El plan parecía una locura demasiado simple. Se trataba de tomarse el Palacio Nacional de Managua a pleno día y con sólo veinticinco hombres, mantener en rehenes a los miembros de la Cámara de Diputados, y obtener como rescate la liberación de todos los presos políticos. El Palacio Nacional, un viejo y desabrido edificio de dos pisos con ínfulas monumentales, ocupa una manzana entera con numerosas ventanas en sus costados y una fachada con columnas de Partenón bananero hacia la desolada plaza de la República. Además del Senado en el primer piso y la Cámara de Diputados en el segundo, allí funcionan el Ministerio de Hacienda, el Ministerio de Gobierno y la Dirección General de Ingresos, de modo que es el más público y populoso de todos los edificios oficiales de Managua. Por eso hay siempre un policía con armas largas en cada puerta, dos más en las escaleras del segundo piso, y numerosos pistoleros de ministros y parlamentarios por todas partes. En las horas hábiles, entre empleados y público, hay en los sótanos, las oficinas y los corredores, no menos de tres mil personas. Sin embargo, la Dirección del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) no consideró que el asalto de aquel mercado burocrático fuera en realidad una locura demasiado simple, sino todo lo contrario, un disparate magistral. En realidad, el plan lo había concebido y propuesto desde 1970 el veterano militante Edén Pastora, pero sólo se puso en práctica en este agosto caliente, cuando se hizo demasiado evidente que los Estados Unidos habían resuelto ayudar a Somoza a quedarse en su trono de sangre hasta 1981.
«Los que especulan con mi salud, que no se equivoquen», había dicho el dictador después de su reciente viaje a Washington. «Otros la tienen peor», había agregado, con una arrogancia muy propia de su carácter. Tres empréstitos de cuarenta, cincuenta y sesenta millones de dólares se anunciaron poco después. Por último, el presidente Carter, de su puño y letra, rebasó la copa, con una carta personal de felicitación a Somoza por una pretendida mejoría de los derechos humanos en Nicaragua. La dirección nacional del FSLN, estimulada por el ascenso notable de la agitación popular, consideró entonces que era urgente una réplica terminante y ordenó que se pusiera en práctica el plan congelado y tantas veces aplazado durante ocho años. Como se trataba de secuestrar a los parlamentarios del régimen, se le puso a la acción el nombre clave de Operación Chanchera. Es decir: el asalto a la casa de los chanchos.
Cero, uno y dos
La responsabilidad de la operación recayó sobre tres militantes bien probados. El primero fue el hombre que la había concebido y que había de comandarla, y cuyo nombre real parece un seudónimo de poeta en la propia patria de Rubén Darío: Edén Pastora. Es un hombre de cuarenta y dos años, con veinte de militancia muy intensa, y con una decisión de mando que no logra disimular con su estupendo buen humor. Hijo de un hogar conservador, estudió el bachillerato con los jesuitas y luego hizo tres años de medicina en la Universidad de Guadalajara, México. Tres años en cinco, porque varias veces interrumpió las clases para volver a las guerrillas de su país, y sólo cuando lo derrotaban volvía a la escuela de medicina. Su recuerdo más antiguo, a los siete años, fue la muerte de su padre, asesinado por la Guardia Nacional de Anastasio Somoza García. Por ser el comandante de la operación, de acuerdo con una norma tradicional del FSLN, sería distinguido con el nombre de Cero.
En el segundo lugar fue designado Hugo Torres Jiménez, veterano guerrillero de treinta años, con una formación política tan eficiente como su formación militar. Había participado en el célebre secuestro de una fiesta de parientes de Somoza en 1974, lo habían condenado en ausencia a treinta años de cárcel, y desde entonces vivía en Managua en la clandestinidad absoluta. Su nombre, igual que en la operación anterior, fue el número Uno.
La número Dos, única mujer del comando, es Dora María Téllez, de veintidós años, una muchacha muy bella, tímida y absorta, con una inteligencia y un buen juicio que le hubieran servido para cualquier cosa grande en la vida. También ella estudió tres años de medicina en León. «Pero desistí por frustración –dice–. Era muy triste curar niños desnutridos con tanto trabajo, para que tres meses después volvieran al hospital, en peor estado de desnutrición». Procedente del frente del norte «Carlos Fonseca Amador» vivía en la clandestinidad desde enero de 1976.
