ITALIA
DOS AÑOS ATRÁS

El atardecer se abandonaba entre las colinas, una brisa cálida movía las espigas, como en una danza de fuego. Los cerezos inundados de frutos carnosos y los durazneros colmos de delicias jugosas invitaban al pecado de gola. Todo alrededor parecía querer mostrar su encanto y era una lucha entre vanidades dentro de este mundo natural. Agnes, desde el muro de piedra que limitaba el bosque con los campos de la condesa, lo contemplaba todo. Cada flor, cada fruto parecía ofrecerle su aroma, su sabor, su color. Ella sentía que todo a su alrededor tenía una belleza inmensa porque su corazón estaba lleno de amor.

 

El domingo pasado, como cada domingo, Agnes con sus hermanas y con su familia, se dirigió hacia la iglesia del pueblo para asistir a misa. Ella no había podido concentrarse mucho en las palabras del cura, que como siempre reñía a los feligreses por los pecados cometidos. Sobre todo, regañaba a las mujeres, que por la abundancia de hijos y por la pobreza que reinaba, acudían al aborto a escondidas. Las pobres se ponían en manos de alguna matrona del pueblo, arriesgando infecciones graves. De esa manera, el párroco sentenciaba: “ogni ninin, sò cavagnin”, pero en realidad nacían con las manos vacías y con muchísimo apetito.

Agnes sabía que las mujeres de su pueblo se sentían muy solas. Se murmuraba sobre aquellas que quedaban embarazadas fuera del matrimonio como una gran pecadora, mientras que las otras, que lo hacían dentro de las reglas del buen vivir, se hallaban también indefensas. No sabían a quién recurrir en busca de consejo, no podían hablar con nadie, éstos, eran temas privados y concernientes a la esfera íntima. Las mujeres no recibían información sobre métodos anticonceptivos, ya que era tabú hablar con las madres o las suegras. Otras veces, ellas no tenían más información que la de la experiencia propia.

El cura, durante el sermón, siguió regañeando sobre los comportamientos morales. Su discurso se dirigía hacia los jovencitos, que de hecho él un poco lo justificaba, ya que, sin distracciones ni medios económicos, el único modo que tenían para escapar de la dura realidad era hacer el amor. De modo que la responsabilidad de no escuchar al demonio tentador caía sobre las jovencitas, que sin duda, evitaban al diablo conductor de pecados de la carne, pero la naturaleza les llamaba a gritos. Ellas quedaban embarazadas a ton y son. De nada valía la ardua vigilancia de madres y tías, pues se las arreglaban para escapar con sutiles estrategias.

Agnes, aquel domingo, vio a Dino en los bancos del frente. Ese muchacho alto, de cuerpo fuerte y espigado. Llevaba el pelo ondulado, muy corto. Un jopo rebelde se dejaba caer sobre su frente, lo que a Agnes le pareció irresistible. Ella se había enamorado de él ya desde que tenía 10 años, pero él recién ahora le dignaba una mirada. Agnes codeó a su hermana Lina que le echó un vistazo y rieron silenciosamente. Su tía Caterina las retó y su tía Amelia les ordenó guardar silencio. Agnes no pudo disimular su disgusto cuando vio que detrás de Dino se había sentado también Teresina, aquella víbora chismosa y creída, que la miraba como desafiándola.

—Qué se cree esa engreída —le dijo a Lidia, su otra hermana, que le sugirió indiferencia.

La misa prosiguió en latín y los cantos del Regina Mater se elevaron:

Salve, Regina, Mater misericordiae,

vita, dulcedo, et spes nostra, salve.

Ad te clamamus, exsules filii Evae.

Ad te suspiramus, gementes et flentes

in hac lacrimarum valle.

Agnes entonó con gran pasión, esta melodía le llenaba el corazón de fuerza y de paz. Mientras cantaba, de reojo miraba a Dino y su pecho más se colmaba.

Al terminar la misa, todas las mujeres de la familia se dirigieron como en procesión, hacia la gruta de la Madonna que se encontraba al lado de la iglesia. Encabezaban el desfile las tres tías ancianas, hermanas de su padre que literalmente se habían quedado a vestir santos. En sus manos llevaban las estampitas con sus santos preferidos enmarcados en color oro. La tía Vittoria era de una bondad suprema, enseñaba el amor sobre todas las cosas. La tía Ziglia se obsesionaba por los menos devotos, pero dejaba a Dios la cura de sus destinos eternos. En cambio, la tía Caterina, de religión más severa, creía que su misión en el mundo era la de ocuparse de aquellos menos devotos y sobre todo del destino de sus almas. Claro está que los consideraba poco creyentes, por lo que le hacía comprender los preceptos a palabrotas y a mandos. Ellas, le Vittoriete, amanecían en la fe y con su gran fervor religioso conducían a las más jóvenes hacia el recto camino.

La procesión se encaminaba hacia la capilla. Agnes, con sus hermanas Lina, Lidia, y la pequeña Elda, encabezaban el grupo, seguidas por sus primas, Marcelliana, Gema y Sabrina. Un rito obligado que se hacia necesario para obtener la bendición que se llevaría a casa. Todas vestidas con sus ropas dominicales. De negro las mujeres casadas, como dictaba la tradición, también las tías ya que esposadas con Dios y los Santos. Guantes negros de puntillas hasta los codos. Rosarios de perlas color marfil se enredaban en cada mano, el libro de plegarias de tapas duras de nácar yacía entre palmas unidas para la oración, fundiéndolo todo en única plegaria. Cada mujer cubría su cabeza con un velo oscuro, en actitud de respeto. Un fino manto, bordado con esmero, en las inacabables tardes de invierno.

La luz de las velas danzaba en la cripta, dando al ambiente un toque místico que envolvía. Las mujeres se arrodillaron y el rezo del rosario dio inicio. Agnes amaba este momento de profunda compenetración, pero unos minutos antes había cruzado su mirada con la de Dino y le había revuelto el alma. Ella, ya no pensaba y su rezo se confundía, su mente viajaba como suspendida entre nubes de color marrón como los ojos de aquel que le había hecho ver su propia feminidad.

Al terminar el rosario, su tía Cecilia, una de las Vittoriete, se le acercó y le dijo:

—Acuérdate que la Madonna protege tu destino y te concederá lo que te ayude a cumplir con tu camino, pero recuerda que de inmediato, podría no gustarte.

—Gracias tía –le respondió respetuosa Agnes, pero la verdad que no había entendido ni un comino de lo que había querido decirle, y tampoco le importaba. Su pensamiento en este momento era solamente para el que la había hechizado.

 

La abuela Appolonia, su madre y su tía Amelia se dedicaban a los preparativos para el almuerzo. Desde muy tempranito, gruesos troncos crujían dentro de la cocina a leña, en estallidos de chispas. Luigia cortaba las verduras en trocitos, y preparaba el minestrón que echaría hervores por toda la mañana. La tía cocinaba a fuego lento la pata de cerdo. La abuela Appolonia cocinaba la polenta en una olla de cobre que colgaba en la estufa. La mecía con cuchara de madera en una danza elíptica que endurecía.

La polenta escupía entonces, burbujas de suspiro caliente, avisando que estaba lista. Su madre con destreza, la echaba en una fuente de madera redonda, fabricada con listones. Una vez fría, con un hilo de algodón, la cortaba en rectángulos iguales, que luego su abuela, iba tostando en la plancha ardiente de la cocina a leña.

Las tres mujeres, al primer canto de gallo, habían participado en la misa. Al amanecer, como cada domingo, las campanas habían tocado, avisando a los campesinos que el deber de buenos cristianos les llamaba. Apenas el sol, con sus primeros rayos insistentes del verano, golpeaba las persianas cerradas y las callejuelas del pueblo se iban desperezando; madres de familia, hijas primogénitas, hombres listos para el trabajo duro, asistían a la función para cumplir con lo que Dios mandaba.

Un cura, no muy leguleyo y bastante desaliñado, oficiaba con prisa, con maneras bruscas como si se le interrumpiera el desayuno. Y claro estaba que a todos se les interrumpía, porque para poder comulgar como Dios solicitaba, se tenía que observar ayuno desde la medianoche del día anterior.

La misa de las once de la mañana era otra cuestión, y Agnes participaba con entusiasmo. Era un momento de congregación de la comunidad donde todo se compartía. Ella no faltaría por nada del mundo a la misa grande. Generalmente era el párroco quien oficiaba. Algunos muchachos llegaban tarde a propósito porque era detrás de todo el mundo donde estaba la diversión. Algunos entraban cuando el monaguillo tocaba las campanillas para la elevación de la Hostia y se escapaban con el último toque del acólito.

En el fondo se hacía tertulia y se programaban salidas, travesuras y bromas; se reían de las chicas que, con sus puntillas negras, eran de verdad encantadoras. Algunos se divertían con provocar a las muchachas, obteniendo risitas tímidas, sobre todo cuando se acercaban al párroco que las fulminaba con su mirada acusadora. A la hora de dar la limosna, el sacristán, al que llamaban “el cíclope” porque tenía un ojo sólo residuo de una granada del 45, se acercaba con el bastón desde donde colgaba una bolsita de terciopelo roja. Los fieles comprendían que a su paso las limosnas irían a las almas del purgatorio. Todos con devoción hicieron sus ofrendas. Cuando el cíclope pasó por segunda vez con el bastón y la bolsita de terciopelo negro, que significaba ofrenda para el cura, los muchachos del fondo depositaron, con devoción y en reverencia, caca de oveja. Habrían dado cualquier cosa por verle la cara al cura. La broma les serviría para reírse por una semana, si bien sabían que, por la tarde, después del toque de campana que llamaba al catequismo, llegaría el sermón cargado de sagrado escarmiento. Pero el disimulo sería también sagrado.

Al salir de la iglesia, la plaza se colmó de vida.

 

Agnes salió de prisa junto a sus hermanas y se dirigieron hacia el rincón de los jóvenes, allí estaban las chicas de su borgo que se contaban secretos y chismes de la semana. Un grupo de muchachos, con sus ropas dominicales, aparecieron muy guapos. Trajes de sastrería de doble pecho, zapatos de punta, estrenados durante las fiestas a guardar, camisas abotonadas y corbatas de nudo fino daban muestra de elegancia y por cierto, destacaban la destreza del modisto. Algunos vestían trajes más humildes, confeccionados por sus madres o tías, que heredaban de algún pariente pasado a mejor vida. Nada tenían que ver con los gastados atuendos que usaban mientras trabajaban los campos: Musculosa, pantalones de lona y suecos de madera.

 

Un grupo jugaba a “sassetti” .Tomaban cinco piedritas del mismo tamaño. Mientras una de ellas se la tiraba hacia arriba, al mismo tiempo, se tomaba otra del piso y se recibía la que volvía cayendo. El procedimiento seguía hasta arrojar por último las cinco piedras. Si uno de ellos lograba hacer toda la operación con la rapidez solicitada, se convertía en campeón. Algunos atrapaban con destreza mientras los guijarros descendían. Las apuestas se echaban y el grupo se animaba.

 

Las mujeres se juntaban en ronda y charlaban:

—¡Qué ha crecido su Pierino, Doña Plácida! —le dijo su vecina, como queriendo meter la nariz.

—Ni me lo diga usted, ya va para sus trece años y ¡tan igualito a su padre que se ha puesto! —exclamó Doña Plácida.

—Bueno, ha crecido entre mujeres este niño. Se lo ve siempre tan engominadito, y muy gentil cuando pasa —contó Doña Assunta.

—Es un niño casa-escuela —refirió la madre. A veces me cuesta decirle que vaya un poquito afuera para que tome aire, siempre haciendo sus tareas. A lo único que le toma gusto es ir hasta la plaza para comprar algunos caramelos en el almacén de Felice, vuelve alegre y lleno de vida, si digo yo que tiene que tomar aires el niño.

