¿Debería preocuparme que a mi novio le guste el catálogo de la temporada de verano de Victoria’s Secret más que a mí? ¡Me lo encontré en el baño el otro día, todo arrugado y manoseado, y estamos en mayo! ¿Por qué los hombres y las mujeres están tan condicionados en mirar el cuerpo femenino? Estoy harta de tetas y culos.
—de Mi vida, de Lauren Fernández
andré me recoge en mi nueva casa. Me he pasado el fin de semana de mudanza, y en el último minuto me tomé tres días de vacaciones para irme de viaje con él. Fue un impulso, y algo que no habría hecho hace un año. Me hubiera puesto histérica porque habría pensado que nadie podría dirigir la revista sin mí. Pero André me convenció de que Ella podría sobrevivir unas cuantas horas sin mi presencia. Me aseguró que él no.
Esta vez conduce un Lexus SUV, blanco y beige. Lleva jeans. Nunca lo había visto en jeans. Le están muy bien, tan bien que el corazón me da un vuelco. Lleva mocasines negros elegantes, un suéter beige fino, y una chaqueta de cuero negra. Todo lo apropiado para un viaje a Maine. Yo llevo pantalones chinos con zapatos planos negros, un suéter rosado pálido y una chaqueta blazer de lana negra. Como verse reflejada en el espejo. Otra vez. He metido en la maleta varios camisones largos de franela, junto con otra ropa interior más sexy que nunca he usado; todavía no sé qué tipo de viaje va a ser, aunque tengo mis esperanzas.
—Qué guapa estás—me dice.
Me abraza, me da un beso amistoso en la mejilla. ¿Chicle de canela? ¡Qué bien huele! ¡Y esa sonrisa! Me encantaría meterlo en casa, cerrar la puerta, y arrancarle la ropa. Pero no lo hago. Le doy un educado apretón, y le tomo del brazo que me ofrece para ayudarme a bajar los escalones empinados de la acera. Me lleva la maleta. Abre la puerta de pasajero, me ayuda a entrar, y coloca mi equipaje en la parte trasera. El interior del carro huele como André, a especias y a limpio. Nunca me he sentido con tantas esperanzas desde que era niña y llegaba la Navidad.
Por ser día entre semana y temprano por la tarde, no hay mucho tráfico. Pronto estamos en la 95, dirigiéndonos a gran velocidad hacia el norte en el suave confort del Lexus, escuchando música sensual y rítmica. La letra está en un idioma que no entiendo.
—¿Qué es esto?—le pregunto.
—Es una cantante nigeriana llamada Onyeka Onwenu—dice.
—Canta muy bien.
—Sí. Y tiene mucho valor. Se puso en huelga de hambre para protestar porque no cobraba derechos.
—Eso es admirable. ¿Entiendes la letra?
—Claro que sí.
—¿Es yoruba?—pregunto.
—Sí—y sonríe, complacido—. Hoy tienes mil preguntas.
He estado investigando sobre Nigeria, pero él no tiene por qué saber eso.
—¿Qué otros idiomas hablan allí?—pregunto—. ¿Ibo y Hausa?
Se ríe y corrige mi pronunciación de ambos.
—Entonces has estado estudiando, ¿no?
—Un poco.
El paisaje pasa rápido, verde y exuberante. Hablamos con facilidad, sobre una variedad de temas, pasando Salem y Topsfield. Hablamos hasta Amesbury, y sólo paramos brevemente al cruzar un gran puente, para maravillarnos ante la belleza del lugar. Parece como si se hubiera detenido el tiempo, y de repente estamos en la carretera 495, a pocos minutos del hotelito Red Maple Inn en Freeport, propiedad de unos ingleses amigos de André.
—Son maravillosos—dice dirigiéndose hacia la entrada del hotel en un claro del bosque—. Ambos trabajaban en informática, pero acabaron por quemarse. Cogieron el dinero y se jubilaron. Esto era el sueño de Lynne, tener un pequeño lugar en los bosques de Nueva Inglaterra.
El hotelito es una serie de casas victorianas amarillo pálido con rojo y bordes en azul, distribuidas alrededor de un jardín central. A lo largo de los caminos del jardín, hay cómodas sillas de exterior. Algunas personas están sentadas leyendo, otras hablan bajito y toman té.
