El año internacional de 1957 no empezó el primero de enero. Empezó el miércoles 9, a las seis de la tarde, en Londres. A esa hora, el primer ministro británico, el niño prodigio de la política internacional, sir Anthony Eden, el hombre mejor vestido del mundo, abrió la puerta del 10, Downing Street, su residencia oficial, y fue ésa la última vez que la abrió en su calidad de primer ministro. Vestido con un abrigo negro con cuello de peluche, llevando en la mano el cubilete de las ocasiones solemnes, sir Anthony Eden acababa de asistir a un tempestuoso Consejo de Gobierno, el último de su mandato y el último de su carrera política. Aquella tarde, en menos de dos horas, sir Anthony Eden hizo la mayor cantidad de cosas definitivas que un hombre de su importancia, de su estatura, de su educación, puede permitirse en dos horas: rompió con sus ministros, visitó a la reina Isabel por última vez, presentó su renuncia, arregló sus maletas, desocupó la casa y se retiró a la vida privada.
Más que otro hombre cualquiera, sir Anthony Eden había nacido con el 10, Downing Street, grabado en el corazón, inscrito en la línea de la mano. Durante treinta años había hechizado los salones de Europa, las cancillerías de toda la tierra, y había desempeñado un papel notable en los más grandes negocios políticos del mundo. Se había fabricado una reputación de elegancia física y moral, de rigor en los principios, de audacia política, que escondían al gran público ciertas debilidades de su carácter, sus caprichos, su desorden y esa tendencia a la indecisión que en ciertas circunstancias podían conducirlo a decidir demasiado pronto, demasiado a fondo, solo y contra todos. Tres meses antes –el 2 de noviembre de 1956– sir Anthony Eden, frente a la secreta invitación de Francia a tomarse por asalto el canal de Suez, se había mostrado tan indeciso que decidió demasiado pronto, demasiado a fondo, contra el parecer de la mayoría de sus ministros, del arzobispo de Canterbury, de la prensa e incluso del pueblo de Londres, que expresó su desacuerdo en la más grande manifestación popular que ha visto Trafalgar Square en el presente siglo. Como consecuencia de esa decisión solitaria y precipitada, tuvo que decidir en esas dos horas melancólicas del 9 de enero –y esta vez con la aprobación de sus ministros, con la aprobación de las grandes mayorías del Imperio Británico– el acto más trascendental de su vida: la renuncia.
Esa misma noche, mientras sir Anthony Eden, acompañado por su esposa, lady Clarisa, sobrina de Winston Churchill, se trasladaba en su largo automóvil negro a su residencia particular de los suburbios de Londres, un hombre tan alto como él, tan bien vestido como él, pasó del número 11 al número 10 de Downing Street. El señor Harold MacMillan, el nuevo primer ministro, sólo tuvo que caminar 15 metros para hacerse cargo de los delicados negocios del Imperio Británico.
Esa noticia, que estalló como un torpedo en la primera página de todos los periódicos del mundo, debió llegar, sin embargo, como un rumor sin sentido a la apretada multitud de 4.000 personas que pocas horas después se concentró, del otro lado del Atlántico, frente al pequeño templo protestante de Los Ángeles, California, para asistir a los oficios funerarios de Humphrey Bogart, muerto a causa de un cáncer en la garganta, el domingo 6 de enero. «Creedme –había dicho en cierta ocasión Humphrey Bogart– que yo tengo más admiradores mayores de ocho años y menores de sesenta, que ninguna otra persona en este país, y es por eso por lo que gano 200.000 dólares por película». Pocas horas antes de morir, el gángster más querido del cine, el tierno matón de Hollywood, había dicho a su amigo de toda la vida, Frank Sinatra: «Lo único que va bien es mi cuenta bancaria».
El grande actor del cine fue el tercero de los muertos notables de enero: en ese mismo mes, murieron la poetisa chilena Gabriela Mistral y el director de orquesta italiano –uno de los más prestigiosos de la historia de la música y también uno de los más ricos– Arturo Toscanini, mientras el pueblo polaco ratificaba en las urnas su confianza a Ladislaw Gomulka y los automovilistas franceses hacían cola frente a las bombas de gasolina. La aventura de Suez sólo dejó a Francia una inmensa desilusión y una grave crisis de combustible. En el trastorno del tránsito ocasionado por la restricción, una de las pocas cosas que llegaron a tiempo –el 23 de enero– fueron los tres kilos y 25 gramos de Carolina Luisa Margarita, princesa de Mónaco, hija de Rainiero III y de Grace Kelly.
