Agnes esperaba con ansiedad su octavo cumpleaños, su tía Agnese, si bien no desbordaba en generosidad, le había prometido una muñeca de trapo, y seria su primera muñeca. Nada se parecería a la bellísima muñeca que tenía la condesa de porcelana y nácar con rizos verdaderos, y aunque tuviera que compartirlas con sus hermanas, sería su muñeca y la esperaba ansiosa. Le encantaba jugar con las de sus primas, a las que vestían y peinaban. Sus tías Caterina, Vittoria y Cecilia, le regalarían estampitas, rosarios, o el libro de oraciones, como cada cumpleaños, para que le rezara a la Madonna y a los Santos, cuando el momento fuera propicio.
Su madre le daría caramelos de regaliz, que ella adoraba y llegaban puntuales durante las fiestas.
Su tía Amelia le entregaría un diario que la sorprendería, un cuaderno de tapas negras que la acompañaría por largo tiempo.
Esa tarde mientras jugaba con sus primas a la rayuela, vio que todos los adultos de la casa corrieron hacia la radio.
“Inglaterra se había declarado en Estado de guerra con Alemania, como también Francia”
El tío Giovanni se había enardecido en el discurso y pensaba que Italia podría mantenerse neutral ya que decía que el pueblo italiano no estaba preparado mentalmente para una guerra contra Francia. Esto era imposible.
Daladier había hecho un discurso fúnebre, con poquísimas palabras, luego habían cantado la Marsellesa.
Agnes no entendía nada, pero las caras de sus tíos se habían vuelto apesadumbradas, la radio no traía buenas noticias.
La vida en el campo seguía, con sus ritmos lentos, noticias que incumbían y que interrumpían la cotidianeidad.
Agnes con su hermana Lidia, más pequeñita, llevaban las cabras hacia los senderos de las mulas para que comieran las hierbas, de esa manera se ahorraba el heno que crecía en el prado que sería cortado y vendido. Debía tener cuidado que no comieran las hierbas de los vecinos porque si no se armaba una guerra sin fin.
Durante el otoño, su hermano Félix, le había encargado que cuidara la vaca, y le había recomendado:
—Agnes no la pierdas de vista que la Génova es joven y rebelde como tú.
Claro está que Agnes se distrajo recogiendo castañas, por lo que la vaca se escapó. Corriendo había atravesado la colina y se había instalado en la casa del Podestad que era el excomandante de Carabineros. Agnes lo había visto siempre en uniforme negro durante el sábado fascista, pero ese día estaba mezclando la polenta sobre la cocina a leña. Mientras revolvía, regañaba a Agnes que a medida que lo escuchaba iba perdiendo la estima que sentía por él. En su vida había visto a un hombre mezclar la polenta, ni a su padre, ni a su nonno. La polenta era asunto de mujer.
Así, Podestad acusó a su nonno, quien la regañó, y por supuesto también retó a Félix.
Su nonno era un hombre severo, fuerte, firme de principios y de rígida moralidad, con devoción suficiente para quedar en paz con Dios y con los Santos. Los rezos y la conservación de las tradiciones cristianas eran tarea de las mujeres, por lo que depositaba en manos de la nonna Annina, más severa que él, la verdad de la fe. Hasta los varones debían criarse en la doctrina católica, pero de adultos estaba bien que blasfemaran como a menudo lo hacía el nonno. El nonno Giuseppe por supuesto, tenía fama de ser audaz en el amor, rasgo que habían heredado casi todos en familia y que era motivo de orgullo entre los varones, claro está que en las noches de invierno se enfrentaba a las sábanas con desparpajo.
La nonna Annina, además de la educación religiosa, llevaba la administración del hogar; tanto el dinero, como los productos pasaban por su supervisión. En la casa vivían veintisiete personas que ella gestionaba sin remilgos. Con su excesiva firmeza hacía funcionar todo a la perfección. En la casa grande se alojaban los padres de Agnes con sus hijos, Giuseppe, Maria, Cesare, Rino, Lina, Agnes, Lidia y la pequeñita Elda, también sus tíos Giovanni y Amelia con Giuseppe, Silvana, Marcelliana (compinche de Agnes) y Giovanni. El tío Berto con su mujer Pasqualina, una víbora, según los sobrinos, porque ponía unos contra otros. También sus hijos compartían la casa.
La tía Agnese, rígida, tacaña, llena de maldad y envidia, nada la alegraba y todo lo discutía; por último “Le Vittoriete”, las tías solteronas. Las trillizas en la fe, vestidas con sus trajes negros, se presentaban en aquellas ocasiones donde fuese necesaria una plegaria. Allí acudían las tres con el rosario en la mano y con el santo adecuado a cada petición.
La tía Caterina, desbordaba de autoridad y como un carabinero convencía a la buena y dócil tía Vittoria, y a la tímida tía Cecilia.
El nonno conocía todos los movimientos de su casa y de la familia, hasta sabía cuántas veces los niños iban a comer las uvas a los parrales, aquella buena, sólo se les permitía comer la uva más pobre, la que sería usada para el vino Clinton. Por supuesto que los pequeños, preferían la uva prohibida, por lo que intentaban escapar de su control, sin grandes resultados.
Por las tardes, hacia las seis y media se cenaba, luego se decían las oraciones y se seguía el culto del rosario.
Agnes amaba a sus tías solteronas, que por las tardes organizaban la plegaria, sólo que la tía Caterina las obligaba a arrodillarse sobre las sillas de paja y después de un rato las marcas en las rodillas se sentían. Como ordenaba la Santa Iglesia, después del rosario se recitaban las “Letaniae Sanctorum”
Rino, Cesare, Félix y sus primos no siempre acudían a la jaculatoria, pero cuando lo hacían terminaban las letanías deformándolas:
Sancta, Maria
R. ora pro nobis. Sancta Dei Genetrix,
R. ora pro nobis
Sancta Virgo virginum,
R. ora pro nobis.
Sancte Michael,
R. ora pro nobis.
Sancte Gabriel,
R. ora pro nobis.
Sancte Rafael
R. ora pro nobis.
Y los muchachos respondian
Ora più vin. Ora più vin (ahora más vino).
Se reían y las tías terminaban por echarlos de la cocina a escobazos.
Se íban a dormir temprano porque por las mañanas, el tañido de la campana Santa Clara les llamaría a misa antes de la escuela.
Los primeros tres grados de la escuela se hacían en la escuelita de las monjas. Por las mañanas, después de la misa, Agnes con sus hermanas y con sus primas, emprendían el sendero que por una hora de camino las llevaría hasta la escuela. Se paraban solamente delante del capitel de la Madonna, donde depositaban flores o algún fruto seco. Con devoción rezaban una oración. Esta artística cornisa del vano absidal, amparaba un fresco de la virgen, muy antiguo por cierto. Fue erigido en su honor, ya que durante la peste les había salvado el pellejo a más de uno. Por generaciones, las ofrendas llegaban incesantes.
Cada familia daba a los niños una botella de café con leche que las monjitas calentarían a las 10 de la mañana para permitirles una merienda adecuada. Durante el frío invierno, cada pequeño tenía que llevar a la escuela un trozo de leña, para que las monjas lo echaran en la gran estufa que devoraba hambrienta.
Aquel mes de noviembre, en el mercado se comentaba que aeroplanos rusos habían bombardeado ciudades finlandesas por lo que otra guerra explotaba. De esta manera, simulando cotidianeidad, los meses transcurrían y llegaban noticias de una guerra lejana que pensaban no les rozaría ni siquiera.
El frío empezó a hacerse sentir, y ese año el invierno fue rígido y gris. Seguían llegando noticias de Finlandia, y los ánimos se congelaban. La temperatura por aquellas latitudes había superado los 51 grados bajo cero, los heridos morían de congelamiento y así mismo los finlandeses resistían y resistían, hasta que el 13 de marzo la radio anunció:
“Finlandia firma la paz con Rusia”
Todos habían comprendido que ese país orgulloso había terminado por entregar en una mesa de negociaciones lo que no había cedido por la fuerza de las armas.
Durante el camino hacia la escuela, su madre había recomendado a Agnes, a sus hermanas y a sus primas, que si encontraban al podestad, al dueño del almacén, a la partera o al farmacéutico, no tenían que olvidarse de hacer el saludo fascista. Su madre ya había pagado las cinco liras por el carné fascista para que ellas pudieran ir a la escuela, ya que si no lo hubieran tenido, aunque la escuela fuera obligatoria hasta 5° grado, sin carné no habrían entrado.
Agnes ayudaba a Lidia que cursaba el primer grado. Como no sabía usar el lápiz ni ella ni los demás, pasaban horas y meses dibujando palitos, segmentos inclinados de izquierda a derecha para practicar el uso de dicho instrumento, ajeno a las tareas cotidianas de la comunidad. Lidia refunfuñaba. Agnes ya usaba la pluma. Amaba dibujar las letras tratando de no rellenarlas demasiado de tinta al trazar las curvas, si no la maestra les retaba. Por lo menos, pensaba Agnes, no les pegaba con la varilla como la maestra que le había tocado a sus hermanos. El celador pasaba y rellenaba los tinteros para que cada pluma se empapara de negro.
Agnes en la escuela primaria era “piccola italiana”, y con orgullo llevaba su uniforme: guardapolvo negro a tablas, camiseta blanca, medias blancas, y elegante boina. Durante el invierno llevaban una capa larga de lana que la hacía sentir una joven fascista como aquellas muchachas elegantes que veía en los desfiles.
Le encantaba durante estas manifestaciones en la plaza caminar orgullosa con su uniforme de piccola italiana, junto a las mayores “giovane italiane” o “giovane fascista”.
En la escuela los muchachos leían el libro “libro e moschetto, balilla perfetto” mientras que las chicas “la perfetta piccola italiana” o “la storia di Pinocchio” y se cantaban canciones de montaña como “La montanara” que Agnes entonaba con pasión.
Su padre no era fascista, pero admiraba lo que había hecho Mussolini, al menos los primeros años y siempre lo defendía con afán, sobre todo cuando sus cuñados, los Parchi, lo atacaban. Se hablaba de la guerra en Africa, con ese anhelo de Mussolini por conquistar tierras, se hablaba de Etiopia y de la rastra de heridos y muertos conocidos en el pueblo.
Cuando nevaba o llovía, Agnes, Lidia y Lina llegaban a la escuela embarradas, ya que al atravesar el bosque, pasaban por el arroyo, o pisaban los charcos. La maestra las castigaba. Agnes trataba de defender a sus hermanas.
-Es que equivoqué el camino -decía para volcar la culpa sobre ella.
La maestra de Lidia la regañaba también porque olía a establo, pero era difícil explicarle a una mujer de ciudad, donde las estufas a leña o a gas calentaban los ambientes, que para ellas el único lugar acogedor de la casa, en esas horas tan frías, era el establo, donde se estudiaba, se tejía, se charlaba.
Por fin, llegaba la primavera con sus colores y la vida parecía renacer. Las niñas en el patio con tarros de lata cantaban:
—¡Batti, batti marzo, che aprile arriverá, non morir cavallo che l’erba arriverà!
A Agnes le fascinaba ver los pajaritos que se lavaban en el arroyo y se secaban refregando sus plumitas en la arena, o un picaflor que en su danza nerviosa conquistaba los pistilos.
Habían visto los perros que se montaban, entonces las niñas se persignaban.
—¿Cómo nacen los niños? —cuestionó Lidia.
—Cuando nuestro padre vuelve de la Hostería y llama a nuestra madre a su habitación, después tendremos un hermanito, —dijo sabiéndolo todo Agnes.
En la hostería se escuchaba la radio y la preocupación crecía, se tenía noticias de que Alemania había atacado Noruega y Dinamarca.
—Doctor, ¿qué piensa de esta guerra?, ¿y de que Italia siga neutral? —inquirió el panadero.
—Creo que la guerra junto a Alemania se hace cada vez más inevitable.
—Sí, claro que lo harán, Mussolini querrá participar con el más fuerte, verán que se hará, se hará.
—¡Qué dice hombre! —exclamó el dueño de la hostería desde el mostrador-, harán la revolución verán, Badoglio no dejará que nos arrastren hacia una guerra que el pueblo no quiere.
Los ánimos se inflamaban.
Durante la misa el cura los aterrorizaba:
—La guerra incumbe. Las tropas de italianos en Yugoslavia y la victoria alemana en Noruega nos obligará a ir a la guerra, y serán los jóvenes que tendrán que hacerla… como en el 17 fueron los muchachos de la clase del 99 y del 900 a morir en el Piave. Como todos saben muy pocos se salvaron.
Desde el pulpito sentenciaba:
¡Y qué venga también ésta! La guerra siempre se ha hecho y se hará por interés... ¿qué creeis que pasó en Burgos en España? Fuimos por el hierro, no por los ideales... ¿Quién cree en los ideales? ¡Orad! ¡Orad!
Todos salieron de la iglesia llenos de tristeza y terror. Los pequeños lloraban sin entender que pasaba, el clima se había hecho tan incandescente que les había asustado. Agnes tomó la mano de su madre que no lograba borrar la preocupación resignada de su cara. Su hermano Giuseppe era uno de los jóvenes que podría ser llamado a esta ridícula guerra y no podrían oponerse.
Luigia pensaba en su hermano Guglielmo que había vuelto herido por una granada en el 17, había quedado inválido por un esquilo en la cabeza que le había bloqueado la mandíbula. Sin embargo, él había vuelto, muchos no lo habían hecho. Fue una guerra desastrosa, con miles de muertos por error en las estrategias. La ambición militar no tenía límites.
Con los primeros calores, su hermano Giuseppe había aprovechado para ir hasta Asiago donde se esquilaban las ovejas. La venta de lana era una entrada asegurada cada primavera, pequeño patrimonio con el que la familia contaba. Desde joven edad se había especializado. Su tío Mario lo había llevado cuando era aún un niño y había pasado de ayudante a esquilador en poco tiempo. Inmobilizaba la oveja como si fuera una muñeca de goma, las esquilaba cortando la lana muy cerquita de la piel, tratando de no herir al animal, manteniendo el vellón entero. En este período, el vellón estaba menos crecido por lo que la lana llevaba poco concentrada la suciedad. Prefería herirse él que hacerle daño a la oveja, pero sobre todo tenía que evitar manchar la lana. Pasaba unas semanas entre pastores, durmiendo en establos sucios, junto a los animales, para obtener calor seguro. Se narraban historias y se bebía.
Giuseppe volvía a casa cubierto de pequeñas heridas que a veces curaba con vinagre, traía historias fantásticas que contaba a sus hermanos alrededor del fuego. Agnes amaba las fábulas de duendes que habitaban los bosques, de lechuzas curiosas y de ovejas perezosas. Elda pequeñita disfrutaba en su falda de una galleta y se dejaba mecer por sus palabras.
Su madre no alcanzó a decirle que los muchachos de su clase tendrían que presentarse a la oficina del fascio.
A la semana de su regreso a casa, la fiebre se había apoderado de él. Su madre no lograba bajársela con nada, sus abuelas le prepararon todo tipo de infusiones y de mejunjes, pero él seguía sudando, temblando. Finalmente, le invadieron unos espasmos dolorosos que el médico, al ver que la tensión arteriosa subía a desmedida, lo envió de inmediato al hospital de Thiene.
Luigia, que no podía descuidar las tareas del campo ni de la casa, pasó el tiempo que pudo al lado de su primogénito que no mejoraba.
En el pasillo, mientras Giuseppe dormía sedado como un toro, unos médicos discutían de política con mucho ardor: —Sólo podemos desear que Italia vaya a la guerra y que la pierda -dijo el médico más anciano.
-O que no vaya, aunque todos sabemos que Italia irá a la guerra, porque el pueblo irá.
—¿Usted no tiene fe en el pueblo?
—Pero... ¿de verdad cree que el pueblo se rebelará?
—¿Dónde se ha visto?, sería ingenuo pensarlo. Irán a la guerra porque en la miseria en la que se encuentran sumergidos. Piensan que ir a la guerra es cambiar algo de esta situación insostenible, por lo que la beligerancia sería una liberación a pesar de todo.
—Pero no lo será, no lo será.
—Claro que no, pero el pueblo no razona. El hombre es en mínima parte razón, el resto solamente instinto. Y… ¿sabe que más le digo, estimado colega?, que iremos nosotros también, como lo harán todos.... porque mañana estaré ebrio como todos. Luego... con toda esta propaganda...
El podestad que en la sala de espera escuchaba, no resistió la tentación de participar:
—Señores, perdonen mi interrupción, pero me veo obligado a inmiscuirme. Es ahora cuando Italia tiene que intervenir, tiene que aprovechar la oportunidad, hay que ser oportunistas, por lo menos una vez en la historia... alearse con Alemania sería lo mejor para nuestro país, un acto de coraje.
—Sí, claro, usted es un político señor podestad, pero la gente no comprende esta guerra, ¿por qué una guerra en un momento como el de hoy en día? En cada ciudadano hay una lucha interior, obedecer a algo que no se comprende, ¿no le parece caballero? -Inquirió el médico.
—Y le digo más doctor, tengo un hijo clase 1921, y será un honor para mí y para mi familia, que se presente, que vaya y muestre el coraje de nuestra Nación.
Luigia escuchaba con el alma cansada y sin fuerzas para reaccionar, pero un poco, lograba entender a estos hombres que se engañaban a sí mismos, tratando de excusarse. También ellos serían llamados a arriesgar su vida, por lo que esta mentira justificada respondía a una necesidad interior de serenidad, pero una falsa quietud. Ella lo sabía, era solamente un errado compromiso. ¿Cómo podía estar orgulloso de mandar un hijo a la guerra?, pensó Luigia.
Ella luchaba contra la muerte en el hospital y la muerte en guerra, una madre no puede caer en semejante circunstancia donde el destino le hace desear que un hijo muera a su lado, y no lejos de su afecto. ¿Qué madre era?
Los médicos, alertados por las enfermeras, corrieron al cabezal de la cama de Giuseppe, que se contorsionaba por el dolor. Incapaz de abrir la boca debido a la rigidez muscular de la mandíbula, espasmos dolorosos dieron inicio a una fuerte taquicardia hasta que el corazón no soportó más.
Los médicos llamaron a su madre y le dijeron que tenía tétano... que las esporas habían entrado en las heridas... y que, decían... sabe usted... han liberado bacterias activas y se han diseminado por todo el cuerpo produciendo una sustancia tóxica que ha bloqueado las señales nerviosas de la médula a los músculos...
Ella no comprendía las palabras del médico, quería que lo curaran y que volviera a su casa...
—Doctor cuando podremos ir a casa... es que... mi familia... el campo...
—Señora... temo tener que ser duro, pero su hijo acaba de morir.
—Morir... muerto... no... no... NOOOOO...—el llanto la envolvió sintiéndose culpable—... podría... tendría.... no, mi Giuseppe no, mi Giuseppe no...
Era el 25 de mayo de 1940, y las desgracias parecían no tener fin. Las campanas del pueblo lloraron su canto de muerte. El pueblo todo acudió al funeral.
— ¡Ha muerto uno de los Zigliotti! —murmuraban.
La comunidad conmovida se unió en un abrazo.
El 6 de junio del mismo año, avisos públicos pegados por las paredes del pueblo ordenaban:
“Cuando se escuchen las campanas o las sirenas, se reclama la presencia del pueblo en la plaza”, sería el anuncio de Guerra.
El 10 de junio, exactamente a las 5 de la tarde, las campanas tocaron en todos los pueblos y las sirenas en las ciudades. El anuncio llegó a través del discurso del Duce, que, desde Roma, aclamado por una multitud de jóvenes fascistas, desde el balcón de plaza Venecia proclamaba. Los altoparlantes recorrían las calles y trasmitían, pero las calles estaban desiertas, la gente permaneció dentro de las casas donde había una radio, o en los bares o en la plaza, testigos de que el mundo se les caía encima.
“Combatenti di terra, di mare e dell'aria! Camicie nere della rivoluzione e delle legioni! Uomini e donne d'Italia, dell'Impero e del Regno d'Albania! Ascoltate!......
......................................
“La dichiarazione di guerra è già stata consegnata agli ambasciatori di gran Bretagna e di Francia”
Se sentían aclamaciones de ¡guerra! ¡guerra!
“Noi impugniamo le armi per risolvere, dopo il problema risolto delle nostre frontiere continentali, il problema delle nostre frontiere marittime, noi vogliamo spezzare le catene che ci soffocano nel nostro mare, poiché un popolo non è veramente libero se non ha libero acceso all'oceano... ..è la lotta dei popoli poveri e numerosi braccia contro gli affamatori che detengono ferocemente il monopolio di tutte le richezze e di tutto l'oro della terra... è la lotta tra due secoli e due idee....”
Durante los días que siguieron, los trenes desde Thiene a Vicenza viajaban sin descanso. Iban llenos de jóvenes llamados al frente. Ya el año anterior había partido tío Mario para el servicio militar, y este nuevo hecho ponía a la nonna Appolonia en un estado de angustia que todos comprendían, a un nieto muerto de tétano, se le agregaban dos hijos emigrados, un hijo en guerra, y otro inválido por otra guerra. ¿Cuántas criaturas tendría que sacrificar? —se interrogaba.
Todos los convocados blasfemaban por la mala suerte, insultaban las estrellas del uniforme y todo lo que representaba lo militar.
Ese verano, en la casa del abuelo Giuseppe, en via Valdelette, la familia de Luigi, la de Giovanni, junto a sus respectivas proles, más las tías solteronas, discutían sobre el futuro. En el campo faltaba de todo, los animales como la producción venían controlados. Empleados de la oficina del fascio, pasaban para retirar cerdos, cosecha, salame o lo que fuera, que, en las ciudades, sería entregado a cada ciudadano, ante la presentación del carné fascista. El nonno con sus hijos decidieron esconder algunos productos, por lo que, a la hora de comer, las mujeres se vieron en gran dificultad para alimentar a 27 personas.
Los niños, ajenos a los problemas de los adultos, gozaban de sus sabrosas comidas, ocupaban una mesa aparte donde en cavidades prolijamente hechas en la madera, se les colocaban los tazones con los alimentos, desde la leche recién ordeñada con pedazitos de pan seco, hasta la polenta o la pasta. María, Rino y Cesare ayudaban a los pequeños.
El tío Giovanni les traía desde la hostería, cada domingo, el suplemeto del periódico el “Corriere dei piccoli”. Agnes con sus primos, se peleaban por dividirse las páginas para leer, pelea impar donde ganaban siempre los varones que eran los mayores. Ese verano el “Corriere dei piccoli” fue censurado ya que traía historietas norteamericanas o nacionales no útiles al régimen, asi que cada domingo empezó a llegar “Il corrierino” la historia de las dos balillas Remolino y Remoletto que estudiaban un plan para defender las fronteras italianas. En la escuela empezaron a repartirles a las chicas el periódico “La piccola italiana”. De manera que Agnes, que amaba leer, recitaba con ardor a sus primas
“Nel momento in cui si vive
tutto inside e offensive
Remolino e Remoletto
giunti in patria hanno un progetto
di studiare le difese
sui confini del paese”
A partir del primero de agosto de 1940 iniciaron las aventuras de Toffolini, el protagonista Tore, dentro un sumergible, tenía que hundir las naves de la Royal Navy con la constante dificultad que los marineros, gente de pocos escrúpulos, se lo pasaban actuando a traición e insensibles al honor. Los chicos por las noches, después de terminar las tareas del campo, devoraban las historietas de Tore, soñando con submarinos y batallas en el mar.
La vida en el campo seguía con su cotidianeidad dictada por el ritmo de la naturaleza y el capricho del clima.
Por las noches, Agnes tomaba un banquito que acercaba hacia la pared, subía en él y encendía la radio. Todos escuchaban sumergidos en un silencio de tumba. Los boletines eran de horror: ciudades bombardeadas. Sirenas y campanas que anunciaban los bombardeos. La gente corría a los refugios que no siempre existían, asi que la mayorìa de la población buscaba reparo debajo de las vigas que sostenían los edificios, en sótanos o en edificios apuntalados con palos de madera. Contaba también que las mujeres recorrían el mercado negro buscando un pedazo de pan para calmar el hambre, ya que con el carné se les daba solamente 150 gramos pro-capite. Mientras se escuchaba la radio, los hombres armaban cigarrillos con el poco tabaco que encontraban, y las mujeres rezaban el rosario. El tío Berto comentaba:
—El país no está preparado para una guerra, y menos las fuerzas armadas. Se comenta que el discurso de Mussolini y su decisión de entrar en guerra les ha caído como un valde de agua fría.
—Bueno, pero las victorias en España y las que lleva Alemania con Hitler nos da bien a esperar, -dijo Giovanni.
-Es solamente propaganda fascista, no ves que nos enebrian con la idea de romper las riendas, es solamente falsa euforia —replicó Berto.
—Acuérdense que Italia se encuentra en estado de guerra ininterrumpido desde 1935. La campaña de Etiopia, la guerra de España, la ocupación de Albania... ¡qué decir! Esto consume todos los recursos económicos de los que un pais dispone y miren como estamos. —expresó el nonno saliendo de su mutismo, echando largas bocanadas de humo.
En este momento tenemos necesidad de paz, no de guerra. ¿No han escuchado la radio? el bloqueo naval británico no nos deja importar nada. ¿A dónde nos llevará esta situación? ¿Qué futuro tendrán nuestros hijos? ¿Cuántos muertos aún? —continuó.
Les sorprendió un invierno muy rígido. En el establo aprovechando el calor de los animales se cosía, se remendaba y los niños hacían la tarea. Esa mañana había llegado carta del tío Mario desde el frente, había tomado un tren hasta Vicenza, desde allí lo habían trasladado en tren hasta Bari, donde se había embarcado con destino Durazzo. Era 1939 y en octubre habría tenido que volver con un permiso, pero lo habían obligado a permanecer por motivos bélicos. La carta pasaba de mano en mano, se leía de prisa, se repetían las frases miles de veces como para retenerlas, como para que sus palabras escritas llenaran el establo con su presencia. El fino papel se iba deshaciendo como la esperanza. Contaba que la nieve caía abundante, que con los mulos se movían apenas mientras atacaban una colina. La nieve les había llegado hasta la rodilla y hasta la panza de la mula, el camino se les había hecho difícil. Habían cortado por el bosque, pero los lobos aullaban, por lo que las mulas se asustaron y corrieron colina abajo, cayendo por el peso que transportaban y por la densa nieve.
Por esa razón los comandantes los habían obligado a permanecer en trinchea, esperando que el tiempo mejorara. Según la luna, duraría sólo siete días, pero la verdad era que la guerra que tendría que haber sido de movimiento, de ataque, pasó a ser una guerra en trincheras como la del 14.
Relataba las atrocidades que veía, los soldados que escapaban de las bombas, o que se retiraban del frente griego. Algunos perdían la razón, otros llegaban con el casco bien puesto, pero caían en las trincheras con los ojos desorbitados. El terror y el miedo, la sangre, los muertos en sus brazos, el barro, destruían los ánimos y la moral. Los comandantes ya no lograban entusiasmar a las tropas, se rebelaban para volver a Italia. El comandante jefe, les decía: ¿quieren cruzar el mar de Otranto nadando? adelante, adelante... Por lo tanto, se quedaban. Rezando.
Las abuelas y las madres lloraban. Tía Amelia oraba, Luigia protestaba, Tía Agnese blasfemaba contra Mussolini. Las tías Caterina, Victoria y Cecilia rezaban, rezaban y rezaban.
Junto al frío había llegado la Navidad, la triste y angustiosa Navidad. Lograron encontrar harina suficiente para poder hacer una rosca que los niños disfrutaron.
Para la Befana, las madres habían tratado de ofrecerles a los pequeños una ocasión de alegría. En la estufa, al levantarse, los pequeños encontraron las medias colgadas repletas, que si bien había regalado un momento de serenidad, enseguida después, una guerra interna produjo desacuerdos en la convivencia. Las medias de los hijos de Pasqualina estaban cargadas con cascos, pistolas de juguete, soldaditos de plomo, mientras que las de los demás niños, frutas secas. Este hecho produjo la discusión entre los mayores y el nonno tratando de mantener el equilibrio y la armonía, repartió a los muchachos algún residuo bélico, que había encontrado en sus viajes hacia ciudades bombardeadas, pequeños pedazos de hierro que servían para intercambiarlos durante el juego por lo que la paz reinó.