Sin melena ni barbas
Otros veintitrés muchachos completaban el comando. La dirección del FSLN los escogió con mucho rigor entre los más resueltos y probados en acciones de guerra en todos los comités regionales de Nicaragua, pero lo más sorprendente en ellos es su juventud. Omitiendo a Pastora, la edad promedio del comando era de veinte años. Tres de sus miembros tienen dieciocho.
Los veintiséis miembros del comando se reunieron por primera vez en una casa de seguridad de Managua sólo tres días antes de la fecha prevista para la acción. Salvo los tres primeros números, ninguno de ellos se conocía entre sí, ni tenía la menor idea de la naturaleza de la operación. Sólo les habían advertido que era un acto audaz y con un riesgo enorme para sus vidas, y todos habían aceptado.
El único que había estado alguna vez dentro del Palacio Nacional era el comandante Cero, cuando era muy niño y acompañaba a su madre a pagar los impuestos. Dora María, la número Dos, tenía una cierta idea del Salón Azul donde se reúne la Cámara de Diputados, porque alguna vez lo había visto en la televisión. El resto del grupo no sólo no conocía el Palacio Nacional, ni siquiera por fuera, sino que la mayoría no había estado nunca en Managua. Sin embargo, los tres dirigentes tenían un plano perfecto, dibujado con cierto primor científico por un médico del FSLN, y desde varias semanas antes de la acción conocían de memoria los pormenores del edificio como si hubieran vivido allí media vida.
El día escogido para la acción fue el martes 22 de agosto, porque la discusión del presupuesto nacional aseguraba una asistencia más numerosa. A las nueve y media de la mañana de ese día, cuando los servicios de vigilancia confirmaron que habría reunión de la Cámara de Diputados, los veintitrés muchachos fueron informados de todos los secretos del plan, y se le asignó a cada uno una misión precisa. Divididos en seis escuadras de a cuatro, mediante un sistema complejo pero eficaz, a cada uno le correspondió un número que permitía saber cuál era su escuadra y su posición dentro de ella.
El ingenio de la acción consistía en hacerse pasar por una patrulla de la Escuela de Entrenamiento Básica de infantería de la Guardia Nacional. De modo que se uniformaron de verde olivo, con uniformes hechos por costureras clandestinas en tallas distintas, y se pusieron botas militares compradas el sábado anterior en tiendas distintas. A cada uno le dieron un bolso de campaña con el pañuelo rojo y negro del FSLN, dos pañuelos de bolsillo por si sufrían heridas, un foco de mano, máscaras y anteojos contra gases, bolsas plásticas para almacenar el agua de beber en caso de urgencia, y una bolsa de bicarbonato para afrontar los gases lacrimógenos. En la dotación general del comando había además diez cuerdas de nylon de metro y medio para amarrar rehenes y tres cadenas con candados para cerrar por dentro todas las puertas del Palacio Nacional. No llevaban equipo médico porque sabían que en el Salón Azul había servicios médicos y medicinas de urgencia. Por último, les repartieron las armas que de ningún modo podían ser distintas de las que usa la Guardia Nacional, porque casi todas habían sido capturadas en combate. El parque completo eran dos subametralladoras Uzi, un G3, un M3, un M2, veinte fusiles Garand, una pistola Browning y cincuenta granadas. Cada uno disponía de trescientos tiros.
La única resistencia que opusieron todos surgió a la hora de cortarse el cabello y afeitarse las barbas cultivadas con tanto esmero en los frentes de guerra. Sin embargo, ningún miembro de la Guardia Nacional puede llevar cabellos largos ni barbas, y sólo los oficiales pueden llevar bigotes. No había más remedio que cortar, y de cualquier manera, porque el FSLN no tuvo a última hora un peluquero de confianza. Se peluquearon los unos a los otros. A Dora María, una compañera resuelta le trasquiló de dos tijeretazos su hermosa cabellera de combate, para que no se viera que era mujer con la boina negra.