 

Las demás mujeres asentían y algunas se miraban de reojo. Claro que muchas conocían las costumbres de Pierino. Él, junto con otros pícaros del pueblo, iban a lo de Felice a comprar los caramelos; pero luego pasaban a hurtadillas por la casa de la señora Viola, una mujer aún joven, separada de su marido, que impartía a los púberes del pueblo el arte de amar. Una docena de jovencitos, ansiosos por conocer los secretos de la verdad femenina, escondida entre los pliegues de una falda. Todos se amontonaban en el patio y para atenuar la espera jugaban en los adoquines del pequeño playón, únicos testigos los macetones colmos de geranios. La Viola los llamaba a turno. Salían pálidos y radiantes, caminando orgullosos con sus pantaloncitos cortos de niño y conscientes de su potencial masculinidad.

 

Ese domingo, algunos muchachos fueron a robar peras al huerto del cura viejo, y mientras se trepaban hasta las ramas más altas, lo vieron todo. Desde la ventana de la señora Viola, un muchachito como renacuajo trepaba sobre la mujer, desde la ventana opuesta, el cura viejo contemplaba, se persignaba y se castigaba a cintazos.

El viejecito de contrà delle rondine se asomaba a la ventana y mujer que veía, le mostraba su virilidad.

Los niños pensaron que lo bueno del domingo era subir al árbol del cura, el espectáculo era sin dudas, mejor que el de cualquier cine de pueblo.

En un rincón de la plaza entre brindis y discusiones acaloradas estaba la compañía de su hermano Rino. Él, acompañado por Norma, su novia y por sus amigos íntimos; Décimo y María, Toni y Lucinda. Empezaban el día con un “ombra”  y seguían con la grappa. Cantaban la canción del alpino y entre melodía, aguardiente y cigarrillos, llenaban la plaza de color. Rino había presentado a su novia a la familia. Norma era maestra en Thiene. Sus padres estaban orgullosos de él, porque salía con una diplomada, si bien el estudio no era bien visto en su comunidad ya que distraía del trabajo.

Su abuelo Giuseppe solía decir:

—La inteligencia es un estorbo para una mujer. Demasiado educada se vuelve inmanejable. Tiene que saber llevar la casa, ser temerosa de Dios y obedecer al marido, claro está.

Y claro estaba, nadie se animaba ni se le pasaba por la cabeza abrir una discusión al respecto.

Norma era una persona de un cierto nivel, pulcra y educada, cualidades suficientes en una mujer. Se veía que se querían mucho y esto a Agnes le encantaba porque adoraba y admiraba a su hermano. En su compañía participaba en fiestas, cantos. El tocaba el violín y la guitarra y ella, con la promesa echa a sus padres de que su hermano la cuidaría, se unía a ellos para entonar las canciones de moda. Nada más atardecer, entre amigos, se acostumbraba a ir de casa en casa tocando y bromeando.

 

Ella había notado que después del servicio militar, su hermano había vuelto cambiado. Las experiencias como alpino lo habían llevado a conocer personas de rango que habían estimulado su buen carácter, su disposición y su generosidad hacia los demás, valorando la rectitud moral que le pertenecía, por lo que había ocupado en el cuartel un cierto papel de prestigio. La vida militar le había enseñado oficios nuevos, conducía los coches del ejécito, o realizaba trabajos de electricidad que en su casa no le estaba permitido. La vida del alpino, de gran camaradería, le había hecho tomar consciencia de su propia esencia, despertándole aquel afán de moverse en un mundo nuevo que se estaba formando y que esperaba ser descubierto. Él tenía que ser parte de esta nueva aventura. Cuando Rino volvió a su casa, le costó enormemente retomar el ritmo del campo. Nada lo entusiasmaba, solamente el canto, la música, sus amigos y claro está; Norma. La dulce y paciente Norma.

Sentía en lo profundo de su ser que su destino no estaba allí, amaba su pueblo, su casa, sus tierras, su familia, pero algo lo empujaba hacia nuevos horizontes. Encontraba comprensión y sostén con los Parchi 1 , especialmente con su tío Mario, hombre de mundo y de experiencias, a diferencia de su padre que no había salido nunca de su pueblo. Luigi, había visto solamente hosterías y faldas. Si podía elegir, se iba al mercado, hacía herrar los caballos y de paso, una vueltita por la hostería. Rino no quería que su vida terminara así.

Una tarde, mientras armaban un cigarrillo su tío Mario le aconsejó que escribiera a su tío Severo que estaba en Córdoba, trabajando en la fábrica de cemento “Minetti”. Para viajar necesitaría ser llamado por alguien del sitio, para así obtener el permiso de trabajo. La Argentina era un país en desarrollo que acogía a los extranjeros con buen talante, a diferencia de otros países. Además, la lengua no le resultaría difícil de aprender, y estando sus tíos Severo y Romano allí, todo le sería más fácil. A Rino se le habían iluminado los ojos, aquella era la posibilidad que esperaba. Por un momento se entristeció, no quería abandonar otra vez a Norma, que durante el militar había sufrido su partida, pero si se le daba bien el viaje, la mandaría a buscar para iniciar una vida juntos, como siempre habían deseado. Se volcó con ahínco en esta nueva aventura, escribió a su tío y con fe y esperanza, esperó la respuesta que tardaría bastante en llegar.

Agnes, ese domingo, mientras hablaba con sus primas, se percató que Dino estaba muy cerca, parecía que aguardase el momento para entablar conversación. Ella no se lo quiso poner fácil, y concentrándose en la conversación, que por lo cierto no le interesaba para nada, dejó que tomara la iniciativa. Tenía que exhibir la indiferencia propia de una mujer seria, tal como le resonaban las palabras de su madre.

Mientras él se le acercaba, su cuerpo de niña de 16 años se erguía, rebosando soltería. Le había rezado a la Madona y también al Santo. Había elegido el mártir que le habían dicho que era el más diligente y el menos remilgado a la hora de conceder milagros, y allí estaba su milagro. El por fin la había notado.

—¡Buenos días, Agnes! ¿La disturbo? —murmuró tímidamente Dino.

—No, claro —le respondió ella, tratando de disimular indiferencia.

—Es que... la he visto en la misa... y... es que me ha parecido... ¿Podríamos hacer el camino de vuelta juntos? — exclamó, y mientras lo hacía, seguía mirándola con aquellos ojos marrones llenos de embarazoso asombro. Parecía casi, como que esperara una respuesta negativa.

Agnes no tardó demasiado en urdir una respuesta.

—Por supuesto, ya nos estábamos por poner camino a casa, me daría gusto entablar conversación con usted, Dino.

El grupo de jóvenes se dirigió calle arriba, donde vivían los Zigliotti, hacia Via Valdelette.

Sin saber de qué hablar, Agnes empezó tratando de romper su timidez. Le contó que sus orígenes eran remotos, tal como se lo dijera su abuelo. Le habló de que su apellido, significaba en latín pendío, lo que los hacía originarios de montaña. Los viejos, en las frías noches de invierno, contaban que, durante la peste en llanura, los muertos habían sido tantos, que los pueblos montañeses habían tenido que descender de la alta montaña para trabajar la tierra, ya que no había quienes lo hicieran. Estos montañeses, antiguos Cimbros provenientes del norte, perseguidos por los Bárbaros, se habían refugiado en las montañas de la zona, de allí que las características físicas fuesen tan nórdicas.

Mientras Agnes le daba lecciones de historia a Dino, las mujeres les iban dejando solos, controlando que se mantuvieran a corta distancia y que no pasaran juntos más del tiempo exigido por las normas de buen comportamiento. —Tendré que agradecer a estos Cimbros por haberle hecho tan agraciada —le dijo.

—Dino qué dice usted, —exclamó ella ruborizándose y trastornándose para siempre. Esa noche sus hermanas querían saberlo todo, asi que les contó que habían quedado en verse en el mercado. Su madre les gritó desde su habitación

—¡Las oraciones y a dormir!

Por lo que, después de guardar silencio, se acurrucó en su cama. Convencida de que no iba a pegar un ojo, tomó su cuaderno de tapas negras y escribió a la luz de la lámpara con afán de exactitud, tratando de no omitir detalle, como queriendo fijar aquel encuentro en su mente y en su corazón para hacerlo eterno.

 

Aquella mañana, Agnes había ido hasta la Villa del Conde Piovene, su madre le había encargado que entregara unas sábanas bordadas. Desde su casa bajó por el sendero hasta el arroyo, lo cruzó y se encaminó por el bosque. Este camino lo había hecho durante toda su infancia mientras iba a la escuela. En aquel entonces como ahora, árboles seculares le habían señalado el camino. Ella los conocía uno a uno. Con sus hermanas acostumbraban a detenerse a cada paso porque el bosque las acunaba. Un roble enorme las esperaba y a su sombra se contaban secretos que el sabio árbol guardaba.

Por momentos las grutas se volvían castillos donde ellas soñaban, o eran pizarras que custodiaban secretos de los muchos que por allí pasaron. Algunos rastros de moluscos fósiles contaban de un mar que lo había cubierto todo. Otros diseños en la roca hablaban de soldados escondidos, de fogatas apagadas de prisa. Su madre no quería que jugaran en las cavernas porque podían adentrarse en un mundo desconocido. Se rumoreaba de túneles secretos, de pasajes misteriosos. Nadie sabía hasta donde llegaban. Las coníferas se sacudían mientras ellas pasaban y sus hojas les murmuraban historias de otros tiempos. De pequeñas pasaban por la Villa a buscar a la condesita que iba a la escuela con ellas. El camino lo hacían juntas, y mientras brincaban, se encaminaban por el pasaje que costeaba el aristocrático palacio. Muros medievales de piedras inmóviles, adoquines gastados por el pasar del tiempo, eran testigos de la infancia, que a cada paso y a cada risa se iba deshaciendo.

Lidia amaba subir los primeros escalones de la Villa y se trepaba en el portón del 700. Lina y Agnes no se cansaban de contemplar la monumental escalera que conducía al palacio, su pronao jónico imponente, recibía dos filas de escaleras laterales que conducían a la logia y desde allí al salón principal. Caterina la condesita se sentaba aburrida y abría su maletín de cuero donde guardaba las piñas que recogían. Durante esos períodos de gran turbulencia política, su padre había preferido que ella pasara todo el año en el campo, alejada de una guerra que parecía no tener fin.

Agnes recordaba bien su conversación con la noble niña:

—¿Dónde duermes, Caterina?

—En el primer piso, mi habitación da hacia el bosque — explicó la condesita.

—¿Y la habitación es solamente tuya? —preguntó Lina

—Claro está —murmuró distraída Caterina.

Las tres hermanas se rieron y pensaron en su casa donde vivían doce personas casi amontonadas, donde cada crujido de madera reseca revelaba una presencia.

El recuerdo de aquel sendero y de aquel muro las acompañaría siempre y no olvidarían nunca aquel invierno del 44, cuando al dejar atrás la Villa, las niñas, desde lo alto de la colina, vieron su escuela incendiarse. Había pasado el temido Pippo, aquel avión que con su descarga de destrucción y de odio, arrasaba todo. Una bomba había caído sobre su escuela. Las niñas se habían sentado al borde del camino y de la mano habían sufrido en silencio. Caterina y Lina lloraban, Agnes trataba de dar fuerzas a las otras, pero de su boca no salía sonido. El olor a quemado las había paralizado. Su olfato preciso, poderoso, grababa en la memoria con tenaz persistencia este recuerdo de horror.