Como olvidando el percance, todos se rieron al ver que en las calzas a los muchachos, la Befana les había traido algunos carbones porque no se habían portado bien. Las carcajadas llenaron el ambiente. Mientras se contaban los carbones, entre ellos bromeaban. El nonno, disimuladamente, regañó a su hijo Berto, no se podían hacer diferencias entre los niños ni entre las familias, porque la convivencia se les haría imposible.
—Tú llevas los pantalones en tu familia, ten las riendas cortas de tu mujer. —sentenció el nonno dando por terminada la discusión.
Al mes siguiente el nonno habló con el Conde para que aceptara a su hijo Luigi y a su familia como mezadros. Había llegado el momento de separar las familias para el buen vivir.
El aristocrático caballero, conociendo la severidad y la fuerza moral de este hombre, aceptó la propuesta. Desde enero de 1941 Luigi, Luigia y su familia fueron a vivir a Lonego, la gran casa de campo puestas a pie de la colina, desde donde se veía imponente y majestuosa la Villa. Agnes y sus hermanos crecerían a su sombra y su familia trabajaría los campos del Conde. Para el tío Giovanni se encontró otro arreglo, por lo que dos familias menos en casa salvaron la coexistencia entre sanguineos, quedando los ánimos pacificados, aunque la tía Agnese no quedara contenta y la mujer del tío Berto protestara. Cuando el nonno decidía, el resto ejercía.
Ese mes de enero, en cada casa, un muchacho partía para la guerra, la clase 1921 tenía que presentarse. Las madres lloraban, y Luigia pensaba en su hijo Giuseppe, era como perderlo de nuevo, aún no se resignaba a su muerte, y ver a sus amigos que partían la llenaba de tristeza.
En invierno oscurecía pronto. Desde una pequeña ventana, la luz luchaba por entrar. La electricidad iba y venía. Luigia planchaba maniobrando la pesada plancha de hierro a carbón. Desde la cocina a leña que funcionaba todo el día, tomaba el carbón necesario, una verdadera odisea. Levantaba la tapa, se acercaba a las escupidas de chispas que en danzas brujas se manifestaban. Buscaba las mejores brasas que seleccionaba. El peso del instrumento de hierro sobre las camisas las dejaba impecablemente planchadas. Esto la enorgullecía, porque su familia lucía siempre elegante los días de fiesta. Sus hijos eran los encargados de buscar leña en el bosque, los restos del choclo, o las ramas de las parras podadas. Si bien, ésta últimas al ser quemadas, emanaban un olor un poco fastidioso. Pero en aquellos momentos donde todo escaseaba, cualquier cosa que diera calor era bien recibida.
La radio puntualmente daba el boletín de guerra:
—En Libia, en Grecia siguen las derrotas...
Algunos decían: ¡Malditos ingleses!
Por lo que los muchachos en los juegos de guerra, no querían tener el rol de ingleses o «el enemigo», todos representaban las tropas del eje aliado contra un enemigo imaginario, escondido entre los bosques o detrás del granero. Los chicos de los vecinos que venían a jugar, pagaban la admisión al juego haciendo de enemigos. Se ganaba siempre y se terminaba cantando las canciones que puntualmente llegaban después del boletìn radio. Cuando Cesare acompañó a su padre al mercado y vió el periódico que se leía con angustioso temblor, vio que los héroes eran delgados, enjutos, asi que volviendo a casa decidió que ninguno podía interpretar al héroe, si bien su hermano Rino fuera el más delgado y el más alto. Creyó mejor que por sus características físicas sería el rey Jorge de Inglaterra que tenía miedo a la guerra y pedía ayuda y protección al ministro Ciorcillone, que sería Cesare. De aquella manera cada uno tenía un cargo importante. La paz en el juego se mantenía, por el contrario, su abuelo se habría encargado de hacerles pasar las rabietas con el rastrillo o con la guadaña.
Los jóvenes del pueblo seguían partiendo para el frente. Las madres cada día acudían a la plaza, a la oficina del fascio, donde se colgaban las listas de los muertos o perdidos en no se sabía que latitudes. Diariamente llegaban noticias de algún conocido muerto. Las madres se acumunaban en el dolor, la opinión pública se desesperaba y el odio crecía. Algunos ya sin miedo a opinar decían:
—¿Falta mucho para que lleguen estos ingleses a liberarnos?
Los muchachos, junto a sus primos mayores lograron recibir Radio Francia libre: “Magnifique récule”
No hacía falta saber francés, se entendía muy bien... pero la propaganda entusiasmaba: “la victoria está por ser nuestra gracias al sacrificio y al honor del pueblo italiano”.
Los chicos, jugaban a que atacaban Grecia y Yugoslavia, pero no entendían por qué si la victoria estaba siendo suya se retiraban.
Los trenes y camiones pasaban por las ciudades y los pueblos, robosantes de cañones, ametralladoras, soldados armados hasta los dientes. Los jóvenes del pueblo que habían partido como soldados, estaban en la frontera yugoslava.
Papá, volviendo de la hostería, dijo a los muchachos:
—Los periódicos hablan mal de Yugoslavia, atacan nuestros vecinos en cada página, nos incitan al odio. Se habla de una movilización general, las fronteras están cerradas, por aquellos sitios arde Troya. Se habla que el bombardeo en Belgrado ha sido terrorífico.
Las noticias corrían, y cada vez con más velocidad.
El 25 de marzo, Yugoslavia había adherido al pacto tripartito entre Japón, Alemania y el Reino de Italia para evitar ser invadida.
La primavera, con temperaturas más agradables, pasó desapercibida. El horror reinaba, se hablaba sólo de muertos. A mediados de abril, Yugoslavia había depuesto las armas, se habían rendido sin condiciones.
—Tenía que terminar de esa manera —comentaba el nonno, nadie puede resistir a los alemanes. Primero ocupan por la fuerza, después hablan, si es que hablan.
—Ayer escuché, y creo que es verdad, que en 18 días ocuparon Bulgaria y en 15 destruyeron Yugoslavia, son una aplanadora —exclamó Luigi.
—Me pregunto ¿cómo hará Inglaterra para vencerlos? — inquirió Giovanni.
—Inglaterra es invencible en mar y todos lo saben, pero la supremacia en los continentes siempre ha sido alemana, y ahora más que nunca —expresó el nonno.
Todos nosotros como pueblo nos sentimos perdidos, y esto nos asusta, es una guerra inútil. ¿Por qué estamos en guerra? —preguntó Luigi, es absurdo, extenuante… estamos pasando por ridículos.
—Sí hijo, no habrá victoria, habrá desangramiento. Porque es una guerra impuesta, sin que la pidiéramos, sin que sintieramos la necesidad de una lucha. Nos damos cuenta de su inutilidad, del dolor que acarrea, del mal que nos envuelve y nos dejamos arrastrar como hojas secas, porque somos un pueblo obediente, resignado.
Rino y Cesare, todas las tardes en casa del nonno o en casa de la tía Amelia escuchaban la radio, ya que en su casa no la tenían. Era importante sentir los nuevos conflictos para darle a sus juegos nueva linfa, pero la confusión reinaba. Ahora las noticias referían:
“Entusiamados por la liberación a causa del yugo yugoslavo, la población demuestra entusiasmo ante el avanzar italiano”
—Parece que demuestran entusiasmo a escopetazos — exclamó Giovanni. Beppe Toresin me contó que su hermano les había escrito, diciendo que se mueven en grupos y armados, porque la población les dispara apenas asoman la nariz. Es espantoso, pero justo.
Rino tomó la escoba y apuntó a su hermano —italien, italien, pum, pum.
Todos rieron, pero el ambiente enseguida se adensó.
El 15 de junio del 41 llegó Mario en licencia, la nonna Appolonia estaba feliz, se lo contaba a todos, pero las noticias que traía no eran entusiasmantes.
—En Yugoslavia la guerrilla nos vuelve locos, no se puede bajar la guardia —contó.
Los chicos lo rodeaban para sentir historias del frente. Mario, mientras se armaba un cigarrillo que les pasaba, les contó que había conquistado un fuerte, matando a diestra y siniestra, con bombas a mano. “Estos serbios, estaban de guardia y no habían querido rendirse”, —dijo provocando aprobación de parte de los muchachos.
En largas pausas piteaba, cargando el clima de suspenso y misterio... luego decía:
—He visto tantos muertos, chicos jóvenes... tan jóvenes... y le pasaba la mano sobre el pelo rubio de Rino...
La nonna Appolonia había viajado a Padua para rezarle al Santo. Había vuelto alterada por la cantidad de cartas implorantes a San Antonio que colgaban. “Que mi marido vuelva pronto. Protégeme como hasta ahora en el frente, que vuelva sano y salvo…”, recitaban.
El frío mármol que custodiaba la tumba del santo se cubría de cartas y fotografías que como racimos de uva pendían. Plegarias dolorosas. Alrededor penumbra y silencio.
Le fue difícil encontrar un tren que la llevara a casa, “prioridad a los soldados”, le decían. Después de horas, pudo subir a uno, cargado de militares heridos, uniformes rotos, telas arrancadas a pedazos, remiendos mal hechos, algunos susurraban: “agradezco al señor que me haya salvado. En un año de guerra entre nieve, hambre y bombas, vuelvo a casa solamente con pocas heridas; y si bien éstas me han hecho sufrir bastante, tengo solamente que agradecer. Si alguno ha pasado por esto, sabe lo que digo”.
Todos asentían y se tocaban las heridas que llevaban escondidas. En aquel momento pasó un teniente.
— ¡Señor teniente! —gritó un jovenzuelo sin casi levantar la cabeza, ¿a dónde nos mandarán ahora?
—Pues... Tal vez irán a Rusia a divertirse, —respondió intentando bromear. Hubo largos momentos de silencio.
Al otro día los periódicos titulaban:
“El Duce pasa revista a los primeros contingentes de tropas destinadas al frente soviético”
En casa sintieron como una puñalada. Se armó una discusión porque en los campos ya no quedaban manos buenas para trabajar, sólo ancianos, mujeres o niños. No había pan, la cosecha era poca porque hasta las semillas habían sido racionadas.
Había llegado el mes de julio y con el grano maduro habían llegado los controladores del Estado, para llevárselo todo. “¡Porca miseria! No se es más padrón en casa propia”, blasfemaba el nonno.
—Que nos dejen por lo menos el pan, ¡porca putana! —se quejaba Luigi.
—Estamos cansados de trabajar como bestias para que se lleven todo. ¡Por Dios! ¿Cuánto durará esta guerra? — preguntaba poco convencido Giovanni.
—Qué esperas hijo —resongó el nonno. Después de ésta, tendremos otra en casa.
El tono fue tan sentencioso y triste, que ante una verdad indiscutible, todos permanecieron en silencio. Se retiraron y Giovanni dijo:
—¡Qué podemos hacer!, somos un montón de campesinos y granjeros ignorantes...
La carestía seguía por todo 1941, cada cosa se compraba con el carné, desde el aceite, la mantequilla, el jabón, la harina, el azúcar. Agnes acompañaba a su madre al pueblo, hacían cola por horas para obtener lo que le correspondía por familia, la carne solamente una vez por semana.
Ciertos alimentos se encontraban en el mercado negro. Luigi y Giovanni utilizaban productos del campo como huevos, frutas secas, salames que escondían al control del Estado, (sin poder esconderlos al control del Conde) que mediante trueque obtenían pasta, arroz, atún, carne en lata que de otra manera no encontrarían. Se había prohibido poseer harinas de algún tipo para polenta o pan, lo que cocinar para tantas bocas se volvía una hazaña.
Las tías iban en busca de hilos, elásticos de cualquier tipo, telas, zapatos, todo lo que pudiera hallarse, pero volvían con las manos vacías. Las mercaderías o quedaban bloqueados en algún sitio o eran inservibles.
Corría la noticia, que el carné serviría también para las patatas, los porotos y hasta para el queso que, por suerte, desde Asiago los tíos habían traido y escondido en cantina, pero con el terror de ser descubiertos o acusados por algún vecino fiel al régimen. A los niños se les tenía prohibido hablar con los amigos sobre los productos que escondían, pero una tarde a Lidia, en la escuela, se le había escapado. Menos mal que la maestra se hizo la disimulada y no acusó a la familia, si no se les hubiera llenado la casa de camisas negras.
Un domingo de febrero de 1942 las tías, como todos los domingos, salían de la iglesia junto a las chicas vestidas de fiesta. Las mujeres fuera de la iglesia murmuraban. Agnes se acercó al grupo buscando a su compañera de juegos. La conversación entre las madres era de guerra, de hijos, hermanos, maridos en el frente. Cada una contaba de sus muertos, de sus perdidos, de las pocas noticias que llegaban. Se daban coraje unas a otras. Mientras tanto, los muchachos se dirigieron a la hostería con los amigos de siempre. Cesare, con sus 17 años brindaba y Rino armaba cigarillos con los papeles que alguno mayor le pasaba.
Los chicos más grandes protestaban porque ninguno quería ir bajo las armas. Se esperaba que en cualquier momento, llegara el llamado para la clase 20. Los que habían estado en el frente comentaban que bajo las armas se moría de hambre, la disciplina era durísima, la vida en los cuarteles o en trinchea… extenuante. Resultaba difícil mantenerse animado.
—¿Ha sentido, doctor, que están llamando a los estudiantes universitarios? —preguntó Gianni Polga al médico.
—Sí, así es jovenzuelo. Pretenden alentar a los soldados con gente instruida, pero están obteniendo el efecto contrario. Miren ustedes que ayer mismo, un exalumno me contaba que en su batallón había unos cuantos universitarios. Él, una tarde, bromeando, trató de hacer un discurso para inflamar los ánimos, lleno de patriotismo, de italianidad; el caso es que tuvo que terminar escondido en un baño porque casi lo descuellan. Recibió una lluvia de zapatazos, y hasta alguno le dejó un hermoso chichón en la cabeza. Son los universitarios que incitan a los otros para que se termine de una buena vez. De todos los universitarios llamados al frente, la mayoría son antifascistas, incluso alguno con cargo más bien alto, que al inicio se mostraba enardecido, ahora rechaza el régimen y esta inútil guerra. Hasta se olvidan del día de permiso, donde podrían relajarse mirando las piernas de las chicas de ciudad. Hasta el hambre que sienten pasa en segundo plano. Se enardecen y su entusiasmo contagia.
Cuando las camisas negras pasaron por la hostería la conversación retomó un tono discreto.
—¡Ah!! ¡Vendrá el día, vendrá el día que saldremos de ésta! para volver a construir nuestra querida Italia —concluyó el Doctor, sin perder de vista a los fascistas que bebían con ardor por los hechos.
—Se están viendo algunos periódicos, por cierto, no oficiales, que circulan clandestinamente, que dicen que la revolución fascista está en crisis. Dicen que no tiene ideales bien definidos, y que cada generación tiene la tarea de hacer un proceso histórico a la precedente. Agregan que esta guerra ha acortado los tiempos, este proceso está en marcha. —exclamó en baja voz el hijo del podestad, esperando no ser oido por su padre.
-Se cuenta que hay verdaderas sociedades secretas, la mayoría comunistas, pero también católicas que se están preparando para la revolución —comentó el escribano.
Rino escuchaba con mucho interés, pero su hermano, viendo que la conversación estaba rozando lo prohibido quiso llevárselo de un tirón. Rino se reveló:
—He visto algunas paredes escritas al inicio del pueblo — exclamó, queriendo hablar con conocimiento de causa.
—En efecto son escritas murales, con propaganda oculta, siempre en voz baja, pero con gran efecto —pronunció el médico.
Los jovenzuelos del pueblo quedaron extasiados, ésto era un mundo de secretos, que les enardecía. Cesare arrancó a su hermano de prepo y volvieron a casa para el almuerzo.
Los días pasaban iguales, luchando por encontrar algo para meter bajo los dientes, se trabajaba el campo con esfuerzo y sacrificio, pero nada quedaba.
Por las tardes se encendía la radio y se escuchaban los bombardeos de ciudades hermosas que quedaban reducidas a polvo. La angustia persistía. Llegaban noticias sobre familias del pueblo, siempre tristes. Madres que rezaban, y en secreto esperaban que la suerte de su vecino no les tocara a ellas, pero en cada familia se lloraba por alguno, y el dolor parecía atenuarse si se compartía.
—¡L’aradio!, ¡l’aradio! salió gritando Félix.
Todos corrieron hacia la cocina:
“Tropas americanas han desembarcado en Algeria y en
Marruecos...”
Esta noticia armó mucho alboroto en la casa y se corrió a avisar a los vecinos.
—¿Y qué pasará después? —preguntó Cesare a su tío.
—Y...querido sobrino, si los aliados tienen la intención de abrir el segundo frente europeo, desembarcarán en Sicilia, y esto es seguro.
—¿Y que será de Italia? —preguntó su primo Giuseppe.
—Aqui en Veneto... seguramente bajarán desde Alemania las tropas alemanas y... Dios nos libre... espero que no sea así —exclamó meditativo el tío.
Al pueblo, había llegado el autobús de la mañana, lleno de familias que escapaban de ciudades bombardeadas buscando alojamiento en casa de parientes del campo.
— Aquí es más fácil que las bombas no lleguen y que se encuentre algo de comer –repetían.
Una señora de Turín, contaba horrores de su ciudad. Que la gente estaba harta de esta guerra de Mussolini, que en Turín se moría de hambre, que la harina amarilla, costaba 18 liras y la blanca 40. Que era imposible vivir de esta manera. Todos deseaban un cambio de ruta.
Algunas personas que venían de Milán contaban lo mismo. De norte a sur las noticias se repetían, la gente estaba cansada, insultaba Mussolini. Repetían que sería mejor que llegaran los americanos a salvarles, a liberarles.
Los muchachos a escondidas, probaron encontrar la frecuencia de Radio Londres, y mientras escuchaban, sin entender mucho, emblanquecieron de golpe. Mirándose unos a otros lograron descifrar lo transmitido.
“...Some cities such as Verona, Padua, Vicenza and
Mestre are still to be bombed...”
No hacía falta saber inglés, la noticia se transmitió de boca en boca, de casa en casa.
En las ciudades nombradas la gente buscaba refugio y se repetían unos a otros:
— Lo ha dicho l’aradio, lo ha dicho l’aradio.
En el pueblo se llamaba a cumplir con las armas a las clases 1907 y 1908. Padres de familia que seguían abandonando los campos. Del tío Mario, clase 1910, no se sabía nada, desde su último permiso del año pasado.
El pueblo se estaba llenando de refugiados, prófugos. Llegaban colmados de valijas, hasta se traían servicios de platos de porcelana.
Una fría noche del 43, María con sus 20 años, había participado a una fiesta en casa de amigos. Alli estaba Toni, ese muchacho alto que la hacía reir. Su carcajada contagiaba. Hacía mucho que no participaba de un momento de alegría, y le había costado mucho obtener el permiso de su padre.
No podía creer que había escuchado música y bebido buen vino. Un primo de Antonio, oficial en Croacia y por el momento de licencia, cambió la estación radio casi con arte, sustituyendo la IX di Schubert por música moderna. Enseguida se armó el baile, y para María, fue un verdadero placer. Por primera vez había bailado cerca de un hombre, sus cuerpos se rozaron. Ella miraba a Toni a los ojos, mientras sus grandes manos cálidas le transmitían una calma extraña. Este último año no se habían contado muchas ocasiones de serenidad y en sus brazos sentía que el tiempo se había detenido, sólo existían ellos y nadie más.
A las 11, la transmisión bailable terminó y de nuevo el tema guerra afloró. Toni trajo licor para las chicas, grappa para los muchachos, que se fumaban un cigarrillo. María vió al oficial que, en un rincón, vaso en la mano, permanecía solitario como la misma muerte.
Toni le preguntó a su primo:
—¿Qué tal la experiencia de oficial?
—Después de 3 años de vida militar, estoy bastante cansado, pero en general me gusta mandar. Se hace pesado cuando hay que obedecer a los superiores, claro está -expresó animándose un poco.
—¿Y si no se obedece, qué pasa? —insistió Toni.
—Y... sabes, una mañana que había disparado hasta las 4 de la madrugada, el comandante me arrestó porque...
—¿Disparado? —interrumpió María.
—Qué cree que hacemos en el frente, si no disparamos nosotros, nos cortan el pescuezo —contó, y viendo que las chicas estaban asombradas e impresionadas a la vez, siguió relatando mientas su pecho se hinchaba de orgullo masculino al ver el interés susitado. Nos enfrentábamos a uno de los siete partidos que hay en Serbia, los Ustasas que son uno de los más crueles. Nos salvamos por milagro, incluso tomamos algunos prisioneros. Por suerte, ahora son nuestros aleados y nos ayudan contra los serbios, ya que se oponen al Reino de Yugoslavia y se sienten más identificados con los nazis. Los he visto una vez, tomar a la mujer de un jefe, tajarle el pecho con la espada y meterle sal dentro de la herida, y no les cuento lo que les hacen a las mujeres embarazadas.... —contaba mientras todos empalidecían por un horror sin nombre. Yo he visto... — continuaba con rabia la descripción de hechos terroríficos.
Algunas chicas, se desmayaron, otras apretaban fuertemente el pasamano de la escalera, a Toni el cigarrillo se le consumía lentamente en ceniza, quemándole los dedos, pero casi sin darse cuenta.
—¿Y los prisioneros? —preguntó timidamente una muchacha que se había dejado caer en un sillón.
—Claro está, los fusilan —respondió tranquilamente. Hay 20 o 30 fusilamientos al día. Algunas las he mandado yo. El pelotón está compuesto por 21 hombres, cada uno de los cuales desea fuertemente poseer el mosquete número 21, cargado a salve. Se les pone en fila, el oficial da la órden, y los soldados disparan. El comandante tiene que acercarse al condenado y tirarle dos tiros en el cráneo con la pistola. La primera vez no tenía las fuerzas ni el coraje, disparé sin mirar. La segunda vez, miré un poco y ahora lo hago tranquilamente sin temblar. Se acostumbra a todo — exclamó.
—¿Y cómo mueren? —preguntó María, que tenía aún delante de los ojos el sufrimiento de su hermano.
—La mayor parte, muy calma grita “Viva Serbia”, otros en cambio lloran. Hay de todo...
Toni lo miraba, no podía creer que aquel muchacho de 22 años, con el que había compartido juegos de infancia, con aquellas manos sutiles, finas, de gran educación, pudiera cometer tantas atrocidades. ¿Cómo hacía? ¿Cómo hacía?
El oficial que pareció leerle el pensamiento siguió:
—¿Cómo se hace? ¿cómo se hace? por Dios, se dispara y listo, muy sencillo. Mira, apunta y fuego; así, muy simple — exclamó casi con rabia. ¿qué podían saber estos campesinos de lo que era mandar?
María buscó la mano de Toni, y él la asió con fuerza. Ella adoraba sus manos grandes y cálidas, pero ahora estaban frías, casi tan heladas como las suyas.
Cuando el reloj de la sala dio la media noche, en aquel preciso momento, entraron los padres del muchacho.
El padre con una gran sonrisa hacia su hijo hizo un gesto de gran afecto por la alegría de verlo. La madre lo abrazaba y lo mimaba. Todos pensaron que no sabían lo que su adorado hijo era capaz de hacer, para ellos contaba solamente, tenerlo allí, vivo.
María esa semana tendría que salir a buscar trabajo, se había enterado de que en algunas fábricas de armas o de ropa militar buscaban manos femeninas, pero para cualquier trabajo se necesitaba el carné del partido. De modo que fue al pueblo para rellenar la solicitud, que recitaba:
“La abajo firmante solicita el honor de ser admitida al partido...”
¡El honor! —pensó María, el honor de ser admitida. Si el honor lo tenían ellos que ella se les acercara, ahora tenían todo el mundo en contra, no les daría la satisfacción.
Entregó la solicitud en blanco y se retiró angustiada, porque su familia no se lo perdonaría. No encontraría trabajo, pero se sentía orgullosa por la decisión tomada.
Los días seguían angustiosamente iguales, y las noticias que se escuchaban eran cada vez peores. Los Carollo, habían recibido carta de su hijo Vincenzo, amigo de Giuseppe. Después de 40 días de silencio les escribía desde un hospital en Polonia. Les contaba que tenía los pies congelados, y temblaba por el temor de que le amputaran un dedo, pero se alegraba lo mismo, porque estaba lejos de los horrores del frente. La carta venía cargada de tristeza y angustia, con el deseo urgente de volver a casa.
La hermana de Gemma, la hija del almacenero volvía de Milán y narraba horrores. Incursiones aéreas de dos horas. Cien aviones habían descargado una lluvia de bombas. Surcaban el cielo en cuadrillas que, a turno sembraban pánico. Bombas de cuatro mil kilos se dejaban caer abismándose. Trescientas sesenta contra-aéreas en acción, rumor infernal, sirenas que tocaban, gritos. Calles enteras que caían como por un soplo entre naipes, algunas casas se derrumbaban solamente por el movimiento del aire después de una explosión.
Desde la estación partían trenes henchidos de gente en pijama, algunos recibían las bombas apenas partían y allí quedaban envueltos entre nudos de hierro, fuego, polvo, gritos y llantos. Pero ninguno maldecía a los ingleses, en cambio se comentaba:
—Lo hicimos también nosotros, ya son tan buenos que nos avisan para que desalojemos de prisa, pero sería mejor que se la agarraran con los alemanes. ¡Hijos de perra!
El 11 de mayo de 1943, regresaron desde Rusia los alpinos en retirada, el pueblo los esperaba con ansiedad. Si bien de una generación entera, volvieron poquísimos: mutilados, trastornados, con heridas graves. Otros ni siquiera regresaron. La lista de los perdidos, era larguísima.
Luigia pensaba en su hijo Giuseppe… de sus amigos no había vuelto ninguno.
En la plaza las mujeres blasfemaban contra el gobierno y sobre todo contra los alemanes:
—Son la causa de todas nuestras desgracias -repetían.
Una enfermera de la cruz roja contaba que había visto a los alemanes arrojar por los cielos un niñito judío de pocos meses y dispararle después. Imagen que la perseguía en sueños. Algunas mujeres, con cierto alboroto no se cansaban de repetir:
—Ya verán que perderemos enseguida.
Sin embargo, la retirada continuaba. La desazón aumentaba a medida que pasaban los días.
Los boletines radio, marcaban el ritmo de la jornada. La gente esperaba con ansiedad este momento, las calles quedaban silenciosas, ni las campanas con su ritual se sentían.
El 10 de julio Agnes corrió a encender la radio, ante la protesta de sus primas que querían hacerlo también ellas. Rino buscó la frecuencia de Radio Londres, ya que el boletín oficial de Radio Roma se había vuelto demasiado embustero.
Radio Londres escupió palabras en inglés que todos entendieron:
“This morning the English troops, under the command of General Eisenhower, began the D-Day landings in the south – eastern coast of Sicily...”
Al principio unas pocas voces rompieron el silencio. Después se elevó un murmullo. Todos gritaron al unísono. La alegría era contagiosa. Los pequeños no entendían por qué, pero ya no querían sentir hablar de alemanes, estos ingleses les parecían más simpáticos.
La nonna Annina interrumpió la algarabía:
—¿Qué será de nuestra pobre Italia?
—Otra vez en su historia, Italia queda entre dos mundos, campo de batalla entre dos potencias extranjeras —dijo el nonno Giuseppe.
—Y… ¿si llegaran aquí los alemanes? —preguntó Cesare con timidez.
—Harán la línea en el Po o ¿tal vez lleguen aquí los eslavos? meditó en voz alta el tío Giovanni.
—Oh no, no. Qué vengan los ingleses, los ingleses —dijo Rino.
—¿Y los Canadienses cómo serán? —preguntó el tío Giovanni.
—Sería mejor que no viniera ninguno —sentenció Luigia, sin derecho a opinar. Mejor aún, que se vayan los fascistas.
—Es de verdad doloroso que deseemos una invasión, y yo soy la primera que me doy cuenta de que es triste, pero lo peor es que el odio entre italianos y fascistas es tan grande que deseamos con todo el corazón la invasión extranjera -opinó la tía Amelia.
—De todas maneras, ésto se esperaba y como tenía que suceder, mejor que pase de una buena vez —dijo Luigi.
—¡Pobre Italia! ¡Pobre Italia! —se lamentó Luigia.
—Ave Maria purísima, protege nuestra Italia —rezó la nonna Annina.
