El vestido de dama de honor es una de las mayores trampas inventadas contra las solteras. El mío acaba de llegar por correo, diez días antes de que mi amiga Usnavys se case, y casi lo confundo con un vestido de baile de los años setenta. Gracias, Navi. Así seguro que vas a ser la más bella de la boda.
—de Mi vida, de Lauren Fernández
cerca de mí, bajo las sábanas, Amaury se frota sus definidos músculos del estomago. Acabamos de hacer el amor con el canto de los pájaros de música de fondo. Fatso está sentada en el marco de la ventana, molestándolos como si fueran a caerle en la boca porque lo pide como comida para llevar. Nunca han acusado a esta gata de ser inteligente. Amaury lleva un mes quedándose todas las noches y ya se ha acostumbrado a él. Yo también. No quiero que se vaya. Ni siquiera para ir a clase.
En los tres meses que llevamos juntos, he aprendido a quererlo.
La ventana del dormitorio está abierta, y ese jugoso e increíble aire primaveral de Boston corre por nuestros desnudos cuerpos, caluroso y salado. Me siento libre, por primera vez en mi vida, realmente libre. Y feliz. Anoche, antes de dormirnos, me miró con miedo en los ojos y me preguntó:—¿Te importaría escuchar algo que he escrito?
Era un pequeño cuento, a lo García Márquez. Me quedé de piedra. Mi español no es nada del otro mundo pero con Amaury he mejorado mucho. Este chico sabe escribir. Aunque sea camello. Hay música en sus palabras. Merengue. Y no merengue de Puerto Rico, que ahora lo distingo del dominicano. El merengue dominicano mola. ¿El merengue puertorriqueño? No.
Las temerarias creen que estoy loca. Creen que un tipo tan guapo, con largas pestañas, con esa forma chula de andar, oliendo a CK-1, con un beeper barato, que lleva los cordones atados y desatados como si tal, que conduce por Centre Street despacio y chévere, y que conoce a todos los sospechosos por el camino; mierda, todas pensamos que un tipo así no es recomendable. Realmente no puede ser muy recomendable. Se ríen de hombres como él. Y no sólo las temerarias. Cuando paseamos por Stop and Shop agarraditos de la mano, todas las latinas profesionales se ríen de nosotros. Los de su calaña también se ríen. Sus amigos creen que ha perdido el juicio, por salir con una mujer independiente y con estudios como yo.
—Te quiero—le digo.
Se agacha, me besa los párpados.
—-Yo también te quiero.
—No vayas a la escuela. Quédate aquí todo el día. Juguemos.
Amaury se ríe:—Ojalá pudiera, pero no puedo.
Sale de la cama y observo el corazón que tiene en la espalda. Está fuerte, hace pesas. Sólido.
—Voy a bañarme—dice en inglés. ¿Vienes, Mami?
—Quiero dormir—digo, soñolienta—, un poquito más.
—Está bien—dice.
Cierro los ojos y floto de felicidad mientras escucho correr el agua.
No tenía intención de amar a Amaury Pimentel, el camello. Admito que cuando empecé a salir con él, estaba de rebote de ese cabezón vaquero mexicano. Pero pasó. De repente, me vi mirando fijamente el pulsante cursor verde sin poder escribir ni una frase porque Amaury bailaba en mi cerebro. Y un día, Jovan vino a verme como siempre hacía, con sus trenzas al aire, queriendo coquetear. Y ya no me interesaba. Ni Jovan, ni Ed, ni nadie.
En lo único en que podía pensar era como Amaury doblaba cuidadosamente su ropa con las manos llenas de cicatrices. Soñaba con la cicatriz de bala en su hombro que le dispararon desde un carro del tamaño de un penique y de como llora cuando escucha una canción triste. Pensaba en las cuentas multicolores que lleva en el cuello, y cómo las sujeta en la mano como si fueran una única y flaccida flor cuando se desnuda. Se santigua con ellas, se las lleva a los labios con la cabeza inclinada en una oración por su salvación y seguridad en la calle, y por la salud y bienestar de su querida madre. Siempre dice «Que Dios la bendiga».