 

Sin embargo, esta mañana Agnes había atravesado el bosque sin mirarlo siquiera. La fragancia intensa le traía sensaciones remotas que ella ignoraba. Cada pino, cada conífera, había murmurado secretos, sacudido piñas, atrapado el viento entre sus ramas. Hasta una lluvia de hojas serófilas la había envuelto. El bosque le había mostrado los nidos y los pichones recién nacidos. Incluso una bandada se había levantado en vuelo, pero Agnes no caminaba, volaba, flotaba, pensaba solamente en Dino.

Desde la tapia de piedra que rodeaba la capilla exterior al palacio, Agnes lo contemplaba todo y soñaba. No lograba comprender cómo todas las cosas lograron adquirir un color y un aspecto maravilloso. Hasta una avispa, que se lanzaba sobre la pulpa indecente de una ciruela madura, la encontró romántica.

 

Su familia explotaba el terreno agrícola que rodeaba el palacio. Eran aparceros, tenían que cultivar las tierras del conde. Un trabajo duro e injusto ya que la mitad de la cosecha era destinada al dueño de la tierra y la otra mitad a los trabajadores. El conde lo dirigía todo. A veces Agnes llegaba hasta el mercado sin que el patrón lo supiera, para que no surgieran problemas para toda la familia.

 

La primavera acababa de transcurrir y como todas las mañanas a las tres, los hombres se levantaban, y como todas las mañanas Cesare se había enfadado con Rino. Se pegaba a las sábanas sin disimulo y mientras Cesare bajaba las escaleras de madera de su casa. Desde su cama, Rino le decía:

—Espero que cante el gallo.

El gallo cantaba y las campanas sonaban. Poco a poco la casa se despertaba, pero Rino no se levantaba. Félix se dirigía al establo, su tarea eran los animales, trabajo que había heredado de su hermano Giuseppe muerto de tétano a los 20 años. Él le había enseñado todo sobre el manejo de las bestias y la verdad que, si bien era un trabajo duro, él se alegraba de estar entre sus vacas que conocía una a una. Tempranito las ordeñaba, les repartía el heno y recibía de parte de Bianca un empujón con el hocico, era su manera de demostrar su alegría ante la comida. La Génova les había dado dos terneritos que venderían en el mercado. La Italia solamente daba leche de una teta sola. Durante el invierno una infección le había arruinado las glándulas por lo que seria difícil venderla y leche producía poca. Félix temía por su destino, él la adoraba. La parte que menos le gustaba era tener que limpiar el establo, depositaba el estiércol, verde y oloriento, en pozos que se usarían para abonar los terrenos antes del cultivo.

Cesare, Rino y su padre Luigi, se dirigían al campo, sacaban el buey del establo y con su andar lento y pesado marcaban el ritmo del día y antes de que el sol abrumador los abrazara daban inicio a la danza del arado. Su padre conducía la bestia, siempre en línea recta. Al final del campo, se levantaba el arado, se giraba el animal y se volvía a la danza. Los surcos, perfectamente dibujados, hacían recordar las figuras de gimnasia, en el patio de la escuela durante las fiestas del fascismo. Líneas geométricas, orden y uniformidad.

El astro rey se hacía más impetuoso y durante el descanso, Rino se apoyaba a la bestia y dejaba sueltos sus sueños; la música y el baile. Se veía a sí mismo en grandes salones, donde los instrumentos tocaban rítmicas melodías y donde él con su violín transformaba las notas en ángeles de sutiles alas. Su imaginación, de repente, se veía interrumpida por un cascote. Éste le llegaba a la cabeza, arrojado por su hermano que se reía a carcajadas y lo sacaba de sus cavilaciones. El ritmo lento del día transcurría.

Agnes, Lidia y Lina se levantaban a las 5 de la mañana, se ponían sus suecos de madera y cuero, e iban a la fuente que se encontraba en la entrada de la casa. Cargaban grandes recipientes de agua que transportaban dentro. Serviría para las tareas del hogar. La abuela Appolonia preparaba el pan. Dentro de un cajón de madera, había dispuesto la masa con la levadura y había quedado en reposo por toda la noche. Ya alta y fermentada, su abuela comenzaba a amasarla, un poco con las manos y un poco con la gramola. Luego formaba cúmulos de pasta que dejaba reposar por horas. En casa no tenían horno así que Lina y Agnes llevaban la pasta a casa de su tía Amelia y en el gran horno a leña cocinaban el pan.

A las 8 de la mañana, las chicas llevaban la merienda al campo: caldo de carne de cerdo y un trozo de pan recién horneado, que los hombres cortaban en pedacitos y lo sumergían en esta sopa regenerante. Otras veces llevaban pan y queso, pero Cesare se quejaba:

—¿No me digas que me traes queso? ¡Joder mujer!

—¡Come y calla hombre! —repetía su padre, que amaba el queso y se acababa la discusión.

Se retomaba el trabajo, y mientras los hombres se movían con el arado, las mujeres echaban el grano ayudándose con la azada. En verano, mientras los jóvenes a golpe de guadaña cortaban el heno, las muchachas con el ritmo del tiquetío de un reloj, lo rastrillaban, depositándolo en los carros para guardarlos hasta el invierno. Mientras la azada picaba el terreno, Agnes cantaba, Lina y Rino la acompañaban. Cesare refunfuñaba y Lidia se reía y soñaba.

Se araba hasta las 10, luego se transportaba el buey hasta el establo donde Félix lo cepillaba, lo refrescaba, le daba el forraje. Su tío Giovanni ya había pasado con el carro para recoger la leche, que llevaba casa por casa. Félix tenía listos los tarros lecheros, si no su tío le gritaba.

En la cocina, Luigia, su madre y la nonna Appolonia se dedicaban a los quehaceres, en un gran lavatorio excavado en una laja de piedra se depositaban las judías para limpiar, y las verduras para lavar. Colgados de una repisa, daban muestra de sí, grandes baldes de cobre. En los más amplios se conservaba el agua que traían de la fuente. No había nada más bueno en verano que con el jarro, también de cobre, tomar agua fresca. El mismo colgaba de la manija en precario equilibrio. A su lado, una palangana cobriza para lavarse por las mañanas, ya que en las habitaciones no todos la tenían.

En la cocina todo era de cobre: las ollas para la polenta que colgaban de la estufa, los moldes, los cucharones, las sartenes, los calderos, los envases en general. Nada podía faltar para la preparación de la polenta. De la estufa pendía el caldero donde se cocinaba la misma. En su costado, un taco empotrado, que la mujer sentada enfrente del hogar, casi acurrucada, empujaba con la rodilla para tenerlo quieto al mezclar la masa. —¡No uses el cuchillo para la polenta! — le había gritado a Agnes su abuela. Sólo los ignorantes y asesinos violan con el cuchillo tan delicado manjar —había agregado.

La pelagra no daba más miedo, pero se acordaba muy bien lo que había significado cuando no había nada para ponerse en la boca, solamente polenta, tal vez si se hubiera aprendido de pueblos aztecas que comían maíz en cantidad y de pelagra no se enfermaban. Este pueblo, sabiamente, depositaba el maíz en cal para hacerlo digerible.

La tía Amelia para correrles de su cocina les decía a los chicos: —¡fuera de aquí pelagrosos! —ellos se reían.

Desde tempranito la cocina a leña escupía bocanadas de fuego, se cortaban las verduras de la huerta y el golpeteo sobre la mesa de madera se sentía desde lejos, así la gran olla recibía infinidad de colores y los sabores se mezclaban. Se freían cebollas y nobles dientes de ajo que Agnes odiaba.

Porotos corpulentos y estoicos pimientos cerraban la danza. El minestrón cabrioleaba en cálidos hervores. Rino entraba olisqueando como perro perdiguero. Abrazaba a su abuela Appolonia que con su delantal grasiento ejercía su incuestionable autoridad en la cocina. Después, conquistaba a su madre con una caricia rebelde. Entonces, dueño de la situación, mojaba un pedazo de pan en la espesa sopa y sus papilas gustativas se excitaban ante esta conjura de aromas y gustos.

Su madre esa mañana había matado una gallina, claro está que la más vieja, y la había colgado para que desangrase. Una vez lista, la había pelado con agua caliente. Ese olor a pluma quemada la indisponía, pero los hombres necesitaban comer algo más nutriente. Si bien la escasez reinaba y lo que había se dividía con el conde, ella trataba de inventarse lo que podía para satisfacer a su familia. Una sola ave, de verdad era poco para tantos comensales. Armada de cuchillo, la cortaba en pedacitos, la depositaba en la cacerola con laurel y vino tinto. El aroma cosquilleaba, conquistando. Ante los hambrientos invitados a la mesa, Luigia ofrecía la polenta. Cada uno la sumergía en la salsa que realzaba la virtud del amarillo manjar. En otoño solían cazar pajaritos que cocinaban también a la cacerola. Untar la polenta en tan poca salsa se volvía una competición. La diversión estaba en quien impregnaba más la polenta en el jugo. Lograr levantar la moral de este plato tan pobre, era una hazaña, la comida era exigua, por lo que compartirla a través del juego, se volvía motivo de risa y de encuentro. Luigia y la abuela, gozaban del espectáculo de pie al lado de la mesa, como era la costumbre.

A la hora de matar al cerdo, se llamaba a todos los hombres de la familia. Sus hermanos, sus tíos, el abuelo. Cada uno una especialidad: quien cortaba, quien separaba las tripas, quien desangraba, quien limpiaba. Cada parte del puerco venía aprovechada. La carne se molía, se le agregaba la pimienta; sal en cantidad e hierbas del campo. Luego se rellenaba la piel de intestino anudada al final, para obtener apetitosos salames. Los embutidos obtenidos se depositaban en cantina donde se encogían para el invierno próximo. Por suerte, ya había pasado el periodo en que tener un cerdo en casa significaba pagar un arancel al gobierno fascista, por lo que no hacía falta esconder al tan apreciado animal. Se participaba en la matanza sin sentimientos huidizos. La preparación del matambre era un acontecimiento. Toda la familia en la cocina trabajaba; se molían las verduras; se lloraba junto a las cebollas; se pelaban ajos que depositaban su fragancia en las manos, que permanecía por horas. Espinacas y pimientos rellenarían el matambre que se cocinaba atado con fuertes lazos, a fuego lento, por tiempo indefinido. Las hierbas medicinales, abrazadas a él, le elevarían su sabor.

 

Algunas mañanas pasaba el conde, daba una vuelta por el huerto, elegía las verduras más frescas, los huevos más grandes, los salames más invitantes. Llenaba los cestos de cerezas, nueces, castañas, uvas, todo aquello que producían las plantas que estaban en su tierra. Su padre Luigi, como antes hiciera su abuelo Giuseppe le decía con reverencia -siervo suyo señor conde -y se quitaba el sombrero. El conde exclamaba -me lleve todo a la Villa, y sin remilgos ni gracias, daba por terminada la inspección.

Un día el padre de Agnes, muy tímidamente y sin animarse demasiado le dijo:

—Señor conde, perdone usted, es que...habría una cuestión...

—Me diga usted —exclamó el conde casi molesto por la interrupción.

—Habría un buen tractor para poder trabajar mejor la tierra y llegar más en profundidad ya que con el arado se nos hace difícil superar los 25 cm de profundidad...

— Y eso qué —dijo casi indiferente.

— Pues... que he visto uno que estaría muy bien de precio, por lo que si su señoría pudiese darle una ojeadita... tal vez... Sabe la cosecha aumentaría y el beneficio para todos sería....

Todos tímidamente miraban la expresión dura e inmóvil del conde y asentían ante cada palabra de Luigi.