En el mercado no se hablaba de otra cosa, se leía el periódico, se comentaban los pasos de las tropas inglesas en Sicilia. Las discusiones se armaban en cada rincón de la plaza y en la hostería un grupo de nacionalistas escuchaba enardecido:
—El sagrado corazón italiano está siendo invadido por el extranjero. Un extranjero que se presenta como liberador pero que es y será siempre un invasor... —el grupo asentía. Este es el momento para nosotros, italianos, de olvidar nuestros colores políticos, negro, rojo o blanco para unirnos en un bloque solo contra la mayor amenaza que haya caído sobre nuestra querida patria. La historia enseña que la libertad no se recibe como don de las manos del extranjero, la experiencia napoleónica está aún fresca y viva en nuestras calles, y es nuestro deber salvar nuestra independencia olvidando cada rencor político o personal para acordarse que somos italianos —concluyó.
El grupo entusiasmado aplaudía y comentaba enardecido.
El doctor que había estado escuchando atentamente se acercó a ellos y con respeto dijo:
—-¿El señor me permitiría objetar?
—Por supuesto caballero.
—Creo que ésta no es una guerra de nacionalistas sino una guerra de principios. Por una parte, la autocracia y la esclavitud, y por otro lado la democracia y el liberalismo. O se está de una parte o de la otra. No hay vuelta de hoja. No se trata de Italia e Inglaterra, se trata de nazi-fascismo o de democracia. Esta es la realidad. Nuestra vergüenza es mucha, nuestra libertad hace mucho que se ha perdido. El extranjero ya es dueño en nuestra propia casa, no tenemos el derecho de empezar ahora a hacernos los delicados — prosiguió. Aceptamos la liberación desde cualquier parte que ésta llegue, con agradecimiento, con pudor, en silencio — concluyó.
Unos soldados en licencia comentaron:
—-Espero que lleguen los ingleses mientras estemos en permiso así los recibimos con un buen vino, es lo único que tenemos.
—¡Ojalá sea pronto! —comentaron.
—¡Vamos hombre! No puede durar más de una semana.
—Mira que en Sicilia los reciben con los brazos abiertos, que es gente cerrada, que no entienden bien las cosas… imagínate, nosotros tiraremos la casa por la ventana.
Hasta aquellos que trabajaban en la casa del fascio comentaban en un murmullo:
—Espero que lleguen enseguida.
Un padre de familia se dirigió enfadado hacia los nacionalistas que hablaban del derecho de presentarse a las armas para defender el territorio:
—-¿Qué dicen?, ¿qué se presente mi hijo clase 22?, entonces díganme ¿dónde está mi hijo?, no sé nada de él desde diciembre, estaba en Estalingrado, y ahora no sabemos nada. —resonó silencio absoluto. Mi hijo... hijo único y ¿si me lo han matado? ¿quieren que se presente? ¿no les parece que ya ha pagado bastante? —continuó.
Los nacionalistas enmudecieron y se fueron dispersando.
El doctor trató de consolarlo. Le explicó que muchos estaban perdidos en Rusia e iban dando noticias apenas podían. La gente alrededor sabía que los que pasaron por Estalingrado, allí quedaron.
Aquella mañana del 26 de julio del 43 Agnes con sus hermanas ayudaba a sus padres a recoger el heno, con grandes rastrillos apilaban la hierba que sus hermanos depositaban en el carro, un caminar lento bajo el sol cegador que taladraba los ojos. Agnes a sus 11 años amaba recogerse su cabellera rubia. Una prolija trenza rodeaba su cabeza como una corona de trigo. Su hermana María, dulce y afectuosa, perdía horas enteras por la mañana peinando a sus hermanas menores, a algunas les hacía la trenza que enredaba prolijamente, a otros, dos rodetes. En sus delicadas manos los cabellos de Agnes y de Lidia se volvían cebada dorada, mientras que el cabello de azafrán de Lina, custodiaba en finas hebras rojas, el arte del peinado. Delicadamente las cubría con un pañuelo para enfrentarse al astro rey, mientras tanto, les contaba historias de príncipes y duendes. Las muchachas sonreían y soñaban.
El trabajo en el campo fue interrumpido por el tío Giovanni —L’aradio, lo ha dicho l’aradio —gritaba ahogado.
-Y que ha dicho hombre... habla.... —interrumpió ansioso Luigi.
—Mussolini ha renunciado a su cargo y el Rey ha aceptado su renuncia. Ha nombrado primer ministro a Badoglio con plenos poderes...
—Es un verdadero golpe de estado oficializado —exclamó Luigi mientras se quitaba el sombrero de paja y se secaba el sudor.
Durante todo el día Radio Roma no se cansaba de dar la noticia, decía que Badoglio pretendía seguir con la guerra, etc, etc.
Pero Mussolini ya no estaba... Los chicos corrieron a casa de la tía Amelia, y casa por casa se repetía:
— Lo ha dicho l’aradio, lo ha dicho l’aradio.
La plaza empezó a llenarse de gente que acudía en bicicleta, se encontraron con la oficina del fascio cerrada y la foto de Mussolini destruida. Fuera de la puerta colgaba un muñeco de trapo ahorcado.
El capitán de los carabineros empezó a hacer circular la gente, y por último hizo retirar el fantoche, pero sin prisas.
Algunos habían entrado en el banco y habían destruido el retrato de Mussolini. La gente peleaba con los fascistas que empezaron a escabullirse. La multitud se abrazaba y brindaba. Algunos lloraban.
El periódico titulaba: “ridículo epílogo del régimen totalitario”. Es para no creer, el mismo periódico dos días antes titulaba: “delirante entusiasmo”.
Fue increíble ver el pasaje de la esclavitud a la libertad en un pestañeo. Rino en la plaza con sus amigos, festejaba. Se había dado cuenta que, si bien era un día como el domingo apenas pasado, con la misma temperatura y con el mismo sol que quemaba, en el aire había algo distinto, algo nuevo, un sentido de libertad que no habían respirado nunca, como si el sol brillara más fuerte dentro de cada uno. El miedo había desaparecido. Rino con sus 17 años había comprendido que la base de la tiranía era el miedo.
En su casa el miedo reinaba cada día, miedo cuando se iba a moler el grano para obtener la harina escondiéndola bajo la leña, miedo de escuchar radio Londres con puertas y ventanas cerradas, apagándola a cada rumor de pollo. Miedo cuando se hablaba mal de política callándose unos a otros, miedo en la escuela, a las camisas negras, miedo en la comuna, miedo en la iglesia. También estaba el odio, pero mayor era el miedo que petrificaba. Los mayores a cada movimiento de los menores decían: “no, eso no digas... No, eso no hagas... No, eso no se puede... No está bien... que no se sepa...” y los menores se iban amamantando con el terror.
En la plaza, durante los días que siguieron, apareció un cuadro de Mussolini cubierto de excrementos humanos, que nadie se dignaba a descolgar.
Los periódicos contaban que en Milán hubo manifestaciones, con banderas rojas, huelgas y demostraciones. Los diarios traían noticias siempre nuevas.
Agnes acompañó a su padre y después de hacer una cola tremenda, el periódico no llegó, había sido secuestrado en el camino. La gente comentaba “claro todos quieren paz, pero ¿cómo se hace con los alemanes?”
—Bueno... Es que Badoglio estará preparando una defensa adecuada.
—Por supuesto, no puede ponerse en contra de los nazis y dejar a todos nuestros compatriotas en sus manos. Hará entrar primero a los obreros de Alemania. Tendrá que retirar nuestros soldados de Yugoslavia y de Grecia, sin que sospeche Alemania.
—Me parece difícil... El único modo es seguir con la guerra al lado de los nazis. Es absurdo... Es absurdo, pero hace ya tres años que combatimos una guerra absurda.
—Creo que será imposible que nos separemos de Alemania, acuérdense caballeros que hay un regular tratado y Badoglio es un militar, y los militares tienen, generalmente sentido del honor, no tendrá el coraje de traicionar al aleado... ¡No señores!
Agnes tiró de la chaqueta de su padre y emprendieron el regreso a casa en silencio.
El tío Giovanni con su carro había recorrido las calles hasta Thiene, y había quedado sorprendido por la cantidad de carros armados, columnas de camiones cargados con soldados de uniformes color caqui.
— ¡Alemanes! ¡alemanes! —había empalidecido.
El calor lo agobiaba, pero esta fila de alemanes hacia las grandes ciudades lo aterrorizaba.
La nonna Appolonia, la mamma, Lina y Agnes fueron a ver a las monjas de la caridad a Padua. Les llevaban zapatitos hechos de suela de franela, tejidos por encima, al croché. También algunas frutas y verduras, que transportaban bien escondidas, con miedo de que se las quitaran. Los trenes iban llenos de soldados alemanes. Luigia se había arrepentido de haber llevado a las niñas. En la estación, había grupos de cuatro o cinco militares nazis cada seis metros. En la ciudad se los encontraba en cada rincón, en las cafeterías, en automóvil, en las puertas de la ciudad, sobre el puente, en bicicleta. Como si la ciudad fuera de ellos desde siempre, indiferentes a todos. Escucharon a un residente que decía irónicamente:
—¡He aquí nuestros aleados! Lo mucho que nos ayudaron en el frente ruso. Ahi están nuestros aleados....
El verano fue dando lugar a un nuevo otoño, sin que nadie se diera cuenta de que las estaciones transcurrían ajenas al conflicto y al sentir de la gente. El viñedo estaba listo para ofrecer su néctar, momentos de jolgorio daba septiembre, pero, aunque la naturaleza se mostrase rica, efervescente, voluptuosa, sólo la radio motivaba:
—¡Se acabó! ¡se acabó! —interrumpió a los gritos la tía Amelia. ¡Amnisticio! ¡amnisticio!
Todos abandonaron herramientas, recipientes, animales, y corrieron a la radio. No lograban encontrar ninguna estación comprensible. La tía Agnese, negativa como siempre, exclamó:
—Mira si va a ser verdad, lo estarían diciendo a cada rato, ¿cómo es que no se escucha nada?
—Lo dicen todos, lo escuché por la calle —respondió Amelia. —Yo lo escuché en la plaza —mencionó el tío Giovanni, pero le pregunté a un soldado que me dijo que no sabía nada, ¡vaya a saber! Al final, Rino encontró una estación alemana.
“ ...Italien... capitulation...”
Todos lo entienden. Gritan y aplauden. Luego una trasmisión francesa:
“Le govvernement de l'Italie s'est rendue sans conditions.
La capitulation a été accepté par les gouvernements de grand Bretagne, des Etats Units et de la Russie”
El tío Giovanni dijo:
—Es algo enorme, pero para nosotros puede llegar a ser algo terrible.
—¿Por qué padre? —preguntó el primo Giuseppe.
—¿Y si esta noche llegaran bombas alemanas por represalia?
—Vaya a saber qué momentos nos esperan. Mañana podrían venir los alemanes y dispararnos, ya los tenemos por donde mires -dijo el nonno.
Todo el mes de septiembre fue un ir y venir de noticias, mientras cada uno trataba de seguir con los quehaceres en un disimulo de cotidianeidad. Las noticias interrumpían cada pequeño momento de serenidad ganado.
—María en el autobús ha sentido que en Verona ha habido disparos entre italianos y alemanes, y que los italianos no saben qué hacer, porque no reciben órdenes -contó Giovanni.
—Claro, si las comunicaciones via Boloña se han interrumpido.
—Un oficial que se ha escapado vestido de civil, dice que parece ser que la orden es de disfrazarse y escapar cada uno como pueda. Contaba ayer en la plaza, que había tanques y camiones con alemanes que desarmaban a los italianos y que en la Arena de Verona se habían encerrado algunos alpinos que trataban de resistir -comentó Luigi.
—Las ciudades se están llenando de alemanes. En Thiene y en Schio se ven solamente “crucchi”.
Los soldados italianos, vestidos como podían, hasta con ropa de mujer, se escapaban hacia los campos para evitar las ciudades. Llegaron por la noche dos soldados italianos que tratando de volverse a sus casas golpearon a la puerta. El nonno, la nonna Annina y las tías les sirvieron una comida caliente y les dieron ropa buena para que pudieran seguir un viaje difícil, lleno de insidias y peligros. Los jóvenes militares contaban que las ciudades ocupadas por los alemanes eran siempre mayores por lo que les era difìcil moverse. Estos crucchi, eran fuertes en Veneto, decían, ya que tienen bajo control la línea Brennero - Boloña.
Comentaban que a los alemanes les había resultado fácil tomar prisioneros a los italianos, porque estos últimos no poseían tanques.
Desde detrás de la puerta, el resto de los habitantes de la casa escuchaba. La tía Agnese pensaba en su marido Bortolo, no tenía sus noticias desde hacía un año, la nonna Appolonia pensaba en su hijo Mario, no llegaban cartas desde hacía tanto tiempo. La tía Amelia pensaba en sus hermanos que tampoco habían vuelto y en su sobrino perdido en Rusia del que no se había sabido nada más. Cada mujer de la casa lloraba en silencio por alguno y ese mismo compartir sin palabras les daba la fuerza para seguir aferradas al milagro que no llegaba.
La radio italiana no se escuchaba más, si bien todos lo preferían, temían que se atendiera a alguna proclamación alemana. Se comentaba que en Roma habían destruido la radio transmitente antes de abandonarla.
Los soldados italianos escapaban desde todas las latitudes, tratando de volver a casa, cada familia en los alrededores de las ciudades se había organizado para ayudar a los fugitivos con ropa y disfraces, y si bien eran épocas en que la ropa costaba muchísimo, cada familia se desprendía de algo para ayudar a estos grupos que protegían a los militares prófugos. La gente opinaba “hay que ayudarse mutuamente”.
Dentro tanto dolor, tanta pérdida, el prodigio de la generosidad desinteresada, crecía y hacía al pueblo fuerte ante el peligro, defensor de sus propios principios, capaz de salvarse a sí mismo.
Este milagro había hecho que la tregua entre fascistas y antifascistas se obtuviera, aunque fuera por poco tiempo, juntos empezaron a trabajar bajo un lema: “I beni dei Vicentini per i vicentini”.
De modo que en un tácito acuerdo, ni víveres, ni dinero, ni obras de arte tendrían que caer en manos alemanas, y de esta manera cada uno se comportaría en consecuencia. Ahora se sabía que eran italianos contra alemanes, tratando de ignorar que la semana anterior era lo contrario.
Agnes, junto a su hermana Lina, había preparado los huevos que llevarían al pueblo, pero su madre las detuvo de golpe. De casa no se salía. El día anterior, Luigia, había estado en la tienda de doña Ella, y en menos que cante un gallo, ante la noticia de que estaban entrando los alemanes al pueblo, los clientes se hicieron humo. La señora Ella cerró las persianas y trabó ventanas con barras de maderas. Todos sabían que de ese miedo los alemanes se hacían más potentes, pero no podían evitarlo. El miedo era más contagioso que la misma peste. Luigia se había quedado dentro del negocio esperando que pasaran para que no la encontraran por la calle, entonces en un susurro Doña Ella le decía:
—¿No le parece a usted, doña Luigia, que haciendo una retirada caótica, tan de prisa, sin sentido, nos encontramos con el enemigo en casa?
—Vaya si es caótica —expresó Luigia sin sacar los ojos de la ventana.
—Yo no soy una amante de la guerra —prosiguió Doña Ella-y claro está que no veo las horas de que mi marido vuelva a casa… pero no tenían que volver así como cobardes con las colas entre las patas. Tras toda esa propaganda:
“Combatiremos contra los alemanes, los aplastaremos como bichos”
Después de tanto jactarse... No sé, ¡hay que ser fanfarrones! ¿no le parece doña Luigia? —inquirió.
–¡Qué puedo decirle Doña Ella! —lo único bueno de esta tragedia, es que hemos pasado hacia la parte de la razón, por lo menos empezamos a atraer la simpatía de los vencedores y aunque tengamos que morir todos, será siempre mejor que seguir pudriéndonos en las manos fascistas o compartiendo los ideales hitlerianos, ¿no le parece?
Mientras tanto, los muchachos volviendo del bosque con la leña, habían encontrado un grupo de hombres famélicos, sucios y mal vestidos. Soldados que trataban de llegar a sus respectivas casas. Por lo que a hurtadillas Rino, Cesare y el primo Giuseppe fueron a sus hogares y les llevaron lo que pudieron; zapatos, comida, vino.
Radio Roma emitía un nuevo boletín que desorientaba aún más:
“Se había instaurado el nuevo gobierno fascista, y se solicitaba la colaboración para sostenerlo y a todos los italianos que lucharan contra la traición cometida por Badoglio”.
Todos sabían que fascistas de buena fe no quedaba ninguno, pero lamentablemente en el pueblo, aquellos sedientos de poder y guiados por el resentimiento personal, la venganza, la ambición o tal vez por desesperación, había muchos, y éstos apoyarían al nuevo gobierno nacional.
Resultaba evidente que llegaba “El cambio de guardia”. Nuevos cargos, volvería todo como antes, mejor dicho, peor que antes. Fascistas vendidos colaborarían con los alemanes.
En el periódico del 13 de septiembre, ya en manos alemanas, se explicaba que los alemanes usarían. «El puño de hierro» y en titulares enormes, con letras rellenas se podía leer el discurso de Hitler. En las páginas internas estaban las disposiciones del KOMMANDANT de la zona que amenazaba con fusilación a quien detuviera armas, o si se encontraban grupos de más de 5 personas reunidas por cualquier motivo. Disposiciones que ya existían antes, pero que los italianos no aplicaban. En este momento supieron que los alemanes no bromeaban.
Las reglas seguían:
En caso de que se escuchara la radio extranjera, pena de muerte.
A los carniceros clandestinos se les prometía también la misma suerte. Etc, etc
La sensación de opresión asfixiaba. De nuevo el miedo les invadía, terror de hablar con el vecino, de leer algo prohibido, de decir lo que se pensaba.
Los hechos transcurrían con gran rapidez, dejando a las personas desasogadas.
Vincenzo Carollo, el hijo del vecino acababa de volver. Había llegado a su casa sucio, y muerto de hambre. Había partido desde Lubiana a pie con tres compañeros, hasta que fue detenido por un grupo de mujeres eslavas armadas con ametralladoras. Toni contaba que después de haberles explicado la situación, le dieron de comer y le entregaron ropa civil. Lo condujeron a la estación y lo cargaron en un tren. Llegando a Vicenza se arrojó de prisa antes de que el tren se detuviera, porque hubiera sido peligroso descender en el andén lleno de alemanes.
Cayendo del tren se dislocó un pie. Asi y todo, se trepó a un camión de carbón, tratando de ensuciarse bien. El resto del camino lo había hecho andando, 40 kilómetros, cortando por los campos, con una luna menguante que lo acompañaba.
El 17 de septiembre por las calles se murmuraba, las paredes habían aparecido cubiertas con proclamas alemanas dando un plazo de 24 horas para que se presentaran en el cuartel. Serían fusilados hasta aquellos que ayudaran a prisioneros ingleses, como también, quien se apoderara de material del ejército o robara viveres y armas.
Los muchachos jóvenes, soldados que acababan de escapar del frente, leían estos carteles y se miraban unos a otros.
Al otro día no se había presentado ninguno. La gente opinaba que era un éxito de solidariedad, de resistencia y de coraje. La mayoría decía que antes que volver al cuartel vivirían de mendigos por los campos, escapando si era necesario.
El pueblo trataba de seguir su vida normal, pero nada lo era. En los funerales se hablaba en un único arrullo:
-¡Los alemanes han destruido Napoles!
—¿Y de su marido qué sabe, señora? —preguntó la tía a la señora Guglielmina.
—Nada de nada, he recibido una carta, pero no me dice mucho, solamente miles de recomendaciones, parece un testamento —comentó melancólica.
—¿Ven aquella de negro, con el rosario en la mano? Su marido es de Boloña -murmuraba mientras se caminaba en procesión.
El 24 de septiembre una declaración de los alemanes dejó a todos mudos y sin fuerzas, aplicarían represalias, atacando a los familiares de los soldados que se escaparan, por traidores y rebeldes.
Un sistema de desesperación. La medida consignaba desquitarse con los padres y los hermanos para crear un fuerte sentimiento de culpa y un gran caso de conciencia, para conducirlos hacia una capitulación. El pueblo todo, estaba desesperado, había familias que esperaban a sus hijos desde los Balcanes y aún no se tenían noticias y apenas llegaran, si es que lo hicieran, tendrían que presentarse ante un oficial alemán. ¡No había derecho!
La nonna Appolonia tenía el presentimiento de que su hijo volvería pronto, por lo que le preparaba ropa nueva, guardaba nueces y cuando podía, iba a la estación para ver si en los trenes que llegaban tantos soldados estaba su hijo.
Aquella tarde de septiembre, mientras el sol empezaba a declinar, se encerraron los animales y las tareas del campo se fueron terminando. La tía Caterina vino corriendo a avisar que algunos muchachos del pueblo habían llegado y estaban escondidos en el establo de Doña María. Todos corrieron para verlos, ansiosos por saber.
Allí estaban con su delgadez impresionante, aquella luz sucia que entraba en el establo les recortaba las siluetas dándoles un aspecto fantasmal. No había alegría en ellos y todos los que acudieron olfateaban el aire como perros hambrientos para sacarles no sé qué secretos.
Habían hecho 70 km a pie, estaban desfigurados, con la barba larga y los zapatos llenos de huecos profundos como sus heridas.
—¿Dónde quedó tu hermano? —le preguntó la tía Amelia ansiosa.
—Se quedó en Mestre, no tenía ropa para cambiarse, pero allí la gente está tratando de procurársela. Por el momento duerme en casa de una familia que lo aloja. No pueden imaginarse qué organización hay allí para ayudar a los soldados en fuga. —contó con la boca llena, deborando un bocadillo de jamón.
—Bebe hijo, bebe hijo, —le dijo su madre en lágrimas mientras le acercaba un vaso de vino.
—Y cómo hace la gente para darles alojamiento y comida, se las verán feas con los tiempos que corren… —inquirió el nonno mientras todos asentían.
—Las familias se mueren de hambre para dar lo poco que tienen -respondió entre sorbos.
—Bebe despacio hijo, despacio.
—Y qué hicieron cuando supieron del Amnisticio -interrogó el tío Giovanni.
—Mire usted, Giovanni, que el comandante de estado Mayor fascista y amigo de los alemanes, en vez de seguir las órdenes de Badoglio de que se resistiera a los alemanes, se escapó y con él, por cierto, todo el Estado mayor —contó.
—¡Desgraciados! ¡Cobardes! —gritaron todos a la vez, incrédulos.
—¿Qué podían hacer los soldados sin órdenes? Lo mejor era seguir su ejemplo, escapar también.
—¡Claro está, joder! ¿Qué diablos puede hacer un cuerpo sin cabeza? —preguntó Luigi, sin esperar respuesta.
—Fíjense que la División Brennero fue una de las pocas que no se disolvió, y llegaron a un acuerdo con los alemanes, entregaron las armas y recibieron la promesa de que el grupo podría volver a Italia sin problemas. De manera que, todo el pelotón fue embarcado y llegó sin problemas a Venecia.
—¡Qué suerte! —dijo el primo Giuseppe, que escuchaba embelezado.
—No les duró demasiado, porque cuando desembarcaron en Venecia, un pelotón los tomó uno por uno y violando los acuerdos preestablecidos. Los fueron empujando dentro de un carro de vacas, allí a empujones y a patadas los cargaron como bestias –contó ante la sorpresa y el disgusto de los presentes.
—¡Jesús, María y José! —dijo persignándose Luigia.
—No tienen honor esas mierdas —dijo el nonno.
—¡Madonna Santa! —exclamó la tía Amelia.
—Pero ¿no podían rebelarse o escapar?, no era justo — comentó desde un rincón Rino.
—¿Escapar? Algunos probaron y los fusilaron allí mismo.
—Estos son los métodos que usan los alemanes, ¡viles! Sólo golpes bajos saben dar, todos se han dado cuenta que viles son, ¡viles! —gritaba enfurecido Giuseppe.
La madre del muchacho lloraba, lo tocaba, lo abrazaba.
Mientras tanto, todos pensaban en el tío Mario, pero nadie se animaba a pronunciar su nombre.
Mario había estado en el fuerte de Osopo, en aquel lugar, habían quedado muy pocos, pero Mario no se había decidio aún a dejar su puesto. De esa manera, escapando, le parecía de poco responsable, de cobarde, no era lo que le habían enseñado, él era un hombre de honor.
Los oficiales les habían aconsejado que dejaran todo y que trataran de volver a casa como pudieran, que las órdenes no eran claras y que los alemanes ya estaban entrando en Udine. Por lo que Mario se decidió. Tomó una mochila, la llenó con lo que pudo, fusil en la espalda, una bomba a mano en cada bolsillo y se puso camino a casa.
Evitó todas las carreteras que pudo, cruzó por los campos tratando de asegurarse la retirada. Caminaba con un nudo en la garganta, tan duro se le ponía que no lograba aflojarlo ni con un poco de grapa que llevaba en la cantimplora. Pasó por unas casas perdidas en la llanura que le ofrecieron ropa limpia, que Mario agradeció de corazón.
Pasó la noche en un establo, se acurrucó en el heno recién cortado que le recordó su casa. Su mujer y su hijo lo estarían esperando, hasta se imaginó que su madre le pellizcaba los brazos gritándole:
—¡Despiértate dormilón! —y le pareció que ese reto afectuoso lo acunase. Las piernas le dolían y sus pensamientos martillaban.
Apenas amaneció, se puso en camino, empezó a sentir sed. Con cuidado se adentró en un pueblito que parecía tranquilo. Entró en la hostería y pidió una cerveza. El tabernero lo miró de arriba abajo, extrañándose, pero sin decir nada le sirvió una jarra bien fría, se mojó los labios con la espuma que parecía rejuvenecerlo.
De repente sintió que el motor de un coche se detenía fuera de la puerta. De inmediato tres alemanes entraron bien armados. Los vio por el espejo del mostrador, trató de beber disimulando tranquilidad, con una mano en el bolsillo, sujetando con fuerzas la granada. Espiaba a los soldados de reojo, y buscaba al tabernero que, por arte de magia, había desaparecido. Los soldados le echaron una ojeada y se intercambiaron miradas murmurando palabras indecifrables, luego salieron. Se escuchó el coche que se ponía en marcha. De golpe sintió que el alma le volvía al cuerpo, todo lo que se había vuelto gris empezó a adquirir nuevo color. Apareció el mesonero que no quiso dinero por la cerveza. Se dirigió a la puerta, pero al pasar por el umbral un puño le nubló la mente, se encontró en el suelo sin tiempo para tomar la granada. Dos alemanes tan altos como él, lo levantaron, lo desarmaron y mientras lo golpeaban con la culata del fusil en el estómago lo iban llevando hacia el centro de la plaza, donde otros desafortunados habían sido atrapados. Algunos trataron de escapar, pero fueron fusilados en el acto. Los agruparon a todos a empujones y los hicieron marchar por las calles del pueblo hasta la estación, desde dónde los cargarían en vagones de ganado.
Mario caminaba dolorido, las puntadas en el estómago y en la cara no lo dejaban razonar. Se movía con una sensación de frío íntimo, de tristeza profunda. Quería encontrar el momento oportuno para correr, pero si lo hacía sabía que su destino era una bala en la espalda. Pero qué importaba, lo consolaba el sentido de libertad que probaría por un instante, antes de ser alcanzado. No tuvo el coraje, ni la fuerza, ni la ocasión.
El grupo compacto caminaba, el único rumor que se sentía eran los pies chapoteando dentro de las botas. Miraba las caras de sus compañeros de desventuras y a Mario le sorprendió las expresiones obstinadas, valerosas, tensas, desencajadas, cautas, aterrorizadas, inquietas.
Algunos estaban heridos y eran transportados por otros con gran dificultad. Caminaban dejando en el suelo prolongados rastros rojos, cojeando, sujetándose apósitos y vendajes sobre las heridas salpicadas de barro y de sangre.
Algunos abandonados por el cansancio, subían el empinado y estrecho sendero de guijarros que llevaba a la estación, tropezando, dejando surcos profundos en la hierba húmeda del costado, acompañados por estos alemanes sin piedad alguna, que remataban al pobre herido, a golpes.
Iban dejando el pueblo atrás que de repente, se había vuelto silencioso. Flotaba algo siniestro en el ambiente que antes no se percibía, la ausencia de sonidos, tan sombrío y desierto que ni siquiera los pájaros volaban por encima.
A Mario lo acompañaría una única imagen de serenidad en este pueblo donde encontró su cruel destino, un hombre pequeño con las muletas apoyadas en la pared, con esmero, indiferente al resto, lustraba su único zapato. Desmentía con su extrañeza el caos aparente.
Al llegar a la estación, en los árboles se veían colgados, como racimos, cuerpos de jóvenes soldados.