Amaury me sorprende constantemente. Hace cuentas en su cabeza que yo ni siquiera soy capaz de resolver con papel y lápiz. Tiene más sentido común que he tenido en toda mi vida, y nunca tiene miedo de decirme que estoy siendo poco sensata. Lee cuando yo veo la tele, dice que la vida es muy corta para «la caja estúpida», como la llama. Ahora lo único que quiero hacer es entregar mi columna e irme a casa, porque dentro de unas horas, Amaury llegará a la puerta, tocará el timbre, y entrará en mi mundo como el más bello, desafiante enigma. Y me encanta la manera como se mueve en la cama, el poder de sus brazos, y la intrepidez de sus exploraciones. Nunca piensa que huelo mal, aunque sea así. No parece que le moleste cuando no me he afeitado. Nunca piensa que estoy gorda. Sabe encontrar el clitoris; es más, conoce mi cuerpo mejor que yo. Es el mejor amante que he tenido.
¿Sigo llamando a Ed varias veces al día y colgándole? Sí, sigo. ¿Me llama de vuelta y me dice que sabe que soy yo y que si no dejo de molestarlo me va a denunciar? No estoy orgullosa de ello, pero es verdad. No me importa. Lo odio tanto que podría matarlo con mis propias manos.
Amaury vuelve al dormitorio, se pone los calzoncillos de diseñador, sus jeans anchos, su camiseta y cazadora, sus cuentas, sus botas, sus gafas de sol. Su colonia. Olor a hombre. Me encanta ese olor a hombre. Me da unos gol-pecitos en el hombro para despertarme de mi sopor.
—Me voy—dice.
Me besa. Lo agarro, lo bebo, cierro los ojos y recorro su mejilla y cuello con mis labios.
—¿Vas a regresar?
—Después de clase. ¿Quieres que compre algo?
—Copos de avena—digo.
Estoy comiendo mejor, y por primera vez no he engordado a pesar de estar enamorada. Amaury me sugirió que comiera más a menudo, pequeñas porciones, y que bebiera mucha agua. Está funcionando. Si me olvido, él está allí para recordármelo, con un vaso de agua y una tostada de pan integral. ¿Quién lo hubiera pensado?
Amaury toma un curso de inglés como lengua extranjera y uno de literatura española en el Roxbury Community College por las mañanas. Cuando se lo dije a las temerarias, no lo podían creer. Es muy listo. No entienden.
Oficialmente, Amaury vive con su hermana, aquí en Jamaica Plain, no muy lejos de mí, del lado de Franklin Park en la calle Washington. Ella vive en ese pedazo de barrio miserable, donde todas las casas de tres pisos se parecen a la de su familia: desmoronadas, astillosas, y tristes, como si alguien se les hubiera sentado encima. La madera del porche cubierta de graffiti se cae a pedazos. Las latas vacías y las envolturas de caramelos parecen brotar de la tierra oscura del patio. Hay unos cuantos arbustos desmirriados, pero no están allí por razones estéticas, son para esconderse cuando viene la policía buscando a los matones. Hemos pasado por allí, pero todavía no me los ha presentado.
Para su información, Amaury no vive en casas de protección oficial, como piensa Usnavys, y tampoco tiene ningún niño. Le pregunté todo eso, y parecía desconcertado.
—Ella cree que soy árabe—dice—. Hay un tipo en el barrio que se parece a mí y nos confunden todo el tiempo. Nos parecemos mucho, y me causa muchos problemas. Es un idiota. Lo odio. Allí me paran todo el tiempo porque piensan que les debo dinero, pero es el otro tipo al que buscan.
Más tarde ese día, Amaury me recoge del trabajo en su Accord negro con el ambientador manzana verde colgado del espejo retrovisor.
—Tengo que ir a ver a mi hermana—dice—. ¿Quieres venir?
—Está bien.
Nunca me había invitado a conocer a su familia. Me siento halagada.
El viaje es tranquilo, el carro huele bien. Nunca he visto a alguien cuidar mejor su carro que como Amaury cuida este trasto. Creerías que es un ser viviente, la manera en que le habla, le acaricia, le alimenta, le riega, le limpia, y le pasa la aspiradora: una pequeña y vieja aspiradora de mano que guarda en el maletero.