—Bueno y ¿qué? Si les parece importante cómprenlo ustedes, a mí me parece que son bastantes en familia para mover el arado. No veo qué pueda hacer el tractor, no se puede tener estos jovenzuelos sin hacer nada, o quieren sustituir la mano de obra. Mire Luigi que los muchachos tienen que estar productivos, una máquina los volvería holgazanes, y sabe usted como son estas cosas. Sin decir más se retiró.

El tractor no pudo comprarse, tres años antes hubo que pedir dinero prestado para el bautismo del primer nieto y luego para el funeral de su hermana María, y aún no se había terminado de pagar. Su tío Giovanni, la primavera pasada había venido con su tractor y habían podido aumentar el terreno arado para poder obtener una cosecha mayor, pero luego la división se había hecho entre tres.

El calor de la siesta emitía vapores que desanimaba hasta al más valiente, el verano se les había caído encima de golpe, el silencio reinaba en el campo, el aire caliente se despegaba del terreno en una nube cristalina, las herramientas dormían en un rincón, los sombreros de paja se abandonaban sobre una rama, los pájaros se acurrucaban en sus nidos, sólo algunas ranas en el arroyo croaban intercambiándose chusmeríos y algunas cigarras anunciaban la siesta. Los campos de maiz, firmes en su simetría bajo el abrasante sol, mostraban orgullosos sus frutos dorados. Una brisa cálida parecía despeinarlos. Entre sus manos de verdes palmas, el choclo barbado se asomaba. Pero la casa no dormía, Luigi en el frescor de la cantina bordada de telarañas, acomodaba los salames, embotellaba el vino que extraía de grandes toneles de madera de roble y vertía en botellas de vidrio verde. De inmediato las sellaba con cebo de vela, tomaba un lápiz y con mano firme escribía el año. Al acabar el procedimiento las tomaba una a una y las depositaba en estantes oscuros para que reposaran en silencio, como si el ruido del mundo que parecía caer a pedazos no les ayudara a envejecer. Algunas botellas las vendería en el mercado, pero otras deberían darlas al conde como de costumbre. La nueva vendimia prometía bien, los racimos verdes colgaban sensuales de las parras, en ordenada fila descendian de la colina prometiendo cosecha abundante y néctar sagrado. Al lado de cada parra se había plantado una rosa, compañía fiel, porque si alguna peste recorría el parral, aquella flor sería la primera en tomarla y daría tiempo a tratar todo el viñedo antes de que se destruyeran. Una rosa que exaltaba su belleza, su generosidad. Desempeñaba con orgullo su dote femenina: la sumisión ante el parral.

La abuela Appolonia, en el silencio de la cocina, separaba las hierbas medicinales. Las había recogido por la mañana, muy temprano. Algunas en el bosque, otras en el huerto. Las conservaba en manojos entrelazados dentro de cestos de mimbre, para dar a cada plato esa dignidad que su pobreza no poseía. Salvia con mantequilla para una tortilla de huevo, romero y laurel para un trozo de carne ya endurecida, albahaca para alegrar los rojos tomates del huerto, timo, mayorana, menta, hinojo, ortiga, peperoncino. Una danza de aromas... Depositaba con delicadez algunas flores de lavanda o semillas de anis en bolsitas de lino bordadas, como le enseñaran las monjas de su niñez. Con cintas de colores las depositaba en el alcón para que las prendas adquirieran su perfume que resaltaría con la plancha a carbón. Su mente corría por su infancia en el convento, y una pregunta le martillaba sin cesar —¿quién sería su madre? ¿por qué la habría abandonado? Su vida sin historia la angustiaba. Se veía a sí misma, de pequeña, en una noche fría de invierno, girar en la rueda de los expuestos, en el orfanato de Vicenza. Se imaginaba a su madre, una jovenzuela temerosa, que deprisa la depositaba en la puertecita giratoria, tocaba la campanita para advertir a las monjas que la niña estaba allí, para de inmediato darse a la fuga. Las monjas le habían puesto Appolonia en homenaje a la santa protectora de los que padecen dolor de muelas que se festeja el 14 de febrero, día en que la encontraron en la rueda con el pulgar en la boca. A Appolonia, mirar el pasado la entristecía, el futuro eran sus nietos que adoraba, sobretodo a Rino que, con su dulzura y sensibilidad, la conquistaba. Mientras una lágrima le caía, Rino entró en la cocina.

—¿Qué le pasa a mi nonna guapita? —inquirió.

—Nada hijo, nada. Es que pensaba en mi madre, ¿quién habrá sido? —exclamó cabizbaja.

—Bueno, le habrá abandonado porque no podía cuidarle. Muchas lo han hecho.

—Tú que eres hombre, ¿abandonarías a un hijo? — preguntó.

—Yo ni loco, primero la familia, cueste lo que cueste —y mientras lo decía, un poquito se arrepintió. No quería causarle más dolor a su abuela, así que agregó: su madre tiene que haber sido una princesa austríaca, que obligada a volver a su castillo le ha dejado en buenas manos, si no ¿de dónde saca usted esos ojos celestes y ese rubio dorado de los cabellos? —inquirió. Bajita, delicada y bella como ninguna —agregó levantándola y poniéndosela a nivel de su metro ochenta.

—Vamos hombre, suéltame…¿qué dices? —exclamó la nonna enorgullecida por los piropos de su nieto.

—Pues, si no le hubiera abandonado, no habría conocido al abuelo y no habría tenido un nieto tan simpático como yo, ¿no le parece? y mientras lo decía le robaba unas nueces del cesto.

—Bribón de nieto que me ha tocado, se ve que eres de la rama de los Parchi, entrador y rompe corazones. Sal de aquí inmediatamente, holgazán —le dijo mientras le lanzaba un golpe afectuoso con la escoba de paja. Riendo a carcajadas, Rino se alejó silbando.

La nonna Appolonia no podía dejar de pensar en aquel certificado de nacimiento manuscrito en cursivo, letras cargadas de tinta marrón que daban a las frases un aspecto de escupidas por la prisa, esas frases: “ex illegitimo coitu” sonaban también a escupida al mundo, y seguía aún “hija de NN”” le golpeaba el estómago cada vez que lo leía. Su apellido se lo habían puesto las monjas, quién sabe de dónde lo habrían sacado. Algunos eran apellidos inventados como Pregadio, Santaplegaria, Proietti en Roma por el nombre del convento, Esposito por expuesto… pero el suyo Iberti, ¿de dónde vendría? ¿su madre habría dejado un billete? ¿sería el nombre de algún Obispo?

Su abuela había nacido en 1869, años de grandes tumultos y cambios sociales. Diez años antes, durante la segunda guerra de independencia, se habían enfrentado piamonteses, austríacos, franceses, por lo que terminado el conflicto, muchos se desparramaron. No encontrándose ocupados en campos de batalla, hacían honor a los tres vicios de siempre “ Baco, Tabaco y Venus”.

Los bienes disponibles no escaseaban, «Las fáciles mujeres horizontales» por la pobreza que reinaba, se las encontraba a buen mercado, por lo que, las autoridades, para ejercer control sobre las enfermedades venéreas, habían autorizado las llamadas “casas cerradas”. Pero la prostitución ilegal hecha en la calle dió aumento a los hijos ilegítimos. Además, la mentalidad de la época estaba vinculada a esquemas morales que no admitían la procreación fuera del matrimonio. Aún más, condenaba a aquellas mujeres que “deshonradas” querían criar a sus propias criaturas ilegítimas. Esto favoreció el abandono de recién nacidos. Incluso a aquellas madres que se deshacían de sus hijos, esperando en un futuro mejor para volverlo a buscar, se enfrentaban con una sociedad que las marginaba, cubriéndose de profundos sentimientos de culpa. Las autoridades por su parte no tenían la intención de realizar averiguaciones sobre el padre. Se sentían protegidos por una ley papal que había pasado a ser parte del nuevo Estado italiano, como también, por el código austriaco y el napoleónico que aprobaban las investigaciones sobre la maternidad, pero prohibían rotundamente aquellas sobre la paternidad. Algunos de los motivos eran que la paternidad era una incertidumbre, lo demostraba el hecho, decían, que la naturaleza, había protegido la identidad del padre por un velo impenetrable que no podía ser profanado. Se era también consciente del escándalo que explotaría si las averiguaciones hubieran dado inicio. Se pensaba que de esta manera se podía salvaguardar la unidad de la familia, suponiendo que muchos padres ilegítimos estaban casados.

Por último se intentaba evitar el abuso de parte de las mujeres de querer atribuir un hijo a un padre rico que a uno pobre. También los gobernantes estaban convencidos que evitar estas búsquedas sobre la paternidad, les pondrían un freno a las jóvenes, para que supieran que al no poder indagar sobre el padre, los hijos que nacieran fuera del matrimonio serían siempre seres abandonados e infelices. Estos pequeños bastardos de progenitor desconocido y madre no registrada eran asignados a “hogares de beneficencia”.

La ley permitía abandonar a un recién nacido. Los padres podían dejar al niño en los escalones de una iglesia del pueblo o dejarlo en la “Rueda de los expuestos”. Era evidente que las causas del abandono eran diferentes: pobreza, relaciones entre siervas y padrones, hijos de sacerdotes, etc. La validez de la rueda o torno comenzó a ser discutida porque se creía que era causa de abuso, por lo que se sustituiría con una oficina de aceptación, con empleado vinculado al secreto. Con respecto al nombre, el reglamento para la ejecución del Código civil italiano, según D.R 19 de octubre de 1865, especificaba que cuando el niño era presentado por la partera o por la persona que había asistido al parto, el oficial del registro civil debía darle un nombre y un apellido, para luego llevarlo a la casa de los expuestos con un elenco de los objetos o señas de reconocimiento, si los hubiere.

“Sei venuta al mondo, come Dio manda l'erba e le piante che nessuno ha seminato, sei venuta al mondo come dice il tuo nome Diodata”

Algunos reformadores habían empezado a protestar:

—Estos niños mueren de hambre —decían.

—Se mueren financiados con dinero público —asentían otros.

Las muertes se producían día a día, muchas dependían de factores relacionados con el parto, pero, sobre todo, por la falta de leche materna que no podía ser sustituida por leche artificial adecuada a la edad y a la madurez del lactante porque durante la época, era inexistente. Pero también por las carencias asistenciales e higiénicas. En este período, la leche vacuna aún no había sido modificada para volverla digerible y nutricional. Habría que haberla diluido, agregarle azúcar y harina de malta dextrinizada en justos porcentajes. El problema era que todavía no se conocía cómo hacerlo, y sobre todo, no existía la leche en polvo. Sólo se estaba logrando estudiar la adapta composición de los primeros purés. Por otra parte, muchos nacían afectados por la sífilis; por eso nadie les alimentaba y morían inevitablemente. Las madres de leche no los aceptaban ya que contagiarían a la mujer que les amamantase y a toda su familia, y si así pasaba, a arreglárselas, porque nadie proveía, se cargaba con la enfermedad y la vergüenza caida desde arriba.

Ciertas familias para resistir al invierno contaban con escasos productos: castañas, poca verdura, polenta, huevos y en raras ocasiones algún ave de corral. Por lo que, para dar ayuda en casa, se veían obligadas a cuidar huérfanos o a amamantarlos si ya tenían un niño de meses en casa. Estos servicios que ofrecían, se pagaban con cuotas mensuales de 9 liras (centavos) que se les suspendían cuando el muchacho cumplía 15 años de edad y 11 años las niñas.

A partir de ese momento los varones tenían que subsistir por sí mismos. A las muchachas en cambio, se las enviaba a la “Academia” donde aprendían a cocinar y a coser. Las chicas de la Academia no despertaban el interés de los hombres porque no sabían trabajar el campo y por ese motivo, muchas de ellas permanecían allí o en algún convento hasta la muerte.

