador.
Tres meses y no ha tenido el valor de llamar. Y de repente la semana pasada, empieza a llamar otra vez como el que no quiere la cosa. Pero esta vez no me coge, mi’ja. ¿Qué se cree, que soy masoquista?
Además, esta tarde fui al hospital después de que Rebecca me contara lo de Sara, y me quedé pasmada mirando su cara amoratada con todos esos tubos por dentro y por fuera y no podía creer lo que dijo el médico: Que quizá nunca vuelva a despertarse. Su marido le hizo eso. Rebecca estaba tan sorprendida como yo por este asunto. Piensas que conoces a la gente, y de repente ocurre algo así, es obvio, mi’ja, que nunca los conoces en absoluto. ¿Quién quiere casarse después de ver esto? Estoy decepcionada con los hombres.
Los odio a todos.
Me tumbo en el sofá de piel verde y aprieto el mando para cambiar el canal de la televisión panorámica al otro lado de la habitación. El radiador se enciende con un reconfortante silbido. Por la entreabierta cortina de encaje, veo que ha empezado de nuevo a llover. Aunque ya hace un poco más de calor, mi’ja, algunas noches quieres tener el calentador encendido, ¿sabes lo que digo? Comodidad. Necesitas comodidad. Coloco los recipientes de la comida que he ordenado sobre mi regazo, y ataco. Sopa de pollo, arroz, frijoles rojos, ensalada. Comida de consuelo. Pido dos de cada. Cuando pides para llevar, nunca te dan suficiente.
Necesito una alfombra más grande para este cuarto. Con este frío húmedo, no es suficiente. Esta noche necesito calor. Es una de esas noches, mi’ja, que quieres abrazarte a alguien grande y fuerte, a menos que como yo, no encuentres a nadie grande y fuerte que valga la pena abrazar. Así ha sido toda mi vida. Ahora mismo siento pena de mí misma y podría llorar. Necesito llorar. Puedo llorar sola, y puedo llorar delante de mis amigas. Pero no puedo llorar delante de un hombre.
Los hombres son una mierda.
Todo empezó con ese hombre de Baní, que dejó preñada a mi madre en Puerto Rico hace veintinueve años. En Boston, cuatro años más tarde, decidió que ser padre era demasiado trabajo. Regresó a la República Dominicana y nos dejó plantadas. Pensarías que no lo recuerdo, era tan pequeña cuando se fue, pero sí lo hago. Me acuerdo de él perfectamente. Era un hombre grande y moreno. Grande en el sentido de pesado, no de alto. Era bajo, fuerte, negro, con un fuerte acento español. Tenía que enrollarse el bajo de los pantalones. Debe haber sido muy duro para él. No creo que Boston fuera buena con él. Mientras estuvo aquí, trabajó mucho pero nunca progresó. Y eso le molestaba. Me acuerdo cuando le contemplaba, sentada a sus pies, mientras me contaba cuentos imitando a los personajes de los dibujos animados para hacerme sonreír. Me hacía reír. Era tan rechoncho y sus brazos tan fuertes que cuando me alzaba me sostenía en ellos.
Quizá pienses que no recuerdo su fragancia, pero la recuerdo, olía a madera. Trabajaba manejando un camión para una compañía de mudanzas y se pasaba el día subiendo pianos por las escaleras; cuando llegaba a casa olía a madera y a sudor. Lo recuerdo como si fuera ayer. De verdad. Mi madre dice que no puede ser que recuerde todo eso, pero sí lo recuerdo.
También recuerdo a mi hermano Carlos. Se parecía a Papá, y empezó a trabajar con él en la compañía de mudanzas para traer dinero a casa. Hacía los deberes y me cantaba hasta que me quedaba dormida. Recuerdo que a unos muchachos de su edad no les caía bien, porque había dicho a la policía que habían robado una tienda. A la primera oportunidad le dispararon. Ocurrió delante de mí, cuando me acompañaba a casa desde el autobús que cogía para llegar al colegio de blancos lejos de casa, donde cursaba séptimo grado. Lo mataron delante de mí. Recuerdo el ruido, el ambiente, el olor, pero ahora no quiero hablar de eso. No quiero pensar en ello. He tenido que despertar demasiadas veces del sueño donde vivo todo de nuevo, y del que me despierto gritando.