Está escuchando una cinta y canta acompañando una canción que siempre le pone triste. Creerías que un gran macho dominicano como él, un tipo de un país donde los hombres creen que es su (puto) derecho enrollarse con cuatro mujeres a la vez, no se pondría a llorar por cualquier cosita. Pero Amaury es diferente. Llora todo el tiempo.
Conduce a casa de su hermana, cantando esa canción, con una mano en el volante y parece abatido. Sacude la otra dramáticamente, como si estuviera actuando para una gran multitud. Los caminos de la vida, no son como yo pensaba, no son como imaginaba, no son como yo creía.
—Era tan joven cuando vine para aquí—dice cuando termina la canción—. No es justo.
En ese momento, pasamos por el refugio de los sin techo, donde Jamaica Plain se junta con Franklin Park, y Amaury mira a los tipos sentados fuera en una mesa de cemento fumando cigarros y vestidos con ligeros abrigos.
—Ay, Dios Mío—me dice, mientras los señala—. Eso, sí, me da mucha vergüenza.
Verlos le pone tan triste que casi empieza a llorar. En español, me pregunta: —¿Lo ves ahora? ¿Ves cómo es para la gente como yo? Es la única opción que hay.
Cuando llegamos a la desvencijada casa marrón de tres pisos donde vive su hermana, veo a un muchacho de pie en el balcón del primer piso, mirándonos. Está en camiseta y ropa interior, y empieza a saltar cuando ve a Amaury.
—Eh, Osvaldo—dice Amaury, caminando del carro a la puerta principal—. Métete dentro antes de que cojas frío. ¿Qué haces aquí afuera?
Sólo he estado en apartamentos así por trabajo, normalmente cuando han herido a alguien o lo han arrestado. Cruzamos la puerta principal que no se puede llamar así porque le falta la puerta. Es un agujero en la pared con las bisagras oxidadas donde antes había una puerta. El vestíbulo comunal huele fuerte a lejía y orines, y es oscuro. Se ve el viejo papel que se ha despegado de la pared y los restos de lo que estoy convencida es pintura de plomo cayendo por los escalones.
—Ese propietario cabrón todavía no ha arreglado la luz—dice Amaury, pegando un puñetazo a la pared—. Deberían meterlo en la cárcel por la manera como trata a la gente que vive aquí. Cree que somos animales. Le digo a mi hermana que no pague el alquiler hasta que arregle las cosas, pero de todas formas, ella le paga. Le tiene miedo.
La hermana de Amaury vive en el primer piso. Cuando llegamos, está barriendo el pasillo cerca de la puerta de su casa. Su ampuloso cuerpo está embutido en un par de jeans rojos muy ceñidos y lleva una sudadera blanca con una desvaída calcomanía de Santo Domingo. Lleva el pelo estirado, recogido en una coleta, y parece la joven más vieja que jamás he visto, con ojeras oscuras bajo unos bonitos ojos color de avellana.
—Hola, Nancy—dice, y le da un abrazo.
Ella lo abraza también.
Entonces, en español, le dice:—Quiero presentarte a mi novia.
Extiendo la mano para estrechársela, y ella parece sorprendida. Extiende una de las manos que tenía detrás, tratando de deshacerse un nudo y me la estrecha insegura.
—¿Cómo le va?—le pregunto.
—Allí—ella contesta.
Es una respuesta triste, de una mujer triste.
Osvaldo cruza la astillosa puerta que comunica el pasillo con el balcón donde lo vimos antes. Lleva calcetines con su camisa y ropa interior y sostiene un gatito llorón en una mano. Tiene un ojo lleno de pus. Quiero llorar. En la otra mano sostiene un juguete robot de plástico, le faltan los brazos. Sonríe, y observo que este muchacho va a ser aún más guapo que su tío.
—¿Qué te dije?—le chilla Amaury, alzando la mano como para pegarle—. ¡Entra en casa! ¡Te vas a poner malo!
Y, a su hermana: ¿Pero qué haces dejándole andar así? Hace frío. Le he comprado ropa, úsala. ¿Pero qué cono te pasa?
Nancy lo ignora y sigue barriendo. Si esta mujer alguna vez tuvo energía o felicidad, hace tiempo que la perdió. Amaury y yo entramos en el apartamento.