En febrero se perdió la noticia del año
La juventud londinense había agotado un millón de discos de «Rock around the clock» en treinta días –el mayor récord después de El tercer hombre– la mañana en que la reina Isabel de Inglaterra se embarcó en el avión que la condujo a Lisboa. Esa visita al discreto y paternalista presidente de Portugal, Oliveira Salazar, parecía tener una intención política tan indescifrable, que fue interpretada como un simple pretexto de la soberana de Inglaterra para salir al encuentro de su marido, el príncipe Felipe de Edimburgo, que desde hacía cuatro meses vagaba en un yate lleno de hombres por los últimos mares del Imperio Británico. Ésa fue una semana de noticias indescifrables, de pronósticos frustrados, de esperanzas muertas en el corazón de los periodistas, que esperaron lo que sin duda hubiera sido el acontecimiento sentimental del año: la ruptura entre la reina Isabel y el príncipe Felipe. En el limpio y laberíntico aeródromo de Lisboa, adonde el duque de Edimburgo llegó con cinco minutos de retraso –en primer término porque no es inglés, sino griego, y en término segundo porque tuvo que afeitarse la barba para besar a su esposa– no ocurrió el acontecimiento esperado, y ésa fue, en 1957, la gran noticia que pudo ser y no fue.
En cambio, en ese mismo febrero en que Brigitte Bardot llevó su descote hasta un límite inverosímil en el carnaval de Munich y el primer ministro francés, señor Guy Mollet, atravesó el Atlántico para reconciliar a su país con los Estados Unidos después del descalabro de Suez, Moscú soltó la primera sorpresa del que había de ser el año más atareado, desconcertante y eficaz de la Unión Soviética. Esa sorpresa, presentada por Pravda como un acontecimiento de segundo orden, fue el reemplazo del sexto ministro de Relaciones Exteriores soviético, Dimitri Chepilov, por el nuevo niño precoz de la diplomacia mundial Andrei Gromyko.
Chepilov, antiguo director de Pravda, había sido nombrado en junio de 1956. Su paso por el Ministerio de Relaciones Exteriores constituyó un récord de velocidad: todos sus antecesores habían permanecido en ese puesto, en promedio, ocho años. Chepilov duró ocho meses. El Occidente, que no ha podido entender el complejo ajedrez político del Kremlin, tuvo razones para pensar que Gromyko sólo duraría ocho días.
A las 8.33 de la mañana, con niebla y frío en la indecisa primavera de Washington, el vicepresidente de los Estados Unidos, señor Richard Nixon, se embarcó para un viaje de diecisiete días por el África. Así empezó el tercer mes, marzo, el mes de los viajes. Con los 15.000 kilómetros en tres etapas que pocos días después recorrió desde Australia hasta Nueva York, el secretario de Estado de los Estados Unidos, señor Foster Dulles, completó un recorrido aéreo equivalente a 16 veces la vuelta al mundo, desde cuando ocupa ese cargo: 380.000 en total. El presidente de los Estados Unidos, general Eisenhower, viajó esa misma semana, a bordo del acorazado Camberra, hasta la idílica posesión británica de las Bermudas, donde debía entrevistarse con el primer ministro inglés, señor Harold MacMillan, quien dio el salto del Atlántico en una noche para tratar de poner en orden algunas de las cosas que dejó pendiente su antecesor, el señor Eden.
La ministra de Israel, Golda Meir, participó en aquella carrera contra el tiempo en un viaje récord, de TelAviv a Washington, donde se proponía recordar al señor Foster Dulles la ejecución de las promesas americanas, «la garantía de que la zona de Gaza no sería ocupada de nuevo por las tropas egipcias y la seguridad de que los Estados Unidos no dejarían cerrar otra vez el estrecho de Alaska». En esta confusión de viajes, de idas y venidas alrededor del mundo, el presidente de las Filipinas, señor Magsaysay, se embarcó en un C-47, nuevo y bien mantenido, que pocas horas después del decolaje se precipitó a tierra, envuelto en llamas. Este accidente, del cual no se sabe a ciencia cierta ni siquiera si fue realmente un accidente, fue el único de un mes en que una simple falla de motores hubiera podido voltear al revés –o al derecho– la historia del mundo. Una personalidad filipina, el señor Néstor Mato, que viajaba en el mismo avión del presidente y que sobrevivió milagrosamente a la catástrofe, reveló que el siniestro había sido provocado por una violenta explosión a bordo del avión. Mientras las expediciones de rescate buscaban inútilmente el cuerpo del presidente Magsaysay y en los círculos políticos del mundo occidental se atribuía el accidente a un atentado comunista, el presidente Eisenhower, preparando sus maletas para viajar a Nassau, se quitó el saco frente a una ventana abierta y contrajo un resfriado. En el sopor de la primavera africana, el señor Nixon trituraba a esa hora, entre sus duros maxilares de escolar, semillas de plantas salvajes, como prueba de la simpatía de su país por los lustrosos y emplumados ciudadanos de Uganda.