A las once cincuenta de la mañana, con el retraso habitual, la Cámara de Diputados inició la sesión en el Salón Azul. Sólo dos partidos forman parte de ella: el Partido Liberal, que es el partido oficial de Somoza, y el Partido Conservador, que juega el juego de la oposición leal. Desde la gran puerta de cristales de la entrada principal, se ve la bancada liberal a la derecha, y la bancada conservadora a la izquierda, y al fondo, sobre un estrado, la larga mesa de la presidencia. Detrás de cada bancada hay un balcón para las barras de cada partido y una tribuna para los periodistas, pero el balcón de las barras conservadoras está cerrado desde hace mucho tiempo, mientras que el de los liberales está abierto y siempre muy concurrido por partidarios a sueldo. Aquel martes estaba más concurrido que de costumbre y había además unos veinte periodistas en la tribuna de prensa. Asistían sesenta y siete diputados en total, y dos de ellos valían su peso en oro para el FSLN: Luis Pallais Debayle, primo hermano de Anastasio Somoza, y José Somoza Abrego, hijo del general José Somoza, que es medio hermano del dictador.
¡Viene el jefe!
El debate sobre el presupuesto había comenzado a las doce y media, cuando dos camionetas Ford pintadas de verde militar, con toldos de lona verde y bancas de madera en la parte posterior, se detuvieron al mismo tiempo frente a las dos puertas laterales del Palacio Nacional. En cada una de las puertas, como estaba previsto, había un policía armado con una escopeta, y ambos estaban bastante acostumbrados a su rutina para darse cuenta de que el verde de las camionetas era mucho más brillante que el de la Guardia Nacional. Rápidamente, con órdenes militares terminantes, de cada una de las camionetas descendieron tres escuadras de soldados.
El primero que bajó fue el comandante Cero frente a la puerta oriental, seguido por tres escuadras. La última estaba comandada por la número Dos: Dora María. Tan pronto como saltó a tierra, Cero gritó con su voz recia y bien cargada de autoridad:
–¡Apártense! ¡Viene el jefe!
El policía de la puerta se hizo a un lado de inmediato y el Cero dejó a uno de sus hombres montando guardia a su lado. Seguido por sus hombres subió la amplia escalera hasta el segundo piso, con los mismos gritos bárbaros de la Guardia Nacional cuando se aproxima Somoza, y llegó hasta donde estaban otros dos policías con revólveres y bolillos. Cero desarmó a uno y la Dos desarmó al otro con el mismo grito paralizante: «¡Viene el jefe!».
Allí quedaron apostados otros dos guerrilleros. Para entonces, la muchedumbre de los corredores había oído los gritos, había visto a los guardias armados, y había tratado de escapar. En Managua, es casi un reflejo social: cuando llega Somoza, todo el mundo huye.
Cero llevaba la misión específica de entrar en el Salón Azul y mantener a raya a los diputados, sabiendo que todos los liberales y muchos de los conservadores estaban armados. La Dos llevaba la misión de cubrir esa operación frente a la gran puerta de cristales, desde donde se dominaba abajo la entrada principal del edificio. A ambos lados de la puerta de cristales habían previsto encontrar dos policías con revólveres. Abajo, en la entrada principal, que era verja de hierro forjado, había dos hombres armados con una escopeta y una subametralladora. Uno de ellos era un capitán de la Guardia Nacional.
Cero y la Dos, seguidos por sus escuadras, se abrieron paso por entre la muchedumbre despavorida hasta la puerta del Salón Azul, donde se llevaron la sorpresa de que uno de los policías tenía una escopeta. «¡Viene el jefe!», volvió a gritar Cero, y le arrebató el arma. El Cuatro desarmó al otro, pero los agentes fueron los primeros en comprender que aquello era un engaño, y escaparon por las escaleras hacia la calle. Entonces, los dos guardias de la entrada dispararon contra los hombres de la Dos, y éstos respondieron con una carga de fuego cerrado. El capitán de la Guardia Nacional quedó muerto en el acto, y el otro guardia quedó herido. La entrada principal, por el momento, quedó desguarnecida, pero la Dos dejó a varios hombres tendidos para protegerla.