—Es encantador—digo, dándome cuenta que la manera de hablar de André se me está contagiando.
Casi nunca uso la palabra «encantador». Es una expresión demasiada británica.
—Hacen toda la jardinería—dice, mientras arrima el carro al lado del granero rojo—. A Lynne se le dan muy bien las plantas.
Un simpático cobrador dorado salta hacia el carro con una gran sonrisa en su cara. André abre la puerta, y llama al perro.
—¡Precious! Aquí, ¡Precious!
Abro la puerta y salgo. El aire es un poco más fresco que en Boston, limpio. Respiro hondo. El cielo es de un azul brillante. André y Precious se reúnen conmigo. A Brad nunca le gustaron los animales. Los odiaba. André apoya el brazo sobre mis hombros, y Precious olfatea mis zapatos. Oigo un chasquido, alzo la vista, y veo a una pareja sonriente saliendo por la puerta de tela metálica de lo que parece ser la casa principal.
—¡André, viejo colega!—llama el hombre.
Es joven para estar jubilado. Me imaginaba un hombre de unos sesenta y cinco; Terry y Lynne son de mi edad, con buenos físicos, y atractivos, con una tez pálida típicamente británica.
—¿Todo bien, Terry?
—¿Todo bien?—contesta el otro. Parece que esto es un saludo.
Precious está tan entusiasmado por toda la conmoción que empieza a ladrar.
—Cállate, Precious—dice la mujer, dando una palmada—. Vete a casa ahora.
El perro la obedece. Se limpia las manos en los jeans y me ofrece la mano. Me sonríe abiertamente.
—Soy Lynne—dice.
—Rebecca—digo—. Es un placer conocerla.
—Bienvenida al Red Maple—me dice.
—Gracias.
—Soy Terry—dice el hombre al darme la mano—. Me alegra que hayas podido venir. ¿Cómo te fue el viaje?
—Bien—digo.
—¿Con ese tipo al volante?—bromea—. Entra.
—Sabes, es la primera vez que André ha venido con una chica—bromea Lynn, dando un codazo a André cuando los cuatro caminamos hacia la casa.
—Sí, suele venir aquí con chicos—dice Terry muy serio.
—No les hagas caso a estos dos—dice André—. Se creen graciosos.
Sonrío y entro en el vestíbulo. La casa está decorada estilo rústico que me hace sentir feliz al instante. Hay flores frescas en potes y jarrones sobre diferentes mesas antiguas. Abundan los estampados florales y la luz del sol llena los espacios abiertos. También hay varios gatos.
—Es encantador—digo.
—Gracias—dice Lynne, apretándome el brazo.
Terry nos retira las chaquetas, las cuelga en el armario del vestíbulo, y nos acompaña a un acogedor estudio al lado de la enorme cocina rústica.
—Sé que les gustaría sentarse y charlar el resto de la tarde—dice con una chispa en los ojos—, pero Lynne y yo tenemos que hacer unas diligencias.
Guiña el ojo a André:—Les daremos las llaves, y nos veremos más tarde, quizá después de la cena. Están en la Gingham Suite, como solicitaste—, y luego dice bajito—: Es muy privado.
—Gracias.
—Nunca he visto a André tan enamorado—me dice Lynne por lo bajo—. Sabemos cuándo esfumarnos.
No sé qué decir.
Entonces, tan rápidamente como aparecieron, Terry y Lynne desaparecen, dejándonos a mí y a André con un juego de llaves.
—Son especiales—me dice, asintiendo con la cabeza—. Nunca he conocido a una pareja igual.
—Son muy agradables—digo—.Y directos.
—Sí—y André me toma de la mano.
—¿Vamos?—me pregunta.
—Dirige el camino—digo yo.
Salimos por la puerta trasera y cruzamos otro espléndido jardín (ahora: «espléndido») subiendo por un camino sinuoso, a través de un pequeño bosque hacia una aislada y modesta casita sobre una colina con vistas a un estanque. La casa es perfecta, una casa de muñecas con las contraventanas y la puerta de color burdeos.
—Es tan mona—suspiro—. Es preciosa.
—Sabía que te iba a gustar.