Pedro Infante se va. Batista se queda
Esa intempestiva fiebre viajera de los políticos tenía por objeto remendar los últimos cabos sueltos de la aventura de Suez, que cuatro meses después seguía constituyendo un dolor de cabeza para los occidentales, a pesar de que ya las tropas de la ONU estaban interpuestas entre Egipto e Israel y de que los técnicos habían empezado a sacar del canal los barcos hundidos en noviembre por el general Nasser. En realidad, si el vicepresidente Nixon viajó al África, si se tomó el trabajo de comer y beber cuantas cosas extrañas le ofrecieron los monarcas primitivos del continente negro, no perdió en cambio la oportunidad de tomarse en Marruecos un té a la menta que le ofreció Mulay Hassan, el príncipe de película en tecnicolor que constituye uno de los tres puntales del mundo árabe. El señor Harold MacMillan, por su parte, trató de convencer al presidente de que no confiara por entero a la ONU los problemas del Oriente. El presidente lo oyó con mucha atención, a pesar de su resfriado y a pesar de que –por razones que el protocolo nunca pudo explicar– durante la conferencia tuvo las orejas tapadas con algodones.
Muy cerca del lugar de la entrevista, en Cuba, donde el presidente Batista empezaba a perder el sueño a causa de los problemas de orden público en la provincia de Oriente, el baile del año, la música que contaminó en menos de tres meses a la juventud de todo el mundo, desde París hasta Tokio, desde Londres hasta Buenos Aires, sufrió su primer tropiezo: el rock’n roll fue prohibido en la televisión de La Habana. «Se trataba –decía la prohibición– de un baile inmoral y degradante, cuya música está contribuyendo a la adopción de movimientos raros, que ofenden la moral y las buenas costumbres». En una curiosa coincidencia, esa misma semana, en una fiesta en Palm Beach, la actriz sueca Anita Ekberg y su marido Anthony Steel, se batieron físicamente con el escultor cubano Joseph Dovronyi, porque éste dio a conocer la escultura de una mujer completamente desnuda, para lo cual, según dijo, había tomado como modelo a la actriz sueca. En nombre de la moral y las buenas costumbres, ésta atacó a taconazos al escultor. Otra actriz sueca, Ingrid Bergman, figuró esa misma semana en la actualidad mundial, cuando le fue concedido el Oscar por su actuación en Anastasia. Ese hecho fue interpretado como una reconciliación de Ingrid Bergman con el público de los Estados Unidos, que durante ocho años la mantuvo en entredichos a causa de su matrimonio con el director italiano Roberto Rossellini.
El explorador Richard Byrd, viajero del Polo Sur, murió pocos días antes que el político francés Edouard Herriot. Francia apenas tuvo tiempo para guardar veinticuatro horas de luto, atareada como estaba con la guerra de Argelia y con los preparativos de recepción a la reina Isabel de Inglaterra.
Un joven abogado cubano, que en cierta ocasión, en México, se gastó sus últimos veinte dólares en la edición de un discurso, desembarcó en Cuba con un grupo de opositores al presidente Batista. El abogado se llama Fidel Castro y conoce la estrategia mejor que los códigos. El presidente Batista, que tiene dificultades para explicar por qué sus fuerzas armadas no han podido expulsar a Fidel Castro de la isla, pronuncia unos discursos exaltados para decir que «no hay novedad en el frente», pero el hecho es que la inquietud continuaba aún en abril. Los enemigos del gobierno aparecían por todas partes: en la Calzada de Puentes Grandes, 3.215 –La Habana–, donde el detectivismo descubrió un depósito de armas modernas a principios del mes; en el Oriente del país, donde existen serios indicios de que la población civil protege y ayuda a los hombres de Fidel Castro, así como en Miami, en Ciudad de México, en los puntos claves del revoltoso cinturón del Caribe. Pero la opinión pública de ese minúsculo y conflictivo rincón de la tierra, que no ha sido en ningún momento indiferente a los embrollos políticos, se olvidó de los problemas de Cuba para estremecerse con la muerte de Pedro Infante, el cantante mexicano, víctima de un accidente aéreo.
Termina el Escándalo del Siglo. Resultado «0»
A 11.000 kilómetros del lugar en que se destrozó el avión donde viajaba el ídolo popular, un drama largo y complejo tomaba visos de comedia: el caso Montesi, juzgado en Venecia, con un equipo completo de acusados y testigos, de jueces y abogados, de periodistas y de simples curiosos que se dirigían en góndolas a las audiencias, se disolvió en suposiciones sin sentido. El crimen de Wilma Montesi, la modesta muchacha de vía Tagliamento, considerado como el escándalo del siglo, se quedó impune, al parecer, para siempre.