Esos fueron dos hombres que me amaron y que perdí; no creo que mi corazón pueda soportarlo de nuevo. Me miras y piensas que siempre estoy feliz y alegre, pero no es así. Nadie sabe lo que es perder alguien como lo sé yo, ya sabes lo que quiero decir. Al final se lo conté a las temerarias y no lo podían creer. Esperé ocho años para contarles lo de mi padre y mi hermano, y se quedaron de piedra, mi’ja, totalmente de piedra. Creían que me conocían, así son las cosas conmigo. La gente piensa que me conoce. Pero no es así.
Por lo que he observado en esta vida, a los hombres pobres los asesinan o te abandonan. A los ricos se les ve felices con sus esposas e hijos. En los proyectos no se encuentran demasiados hombres, ¿sabes lo que quiero decir? De donde yo vengo, los chicos que conoces acaban muertos, en prisión, o regresan a Puerto Rico o a la República Dominicana, y nunca más los vuelves a ver. De donde vengo, los hombres te rompen el corazón.
A veces cuando me pongo a pensar en esto, siento que no puedo continuar. Aunque suene como un disparate, días como hoy—cuando los retoños empiezan a florecer en las ramas de los árboles, alegres y esperanzados, preparándose para la primavera y el amor—me siento tan deprimida que no creo que pueda levantarme de nuevo. Pero tengo que intentarlo, aunque sólo sea porque soy propietaria y tengo responsabilidades.
Mi inquilino está haciendo ruido arriba de nuevo. Alquilar el apartamento de arriba fue lo mejor que he hecho en mi vida. El alquiler cubre la hipoteca, menos cien dólares. Pero tengo que escuchar su vida. Escucho cuando mueve los muebles, cuando descarga el inodoro, cuando se lava los dientes, cuando lava la ropa. Hasta escucho cuando se le cae un vaso y se rompe.
Pero por el dinero que me ahorro merece la pena. Es una casa antigua de estilo Victoriano de tres pisos, que todavía estoy arreglando. Falta un escalón en mitad de la escalera de atrás y todavía me queda por arreglar esa gotera del baño de arriba. Pero soy propietaria, y reduzco mis impuestos.
He decorado mi parte a mi gusto, con espejos de marcos dorados y jarrones Art Décos llenos de plumas y juncos, en colores pasteles en el suelo. En los quicios de las puertas de algunas habitaciones he puesto grandes esculturas negras de gatos, y en mi cuarto tengo una cama con dosel. Tengo una mesa de comedor de cristal, con sillas negras. Aquí tengo todo lo que necesito y el próximo fin de semana voy a comprar un juego de dormitorio para la habitación de invitados, aunque mi madre diga que no vale la pena gastar dinero en la casa hasta que encuentre un buen hombre. ¿Y si nunca lo encuentro? Le pregunto. Ni siquiera me contesta. Intento explicarle que estoy feliz así, totalmente feliz de vivir en esta casa que es mía y que he llenado de objetos que me gustan, aunque sospecho que sabe que es mentira.
Sola no soy feliz. Necesito un hombre. Un buen puertorriqueño.
Pero no se lo digas a Lauren. Pondrá esa mirada de rabia tan suya y empezará a largarme un discurso sobre que aunque tenga el tipo ideal, eso no puede superar lo pobre que uno es. Sí, lo sé. Lo sé. Pero he sido pobre y no quiero volver a serlo. ¡Qué me parta un rayo! Lauren no tiene ni idea de lo que es ser pobre. No pobre como lo que ella piensa significa ser pobre, cuando no puedes ir a un colegio privado o algo así. Me refiero a pobre cuando tu mamá ha tenido que rebuscar entre los cojines del sofá para juntar suficiente cambio para comprar leche para la semana; cuando se han acabado los bonos de comida y estás hambrienta e irritable. Así de pobre. No quiero pensar en aquella época. Quiero pensar en hoy.