Todo el mundo a tierra
Al oír los primeros tiros, como estaba previsto, los sandinistas que estaban de guardia en las puertas laterales pusieron en fuga a los policías desarmados, cerraron las puertas por dentro con cadenas y candados, y corrieron a reforzar a sus compañeros por entre una muchedumbre que corría sin dirección, acosada por el pánico.
La Dos, mientras tanto, pasó de largo frente al Salón Azul y llegó hasta el extremo del corredor, donde estaba el bar de los diputados. Cuando empujó la puerta con la carabina M1, dispuesta a disparar, sólo vio un montón de hombres tendidos y apelotonados en la alfombra azul. Eran diputados dispersos que se habían tirado a tierra al oír los primeros disparos. Sus guardaespaldas, creyendo que en efecto se trataba de la Guardia Nacional, se rindieron sin resistencia.
Cero empujó entonces con el cañón del G3 la amplia puerta de vidrios esmerilados del Salón Azul, y se encontró con la Cámara de Diputados paralizada en pleno: sesenta y dos hombres lívidos mirando hacia la puerta con una expresión de estupor. Temiendo ser reconocido, porque algunos de ellos habían sido sus condiscípulos en la escuela de los jesuitas, Cero soltó una ráfaga de plomo contra el techo, y gritó:
–¡La Guardia! ¡Todo el mundo a tierra!
Todos los diputados se tiraron al suelo detrás de los pupitres, salvo Pallais Debayle, que estaba hablando por teléfono en la mesa de la presidencia, y se quedó petrificado. Más tarde ellos mismos habían de explicar el motivo de su terror: pensaron que la Guardia Nacional había dado un golpe contra Somoza, y que venía a fusilarlos.
En el ala oriental del edificio, el número Uno oyó los primeros disparos cuando ya sus hombres habían neutralizado a los dos policías del segundo piso, y él se dirigía hacia el fondo del corredor, donde estaba el Ministerio de Gobierno. Al contrario de las escuadras de Cero, las del número Uno entraron en formación marcial, y se iban quedando en el camino para cumplir las misiones asignadas. La escuadra tercera, comandada por el número Tres, empujó la puerta del Ministerio de Gobierno, en el momento en que resonó en el edificio la ráfaga de plomo de Cero. En la antesala del ministerio se encontraron con un capitán y un teniente de la Guardia Nacional, guardaespaldas del ministro, que al oír los disparos se aprestaban a salir. La escuadra de Tres no les dio tiempo de disparar. Luego empujaron la puerta del fondo, y se encontraron en un despacho mullido y refrigerado, y vieron detrás del escritorio a un hombre de unos cincuenta y dos años, muy alto y un poco cadavérico, que levantó las manos sin que nadie se lo ordenara. Era el agrónomo José Antonio Mora, ministro de Gobierno y sucesor de Somoza por designación del Congreso. Se rindió sin saber ante quién, aunque llevaba en el cinto una pistola Browning y cuatro cargadores repletos en los bolsillos. El Uno, mientras tanto, había llegado hasta la puerta posterior del Salón Azul, saltando por encima de los montones de hombres y mujeres que estaban tirados en el suelo. Lo mismo le ocurrió a Dos, que entró en ese momento por la puerta de cristales llevando con las manos en alto a los diputados que encontró en el bar. Sólo al cabo de un instante se dieron cuenta de que el salón les pareció desierto porque los diputados estaban tirados en el suelo detrás de los pupitres.
Afuera, en ese instante, se oyó un breve tiroteo. Cero volvió a salir del salón y vio una patrulla de la Guardia Nacional, al mando de un capitán, que disparaba desde la puerta principal del edificio contra los guerrilleros apostados frente al Salón Azul. Cero les lanzó una granada de fragmentación y puso término al asalto. Un silencio sin fondo se impuso en el interior del enorme edificio cerrado con gruesas cadenas de acero, donde no menos de dos mil quinientas personas, pecho a tierra, se hacían preguntas sobre su destino. Toda la operación, como estaba previsto, había durado tres minutos exactos.
Entran los obispos
Anastasio Somoza Debayle, el cuarto de la dinastía que ha oprimido a Nicaragua por más de cuarenta años, conoció la noticia en el momento en que se sentaba a almorzar en el sótano refrigerado de su fortaleza privada. Su reacción inmediata fue ordenar que se disparara sin discriminación contra el Palacio Nacional.