La Casa Gingham, sin otras habitaciones o gente alrededor. Hay un pequeño salón, una cocina, y un gran dormitorio con una cama kingsize cubierta con una colcha roja, morada, y azul. El dosel es de madera rústica. Alfombras tejidas de vivos colores tapan el suelo de madera gris. Las ventanas vestidas con cortinas rizadas a cuadros salpicadas con manzanas. Las paredes están empapeladas con un alegre y vivo papel, réplica de un diseño del siglo XVIII. Acogedora y curiosa, una casa de muñecas construida a escala por gente con dinero, visión, y pasión.
—Voy a buscar el equipaje—dice André—. Ponte cómoda.
Me dejo caer en una mecedora y siento como el estrés sale de mi cuerpo cada vez que respiro. A escondidas, separo las cortinas almidonadas y observo a André caminar por el sendero hacia la casa principal; admiro la manera como a los jeans le recubren la parte trasera de los pantalones. Tiene tanta clase. Me lo imagino encima de mí, y casi no puedo respirar.
André vuelve con las maletas, las pone en el dormitorio. Se sienta al borde de la cama y me mira en la mecedora.
—Ya estamos aquí—dice.
Sus ojos hambrientos me incomodan. Ese sentimiento me encanta, pero no sé qué hacer con él. Hace tanto tiempo que no he estado con alguien que tengo miedo de moverme. Creo que voy a caerme, o a tumbar algo. Tengo miedo y me siento torpe.
—Ya estamos aquí—-repito como un loro—. ¡Qué bien decorada está! Esto es precioso. Han hecho un trabajo espléndido con todo.
Me mira sin decir una palabra y sonríe.
—Las paredes empapeladas, los suelos, todo es perfecto—cotorreo—. ¿Lo hicieron ellos, o contrataron a un decorador? Mi amiga Sara es toda una decoradora. Ahora que se tiene que buscar la vida, está pensando abrir una tienda de diseño. Creo que para ella es una gran idea.
Sigue mirándome con esa sonrisa. Sin hablar. Enlaza los dedos y me observa. Como no sé qué hacer, cotorreo.
—La voy a ayudar en todo lo que pueda. Ahora mismo necesita todo tipo de apoyo. Todas nosotras, el grupo de amigas de la universidad, estamos intentando ayudarle a levantar su negocio, estamos haciendo un plan de negocios mientras está en el hospital, y vamos a sorprenderla, hemos alquilado un local en Newton….
Sigue callado, sonriendo, y ahora hace una mueca de risa.
Dejo de hablar.
—Ven aquí—dice, y señala la cama a su lado.
—No sé—digo.
Me encojo de hombros como una tímida niñita y me siento estúpida.
—Sí que los sabes. Por eso no puedes dejar de hablar.
Se lleva un dedo a los labios.
—Shhh—dice—. Escucha el bosque.
Me callo. Escucho pájaros, las hojas que se mueven en el viento. Escucho el agua rozando suavemente la orilla del estanque fuera de la ventana. André me hace un gesto para que me siente a su lado en la cama. Me niego con la cabeza y cruzo los brazos. Junto las rodillas fuertemente, y me columpio nerviosamente en la mecedora. No es así cómo imaginé que me comportaría cuando fantaseaba innumerables veces en este momento crucial. En mis fantasías iba a ser una sensual tigresa. Saltaría sobre él, le lamería, con ropa interior provocativa, en lugar del sencillo sujetador y las braguitas blancas de algodón que llevo.
André se levanta, todavía sonriendo, y viene hacia mí.
—¿Lo escuchas?—me pregunta, acercándose por detrás.
—¿El qué?—pregunto.
—El viento.
Cierra las contraventanas y las cortinas, y echa la llave a la puerta.
—Sí.
—i Qué silencio!—dice.
—Sí.
—Demasiado—dice.
Ahora está delante de mí, me extiende las manos.
—Quiero oír el latido de tu corazón.
—¿El latido de mi corazón?
—Ven aquí.
Me toma de las manos y me levanta.
—¿No deberíamos ir de compras o algo parecido?—pregunto.
—Más tarde.
Me lleva a la cama, me sienta, se sienta a mi lado. No lo puedo mirar. Estoy demasiado asustada. Me toma la muñeca, y pone un dedo sobre ella para tomarme el pulso.
—Rápido—dice—. Rapidísimo.
Estoy sudando. Normalmente no sudo. Pero ahora sí. André me suelta, y se dirige pausadamente a la cocina, vuelve con una botella de champán y dos copas altas y finas.