Este edificio está bien, pero estoy demasiado cerca de Jackson Square y me preocupa el carro. Los únicos BMW que ves por aquí son los de los talleres de desmonte. Por la noche se oyen disparos y ha habido muchas noches que no he podido dormir por la alarma de algún carro. También se escucha a los pandilleros vagando en grupos por los alrededores, aullando como buhos y gritando a sus amigos. Hay una nueva cafetería una manzana más abajo, y un café francés con sombrillas en las mesas de fuera en el verano. Estamos «gentefying» el barrio, yo y todo los «yupis» latinos. Pero no lo suficientemente rápido.
Cambio los canales buscando una buena película de amor. Tiene que haber algo, alguna mentira cinematográfica donde pueda ver que los hombres son buenos y decentes.
Al médico se le sigue olvidando ir a nuestras citas. Desde hace dos semanas es así. Llama para disculparse, me envía flores y una noche después del trabajo, cuando estoy haciendo compras de queso gourmet en esa tienda al lado de Symphony Hall, ¿adivina quién aparece con una vieja bruja igual a Celia Cruz, con peluca roja? ¡El! Iba todo arreglado como los que acababan de salir del Symphony, ¿sabes? Abrigo largo negro de lana y esa bonita bufanda de cachemira. Tomé mi carrito y me puse detrás de ellos en la cola. Estaban comprando huevos orgánicos, pan integral, y el zumo de naranja que viene en un recipiente de plástico transparente con asa. Tropecé con él y me aclaré la garganta con mucho estruendo. Se volvió para mirarme y se veía como surgían enormes gotas de sudor de su enorme nariz como lo hacen los champiñones después de la lluvia.
—¿Le conozco?—me pregunta, con ese acento tan argentino suyo—. ¿Me conoce?
La mujer sonríe educadamente y le pone la mano en el hombro. Tiene garras como Cruella DeVille y lleva un enorme brillante en el dedo anular. Es su puta mujer, mi’ja. Resulta que estaba casado.
—No—le dije—. Usted no me conoce. Me ha debido confundir con una puta barata.
Tuvo los cojones de llamarme al trabajo al día siguiente, con el cuento de que ya no quiere a su esposa. Se está muriendo de cáncer, dice, y tiene que quedarse con ella hasta que fallezca. Dice que está con ella por piedad. Y le digo que cualquier hombre que usa la palabra «piedad» para describir lo que siente por su moribunda esposa, se merece que lo tiren de un avión sin para-caídas. Se me subió el gueto. Podría haber sido La India. ¿Quién tú te crees que eres, eh? ¿Tú te crees muy hombre, eh, muy macho así, eh, pero tú no sirves pa! na; tú eres un sinvergüenza, un sucio, no tienes corazón, no tienes na’, y no creo na de lo que me dices ahora, oite? No te creo na. Colgué. No volvió a llamar.
Suena el teléfono, y lo dejo sonar una, dos, tres veces. Salta el contestador.
—Usnavys—es Juan otra vez—. Mira. Contesta, ¿estás bien? He pasado por tu casa y he visto tu carro y las luces encendidas. Sé que estás en casa. Habíame. Tenemos que hablar sobre esto. No podemos seguir fingiendo que no tenemos un problema. Te quiero.
No hago caso del teléfono e intento concentrarme en la película. Mi inqui-lino está dando golpes. Sé lo que es. Ojalá no lo supiera. ¿Pero qué cono hace allí arriba? Es feo y bizco con un maldito Jeri Curl, y encima lo hace más que yo. La próxima vez que consiga una casa y la renueve, voy a renovar la planta baja, para no tener que escuchar lo que hace la gente toda la noche.