La maldad estaba fuera del control de la razón y él se estaba adentrando en la pérfida índole humana.
Subieron a todos al vagón, como ganado al matadero, y emprendieron un viaje de horas y kilómetros. Amontonados, sin siquiera poder sentarse. Una masa de cuerpos cansados que dormía de pie, apoyados unos a otros, tratando de respirar el poco oxígeno que llegaba. El olor nauseabundo descomponía y se deseaba sólo que el tren se detuviese con la esperanza de que abrieran las puertas, pero si lo hacían era para cargar a otros, desafortunados como ellos. La violencia a la cual habían sido sometidos los había convertido en un trozo de carne animal.
En algunas estaciones, valerosas mujeres, indiferentes a la agresividad y maldad de los alemanes se reunían apenas fuera de los andenes, esperando los trenes que pasaban y les arrojaban agua, pan, fruta, o lo que pudieran, con la esperanza de que, entre esos jóvenes allí encerrados, no estuviera su hijo.
Los trenes llegaban a los campos de concentración, y por acuerdos entre las autoridades alemanas y los vértices de la República Social Italiana, a los soldados italianos no les fue reconocido el estatus de prisionero de guerra, los calificaron IMI. De este modo la condición en los campos era diferente a la de los otros militares prisioneros, pertenecientes a otras naciones. Estos, no podían ser acudidos por la cruz roja internacional ni por otros órganos de asistencia, como lo establecía la convención internacional de Ginebra de 1929.
Mario, como todos, descendió del tren con las piernas entumecidas, no sabía dónde estaba. Algunos decían en Alemania, otros en Austria, porque en Polonia mandaban a los oficiales, pero en realidad a él no le importaba, sólo quería volver a su casa.
Entraron en el campo de concentración. Un espacio rodeado por redes de alambres y grandes torres con ametralladoras. Allí le quitaron la identidad, un rápido proceso de despersonalización. A cada uno se le asignó una placa metálica de reconocimiento con la matrícula y la sigla del campo, y a partir de ese momento él sería ese número. A todos se les quitó cualquier bien material que llevaran, de esa manera se les sacó por completo su “ser alguien”, era un IMI más.
En el campo, Mario aprendió a vivir bajo el terror nazi, perversidad gratuita ejercida sistemáticamente por los carceleros. La lógica del sistema de reclusión se destacaba por el hambre, el frío, la suciedad, el trabajo pesado y el sentido de vacío ante cada día igual a sí mismo, con el único objetivo de reducir los detenidos a la inactividad y al silencio.
A Mario le tocó vivir en una barraca de madera donde dormían 100 personas. Un ambiente deprimente, oscuro, donde a empujones se buscaba la tenue luz que entraba por pequeñas ventanas. Las paredes grises y sucias, por el humo de dos estufas puestas al centro de la habitación. Metálicos braseros anudados entre castillos de literas y hombres. El espacio reducido les obligaba a quedarse en sus cuchetas con poca libertad de movimiento. Cada vivienda se asomaba a un playón donde por la mañana se tomaba lista y se realizaba la propaganda nazi. Este momento era el más difícil de día. Se reunían los grupos en filas ordenadas para ser controlados, duraban aproximadamente una hora y media que a los detenidos les parecía una eternidad. El frío, el barro, el cansancio, la debilidad, hacía que muchos cayeran al suelo por congelamiento. Lo peor era cuando se terminaba de tomar lista, si faltaba alguno volvían a empezar y esto les destruía física y emocionalmente. Casi siempre pasaba, porque algunos no llegaban al playón, se los encontraba luego, caídos detrás de un barracón sin fuerzas para levantarse.
Los cuidados médicos brillaban por su ausencia y ni hablar de la comida. Lo que sí estaba en gran auge era el mercado negro y el trueque por un pedazo de pan.
Los prisioneros sufrían constantes maltratos e insultos racistas:
—Italiener? banditen!
Junto a miles de atrocidades más. Se les agregó la obligación del trabajo en los campos y en la industria, así Mario fue destinado a la fundición “Hermann Goering” situada en la ciudad, cerca del campo. El trabajo consistía en preparar material ferroso destinado a los altos hornos. Para llegar al trabajo en horario, tenía que salir del campo dos horas antes, recorrer algunos kilómetros a pie, para luego tomar un tren hasta la estación ferroviaria de Tofalach y luego llegar hasta la fábrica. Seguían dos turnos de trabajo, uno iniciaba a las seis y terminaba a las dieciocho, el otro iniciaba a las dieciocho y terminaba a las seis del día siguiente.
Durante el primer turno era prevista una pausa para comer algo, esta pausa era destinada a los civiles ya que a los prisioneros no les correspondía nada. Durante la pausa tarde-noche podían usar el comedor de la empresa donde se les daba un caldo acuoso de nabos y zanahorias.
Los oficiales, que por el tratado de Ginebra estaban exonerados del trabajo en los campos, eran sometidos a violentas humillaciones, obligándolos a trabajar.
En el campo, durante todas las horas, la propaganda invitaba a los IMI a unirse al ejército de la República Social Italiana, les mostraban comida en cantidad y ropa limpia, pasarían a formar parte de los “que optaron”. Algunos, vencidos por el hambre, lo hicieron. La mayoría, a pesar de las torturas psicológicas y físicas no tenían la intención de adherir a un ejército que representaba la negación absoluta de los más elementales derechos humanos. Mario, entre ellos, testarudamente se repetía:
—Me dedicaré a un programa preciso, no moriré ni si me matan.
Pero mantenerse en vida era difícil, la fábrica donde trabajaba era sometida a continuos bombardeos y a los IMI se les impedía esconderse en los refugios, por otro lado, las diarias torturas sufridas lo iban carcomiendo por dentro.
Todo a su alrededor se volvía gris de inmediato, el humo de las explosiones lo rodeaba con un halo polvoriento y dorado. Sordo por el estallido, con sus manos, trataba inútilmente de salvar a sus compañeros que yacían entre los escombros. La impotencia que sentía lo destruía.
Sin aliento su rutina diaria seguía, en el campo. Cada día moría alguno, quien de tuberculosis, quien por alguna represalia, de pleuritis, de meningitis, por un bombardeo, por un centinela aburrido. Había asistido, durante el viaje a la fábrica, a una escena que lo marcaría para siempre, en el camino, soldados alemanes habían sorprendido a algunos judíos que estaban escapando, se reían a carcajadas porque uno de ellos había ganado siete cigarrillos apostando sobre si el sexo del feto de la mujer que acababan de abrirle el vientre era varón o hembra.
Seguía pensando aterrorizado que, si la guerra era el camino al infierno, este campo donde él había caído era el atajo.
Una mañana, mientras tomaban lista en el playón, Mario no lograba atarse los zapatos, los cordones consumidos se cortaban en cada intento y renunciando a hacerlo se dirigió hasta la fila rengueando, con el zapato a medio poner, llegando tarde.
Tres guardias con dos perros dóberman, entrenados para matar, lo detuvieron y a empujones lo apoyaron contra la pared. Los dientes de los perros amenazantes le llegaban al pecho, sus pies sin zapatos se iban congelando en la nieve fría. Las piernas no lo sostenían y en cualquier momento, su cuerpo, piel y hueso habría sido devorado por estas bestias que lo eran menos que sus dueños. El terror lo paralizó.
El único consuelo que tuvo es que ellos pensaban que mataban a un hombre vivo. Se abandonó al que creía su destino, de allí a unos instantes sentiría los dientes de las bestias que le arrancarían la poca carne que le quedaba, y mientras sentía las risas despiadadas y malignas de sus carniceros, aquellos ojos, como escarchas lo convencieron que tenía que vivir, decisión de la que se arrepentiría.
Le sacaron los perros de encima y se alejaron a carcajadas. Mario con renovada confianza, se puso de pie, se acomodó en la fila y pudo ver a sus compañeros, algunos más jóvenes que él con rostros blancos, desencajados, que temblaban de frío en aquella luz ambigua de la mañana.
Mientras en Italia, las últimas noticias eran que los ingleses habían entrado en Nápoles. La gente no veía la hora de que llegaran también al Veneto.
— No pueden decir que no somos un país de originales — comentó el tío Giuseppe. Italia cuenta por el momento, con muchos gobiernos. El de Badoglio, el inglés de Amgot, el fascista republicano y el alemán de Kesserling –prosiguió.
—Sí, el problema es que cada uno emana leyes, ordenanzas, decretos, proclamas, cada italiano tiene que elegir —dijo Luigi.
—No podemos elegir mucho —exclamó el nonno–, lamentablemente estamos bajo Kesseling con apéndice fascio-republicano y no tardaremos en darnos cuenta de lo que significa.
—A Thiene han llegado casi mil “crucchi” —comentó Rino que había sentido en la plaza.
—Los trenes que van a Vicenza y a Padua se han suspendido. —comentó la nonna Annina. Escuché ayer en el mercado que solamente algunos pasan. Parece que los están usando para llevar prisioneros a Alemania. ¡Jesús María y José! —agregó. También para cargar armas y víveres, y claro, en el mercado no hay nada de nada, la gente lleva lo que puede para hacer trueque, pero los fascistas lo quitan todo por la causa y con el carné no te dan ni migas —prosiguió.
—Dicen que este mes no llegará ni arroz, ni aceite, ni azúcar, porque los alemanes se agarran todo y se lo llevan a Alemania —dijo Luigia.
—La gente aterrorizada, acumula patatas, que por lo menos esas no se las llevan —agregó la tía Amelia.
Rino y su amigo Décimo, en sus bicicletas, desde el alto de la colina, vieron una densa columna de camiones, tanques alemanes que provenientes de Marostica se dirigían hacia Thiene. Armados del coraje propio de sus 17 años, no tuvieron mejor idea que llegar hasta la carretera y cambiar los carteles que indicaban la ciudad, haciéndoles hacer a la delegación de crucchi una pequeña desviación.
Los alemanes en ordenadas filas, obedeciendo a la nueva indicación, tomaron el estrecho camino que pasa por el centro del pueblo. Una interminable columna de camiones con ametralladoras, soldados y remolques, emprendieron su camino por las serpenteantes callejuelas del pueblo, pasando por debajo de las ventanas de ciudadanos perplejos, enredándose en los estrechos callejones del centro.
Rino y Décimo desde arriba, sentados en la tapia de la Villa, satisfechos, contemplaban la ejecución de sus órdenes.
El 13 de octubre la radio anunciaba que Italia había declarado guerra a Alemania, claro estaba que se refería a la Italia de Badoglio. Todos alrededor de la radio sabían que era simplemente la legalización de un estado de hecho. Hacía un mes que los italianos venían considerados peores que un pais enemigo, y las atrocidades que se cometían eran indescriptibles.
—¡No es novedad! era hora —refunfuñó el tío.
—No sé que guerra haremos si nuestros oficiales y soldados han sido enviados a Alemania, prisioneros o en campos de trabajo —dijo Luigi.
—Bueno, con tantos arrestos, robos, fusilamientos. Badoglio habrá pensado que era mejor pasar hacia el otro lado que estar junto a un ex-aleado tan incómodo, será mejor que quedarse como espectadores llorones, ¿no les parece? — comentó el nonno.
Mientras se cosechaban las castañas y se depositaban en grandes cestas, María entró en el patio agitada, sin casi respirar:
—Los S.S. —logró decir.
—¿Los qué? —preguntaron las mujeres a la vez.
—Esta noche, mientras dormían, patrullas de SS de Vicenza han entrado en casas de familias arrestando a padres e hijos. En Thiene unos veinte ciudadanos, aquí en el pueblo unos ocho. Supe que al doctor y al maestro los han transportado en camiones así como estaban, sin abrigo, en calzoncillos —refirió.
—¿Serían anti-fascistas? —dijo la tía Agnese.
—¡Qué va!, el que no esté de acuerdo es anti-fascista, entonces tendrían que meternos dentro a todos —dijo Amelia.
—Sí, pero estas personas se dedican a hablar con la gente y seguro que algún fascista habrá dado nombres. Los SS no entran en casas elegidas al azar, ¿no les parece? —exclamó Agnese. Algo habrán hecho, algo habrán hecho, opinó como justificando la crueldad aplicada.
—Acuérdate Agnese que nada justifica una violencia-sentenció Luigia.
—Algo habrán hecho… —dijo, retirándose para que la suya fuera la última palabra.
La voz empezó a transitar de casa en casa. Las familias de los detenidos golpearon las puertas de todas aquellas personas que podían influir de alguna manera. Acudieron al alcalde, al obispo, al comandante de Carabineros, sin resultado, solamente palabras de consuelo y una bendición del obispo.
Luigia les recomendó a sus hijos que no recogieran panfletos, ni material comprometedor que diera la excusa para que los detuvieran.
—Nuestra familia se ha mantenido a la larga de los conflictos y no seremos nosotros a romper con la tradición –exclamó.
Algunas personas comprometidas se dieron a la fuga. No había lógica en los arrestos ni en los comportamientos, era un modo para provocar terror y mantener el dominio. El comandante aconsejó a algunos que no durmieran en casa. En un instante, el día se tiñó con el color profundo del miedo.
Luigi con Félix y Cesare, llevaban la leche y algunos productos hacia Thiene. Habían cargado el carro y lo habían enganchado al caballo. Luigi sabiamente decidió atravesar campos para evitar encuentros no deseados. De repente encontraron un grupo de personas que protestaban y que les hacían señas, pero de inmediato un grupo de alemanes cargados de fusil, les apuntaron amenazándolos. Cesare sintió la fría pistola que le rozaba la frente.
—O el caballo o los jóvenes. —le impusieron.
Con terror desataron el caballo que entregaron, como también los productos que llevaban. Volvieron a casa a pie. La pérdida del caballo les significaría grandes dificultades, era el único capital que les quedaba, pero por lo menos les había salvado el pellejo.
Luigi trataba de contarle a su mujer lo que había pasado, pero Luigia no dejaba de tocar a sus hijos, estaban sanos, no le alcanzaban las manos para abrazarlos. Ya había perdido un hijo. De su hermano Mario no se sabía que había sido. Luigia no estaba dispuesta a ofrecer más, pero de eso se eludía.
Luigi ordenó a sus hijos que vaciaran el establo, no quería que les llevaran también las vacas. La voz corría de casa en casa por lo que los animales empezaron a desaparecer del pueblo. Los bosques en los alrededores de Asiago y del Monte Grappa, estaban llenos de jóvenes y animales escondidos. Lo difícil era hacerles llegar comida, además el invierno se les estaba acercando.
Los trenes habían sido bloqueados para facilitar el transporte de las tropas alemanas o de los prisioneros hacia Alemania. Los pueblos quedaban aislados, sin telegramas, sin viajes y sin correo.
Los actos de sabotaje no faltaban. Sin miedo, los obreros destruían lo que podían para evitar el transporte de mercadería y personas hacia Alemania.
La policía emanaba bandos, amenazas hacia los bandidos con la promesa de fusilamiento. En ese momento la tensión había llegado a un punto de rotura, por lo que la misma vida había perdido su valor. Todos comprendían que había un motivo para vivir y uno para morir. Un momento como el que estaban viviendo era de gran tragedia, pero también de grandeza, donde cada uno daba lo mejor de sí mismo.
Por las calles aparecieron pegados miles de panfletos con la siguiente advertencia:
“Se establecerán turnos de guardia a los cables de la línea telefónica, los guardias se elegirán a caso entre la poblaciòn civil y se colocarán a cien metros uno de otro.
Cada uno de ellos será el responsable del sabotaje que pueda verificarse en su zona de vigilancia y si no denuncia el sabotaje, será fusilado, mientras que los otros guardias serán tomados prisioneros.”
Los muchachos en la plaza leían el periódico que acababa de salir, en la página central aparecía el llamado para las clases 23, 24, 25 sin excepción.
Cesare, de la clase 25 enmudeció y empalideció, a los 18 años le tocaba ir con los alemanes. No lo podía creer.
El resto de los muchachos se repetían unos a otros:
- Tenemos que escapar... Tenemos que escapar...
El año estaba terminando y el campo exigía sus ritmos y la misma dedicación de siempre. La calma era aparente, pero cada uno fermentaba en su interior. Hacía dos meses que el aceite no llegaba, los hilos no se conseguían más. Todo iba a Alemania. Luigia había logrado encontrar un carrete, y lo había pagado 30 liras, una barbaridad. Tía Amelia y Agnes, habían hecho una cola larguísima para conseguir un poco de sal, que era el producto más difícil para hallar. Lo peor era tener que esconder a los jóvenes de la vista de los Alemanes. En las paredes aparecían escritos “No se presenten”… “No se vendan”.
Pero los alemanes iban por las casas a buscar a los jóvenes y si no los encontraban había represalias. Así mismo, la propaganda clandestina seguía. Sabotajes y robos. Incluso en Vicenza, se produjeron incendios en el archivo militar con la intención de destruir los elencos de los jóvenes que tendrían que presentarse. Una guerra dentro otra guerra.
Era difícil para muchachos de 18 años no presentarse, cuando en el aviso que les llegaba estaba escrito:
“En caso de renuncia se tomarán represalias sobre la familia”
- Mamá tengo que presentarme –dijo Cesare–, no soportaría saber que por mi culpa les pase algo al papá o a mis hermanos.
Una tarde fría de noviembre, la tía Amelia sintió golpear la puerta. Al abrir era una patrulla de alemanes que pedían alojamiento y comida. La tía junto al tío Giovanni corrieron las mesas, acomodaron unos colchones al lado de la cocina a leña. Mientras la tía les preparaba una sopa caliente, los alemanes colgaron sus medias húmedas en ganchos que depositaron encima de la hoguera. Uno de ellos hablaba italiano y se mostraba muy gentil. El tío Giovanni no podía creer que estos jóvenes, muertos de frío y de hambre, pudieran mancharse de tantas atrocidades. Disimuladamente subió a las habitaciones donde sus hijos esperaban aterrorizados, e hizo saltar por la ventana de atrás a su primo Giuseppe para que avisara a los vecinos. Giuseppe llegó corriendo hasta la casa de Agnes. Su llegada armó un revuelo inmenso. Los muchachos se llevaron mantas y se escondieron en el altillo, pasarían la noche allí esperando que el peligro se alejase.
Por la mañana la patrulla agradeció a la tía Amelia, llevándose la radio, disculpándose, ya que eran órdenes. Luego pasaron por todas las casas del vecindario cargando con lo que podían, animales, máquinas agrícolas, herramientas, ante la desesperación de las familias.
No encontraron a ningún joven, ya que alertados se habían escapado o escondido. En los bosques, una organización secreta coordinaba los itinerarios, eligiendo refugios secretos, frases para usar, momentos para moverse. Los rebeldes habían invadido las montañas en busca de refugio seguro tratando de reaccionar a tanta invasión.
—¡Mamma! ¡mamma! —gritó Agnes los alemanes han entrado a la Villa, dicen que en el establo se habían escondido unos ingleses pero parece que alguien los ha denunciado.
—¡Por dinero! ¡Judas! por las 1200 liras que daban de premio —se enfureció Luigia.
—El cura de Fara ha sido arrestado por traición, parece que estaba escondiendo a muchachos en el sótano de la parroquia, y hasta han cerrado los salones de la acción católica porque dicen que es un nido de traidores —comentó María.
Mientras tanto, desde la plaza del pueblo, partían autobuses llenos de muchachos de las clases 24 y 25, habían sido sacados de casa con violencia. Los alemanes habían llegado acompañados por milicianos vendidos, y si no estaban en casa se llevaban la madre, el padre o el hermano. En su casa no habían encontrado a nadie porque la abuela Appolonia, apenas vio que una patrulla subía la colina, advirtió a toda la familia por lo que se escondieron en el bosque.
El frío de diciembre helaba el cuerpo y los ánimos. Las noticias que corrían eran siempre horribles, sin la radio les era difícil seguir los acontecimientos, pero de boca en boca las atrocidades que se iban cometiendo circulaban.
En via Valdelette quedaba solamente una radio que no había caído en manos de los alemanes gracias a que lograron esconderla a tiempo. Los vecinos se juntaban a la hora en que se transmitían las noticias. Era el 16 de diciembre y la radio había comunicado el bombardeo de Bolzano. También se hablaba de bombas en Padua. Los hospitales pedían médicos y ambulancias.
Llegaban noticias de desastres, calles enteras hechas añicos, muertos en cantidad. Habían destruido también el refugio de la estación por lo que por días enteros estuvieron tratando de sacar los cuerpos sumergidos en la trampa de escombros. Quinientos cuerpos reconocidos, doscientos en fragmentos.
Un invierno frío les esperaba, y nada parecía calentarlo.
Agnes con sus 11 años esperaba ansiosa la Navidad, el 24 por la noche, apagaron las luces como exigía el toque de queda. Se acostaron temprano después de haber calentado las camas con los braseros, ella no lograba dormir, aún palpitante de excitación por una fiesta que en estos momentos nadie sentía, que, en cambio, ella amaba y nadie se la quitaría, ni si cayera una bomba sobre su cabeza. Todo el día, Lina y Lidia habían preparado el pesebre. La mañana del 25, verían al niñito Jesús en la cuna de paja. Encendió la lámpara de aceite, tratando de que no se viera desde la ventana y en su cuaderno de tapas negras escribió una poesía: “Bianco Natale”.
La mañana de Navidad la luz del sol empezó a resplandecer tímidamente en la ventana, la humedad que subía del arroyo difuminaba en la indecisión del amanecer. Agnes despertó a sus hermanas, que protestaron, bajaron a la cocina y allí estaba “Gesù bambino” en el pesebre, llenando el ambiente de una serenidad perdida. Las chicas bailaron alrededor de la estufa que escupía bocanadas de fuego. Entonaron villancicos y sus voces se elevaron:
“Tu scen-di da-lle stelle...oh bambino Gesù...”
Mientras los muchachos descendían y se lavaban en las palanganas, su madre los contemplaba. Hacía tanto tiempo que no veía sonreír a las niñas, sobre todo a Elda que estaba creciendo en medio del dolor y del terror. Habría querido mantener este instante para siempre.
Mientras Félix pasaba con la leche recién ordeñada rellenando las cazuelas, María peinaba a sus hermanas con grandes cintas de terciopelo rojo, quería que durante la misa se las viera elegantes. Rino hizo sentar en su regazo a Elda y le entonaba canciones de Navidad. Cesare repartía castañas, nueces y frutas secas, mientras junto a María acompañaban el canto.
Toda la familia vestida de fiesta, menos los muchachos que se quedaron escondidos, se encaminó hacia la iglesia. Acudieron a la misa también las abuelas, las tías Amelia, Pasqualina y Agnese. Las Vittoriete esperaban en el capitel de la Madonna, donde desde temprano recitaban el santo rosario.
Las tres campanas de la iglesia tocaban a volteo.
Atravesaron a pie la plaza, llena de soldados alemanes que fumaban, subieron hacia la iglesia que se erguía en el risco, imperturbable.
Luigia se detuvo unos segundos en el cementerio para dar un nuevo saludo a su hijo Giuseppe y el dolor se le insinuó de nuevo. Muchas madres, como ella, se movían cautas entre cruces y lápidas. Algunos pies alineados junto a las fosas abiertas contemplaban los míseros féretros hechos de cajón de embalaje. Las palas de los sepultureros, apiladas sobre terrones gélidos de tierra negra.
Luigia vestida de luto se arrodilló ante la tumba de su hijo, entrecerró los ojos canturreando una oración tratando de dibujar su rostro en su memoria. Agnes desde la puerta de la iglesia vio su silueta enlutada al lado del montón de tierra salpicada de nieve. Sabía que su oración al niño recién nacido sería por su madre, para que le cerrara esa herida abierta.
El cielo se había vuelto cristalino, y el sol se había asomado con toda su fuerza como para resaltar el día de fiesta. La iglesia estaba llenísima, los monaguillos se juntaron alrededor del padre como un banco de peces, después de haber desfilado por el pasillo, con debido garbo. El párroco había dado inicio a la ceremonia de Navidad.
No muy lejos de allí, en Vicenza, el obispo, apenas elegido, también había comenzado su ceremonia, y se había esmerado para que el discurso en esta ocasión fuera especial.
Por las calles del centro no había clima de fiesta y la ocupación extranjera se notaba en todas las calles, plazas, bares. Soldados alemanes por doquier. Hasta el hotel Roma había sido ocupado como comando de las operaciones, por lo que, todas las calles estaban cerradas al poco tráfico de vehículos tirados por caballos.
Mientras en Vicenza y alrededores la ceremonia de Navidad ofrecía a las personas un momento de serenidad y de esperanza; desde las bases de Lecce y Brindisi, aviones americanos emprendieron el vuelo hacia el Friuli. Pero la presencia de una espesa capa de nubes no les permitió el bombardeo. Por lo que los aviones emprendieron la ruta de regreso hacia el sur con su pesada carga de muerte. Pasando por el Veneto, vieron que las condiciones del tiempo iban mejorando. Cuando se acercaron a Vicenza, los pilotos se dieron cuenta que era una ocasión para destruir objetivos enemigos de importancia estratégica, como la estación ferroviaria llena de carros y mercadería, el aeropuerto con numerosos aviones alemanes, y una gran cantidad de vehículos de transporte aparcados en un área bastante grande.
Eligieron el aeropuerto. Entre las 10,58 y las 11,03, solamente en 5 minutos, los bombarderos B-24 lanzaron exactamente 209 bombas de casi 53 toneladas.
La ciudad fue sacudida sin ninguna alarma de preaviso. Ninguna sirena sonó y ninguna contra-aérea reaccionó.
El obispo acababa de terminar su homilía cuando el piso de la Catedral tembló.
Se creó el pánico entre los fieles, algunos pensaron en un terremoto, pero otras explosiones siguieron a las primeras. El ruido de los motores que surcaban el cielo confirmaba lo ocurrido. Los anglo-americanos estaban bombardeando la ciudad. Erraron el objetivo y en lugar del aeropuerto las bombas cayeron en la ciudad.
Con decisión, los cazas alemanes se levantaron en vuelo, heridos en el orgullo y la guerra en el cielo se armó. Un avión americano volaba en desesperada caída hacia el oeste, envuelto en llamas. El piloto apuntó hacia la estación ferroviaria, y luego se eyectó con el paracaidas.
Muchos no lograron escapar, otros se pusieron a reparo en los refugios hasta que escucharon la sirena de cesada alarma.
La gente salió de los refugios y el escenario que vieron delante los enmudeció, muchos corrieron a dar una mano. Sin herramientas, sólo con sus propias manos trataron de sacar de abajo de los escombros a gente enterrada viva. Los heridos eran centenares, algunos no pudieron volver a casa para el almuerzo natalicio.
En Lugo el cura no alcanzó a dar la bendición, ya que la gente se había dado a la fuga fuera de la iglesia, aterrorizada. Pudieron presenciar el pasar de los aviones americanos sobre sus cabezas que descendían en carrera veloz hacia Vicenza, y los cazas alemanes que los seguían en una lucha feroz. El día límpido permitía ver las explosiones, el humo se elevaba en un halo polvoriento y dorado. Los muchachos, que se habían quedado escondidos en el granero, corrieron a la tapia de la Villa para ver el espectáculo pirotécnico, en aquella lucha interior de excitación y terror.
Los alemanes del pueblo sorprendidos por el ataque inesperado despejaron las calles y amenazantes empujaron hacia sus casas a la población. Luigia tomó de la mano a las chicas y se dirigió de prisa calle arriba. El almuerzo que habían logrado preparar, cortando varios talones del carné, se les hacía difícil ingerirlo.
Al día siguiente llegó la noticia de que algunos paracaidistas americanos habían sido detenidos por los alemanes. Habían sido llevados prisioneros en una ambulancia, vigilados por carabineros. Los muchachos junto al tío Giovanni fueron a ver los restos del avión caído. Los carabineros vigilaban que nadie tocara nada. Unas 50 personas llegaron en bicicleta para cureosar y tal vez para comprobar que los ingleses estaban llegando de verdad.
El aeroplano, un magnífico cuadromotor americano aún se quemaba, las alas estaba intactas, el timón a unos doscientos metros. Algunos muertos carbonizados ofrecían un horrible espectáculo y el olor terrificaba.
Un paracaidista, mientras lo cargaban en la ambulancia, regaló a los niños unas gomas de masticar, que saborearon con sorprendida maravilla.
Durante todo el invierno se sintieron pasar aviones. Las tías “Vittoriete” apenas sentían el rumor de los motores, se abrigaban y se iban en ordenada procesión hacia el capitel de la esquina, para elevar súplicas por los desafortunados que recibían la odiosa carga.
