EL BARBERO PRESIDENCIAL

En la edición de un periódico de gobierno apareció hace algunos días el retrato del Excmo. Sr. Presidente de la República, Mariano Ospina Pérez, en el acto inaugural del servicio telefónico directo entre Bogotá y Medellín. El jefe del Ejecutivo, serio, preocupado, aparece en la gráfica rodeado por diez o quince aparatos telefónicos, que parecen ser la causa de ese aire concentrado y atento del presidente. Creo que ningún objeto da una impresión más clara de hombre atareado, de funcionario entregado por entero a la solución de complicados problemas disímiles, como este rebaño de teléfonos (y pido, entre paréntesis, un aplauso para la metáfora, surrealistamente cursi) que decora la gráfica presidencial. Por el aspecto de quien hace uso de ellos, parece que cada receptor comunicara con uno distinto de los múltiples problemas de estado y que el señor presidente se viera precisado a estar durante las doce horas del día tratando de encauzarlos a larga distancia desde su remoto despacho de primer magistrado. Sin embargo, a pesar de esta sensación de hombre incalculablemente ocupado, el señor Ospina Pérez sigue siendo, aun en la fotografía de que me ocupo, un hombre correcto en el vestir, cuidadosamente peinados los hilos de sus nevadas cumbres, suave y liso su mentón afeitado, como un testimonio de la frecuencia con que el señor presidente acude a la íntima y eficaz complicidad del barbero. Y en realidad, es esta la pregunta que me he formulado al contemplar la última fotografía del mandatario mejor afeitado de América: ¿Quién es el barbero de palacio?

El señor Ospina es hombre cauto, astuto, precavido, que parece conocer profundamente la índole de quienes le sirven. Sus ministros son hombres de su entera confianza, en quienes no es posible imaginar pecados contra la amistad presidencial, ya sean éstos de palabra o de pensamiento. El cocinero de palacio, si es que palacio tiene un cocinero, debe ser funcionario de irrevocable convicción ideológica, que prepara con exquisito cuidado los guisos que pocas horas después irán a servir de factor altamente nutritivo para la primera digestión de la República, que debe de ser buena y despreocupada digestión. Además, dado el caso de que hasta la cocina de palacio penetren, clandestinamente, las malintencionadas calumnias de la oposición, no faltará un honesto probador en la mesa de los presidentes. Si todo ello sucede con los ministros, con el cocinero, con el ascensorista, ¿cómo será con el barbero, el único mortal sufragante que puede permitirse la libertad democrática de acariciar el mentón del presidente con el afilado acero de una navaja barbera? Por otra parte, ¿quién será ese caballero influyente a quien todas las mañanas el señor Ospina comunica sus preocupaciones de la noche anterior, a quien relata, con cuidadosa minuciosidad, la trama de sus pesadillas, y quien es, al fin y al cabo, un consejero eficaz como debe de serlo todo barbero digno?

Muchas veces la suerte de una república depende más de un solo barbero que de todos sus mandatarios, como en la mayoría de los casos –según el poeta– la de los genios depende del comadrón. El señor Ospina lo sabe y por eso, tal vez, antes de salir a inaugurar el servicio telefónico directo entre Bogotá y Medellín, el primer mandatario, con los ojos cerrados y las piernas estiradas, se entregó al placer de sentir muy cerca de su arteria yugular el frío e irónico contacto de la navaja, mientras por su cabeza pasaban, en apretado desfile, todos los complicados problemas que sería necesario resolver durante el día. Es posible que el presidente hubiera informado a su barbero de que esa mañana iba a inaugurar un servicio telefónico perfecto, honra de su gobierno. «¿A quién llamaré en Medellín?», debió de preguntar, mientras sentía subir la afilada orilla por su garganta. Y el barbero, que es hombre discreto, padre de familia, transeúnte en las horas de reposo, debió guardar un prudente, pero significativo silencio. Porque en realidad –debió de pensar el barbero– si él en lugar de ser lo que es, fuera presidente, habría asistido a la inauguración del servicio telefónico, habría tomado el receptor y, visiblemente preocupado, habría dicho con voz de funcionario eficiente: «Operadora, comuníqueme con la opinión pública».

16 de marzo de 1950, El Heraldo, Barranquilla