El agente del FBI quiere que me mude a Texas, ¿verdad? Odio Texas, chica. ¿Lo conoces? Es como si alguien tomara un cuchillo de mantequilla y lo aplastara. Huele a petróleo por todas partes, a petróleo y a basura. He estado allí exactamente tres veces para visitarlo, y no hay nada para una mujer como yo en Texas. No quiero discriminar o generalizar, mi’ja, pero cuando me dijo que había Latinos por todas partes, pensé que después de todo, quizá podría vivir en Texas, pero necesito estar con los caribeños. Esos mexicanos allá abajo son tan callados, sobre todo las mujeres. Es otro mundo. Cada vez que abro la boca me miran como si estuviera loca y los hombres creen que soy de Jamaica. Allá no hay ninguna cultura. Aunque es verdad que consigues mucha casa por poco dinero. Dijo que me quería comprar una enorme casa de ladrillo amarilla fuera de Houston en algo llamado «Sugarland». A eso me refiero. No quiero vivir en un sitio nombrado «Sugarland». Me envió unos folletos con dibujos de las casas que están construyendo. Eran preciosas, mi’ja, con enormes escaleras, candelabros, y tres chimeneas. ¿Sabes cuánto cuesta eso? Menos de lo que pagué por esta mierda en pleno gueto, ¿comprendes? Me dijo que estaba a punto de comprar una de esas casas grandes de muñecas y que quería inscribirla a mi nombre para demostrarme cuánto me quería, y lo loco que estaba por mí. Ese también está chalado. Le gustan las mujeres grandes. Eso es lo que es, pienso. Quiere mi cuerpo. Fue el primero que me compró ropa interior sexy. Le gusta mirarme. ¡Está loco! Es un flaco ítaloamericano, muy blanco y aunque lo intenta, no entiende lo importante que es mi cultura para mí. No tiene nada malo, pero no tiene lo que realmente necesito, mi’ja, que es un hombre latino y mejor todavía que eso, un hombre puertorriqueño. Incluso me conformaría con un cubano. Un hombre con sabor. No vas a convencer a una mujer puertorriqueña a que se vaya a Texas con un americano como ése, a una casa enorme en las afueras de Sugarland. Me moriría. Necesito frijoles con mi arroz, sabes. Necesito metros y museos y vida urbana, sabes lo que estoy diciendo. Es bueno y todo, tiene dinero y hasta me ha dicho que quiere estudiar medicina forense, ¿te lo imaginas? ¿Yo, esposa de un médico del FBI, viviendo en Texas? Oh. Oh, pienso que no. Así que se acabó.
Tan, tan desilusionada. Estoy desilusionada con todos. Estoy desilusionada con Lauren por salir con el camello Amaury. ¿En qué estaría pensando? Le atrae el peligro. No tengo ni idea de por qué. Es bastante lista, y no está mal. Pero con ella todo es tropezar y caer. Me estoy hartando de levantarla. Cualquier día de éstos me la encuentro en el hospital, cosida a balas. A veces me da pena que una mujer tan preparada se ponga la altura de esos mezquinos para demostrar que es tan latina como nosotros, aunque su piel sea blanca y su español de pena. Tiene el complejo de no sentirse suficientemente latina. Es triste. Ese no vale la pena. Amaury tenía tantas mujeres que en mi barrio le llamábamos el Árabe, porque tenía como un harén.
Y también está Sara. La pobrecita.
Y Elizabeth. ¿Qué le pasa a la gente? Si no te gusta con quién se acuestan, no lo pienses. No es tu alcoba. No es tu asunto.
Vuelve a sonar el puto teléfono:—Navi, soy yo, Juan, estoy en la estación del metro, en una cabina. Voy a verte y mejor que me abras la puerta.