Las chicas, acompañadas por Rino, se dirigieron de prisa hacia la tapia de la Villa para ver la exhibición. Su hermano las levantó una a la vez para que pudieran divisar la fila de aeroplanos que atravesaban el cielo escarchado. Diez escuadrillas, de diez aviones cada una, surcaron prolijamente el azul manto. Luego otras escuadrillas los siguieron. Agnes entre asombro y alborozo apretaba la mano de su hermano.
—Van hacia Verona —exclamó Rino.
Las chicas empezaron a sentir frío. Emprendieron el viaje de regreso a casa. La nieve bajo sus pies, abundante y reciente, empezaba a escarchar. El rumor de sus pasos que se hundian en la congelada alfombra blanca, las ensordecía. Aturdidas por el fuerte ruido de los aviones en agresivo descenso. Casi paralizadas, caminaban. Lina lloraba.
Las campanas tañeron las cinco de la tarde. La oscuridad violada por la luna llena se aquietó. Los reflejos del blanco astro sobre la nieve daban serenidad, como si el tiempo se hubiera olvidado de pasar, como si cada estación en estos últimos años se mostrara más bella y radiante contraponiéndose a este ridículo vivir humano.
La oscuridad en las casas reinaba. Las persianas cerradas para evitar que las luces si viesen desde el exterior. La radio emitía sus historias de dolor.
—¡Joder! han bombardeado la abadía de Montecasino, y dicen que lo han hecho porque estaba llena de alemanes – exclamó el tío Berto.
—¡No respetan nada! —dijo la tía Amelia.
—Estúpidos y mierdas también los ingleses —refunfuñó la tía Agnese.
—Bueno, ¿qué decir? una duda me esta pasando por la cabeza. ¿Qué no sean tan ángeles como se dice estos ingleses?—dijo Luigia.
—Yo no lo creo, el 31 destruyeron Boloña, y sin criterio, ni siquiera un objetivo militar. Dos veces el hospital. ¡No hay derecho! —exclamó el nonno.
—¿Dónde ha visto usted que bombardeen con criterio?, hasta en Padua cayeron al lado de la Basilica del Santo, y ni le digo las que cayeron dentro del refugio, se encontraron personas pegadas a las paredes como estampitas –contó Luigi.
—¡Qué horror! ¡madre de Dios! —a coro las mujeres.
—No es que miren a propósito, pero sueltan las bombas como caigan y que ¡Dios nos salve! —dijo el tío Giovanni.
—¿Y las bombas que no explotan? esas sí que son malditas, lo hacen cuando algún niño se acerca a jugar. Dios líbranos de todos los males —rezó Luigia.
Mientras tanto en familia, como en todas los hogares, se vivía en un infierno. Se discutía, se peleaba, algunos se rebelaban, otros contenían, otros rezaban, los niños lloraban. Los jóvenes se sentían impotentes, enfadados y llenos de vergüenza.
No les sorprendió que, sin darse cuenta, el año 44 acabara de dar inicio. Toni Borriero se presentó ante Luigi para pedir la mano de María, sabía que tendría que presentarse también él al cuartel, por ser de la clase 23. Por lo que no quería esperar, no quedaba más tiempo para caricias robadas en la fuente.
María y Toni se casaron sin tanto rumor. Ella pudo confeccionarse un elegante tapado de lana con viejos abrigos de la nonna. Vistió medias de seda, halladas con dificultad en el mercado negro a último momento, por lo que no tuvo que dibujarse la parte posterior de las piernas para disimularlas. Una joven de buena familia no podía ir sin calzas, por lo que fue un alivio cuando su tía Amelia llegó con los zapatos y las deseadas medias.
Se instalaron en la casa grande. La nonna Annina les había preparado una habitación donde su hermana se sentiría dueña y patrona. Su Toni trabajaba el campo y recurría al mercado negro para poder brindarle la mínima comodidad.
El 4 de marzo de 1944, como cada día desde hacía quince días, aparecía en los periódicos el aviso:
“Se recuerda que el día 8 de marzo termina el plazo para la presentación de las clases 22, 23, 24, 25 y los que renuncien o desierten, se les impondrá la pena de muerte mediante fusilación al pecho”.
Seguían intentando llenar los cuarteles, pero esta vez las amenazas estaban teniendo éxito.
Algunos muchachos del pueblo se presentaron cabisbajos, blasfemiando delante de la nueva casa del fascio. Era difícil quedarse en casa y hacerse los sordos.
Otros muchachos después de haber discutido por días enteros si presentarse o no, llegaron a la casa del fascio y llenos de vergüenza pegaron la vuelta.
Aquellos que se habían presentado, los habían mandado al frente con las tropas de asalto.
El 8 de marzo, Cesare se presentó junto a Toni, como también lo hicieron sus amigos de la misma clase. De nada valió el ruego de Luigia y de María para que no lo hicieran. Los animó en cambio, las palabras de coraje de su padre para que se enfrentaran al deber.
Los trenes iban llenos. Los muchachos con el ánimo por el suelo, con la mente perdida, resignados a un destino ignoto. Sensaciones inauditas los envolvía, algunos lloraban por la mala suerte. Todo era tiniebla. Cada uno de ellos había esperado el último día con la esperanza de que algún milagro los salvara.
Dos días después un bombardero americano, con muchísima precisión, hizo saltar los cuarteles de la región como en una maléfica danza de fuego y terror.
Los muertos estaban por doquier, sólo se oía:
—¡Escapen! ¡escapen!
El pueblo fue testigo de un regreso fúnebre. Soldados que volvían en carros, a pie, cansados, llenos de tierra, asustados, heridos, con las caras desencajadas.
También hubo jóvenes muertos y el pueblo enmudeció de dolor.
Los cuarteles de nuevo quedaron vacíos o abandonados.
Toni abrazó a María y Cesare se vió envuelto por los brazos de sus pequeñas hermanas que no querían dejarlo ir.
El 14 de marzo las campanas, alternadamente, llamaron con el toque lamentoso. Tocaron la danza de la muerte. Todos participaron al funeral de un joven militar, muerto en el bombardeo. Lo habían llamado porque era de la clase 23, no había querido partir sino hasta el 8 de marzo plazo último, y solamente porque sus padres insistieron.
Transportaban el cajón cuatro compañeros del difunto, de los cuales dos habían sido heridos en el mismo bombardeo. Otros cien jóvenes lo seguían, hasta los desertores se habían presentado bajo posibilidad de pena de muerte, pero todos de acuerdo en desafiar la cruel ley, protegiéndose detrás del ataúd.
En efecto los carabineros que tenían la orden de buscarlos y atraparlos a todos, no tuvieron el coraje ni de moverse. El pueblo desfilaba transportando el dolor por toda la juventud.
Una colecta entre las familias había permitido que el cadáver llegara hasta el pueblo, ya que la familia no contaba con medios. En dos días se juntó lo necesario.
Para aquellos muchachos que salvaron la vida se les volvía a presentar el dilema:
¿Qué hacer? ¿volver al cuartel o esperar en casa la pena de muerte?
Al día siguiente otro funeral, con las mismas personas del día anterior. En procesión interminable los compañeros emprendieron la subida hacia el cementerio envueltos en tristeza y miedo. Las mujeres enlutadas cubiertas con las mantillas negras, los hombres con las espaldas vencidas por el peso del dolor, las campanas tañían su llanto. La iglesia colmada, mostraba infinitas cabezas vendadas. En las paredes del pueblo los epígrafes denunciaban:
“...La tan trágica e injusta muerte de Giovanni... de 22 años...”
La familia había advertido en la comuna que no habría tolerado la presencia de jefes fascistas en el funeral, ya que cuando estaba vivo habían hecho lo que habían querido con él, ahora de muerto la familia pretendía que fuera solamente suyo. ¡Qué lo dejaran en paz!
Agnes con sus 12 años preguntó a su hermano Cesare.
—¿Qué harás ahora? ¿vas a irte de nuevo al cuartel?
—No sé Agnes, no sé, déjame en paz. ¡Porco can!
En casa se discutía, Luigi quería que volviera a presentarse, y Luigia se enfadaba. Rino lo alentaba para que se escondiera y Cesare se angustiaba cada vez que sentía los perros ladrar. Si alguien se acercaba a la casa, pensaba que eran los carabineros que venían a buscarlo.
Durante la noche se veían, a lo lejos, las luces que atravesaban el cielo. Las bombas en Vicenza seguían cayendo, algunos decían que paracaidistas en bicicleta habían invadido los alrededores.
El miedo seguía apoderándose de todos, pero más que el miedo a las bombas eran las pesquisas. Los fascistas entraban en las casas sin respeto por nada ni por nadie, buscando propagandas o folletos comprometentes. A veces los encontraban, sin que fuera de los propietarios, como en el caso del maestro.
Tras tanto asedio, la semana santa llegó y con el recuerdo del martirio de Jesús, también el suplicio de los jóvenes. Las noticias de los rastrillajes corría.
En el cuartel se tenían que presentar también la clase 16 y 17 bajo pena de muerte, de la cual desertaron casi todos. La SS había recorrido casa por casa, tirando al suelo puertas y ventanas, si no se abrían voluntariamente. Llevaban listas con nombres de jóvenes y fecha de nacimiento correspondiente, pero no los encontraban.
En el pueblo, a las 5 de la mañana del viernes santo, unos cuantos camiones de la SS estacionaron en la plaza. Después de haber disparado unos cuantos tiros para asustar a la gente, se dedicaron a entrar en las viviendas, empezando por la casa del cura y por el convento de las monjas. Siguieron calle arriba, casa por casa, buscando jóvenes. A algunos encontraron, otros se les escaparon en las narices con lo puesto, asi que tomaron en su lugar a sus mujeres o hermanas.
Las tías Vittoriete que desde tempranito decoraban el capitel de la Madonna, dieron inicio al rosario para que protegiera a la familia. Tal debe haber sido la devoción y la fe que los alemanes pasaron por la casa de Lonego. Revisaron el establo, el henil, pero a los muchachos, que se encontraban en el altillo, cuerpo a tierra, entre telarañas y piezas herrumbradas, no los vieron.
Entraron en la casa, hicieron bajar a las niñas de las habitaciones, con violencia dieron vuelta los colchones. Hasta hojearon el diario de Agnes. Su escritura de trazos redondeados se movía como llenas de vida, como protestando por la invasión. Agnes trataba de recordar si había escrito algo que podía comprometer a su familia, y mientras más se esforzaba por recordar, las palabras se burlaban del lector distraído que no comprendía nada de lo escrito, asi que el soldado alemán, tomó el cuaderno de tapas negras y lo arrojó como basura. Agnes con gran alivio tomó las manos de sus hermanas, Lidia se había quedado tiesa y Lina lloraba.
Luigia tomó a Elda entre sus brazos y con mucho coraje echó de sus casas a estos atrevidos intrusos, que al salir la empujaron como si fuera un trapo viejo. Agnes y sus hermanas corrieron al lado de su madre, ella hubiera querido abrazarla, pero las demostraciones de afecto no eran usuales. En silencio, con temor a emitir palabra, se quedaron de pie por un rato, casi eterno, con el único rumor del galopo de su corazón.
Ese mismo día a Agnes le llegó el ciclo menstrual. Se pegó un gran susto, pensó que el terror que había pasado le había provocado esta herida, por lo que se le pasaría enseguida. Con mucha vergüenza corrió a lavarse a la fuente como pudo.
Su hermana Maria se le acercó y le preguntó:
—¿Qué te pasa?
—Nada, me herí... creo... —dijo ruborizándose.
—No te heriste, tonta, son cosas de mujeres.
Y sin más explicaciones le entregó unos trapos explicándole que se los atara en la cintura con un alfiler de gancho. De inmediato, Agnes lo hizo.
Esa mañana, algunas personas del pueblo fueron arrestadas, y cargadas hacia Alemania. ¿Cómo podrían soportar personas de 60 años trabajos tan duros y tratos tan inhumanos? ¿Para cuándo el desembarque?
Preguntas que se repetían unos a otros. Respuestas que no llegaban.
Para esa Pascua su madre había preparado el Baccalà con polenta. Agnes junto a su abuela Appolonia habían hecho cola para comprar el pescado ahumado.
En el negocio al presentar el carné, le habían entregado solamente uno, por lo que, intercambiando productos del huerto con otras familias, habían podido obtener la suficiente cantidad para pasar la cena del viernes santo, como correspondía al ayuno impuesto por la iglesia. Rito que se repetía, en tiempos más serenos, todos los viernes de otoño a primavera.
Luigia mandó a las chicas a la fuente por agua y lo dejó en remojo para que ablandara, una vez listo llamó a Félix, que, a escondidas, trajo la leche necesaria para cubrir el pescado. Mientras echaba leña al fuego, el bacalao enharinado, sumergido en la leche y en el aceite lanzaba tímidos hervores. La visita de los de la SS los había dejado alterados y se movían por la propia casa a hurtadillas, con el peso de la sospecha.
Durante el via crucis se contaba de la fusilación de un campesino de Fara, porque lo habían encontrado que poseía algunas bombas. Las mismas habían sido dejadas en su campo por los rebeldes. Otras sin explotar que habían sido lanzadas desde aviones ingleses.
El periódico contaba horrores. El día de Pascua en la ciudad de Treviso, había sido imposible entrar en la iglesia. Llena de muertos por doquier.
Se contaba también que una puérpera había sido golpeada por los guardias republicanos para que confesara en dónde se escondía su marido. Las páginas estaban llenas de asesinatos de fascistas, venganzas, acusaciones, ojo por ojo. ¿Hacia dónde les llevaría tanto odio?, se preguntaba el nonno Giuseppe sin ánimos de comentar.
En el establo, por las tardes, a pesar de todo, Agnes con sus hermanas aprendían el arte del remiendo. Su abuela Annina les colocaba las calzas en cabezas de calabacines huecos y daba inicio a la lección. Se cosían las medias de los hombres de la casa, llenas de agujeros o desgastadas por el duro trajín. Sin miramientos, Agnes orgullosa mostraba a sus hermanas como en menos que cantara un gallo sus medias estaban reparadas. La nonna Annina sin casi levantar la vista, la reñía:
—No es la prisa lo que premia Agnes, es la paciencia y la dedicación, acuérdate, acuérdate.
—Pero...si lo hice bien nonna —decía Agnes mostrando su tarea.
—Vuelve a coserlo, está muy improlijo —le repetía.
— ¿Usted de verdad quiere que vuelva a hacerlo? —protestó Agnes.
No hubo respuesta alguna, cuando su nonna daba una orden se ejercía y ni chillar. Sus hermanas se rieron entre dientes.
De repente la tía Agnese y la tía Pasqualina, entraron de prisa en el establo.
—¡Madre! ¡Madre! no se imagina lo que acabamos de ver, oh, Dios mio. ¡Qué Dios nos libre! —decía Agnese.
—¡Madonna Santa! ¡Madonna Santa! —repetía Pasqualina.
—Bueno, ya de una vez ¿qué han visto? Asustan a las niñas.
—Unos veinte muchachos, atrapados en los campos, se los llevaban atados como delincuentes, con cadenas a los pies —contaron.
—Y Rino... y Cesare —exclamó Agnes con miedo a la respuesta. No, no, a ellos no los vi, estarán bien escondidos en el bosque.
—¡Tremendo! ¡Tremendo! Qué Dios nos guarde.
—¿Eran alemanes con fusiles?
—No, eran carabineros y republicanos armados hasta los dientes.
—¡Qué Dios nos libre y nos guarde! Algo tiene que pasar, algo. Ya no soportamos más esta situación. Algo tendrá que pasar, rápido, rápido —murmuró la nonna volviendo a concentrarse en su costura.
En la plaza un bando anunciaba:
“Renitenti, Sbandati!
¡Se les concede el privilegio de volver a la legalidad y al honor! ¡Se les concede el privilegio de reparar a vuestra grave culpa, hasta el 25 de mayo!”
¡Padres! ¡Animen a vuestros hijos a que cumplan con su propio deber! ¡Madres! No empujen a sus hijos a la deserción y a la muerte”
“Renitenti! Sbandati!
Es solamente la voluntad del Duce que les permite arrepentirse, y si lo desean, volver a llevar una vida de honor. Es solamente la voluntad del Duce que hasta ahora ha impedido que sean capturados y fusilados en masa, porque de verdad llora su corazón al tener que matar a tanta juventud, pero el veinticinco la generosidad termina...”
Hasta que el 25 de mayo llegó, y la ciudad se seguía llenando de manifiestos, folletos amenazadores.
Las ciudades todas, desde las grandes hasta las más pequeñas se preparaban para un rastrillaje sin piedad. En el pueblo se podía circular con documento en la mano. Puertas, murallas y puentes vigilados, valijas y carros controlados.
No se bromeaba. Por la noche habían ido casa por casa, entraban por la fuerza, sacaban de la cama a mujeres, niños y adultos, luego controlaban establos, pozos, altillos, bodegas, baños. Si encontraban a alguien, lo fusilaban allí mismo en la espalda, sin arrepentimiento de ningún tipo.
En la casa del profesor Mioni, encontraron a su hijo, pero no lo fusilaron porque era de la clase 21. La madre lo abrazaba quitándoselo de entre las manos.
No se podía salir a trabajar la tierra. Patrullas de republicanos se desparramaron por cada uno de los campos que rodeaban el pueblo, armados de fusiles y ametralladoras. Pasaron por las cultivaciones, por las zanjas, los arbustos, hasta entraron en el bosque.
Luigia, las abuelas y las Vittoriete rezaban. El rosario colgaba de las manos trémulas. Lina llorisqueaba, Lidia reía nerviosamente y Agnes tocaba a su madre como queriendo protegerla, pero qué podía hacer con sus pocos años.
El nonno con la azada trabajaba en el huerto cuando se encontró un grupo que se escondía en la acequia. Desde allí vigilaban a cada uno que pasaba, por si alguien llevara alimentos o bebida a algún muchacho escondido. De lo último que se preocupaban las madres era de la comida de sus hijos, esperaban solamente que estuvieran bien escondidos.
Luigi les había construido un falso altillo sobre la habitación grande, se entraba por el henil desde un hueco disimulado en el techo. Luigi todas las semanas entregaba a un teniente alemán, productos del campo, coima que era oro para la familia, pero que significaba ganarse la amistad del enemigo. En efecto, el teniente, era apreciado en el burgo porque un día, viendo a un muchacho escondido en el henil, le había dado unas patadas en los pies diciéndole:
—Por lo menos esconde mejor las patas.
Era uno de los pocos movidos por un poco de humanidad, escasa por esos tiempos. Le había dicho a Luigi que cuando él pusiera el billete de 5 liras con la cara hacía arriba, significaba que llegaría la pesquisa, asi Luigi comprendiendo la contraseña, entregaba un rastrillo a Agnes, que corría hacia la casa. Su hermano Félix tomaba la carretilla cuya rueda ya elíptica, rengueaba, produciendo un gran desparpajo. La llevaba de prisa a través del campo, del huerto, del sendero de las mulas, hasta a través del bosque, de este modo todos los muchachos de la zona corrían en un sálvense quién pueda. El que lo veía en tan loca carrera exclamaba:
—Siempre algún loco en familia hay.
Pero los desertores comprendían el mensaje.
En el altillo de la casa se escondían cuerpo a tierra junto a Cesare y a Rino, sus vecinos de campo; Toni y Dionisio Carollo, Décimo Simonato, y cualquiera que estuviera por esos lados al pasar de la carretilla.
En efecto, el 25 los muchachos se quedaron allí, se habían acostumbrado a ni respirar siquiera. Rino había querido procurarse una pistola por si los encontraran, para defenderse, pero Cesare lo había amenazado.
Por las callejuelas acechaban soldados con ametralladoras y desde el incómodo refugio los muchachos oían de vez en cuando algunos disparos, algunos lejanos y otros muy, muy cerca. En un murmullo de terror trataban de adivinar por dónde habían estallado.
Los republicanos no pudieron atrapar a muchos, ya que los desertores ayudados por las familias se escondían con habilidad, tratando de no permanecer en el mismo sitio por mucho tiempo. Se había vuelto una caza como en la prehistoria, entre fugitivo y cazador. Lucha entre astucias.
El nonno mientras seguía destruyendo terrones en el huerto escuchaba hablar a los republicanos escondidos en la acequia:
—Si encontraramos por lo menos unos cuatro y los fusiláramos allí en la plaza, uno después de otro, verán como saldrán de sus cuevas implorando piedad, ¡ratones!
El nonno Giuseppe rompía la hostil tierra con rabia, ésto ya no era lucha por ideales, era simplemente lucha por salvar el pescuezo. Lo que más lo asustaba es que los que tomaban las armas, eran muchachos conocidos, junto a sus nietos habían participado en las vendimias, en la comunión y en cada fiesta del pueblo. Se preguntaba sin paz ¿de dónde habían sacado tanto resentimiento y rabia? ¿De dónde obtenían ese poder, el de quitar la vida? No comprendía este nuevo mundo de terror.
El primero de junio de 1944 se sentenció a los carabineros para que prestaran juramento al gobierno republicano y por supuesto, para que vistieran camisa negra.
Con gran alegría de la gente, los carabineros no se presentaron y los cuarteles quedaron vacíos. Por el contrario, las filas de rebeldes y desertores crecían a desmedida.
La radio seguía transmitiendo, y el cinco de junio la noticia tan esperada:
—Lo ha dicha l’aradio, lo ha dicho l’aradio —exclamaban de casa en casa, en un susurro compinche.
En Roma los aleados habían ingresado, casi sin disparar, en un alto al fuego daban la posibilidad a los alemanes que se retiraran.
En el pueblo se festejaba en silencio, pero Roma estaba aún lejos, y lo peor de todo es que empezaban a llamar la clase 26 para trabajar en Alemania. Luigia temblaba por Rino, no podían esconderse de por vida.
—Hasta la radio clandestina mandaba notas al Duce para que no siguiera llamando otras clases, porque los rebeldes ya no sabían qué hacer con tantos clandestinos —contó el tío Giovanni.
—¡Joder! ¿Qué dices? —expresó sorprendido el tío Berto.
¡Pobre Duce!, ¡pobre Duce!
La primavera había mostrado sus mejores colores ante la indiferencia de todos. Esa tarde Agnes junto a Lina y a Lidia, rastrillaban el sendero que su padre había desmalezado con la guadaña. En robadas pausas comían las flores o frutos de plantas silvestres que se mostraban en todo su esplendor. Agnes enseñaba a Lidia cuáles eran los frutos prohibidos, venenosos y que, por esa razón, ni los animales comían.
—¿Ves esas manzanitas silvestres, rojas y de aspecto delicioso? Si las comes te vendrá mucho dolor de panza y te morirás de golpe –explicó a sabiendas Agnes.
—Y aquella planta que crece tan alta al lado del río, llama a la bruja del agua que te encanta y te echa a la corriente — contó Lina.
— Por eso la mamma no quiere que nos acerquemos al agua —dijo asustada Lidia.
El cielo de golpe se volvió plomizo. Grandes nubes amenazaban tormenta. Los truenos se sentían a lo lejos.
La campana de San Francisco advertía que llegaba el pedrisco. Félix descendiendo de la colina con su vaca, regañó a las niñas:
—Es hora de volver a casa, no ven que se larga.
No alcanzó a decirlo que un gran chaparrón se les cayó encima. Tomaron de prisa los rastrillos y corrieron hacia el establo donde esperarían hasta que aflojara la ira de la tormenta. Allí, Félix acomodó la vaca, escondiéndola un poco, si bien a los Republicanos les interesaban más los humanos que las bestias, pero no quería perder la Bianca por nada al mundo. Los animales eran más fieles que los cristianos, pensaba.
Las chicas empapadas se secaron como pudieron, y Lidia dijo:
—¡Qué truenos!, parecían cañones.
—¿Venían de las montañas? —inquirió Félix serio.
—Sí, eran de susto —expresó con seguridad Lidia.
—Entonces eran pedos de vaca —agregó Félix sin poder contenerse.
Agnes y Lina se rieron a carcajadas, les encantaba tomarle el pelo a Lidia que siempre se creía todo.
—Después de los cañonazos, seguro que llega una enorme torta de bosta —siguió Félix.
—Imbéciles, imbéciles —protestó Lidia.
Félix quería reírse un rato para sacarse el miedo que había pasado. Volviendo por el sendero de las mulas, había encontrado un grupo de Republicanos, muchachos del pueblo que conocía bien. Escondidos entre los arbustos, le habían cortado el paso, y riéndose, el que capitaneaba le había dicho:
—He aquí el toca ubre —tomándolo por el tirador del pantalón. Te lo pasas bien con las vacas, ¿verdad? ¿Querrás ganarte un dinerillo? El premio sería tuyo si denuncias a alguno, y ¿qué de tus hermanitos? ¿O entre las faldas de tu hermana se esconde un inglés? ¿No has leído, acaso, que por un puerco inglés dan 1800 liras o a elección, liberan un pariente prisionero en Alemania?
—No sé nada, no sé nada, tengo que irme —murmuraba entre dientes Félix tratando de liberarse.
—¡Vete! ¡Vete! anda con prisa por limpiar la mierda —decía el mayor produciendo carcajadas entre sus discípulos.
Félix siguió su camino, ofendido, humillado, la rabia lo comía por dentro.
-—Puercos, puercos, mierdas —se repetía, hijos de puta...
María, había ido hasta la estación de Thiene, había programado la visita a la Madonna del Monte Bérico. Su amiga María ya estaba embarazada y ella deseaba con todo su ser un hijo que tardaba en llegar. Bien sabía ella, que las mujeres que no daban hijos no servían para mucho.
Sentía ya las miradas del pueblo que la interrogaban, o a las chismosas que no se contenían:
—-¿Para cuándo los crios? nosotras a tu edad ya cargábamos con el tercero. O será el marido que está seco como el arroyo... y las carcajadas hacían eco en su cabeza... Aquel runrún la fastidiaba.
No alcanzó a llegar a la estación, que se chocó con una infinidad de soldados y vagones para transporte de ganado, colmados de jóvenes y ancianos que se preparaban para partir hacia Alemania. Los transeúntes comentaban que estaban allí en condiciones inhumanas, desde hacía horas, porque las líneas estaban destruidas después del último bombardeo. María se sintió una tonta y los sentimientos de culpa se apoderaron de ella. Deseaba un hijo pero que no llegara en un mundo tan cruel como el que le tocaba vivir, y sentimientos encontrados se apoderaron de ella. Quería darle a su Toni un hijo varón, que sería su orgullo.
Se alejó de la estación y mientras pedaleaba hacia el pueblo, la tormenta la sorprendió así que se refugió en una granja camino a casa, hasta que pasara. Mientras el agua caía con fuerza, la familia que la acogía le contaba lo que todas las familias vivían, algún pariente en Alemania, otro fusilado, otros desertores. Hasta los más pequeños tenían aventuras que contar, encuentros violentos, amenazas, robos, acusaciones, un sinfín de historias que aunaban a todos.
Uno de los muchachos de la edad de sus hermanos, le contó que había estado escondido en el campo toda la mañana por causa de un rastrillaje y que algunos desertores de la contra-aérea habían sido detenidos. Creían que los habían llevado a la cárcel de Vicenza, en prisiones sin camas, sin ventanas y con la suerte echada. La fusilación.
Los jóvenes hablaron del futuro. ¿Qué pasará después de la guerra? —se preguntaban.
—Nosotros tememos una lucha civil y el destacarse del comunismo —exclamó el mayor
—Será tarea de la clase obrera construir todo ya que la burguesía ha fallado —contestó con ardor el de rostro enjuto. —Siempre que tenga un poco de instrucción —-observó el que estaba en un rincón armándose un cigarrillo, ya que creo que apenas llegue la paz, habrá que abrir círculos juveniles de lectura y de instrucción. Hay una ignorancia que asusta. Hablan de liberalismo y de comunismo y ni siquiera saben de qué se trata —prosiguió.
María se había quedado sorprendida, ella no entendía nada de política y sentir esta conversación tan llena de pasión le había abierto un mundo diferente. Se preguntaba cómo muchachos con solamente la escuela primaria podían hablar así, no era lo habitual. Luego supo que eran grandes lectores, conocían Tolstoi, Victor Hugo, Zola y hasta Cronin.
Ella trató de demostrar interés y conocimiento, parecían nombres importantes, pero la verdad, que en su vida los había sentido nombrar. En su casa se prohibían ciertas lecturas, y para cultivo, sólo la tierra. Su abuela les tenía prohibido llevar libros a casa y les repetía sin cesar:
—Acuérdense que quien quema libros termina por quemar hombres, asi que mejor que no los encuentren en casa.