Así se hizo. Pero las patrullas de la Guardia Nacional no pudieron acercarse, porque las escuadras sandinistas, como estaba previsto, las rechazaban con un fuego intenso desde las ventanas de los cuatro costados. Durante quince minutos, un helicóptero pasó echando ráfagas de metralla contra las ventanas, y alcanzó a herir a un guerrillero en una pierna: el número Sesenta y Dos.
Veinte minutos después de que ordenó el asedio, Somoza recibió la primera llamada directa del interior del Palacio Nacional. Era su primo Pallais Debayle que le transmitió el primer mensaje del FSLN: o paraban el fuego, o empezaban a ejecutar rehenes, uno cada dos horas, hasta que se decidieran a discutir las condiciones. Somoza ordenó entonces suspender el asedio.
Poco después, otra llamada de Pallais Debayle, le informó a Somoza que el FSLN proponía como intermediarios a tres obispos nicaragüenses: monseñor Miguel Obando Bravo, arzobispo de Managua, que ya había sido intermediario cuando el asalto a la fiesta de somocistas en 1974; monseñor Manuel Salazar y Espinosa, obispo de León; y monseñor Leovigildo López Fitoría, obispo de Granada. Los tres, por casualidad, se encontraban en Managua en una reunión especial. Somoza aceptó.
Más tarde, también a instancias de los sandinistas, se unieron a los obispos los embajadores de Costa Rica y Panamá. Los sandinistas, por su parte, encomendaron la dura carga de las negociaciones a la tenacidad y el buen juicio de la número Dos. Su primera misión, cumplida a las dos cuarenta y cinco de la tarde, fue entregarles a los obispos el pliego de condiciones: liberación inmediata de los presos políticos cuya lista iba adjunta, difusión por todos los medios de los partes de guerra y de una extensa declaración política, retiro de los guardias a trescientos metros del Palacio Nacional, aceptación inmediata de las peticiones de los trabajadores en huelga del gremio hospitalario, diez millones de dólares y garantías para que el comando y los presos liberados viajaran a Panamá. De modo que las conversaciones empezaron el mismo martes, continuaron toda la noche, y culminaron el miércoles hacia las seis de la tarde. En ese lapso, los negociadores estuvieron cinco veces en el Palacio Nacional, una de ellas a las tres de la madrugada del miércoles, y en realidad no parecía vislumbrarse un acuerdo en las primeras veinticuatro horas.
La petición de que se leyeran por radio todos los partes de guerra y un largo comunicado político que el FSLN había preparado de antemano, resultaba inaceptable para Somoza. Pero otra le resultaba imposible: la liberación de todos los presos que estaban en la lista. En realidad, en esa lista se habían incluido, con toda intención, veinte presos sandinistas que sin duda habían muerto en las cárceles, víctimas de torturas y ejecuciones sumarias, pero que el gobierno se negaba a reconocer.
El desplante de Somoza
Somoza envió al Palacio Nacional tres respuestas escritas en máquina eléctrica impecable, pero todas sin firma y redactadas en un estilo informal plagado de ambigüedades astutas. Nunca hizo una contrapropuesta, sino que trataba de eludir las condiciones de los guerrilleros. Desde el primer mensaje fue evidente que trataba de ganar tiempo, convencido de que veinticinco adolescentes no serían capaces de mantener a raya por mucho tiempo a más de dos mil personas acosadas por la ansiedad, el hambre y el sueño. Por eso, su primera respuesta, a las nueve de la noche del martes, fue un desplante olímpico que pedía veinticuatro horas para pensar.