Ay, Dios mío. Justo lo que me faltaba. Tengo el pelo hecho un asco. No llevo nada de maquillaje. Estoy en bata y zapatillas. Me huele el aliento a arroz amarillo con pollo. ¿Por qué me hace estas cosas? No quiero escenas. Lo único que quiero es tumbarme con mi arroz con pollo y mis pasteles y mi café con leche. Necesito a alguien para darme un masaje en los pies, sabes, pero no a Juan. Necesito un hombre, mi’ja. ¿Por qué es tan difícil? No voy a abrirle la puerta cuando venga. Y punto.
Por fin encuentro una película en blanco y negro en el canal de las películas de amor, algo con Ingrid Bergman. Pongo el mando en la mesita de cristal, sujeta por una base blanca esculpida imitando a columnas romanas con un gran orbe. Incluso esta mesita me recuerda a Juan. Su madre tiene una exactamente igual en su casa en Spanish Harlem. ¿Por qué será que todo lo que he hecho hoy me recuerda a él? Fui a la peluquería, y había un hombre con gafas y perilla esperando para cortarse el pelo parecido a Juan. En el restaurante de comida para llevar sonaba Michael Stuart, su cantante de salsa preferido. Casi todo. Hoy todo me recuerda al hombre más pobre del mundo.
Llama a la puerta. Todavía no he cambiado el timbre, que suena como una gacela moribunda y me pone los pelos de punta. No toca una vez sino como mil veces seguidas. Y otra vez, y otra vez, y otra vez. Lo malo de esta casa es que el timbre suena en mi parte de la casa y en la de mi inquilino. Así que escuchas que han dejado de hacerlo y que mi inquilino baja la escalera con un estruendo para ver quién está en la entrada.
Me ato bien la bata, abro la puerta, y salgo al rellano de la escalera donde me encuentro a mi inquilino como Dios lo trajo al mundo, excepto por una vieja toalla blanca alrededor de la cintura, de pie con la puerta abierta en la intemperie maldiciendo a Juan.
—Maldito imbécil—le dice—. ¿Pero no sabes qué hora es? No tienes que tocar el timbre tantas veces, tranquilízate que alguien vendrá. ¿Pero qué cono te pasa?
Juan me mira agachando la cabeza, como derrotado:—Navi—me dice en español—. ¿Me dejas entrar?
Mi inquilino me ve, da la vuelta y vuelve a subir la escalera ruidosamente:— Dile a tu amigo que no sea tan pesado—me dice.
Menuda cara tiene. Creo que le voy a subir la renta.
—¿Qué quieres?—le digo a Juan.
—Navi. Sólo quiero hablarte.
—¿Hablar? Son las diez y vienes aquí sin invitación, como Robert Downey, Jr., colado. Vete a casa—le digo.
—Por favor, Navi, ¿puedo entrar y hablar contigo un minuto?
Desde hace cinco años lleva la misma chaqueta vaquera negra con forro de franela escocesa. No puede calentarle. Por supuesto no lleva guantes. Tampoco gorro. Y estamos a bajo cero. Está empapado, y parece un perro extraviado. Este cabrón ha vivido en Nueva York y Boston toda su vida, y todavía no se ha comprado un abrigo bueno. Obsérvalo tiritar como un perro mojado. ¿Qué carajo le pasa?
Suspiro:—Entra, pero sólo te concedo un minuto.
Tengo que reconocer que a pesar de todo, me alegro de verlo. Se le ve guapo. Se le ve sano, tiene las mejillas de un rosado brillante por el frío, y aunque esté flaco se le ve fuerte. Ojalá tuviera un buen abrigo y un buen gorro, incluso un móvil para que no sintiera tanto miedo por querer abrazarme en el sofá en una noche como ésta, cuando lo único que quiero es ver películas juntos. Me duele cada vez que veo su pobre y afligida persona.
—¿Por qué no llevas un abrigo decente? ¿Qué demonios te pasa?