No hay casi nada, sólo un largo y torcido pasillo con una serie de habitaciones a cada lado. Hay tres dormitorios, un salón, una cocina, y un baño. Un chico mayor, gordo y jadeante, está sentado en el suelo del salón jugando a las canicas. Las tira al suelo y mira como ruedan hacia un lado del cuarto. No tiene que empujarlas para que rueden; lo hace la gravedad. El apartamento se inclina hacia un lado, y me da la impresión mareante que he entrado en una caseta de feria.
—Jonathan—Amaury regaña el chico—. Levántate y ve a limpiar tu habitación. ¿Has hecho la tarea?
El chico lo mira con ojos anodinos húmedos de vaca. No tiene pinta de ser muy inteligente, siento decirlo. Respira con la boca abierta, y me mira:— ¿Quién es la guapa señorita?—pregunta.
Amaury levanta la mano de nuevo, como si fuera a pegarle:—No seas atrevido—dice—. Esta es Lauren, mi novia. Ahora vete a hacer tus deberes.
Jonathan se levanta y camina lentamente a la cocina en su chandal ajustado y camiseta de Bugs Bunny. Lo seguimos. De pie al lado de una cocina diminuta y estrecha y removiendo un par de ollas de comida aromática, hay una mujer mayor con pelo rojo brillante, raíces grises y negras, pantalones cortos negros, y suéter de leopardo. Su arrugado pecho se le sale por el escote. Sonríe con labios pintados de rojo, el lápiz de labios decora sus dientes amarillos.
—Cuca—dice Amaury, mientras se inclina para darle un beso—. ¿Cómo estás?
La mujer le devuelve el beso con un cencerreo de pulseras baratas y vuelve la cara hacia mí.
—Esta es mi novia, Lauren—dice Amaury.
—Encantada de conocerla—dice Cuca en español. Tiene la voz tosca de fumadora empedernida.
—Igualmente—contesto, en español.
—¿Eres americana?—pregunta.
—Mi papá es de Cuba—digo en español acentuado.
Ella y Amaury se ríen a carcajadas.
—Tú eres americana—dice Cuca, dándome una palmadita condescendiente en el brazo.
—Mi pequeña belleza americana.
Me besa.
Jonathan está de pie delante de la nevera abierta, comiendo lascas de queso de la palma abierta de su mano, masticando con la boca abierta. Es un muchacho gordo. Amaury le aparta del camino y cierra la puerta de un golpe.
—Dame eso—dice quitándoselo—. Deja de comer tanto. Te estás poniendo gordo. Vete a hacer los deberes.-
El chico ríe, aunque veo en su mirada que está dolido.
—No tienes que decirle eso—digo, cuando el muchacho sale del cuarto.
—Sí tengo que hacerlo—dice Amaury—. Está gordo. Míralo.
—Estás hiriéndole su autoestima. «Autoestima». Aprendí esa frase mirando un programa de televisión en español.
Amaury no me hace caso.
—¿Quieres beber algo?—pregunta.
Abre uno de los armarios, y me asusto de ver la calle.
—Uy, ¡qué horror!—digo—. Hay un agujero en la pared.
—Sí—dice Amaury con una sonrisa de sabelotodo—. A eso me refería antes. El propietario es un hijo de puta.
Nos sirve un refresco de uva sin marca en un par de frascos que sirven de vasos, y volvemos al salón. Aparece una muchacha adolescente hablando por el teléfono inalámbrico. También es muy guapa. Habla en inglés, riéndose tontamente con un amigo. Se acerca al sofá de piel negra y se sienta. Lleva jeans holgados, un suéter ajustado de rayas y pendientes de oro grandes, algo en ella me recuerda a Amber cuando la conocí por primera vez en la universidad. Su pelo largo y oscuro tiene mechas gruesas rubias y rojizas en la parte de delante. Tiene los ojos grandes y bonitos. No lleva nada de maquillaje. Tiene la piel lisa y perfecta. No sé qué pasa en la República Dominicana, pero qué gente bella viene de allá.