Appolonia, sin embargo, había tenido una buena vida, había vivido siempre en el convento. La habían amamantado allí algunas madres de leche que asistían al monasterio a todas horas para ganarse un dinerillo. Las monjas se habían hecho cargo de su crianza, a diferencia de otros que fueron dados a familias donde tuvieron malos tratos o se volvieron enfermizos sin un minimo de educación. Por un lado, la ley al darlos en custodia, les exigía la obligación de educación primaria, pero esta ley no venía respetada por los campesinos ya que no lo hacían ni siquiera con sus propios hijos, menos se preocupaban por los ajenos. Appolonia amaba sobre todo a mamma Alfonsa, una monjita dedicada con alma y vida a los huerfanitos. Ella la había cuidado y amado, a diferencia de otras que maltrataban o se movían en la indiferencia total. El encuentro con su Francesco Tosetti, uno de los Parchi, la había alejado del destino de vestir santos que tácitamente ya se le había otorgado.

Lo conoció en los jardines del noviciado. Él llevaba todos los lunes la verdura y la fruta, y sin que las monjas lo vieran le regalaba algún racimo que sacaba del carro con delicadeza y al ofrecérselo le decía: —Un racimo para mi Cleopatra de ojos de cielo. Este hombre alto, delgado de frente estrecha y nariz puntiaguda, la hacia sentir una reina. La había cortejado por semanas. Las monjas viendo que estaba pisando los 20 años, y como las bocas se habían hecho demasiadas, casi la empujaron en sus brazos, por lo que el día de su vigésimo cumpleaños se vio casada y transportada a Lugo a casa de su nueva familia. Al entrar, la suegra le dijo:

—A ver mujer si eres buena para procrear, Francesco te ha traído aquí sin dote y un poco pasada de años, gallina vieja —exclamó.

Si bien la primera noche de boda todo le resultó desconocido. Sin saber qué hacer, se acomodó la sábana nupcial, tal como le dijeran las monjas, escondiendo el cuerpo al pecado, posicionando el orificio, bordado con esmero, sobre las partes íntimas, dejando en vista sólo la recompensa vedada. Rezando se abandonó al violento instinto del marido, que la tomó como quién toma un cordero para degollar. La sábana de fino lino voló en un santiamén dejándola desnuda como había llegado al mundo. Su marido movido por la prisa y la larga espera satisfizo sus primitivos instintos, para luego abandonarla dolorida. Sólo la oración le ayudaría a soportar los impulsos de aquel que la poseía. Por suerte, no debía mostrar al mundo la sábana manchada de sangre como se acostumbraba en el sur de Italia, tal como había sentido. Habría sido una humillación más, pensó. Pero no defraudó a su suegra, nacieron cuatro hijos varones fuertes y vigorosos y una mujer que había sido su felicidad, aunque no por mucho tiempo, en aquel momento habría comprendido qué significaba una verdadera familia.

Sin embargo, ahora en la tranquilidad de su cocina, una cortina de tristeza la envolvía, sus hijos, Severo y Romano lejos de su afecto. ¿Los volvería a ver alguna vez? ¿qué sería de sus vidas en aquellas tierras desconocidas dónde la emigración les había arrojado? sin familia, sin amparo. Se veía de nuevo castigada por el destino que le había arrancado su origen y ahora le arrancaba su futuro.

Pensaba mucho en Romano, ¿le perdonaría alguna vez su decisión? Appolonia sabía que había tenido que tomar cartas en el asunto, no lograba asistir más a las discusiones entre Romano y su padre Francesco por la relación que había entablado con la poco de bueno de la Marietta, una prostituta. Traerla a casa, era inaceptable. Su hermano Severo, en aquella tierra lejana, hubiera sabido tenerle las riendas cortas, como buen policía militar que había sido, y en el pueblo habría callado el eco de las habladurías. Romano, un muchacho terriblemente alto, corpulento, fornido con la capacidad de saltar como leche hervida ante la primera provocación. Gran conversador en las tertulias de la hostería. Amaba a las mujeres, pero no se animaba a acercárseles demasiado. Por lo que su hermano Severo, le había regalado unas postales, las llamadas “francesas” que mostraban mujeres desnudas de cada raza y talla. Romano las había apreciado, y por las noches las contemplaba excitándose, abandonándose a fantasías eróticas. Para terminar rendido en su cama lleno de vergüenza por el acto vil. Le invadían sentimientos de culpa que no lograba erradicar.

En el pueblo, al lado de la hostería, vivía la Marietta, una mujer de unos cuarenta años, conocida por sus fáciles costumbres. Las mujeres del pueblo prohibían a los muchachos que pasaran por allí.

 

La Marietta no desbordaba en belleza, no poseía redondeces atrayentes ni senos prominentes como las cualidades apreciadas por el sexo fuerte. Era delgada, de piernas finas, pelo teñido de un pelirrojo innatural.

Se murmuraba que poseía en su púber una densa maraña negra, de pelos rizados y brillantes, pero lo que más atraía a sus clientes era su rostro. No atrapaba a sus clientes, como las demás prostitutas con gestos, muecas y un uso inadecuado del maquillaje, que las volvía escandalosas. La Marietta no sonreía nunca, se comportaba como una exigente maestra de escuela. Consideraba a los hombres seres inferiores, sujetos para ser maltratados.

No gastaba dinero ni en perfumes, ni en ropa interior provocante, ni aceites. Aún con trapos, era irresistible para aquellos hombres, que cansados de cumplir con el papel que se les imponía, el de rígidos en casa, deseaban la humillación física.

El precio era salado porque comprendía también el augurado silencio. Por su casa desfilaba gente de ciudad, jueces, monseñores, coroneles. Algunos de los cuales se disfrazaban de camarera y confesando un robo importante a la padrona recibían de manos de la Marietta un castigo ejemplar. Una tarde la mujerzuela se encontró entre sus manos un muchacho robusto, sencillo y afable.

Con su experiencia, la Marietta sintió una súbita oleada de simpatía por este virgen jovenzuelo que parpadeaba nerviosamente, tratando de evitar que su mirada huyera despavorida. Romano con su físico fornido, y de fuerza voraz, temía sobre todas las cosas, volverse el hazmerreír del pueblo, era tal el temor al fracaso que pensó que la Marietta podía ayudarlo, ella no diría a nadie su secreto y si lo hacía ¿quién le creería?

Por supuesto que se mantenía en la total ignorancia sobre la especialidad de la Marietta.

Ella por su lado, como experta profesionista, comprendió en el acto que en esa robusta confección se anidaba un alma cándida que valía la pena ayudar.

 

Lo condujo a su madriguera. Lo hizo desnudar. Poniéndole las esposas comenzó a golpearlo, dándole palmaditas con una frustra de cuero.

Golpes y más golpes, en la espalda, en las sentaduras, en las piernas y viendo que al jovenzuelo le gustaba el tratamiento, se desnudó también ella. Romano quedó extasiado ante el bosque de la Marietta que cuidaba como el jardín del rey Savoia. Ella no le dio tiempo para que gozara de la función, ya que pasó al segundo acto.

Nadie supo lo que pasó allí dentro, lo cierto es que cuando Romano salió de la casa de la Marietta, después de unas horas, se contorneaba por la felicidad. La Marietta era procuradora de milagros.

Romano, por fin, ya no era virgen, y sobre todo se descubría hombre normal capaz de copular con una hembra.

Esa noche no logró pegar ojo, por lo que decidió ir en busca de la Marietta.

La encontró en un rincón de la plaza, le pidió si podían verse. La mujer haciéndose rogar exclamó: —es que... espero a un cliente.

—Unos minutos solamente, por favor —balbuceó, deseando de verdad estar con ella por horas.

—Bueno... es que también tengo hambre.

Romano la llevó a la hostería, La Marietta con apetito voraz comió dos platos, postre y bebió una grappita doble.

A Romano no le importaba gastarse todo el dinero que llevaba, valía todo el oro del mundo.

—Ahora pensemos en divertirnos —concluyó la Marietta al depositar el vasito de aguardiente en la mesa.

Después de unos meses de encuentros picantes, sin miramientos, Romano le pidió la mano a la única mujer que lograba quitarle el sueño, la ropa y la vergüenza.

Marietta, sorprendida por la inesperada propuesta, se sintió ofendida, pero luego, pensando que estaba volviéndose vieja para sus andanzas, aceptó.

Romano no cabía en su cuerpo por la alegría, la Marietta sería solamente suya, pero no había calculado la reacción de su familia. Su padre lo amenazó y su madre le imploró que lo pensara, que no era mujer para llevar a casa, que toda la familia sería el hazmerreír del pueblo.

Las discusiones con su padre eran interminables, volviéndose por momentos violentas. Appolonia, acudió al cura que lo hizo entrar en razón.

Su hermano Severo le compró el pasaje para Argentina, irían juntos en busca de trabajo. Romano pensó que se ubicaría en este nuevo territorio, lejos de las malas lenguas, para después mandarla a llamar.

 

Las horas en el campo pasaban lentamente, las campanas, santificando la vida diaria, interrumpían el silencio dando la hora.

—Son las cuatro—-decía Luigia desatendiendo por un instante su tarea de remiendo.

—Dicen que va a llover —exclamó Lina.

—Ya se sabe que lluvia de agosto enfría el bosque por lo que el calorcito que nos agobia se irá yendo —dijo Lidia.

Las chicas junto a su madre desempeñaban las tareas domésticas. Bordaban, remendaban. Los pantalones y las medias se arreglaban con parches o costuras invisibles. Se tejía y sin dejar de mover las manos se conversaba.

—Mamma, ¿cuándo torna Elda? —inquirió Agnes a su madre.

—Vendrá a pasar unos días la semana que viene y luego volverá a casa de su madrina.

—¿Por qué no se queda aquí con nosotras… es tan pequeñita? —dijo Lina sin levantar los ojos de su trabajo.

—En casa somos muchos y tu hermanita es pequeña, el trabajo del campo requiere tanto tiempo, no podemos estar detrás de ella. Su madrina le enseñará a ser una buena ama de casa. Es importante que una mujer sepa llevar un hogar. La limpieza y el orden son fundamentales. No se olviden que la mujer sucia y desordenada no merece respeto. Su madrina ya le ha enseñado a hacer las camas con sábanas de lino. Es importante que el bordado vaya bien puesto hacia arriba, los pliegues posteriores deben caer perpendiculares. En estos días le enseñará el planchado de sábanas y manteles. Ni pliegues ni arrugas.

—Podrá utilizar el cuadrado de cartón ¿verdad? —interrogó Agnes.

—Claro, aún su experiencia no es mucha, como para que lo haga sin él.

—La otra semana nos contó que había aprendido cómo lavar la lana, cómo sacar las manchas -dijo Lidia.

-Hasta aprendió a lavar los cubiertos con aceite hirviendo y a sacarles brillo con vinagre -exclamó Lina.

—También es fundamental que los pisos de madera sean lavados de rodillas. Un buen cepillado con el cepillo de sedas duras y gruesas lo deja como nuevo —sentenció Luigia.

—Es un arte que se aprende de pequeña ¿verdad mamma?

—inquirió Luigia a su madre.

La abuela Appolonia asentía, y sin distraerse les dijo:

—cuando yo vivía con las monjas, todos los días aprendíamos a manipular los tejidos de diferentes texturas, cosíamos, tejíamos, bordábamos y todo debía ser hecho a la perfección o se volvía a hacer y no se comía ni se dormía hasta que el trabajo no quedase perfecto.

— ¡Qué pesadilla! —-exclamó Lidia.