—No—protesto.
—Sí—dice—. Lo necesitas.
—¿Ah, sí?
Se ríe, abre la botella, y sirve.
—Yo sí lo necesito, de verdad—me dice André cuando me acerca la copa—. Esto es por Maine, y por nosotros.
Brindamos, y tomo un pequeño sorbo. Pienso en Brad, en mis padres, y en todas las cosas que Lauren dijo de mí. Ya no quiero ser esa persona. Y no lo voy a ser.
Termino la copa entera y pido más.
El sol empieza a ponerse, el cuarto se llena de una luz calurosa, anaranjada. El champán me hace sentir que el sonido de las ranas coreando al borde del estanque forman parte de mí.
—¿Te encuentras mejor?—pregunta.
—Sí.
—Bien. ¿Ya puedo sentarme a tu lado?
—Sí.
Y me mudo a la cama.
André se sienta cerca, me besa suavemente, cuidadosamente, con los labios cerrados. Me besa los labios, luego las mejillas, el cuello, los labios de nuevo. Tiernamente. Sus labios son suaves y carnosos. Su cara bien afeitada. Nada que ver con besar a Brad, cuyo olor me ofendía y cuya barba me pinchaba. Podría respirar André para siempre y nunca me cansaría. Le mordisqueo el labio inferior y siento que me sonríe.
Me aparto. Esto es casi perfecto, pero quiero que las cosas sean como me las he imaginado. El champán me da calor, y la confianza que me faltaba hace unos minutos.
—En unos minutos—digo—. Me quiero cambiar de ropa.
—¿Por qué? Si estás bien.
—Es que tengo algo que quiero ponerme—digo.
Cuando me aparto, gimotea un poco, se cuelga. Cuando me separo de su abrazo, se derrumba en la cama con una risa exasperada, da patadas como un bebé con una rabieta.
—¿Sabes? Eres muy dura—dice—. Nunca he visto una coraza como la tuya.
Recojo mi bolso y me lo llevo al baño. Hay un espejo de cuerpo entero detrás de la puerta. Abro la maleta, y saco la ropa interior roja. No abulta mucho. Abro la puerta, encuentro mi copa de champán, y termino lo que queda. Me sirvo más, y también lo termino. André está apoyado en los almohadones de cuadros y me mira divertido.
—¿Pero qué estás haciendo?—pregunta.
—Lo que siempre he soñado—digo.
Las palabras suenan raras. Estoy un poco mareada. Me río tontamente y vuelvo al baño, cerrando la puerta detrás de mí.
Me quito la ropa, utilizo una toallita para limpiarme las partes que lo necesitan, entonces recuerdo que limpiar tiene un significado distinto para André que para mí. Esto me hace sonreír. Tomo el sostenedor rojo, y me lo ajusto sobre el pecho. No son grandes, pero tampoco pequeños. Soy una copa «B», y el relleno del sostén me convierte sin pasar por el quirófano en una copa «C». Después me pongo la tanga roja de encaje. A mi madre le daría un ataque si viera lo que estoy viendo en el espejo. Me siento en el borde de la bañera con patas de león, y me subo las medias rojas hasta los muslos, primero la pierna izquierda, luego la derecha. Finalmente comprendo como funciona el liguero, y me engancho las medias. Ahora saco los zapatos rojos de tacones alto y finos del fondo de la maleta y me los calzo. Me pongo de pie y me miro en el espejo. Me veo muy bien. Parezco una modelo de catálogo, con los pechos un poco más pequeños. No tengo nada de grasa en el cuerpo, pero no he perdido las curvas. Parezco saludable, sexy—es como una experiencia de fuera- de-cuerpo—, porque no estoy acostumbrada a verme así. Me gusta mi apariencia. Pero no estoy segura de poder enfrentarme a André así, incluso con todo el champán que fluye por mis venas. Me lavo los dientes, me pongo desodorante y perfume, pero continúo sintiéndome insegura.
Cojo el móvil de mi bolsa y marco el número de Lauren. Contesta.
—¡Lauren!—susurro—. Soy yo, Rebecca. Necesito hablar contigo.
—¿Rebecca?—pregunta.
Parece que está asustada.
—¿Estás bien?
—Estoy en un baño en Maine con ropa interior roja.
—¿Qué, qué dices?