Los muebles de la habitación son bonitos, al estilo del nuevo inmigrante. El mobiliario de cuero, mesita de café de cristal, parecido al mobiliario de Usnavys. ¿Por qué será que los inmigrantes, no importa de dónde vengan, siempre compran los mismos muebles y los cubren de plástico? Pueden ser de cualquier parte del mundo, pero siempre tienen esas vitrinas llenas de figuritas cursis y lámparas de pie que parecen flores con largos tallos, que abren sus brotes a una bombilla. Siempre tienen los juegos de dormitorio de madera barnizada con bordes dorados. Las cortinas son rosadas, de encaje, y todo está limpio y ordenado. Hay un mueble para el televisor, que está apagado, con estéreo. Amaury lo enciende, se escucha altísimo un merengue de Oro Sólido.
—Bájalo, estúpido—chilla la adolescente, en un inglés áspero y torpe que la defenderá algún día en la calle, pero que nunca le ayudará a encontrar un trabajo bueno o a entrar en una buena universidad, o ni siquiera a acabar la secundaria. Se cubre la oreja en un esfuerzo por escuchar mejor lo que le están diciendo por el teléfono.
—Vete a tu cuarto—dice Amaury—. Y deja el teléfono. Hablas demasiado por teléfono.
Le quita el teléfono y habla con la persona que está al otro lado de la línea. Contrae la cara con furia y cuelga.
—¿Pero qué haces?—chilla la jovencita, tratando de agarrarlo con sus delgados brazos y unas uñas largas arregladas, llena de anillos y pulseras.
—Ya te dije, no quiero verte hablando con chicos. Ningún chico, ¿me oyes? Eres demasiado joven. Concéntrate en tus estudios.
—Te odio—dice, tratando de arrebatarle el teléfono.
El se lo sostiene por encima de la cabeza.
—¿Qué es lo que te he dicho? Vete a tu cuarto.
La chica obedece, pero con una mirada de enfado que no he visto desde hace mucho tiempo.
—¿Siempre eres tan recto con ellos?—le pregunto en inglés.
Me contesta en español:—Esto es una de las cosas que más odio de este país. Aquí levantas la mano a un niño, y terminas en la cárcel. En Santo Domingo, los niños te tienen respeto. Aquí, no hay respeto porque no se les puede disciplinar.
—Pegarle a un niño no le enseña más que miedo—digo.
—Bueno, aquí es donde vivo. ¿Te gusta?
Otra cosa que me asombra de Amaury: Nunca discute, o te guarda rencor. Suelta las cosas. Acepta que no estés de acuerdo con él. Te permite discrepar de él.
—Sí, me gusta—digo.
—Ven acá.
Me lleva al dormitorio delantero, un cuarto diminuto con tres camas individuales.
—Aquí es donde duermo—dice—. Comparto el cuarto con Osvaldo y Jonathan. ¿Te parece bien eso?
No, no me parece bien. Es triste, y pequeño. Pero limpio. Hay cientos de libros en español amontonados en una esquina. El apartamento entero está muy bien cuidado, decorado dentro de sus posibilidades, lleno de olores de rica comida, y música.
—Podría ser peor—digo.
—Tonta, ¿por qué crees que estamos aquí?—pregunta—. Venimos de mucho peor. ¿Esos niños allí afuera? Piensan que esto es un palacio. Es todo lo que conocen. Nunca han visto las casas dónde viven mis clientes, en Newton. Nunca han visto un apartamento como el tuyo.
Volvemos al salón, y Nancy reaparece, arrastrando los pies hacia su dormitorio. Sale vestida con el uniforme de guardia de seguridad puesto y el pelo mojado y pegado a la cabeza.
—Me voy—nos dice, suspirando de agotamiento y sonando las llaves.
Llama a Cuca:—Me voy. Ya me voy.
Cuando se marcha, Amaury me cuenta que tiene dos trabajos, uno seguido del otro, todos los días menos el domingo. Limpia una oficina por las mañanas, viene a casa durante una hora para hacer los quehaceres domésticos, y se va de nuevo a su trabajo de tarde de portera de un edificio en la Universidad Northeastern. Llega a casa a medianoche.