Mientras tanto, los habitantes de París, desafiando los últimos vientos helados de la primavera, salieron a las calles para saludar, en un arranque de fervor monárquico, a la reina Isabel de Inglaterra, que atravesó el canal de la Mancha en su «Viscount» particular para decirle al presidente Coty, en francés, que los dos países estaban más unidos y más cerca que nunca después del fracaso solidario de Suez. Los franceses, que aman a la reina de Inglaterra casi tanto como al presidente Coty, a pesar de que aseguran lo contrario, no se habían tomado desde hacía mucho tiempo la molestia de permanecer cuatro horas detrás de un cordón de policía para saludar a un visitante. Esta vez lo hicieron y sus gritos de bienvenida disimularon durante tres días la tremenda crisis económica de Francia, que el primer ministro, señor Guy Mollet, trataba de remendar desesperadamente en el momento en que la reina de Inglaterra, en Orly, descendió de un avión en el que dejó olvidada su sombrilla.
Secretamente, sin que nadie se atreviera a insinuarlo, un temor circulaba por las calles de París cuando el automóvil descubierto de la soberana británica atravesó por los Campos Elíseos: era el temor de que los rebeldes de Argelia, que están infiltrados por todas partes, que en su país se enfrentan a los grupos de paracaidistas y en París juegan a las escondidas con los policías, lanzaran una bomba al paso del automóvil real. Ése hubiera sido el episodio más espectacular de una guerra anónima, casi una guerra clandestina, que dura desde hace tres años, y que en el de 1957 no tuvo tampoco la solución que todo el mundo espera con impaciencia.
Bogotanos en pijama tumban a Rojas
Los habitantes de Bogotá, muchos de ellos en pijama, salieron a la calle, el 10 de mayo, a las cuatro de la madrugada, para celebrar la caída del general Gustavo Rojas Pinilla, que estaba en el poder desde el 13 de junio de 1953. Desde el 7 de mayo –tres días antes– el país estaba prácticamente paralizado como protesta por la maniobra presidencial de reunir la Asamblea Nacional Constituyente para hacerse reelegir por un nuevo período. Los bancos, el comercio, las industrias, cerraron sus puertas durante setenta y dos horas, en una manifestación de resistencia pasiva apoyada por todas las fuerzas del país. Cuando el 10 de mayo, a las cuatro de la madrugada, la capital de Colombia se desbordó en las calles para celebrar la caída de Rojas Pinilla, éste se encontraba en el palacio de San Carlos, reunido con sus colaboradores más fieles, y seguramente tuvo que preguntar a alguno de ellos qué estaba sucediendo en la ciudad. En realidad, Rojas Pinilla, quien voló a España con 216 maletas, no renunció sino cuatro horas después: a las ocho de la mañana. Esa misma mañana, otro gobierno se vino abajo: el de Guy Mollet, en Francia, que había durado quince meses, y que fue el más largo de todos los gobiernos franceses, después del de Poincaré. Aunque el señor Mollet se las arregló para caerse «por causa de la economía», los observadores de la política francesa supieron que la causa verdadera era otra: la guerra de Argelia, que ha desangrado las finanzas del país y que fue la causa verdadera de las dos crisis de 1957.
En Roma, el club de James Dean, formado por adolescentes que corren a 120 kilómetros por hora en automóvil sin frenos, como homenaje al actor muerto el año pasado en un accidente automovilístico, se siguieron reuniendo en secreto, después de que la policía intervino en mayo para poner término a sus actividades, a petición de los padres de familia. Ninguno de ellos había sufrido el más ligero accidente, cuando la novelista francesa Françoise Sagan –a quien le disgusta profundamente que la llamen «la James Dean de la literatura francesa»– se estrelló en su automóvil, en las cercanías de París. Durante una semana la escritora de veintidós años que escandalizó hace cuarenta meses a los buenos burgueses de Francia con su primera novela, Bonjour Tristesse, estuvo entre la vida y la muerte. Cuando abandonó el hospital, un mes después, su nuevo libro estaba en prensa: Dentro de un mes, dentro de un año. Fue un récord de ventas: la primera edición se había agotado antes de que cayera el nuevo gobierno francés, presidido por el señor Bourges Maunouri. Las cosas sucedieron tan rápidamente en esas dos semanas, que muchos de los admiradores de James Dean decidieron entrar en la peluquería y pasarse, sin etapas, a la moda de las cabezas peladas, impuesta por Yul Brinner.