—Ahórrate las críticas, ¿sabes?—-me dice, entrando por la puerta al salón.
Extiende la mano y cierra la puerta él mismo, algo que nunca le he visto hacer antes.
—No te estoy criticando.
—Sí, lo estás, como siempre. Es lo que mejor haces, Navi.
Sonríe de una manera confidente y perturbada que nunca he visto.
Nos sentamos, yo en el sofá y él en el sillón de cuero verde a juego. Mira los recipientes de comida de aluminio y de papel que están en la mesita.
—¿Estaba bueno?—me dice con una sonrisa.
Como me educaron bien—-aunque fuéramos pobres—le ofrezco algo caliente para beber. No queda comida.
—No—me dice—. Quiero.ir al grano. No has contestado al teléfono, y está bien. No quieres hablar conmigo, y lo acepto. Pero quiero que sepas una cosa, Navi, te quiero. Odio que te quejes de mí constantemente, odio que me mires como si fuera mierda de perro, y odio que pienses que puedes encontrar alguien mejor que yo, y odio que tengas a otros de repuesto para hacerme daño. Odio que me culpes a mí por todos los que te han hecho daño en tu puta vida. No soy tu padre. No soy tu hermano. Soy yo. ¿Y sabes qué? Estoy harto de todos esos otros hombres merodeando a tu alrededor todo el tiempo. Reconoce de una vez que me quieres. Que de verdad me quieres. ¿No es así? Dime la verdad. Así es como es.
No sé qué contestar. Tiene razón. Sé que tiene razón. Pero no quiero darle el gusto.
—Quizá—le digo—. Quizá.
—¡Aja!
Se levanta y empieza a pasear por la habitación como enloquecido. Nunca he visto a Juan así.
—¿No entiendes lo que está pasando?—pregunta—. Me quieres tanto que no me dejas quererte. ¿Lo captas? Eres tan complicada, mujer, que he tardado una década en entenderte.
Estoy a punto de llorar. Acababa de decir algo que no quiero oír. No quiero llorar delante de él.
—¿No lo entiendes? Todos esos payasos, todos esos médicos, y todos esos que me restriegas por las narices, son un juego. No los quieres como me quieres a mí. Reconócelo. Les dejas entrar en tu vida porque sabes que no te van a hacer daño como te lo hizo tu papa. ¿A qué tengo razón, eh? ¡Estás llorando porque tengo razón, reconócelo! No me puedo creer lo tonto que he sido todo este tiempo, pensando que estabas enamorada de esos idiotas, y que volvías conmigo porque no tenías a nadie a quien joder. Y yo, tan patético y loco por tu culito puertorriqueño, lo acepté y te aguanté. ¿Sabes qué? No he besado a otra mujer en diez años, Navi. No he mirado a otra mujer, ni he pensado en nadie más que en ti. Casi me mata, casi me vuelve loco. ¿Todas esas veces que me insultas como si no tuviera sentimientos, ¿sabes? Y me quedo allí parado como un imbécil, tragando. La única razón por la que lo has hecho es porque soy él único que realmente te conoce, ¿eh? Soy el único que sabe que no eres una niña mimada como todas tus amiguitas. Soy el único que sabe que eres como George y Weezy, superándote. Y me odias y me quieres por eso, porque nadie te comprenderá como lo hago yo. Dime que miento, Navi, dime que no es verdad. Sí. ¿Lo ves? No puedes.
Ay, Dios mío. Me está haciendo llorar.
—Se acabó el minuto—digo.
—No, acababa de comenzar, Navi. Cierra el pico y escúchame. O yo, o ellos. No puedes tenerlo todo. No voy a repetir lo de Roma por tu culpa. ¿Sabes que daría mi vida por ti? De verdad lo haría. Tenemos casi treinta años. Quiero tener hijos contigo. Quiero pasar el resto de mi vida contigo y quiero jubilarme en Puerto Rico contigo. ¿Entonces qué va a ser? ¿Yo, o ellos? ¿Ellos, o yo? Depende de ti. Te voy a dart cinco minutos para que los pienses, y entonces me voy, y o vuelvo aquí con un anillo de compromiso, o nunca más pondré los pies en esta casa.