—Su marido hace lo mismo. Así y todavía tuve que comprarles estos muebles, y hasta comida. También tengo que ayudarles a pagar parte del alquiler todos los meses. ¿Ves lo que te estoy diciendo? Este país es muy despiadado.
—Uf, qué horror.
—Nancy estudia informática e inglés en su tiempo libre. Pero como ellos no están nunca, los chicos hacen lo que quieren. Por eso soy tan duro con ellos, mi amor, porque exceptuando a Cuca, no tienen a nadie que les enseñe un poco de disciplina—y se pone a cuchichear—. Cuca es la suegra de Nancy, y está un poco loca.
Hace un gesto para demostrar lo que dice.
Osvaldo entra en el cuarto con una caja de pasas vacía. Le ha quitado la parte de atrás para podérsela colgar en el cinturón de los pantalones que se acaba de poner. Con apenas ocho años, entra pavoneándose a la habitación y se detiene delante de nosotros con una gran sonrisa. Finge que la caja de pasas es un pager, y se lo quita tal y como lo ha visto hacer tantas veces a Amaury.
—¿Qué lo que … —dice, como si estuviera en el teléfono.
Pone su diminuta mano sobre su diminuta bragueta.
Amaury agarra la caja de pasas y la tira lejos.
—No hagas eso—dice, arrodillándose para estar a la altura del niño—. No tiene ninguna gracia. Te lo he dicho antes, no me copies. ¿Entiendes? ¿Dónde están tus deberes?
Osvaldo se ríe y sale corriendo, gritando palabrotas en inglés. Pega un portazo a la puerta de su habitación. Amaury se sienta a mi lado en el sofá, apoya los codos en las rodillas, y reposa la cabeza en sus manos.
—¿Ves cómo son las cosas?—me pregunta—. ¿Qué se supone que haga con todo esto? Piensan que soy chévere, ¿sabes? He intentado escondérselo, pero saben a lo que me dedico.
Me mira: A Osvaldo lo expulsaron el otro día de la escuela por hacerse el narcotraficante en su clase. El maestro lo descubrió con una bolsita llena de jabón en polvo, y creyeron que era cocaína. Pensaron que estaba vendiendo cocaína a otros de la clase. Dijeron que esto ya había pasado antes.
—Vaya por Dios.
—Sí.
Se recuesta en el sofá, se coloca las manos detrás de la cabeza, y respira hondo por la boca.
—Ven aquí—dice, abriéndome los brazos.
Hago lo que me pide y nos quedamos así sentados en el sofá de su hermana, escuchando música, hasta que Cuca nos llama a todos a cenar.
Nos sentamos en una mesa tambaleante en la pequeña y fría cocina, y comemos en cada uno platos distintos. Cuca cocinó mofongo, un puré de plátanos, chicharrones, y ajo, y un grasiento estofado de pollo con arroz blanco y frijoles. La comida está deliciosa, y Amaury parece haberse ablandado un poco con los niños en cuanto ha comido algo. Los muchachos le cuentan sobre su día, la chica le habla de una obra de teatro escolar en la que quiere participar.
—Qué bien—dice—. ¿Ya has leído el libro que te di?
—No—dice.
—¿Y por qué no?
—Estaba ocupada.
—He estado ocupada—la corrige.
—Cállate—le dice—. Sé como se siente.
Le echa una mirada de duda, y termina su comida. Cuando todos terminamos, la joven quita la mesa y empieza a fregar los platos en el fregadero con agua fría. Cuando abre el grifo, la pared emite un gemido que despertaría a los muertos y las cañerías resuenan. Me ofrezco a ayudarla, pero Amaury me aparta.
Vamonos—dice.
Al salir, el marido de Nancy llega a casa de su primer trabajo de mecánico, está tan cansado como su mujer. Me saluda y sube tambaleándose por las escaleras.
—¿Cuántos años tiene tu hermana?—le pregunto cuando volvemos al Honda.
—Veintiocho.
—¿Sólo veintiocho? ¡Si tiene mi edad! ¡Parece que tiene cuarenta!
—¿Cuántos años tienen los niños?
—La chica tiene catorce años, y los chicos tienen ocho y diez años.
—¿Tuvo la niña cuándo tenía catorce?
—Eso no es extraño en Santo Domingo—dice.