Una propuesta, el mejor chiste de Mao
Una mujer de aspecto insignificante, la señora Liu Chi-Jean, se presentó una mañana de junio a las puertas de la embajada de los Estados Unidos de Formosa, con un letrero escrito en inglés y en chino, en el cual calificaba de asesino al sargento americano Robert Reynolds y llamaba a la población de la isla a manifestarse contra la decisión del tribunal que lo declaró inocente. Pocas semanas antes, la esposa de ese sargento Robert Reynolds, a quien la señora Liu Chi-Jean calificaba de asesino, estaba tomando una ducha en su residencia de Taipéi. De pronto prorrumpió en gritos de protesta porque, según decía, un hombre la estaba mirando por una rendija de la ventana. El esposo de la señora Reynolds, que leía el periódico en la sala, salió al patio con su revólver, con el propósito, según dijo en la audiencia, «de mantener a raya al individuo hasta cuando llegara la policía». A la mañana siguiente un cadáver amaneció en el jardín, acribillado por los proyectiles del revólver del sargento Reynolds. El cadáver era el del esposo de la señora Liu Chi-Jean. Un tribunal compuesto por tres sargentos y tres coroneles juzgó al sargento americano y dio su veredicto: «Legítima defensa».
Las manifestaciones provocadas por este hecho, que la población de Formosa consideró como una simple comedia judicial, fueron el primer incidente grave entre la China republicana y los Estados Unidos, desde cuando el señor Chiang Kai Sheck, presidente de la república China, fue expulsado del continente por los comunistas y se instaló en Formosa, con el visto bueno y el apoyo financiero y político de Washington. Las protestas de la señora Liu Chi-Jean desencadenaron en Formosa una tempestad de protestas antiamericanas que el primer ministro de la China Roja, Chu En-Lai, supo valorar exactamente. Convencido de que las cosas no iban bien entre Formosa y los Estados Unidos, los gobernantes de la China comunista hicieron una propuesta a Chiang Kai Sheck: que permaneciera en Formosa, con sus ejércitos, su población y sus 92 automóviles particulares, pero en calidad de administrador de la isla por cuenta del gobierno de Mao Tse-Tung. Chiang Kai Sheck, que debió considerar la propuesta como un chiste de mal gusto, ni siquiera se tomó el trabajo de dar una respuesta. Mao Tse-Tung se encogió de hombros. «De todos modos –dijo–, el tiempo se encargará de resolver el problema de Formosa: los ejércitos de Chiang Kai Sheck se están volviendo viejos. Dentro de diez años tendrán un promedio de cuarenta y cinco años. Dentro de veinte ese promedio será de cincuenta y cinco. La China comunista tiene paciencia y prefiere esperar a que los ejércitos de la China republicana se mueran de viejos en Formosa».
Krushchev, estrella de la TV americana
Los televidentes de los Estados Unidos acababan de ver en la pantalla doméstica el noticiero sobre los acontecimientos de Formosa, cuando una cabeza completamente pelada hizo su aparición y comenzó a decir en ruso un sartal de cosas ininteligibles, que un momento después un locutor empezó a traducir en inglés. Esa vedette desconocida en la televisión de los Estados Unidos era el hombre que más dio que hablar en 1957 –el personaje del año–: Nikita Krushchev, secretario del partido comunista de la Unión Soviética. El hecho de que Nikita Krushchev hubiera podido asomarse a todos los hogares de los Estados Unidos no fue ni mucho menos una maniobra preparada por el servicio de espionaje soviético. Fue conseguido, en un año de gestiones diplomáticas, por la Columbia Broadcasting Corporation, y la película había sido tomada en el Kremlin, en el propio escritorio de Krushchev, quien se prestó a todo lo que le exigieron los periodistas americanos, menos a que lo maquillaran. «No es necesario –declaró un portavoz oficial soviético–. El señor Krushchev se afeita todos los días y usa polvos de talco». Dentro de los propios hogares americanos, la voz de Krushchev inició la ofensiva del desarme, el primer paso a fondo de una campaña que había de prolongarse durante todo el año y que sin duda fue la esencia de la actividad diplomática y política de la Unión Soviética en 1957.