—Estoy aquí con André, pero no puedo hacerlo. Me puse la ropa interior pero tengo un susto de muerte. ¿Qué hago?
—Por Dios, Rebecca ¿Hablas en serio?—y la oigo reírse.
—Sí, hablo en serio.
Riéndose todavía, dice:—Es fantástico.
Fuera, en el dormitorio, André me llama y me pregunta si estoy bien.
—Sí, estoy bien—digo.
Entonces le susurro a Lauren:—Lo deseo tanto, pero nunca he hecho esto. Necesito tu ayuda.
—Está bien, Rebecca. Escúchame. Eres sexy, ¿no? Lo eres. Y vas a hacer esto. Vas a salir de ese baño y vas a asombrarlo con tu poder sexual. ¿Me oyes?
—Sí. ¿Cómo lo hago?
—Sé tu misma, Becca. Es lo único que tienes que hacer.
—-¿Yo misma?
—Olvídate de tus complejos. Suéltalos, como una pesadilla. Vive el momento. ¿De acuerdo?
—¿Me pinto los labios?
—Sí, de rojo.
—Bien.
Busco en mi bolsa de maquillaje, saco un lápiz de labios rojo, y me lo pongo.
—¿Lauren?—pregunto.
—¿Sí?
—Ay Dios mío. ¡Por supuesto que sí! Eres guapísima. Ahora vete. Deja de hablar conmigo. Sal.
—De acuerdo.
—Usa un condón.
—De acuerdo.
—Ten confianza en ti misma. Eso es lo más sexy. No esperes que él haga todo. Atácalo. Ponte encima.
Me escucho reír como si estuviera muy lejos:—De acuerdo, lo haré.
—Llámame más tarde y me lo cuentas todo—dice Lauren—. Quiero decir todo.
—Me tienes que prometer que no vas a escribir sobre esto en el periódico.
—Te lo prometo.
—Está bien. Adiós.
Cuelgo, me miro en el espejo de nuevo. André está tocando a la puerta.
—¿Estás hablando por teléfono?—pregunta.
—Lauren. Tenía que hablar con Lauren.
—¿Todo bien?
—Sí, vuelve a la cama.
—Si insistes.
—¿Estás en la cama?
—Sí.
Respiro hondo, y me digo que soy sexy y tengo poder. Me meto la mano entre las piernas y estoy húmeda. Dejo mi mano allí un momento para darme confianza. Estoy mareada por el champán y la emoción del momento. Quiero que todo salga perfecto. Olfateo mi dedo y mi propio olor me excita.
Abro la puerta. André está sentado al borde de la cama leyendo el menú de un restaurante chino de comida para llevar, con los codos en las rodillas. Me mira, y se le cae el menú de las manos. Se le abre la boca. No puede hablar.
No sé cómo andar con estos zapatos. Nunca ves a ninguna mujer andar con ellos, sólo los llevan cuando están tumbadas. De alguna manera tengo que llegar de la puerta del baño a la cama. Camino y trato de mover las caderas. El champán ha hecho su efecto y ya no tengo miedo. Creo de verdad que soy sexy, porque lo soy. Soy una mujer. Una mujer normal. Tengo el mismo cuerpo, los mismos deseos, y las mismas fantasías.
—Madre mía—dice André—. Estás preciosa.
Esta vez soy yo quién se pone un dedo en los labios.
—Shhh—digo—. No hables. No hemos hecho nada más que hablar desde que nos conocimos. Cállate.
Sonríe abiertamente por un lado de la boca y se echa hacia atrás en los codos. Con las piernas colgando fuera de la cama. Todavía tiene los zapatos puestos. Sin apartar mi mirada de él, me arrodillo y se los quito. Sus párpados tiemblan, se moja los labios con la lengua. Acaricio lentamente el interior de sus pantorrillas, rodillas, muslos, y me detengo justo antes de lo-que-tú-sabes. ¿Lo-que-tú-sabes? No puedo creer que ni siquiera pueda pronunciar las palabras. Justo antes de las bolas. Y el pene. Ya lo he dicho.
—Rebecca—-dice—. Ven acá.
—Shhh—digo.
Me monto encima de él. Todavía está vestido, tumbado boca arriba. Me arrodillo encima de él. Me gusta. Siempre ha sido parte de mi fantasía que él estuviera vestido y yo no. Intenta incorporarse, pero lo empujo hacia atrás.