—No querida, a nosotras nos enorgullecía hacerlo bien, acuérdense que luego, a la hora de encontrar marido es lo que cuenta. La suegra evalúa si la nuera sabe llevar la casa, no aceptará nunca una holgazana o una que no tenga la casa limpia, o los niños sucios. ¿qué mujer sería?

Todas asintieron concentrándose en sus tareas, querían también ellas volverse mujeres adaptas al matrimonio.

Agnes pensó en Dino, ella le remendaría sus pantalones y el la besaría con ardor. Se sentìa orgullosa por el hombre que había elegido, ya que era un gran trabajador. Pasaba horas en el campo con su familia hasta el atardecer. En su pueblo, esto era motivo de respeto, había que trabajar, y no ocho horas o seis horas o doce horas. Siempre. Tal vez con algunas pausas, pero uno que no estuviera siempre haciendo algo era un “buon a nulla”.

El decálogo tácito sentenciaba: acuérdate que hay que trabajar para tu familia y que la familia está, ante todo.

El trabajo del día se volvía pesado, y cada uno pedía castigo si no lo ejercía con esmero, por lo que la plegaria recitaba:

Santa Madre, deh Voi fate

che le piaghe del signore

siano imprese nel mio cuore

La pausa llegaba junto a la merienda: polenta y cebolla; polenta y sandia. Mientras las campanas daban las horas, el toque resonaba dando ritmo al trabajo. Los rumores de los quehaceres cotidianos llenaban el aire, cada persona en su propia faena construía y transformaba lo que la naturaleza ofrecía. La materia prima se convertía en mercancías u objetos varios y así, el duro proceso de transformación que se realizaba en el campo, en los talleres, en las tiendas, en las fábricas de hiladuras, hacía sentir a cada uno protagonista del creado. Al final de la jornada laboral, se sentía el cansancio, mezclado con la satisfacción de haber dado forma material a las ideas.

Agnes llegará a echar de menos este periodo, cuando en tiempos futuros, lo material dará forma a la idea y a los sueños. Lo superficial dará la satisfacción inmediata de poseer, dejando en el interior de cada uno, un gran vacío colmado solamente por la capacidad de crear.

 

A Lidia le tocaba criar los gusanos de seda, que vendería en las fábricas de hiladuras. Los depositaba en cajas de madera, en la parte más seca del establo. Los alimentaba con hojas de moras que deboraban en danza rítmica y voraz. Un silbido constante acompañaba esta carrera famélica, que luego se convertía en una vibración intensa a medida que crecían. Una cesta de hojas se les depositaba, que ellos consumían en pocos minutos. Mientras comían, sus panzas se llenaban de seda. Terminado el proceso caían en letargo, para que después de unos días, ocurriese, en gran secreto, el milagro.

El cuidado de los gusanos de seda se les encargaba a las chicas, era una forma de no tenerlas ociosas hasta que encontraran marido. Una vez esposadas, habrían tenido que parir una docena de hijos, cocinar para todos, coser, remendar, curar a los ancianos, criar gallinas, rezar por el marido, ir a misa y tal vez, chusmear un poco en la fuente del pueblo.

Por las tardes la familia se reunía en los patios bajo el parral. Sentados en sillas de paja se contaban historias o chismes. Agnes y sus hermanas iban a la casa de su tía Amelia donde escuchaban la radio junto a sus primas. Rino, en compañìa de sus amigos, tocaba y armaba el baile. Cesare tomaba su bicicleta, siempre que no la encontrara pinchada, porque Luigia, con afán de protegerlo, se la dejaba fuera de uso. Cesare no se desanimaba, pacientemente la arreglaba y partía hacia la casa de su Rosina, que vivía en otro pueblo. Tal vez esa noche podría robarle una caricia más audaz, pensaba.

Félix corría a casa de su amigo Gianni, juntos escuchaban la radio. Se apasionaban en cada etapa de « Il giro d’Italia», él no se lo perdería por nada al mundo. Deseaba que su primo Giuseppe, en su moto, pudiera llevarlo hacia los Dolomitas, a 1970 metros de altitud, desde donde habría podido ver a Fausto Coppi subir con su bicicleta, en la undécima etapa.

Su padre, Luigi, amaba ir a la hostería. Se sentaba en la gruesa mesa de madera y jugaba a las cartas con sus amigos, se bebía unos vasos de tintillo en compañía, que le daban un cierto coraje a la hora de volver a casa para echar una mano bajo la falda de la mujer del tabernero, o para entretenerse en algún patio con una vecina bien dispuesta.

 

En la hostería Don Felice decía:

—El Conde ha construido una sala de baño.

—¿Dentro de la Villa? —preguntó Don Severino sorprendido. —Sí, estuvo Beppe ayudando a construir las instalaciones del agua y de la luz.

—¡No se puede creer! Oye Giovanni ven aquí, que el conde ha puesto el baño dentro casa.

Y la hostería se animaba con la novedad, y se bebía para festejar, los que amaban el progreso y para olvidar, los que lo detestaban. En las casas, en cambio, el baño estaba fuera y lo más lejos posible. Una rústica pieza de madera, que al abrir la puerta, una boca pequeña de pozo dejaba desprender todos los olores más nauseabundos de la tierra. No había dónde sentarse, lo que hacía la ceremonia veloz, y más veloz aún si se olvidaba el papel de periódico.

Apoyado a la pared había un caballete que había sido de uso personal del nonno que tenía artritis. Cuando se sentaba se cortaba las piernas con el borde afilado, pero cómo había hecho el nonno para usarlo nadie lo sabía, y pobre quien se lo tocara.

Si llegaba un huésped se lo llevaba al baño del patio de la tía Amelia, ya que tenía un asiento de ladrillos y una tapa de madera con piolín para poder levantarla al momento que la necesidad incumbiera. Para orinar, los hombres no iban al baño, usaban el estercolero o el campo, donde les sorprendiera la necesidad, sin remilgos ni ceremonias.

 

El día del mercado había llegado, las campanas habían sonado y la plaza se iba despertando, esperando que el baile de la cotidianeidad diera inicio. La plaza escenario de costumbres se preparaba para dar lugar al mercado, cita obligada donde cada integrante del pueblo se acercaba para comprar o vender; para tratar, conocer, comentar, evaluar. Era un lugar de encuentro común a todos, donde cada uno se sentía formar parte.

En el mercado, mientras las noticias circulaban se bromeaba, se observaba, se aclaraba, se intercambiaban opiniones y pareceres. Agnes y sus hermanos, en el pueblo eran conocidos, eran de los Zigliotti. Aquí tenían la sensación de pertenencia a una comunidad. Algo que echarán de menos cuando el destino los lleve, como desterrados a una tierra desconocida, y cuando en la distancia echen un vistazo hacia atrás.

El mercado exponía la mercancía en sus mostradores móviles o en sus carros. Los negocios de la plaza también daban muestra de sus mercaderías. Los rumores lo cubrían todo:

El herrero con su cara ennegrecida, sobre la fragua preparaba las herraduras para los animales y las herramientas, venciendo la resistencia del duro metal. Golpeaba, calentaba y mojaba. Una multitud se arremolinaba en torno, atraída por la musicalidad que los golpes de los martillos producían sobre el yunque.

El zapatero, sentado en un banquito, inclinaba todo su ser hacia su arte. Delante de él el molde metálico en forma de zapato, único frío testigo de los infinitos calzados que pasaban cada día. El llamado Ciabataio, cortaba listones de cuero que perfumaban el ambiente y sin ni siquiera levantar la vista, limpiaba sus manos negras en su delantal, cubierto de cola seca.

El carpintero y ebanista trabajaba la madera con arte. Rino amaba ver cepillar las superficies áridas con ritmos lentos. Mientras se apilaban cúmulos de aserrín, la madera se volvía lisa, suave, para encajar con arte en muebles de bellísima manufactura. Fabricaba juguetes con destreza y dedicación, que los niños encantados deseaban, pero que difícilmente obtenían.

El carnicero colgaba pedazos de reses en enormes ganchos y con destreza daba inicio al manejo de diferentes cuchillos. En un santiamén con precisión y rapidez transformaba la imponente carne en trozos uniformes que las moscas, como advertidas en secreto, participaban del proceso en desordenada procesión.

El albañil empolverado, depositaba la mezcla sobre los ladrillos que con golpecitos de cuchara acomodaba, indiferente a los movimientos de la plaza.

El panadero que desde la madrugada horneaba, regalaba a los transeúntes aquel exquisito perfume a pan recién tostado que alegraba el despertar del pueblo.

Algunos chiquillos se asomaban por la ventana para ver si el robusto panadero les lanzaba algún bollo. La mayoría de las veces, enharinado hasta las narices, cubierto con un delantal blanco que se perdía en su panza, les echaba de la ventana a gritos. Se alejaba enseñando la espalda desnuda cubierta de sudor.

El barbero afilaba las navajas y preparaba la espuma de afeitar. Los lustradores de zapatos se acomodaban en los rincones esperando a los leguleyos: abogados, escribanos, doctores, señores de las oficinas que bajaban a la plaza.

 

—¡Una lustradita caballero! –gritaron esa mañana.

 

Los hombres de trajes elegantes se acomodaron. Mientras los betunes se deslizaban por sus refinados zapatos de cuero, la franela desparramaba y los cepillos sacaban brillo, las páginas del periódico gritaban las dificultades del momento. Los leguleyos comentaron:

—No se esperaba el rey que el pueblo lo mandara fuera de casa.

—Claro está, debía ponerse más firme cuando Mussolini se alió con Hitler.

—Es que Mussolini fue demasiado ambicioso.

—Con todo lo que había hecho por Italia, todos los terrenos pantanosos del norte y del sur del país los convirtió en tierras productivas y fue a arruinarse metiéndonos a todos en un lío de señor y buen padre nuestro.

—Como es sabido en cada familia hay un muerto. Por culpa de los alemanes, por los aviones ingleses o por los fascistas. No sé si terminaremos de salir de ésta.

—El haberle dado por primera vez voto a las mujeres ha sido una señal de voluntad de cambio, las mujeres son las que más han perdido en este conflicto, y lógicamente que al darle voz y voto lo han manifestado.

—¿Ha visto lo que ha dicho Churchil después de haber perdido las elecciones?

—No, pues que ha dicho.

—Pues, que aunque perdiera, su triunfo estaba en que cada uno pudiera decir lo que pensaba.

—Este sí que es un político de honor.

—Pero el hecho que no cambia, es que esta guerra nos ha empobrecido a todos y los jóvenes siguen yéndose del pais, se volverá un lugar de viejos y de enfermos.

Los carros se habían acomodado, cada uno en su espacio predestinado. El afilador de cuchillos en su bicicleta, se distinguía por su clásico silbato, audible desde lejos. Con destreza cargaba una gruesa piedra, bajaba las patas de sostén y pedaleando la hacía girar. Las láminas sacaban chispas. Mojaba y pedaleaba. La cola se formaba. Cuchillos, navajas y tijeras salían a su encuentro para garantizarse mayor duración.

El fabricante de paraguas, cortaba, pegaba, cosía y personalizaba.

El vendedor de suecos mostraba su habilidad en tallar la madera y con gran destreza incorporaba el cuero que sostendría el pie durante las infinitas horas de trabajo.

El vendedor de sillas serruchaba listones y enredaba las pajas para lograr asientos de calidad. A su lado, el vendedor de sombreros, con manos hacendosas, entretejía redes de paja y daba formas a sombreros de trabajo, de paseo, de ceremonia. Con habilidad transmitida por generaciones vestía las cabezas del pueblo.

Cada ambulante poseía el misterio del arte que desempeñaba, un conocimiento ancestral, una cultura que les parecía imperecedera.