A partir de la entrevista de Krushchev, la atención mundial tuvo forzosamente que volverse hacia el hemisferio socialista. En los preparativos de la celebración del cuarenta aniversario de la revolución, el enigmático señor Krushchev –que prácticamente no dejó de pasar un día sin hacer oír su voz en Occidente– desplegó una actividad colosal, tanto en los problemas interiores como en la política exterior. En un solo día, después de una tormentosa reunión del comité central del Partido Comunista soviético, cuatro de las personalidades más altas de la Unión Soviética fueron puestas fuera de combate: Molotov, Malenkov, Chepilov y Kaganovich. Pocos días después, en el momento en que el primer ministro de Túnez, señor Burguiba, ponía a su vez fuera de combate a un monarca decrépito y anquilosado y proclamaba la república más joven del mundo, los representantes de las cuatro potencias discutían en Londres las bases del desarme mundial. El señor Stassen, representante de los Estados Unidos, tuvo que abandonar las sesiones para asistir de urgencia al matrimonio de su hijo. Estaba tomándose el primer whisky de la fiesta cuando supo que la conferencia del desarme no había llegado a ninguna parte, pero que el señor Krushchev había soltado una noticia del más grueso calibre: la Unión Soviética disponía de «el arma absoluta», un cohete dirigido a larga distancia que podía alcanzar cualquier objetivo del planeta. El Occidente, pendiente del inminente nacimiento del primogénito de Gina Lollobrigida, no dio mucho crédito a la noticia. Pero era auténtica. A partir de ese momento, la superioridad de ataque de la Unión Soviética se aceptó como un hecho indiscutible. El Occidente trató de pasar ese trago amargo con el consuelo de que Gina Lollobrigida había tenido una niña en perfecta salud: 6 libras y 99 gramos.
La asiática: el mundo con 39 grados de fiebre
El pequeño y pelirrojo John A. Hale, profesor de la Malaysia University, de Singapur, se asomó a su microscopio, a pesar del aplastante calor de 40 grados, el 4 de mayo, para examinar una muestra de microbios que le había llegado esa mañana de Hong Kong. Cinco minutos después, sobresaltado, el profesor llamó por teléfono a la compañía aérea BOAC y le dijeron que quince minutos más tarde salía un avión para Londres. El profesor Hale envió en ese avión, de urgencia, un cilindro de cristal celosamente protegido, al doctor Christopher Andrews, director del centro mundial de la gripe, en Londres. El cilindro contenía las muestras de un microbio rarísimo que el asustado investigador de Singapur acababa de identificar y que, a pesar de sus precauciones, había de provocar la enfermedad del año: la gripe asiática. Cuando el avión de la BOAC aterrizó en Londres, varios marineros de un barco que cuarenta y ocho horas antes había salido de Singapur empezaron a estornudar. Una hora después tenían dolor en los huesos. Cinco horas después, fiebre de 40 grados. Uno de ellos murió. Los otros, hospitalizados en Formosa, contaminaron a los médicos, a las enfermeras y a los otros pacientes. Cuando el instituto mundial de la gripe, en Londres, dio la voz de alarma, ya la gripe asiática estaba llegando a Europa. Cuatro meses después, la noche en que se estrenó en Londres la última película de Charlie Chaplin, Un rey en Nueva York, había acabado de darle la vuelta al mundo.
El presidente Eisenhower estaba demasiado ocupado en esos días para pensar en el peligro de los microbios. Había tenido que estudiar los problemas del polvorín del Oriente, pensar en las soluciones de compromiso que le permitieron estar en buenos términos con el mundo árabe sin disgustar a sus aliados de Europa, tratar de descifrar las indescifrables ocurrencias del indescifrable señor Krushchev y apenas le sobraban tres días para ir a jugar al golf bajo el tibio verano de Nueva Inglaterra, en su residencia de vacaciones de la bahía Narragansett. No había acabado de descender de su avión particular, Columbine III, cuando su secretario Hagerty vino a decirle que en Little Rock, estado de Arkansas, donde el gobernador Faubus se oponía a la integración escolar –asistencia de alumnos negros a las escuelas de los blancos–, la situación estaba tomando visos de la más dramática gravedad. El problema había empezado una semana antes: contrariando la decisión de la Corte Suprema de los Estados Unidos, el gobernador Faubus había emplazado la guardia nacional de Arkansas a las puertas de la Central High School, con el pretexto de que la presencia de alumnos negros provocaría disturbios en la población. La población racista, evidentemente una minoría insignificante, se concentró en la puerta del establecimiento y dio a entender, con gritos apasionados y en algunos momentos con la acción física, que el gobernador Faubus tenía razón. El presidente Eisenhower, enemigo de la fuerza, trató por todos los medios de disuadir al gobernador rebelde. Pero éste, a pesar de la entrevista que tuvo con el presidente, persistió en su actitud. Los comentarios de la debilidad del general Eisenhower le dieron la vuelta al mundo a una velocidad mucho mayor que la de la gripe asiática. El mundo socialista explotó la situación. «Hace falta un Truman en la Casa Blanca», se dijo en los Estados Unidos, especialmente en el Norte, donde el recuerdo de la energía, el dinamismo y el espíritu de decisión del antiguo presidente no han sido olvidados. Presionado por la gravedad de la circunstancia, viendo en peligro su autoridad, el presidente Eisenhower decidió, el martes 24 de septiembre, a las 12.30 de la mañana, enviar a Little Rock 1.000 paracaidistas de élite que hicieran cumplir la disposición de la Corte Suprema. A las 3.15 de ese mismo día, el problema estaba resuelto: protegidos por los soldados enviados urgentemente de Washington, los quince estudiantes negros se sentaron con los blancos en la Central High School y no pasó absolutamente nada.
