Era martes en Cali. El caballero, para quien el fin de semana fue un borrascoso período sin tiempo –tres días sin huellas–, había estado con el codo decoroso y obstinadamente empinado hasta la medianoche del lunes. En la mañana del martes, cuando abrió los ojos y sintió que su habitación estaba totalmente ocupada por un gran dolor de cabeza, el caballero creyó que sólo había estado de fiesta la noche anterior y que estaba despertando a la mañana del domingo. No recordaba nada. Sin embargo, sentía un digno remordimiento de algún pecado mortal que pudo haber cometido, sin saber exactamente a cuál de los siete capitales correspondía aquel remordimiento. Era un remordimiento en sí. Remordimiento solo, sin condiciones, rabiosamente independiente e insobornablemente anarquista.
Lo único que sabía con exactitud el caballero era que estaba en Cali. Por lo menos –debió pensar– mientras ese edificio que se levantaba a su ventana fuera el hotel Alférez Real y mientras alguien no le comprobara matemáticamente que el edificio había sido trasladado para otra ciudad en la noche del sábado, podía asegurar que estaba en Cali. Cuando abrió los ojos por completo, el dolor de cabeza que llenaba la habitación se sentó junto a su cama. Alguien llamó al caballero por su nombre, pero él no se volvió a mirar. Simplemente pensó que alguien, en la pieza vecina, estaba llamando a una persona que le era absolutamente desconocida. La orilla izquierda de la laguna empezaba en la tarde del sábado. La otra orilla, en ese amanecer desapacible. Eso era todo. Trató de preguntarse quién era él, en realidad. Y sólo cuando recordó su nombre se dio cuenta de que era a él a quien estaban llamando en la pieza vecina. Sin embargo, estaba demasiado ocupado con su remordimiento para preocuparse por una llamada sin importancia.
De pronto, una lámina diminuta y espejeante penetró por la ventana y golpeó contra el piso, a corta distancia de su cama. El caballero debió pensar que se trataba de una hoja traída por el viento, y continuó con los ojos fijos en el techo que se había vuelto móvil, flotante, envuelto por la niebla de su dolor de cabeza. Pero algo estaba zapateando en el entablado, junto a su cama. El caballero se incorporó, miró del otro lado de la almohada y vio un pez diminuto en el centro de su cuarto. Sonrió burlonamente; dejó de mirar y se dio vuelta hacia el lado de la pared. «¡Qué rigidez! –pensó el caballero–. Un pez en mi habitación, en un tercer piso, y con el mar a muchos kilómetros de Cali». Y siguió riendo burlonamente.
Pero de pronto, bruscamente saltó de la cama. «Un pez –gritó–. Un pez, un pez en mi cuarto». Y huyó jadeante, exasperado, hacia el rincón. El remordimiento le salió al encuentro. Siempre se había reído de los alacranes con paraguas, de los elefantes rosados. Pero ahora no podía caberle la menor duda. ¡Lo que saltaba, lo que se debatía, lo que espejeaba en el centro de su cuarto, era un pez!
El caballero cerró los ojos, apretó los dientes y midió la distancia. Después fue el vértigo, el vacío sin fondo de la calle. Se había arrojado por la ventana.
Al día siguiente, cuando el caballero abrió los ojos, estaba en una pieza del hospital. Recordaba todo, pero ahora se sentía bien. Ni siquiera le dolía lo que estaba debajo de las vendas. Al alcance de su mano había un periódico del día. El caballero deseaba hacer algo. Tomó el periódico distraídamente y leyó:
«Cali. Abril 18. Hoy, en las horas de la mañana, un desconocido se arrojó por la ventana de su apartamento situado en el tercer piso de un edificio de la ciudad. Parece que la determinación se debió a la excitación nerviosa producida por el alcohol. El herido se encuentra en el hospital y parece que su estado no es de gravedad».
El caballero se reconoció en la noticia, pero se sentía ahora demasiado tranquilo, demasiado sereno, para preocuparse por la pesadilla del día anterior. Dio vuelta a la página y siguió leyendo las noticias de su ciudad. Allí había otra. Y el caballero, sintiendo otra vez el dolor de cabeza que rondaba su cama, leyó la siguiente información:
«Cali. Abril 18. Una extraordinaria sorpresa tuvieron en el día de hoy los habitantes de la capital del valle del Cauca, al observar en las calles centrales de la ciudad la presencia de centenares de pescaditos plateados, de cerca de dos pulgadas de longitud, que aparecieron regados por todas partes».
20 de abril de 1950, El Heraldo, Barranquilla