En un rincón, el colchonero, preparaba sus enseres para ir casa por casa. Donde fuera requerido, revitalizaba los colchones enflaquecidos, ya que los copos de lana habían perdido levedad. Llegado el momento abriría el colchón por una punta y extraería toda la lana. Luego, con escrupolosidad, la extendería en el suelo, se sentaría en el extremo de su banco y pasaría los vellones, remolonamente apelmazados, por la parte inferior de un pequeño columpio lleno de clavos. Los vellones se abrirían volviendo la lana esponjosa, para al final depositarla de nuevo en el interior de su funda. Con grandes agujas de cirujano experto, el apaleador de colchones cerraría la ceremonia con puntadas simétricas que ayudarían a dormir a pierna suelta.

En el carro del frente desde tempranito se elaboraban toneles y barriles para la uva de embarque o para el envasado. El vendedor de colonias se movía entre la gente piropeando a las muchachas que timidamente sonreían. El fotógrafo con su bicicleta ocupaba el sitio más luminoso, invitando a las parejas que posaran para detener este momento de amor sublime o para un recuerdo duradero.

Ocupaban lugar también el destilador de grappa y el fabricante de jabón casero. Un sin fin de colores y perfumes. Las campanas sonaban dando inicio a la escenografía cotidiana.

Agnes esperaba este día con ansiedad, y esa mañana no lograba terminar las tareas de la casa. Había desparramado el agua de la fuente, y había agregado demasiada chicoria al café, su madre la había regañado:

-Pero qué tienes hoy, mujer, que estás como una tonta.

-Nada, nada mamma, es que no he dormido muy bien -respondió queriendo disimular tranquilidad.

-Claro, es que te empecinas en escribir en tu cuaderno todas las noches, que te quedarás sin vista, mujer, y te sirve para coser que es más provechoso -le respondió su madre.

-Vamos chicas, carguen las bicicletas que el mercado no las va a esperar todo el día, y acuérdense que al que madruga Dios le ayuda. Sin más oir, Lina cargó en su bicicleta dos cestos de alambre llenos de huevos que vendería en el mercado. Agnes en la suya fijó muy bien las cestas con hortalizas y Lidia en la de ella, colocó dos jaulas que ató detrás. Cuatro gallinas darían buen dinero para poder comprar las telas en la tienda de Doña Assunta. Su madre le cosería vestidos nuevos para la boda de su hermano. No quería que usaran los mismos trajes del casamiento de su hermana María y que luego tuvieron que usarlo para su funeral. ¡Qué en paz descanse!, pensaba. Lo había visto como un castigo del cielo, que no quería repetir.

Félix y su padre cargaron en el carro el ternerito de la Génova, lograr venderlo a buen precio. Les daría un respiro en estos tiempos de incertidumbre, también las ultimas botellas de vino que quedaban para negociar, las demás se las conservarían para el conde y para la familia, pero pronto seria tiempo de vendimia y la cosecha prometía muy bien.

 

Las bicicletas de las tres hermanas tomaron la callejuela que rodeaba su casa y en el cruce con la calle principal se encontraron con otras bicicletas, que empujadas por diferentes motivaciones, se dirigían hacia el mercado. El grupo, siempre más denso a medida que se acercaba al centro del pueblo, pedaleaba a ritmo y tomaba las curvas compacto. Las faldas movidas por el viento daban la idea de una gran nave de ruedas que descendía intrépida por las ondas, provocadas por las colinas verdes, suaves, curiosas.

 

Al cabo de pocos minutos divisaron el mercado, con sus ruidos, perfumes, colores. Un ir y venir de gente, niños que corrían entre mostradores y carros, cerdos que chillaban, animales que defecaban, mujeres emperifolladas analizando telas, puntillas, botones.

Agnes y sus hermanas dejaron las bicicletas y con la mercancía se dirigieron a los puestos donde le recibirían los productos. Mientras caminaban, Agnes buscaba entre la multitud aquel rostro que le quitaba el sueño. Su caminar era desordenado, su espíritu en tumulto. Un grupo de chiquillos dio lugar a una carrera de obstáculos y allí le vio en compañía de sus amigos. Se acomodaba su jopo rebelde. Reían y bromeaban.

Agnes tomó a sus hermanas del brazo y de un tirón las llevó por el trecho más largo del mercado, de manera que pudiera pasarle cerca para hacerle saber que allí estaba. No pensaba hacerle olvidar su cita.

Lidia protestando la siguió. Lina murmurando secretos la alentaba. Por lo que las tres hermanas disimulando, casi lo rozaron. Sus ojos marrones se cruzaron con los de Agnes y sintió que su cuerpo ardía. Estaba por rendirse a sus pies cuando su hermana la arrastró, el tirón la hizo volver en sí, por lo que firme, con caminar seguro se retiró. Él se quedó tieso en su sitio, como si una brisa veraniega lo hubiera tocado, siguió bromeando y brindando con sus amigos.

Agnes sin mirarlo siquiera pedía información a su hermana.

—¿Qué hace, me está mirando?

— No, charla y se ríe.

—Y ahora ¿qué está haciendo?

—Sigue riéndose.

La mañana pasó, las chicas vendieron sus productos y compraron las telas en la tienda de Doña Assunta. Agnes perdida en la cacofonía del mercado, no lograba comprender por qué él no se le había acercado. ¿Habría olvidado su cita? ¿No le interesaría más? Esta indiferencia no la comprendía y la había envuelto en una nube de incertidumbre.

—Vamos, mujer, no habrá podido dejar a los amigos —le dijo Lina tratando de animarla.

—¿Seré yo más importante, no te parece? —expresó Agnes con rabia.

—Bueno, ya sabes cuando se juntan a beber el tiempo les pasa, verás que encuentra un momento para ti.

—Era ahora este momento, adjuntó terminante. Y tomaron sus bicicletas de regreso a casa.

Agnes pedaleaba sin fuerza, cada movimiento le ofuscaba la mente. No sabía qué pensar, la había ignorado completamente. Al llegar a casa su madre las esperaba:

—¡Es hora de la Liscia! — exclamó Luigia.

 

Su madre durante la mañana había puesto las sábanas enjabonadas en una tina de madera dotada de un hueco, cerrado en el fondo con un corcho. Mientras tanto, había hecho hervir en una gran olla de cobre, agua y cenizas. Cuando la mezcla había hervido, había extendido sobre la tina una tela, para filtrar el preparado sobre la sábana. Después del remojo, se quitaría el tapón para eliminar el compuesto líquido. Terminaría el proceso el enjuagado del lienzo.

—Vamos chicas, que las sábanas están en remojo desde hace más de una hora, llévenlas al arroyo y enjuáguenlas bien, qué holgazanas están hoy.

Las muchachas dejaron las bicicletas y tomaron las pesadas tinas. La llevaron hacia el arroyo que limitaba el bosque. Se arrodillaron sobre enormes piedras e iniciaron la danza del lavado, cada golpe conllevaba una tradición milenaria, las espaldas se torcían en rítmicos movimientos, transmitidos por las mujeres, de generación en generación.

Las chicas iniciaron a golpear los blancos lienzos sobre la piedra y los cantos se desprendieron de sus bocas:

“...mamma dami cento lire che in America voglio andar...”

“...il maaazzolin di fiori che vien dalla montaaaagnaaa...”

Agnes cantaba, y golpeaba, pero su voz casi siempre alegre y enérgica, se mostraba apagada y triste. La rabia había dejado lugar a la angustia.

El rumor del arroyo y los cantos entrelazados no dejaron escuchar a las jóvenes la llegada de Dino. Agnes, al ponerse de pie con la falda anudada entre sus piernas, se lo encontró de frente, como una aparición. Sin saber qué hacer, trató con esmero de apoyar la tina y de bajarse la falda, pero los movimientos eran torpes, y más intentaba cubrirse, más sus redondeces se mostraban. Apoyó con orgullo y disimulo la tina y acomodándose los cabellos alborotados le dijo:

—Pero ¿qué hace usted aquí, Dino?, no es horario de visitas.

—No podía dejar de hablarle hoy mismo... es que en el mercado... mi tío...

—Bueno, ¿qué quería decirme con tanta prisa? ¿No podía esperar hasta mañana? —Expresó Agnes con rudeza, como queriendo disimular indiferencia.

—¿Puedo ayudarla a llevar la tina?

—Bueno... claro que sí.

Mientras se intercambiaban palabras de cortesía, sus hermanas, en un cuchichear risueño les fueron dejando solos. Se acercaron al establo y en menos que cante un gallo, él la empujo hacia adentro. Ella enfurecida y sin entender inquirió:

—Pero Dino qué está haciendo, es que mi madr... y mientras trataba de terminar la frase él le cerró la boca con un beso, apoderándose de sus labios dejándola trastornada. Lo alejó de un empujón y se quedó mirándolo asombrada. Es que no... no podemos.... no está bien......

Sin preámbulos, él la volvió a besar con ardor. Ella ofuscada y entusiasmada a la vez, se dio cuenta que nunca había estado tan cerca de alguien en este mundo como en este instante, y sin lograr emitir gemido alguno, se dejó atrapar por él cuando la acercó con fuerza hacia su cuerpo, el olor a jabón y a sudor la envolvía. Se sentía ebria. Mientras la apoyaba sobre la áspera pared del establo, una mano se deslizaba entre sus piernas. El corazón de Agnes latía tan fuerte que parecía que se le iba a salir por la boca. Le golpeaba el pecho como un animal embolsado.

Él le desabrochó la camisa torpemente, desesperado de pasión, su boca se deslizaba entre sus senos que ella ofrecía abundantes y la poseía con prisas, queriéndolo todo, perdiéndose en su cuerpo, jadeando.

 

Cuando el ritmo desenfrenado se detuvo quedaron pegados a la pared sin decir palabras. Como únicos testigos, la luz tenue, salpicada de estrellas de polvo que entraba por la pequeña ventana, el olor a humedad atrapada y a heno recién cortado.

Ella había perdido la noción del tiempo, los golpes de su corazón habían acallado los rumores externos. Desde ese momento había tomado conciencia de su cuerpo. Dolor y placer, timidez y desfachatez. Se había apoderado de ella un sentimiento de pasión que la arrastraba hacia lugares desconocidos. Él, delicadamente acarició su pelo, le besó las mejillas ruborizadas y vistiéndose deprisa le dijo.

—Lo siento... he sido atrevido... es que usted es especial para mí. Le deseaba desde hacia tanto tiempo...

Agnes le tapo la boca y supo que toda su joven vida había sido una lenta espera de este momento. Sentía que su espíritu se le escapaba del cuerpo. El amor la desarmaba.

Sintieron voces, por lo que se acomodaron de prisa. Dino escurridizo huyó hacia el bosque. Ella rebozaba en su cuerpo, juventud y vida.

—¡Agnes! ¡Agnes! ¿Por dónde andas? —gritó su madre.

—Aquí estoy mamma.

 

Ella no caminaba, volaba. Trataba de recordar cada sensación, lo amaría para toda la vida. Había dejado de ser ella misma, se había convertido en un resplandor de pasión.

Los encuentros furtivos se siguieron, como clandestinos en amor. Se amaron de prisa, entre los parrales, en el bosque, a hurtadillas.

Cada encuentro le producía sentimientos encontrados, desbordaba de deseo, de pasión y al mismo tiempo odiaba tener que esconderse, quería gritar al mundo su amor.

Él la acariciaba prometiéndole el futuro, ella le ofrecía todo su ser, quedando insatisfecha por la prisa y la torpeza.

 

Era septiembre y los días se iban acortando. Las uvas estaban por ser cosechadas y se transformarían en el néctar de los dioses. Su tía Agnese, la había notado cambiada, como si aquel aire de rebelde inocencia la hubiese abandonado, se sabía que las mujeres de su familia gozaban de una intuición exagerada, y no podía escaparle a la de su tía Agnese que conocía de mañas como nadie.