Sputnik: el mundo aprende astronáutica
Sofía Loren se había vestido de novia, en Hollywood, para filmar la escena de una película –el 21 de septiembre– cuando un tribunal de México –a 5.000 kilómetros de distancia– la declaró casada por poder con el productor italiano Carlo Ponti, que en ese mismo instante se encontraba en Los Ángeles conversando de negocios por teléfono con un empresario de Nueva York. Ese matrimonio, que tenía algo de futurista, un poco de leyenda interplanetaria, no despertó en Italia el interés esperado. Tampoco en los Estados Unidos, donde la actriz italiana no ha logrado interesar a fondo al público de los estadios de béisbol. Los fanáticos de Nueva York se abrían paso a empujones para lograr un puesto en los graderíos en el partido más esperado de la gran temporada, el 4 de octubre, cuando ya el mundo se había olvidado de discutir la legitimidad o la ilegitimidad del matrimonio de Sofía Loren. En ese mismo instante, «en algún lugar de la Unión Soviética», un científico anónimo apretó un botón: el primer satélite artificial de la Tierra, Sputnik 1 (que en ruso significa «compañero»), fue puesto a girar alrededor del globo terráqueo. La esfera, construida de un material todavía desconocido, pero capaz de resistir la elevadísima temperatura provocada por la velocidad de lanzamiento, con 83.400 kilogramos de peso, 58 centímetros de diámetro, cuatro antenas y dos emisoras de radio, fue colocada en su órbita, a la altura de 900.000 metros y a una velocidad de 28.800 kilómetros por hora, por un cohete dirigido con una precisión inimaginable e impulsado por una fuerza insospechada. A raíz de la espectacular publicidad que se dio a este acontecimiento, uno de los más importantes de la historia de la humanidad, desde el punto de vista científico, los lectores de todos los periódicos del mundo hicieron en cuatro días un curso intensivo y completo de astronáutica. Lo único que no se conoce aún en relación con el Sputnik 1, además del material en que está construido, es el combustible utilizado en el lanzamiento y la hora exacta en que se puso en su órbita. Los soviéticos tenían una razón para guardar ese secreto: a partir de la hora del lanzamiento, los científicos de los Estados Unidos hubieran podido calcular el sitio exacto en que fue lanzado.
«Es un trasto sin importancia», declaró un militar americano cuando supo que la Tierra tenía un satélite de fabricación soviética. Pero «ese trasto sin importancia», cuya trascendencia científica es incalculable, era al mismo tiempo la demostración de que Krushchev no había mentido cuando dijo que su país disponía de un cohete capaz de alcanzar cualquier objetivo del planeta. Si los rusos pudieron lanzar el Sputnik es porque, en realidad, disponían del supercohete con que Krushchev amenazó a Occidente dos meses antes.
La última canasta de Christian Dior
Un hombre había encontrado la manera de hacer su curso periodístico de astronáutica sin desatender sus múltiples ocupaciones: el costurero Christian Dior, que en su gigantesco establecimiento de la avenida Montaigne, en París, trabajaba quince horas al día antes de tomar sus vacaciones anuales. El 18 de octubre, Christian Dior dio por terminadas sus labores y se trasladó en automóvil al balneario italiano de Montecatini, acompañado de una muchacha de diecisiete años, María Colle, y de la señora Raymendo Zanecker, su colaboradora más íntima. El objeto más precioso de su equipaje de siete valijas era un maletín con medicamentos de urgencia, a los cuales el modisto que más dinero ganó en 1957 debía recurrir en caso de urgencia. El 23, a las 10.35 de la noche, después de jugar canasta con un grupo de amigos en el hotel de la Pace, Christian Dior se sintió fatigado y se retiró a su habitación. Una hora más tarde, despertada por un presentimiento, la señora Zanecker llamó tres veces a la puerta, con el maletín de los medicamentos. Era demasiado tarde. Un médico francés que habitaba en el mismo hotel, en pijama, a las once veintitrés minutos, comprobó que Christian Dior, un hombre que no sabía hacer nada hace once años y que ahora era el costurero más conocido y más rico del mundo, había muerto de un colapso.