Para su familia, las féminas, menos eruditas eran mejor, ya había visto ella mujeres muy instruidas que ningún hombre las quería, prefería mantenerse ignorante pero llena de hijos, así su Toni estaría contenta con ella.
Por los pueblos seguían los rastrillajes, el teniente alemán había pasado por la casa de Lonego buscando salame y huevos como era su costumbre y había girado el billete, de manera que la máquina de alarma se había puesto en marcha, y el crujir sin piedad de la carretilla, rompía el lento pasar del tiempo.
El teniente Hanz había dicho a Luigi desconsoladamente:
-—Oh, ¡Alemania kaput!
—Y... ¿de Inglaterra qué sabe? —inquirió tímidamente Luigi
—Oh, esa no kaput, no kaput —refirió mientras se retiraba con las manos llenas, como siempre.
Luigi pensaba que ese teniente se confiaba demasiado en girar por las callejuelas, entre colinas y bosques, con tantos desertores dando vueltas, gente llena de resentimiento y acostumbrada a despellejar cerdos o cortar pescuezos de gallinas. Él se movía como si estuviera en su casa.
Luigia junto a su prima Bruna, se dirigían cada tarde a misa. Se rezaba por la paz que tardaba en llegar.
—¿Has escuchado, Bruna, lo de la Madonna de Bergamo?
-—Pues no, ¿qué se dice?
—Bueno, que cuando apareció predijo muchas cosas, sobre todo que la guerra terminará ya para la semana que viene.
—¡Vamos mujer! Son habladurías, no me imagino a la virgen viajando con el calendario bajo el brazo. Para eso podía haberlo dicho por la radio sin tener que molestarse en aparecer ¿No te parece? —dijo Bruna, riéndose —Jesús, María y José, mujer, ¿qué dices?
A medianoche se habían sentido disparos muy cerca de las casas. Bombas de mano y ametralladoras. Algunos gritos en la oscuridad habían asustado a Agnes.
Por la mañana, el mundo se despertaba como si nada hubiera sucedido y el campo exigía dedicación como cada día, indiferente a los pleitos de los hombres.
El tío Giovanni trajo el periódico que en grandes titulares decía que en Venecia habían hecho saltar el palacio Giustinian donde los SS se alojaban, por represalia habían fusilado trece rehenes encima de los restos de lo que quedaba del edificio.
El verano había llegado sin que se dieran cuenta, había sido un invierno muy difícil. El nonno era el que más lo había sentido, había empezado a usar bastón y a caminar con mucho esfuerzo. Los acontecimientos lo habían derrumbado por dentro, hombre de principios, que, a esta guerra, no la comprendía. De a poco había dejado de interesarse por los hechos y lentamente empezó a abandonarse. Ni la radio ni el periódico lo interesaban, solamente se animaba a la hora de la comida que devoraba con ansiedad. Por la mañana la nonna Annina lo acomodaba en una silla bajo un parral y allí se quedaba por horas, reflejo opaco del hombre de autoridad que había sido hasta unos meses antes. Agnes le llevaba frutas o agua fresca y al nonno una lágrima se le escapaba, única emoción que mostraba.
Si entre hombres se conversaba sobre mujeres, el nonno parecía resucitar de entre muertos, así que el tío Giovanni le propuso a Luigi que le alquilaran una mujerzuela para alegrarlo un poco. Sin embargo, Luigi, movido por la envidia, se negó rotundamente. Para sus adentros, hubiera deseado poder pagarse una él mismo, para su uso personal, ya que pensaba que a él sí que le hacía falta, no a su padre que ya estaba viejo para estas andanzas.
De a poco el nonno empezó a apagarse, las tías vieron una lechuza en la ventana y en un santiamén se pusieron a murmurar jaculatorias, rezar avemarías y letanías varias. Tal vez movidas por el miedo, ya que después del nonno tocaría a ellas. Así que, por las dudas, dieron inicio a largos momentos de plegarias.
Por la noche lo acomodaron en su cama, la respiración era agitada pero regular. Todo a su alrededor parecía inmóvil, el silencio de la noche interrumpido por algún disparo a lo lejos. La lámpara ardía sobre la mesilla de noche que en su tibia danza, acompañaba la despedida del patriarca. Era la ceremonia de la lucha por agarrarse a la vida. De repente la respiración aceleró, se interrumpió y se fue transformando en un silencioso ronquido intenso.
Luigi mandó a Félix a que llamara al cura para darle la extremaunción. Félix a medio vestir, salió corriendo hacia la casa de los Carollo. Subido a la motocicleta, lo alcanzaron hasta la iglesia del pueblo. Félix estaba feliz, aunque sabía que era un momento triste por el nonno, pero su primera vez encima de una motocicleta, era una experiencia que no podría olvidar, estaba tan entusiasmado que cuando se bajó, casi se olvidó lo que tenía que hacer allí.
—¡Ve por el cura hombre! —le gritó Don Piero.
Mientras tanto, en la habitación, las Vittoriete, apoyadas sobre el nonno, trataban de recoger la suprema ocasión para hacerle decir la jaculatoria justa.
—Jesús, María y José me asistan en la última hora.
—¡Nonno, nonno!
—Jesús, María y José me asistan en la última hora
—¡Nonno, nonno!
Agnes miraba desde un rincón, deseando que el nonno pronunciara las palabras que le abrirían las puertas del cielo.
Su padre junto a su tío, gritaron a las tías:
—¡Basta ya con eso!
Las tías enmudecieron, y el cura entró vestido con la sobrepelliz y la estola morada, presentó la cruz al enfermo y el nonno indiferente a la ceremonia se murió. Mientras tanto el sacerdote seguía rociándolo con el agua bendita:
- Aperges me... Domine... Exaudi... nos
Rino pensaba que el nonno estaría blasfemando en el paraíso, porque no había buen vino.
Las mujeres de la casa lo vistieron con su mejor traje de domingo. El cura, fuera de la casa armó un cigarrillo que ofreció a los muchachos que pitaron de gusto.
Las tres campanas tocaron su lento lamento de funeral. Casi todo el pueblo participó, mientras se caminaba detrás del carro que llevaba el cajón con el nonno, Agnes miraba a su madre y a sus tías, vestidas de negro con sus mantillas en la cabeza que repetían como autómatas:
—Domine Sancte.....
Un jeep con soldados alemanes pasó controlando si se escondían jóvenes en la procesión, ¿no sabían acaso que los muchachos no se acercaban al pueblo ya desde hacía tiempo?
Mientras se caminaba, las mujeres comentaban que una vecina había sido herida en el tren y que perdería un ojo.
Se contaba sobre los pobres ahorcados que como no morían al instante se les tiraba de las piernas. El runrún aumentaba, semejaba a un sumbido discordante. Las exclamaciones de horror surgían espontáneas, por lo que el cura levantaba la voz poniendo énfasis en los santos que nombraba, intentando acallar el murmullo.
—SAN BENEDETTO.....
—Ora pro nobis, ora pro nobis.
Los avisos públicos seguían amenazando. Exigían la presentación en la plaza de mano de obra para la TODT.
—¿Quieren aún más jóvenes? ¿y los que se han llevado a Alemania?
—Estos los quieren para trabajar por aquí y si no se presentan en la plaza esta tarde, irán casa por casa.
Claro está que no se presentó ninguno, así que de inmediato dieron inicio al rastrillaje. Llegaron a la casa de Lonego y no dieron tiempo a que la carretilla diera la vuelta, así que Rino, logró esconderse en el altillo, pero a Cesare, que no encontró mejor escondite que la estufa a leña, lo sacaron a empujones ante los gritos de Luigia que desesperada gritaba.
Bajaron hacia la plaza camiones llenos de hombres de 18 a 60 años, reclutados a la fuerza.
A Cesare lo enviaron a la montaña, no muy lejos de su casa. La Todt, se encontraba bajo presión da una parte, por otras organizaciones alemanas que reclutaban también mano de obra coata para llevar a Alemania y por otro lado las amenazas constantes de parte de los partisanos que acusaban la organización de colaboracionismo.
Cesare entró a trabajar para la Todt, le tocaba junto con otros reclutados a la fuerza, la tarea de construir zanjas y trampas para tanques. A su lado ingenieros alemanes refunfuñaban en grandes reflexiones, apoyados sobre grandes mapas. Los hombres controlados por italianos amigos del régimen excavaban.
Las obras de fosas deberían servir para proteger la retirada o para no dejar pasar los tanques ingleses que se estaban aproximando.
El ingeniero pasaba y daba las medidas al capataz de obra. Un teniente alemán controlaba que fueran respetadas y si la zanja no tenía la profundidad de 1,50 metros y el ancho de 4 metros, alguno caía fusilado allí.
Trabajaban desde lunes a viernes y dormían en las mismas zanjas, o en refugios creados en los árboles. Tenían que traerse la comida desde casa y si no se volvían a presentar, fusilaban a alguno de la familia.
Luigi creía que era mejor ver a su hijo cavando trincheras en zona y no que estuviera en alguna fábrica perdida en Alemania. Había sentido que entre la Todt y otras organizaciones alemanas había enfrentamientos por mano de obra, y éstos parecían menos violentos, hasta algunos partisanos se habían escondido entre sus filas para poder realizar las acciones de sabotaje sin grandes esfuerzos ni peligros.
Cesare tuvo suerte de que su guardián era de fácil corrupción así que, los lunes a primera hora se presentaba con un salame, un poco de queso y buen vino, entonces el alemán lo mandaba a su casa hasta el lunes siguiente. Cesare tomaba su bicicleta y volvía a su casa para retomar las tareas del campo.
-Lo ha dicho l’aradio, lo ha dicho l’aradio –gritó el primo Giuseppe.
“La octava Armada ha destruido la línea gótica en la zona
Adriática por unos treinta kilómetros”
“Por suerte, por suerte”, pensaban todos mientras se volvían a inclinar sobre la tierra.
En Thiene se había visto pasar columnas de tanques, caballos, camiones cargados de alemanes con expresiones de fatalidad. Aviones americanos les pasaron casi rozándolos, mostrándoles los dientes.
En el pueblo todos sentían que la guerra les estaba pasando encima, por un lado, esperaban a los americanos para ser liberados, y por otro sabían que los alemanes al retirarse no les dejarían regalos, y ya se había visto en algunos pueblos, razias por las casas y asesinato de testigos.
—L’aradio, l’aradio —gritó Rino.
“Hoy, por fin, las tropas americanas han entrado en tierra alemana...”
En su prisión Mario se enfermó, empezó a sentir como si un aro de metal le apretara la cabeza, como aquellos hierros que les ponían a los caballos. Ni de pie conseguía ponerse. Un centinela lo empujó para que se moviera y con gran esfuerzo lo hizo, pero cayéndose, mientras el centinela estaba a punto de darle con la culata del fusil, Mario con el aliento que le quedaba le gritó
— “Si viel krank!”, estoy enfermo, estoy enfermo.
Uno de los guardias, le tocó la frente y como vio que quemaba, dio orden para que lo echaran sobre la litera, lo que hicieron de inmediato, como quién echa la basura.
Por diecisiete días, estuvo allí tirado, con 41 grados de fiebre. La Malaria se la había agarrado seguramente en Yugoslavia, y la había estado incubando durante estos meses de prisión, ayudado por las condiciones de vida pésimas del campo y la poca alimentación. Sus compañeros entraban por las tardes y controlaban si estaba aún vivo, y al ver que temblaba como una hoja, le colocaban algunas mantas quitándoselas ellos mismos, porque no había mucho que elegir.
Una mañana mientras tocaban diana, Mario dentro su barraca, trató de sentarse en la cama y puso un pie en el suelo que ni lo sintió. Tardó unos segundos en darse cuenta de que estaba pisando el suelo. Se puso a llorar y pensó: “mañana me encontrarán muerto”.
Al otro día lo mandaron a otro barracón donde había una pequeña enfermería gestionada por enfermeros y médicos italianos, prisioneros también ellos. Al verlo llegar exclamaron -—Ni el pulso se le siente, no sé si pasa la noche.
Mario pensaba que, si pasaba una noche, pasaría dos y tres... y así fue.
Después de un encuentro en Alemania entre Mussolini e Hitler, a los prisioneros se les había cambiado de categoría. Ya no eran “Internados militares” sino “Trabajadores civiles”.
Significaba en sustancia que seguían siendo prisioneros, que por la mañana salían del campo, y por la tarde volvían. Debían realizar trabajos externos, donde se les solicitaba. Habían sentido sólo la diferencia que los guardias ya no les estaban tan encima como antes, por lo que se estaba un pelín mejor. Les habían amenazado de que no tuvieran contacto alguno con mujeres o muchachas alemanas, si esto pasaba serían fusilados de inmediato. No querían que la raza se les contaminara.
Por la mañana, los guardias los acompañaban al lugar de trabajo y los dejaban allí. Por lo menos vieron la posibilidad de moverse con una cierta libertad para robar algo de comer entre las casas, de manera que ser trabajadores civiles les había dado la esperanza de resistir, aunque dependiera de la astucia individual.
Mario había encontrado en los campos de los alrededores la verdura que le servía para sobrevivir, patatas, nabos, coles...
La tarde del 14 de septiembre del 1944 un avión inglés volaba alrededor del campo de concentración. Los prisioneros, como quién ve la misma Madonna, se habían quedado tiesos girando las cabezas a cada pirueta. El sargento mayor del campo, em:
—Vé dentro Tuxi! ¡vé dentro!
De repente, el avión en una pirueta de muerte lanzó una bomba. Cuando Mario volvió al campo, se encontró una escena de destrucción impensable. Cincuenta y tres muertos, algunos de su barraca, los encontraron hechos añicos. Mario mientras ayudaba a recoger pedazos de muertos, pensaba en su ángel que lo había salvado más de una vez, pero ¿había hecho bien?, se preguntaba.
Una mañana les dieron la orden de preparase para ir hacia otro sitio para realizar una desinfección. Con la orden de dejar la ropa, entregaron un número a cada uno. Desde allí en un tren, viajaron por cinco horas. Llegaron a otro campo, donde les esperaba una barraca inmensa. Mientras estaban en fila delante de la puerta, uno de los guardias se les acercó riendo y les dijo:
—Han cambiado las órdenes, tenemos que llevarlos de vuelta. Ya que están aquí, den una ojeada a la desinfección que les tocaba hacer.
Mario con los otros, se acercaron, y vieron un pasillo largo, a la izquierda una puerta al lado de otra, todas enumeradas que no terminaban más.
Mario se dio cuenta que era mejor salir de ahí lo más rápido posible.
Después se enteró que, si no hubieran cambiado las órdenes, les habrían largado la corriente a cada uno dentro de su pequeña habitación enumerada. Habían viajado en tren para ser fulminados. No pudo dejar de pensar en su ángel y en la Madonna que lo estaban acompañando siempre con mucha testarudez.
En Italia, los rebeldes se movían por todas partes, los campos estaban invadidos. Pasaban en pandillas. Rino conocía los nombres de cada una y los admiraba, hasta sabía los planes de sabotaje que se les iban dando. Les llevaba comida y ropa mientras se escondía en el bosque, por lo que ellos lo aceptaban. Resultaba evidente que se había hecho testigo de la distribución de roles.
Luigia preparaba siempre un poco más de minestrón para los rebeldes, que Rino llevaba a escondidas.
Por lo que se enteraba de los atentados que se realizarían, también de la ignorancia que a veces sobresalía y de la inconsciencia. También pudo darse cuenta de que algunos eran delincuentes con la justificación de la invasión.
La noche anterior Agnes con su abuela Appolonia, habían visto en la plaza del pueblo a un chico de 26 años colgado de un mástil, había sido encontrado con una ametralladora americana, por lo que lo habían fusilado de inmediato. El cuerpo quedaría allí por tres días, vigilado por dos familias de la plaza, de manera que los rebeldes no pudieran descolgarlo, porque sino las familias encargadas serían fusiladas de inmediato.
Agnes se daba cuenta que esta guerra creaba bestias no hombres. En la plaza se decía que algunos alemanes como individuos no eran tan malos, que era el sistema que los obligaba. Contaban que, durante una fusilación, los soldados se habían negado, por lo que el comandante extrajo a suerte el pelotón.
—No hay justificación alguna a la violencia —exclamó nonna Appolonia.
—Ellos se justifican diciendo que son comandantes —dijo doña Rita.
—Sí, es como si dijeran somos bestias sin voluntad y sin uso de razón —replicó la nonna.
—Dios nos salve, lo sé es absurdo. Por otro lado, los militares de todos los tiempos se comportan así. Dios nos guarde y nos salve —murmuró resignada doña Rita.
La ciudad estaba llena de manifiestos que advertían a la población que los cercos que costeaban las calles tenían que ser podados hasta no más de 25 centímetros del suelo.
Agnes dijo a su abuela:
—¡Qué tontería nonna! ¡Para qué! así no quedan bonitos.
—Es que los alemanes, mientras se van retirando tienen miedo de los rebeldes que acechan por las calles, o de fusiladas anónimas en la espalda, claro está —aclaró la nonna.
María en su bicicleta, con un “pase” solicitado en la comuna, para evitar una probable requisición de su valioso medio de transporte, se dirigía hacia Thiene para entregar algunos trajes, remiendos que le habían sido encargados que la ayudaban un poco a sobrevivir.
Era arriesgado moverse por los pueblos, pero la necesidad era más grande que el miedo. De esta manera, con su coraje juvenil, emprendió la pedaleada, tratando de hacerlo todo rapidito para estar en casa antes del toque de queda.
Llegando a la plaza de Thiene, vio algunos camiones de la cruz roja que descargaban heridos alemanes, en Asiago se había desatado una batalla agresiva contra los sublevados, pero los alemanes habían quedado mal parados con más de 450 heridos, desparramados entre Thiene y Bassano del Grappa. María había escuchado Radio Londres que lo había referido y ella estaba comprobando los resultados.
El puente había sido destruido por los insurrectos, por lo que para atravesarlo había que descender por un sendero estrecho controlado por alemanes, mientras algunos hombres de la Todt construían una pasarela para permitir a los camiones y a los tanques el pasaje.
Volviendo hacia su casa, María vio desde lejos, que desde algunas casas salía un humo negro, que llenaba el aire de olor a muerte y a terror. Al acercarse se detuvo impresionada, la gente, reunida delante de la vivienda. Los dueños habían sido arrestados, otros habían logrado escapar. Los alemanes habían echado los muebles a la calle y habían llenado la casa de paja, incendiándola. Los utensilios de cobre desaparecieron en medio de la confusión, algunas sillas y una mesa habían quedado abandonadas en un rincón del patio.
La gente comentaba:
—¡Che roba! ¡che roba!
María se movía por las callejuelas, testigo de la desesperación. Mujeres y niños por las calles aterrorizados. Desde las ventanas, bocanadas de humo negro escupían a su paso. María pedaleaba de prisa, temía por su casa, por su familia. Entró en su campo y la abuela Annina salió corriendo a su encuentro
—¡Hija!, ¡hija! temíamos por tí.
—¿Qué pasa? ¿qué pasa? —preguntó María asustada.
—Han pasado buscando a Toni y lo han revisado todo, nos temíamos lo peor, estaban por incendiarnos la casa cuando fueron llamados porque en casa de Dionisio encontraron armas americanas. Dios nos bendiga a todos, mi Dios, mi Dios...
Enseguida se sintieron los disparos, el borgo fue testigo de la fusilación de los hombres de una familia. El silencio, el angustioso silencio destacó otra vez con perseverancia la cotidiana impotencia.
María emprendía una nueva lucha de sentimientos. ¿Cómo podía alegrarse por la buena suerte de Toni, si en el pueblo en cada familia habían arrestado a alguien e incluso lo habían fusilado?
Cuando el teniente Hanz pasó esa tarde, y giró de prisa el billete, Agnes comprendió la contraseña de inmediato, corrió hacia el establo y Félix con su carretilla empezó su infernal carrera entre campos, pero fue detenido inmediatamente por un grupo de nacionalistas que le quitaron la carretilla y lo empujaron sobre la acequia cubierta de hojas humedecidas. Félix tuvo miedo, este grupo quería competir con los alemanes en maldad y cualquier excusa era buena.
Los crucchi entraron en el bosque. Desde la casa, Agnes sintió algunos disparos que la dejaron tiesa. Pensaba en su hermano Rino que se lo pasaba en el bosque. Lo había sentido discutir con su padre porque había llevado un arma a casa, porque decía que había que defender a las niñas, y por eso Agnes lo adoraba. Pero su padre le había hecho entrar en razón ya que decía que con su joven edad no se daba cuenta del peligro y que un arma no los salvaría, por el contrario, arriesgaban todos por su culpa.
Rino se sintió incomprendido, por lo que se escondió en el bosque y por unos días no lo vieron, temiendo por su suerte.
Desde la foresta habían sentido los perros de los alemanes acercarse. Desertores reunidos en las cuevas, se dieron a la fuga, algunos se escondieron en cavidades hechas en el terreno cubiertas de plantas y hojas. Rino en la confusión se vio de frente a un pelotón, pero no tenía la mínima intención de dejarse atrapar, así que corrió a sabiendas de que el bosque lo protegería. Mientras escapaba zigzagueando por entre las milenarias plantas, una bala le atravesó una pierna, sintió un golpe que lo hizo caer en el barranco. Ajeno al dolor siguió corriendo, arrastrando la pierna que se le llenaba de hojas impregnadas de sangre. Atravesó el arroyo, trepó la colina y se dejó caer hasta el río donde hizo perder sus huellas. Entró en el establo de sus vecinos, se escondió al lado del corral de los cerdos para que los perros no sintieran el olor. Se quedó entumecido esperando que los ruidos y los latidos de su corazón se acallasen.
Las campanas cansadas tocaron. El toque de queda daba inicio a otra noche más.
El frío del mes de diciembre de 1944 se sentía más que otros inviernos, la nieve había caído copiosa. El manto que lo embellecía todo, aislaba la casa de Lonedo del resto del pueblo. Las manos masculinas que limpiaban los caminos eran escasas, por lo que las chicas, junto a Luigia y a sus abuelas, cargadas de palas, habían abierto un pasaje, pero casi un metro de nieve se les hacía difícil. Luigia había mandado a Agnes y a Lina hasta el pueblo para que buscaran un poco de sal. Armadas con raquetas de nieve habían llegado al pueblo y después de buscarlo por horas lograron conseguir un poco, sucia y gruesísima, la pagaron a 250 liras el kilo. Cuando su madre se enterara le agarraría un infarto pensó Agnes que le parecía escucharla —¿la sal? ¿qué cuánto les ha costado? ¡Porca miseria!
Mientras se ponían las raquetas para volver a casa, Agnes leyó los anuncios que cubrían el pueblo:
“......quién no entregue las armas será fusilado en dónde se lo encuentre…”
Agnes sabía que nadie lo haría.
El año se despidió con grande alboroto, aviones que pasaban a pique hacia Vicenza, bombas que caían cada dos por tres, sirenas que se escuchaban a lo lejos, ruido de vidrios rotos, disparos y gritos en la profundidad de la noche.
Agnes a sus trece años, en el silencio obligado de la noche, envolvió sus pies en un ladrillo caliente. Bajo la luz de la lámpara a petróleo, tomó la pluma y escribió. Sus manos trepidantes hablaban.
1945
Aquella mañana fría de enero las chicas juntaban leña en el bosque, cuando sintieron pasar flotillas de aviones hacia Vicenza. Las raquetas de nieve no les permitían una carrera veloz, pero cuando llegaron hasta la parecita de la Villa quedaron tiesas con las cabezas hacia el cielo, miles y miles de aviones surcaban el firmamento dibujando aureolas de humo blanco. Allí estaba también Pippo que osaba hostilidad en perfectas piruetas. Tétricos pintores en aquel cielo azul limpio y cristalino.
Algunos cazas bajaron a pique con cierta elegancia que a las niñas provocó un gemido de admiración. Sus bocas lanzaban vapores calientes en el aire espumante de la mañana tratando de contar los infinitos aparatos.
Cómo podían esos pájaros metálicos de gran belleza, lanzar cargas de muerte y sangre. El rumor de los motores hacía eco a las voces de las niñas. —¡Cuántos! ¡ cuántos!
Luigia por el sendero de las mulas, llevó a Rino unas botas y algún abrigo. El médico partisano le había extraído la bala que, por suerte, no había hecho grandes daños. El se limpiaba la herida y se curaba solo. Junto a sus amigos permanecerían escondidos en el establo hasta que mejorara.
A Agnes le tenían prohibido ir a verle, ya que el riesgo de que fuera descubierto era enorme. Luigia habría preferido tenerlo en su altillo ya que lo consideraba más seguro, pero la herida no le permitía el traslado, confiaba en que sus plegarias fueran escuchadas.
La radio seguía señalando los arrestos diarios, en cada ciudad se detenían hombres con cualquier excusa, hasta el obispo se había quejado. En los hospitales seguían llegando heridos donde las amputaciones estaban al orden del día, hasta los niños por recoger bombas mariposa, llegaban con algún miembro hecho añicos. Luigi les tenía prohibido a las chicas que recogieran cualquier pedazo metálico que encontraran, y ellas bien lo sabían.
Por las calles seguían pasando alemanes, en motos, en camiones, hasta en bicicleta. En el pueblo velocípedos ya no quedaban o estaban bien escondidos porque si los veían se los llevaban.
Hasta a todos aquellos que tenían permiso para deambular con su propio medio de transporte, se los habían requisado y claro estaba que a María se lo habían terminado por expropiar.
-L’aradio, l’aradio –llamó casi murmullando la tía Agnese.
-Que los rusos han pasado la frontera austriaca –dijo la nonna Annina.
-¿Qué termine para Pascua? –inquirió con esperanza Luigia.
-Ni para Pascua ni para la octava –refunfuñó la tía Agnese.
La nieve se fue derritiendo bajo un pálido sol, alemanes marchaban y marchaban, no se sabía desde dónde venían ni hacia dónde iban. En el pueblo se comentaba que volvían del frente y que tendrían que pasar el Brennero pero que no lo lograban, por lo que siendo bloqueados como ratones en trampa, cambiaban destino en un santiamén.
Luigia rezaba, Luigi blasfemiaba, y el campo indiferente a las razones humanas, pretendía su rutina.
El 21 de abril de ese año, Mario había sido despertado antes de que amaneciera. Entraron en su barraca un grupo de la SS gritando -¡Los, los!¡Schnell!
Los rusos estaban en la ciudad, por lo que habían decidido vaciar los refugios, y en grupos amenazadores, los iban empujando hacia el centro de la ciudad. El frío penetraba en los huesos, y algunos heridos se iban arrastrando como espíritus en pena.
A medida que avanzaban, Mario empezó a divisar en los faroles del camino, cuerpos colgados a los que se les escapaba la vida. El miedo se fue apoderando de él.
-Cuà i ne copa prima o dopo –le murmuró un compañero de prisión.
Se dieron cuenta que terminarían igual que ellos, por lo que decidieron huir en cuanto se les presentara la ocasión.
Costearon en masa un grupo de casas destruidas por las bombas, donde las paredes en ruinas apenas se mantenían de pie. Mario empujó a su amigo, dejándose caer en una especie de sótano, rodando como bolsas de patatas entre escombros y ratones. Otros, aprovechando la confusión, les siguieron. Se vieron amontonados, asustados hasta de respirar, con la seguridad de que serían descubiertos. Se quedaron allí, casi tiesos por tres días. Afuera, en los alrededores se escuchaban disparos, bombas, granadas que explotaban, gritos en alemán y en ruso. A Mario le pareció el fin del mundo.
El tercer día se animó y asomó la nariz junto a otros dos que como él ya no soportaban no saber. Se movieron entre escombros, en una ciudad fantasmal. El olor acre penetraba en los sentidos.
Al dar vuelta la esquina se encontró de frente con una patrulla de SS con las ametralladoras en posición, listos para acribillarlos.
—¿Qué hacen escondidos? ¿para pasar con los rusos y dispararnos? —dijo uno de ellos.
¡Nein! ¡Nein! No, No dijo Mario tratando de explicarles que no sabían hacia donde ir.
—¡Todos afuera! —gritaron.
Mario pensó que los fusilarían a todos, pero una vez en fila, empezaron a revisarlos, sobre todo a los que más temblaban, tal vez porque los pensaban espías o que escondían alguna granada. Mario trató de mantenerse quieto y sereno esperando que sus ángeles protectores no estuvieran distraídos.