—Agnes cara, acuérdate que mientras tu cuerpo esté cambiando, se te nublarán las ideas y cualquier hombre podrá hacer contigo lo que se le venga en gana.

—Vamos tía, qué dice —respondió Agnes tratando de ser indiferente, pero sus mejillas se encendieron.

Nada lamentaba de lo compartido con su amante ni se avergonzaba, pero esa hoguera la había trastornado.

 

Por las noches escribía en su diario aquellas sensaciones que la ruborizaban. Intentaba a través de la escritura hacer acallar aquel torbellino de pasión que parecía escaparle del cuerpo. Leía y releía mil veces en ratos robados, aquellas páginas que constituían el alimento principal de su pasión.

Su hermana Lidia protestaba:

—Qué tanto escribes, se te van a quemar los ojos. Apaga ya la luz, yo no escribiría ni bajo tortura.

—Vamos, ¿qué no ves que está enamorada? —exclamaba Lina con picardía y complicidad.

 

Agnes amaba cada vez más aquel muchacho de cabello rebelde, sombrío y atormentado, siempre a la defensiva, que la abrazaba desesperado y que la dejaba casi a empujones como si el contacto lo quemara.

 

El día de mercado, las chicas prepararon sus bicicletas como de costumbre, Agnes no veía la hora de encontrarse con Dino. Sabía que él la estaría esperando. Estaba ansiosa por verlo, por pasear juntos, por escuchar sus promesas de amor. Allí estaba en la cafetería de la plaza, junto a sus tíos, hablando de negocios, de ciclismo, entre copas de vino y cigarrillos desprolijos, armados sin prisas.

Agnes dio una vuelta con sus hermanas. Lina a su lado aconsejándola, y Lidia observándolo todo con entusiasmo, indiferente al encuentro ansiado por su hermana. Agnes se notaba alterada, se moría por hablar con él a solas, tenía que esperar el momento oportuno, debía saber esperar. Aquella multitud variopinta, era vibración vital, y ella se sentía atraída como un imán hacia este pulsar de vida, porque todo su ser estaba vivo.

Mientras se acercaban al puesto de los hilos, su hermana Lina empezó a mostrarle las características de los mejores. Desde que había empezado a trabajar en la fábrica de géneros de punto se había vuelto una especialista en el corte y confección de prendas de punto, así que enseñaba a Agnes el arte que la ayudaría también a ella a ganarse su propio dinero. Mientras elegían, tocaban y comparaban, no se dieron cuenta que se les acercaba Teresina con sus amigas, tan presumidas como ella, y como de costumbre empezó a hablar de sus grandes cualidades de costurera. Les repetía que ella tenía muchas clientas, que sus trabajos eran muy apreciados, por lo que era importante elegir productos de nivel, aunque fueran más caros, ya que ella cuidaba a sus asiduas compradoras. Hasta la mujer del juez Auterio venía desde Vicenza para que le cosiera… afirmaba con rotundidad.

Lina la miraba con odio y Agnes no lograba disimular su rechazo, hasta que de repente Teresina le dijo:

—¿Has visto mi anillo Agnes?, ¿no es encantador? me lo ha regalado Dino el domingo pasado. Ya somos novios, hace rato que quería decírtelo.

 

A Agnes el mundo se le cayó encima. Sintió la presión de la mano de Lina que intentaba darle las fuerzas que la estaban abandonado. Creyó que por primera vez en su vida iba a desmayarse, pero sacando fuerzas de flaquezas logró emitir una respuesta.

—Me alegro por ti pero tenemos que irnos.

 

Las dejaron de prisa sintiendo sólo las risas de arpía que acallaban todo el bullicio del mercado. Agnes caminaba empujada por la rabia, arrastrando a sus hermanas. Lina se mantenía en un respetuoso silencio. Lidia refunfuñaba porque quería seguir mirando los puestos. Agnes no lo podía creer, dónde estaban las hermosas promesas que Dino le había murmurado, cómo había podido mentirle de esa manera. No podía ser, no podía ser. Esa arpía había inventado todo para fastidiarle.

Se repetía a sí misma que debía acordarse y entender que a las mujeres de su familia el primer amor las trastornaba y éste, a ella la había dejado vacía, un alma en remanso casi apantanada.

Dino no había aparecido, y durante la misa rehuía a su mirada. Cobarde y embustero, se repetía ella. Pero no lograba odiarlo, su orgullo le decía que no le importaba, que él no la merecía si se había enganchado con una como Teresina. Para ella esa puerta estaba cerrada. Pero la verdad era que quedaría entreabierta por años.

 

Los días que siguieron, su pesadumbre contaminaba a todos a su alrededor, la limpieza y el orden la dejaban indiferente como también, la boda de su hermano Cesare, que tendría que haber sido un momento de alegría y de fiesta.

De su alborozo y sus travesuras nada quedaba, tampoco de sus atrevidas opiniones, sus gestos de rebeldía o su impertinente curiosidad. Mantenía las apariencias por disciplina, con la sensación de que sólo su orgullo la sostendría, pero en cualquier momento se desmoronaría a pedazos. Escribió en su diario, por tantas noches. Inició miles de cartas para su amado sin el coraje de enviárselas. Escribió que había perdido el derecho a la felicidad, que ninguno ocuparía el espacio que él ocupara a pesar de todo, que no comprendía el porqué de su actitud, su silencio. Su corazón quería justificarlo, pero su mente la reñía sin condiciones.

No confiaría nunca más en un hombre, y nada lamentaba de lo compartido con su amante, sentía que esta experiencia la había hecho fuerte de golpe y porrazo, y le dio arrogancia para tomar decisiones y pagar por ellas las consecuencias.

La suya hasta el momento había sido una realidad hecha de omisiones, silencios corteses, secretos bien guardados, orden y disciplina.

Había cometido una falta irreparable a los ojos de su mundo y por suerte su abuelo ya no estaba, ya que, si lo hubiese sabido la habría matado con sus propias manos como quién toma una gallina por el pescuezo. Hombre recto, de principios morales rígidos, pensaba que las mujeres de la familia tenían que ser ejemplos de virtud, o casadas o para vestir santos, pero no deshonradas.

Ya su madre y sus tías les hacían repetir diariamente, como parte adjunta al rosario.

—“...danos la fuerza para vencer tentaciones, y ayúdanos a negar favores para dominar a los hombres, protege nuestra virtud, amén”.

Habría querido decirle todo al confesor, para sentirse más limpia y liviana, pero el cura por años le había machacado el temor al infierno. La semana pasada le había negado la comunión a la Marcelliana porque la había visto por el pueblo en bicicleta de hombre, ya que descubría las piernas mientras pedaleaba, y esto era considerado obsceno. También durante la misa había visto a algunas chicas con el vestido un poco escotado, entonces durante la homilía había sentenciado.

—“Femmene tireve su quel collo perché se vede la luna nel pozzo”

Al que Agnes, sólo pensando en esto, sintió vergüenza de su propio cuerpo, que temió el castigo. Al momento de la confesión se arrodilló en el confesionario sin saber qué decir, se persignó.

—Lodiamo il signore perché è buono.

—È buono ed è eterna la sua misericordia.

—Confessa i tuoi peccati.... ¿Has pecado con la mente o con el cuerpo hija mia? —Inquirió el padre.

—...cccon el cuerpo... —murmuró Agnes.

—Cuenta a tu confesor los detalles, dónde te ha tocado y cómo lo ha hecho.

Agnes percibió un cierto interés en el cura que la alertó, asustándola.

—No padre, me ha besado un poco… —expresó con timidez.

—¿Cómo que un poco?, te habrá besado o tocado bien.

—No, me ha rozado… sólo un poco. Y quería confesarme, es que...

El cura perdiendo interés sentenció y la despachó:

—Diez avemarías y tres padrenuestros. Que Dios proteja y bendiga nuestras almas pecadoras... Il signore ti ha perdonato. Va in pace.

 

Agnes salió de la iglesia apesadumbrada, pensó que su vida y el honor de la familia quedarían arruinados para siempre.

Una lluvia repentina le azotaba el rostro, barriéndole las lágrimas y la rabia. La inundó un soplo de inmenso alivio, quiso creer que el cielo la había absuelto.

 

La boda de Cesare sería el último momento de congregación de toda la familia. Luigia al mirar a sus hijos allí reunidos, vio que no quedaban atisbos de niñez en ellos, sintió que sus entrañas se encogían. Sin saberlo, desde aquel momento empezaría a hacer de la soledad un largo hábito que llevaría para siempre.

 

Esa mañana, de sol radiante, los novios habían partido a pie. Rosina junto a sus hermanas habían cosido el traje de novia. Sus zapatos blancos de tacón le apretaban un poco, por lo que durante el camino hasta la iglesia le habían producido unas cuántas ampollas.

Sus hermanos y los de Cesare, junto a amigos, los habían acompañado en procesión. Una orquesta contratada en Thiene había llenado la iglesia de música. El Ave María los había emocionado. Habían coronado un amor sacrificado: largas ausencias durante el servicio militar, colmadas por dulces cartas de amor. Serenatas durante las noches de luna, donde Cesare encantaba Rosina con su voz maravillosa. Canciones que la habían conmovido, pero que ahora y por siempre se negaría a entonar, decisión tomada desde la muerte de su hermana María. Idas y venidas en bicicleta o a pie para poder robarle un beso, a pesar de que Luigia le pinchara la bici, con afán de protegerlo.

La boda tuvo lugar, la foto de grupo con hermanos y amigos se hizo como tradición en las escalinatas de la iglesia. El padre de la novia entregó una suma de dinero al cura, y un salame al campanero, mientras que los músicos fueron pagados con una gran picada de embutidos y vinos por doquier.

Las madres que, como la usanza dictaba, no participaban a la ceremonia, esperaban en casa. La gran mesa de madera maciza, preparada para la ocasión, incluía los mejores manjares que la tierra producía y las habilidosas manos femeninas elaboraban.

Los esposos se instalaron en la habitación del primer piso, arreglada para ellos, esencialmente cómoda.

Rino con su guitarra y el tío Mario con su voz espesa por los numerosos brindis, les cantaron una serenata.

Marido y mujer, alegres y cansados, apoyados en la balaustrada de la terraza, agradecieron sobrecogidos y se retiraron a su habitación.

Cesare elevó su amor con su indomable sensualidad y ella respondió sin asomo de timidez, porque el ardor de estos esposos llegó a ser legendario. Durante los años que seguirían, ante el cansancio del día, y el aplomo del cuerpo, Rosina se justificaría diciendo que su deber de esposa quedaba prolijamente hecho, por el día y por la noche.

 

El tío Mario y Rino, mientras la casa se había desplomado en un rotundo silencio, contemplaban las estrellas, se contaron sus sueños, se pasaron el tabaco y armaron cigarrillos. Hablaron de viajes y de las aventuras que un nuevo mundo podía ofrecerle. Rino no había nacido para el trabajo en el campo, y su tío lo sabía.

—Brindemos por un futuro lleno de aventuras, de mujeres y de buen vino, por supuesto.

—Vamos tío que ya has bebido demasiado —exclamó Rino acompañándolo hacia su casa.

—Hombre, acuérdate que el vino es la mejor medicina, el primer vaso aplaca un poco las angustias, el segundo apaga las frustraciones, el tercero colma una parte de aquel sentido de vacío cuando te acuerdas de tiempos felices y el cuarto tiene el deber de cancelar el sentido de soledad que te invade... y el quinto, bueno con el quinto ya no te acuerdas ni quien es tu padre.... No te olvides... Un buen vaso de vino ayuda siempre... Siempre.