—Dios mío. ¿Con el mismo tipo?
Me imita:—Dios mío. No, no con el mismo tipo. No quiero hablar de eso.
—No tenía ni idea.
—Lo sé. Por eso quise traerte aquí. ¿Me entiendes ahora? ¿Entiendes por qué hago lo que hago?
—Sí.
—Está bien.
—Pero tiene que haber una salida.
Se encoge de hombros:—Quizá. Si la encuentras, me lo dices.
—¿Cuánto ganas a la semana?
—Quinientos dólares, limpios.
Yo me río al oír «limpios». Gana mucho menos de lo que esperaba. Entonces se me ocurre una idea.
—Tengo una amiga que acaba de conseguir un contrato discográfico—le digo.
—¿Sí? Te felicito.
Estacionamos cerca de mi apartamento en un parquímetro. Amaury tendrá que mover el carro a las seis de la mañana, o se lo llevará la grúa. Andamos en silencio el resto del camino a mi apartamento. Una vez dentro, nos sentamos en la mesa del comedor y continuamos hablando.
—Me llamó el otro día y me preguntó si conocía a alguien que le ayudara a formar su grupo callejero.—¿Un grupo callejero?
—Es algo que hacen en el mundo discográfico, tienes que preguntarle a ella. Creo que dan fiestas, tocan sus discos, das ejemplares de sus discos a tus amigos, e intentas despertar interés en la calle por su música.
—¿Te pagan por eso?
—Te lo juro. Sí que lo hacen.
Se ríe:—Me encanta este país.
Se ve intrigado.
Llamo a Amber a su casa. Contesta el teléfono en un idioma que nunca he escuchado antes, me imagino que es Náhuatl. Oigo a Shakira cantando de fondo.
—-Eh, Amber, soy Lauren.
—Por favor llámame Cuicatl—dice—. Es mi nuevo nombre. No soy una india a tiempo parcial, así que no me trates como a una.
Como siempre, no tiene ningún sentido de humor.
—Te llamaría por tu nuevo nombre si pudiera pronunciarlo, ¿comprendes, chica? Pero no puedo. Por lo tanto eres Amber para mí.
No se ríe. Desde que empezó con todo este movimiento mexica, parece haber perdido su sentido del humor. Como la vez que hablábamos por teléfono y estornudó, y dije «¡Salud!». Se puso en plan tonto y me soltó tan fresca:— No estoy enferma. Por lo tanto no digas eso.
Oookaay.
—Mira, te llamaba sobre lo que hablamos el otro día de los grupos callejeros para promocionar tus discos.
—¿Ya has encontrado alguien?
—¿Cuánto pagan?
—Depende de las horas.
Le cuento toda la historia de Amaury. Me escucha tranquilamente y dice:— Lauren, me encantaría ayudarle. La Raza está siempre expuesta al crimen. No es nada nuevo. Es parte del plan de los europeos para destruirnos. ¿Cuánto ha estado ganando?
—Mira—le digo—. Mejor que hables con él. Está aquí conmigo.
Le doy el teléfono a Amaury, y habla con Amber en español por lo menos quince minutos. No puedo entender la mitad de lo que está diciendo, porque habla muy rápido. Pero oigo que le da su dirección y deletrea su nombre antes de devolverme el teléfono.
—Hola—digo.
—Ya está en mi nómina—me dice—. Voy a pagarle lo que ha estado ganando, pero quiero que te asegures que hace lo que necesita hacer. Te enviaré un correo electrónico con la descripción de trabajo de un callejero a jornada completa.
—Gracias, Amb-Cuiiiiiitel, o lo que sea.
—De nada. Me alegro de poder ayudar a los nuestros. Parece buena gente.
Parece buena gente. Me gusta escuchar eso. No creo que ninguna otra «temeraria» hubiera dicho eso de Amaury.
Colgamos. Amaury sonríe. Se ha quitado el buscapersonas, y lo está desmontando con una navaja, rompiéndole las tripas.
—¿Qué haces?—le pregunto.
—Se acabó.
Se le ve feliz. Se levanta y me besa.
—Estoy haciendo lo que tú siempre me has empujado a hacer—dice—. Voy a empezar una nueva vida.