Los hicieron correr a través del bosque, y mientras se alejaban, iban dejando el rumor cacofónico de las balas. De repente, hacia adelante, sintieron el ruido de una katyusha que escupía rayos consecutivos de muerte. Los alemanes se enfrentaron a los rusos que, se les vinieron al ataque, lograron solamente sacar sus armas blancas y mientras se enredaban en una lucha de supervivencia cuerpo a cuerpo, los italianos se desparramaron como pudieron. Mario alcanzó a salir del bosque y sin ni siquiera mirar atrás, se arrojó en otras ruinas que le salvarían el pellejo.
Pasó algunos días escondido entre casas destruidas. Junto a otros de igual destino empezaron a buscar comida, revisándolo todo. Se cruzaron con alemanes vestidos de civil que buscaban refugio. Pasaron algunas noches en una casa con mujeres, soldados alemanes escondidos como ratones y unos quince italianos, todos amontonados, a sabiendas que la guerra se estaba desgranando, pero que les dejaría profundas secuelas.
Una mañana una patrulla de rusos entró de golpe rompiendo a patadas la puerta:
—¿Quién es alemán —preguntó
—Aquel —dijo uno de los italianos, señalando un muchacho que temblaba como pollo mojado.
—¿Llevas pistola? —inquirió el teniente ruso.
Mientras negaba con la cabeza, extrajo su arma, y la patrulla rusa lo acribilló allí mismo.
Mario pensó que podría haber dicho la verdad tal vez se salvaba la vida. Cuántas muertes tendría que seguir viendo, para cuándo el final —se preguntaba, ya sin ánimos ni de asombrarse.
Unos días después el comandante alemán en Berlín, sin armas ni víveres, entregó la ciudad a los rusos que hicieron de ella lo que quisieron.
El frío atardecer en Lonego reunió las mujeres en el establo. Las madejas de lana en los brazos de Lidia se iban deshaciendo en rítmicos ochos y el ovillo en las manos de Agnes crecía. Una pelota de prolijas hebras. El tío Giovanni les había procurado una radio que las mujeres absorbidas escuchaban:
“Los militares del Distrito han escapado...” “Noticia no oficial desde Alemania: se ha producido el encuentro entre tropas angloamericanas y rusas... Se espera el anuncio oficial mañana en la conferencia de San Francisco...”
—¡Qué Dios los mande! —exclamó la nonna Annina.
—¡Santa María Purísima, sálvanos! —elevó una oración Luigia.
Agnes por la noche a la luz de su lámpara escribía, sus hermanas con el rosario en la mano rezaban. Sobre sus cabezas los aviones no dejaban de pasar, y por todo el mes, la música había sido la misma: zumbido de motores, caídas a pique, rayos de luz, bombas y ametralladoras. Sonidos que se alejaban o se acercaban aumentando el terror.
El miércoles por la mañana, Luigia mandó a las niñas a la escuela, pero con miles de recomendaciones, ya que si veían movimiento extraño debían pegar la vuelta.
De modo que las niñas, calzando sus suecos de madera, emprendieron el camino hacia la escuela, evitando el bosque, que era refugio de desertores, partisanos y hasta de alemanes en fugaz huida. Por la carretera se encontraron con soldados alemanes que trataban de vender sus pertenencias, casi todas robadas, para viajar más livianos, algunos quitaban de prepo las bicicletas al ingenuo pasante, otros descalzos por haber atravesado el río andaban desesperados en busca de calzado. Unos preguntaban por el camino hacia Vicenza, otros buscaban Bassano del Grappa, pero algunos alemanes de vuelta comentaban -camino kaput. Se los veía sucios, cansados y resignados.
Agnes escuchaba a la gente:
—Los eventos están precipitando —decía el panadero.
—Ojalá sea rápido —murmuró una señora.
—Quizá esta semana —dijo otra
—Los patriotas partisanos han dicho que tenemos que estar tranquilos que ellos nos protegen —comentó doña María.
—Si, pero hay muchas bandas negras dando vueltas y armados hasta los dientes —comentó el herrero.
Agnes quedaba embelesada ante los aeroplanos llamados “los mosquitos”, daban vueltas y vueltas encima de ellos con sus armazones nuevos y elegantes, con su fuselaje doble de un blanco puro como la nieve. Para la gente estos mosquitos eran de buen augurio. Parecía que, así como las gaviotas anunciaban la cercanía del mar, éstos anunciaban la llegada de los ingleses.
Al llegar a la escuela, las niñas la encontraron cerrada, como también vieron que los negocios se apresuraban a cerrar las persianas. Había tocado la alarma general, pero la gente se reunía en pequeños grupos para comentar, para darse esperanzas. Agnes lo quería saber todo, aunque Lina la empujara hacia casa. Una señora desde una ventana les gritaba —¡niñas! a casa... rapidito, rapidito.
Algunos grupos de alemanes, cargados con inmensas mochilas, apoyados a bastones, caminaban de prisa, en silencio. Pequeños niños indiferentes, jugaban en los patios bajo el pálido sol de abril.
Por la tarde las calles estaban desiertas. Los únicos que se veían eran soldados alemanes en busca de ropa civil, y de bicicletas.
La gente se encerró en las casas trabándolo todo por dentro. La caza de bicicletas y de objetos de valor de parte de estos fugitivos se estaba haciendo cada vez más violenta. Usaban amenazas y armas.
—Han entrado en la casa de la Rosalina, que la pobre no tiene nada, y como no hallaron nada útil para llevarse, le dispararon al marido —comentó la nonna Appolonia.
—Jesús, María y José, no se contienen, peor que bestias.
El terror atravesaba las paredes de las casas, patrullas de cuatro soldados iban casa por casa, golpeaban las puertas con la culata del fusil o las abrían a patadas.
Luigia cubrió la puerta con un pesado mueble y se escondió en el altillo junto a las niñas.
Entraron a la casa de la tía Amelia, les vaciaron los cajones y se llevaron los anillos de oro que la tía no había querido entregar a Mussolini.
En la casa de las Vittoriete lo habían revisado todo y ellas en coro no dejaban de pronunciar las letanías, así que no se supo si no encontraron nada, o se hartaron de escuchar los lamentos en latín, que, renunciando, se fueron de inmediato. En otras casas se llevaron salames, vino, hasta pedazos de bicicletas que armaron como pudieron.
Se respiraba el mismo clima de incertidumbre del 8 de septiembre solamente que antes los alemanes estaban llegando ahora se estaban yendo, pero el miedo era el mismo. A las 23.05 el tío Giovanni encontró una transmisión francesa:
“ À l’instant on nous annonce la prise de Verone”
–Han tomado Verona, han tomado Verona —gritó contento el primo Giovanni.
—L’aradio, l’aradio... los americanos —las niñas bailaban.
La radio VIII Armada seguía repitiendo las noticias y las ampliaba con grandes efusiones, intercalando el himno de Mameli, de Garibaldi, del Grappa, del Piave...
El sábado 28 de abril, Toni pasó en bicicleta diciendo que los americanos ya estaban en Vicenza y que en cualquier momento entraban en Thiene.
Estaban hartos de estar encerrados en casa, con alemanes que seguían escapando y tirando al suelo las puertas, ya no quedaba nada en las casas, pero seguían revolviéndolo todo.
En Thiene las calles estaban embanderadas. En el pueblo la gente se había reunido en la plaza, La camioneta con la radio acababa de llegar gritando la buena nueva. Un grupo de patriotas habían entrado en la casa del fascio.
-Las tropas inglesas llegarán dentro de una hora –se repetía.
Las campanas tocaban, tocaban de júbilo.
Los americanos hicieron su entrada triunfal, la plaza los recibió con aplausos, banderitas. Con los dedos en alto hacían la señal de victoria.
Los ingleses se iban asomando por las ventanillas de sus enormes vehículos regalando a los niños caramelos, chocolatines y chicles. Las jovencitas los rodeaban y con golpecitos en la espalda les decían:
—¡Bravi! ¡ Bravi!
—¡Benedetti, siete venuti a liberarci!
Algunos soldados sentados sobre los tanques repartían cigarrillos. Otros sin cascos y sin fusiles sacaban fotos. Las mujeres movían al viento sus pañuelos saludándolos en un abrazo de liberación.
Aeroplanos pasaban sobre ellos, algunos miraban aún con cierto temor, pero la mayoría les sonreía.
-Por fin libres, de nuevo podemos sentirnos hombres libres – dijo Toni a Cesare que habían ido hasta Thiene, no podían perderse el volver a la vida.
La nonna Appolonia pensaba en su hijo, estaría vivo se preguntaba. La radio decía que los aleados rusos avanzaban en Alemania y que iban recibiendo poca resistencia alemana.
En la casa de Lonego, la luz volvía de a poco y ver por las noches las luces del pueblo encendidas, volver a moverse en bicicleta sin temor, y poder regresar a casa sin preocuparse por el toque de queda, les parecía a todos un milagro.
Le Vittoriete en el capitel de la esquina depositaron flores y rezaron el rosario agradeciendo a la Madonna su protección.
El martes 8 de mayo de 1945 la radio celebró la victoria oficial de los Aleados contra los nazis.
Solamente escuchando la radio se tenía la sensación de algo muy grande porque las palabras estaban acompañadas por himnos, toques de campanas, marchas militares y Te Deum de agradecimiento.
A Agnes le impresionó mucho las miles campanas de Londres que tocaban a la vez, era como hacer sentir su voz en todo el mundo. Las campanas de las ciudades y de los pueblos se unieron al canto metálico de júbilo.
El 8 de mayo de 1945, en Alemania, los prisioneros italianos pasaron en manos de los rusos.
Mario junto a otros prisioneros, fue trasladado a pie, vigilados por patrullas rusas, a unos cuarenta kilómetros de la ciudad donde estaba. Mientras caminaban atravesaban trincheras, tanques rusos incendiados, muertos por doquier, destrucción y dolor.
Fueron colocados unos tres mil prisioneros en una zona de casas bastante enteras. Mario junto a otros veinte, compartían una vivienda con huerto, y un cerco de grosella por lo que le pareció un verdadero lujo.
No sabían nada del destino que les esperaba, se preguntaban unos a otros si les mandarían de vuelta a Italia o tal vez a trabajar en Siberia. Ninguno se animaba a pensar en semejante suerte.
Todas las mañanas los rusos les daban una rebanada de tocino y un trozo de pan que les duraría para todo el día.
Mario se las había arreglado para ir por las noches a los campos a robar patatas, aunque aún un poco crudas le habían parecido un manjar, si bien arriesgaba a que los dueños le dispararan.
A diferencia de los alemanes, los rusos, ni los vigilaban, ni les hacían trabajar, por lo que Mario se las ingeniaba como podía. También construyó una honda para ver si lograba cazar algún pajarraco que con tanta confusión hasta ellos habían emigrado.
Los rusos habían formado equipos de trabajo voluntario, Mario el primer día se presentó, acostumbrado a los malos tratos de los alemanes no quiso arriesgar. Tuvo que cargar trenes con destinación Rusia, con todo lo que se podía, grano, bicicletas, animales, lo que fuera, se lo llevaban todo.
Detrás suyo un cabo de maneras rudas, le gritaba -¡davàj, davàj!
—¿Qué buscas que te asciendan gracias a mi? –le echaba en cara Mario
—¡khorošó, khorošó! –le respondía sin entender nada de lo que le decía.
Por lo que Mario pensó que no lo verían de nuevo trabajar para ellos. No se dejaría engrupir más. Esa fue la última vez que lo vieron en faena alguna. Se dedicaría a su propia subsistencia, la caza de alimento para resistir al hambre.
Un día Mario junto a un compañero, se habían trepado a una planta de cerezas, y mientras comían de prisa, casi sin escupir el carozo, dos rusos se les aparecieron debajo de la planta apuntándoles con la ametralladora. Mario con los frutos que se rompían en la boca, dejó de tragar, y con gestos desesperados les rogó que bajaran las armas.
—¡Qué se han vuelto locos! ¡Vamos hombres bajen las armas!
Los hombres se miraron y les hicieron señas para que les arrojaran unas cuantas frutas. El más joven exclamó:
—Ahora se han vuelto camaradas, antes nos disparaban cuando estaban con los alemanes.
Su compañero sacó del bolsillo una foto de la familia en Italia y se la mostró diciéndoles:
—Me tocó venir, me tocó venir.
Hablando un poco en ruso y un poco en alemán, el más joven les dijo que tuvieron suerte por haberles encontrado a ellos, ya que, si se hubieran chocado con sus compañeros, aquellos que venían de Mongolia, no habrían salvado el pellejo.
La verdad que de los mongoles se contaban anécdotas de locos, se quitaban las bicicletas y se disparaban entre ellos por el solo gusto de divertirse. Mario no podía dejar de pensar en la Madonna y en sus ángeles protectores que aún por la enésima vez lo habían cobijado.
Por la mañana mientras les repartían el pedazo de pan, el teniente ruso, les comunicó que prepararan sus mochilas que al día siguiente se los mandaba de vuelta a Italia. La alegría fue tan grande, que hasta el pedazo de pan adquirió otro sabor.
Mario subió al tren junto a otros mil quinientos soldados desnutridos como él. Una locomotora delante tiraba los vagones y una detrás empujaba.
El viaje se volvió interminable, pero mientras estaban en manos rusas, cuando el tren se paraba podían bajar y cocinarse algo o estirar un poco las piernas. En cambio, cuando el tren pasó en manos de los americanos la disciplina se volvió excesiva otra vez.
—A ghemo finìo di far sagra —comentó su compañero de asiento.
Si bajaban del tren les disparaban. De todos modos, Mario apreció el hecho de que los americanos les hicieran un control médico. Armaron unas tiendas, los bajaron del tren, los pusieron en fila desnudos, y uno por uno fue controlado por un médico.
Volvieron al tren, en su lento andar fueron atravesando campos, vieron campesinos acurrucados en las enormes extensiones, como rogándole a la tierra alimento. Las mujeres con las espaldas curvas le trajeron recuerdos de casa.
Las palabras de su madre retumbaban -la tierra es una padrona baja y tienes que inclinarte hacia ella.
El tren se detuvo en una estación perdida en la llanura, el maquinista se retiró.
El tren no partió hasta la llegada del nuevo fogonero el día después. En una sosegada marcha siguieron atravesando campos, ciudades y pueblos destruidos. Vieron carros y vehículos cubiertos de bultos andando casi sin meta, hasta que después de cinco días llegaron a Italia.
Al atravesar la frontera, a Mario se le llenaron los ojos de lágrimas, desde allí fue trasladado hasta la ciudad de Bolzano donde algunos voluntarios les estaban esperando con un plato de minestrón abrasador. El primer plato caliente que tomaban desde semanas.
Durante el mes de febrero de 1945, mientras se iba acercando el colapso de Alemania, en la ciudad de Bolzano empezaron a llegar, como podían, numerosos prisioneros italianos, algunos abandonados a su suerte ya que enfermos, otros que habían logrado escapar de algún campo de concentración. El único estímulo que los movía era el de volver a sus propias casas.
De esta manera, la ciudad se vio invadida por estos moribundos que llegaban a la rastra, por lo que, de manera clandestina, se formó un comité de asistencia ex prisioneros, con el fin de cuidar y otorgar, dentro de las modestas posibilidades del comité, alimento caliente, dinero y prendas de vestir.
Al terminar el conflicto después del 3 de mayo de 1945, dada la liberación de la ciudad de Bolzano, se inició el verdadero transporte de los ex internados provenientes de Alemania. Casi todos agrupados en Innsbruck, llegaban hasta Bolzano en camiones o en ambulancias de la Cruz Roja. Desde allí, después de una breve estancia, proseguían hacia los lugares de residencia.
Día a día iba creciendo el número de prisioneros italianos que descendían a través del Brennero, por lo que en la ciudad se vieron obligados, la Cruz Roja junto al cuerpo de liberación Nacional, a crear un Centro de Asistencia de Repatriados (C.A.R)
En la plaza al lado de la iglesia de Cristo Rey, los jefes de columnas, sacerdotes o encargados de la comisión pontificia, se dividían la tarea de agrupar a los recién llegados.
Cuando Mario puso pie en el playón vio izado, en algunos palos de la iluminación pública, grandes carteles con indicaciones. Un altoparlante gritaba:
“Repatriados atención! ¡Presentarse delante de la puerta en fila de a dos para retirar el abono víveres! ¡Les recibe en este campo el primer saludo de la Patria!
Este es un campo de tránsito y de clasificación donde se quedarán por pocas horas. Recibirán todo lo que necesiten, es decir: víveres, ropa, alojamiento y cualquier asistencia que requieran. Todos los oficiales se presenten a la Dirección para obtener abono comida. Se requiere disciplina, no se amontonen. Para la salida se les avisará con tiempo...”
“ ¡Atención! ¡Atención! Este es un campo de tránsito. Tienen que formar grupos separados bajo los distintos carteles: el primer grupo comprende todos los repatriados con destinación Liguria, Piamonte, Lombardía. El segundo grupo comprende los repatriados de las tres Venecias, el terc.....”
Mario después de haber comido y dormido un poco, se dirigió de prisa hacia el cartel de las tres Venecias, no quería perder un segundo más, como él, se fueron amontonando delante de los camiones, un gran grupo de soldados.
—Con disciplina y calma, orden, orden —gritaba un hombrecito de gran vozarrón.
—Precedencia a los enfermos –gritaba otro desde el camión.
El altavoz mientras tanto resonaba:
“Se cargarán los camiones según el siguiente orden: primero se dará precedencia a los enfermos, luego a los internados políticos y a los prisioneros, por último, se cargarán los trabajadores deportados y los trabajadores voluntarios. “Se ruega a los repatriados que dejen noticias sobre la suerte de otros detenidos y si poseen documentos o información sobre el estado de la prisión donde han estado dejen constancia”.
Mario llegó a Vicenza. Nadie lo esperaba.
Desde allí, una camioneta que transportaba cereales lo acercó hacia Thiene. Se dirigió hacia su pueblo, a pie. Al atravesar el puente, a lo lejos, divisó la Villa que imponente lo vigilaba todo. Mario sintió olor de hogar, y un nudo se le armó en el estómago. Retomó el camino rumbo casa cortando por los campos.
En el sendero Agnes y Lina empujaban a unos gansos que su madre había adquirido en cambio de unas cuantas botellas de vino. A las niñas no les eran tan simpáticos estas bestias casi tan grandes como ellas, ya que con sus picos anaranjados soplaban graznidos de terror, con la clara intención de mandarlas.
Mientras se esmeraban por llevar hacia el arroyo las testarudas aves, Agnes vio con asombro a un hombre que se acercaba, como si llevara encima el peso del mundo. Le parecía muy viejo, ictérico con la piel de pergamino.
El les pasó al lado esbozando una sonrisa, las niñas se miraron y se preguntaban.
—¿Quién sería ese anciano que iba hacia su casa?
Mario llegó hasta la fuente, a la rastra movía sus treinta y siete kilos. El viejo patio lo invitaba a entrar. Se sintió paralizado por la emoción. Las rodillas le flaqueaban.
Se acercó casi a hurtadillas. Desde la pequeña ventana de la cocina, la débil luz de la tarde se colaba. Se asomó ansioso, y allí la vio, su madre inclinada hacia la estufa que preparaba la polenta. Quiso llamarla, pero emitió solamente un graznido. Probó de nuevo y con voz acatarrada dijo:
—¡Mamma!
Los días que siguieron, a Mario se le volvían a presentar las angustias diarias ya vividas. Se encontró con una esposa que no lo reconocía y con un hijo de 7 años que lo rechazaba. Mientras recuperaba fuerzas físicas, con habilidad, su campo producía frutos puros mientras que en su interior los recuerdos creaban raíces como telarañas metálicas que le atravesaban el alma. Tal vez la esquirla de una granada se le había quedado enterrada en el corazón y lo perforaba por dentro.
Lo peor para él, como para todos los que volvieron, fue la indiferencia de un pueblo, no fueron recibidos ni siquiera comprendidos.
El gobierno reconocía oficialmente la contribución de los partisanos en la guerra de liberación, mientras que Carabineros e internados militares fueron ignorados, una indiferencia que hería en lo profundo.
El Estado italiano, de la misma manera que se había comportado el Tercer Reich, no los consideró prisioneros de guerra, de consecuencia sin derecho a pensión alguna.
La sociedad toda le exigía a Mario que olvidara, que enterrara sus recuerdos como se hacía con las patatas, ¿no sabían acaso que, cancelando la memoria del pasado, el futuro se volvería pequeño o les sería nuevamente, arrancado por otros?
Córdoba 1969
Un suave resplandor la despertó. El amanecer se colaba por entre los resquicios del balcón entrecerrado.
Se quedó allí un rato tratando de descifrar los primeros sonidos de la mañana. Franz se inclinó sobre ella, desenredó las sábanas y recorrió la piel de su vientre con la yema de los dedos. Sus párpados volvieron a caerse, aquellas manos hablaban un lenguaje de secretos que apenas se desvelaban.
Él logró con su desmedida pasión, que ella dejara atrás la estrecha armadura en la que había metido su cuerpo.
Cuando la besaba, de sus labios, escapaba una promesa que la arrastraba hacia lugares desconocidos.
Agnes se perdía en su cuerpo, su contacto le traía infinidad de sensaciones que como una improvisa riada pasaban de la ternura más suave a la locura más furiosa.
Descubrió que lo que el cura de su pueblo condenaba inexplicablemente, para ella era plenitud.
Los falsos tabúes la habían aprisionado y se daba cuenta que la educación recibida estaba llena de hipocresía.
Franz se presentó en su vida de repente, entre sonidos de pitos y flautas. Había asistido al corso de Unquillo. Había sentido nuevamente la música, el baile, el ritmo, la vida que la atravesaba.
Desde una confitería, a un lado de la estancia, bajo los esbeltos ventanales que dejaban pasar la luz del exterior, Agnes se sentó en una mesa desde donde podía contemplar el espectáculo. Entre el bullicioso tumulto que provenía de la calle, y el alegre deambular de la gente, divisó un hombre muy atractivo, que no le quitaba los ojos de encima. Cuando las miradas se entrelazaron, él cruzó la avenida, indiferente al aglomerado que se movía en una única danza, entró en el local. Alto y fornido, de esos que, por su linaje genético, podían hacerse pasar sin dificultad por europeos.
Con esa certidumbre de quienes saben que su aspecto físico les allana cualquier camino de esta vida sin dificultades, extendió una mano, con ademán disciplinado le dijo:
—Permítame presentarme, soy Franz, para servirle.
Mientras hablaba se arrellanó en el sillón a su lado, ante la sorpresa de Agnes, que sin darse cuenta de lo que estaba pasando le contó su vida. Él había captado su vulnerabilidad, como si se hubiera percatado que le afligía una cierta culpabilidad.
Se incorporó serenamente de su asiento, con una sonrisa que atrapa, le tomó una mano y la llevó a conocer la vida, a desatarse de esos lazos que desde que había llegado a Argentina la habían tenido atada.
Ella le devolvió la sonrisa que concede y se abandonó sin fuerzas a ese hombre que prometía ebriedad y libertad.
Se notó compartiendo con él momentos de frenesí, la ayudó a sacudir años de reglas y límites.
Franz era un galán muy apetecible, ponía toda su guapura, aire mundano y clase para hacer que sus elogios le llegaran mejor. Ella se sentía única en sus brazos, era incansable, gran trasnochador, amante del buen comer y del buen vino. Amaba cada mañana amanecer a su lado.
Mientras la cafetera silbaba sus últimos hervores y el aroma del café ascendía las escaleras de caracol, ella recordaba con ternura y pena la llegada a Villa Rivera Indarte de esa jovencita que había dejado atrás, asustada, llena de coraje y de incertidumbre. Su tío Severo, casero del Juez Vexenat, logró por su mediación, ser tutor de la menor, a la que llamarían Inés, para que le permitieran el ingreso al país. Un cambio de identidad necesario para que pudieran pronunciar mejor su nombre.
La burocracia la había tenido en prisión por una semana, en la casa del inmigrante, con la angustia de su hermano Félix que no lograba acercársele.
Al final, el viaje en tren hasta Córdoba, donde el paisaje le había cerrado el estómago, estas profundas inmensidades se perdían en el horizonte, sentimientos claustrofóbicos la asfixiaban, añoraba sus montañas, sus bosques... ¿Dónde había caído? Se preguntaba con insistencia. El alma le había vuelto al cuerpo al atravesar con el autobús “la calera” la avenida Rafael Nuñez y entrar en las arboladas calles de Argüello. La vista de las montañas le hizo sacar la cabeza por la ventanilla para eludirse que respiraba un poco de aire de casa, si bien los vapores calientes de una sequía que perduraba la despertaron a la realidad.
Bajaron del autobús que partió deprisa, dejando una nube de polvo. Agnes sintió el sol que rajaba la tierra seca pero el abrazo con su hermano Rino, que no veía desde hacía dos años, la refrescó y le apagó la añoranza.
En la casa de su tía Italia, la mujer del tío Severo, no duró mucho. La profunda amistad que entabló con sus primos puso a la tía en alerta, la alegría que le reservaba a los muchachos, con ella se volvía témpano.
Una tarde a Agnes se le ocurrió colgar sus prendas íntimas en el tendedero enfrente de la casa, como de costumbre en su pueblo. La tía al verla la regañó:
- ¡Pero mujer!, ¿qué no tienes pudor?
- Es que, colgaba solo la ropa –balbuceó tímidamente.
- Recoge las prendas inmediatamente y cuélgalas en el fondo del patio, ¿no te han enseñado las reglas de la decencia? —sentenció.
Ni las Vittoriete tenían tanta ceremonia, -pensó Agnes descolgando la ropa sin comprender nada.
Los días pasaban y Agnes no lograba contribuir con la economía de la casa, si bien se esforzaba por colaborar con las tareas de la cocina o del huerto, éstas, en cambio, no le venían reconocidas, por el contrario se le destacaban los errores, por lo que Agnes después de unos meses allí, dudando de sus propias cualidades, se encerró en sí misma. Deseaba con ardor que su nonna Appolonia estuviera con ella.
¡Cuánto amaba su cocina, cuánto le gustaban sus remiendos!
La tía, apenas pudo, le encontró una ubicación lejos de su casa.
Se volcó en su trabajo, sus hermanos trabajaban en la ciudad por lo que ella, en su pequeña habitación, desenvolvió la máquina de tejer, compañera de viaje por mar y por la vida. Armada de tijeras, metro, hilo, aguja y algunas madejas de lana que había traído de su pueblo, empezó a tejer, y mientras los hilos se entrelazaban, también lo hacía el terror, la soledad y las heridas que quemaban aún más. Su única compañía, una araña, que en un rincón tejía deprisa, y como ella, se empeñaba en cumplir su destino sin miramientos. Cayó en la cuenta de que el exilio la había fortalecido, le estaba eliminando la debilidad, y la ayudaría a conquistar la libertad tan deseada.
La mujer del juez le encargó un pulóver para su nieto, lo que a Agnes le emocionó. Las manos le temblaban, era su primer trabajo, y de su calidad dependería su futuro. Sabía que tenía que conquistar esta clienta, caída del cielo. Encargó a su hermano que le trajera de la ciudad una madeja de lana inglesa de la mejor calidad que encontrara, así con los pocos instrumentos que poseía, trabajó toda la noche, hasta que, por la mañana, cerró las piezas con invisibles costuras, que dejarían satisfechas hasta a su nonna Annina.
La zona donde vivían estaba rodeada por quintas de verano, donde familias adineradas pasaban sus vacaciones. Agnes empezó a recibir clientas durante la bella estación, en las quintas, se había corrido la voz de que una italiana tejía maravillosamente bien, reproduciendo modelos europeos a la perfección.
Agnes, a regañadientes aceptó la sugerencia de su tía para que fueran juntas a la ciudad. La búsqueda de la materia prima, necesaria para emprender el oficio, para el que se había preparado por tanto tiempo, era indispensable. Por otro lado, no le quedaba otro remedio, no le habría permitido ir sola a la ciudad. Caía en la cuenta de que la tía Italia poseía la destreza con el idioma que no le pertenecía a ella. Además, se daba gran maña con los turcos que ejercían en la calle Ituzaingó. Hábiles y ávidos comerciantes.
La tía como gran conocedora de puntadas y hebras, la hizo sumergirse en un mundo de lanas e hilos que Agnes en su vida había visto, el mercado de su pueblo, donde la carestía era patrona, se soñaba la variedad de mercadería que existía allí, proveniente de todas partes del mundo, ovillos, madejas, roquetes. Colores, texturas, olores a serafina que enhebraban los sentidos.
Le hubiera encantado que su hermana Lina estuviera allí.