—¿Me estás pidiendo que me case contigo?
—Sí, supongo que sí.
—¿Supones?
—-Lo estoy haciendo, ¿no lo ves? Sé que no te puedo regalarte el anillo que quieres, y sé que no llevaré la ropa apropiada a la boda, y que te burlarás de mí. Lo sé. Sí, te lo estoy pidiendo. Mira. Me estoy arrodillando aquí mismo, al lado esta cursi mesita de gueto que tanto te gusta, esta mesa fea que me revuelve el estómago, y te lo estoy pidiendo. Usnavys Rivera, ¿te quieres casar conmigo? ¿Te quieres casar con un hombre bueno, honrado, y mal vestido como yo? Nunca te engañaré, nunca te mentiré, seré un buen padre, haré todo por nosotros, y te amaré ahora y siempre, como lo llevo haciendo los últimos diez años. Navi, ¿qué dices? ¿Te casas conmigo? Deja de joder y cásate conmigo ya. Sabes que quieres hacerlo.
—Se me han pasado mis cinco minutos con tu verborrea.
—Está bien. ¿Okay? Está bien. Esto es lo que voy a hacer. Voy a subir a arreglar el escape de agua de tu estúpido baño porque no aguanto más el goteo; esa gotera es tan estrepitosa como ese estúpido abrigo de piel rosa nuevo que llevas a todos lados ¿Dónde está? ¿En este armario?
Me levanto para impedir que abra el armario.
—No, quédate allí mismo. ¡Aja! ¿Ves?—y se ríe—. Te quiero, tontita, chiquilla de gueto. Ni siquiera le quitas la etiqueta. Es tan triste. Sé que mi chaqueta es triste, y puede que no te gusten mis zapatos de J.C. Penney, pero por lo menos están pagados. Ahora voy a subir, y cuando vuelva me vas a dar una respuesta. ¿De acuerdo? Allá voy. Voy a subir ahora. Adiós.
Miro extasiada la película. Y lloro sin parar hasta que regresa.
—Bien, entonces ¿qué?—me pregunta, con las manos llenas de grasa negra.
Ya no oigo el goteo. Ha arreglado el lavabo.
—Sin anillo, no es una verdadera petición de mano—contesto.
—Cierto—y alza las manos, como un policía deteniendo a las masas—. Es verdad. Quédate allí mismo.
Sale corriendo y vuelve de la cocina con el cierre del pan de molde, en forma de anillo.
—De momento tendrá que ser esto—dice, manoseándolo torpemente, dejándolo caer y recogiéndolo de nuevo—. Y de todas formas no importa, porque cualquier anillo auténtico que te consiga te va a decepcionar, así que toma. Tómalo. Tómalo y date cuenta que el anillo no es lo importante. Es el hombre, la mujer, el amor que se profiesan, y el que aunque pierdan sus anillos, siempre se querrán. ¿Comprendes eso, Navi? Coge el maldito anillo. ¿Cuál es la respuesta?
—Este anillo es una mierda—le digo.
Se ríe. Alza los brazos sobre la cabeza y grita: ¡Te quiero, mujer! ¿Eso no es suficiente?
Pienso en su pregunta. No le va a gustar la respuesta:—No—le digo—. No lo es. No es suficiente.
Juan se derrumba. Se cubre la cara con las manos y cuando mira hacia arriba, tiene lágrimas en los ojos y manchas de grasa negra en las mejillas. Me mira, y se encamina hacia la puerta.
—Ya has elegido—dice. Ahora me toca a mí.
Y se va.
Ay, mi’ja. Nunca pensé que lo haría.