En Moscú, donde los encargados de la moda resolvieron hace seis meses hacer todo lo posible por que el pueblo soviético –que viste muy mal– se vistiera mejor, se esperaba la visita de Christian Dior a principios del año entrante. La noticia de su muerte llegó en un momento en que el pueblo soviético se preparaba para celebrar el 40 aniversario de la revolución. El mundo occidental, a su vez, se preparaba para una revelación espectacular. Sabía que los soviéticos, al lanzar el primer Sputnik, sólo habían soltado un ensayo, una muestra gratis del misterioso y colosal acontecimiento que tenían guardado para el 4 de noviembre. En la expectativa, como para mantener despierta la atención mundial, los soviéticos concedieron un reposo indefinido al mariscal Zukov, ministro de Defensa, vencedor de Berlín y amigo personal del presidente Eisenhower. «Yo acabo de ver a Zukov –dijo esa noche Krushchev, muerto de risa, en la recepción ofrecida por la embajada de Turquía en Moscú–. Estamos buscando para él un puesto que esté de acuerdo con su capacidad». Setenta y dos horas después, al compás de los himnos marciales con que la Unión Soviética celebraba la víspera del aniversario de la revolución, el segundo Sputnik –tan grande y pesado como un automóvil– dio la primera vuelta alrededor de la Tierra.
Ike pierde el Vanguard, pero no el humor
Los Estados Unidos, que ya habían tenido tiempo de reaccionar de la conmoción ocasionada en la opinión pública por el primer satélite, pararon esta vez el golpe con una ocurrencia magistral: con carácter casi oficial, pero sin que nadie respondiera de su autenticidad, se publicó la versión de que el 4 de noviembre, a las doce del día, un proyectil soviético alcanzaría la Luna. Esa maniobra de propaganda logró que el 4 de noviembre, mientras el primer ser viviente –la perrita Laika– daba la vuelta a la Tierra cada noventa y seis minutos, Occidente se sintiera un poco desilusionado: se tuvo la impresión de que no había sucedido absolutamente nada.
El 5 de noviembre, en su despacho color de rosa de la Casa Blanca, el presidente Eisenhower, severamente vestido de gris, recibió a los sabios de los Estados Unidos. En esa entrevista, que duró exactamente una hora y cuarenta y tres minutos, el hombre que fabricó el primer cohete de largo alcance, Werner von Braun, alemán nacionalizado en Norteamérica, habló la mayor parte del tiempo. En 1932 –cuando apenas tenía dieciocho años de edad– Von Braun fue designado por Hitler para diseñar un cohete rudimentario, antepasado de la famosa V-2 y venerable abuelo del Sputnik. Este hombre entusiasta, calvo y de vientre redondo que tiene de común con el presidente Eisenhower el gusto por las novelas de bandidos, convenció al primer mandatario de que los Estados Unidos tienen un sistema de defensa y ataque mucho más avanzado que el de la Unión Soviética, concretamente en el dominio de los cohetes de largo alcance. Pero el presidente no quedó muy tranquilo. Pocas semanas después –cuando Ingrid Bergman y Roberto Rossellini rompieron de común acuerdo sus inseguros vínculos matrimoniales– el presidente sufrió un colapso al regresar del aeródromo de Washington, donde recibió al rey de Marruecos. En París, una comisión de detectives del FBI estudiaba cada centímetro cuadrado del híbrido palacio de Chaillot para estar seguros de que nadie podría disparar contra el señor Eisenhower desde detrás de las numerosas y pálidas estatuas, en el curso de la inminente conferencia de la OTAN. Cuando se conoció la noticia de la enfermedad del presidente, los detectives regresaron a Washington, seguros de haber perdido el tiempo. Rodeado por los mejores médicos de los Estados Unidos, dispuesto a sacar fuerzas de flaqueza para asistir de todos modos a la conferencia de la OTAN, el señor Eisenhower sufrió un nuevo golpe. Un golpe que esta vez no estuvo dirigido contra su cerebro, sino contra su corazón, y contra el corazón mismo de la nación americana: el minúsculo satélite de los Estados Unidos, una pamplemusa de metal refractario cuya fotografía ya había sido publicada por todos los periódicos del mundo, rodó melancólicamente sobre los secos pedregales de Cabo Cañaveral después de que el enorme y costoso dispositivo de lanzamiento del cohete Vanguard se despedazó en un aparatoso fracaso de humo y desilusión. Pocos días más tarde, con su extraordinaria capacidad para asimilar los golpes, con su amplia sonrisa de buen jugador y sus largos y seguros pasos de Johnnie Walker, el presidente Eisenhower desembarcó en París para inaugurar el último acontecimiento internacional del año: la conferencia de la OTAN.
3 de enero de 1958, Momento, Caracas