Aracataca, en la zona bananera de Santa Marta, no tiene muchas oportunidades de salir en letras de molde, y no porque se le acaben las aes a los linotipos, sino porque es una población rutinaria y pacífica, desde cuando pasó la verde tempestad del banano. En estos días ha vuelto a aparecer su nombre en los periódicos relacionadas sus cinco repetidas y trepidantes vocales con las dos sílabas de un tigre que acaso sea uno de los tres tristes tigres del conocido trabalenguas, metido ahora en el mismo trabalenguas de Aracataca.
Aunque sea cierta, como indudablemente lo es, la noticia del tigre de Aracataca no parece serlo. En Aracataca no hay tigres, y quien lo ha dicho tiene motivos de sobra para saberlo. Los tigres de la región cayeron hace muchos años, fueron vendidos para fabricar alfombras en distintos lugares de la tierra, cuando Aracataca era un pueblo cosmopolita donde nadie se bajaba del caballo para recoger un billete de cinco pesos. Después, cuando se acabó la fiebre del banano y los chinos, los rusos, los ingleses y los emigrantes de todo el mundo se fueron para otra parte, no dejaron ni rastros del antiguo esplendor, pero tampoco dejaron tigres. En Aracataca no dejaron nada.
Sin embargo, valdría la pena de que fuera cierto el cuento del tigre para que los linotipos volvieran a insistir cinco veces sobre una misma letra y alguien se acordara otra vez de Aracataca –la tierra de Radragaz, como ha dicho un autor profesional de chistes– y alguien pensara en ella como tarde o temprano se piensa en todos los municipios de Colombia, inclusive en los que no tienen nombres tan difíciles de olvidar.
Hay que acordarse de Aracataca antes de que se la coma el tigre.
1 de febrero de 1955, El Espectador, Bogotá