Su tía se movía entre los mostradores rechazándolo todo.
Agnes pensó que nada respondería a los estándares de calidad de su tía. Después de horas de revolverlo todo, y de recorrer cada rincón de la larga y estrecha calle, un turco más empecinado que ella logró venderle las madejas que más se aproximaban a su pedido.
La experiencia le había servido, desde ese momento Agnes habría echado manos en el asunto.
Recordaba aún con emoción, el día en que el tío Severo les dijo que había un buen negocio, que tendrían que aprovecharlo de inmediato. La casona de la esquina, enfrente del Hotel Sorrento se vendía, terreno adyacente y local con pista de baile, suficiente para emprender algún negocio. Hacía ya algunos años que estaban en suelo argentino, y el momento era propicio, aunque la deuda contraída con un usurero de la peor especie los acompañaría por un eterno período, así lo hicieron. La casa de la esquina del 14 fue de ellos, se la compraron a los Courier que tenían prisa por vender.
No contaba ella con las bromas del destino, se había ilusionado de que su hermano habría mantenido sus sueños y sus promesas, en sus cartas le había repetido cien veces la intención de poner un restaurante donde cocinarían juntos, pero al no llegar Lina y en su lugar Félix, se produjo un cambio en el humor y en las decisiones de su hermano.
Ya sabía ella que tendría que mediar entre sus hermanos, aún le pesaban las palabras de su madre:
—Tú eres la mujer y tienes que mantener la armonía entre ellos, sabes que son como el agua y el aceite –exclamó cerrando el discurso, llenándola de responsabilidad.
Claro que Agnes lo sabía, pero no podía saber que las nuevas relaciones entabladas por su hermano podían arruinarle sus planes, y esto fue para ella como una nueva traición.
Algunas veces la llevó al centro de almaceneros donde organizaban bailes, pero su hermano ya no quería acarrear con su hermana y menos que menos con Félix que consideraba el baile y las amistades pérdida de tiempo.
La hermandad duró lo que una primavera, mantuvieron algunos momentos de exclusivo encuentro, como queriendo mantener viva la hoguera de Lonego, pero los tres se fueron abriendo a la nueva sociedad participando a la movida vida local.
Rino cada mañana viajaba en “La calera” hasta la ciudad donde trabajaba en una carpintería, aprendía el oficio con arte y dedicación.
En la parada de los Nogales, subía una jovencita, delgada, alta, de pelo largo ondulado, atado con prolijas cintas. El uniforme escolar marcaba su inteligencia y su frescura. Rino, desde su asiento la esperaba todas las mañanas, se entrecruzaban tímidas miradas hasta que ella descendía en la calle caseros.
Un fin de semana, sus amigos del 14, Leonardo, Armando y Alfredo lo invitaron al cine de Arguello, porque allí iban las chicas del barrio. Armando le decía -vamos gringo que los del 14 cazamos en Arguello.
De modo que Rino con Armando no se perdían ninguna película de vaqueros del matinée, ayudados por Don Tachi que si no les alcanzaba para la entrada, los empujaba hacia adentro con una cachetada en la nuca, diciéndoles –esto, por la diferencia.
Silbidos y gritos acompañaban cada cambio de rollo, que se apaciguaban al aparecer James Stewart o Rock Hudson en Horizontes lejanos.
Durante la sesión de la noche, los muchachos no le pasaban desapercibidos a Don Tachi que, con reverencias ante las muchachas, les hacía quedar como caballeros. Se inundaron los ojos y el alma al ver “Casablanca” con Humphrey Bogart e Ingrid Bergman. Se sintieron flotar durante la proyección de” Cantando bajo la lluvia”.
Allí volvió a encontrar a la muchacha del autobús, con la que compartiría el amor por el cine y terminaría compartiendo la vida.
A Agnes no le quedó otra que seguir con su destino, las nuevas personas que rodeaban a su hermano intervenían en su porvenir, las personalidades iban saliendo de su anónimo estado, y a Rino le resultaban interesantes, entraba en el mundo que había soñado. Un ambiente atractivo que fue trazando un diferente proyecto de vida.
Agnes hizo amistad con Nené, una porteña que veraneaba en altos de Rivera Indarte. Don José su padre, persona culta, de nobles principios vigilaba sobre ellas.
Nené por su parte la instruyó con lecciones, a veces incoherentes, pero que la ayudarían a moverse en este nuevo mundo tan distante del suyo.
—¡Che Gringa! tenés un estilo divino y coses como un ángel, pero en lo que concierne a cultura general, no sos más que una borrica –le decía con afectuosa soberbia.
En efecto Nené no se equivocaba, se sabía capaz de aprender de memoria las canciones más difíciles, recordaba sin esfuerzo las medidas de sus clientas, pero sus conocimientos enciclopédicos, esos si que dejaban desear.
Gracias a ella, su castellano mejoró. De a poco fue eliminando el dialecto, sustituyéndolo por palabras en italiano aprendidas en la escuela, porque como le decía siempre Nené
-Gringuita querida, tenés que darte importancia, no cruzaste el océano para nada.
Siguiendo las enseñanzas de su inseparable amiga, al momento de entregar sus trabajos, sustituyó su expresión dialectal: bea, bea, siora por, ecco bellissima cara signora! Meravigliosa!
—Acordate Inesita que cuando se emprende un cambio, hay que hacerlo nutriendo esperanzas y sueños.
—No go capio —repetía ella sin entender nada.
—Que tenés que creer en vos misma en lo que hacés sino te tomarán para el churrete.
Algunas sutilezas de la lengua le eran indescifrables, pero le pareció percibir el mensaje, por lo que se volcó de lleno y con fe en su tarea.
Con ella había encontrado la camaradería, tiempo atrás perdida al abandonar a sus hermanas. Nené la había transportado por un mundo de risas, bromas y consejos.
Muchos veranos transcurrieron coqueteando y presumiendo a jovenzuelo que se les acercara. Desafortunado era el pretendiente no correspondido, porque lo agredían con cuantos desaires se les ocurriera.
Hasta una noche de verano en su casa de la esquina del Sorrento, un guapo se eludía de merecer el amor de Agnes, montó guardia bajo el balcón de su amada imposible, por noches enteras. Madrugadas furtivas entre violines y poesía.
Tan testarudo se mostraba el hombre, que mientras ella más lo rechazaba, más aún aumentaba su obstinación amorosa.
Agnes, sintiéndose protegida por la complicidad de Nené que la acompañaba, le vació desde el balcón una bacinilla de orina que dio por terminado el perseverante enamoramiento. Se lo sintió alejarse balbuceando palabras inteligibles. Con la experiencia bautismal del pobre tipo, otros se aseguraron bien, antes de ofrecer serenatas no deseadas.
—“Gringa, el café” -Franz le gritaba desde la cocina sacándola de sus cavilaciones.
Dio un salto de la cama, abrió su ropero y mientras se vestía deprisa, echaba un vistazo a sus prendas y su mente viajaba a Lonego. Su armario no sería como el de Caterina la condesita, pero sus hermanas se soñaban algo así, vestidos elegantes, trajes de lana y cashmere para cada ocasión, tapados de piel cubiertos con fundas de lino. Estanterías con carteras de los más variados materiales y formas. Con su mano rozaba los objetos que en su prolijo orden le daban una gran sensación de seguridad.
Mientras Franz partía para su trabajo, le regalaba aquella sonrisa irónica que potenciaba su atractivo, un toque sarcástico que lo hacía más apetecible.
Agnes inició su tarea como cada día, en su pequeño taller. En la entrada de su casa había colocado la máquina de tejer, la devanadora, la mesa de planchar, un armario para guardar las lanas, las perchas con los trajes terminados y un gran espejo, donde las clientas podían contemplar su obra.
Las modistas y costureras fueron ocupando sus sitios. La radio acompañaba la tarea, la tejedora se mecía siguiendo el vaivén de la máquina, las pesas alargaban el tejido y el olor a aceite y serafina lo inundaba todo.
La puerta de Agnes estaba siempre abierta, y su casa era estación de charlas, pero nadie podía estar sin hacer nada, la tertulia era permitida con las manos operantes.
—Hola gringa... ¿querí que te cebe unos mates?
—¡Claro que si!
—¿Supo usté Inesita que la Betty anda noviando?
—Que no sé nada Doña Sofía, cuéntenos.
—Pa que le voy a contar, nada, que se estaban el José y la Betty sentados en la casa de la novia con los brazos cruzados, mirándose de reojo, medio atolondrados e impacientes.
—Bueno, que así pasa, mujer.
—Si, pero entre mate va y mate viene, las manos se fueron rozando hasta que la madre le dijo: —“vaya m’hijita a ver las gallinas que se van pa’ ajuera”. La cuestión que después de mirar las aves se formalizó el noviazgo.
La radio interrumpió las risas:
“Trabajadores metal mecánicos, del transporte y otros gremios declaran huelga en razón de las quitas zonales y por el desconocimiento de la antigüedad por transferencias de empresas”
—Vio usté Iné en que mundo vivimos —comentó asustada Doña Sofía.
—El marido de la Susana contaba que no había derechos solo represión, atropellos. ¿Ha visto esto alguna vez Inesita, es para no creer? —comentó Elsita.
—Sí, sí que lo he visto, es la historia de nunca acabar -respondió Agnes entristecida.
—Y que ya recogió el correo Doña Sofía —inquirió Elsita.
—Pa’ que le voy a deci, que, con esto revueltos, el tren pasa por la tarde, y ahí va a star la Sofía pa’ tomá la bolsa en el apeadero Tristan Narvaja, siempre firme.
—Usted siempre por el Sorrento doña Sofía —inquirió Celia queriendo tirarle de la lengua.
—Y aquí mismito me quedaría —suspiró aspirando de la bombilla.
Doña Sofía era una criolla querendona, crecida entre vías de tren y locomotoras grasientas. Su padre acostumbraba a llevarla por la provincia mientras con los peones del ferrocarril limpiaban los matorrales que se apoderaban de las vías.
Las cuadrillas, en la zorrita, transportaban lo necesario para la manutención: azadas, rastrillos, picos y diferentes herramientas.
Ella había crecido al aire libre, entre fogatas, cuentos después del asado, largas mateadas, quereres lejanos, hasta que entró al servicio de los Courier, una familia francesa que gestionaba el bar y la pista bailable enfrente del Hotel Sorrento. Realizaba la limpieza, planchaba y cualquier faena se le pidiera. Su única pausa y deleite, la telenovela, que emitían por radio a las dos de la tarde. La joven morocha de cabellos largos y ondulados suspiraba ante el héroe que se enfrentaba a las adversidades en nombre de la justicia y de su amada. Se identificaba con la débil mujer que sufría innumerables atrocidades para defender los altos valores de la virginidad, la integridad del hogar o tal vez la seducción del falso galán, haciéndola cargar con el fruto de su amor prohibido.
Tal era la compenetración en el teleteatro, que casi no se dio cuenta hasta que fue demasiado tarde para oponerse, el hijo de la patrona la sedujo sobre la mesa de planchar. Con una mano le quitaba las pantaletas mientras con la otra forcejeaba con sus calzas. Ella, fundida con el mundo del amor idealizado, esta conquista fue como un episodio más. De golpe y porrazo se quedó sin trabajo, seducida, abandonada, aborrecida por la familia del amante con una hija para crecer.
El destino irreverente, hizo que en la confitería se armara una pelea entre clientes con la razón anublada por el alcohol. El hijo de los Courier trató en vano de separarlos, hasta que no se supo bien en qué momento una pistola se disparó. El impacto sordo sobre el piso del cuerpo del muchacho enmudeció a los presentes. Su joven amante quedó hecho un ovillo sobre su propio charco de sangre.
Sofía amaba pensar que su apasionado había luchado por ella, sería siempre su héroe, su amor quedaría allí estacionado para siempre en el Sorrento.
El repiqueteo de la lluvia al alba despertó a Agnes. La cama vacía, la habitación prendida de una tiniebla gris, le produjo una sensación de soledad. Desde la otra habitación una tos ronca la despabiló, el papá de Franz necesitaba cuidados que ella había prometido darle.
Supo su amado que ella daba todo sin casi pedir nada a cambio, y se aprovechó sin pestañar. Unos meses antes, había aparecido con su aire trágico, y muy enardecido le expuso sus preocupaciones, un padre anciano solo en su casa de Villa Allende lo ocupaba demasiado, sin dejarle tiempo para ella y él no podía abandonarlo.
Agnes creyó que la llegada del padre a su casa ataría a Franz, que sabía ser tierno, pasional, alegre como elusivo e indiferente. Se equivocaba Agnes, ya que mientras Don José demoró en su casa, hubo una gran complicidad entre este anciano alemán y ella, creando distancia entre los amantes. Fueron quedando sólo las sombras de sus alborozados encuentros. Franz se volvió inquieto e impaciente, sin ataduras volvió a sentirse libre, una libertad que valía más que el amor.
Josef Harverd, era un viejecito alemán, de pelo blanco y ojos azules desvaídos, reducido a piel y hueso; quedaba poco de aquel hombre alto, corpulento, de gestos categóricos, emigrado a Argentina después de la gran depresión del 23.
—Agnes querida, muy rico su minestrón, me trae recuerdos de Stuttgart... mi madre...—–exclamó Josef entre sorbitos.
—Si me viera mi abuelo dándole de comer en la boca a un alemán. Se estará revolviendo en la tumba el pobre — expresó Agnes riéndose.
—Mire que yo no era de esos, nosotros también fuimos víctimas, ¡joder! que lo pasamos mal —protestó Josef
—Bueno, coma, coma y no se ponga nervioso que se va a atragantar -se limitó a decir Agnes tratando de tranquilizarlo.
Josef Harverd recordaba bien los años pasados en Alemania. Después de la primera guerra mundial, la situación en toda Europa era muy grave, y sobre todo en Alemania, donde la posibilidad de una paz duradera se alejaba cada vez más, por lo que, la augurada tranquilidad económica no llegaría nunca. Esta crisis alimentaba en el pais una revolución socialista, siguiendo el modelo de la soviética. En las fábricas, se juntaban en consejos obreros difundiendo la propaganda revolucionaria.
Por lo que el gobierno republicano de Weimar lanzó una represión en gran escala contra la lega de Espartaco, grupo de socialistas independientes, utilizando cuerpos paramilitares. En 1919 asesinaron a los fundadores de la Lega, haciendo caer todas las esperanzas de un cambio renovador socialista en el pais.
Alemania después de la guerra, por el tratado de Versailles, se empeñaba a pagar las reparaciones, pero este acuerdo les significaría al pueblo alemán medio siglo de deuda.
En 1922 el gobierno pidió a Francia que posticipara el pago de la deuda de guerra para lograr reducir la desocupación y aumentar la producción.
Francia respondió arrogantemente ocupando militarmente el valle del Ruhr, donde se concentraba la industria alemana.
La economía del pais se paralizó, el marco se derrumbó, perdiendo en pocos meses su valor cincuenta veces más que en 1914. El poder de adquisición descendió hasta ser nulo, los ahorros desaparecieron, los sueldos se volvieron inútiles.
Josef se acordaba muy bien de lo sufrido, las imprentas con sus enormes prensas humeaban todo el día para producir pilas de marcos inservibles. El Estado en un año imprimió 370 billones de marcos. Los padres de Josef lo llevaron al médico y en una valija de cuero cargaron gran cantidad de billetes, lo que se necesitaba para pagar una consulta. El doctor les respondió:
—Por qué insiste en darme algo sin valor, traiga algo que valga la pena.
Por lo que los servicios se fueron pagando con huevos, leche, jamón, fideos. Todo lo que había en su casa, fue utilizado para el trueque, cubiertos de plata, vajilla, espejos venecianos, muebles de roble, todo se esfumó en un santiamén. En su casa vacía quedaba solamente un rezago de dignidad que hacía doler la barriga.
—Sabe Agnes querida, yo trabajaba en una fábrica y a las diez de la mañana cobrabamos nuestro jornal, mi madre como otras mujeres, esperaban desde horas fuera del portón, asi corríamos para alcanzárselos.
—Pues, el dinero de un día les alcanzaría para algo, ¿verdad?
—Mire querida, aún recuerdo las manos extendidas llenas de desesperación de mi madre, era cuestión de segundos. En loca carrera las mujeres se lanzaban hacia el mercado, con la conciencia de que los precios cambiaban cada cuarto de hora.
—Yo iba al mercado con mi abuela, pero no había nada, o lo que se encontraba se pagaba como el oro —recordó Agnes. —Allí era peor, cuando la mercadería se agotaba o el dinero perdía su valor, empezaba el mercado paralelo. En una danza de desesperación los grandes billetes se sustituían por panes, los panes por peces, los peces por azúcar, dando lugar a la astucia, a la velocidad de negociación. Por la noche nos sentábamos en la mesa vacía escrutando a cada uno con la esperanza de ver aparecer entre los bolsillos una delicia que calmara el hambre de meses. Para que al día siguiente se volviera a empezar. Sabe Agnes, se vivía al día, pero aparte del hambre, hubo un derrumbe moral, un colapso de ideales, tradiciones y principios que duele hasta hoy. Hubo robos, agresiones por comida, violencias entre vecinos o parientes, desorden en las calles. Se arriesgaba uno a que le robaran lo poco que lograba conseguir, no podías confiarte ni de tus propios familiares.
—¿Por eso se vino a Argentina? —inquirió Agnes.
—Si, mis padres no soportaron más esta situación, de modo que pusieron en venta la casa, ero lo único que quedaba, pero en el banco no tenían tal cantidad de billetes. Me acuerdo del empleado que le dijo a mi padre que necesitaría un camión para llevarse todo este dinero. Entonces le dieron un bono que sirvió para comprar los pasajes hacia aquí – refirió Josef quedando sumergido en una nube de tristeza.
—Vamos Don José, descanse ahora que por la tarde le cebo unos matesitos. ¿qué le parece?
—Gracias querida, ¿sabe usted que me pasó cuando probé el primer mate? —expresó Josef queriendo detenerla aún otro poco.
—No Don José, cuente, cuente —respondió Agnes disimulando interés dirigiéndose hacia la puerta.
—Me lo ofrecieron, y yo, pensando que se fumaba, le di una piteada con toda la fuerza de mi pulmón. Todavía me duele la quemazón que me agarré, quedé boquiabierta con el humo que salía a borbotones, ¡que lo parió con el mate! —se limitó a decir.
Agnes y Josef se rieron por un rato, reforzando su camaradería.
El 29 de mayo tempranito por la mañana, Agnes se preparó para ir hasta el centro, quería entregar algunos trabajos a sus clientas aristocráticas, aquellas que había conocido años antes en las quintas de veraneo. Acostumbraba a hacerles visita en sus casas coloniales del centro, cada inicio de temporada, para prepararles las chaquetas o pulloveres que vestiría toda la familia.
En la esquina del 14 tomó “La calera”, se bajó en la esquina de Chacabuco y Boulevard San Juan, y a pie se encaminó hacia Nueva Córdoba donde su clienta la esperaba.
Tocó el timbre de la señorial casona estilo nouveau. Una criada de uniforme le abrió la pesada puerta de cristales e hierro forjado. Juntas atravesaron un patio embaldosado en damero. Antiguas trepadoras y enredaderas invadían los balcones donde el diseño del hierro intentaba imitarlas. Entraron en un enorme salón cubierto por alfombras persas, arañas de cristales, que como capullos luminosos mimaban campanillas y verbenas. Grandes sillones de terciopelo claro, muebles antiguos con incrustaciones floreales. Pesados cortinados de color amarillos cubrían las amplias ventanas enrejadas. Agnes quedó encantada al ver los dibujos en los tendajes; girasoles, lirios y nenúfares se confundían estilizados, compitiendo con las decoraciones idénticas de los cojines.
La criada la condujo hacia el primer piso por unas escaleras de mármol, la invitaron a acomodarse en una habitación destinada a guardaropa. Agnes disimulando su asombro por la belleza de los ambientes, empezó a sacar de su cartera los utensilios de costura. Enrolló y desenrrolló el metro muchas veces, para tener la mente concentrada, pero todo la distraía. El esmero que habían puesto en los detalles la sorprendía. Era la primera vez que recorría toda la casa, ni siquiera la Villa de Lonego había visto por dentro, sólo las cocinas y la lavandería.
La señora Becerra llegó con la prontitud que la distinguía.
—Señorita Inés, qué gusto verle —exclamó tendiéndole la mano.
—Buenos días, señora, le he traido las chaquetas, quisiera hacérselas probar para ver si son de su agrado.
—Claro que si, querida. Aunque no creo que sirva, conoce mis medidas como nadie —le dijo.
Agnes le hizo probar un saco, con movimientos delicados le plegaba el brazo hacia el estómago, para luego, con alfileres, señalar la talla exacta. Con el metro en la mano, y la destreza de años, emprendió la tarea de tomar medidas. Partía desde los hombros hasta la muñeca, y escribía en un pequeño cuaderno los números que darían inicio al nuevo encargo. Mientras Agnes trabajaba en silencio, el Doctor Becerra se precipitó en la sala.
—Qué me voy de prisa al estudio, parece que hoy se para todo...oh buenos días Agnes..qué hace usted aquí con los líos que hay –inquirió el doctor
—Es que....como había quedado...—-murmulló Agnes.
—Bueno..que es mejor que lo deje todo y que se vuelva de prisa a su casa, ya desde las diez hay abandono de tareas, y la radio dice que obreros se han puesto en marcha desde puntos estratégicos del cordón industrial y están marchando hacia el centro.
—¿Los estudiantes también? —preguntó la señora Becerra preocupada por su hijo.
—Claro, tu hijo debe de estar marchando también, por lo menos, tenía toda la intención de hacerlo, esta situación que vive el pais no se soporta más —expresó. Fijese usted Inés que en Corrientes habían privatizado el comedor estudiantil, lo que les significó un aumento del tiket de vintisiete pesos a ciento setenta y dos pesos. ¡Un abuso! Claro está que hubo levantamiento estudiantil que llevó a la muerte de un muchacho —agregó. Hay una represión sin derecho alguno —concluyó.
—¡Por Dios! —dijo la mujer.
—Los sectores juveniles han encontrado en la CGT una forma de hacer política y ahí estarán, marchando junto a los obreros —prosiguió.
—¿Que cree usted que es mejor que me vaya rapidito para mi casa? —preguntó asustada Agnes.
–Ya lo creo, a no ser que quiera protestar también usted —le dijo esbozando una sonrisa.
—No, no por Dios, ya pasé por esto, enseguidita me estoy yendo, de prisa nomás – expresó queriendo disculparse.
—Lo dejemos para otro día Inés, no se preocupe usted, vaya, vaya nomás —exclamó la señora haciéndola acompañar hacia la puerta.
Cuando Agnes se acercó al centro de la ciudad por la avenida Chacabuco se encontró con infinidad de personas que bajaban hacia la plaza. La gente desde los edificios prendía fuegos a papeles como también a la basura, arrojándola a la calle. Cerca de sus pies le cayó una botella molotov, que por suerte no se rompió.
Algunos gritaban: ¡Basta de atropellos!
Unos jovenes a pedradas rompían las vidrieras de negocios y festejaban con algarabía.
Desde un rastrojero un altavoz incitaba al grupo: — ¡comerciantes, oligarquía y cipayos! ¡la misma mierda! ¡les destruimos todo!
Algunos comerciantes que desde hacía treinta años trabajaban allí, viéndose insultados cerraron apresurados.
A los empujones llegó hasta Ituzaingó donde el ómnibus de la linea 52 se detuvo e hizo descender a todos los pasajeros, que, como Agnes, quedaron perdidos en medio de la confusión.
Agnes se unió a un grupo de muchachos que a empujones y por milagro lograron llegar hasta el Parque Sarmiento donde pudo tomar un taxi compartido por otros. El taxi se las vio en aprieto para pasar. En la cañada y 27 de abril ardían rastrojeros de la flota municipal. La policía lanzaba bombas de gases mientras retocedía.
Agnes miraba asombrada esta revolución de la que le tocaba ser testigo. Volvía a sentir en su propia piel aquellos momentos de inseguridad y terror de la guerra en su lejana Italia, que pensaba haber dejado atrás, sin embargo, sumergían con ímpetu desde rincones oscuros de su ser, paralizándola.
El taxi la dejó en la Avenida Rafael Nuñez, desde dónde pudo tomar un autobús que la llevó hasta Villa Rivera Indarte. Ya en su casa se arrodilló ante la estampita de la Madonna, le rogó con fervor y se abandonó a un llanto de liberación.
Las palabras de su madre le resonaban un largo momento en el oido -siempre nos hemos mantenido a la larga de los conflictos, ¿no serás tú la que empieces, verdad?
Por dos días la radio transmitió los desórdenes. Periodistas especializados comentaban los hechos. Muertos y heridos por doquier. Agnes se enteró que entre las razones de esta lucha popular estaban las quitas zonales y el no reconocimiento de la antigüedad por transferencias de empresas. Obreros que reclamaban habían sido reprimidos, sufriendo todo tipo de atropello y el deconocimiento de un sinnúmero de derechos, la vergüenza de todos los actos del gobierno, los problemas estudiantiles y de los centros vecinales se habían sumado hasta que la rabia desbordó. Un estallido popular contra la dictadura de Onganía.
No sabía Agnes que se había salvado de las Molotov del Cordobazo, pero otra bomba más grande se le caería encima.
En su taller se cosía, se planchaba y las madejas de lana giraban atormentadas, solicitadas por el carro de la tejedora.
Teresa, la mucama del hotel entró rapidito.
—¿Nos ceba unos matecitos? doña Teresa, le dijo Agnes mientras forcejeaba con un ojal.
—Que no se comen las mojarritas, solamente los viernes, que Pancho va a pescarlos —respondió la mujer indiferente a las miradas y a las risas de las costureras.
—¡Qué nos cebe mate! —le gritó Elsita.
—No me grite que no estoy sorda —respondió Doña Teresa colorada como un pimiento.
La mujer llevaba casi diez años al servicio del hotel que tenían en Unquillo los padres de Nino, el gestor del hotel Sorrento, pero en los últimos meses se había vuelto extravagante, testaruda y le fallaba el oido. Servía de esclaba al curda de su marido. Las malas lenguas decían que había terminado por acompañarlo en lo de empinar el codo, por lo que la habían mandado al Sorrento para tareas de menor responsabilidad.
—¿Que ya no sigue noviando con Franz, gringuita? — inquirió.
—Por qué me lo pregunta Doña Teresa —preguntó Agnes, sin darle importancia.
—Es que lo vi el domingo en brazos de la maestra, mujer cálida e inocente, quise saludarlo, pero no me vio, tan ensimismado iba el hombre —comentaba sin percatarse que dentro de Agnes una tormenta de dolor y pánico le nublaba el entendimiento.
—Bueno, ustedes vayan terminando que voy a ver si a Don José le sirve algo —emitió las palabras que pudo y se retiró disimulando indiferencia.
El comentario le había caido como un valde de agua fría.
Cuando Franz puso pie en su casa, se defendió de las acusaciones subrayando el menor de sus errores. Nada repudiable hallaba él en aspirar a una compañera culta, que lo necesitase.
Demostró en pocas palabras la incapacidad por mantener un vínculo cuando la mujer le parecía demasiado fuerte. La acusó de dedicarse a su profesión y muy poco a él. ¿Acaso no veía que se había dedicado a su padre? ¿y todas aquellas pantominas nocturnas, donde le juraba amor eterno?
La separación fue rotunda y dolorosa. Aún mayor tener que separarse de Don José. Aquel viejecito le había conquistado el alma, y sentía que lo abandonaba. Lo abrazó como quien abraza un abuelo, y se despidió para siempre de ellos. Su vida era una eterna despedida y las decepciones llegaban como hecatombas.
Tuvo, otra vez, que renunciar a los sentimientos. Sabía que no podía confiar en los hombres. Ella en realidad no quería renunciar a nada, su propia debilidad a enamorarse le provocaba demasiadas humillaciones.
No era el despojo del amor que la atormentaba, sino el sentimiento de frustración y el fracaso de su boceto de vida. Nada la desazonaba más que perder su rumbo. Se abrumaba pensando que los hombres no le duraban porque se equivocaba en la elección, la deslumbraban aquellos llenos de vida, con pasión por la diversión. No tenía dificultad para cortejarlos, pero su habilidad para conservarlos resultaba muy cuestionable.
Podía aceptar a cualquiera de los tranquilos y maduros admiradores que le rondaban, pero tener en su casa un hombre como un mueble más, la ahogaba.
Hasta ahora su vida había sido enamoramiento pasional y desgarro sin igual -pensó.