—Todavía no—digo—. Espera.
Se le ve divertido, y excitado. Puedo sentir su excitación.
Utilizo el mismo dedo con el cual me había acariciado antes para dibujar sus labios, su nariz, y el contorno de sus bonitos ojos. Le meto el dedo en la boca, siento los dientes y la lengua. Entonces le beso apasionadamente. Me acerca poderosamente hacia él, y me voltea de manera que quedo debajo de él. La cama cruje con el movimiento.
—Te toca a ti—me dice entre besos.
Recorre sus labios ligeramente sobre mi cuello, una mano en el pelo y la otra en mi pecho.
—Llevo soñando con este momento—dice, mientras me desabrocha el sujetador—. Desde que te conocí llevo soñando con esto. Estoy loco por ti.
Mientras me besa los pechos, lo miro. Su oscura piel contrasta con la mía. Con Brad, mi piel era la oscura. Odiaba que Brad hablara de eso y no quiero decir nada de André. Recuerdo una frase que aprendí en la clase de historia de arte: «claroscuro». Claro contra oscuro. ¡Qué bonito!
Nunca había oído los ruidos que ahora salen de mí. André me acaricia los pezones como ningún hombre lo ha hecho antes. Los muerde, los besa, los acaricia, y los dibuja. Arqueo la espalda.
Está de pie y se quita el suéter. Yo también estoy de pie, y lo miro. Quiero sentir su pecho contra el mío. Me alegra ver que tiene poco pelo en el pecho, y ninguno en los brazos o en la espalda. Tiene los músculos bien definidos y fuertes. Y, además, no tiene nada de grasa.
—Qué bien estás -digo—. No puedo creer lo guapo que eres.
—Gracias—dice.
Me encanta su acento, y su pequeña sonrisa. Me vuelve loca.
Estamos de pie abrazándonos, besándonos. Es apasionado y consistente, como me lo imaginaba. Empuja su pelvis contra mí, y para mi sorpresa yo también empujo. Le acaricio los pantalones, y me alegra descubrir que es bastante ancho, suficientemente grande para ser agradable y no hacer daño.
—Dios mío—digo.
Suelta un pequeño gemido. Me acaricia entre las piernas, y aparta la tanga. Sabe lo que está haciendo, no como Brad. Grito de placer. André se arrodilla, y me besa el vientre.
—Eres tan fuerte—dice—. Eres increíble.
Me abre bien las piernas, y me besa allí. Sus dedos, su boca, concentrados en el mismo sitio. Casi no puedo sostenerme. Es tan bueno que tengo miedo de explotar demasiado pronto. Lo detengo, me arrodillo a su lado, repito el favor mientras se tumba en el suelo. Patea hasta quitarse los pantalones, y allí está, desnudo. Es increíble en todos los aspectos.
—Quédate allí—le ordeno.
Voy a buscar mi bolso del baño, saco un condón. Cuando me reúno con André de nuevo, se está acariciando, moviendo la mano a lo largo del pene. Se detiene cuando me ve.
—No—digo—. Sigue. Quiero verte hacerlo.
Nunca he visto a un hombre masturbarse antes, aunque siempre me hubiera gustado verlo. André me concede este deseo, y me pide que haga lo mismo. Me siento, abro las piernas, cerca de él, y aparto la tanga hacia un lado con una mano, con la otra me acaricio. Me mira. Lo miro. Hasta que ya no podemos mirarnos más.
Le pongo el condón, le pido que se quede en el suelo. Entonces me subo encima y bajo despacio hacia él, dejándole que me llene. Nos miramos a los ojos, y es tan bonito que lloro.
—Sí—digo.
Empieza a moverme. Sonrío. Estamos cogidos de la mano.
—Más que bien. Esto es asombroso.
—Sí. Lo es.
Cambiamos de postura varias veces, por toda la habitación, y finalmente terminamos en la cama, él dándome por detrás. A Brad esa postura no le gustaba, pero yo la encuentro embriagadora. Al final, grito. De mi boca salen años de frustración reprimida, y me corro una eternidad.
André me sostiene. Nos besamos, suavemente.
—Increíble—dice.
—¿Crees?
—Sí. Lo creo.
Descansamos, dormimos un rato. Pedimos comida.
Empezamos de nuevo.
Pasan dos días antes de ir de compras.