Sin embargo, en su segundo mensaje, a las ocho treinta de la mañana del miércoles, había cambiado la arrogancia por las amenazas, pero empezaba a aceptar condiciones. La razón parecía clara: los negociadores habían recorrido el Palacio Nacional a las tres de la madrugada, y habían comprobado que Somoza se equivocaba en sus cálculos. Los guerrilleros habían evacuado por iniciativa propia a las pocas mujeres embarazadas y a los niños, habían entregado por medio de la Cruz Roja a los militares muertos y heridos, y el ambiente en el interior era ordenado y tranquilo. En el primer piso, en cuyas oficinas se habían encontrado los empleados subalternos, muchos dormían en paz en sillones y escritorios, y otros se dedicaban a pasatiempos inventados. No había la menor señal de hostilidad, sino todo lo contrario, contra los muchachos uniformados que cada cuatro horas hacían una inspección del recinto. Más aún: en algunas de las oficinas públicas habían preparado café para ellos, y muchos de los rehenes les habían expresado su simpatía y solidaridad, incluso por escrito, y habían pedido permanecer allí de todos modos como rehenes voluntarios.
En el Salón Azul, donde se habían concentrado los rehenes de oro, los negociadores habían podido observar que el ambiente era tan sereno como en el primer piso. Ninguno de los diputados había ofrecido la menor resistencia, los habían desarmado sin dificultad, y a medida que pasaban las horas se notaba en ellos un rencor creciente contra Somoza por la demora de los acuerdos. Los guerrilleros, por su parte, se mostraban seguros y bien educados, pero también resueltos. Su réplica a las ambigüedades del segundo documento fue terminante: si dentro de cuatro horas no había respuestas definitivas, empezarían a ejecutar rehenes.
Somoza debió comprender entonces la vanidad de sus cálculos, y concibió el temor de una insurrección popular, cuyos síntomas empezaban a vislumbrarse en distintos lugares del país. De modo que a la una y media de la tarde del miércoles, en su tercer mensaje, aceptó la más amarga de las condiciones: la lectura del documento político del FSLN a través de todas las emisoras del país. A las seis de la tarde, después de dos horas y media, la transmisión había terminado.
Cuarenta y cinco horas sin dormir
Aunque todavía no se llegara a ningún acuerdo, la verdad parece ser que Somoza estaba dispuesto a capitular desde el mediodía del miércoles. En efecto, a esa hora los presos de Managua habían recibido órdenes de preparar sus maletas para viajar. La mayoría estaban enterados de la acción por los propios guardianes, y muchos de éstos, en distintas cárceles, les expresaron sus simpatías secretas. En el interior del país, los presos políticos estaban siendo conducidos a Managua desde mucho antes de que se vislumbrara un acuerdo.
A esa misma hora, los servicios de seguridad de Panamá le informaron al general Omar Torrijos que un funcionario nicaragüense de mediano nivel quería saber si él estaría dispuesto a enviar un avión para los guerrilleros y los presos liberados. Torrijos estuvo de acuerdo. Minutos después recibió una llamada del presidente de Venezuela, Carlos Andrés Pérez, quien estaba muy al corriente de las negociaciones y notablemente preocupado por la suerte de los sandinistas, y quería coordinar con su colega de Panamá la operación del transporte. Esa tarde, el gobierno panameño alquiló un Electra comercial de la compañía COPA, y Venezuela un Hércules inmenso. Ambos aviones esperaron en el aeropuerto de Panamá, listos para decolar, el final de las negociaciones.
Culminaron, en realidad, a las cuatro de la tarde del miércoles, y a última hora trató Somoza de imponer a los guerrilleros un plazo de tres horas para abandonar el país, pero éstos se negaron, por razones obvias, a salir de noche. Los diez millones de dólares fueron reducidos a quinientos mil, pero el FSLN decidió no discutir más, primero porque el dinero era de todos modos una condición secundaria, pero en especial porque los miembros del comando empezaban a dar peligrosas señales de cansancio después de dos días sin dormir y sometidos a una presión intensa. Los primeros síntomas graves los notó en sí mismo el comandante Cero, cuando descubrió que no lograba concebir la ubicación del Palacio Nacional dentro de la ciudad de Managua. Poco después el número Uno le confesó que había sido víctima de una alucinación: creyó oír que pasaban trenes irreales por la plaza de la República. Por último, Cero observó que la número Dos había empezado a cabecear y que en un pestañeo instantáneo estuvo a punto de soltar la carabina. Entonces comprendió que era urgente terminar aquel drama que había de durar minuto a minuto, cuarenta y cinco horas.
Despedida y júbilo
El jueves a las nueve y media de la mañana, veintiséis sandinistas, cinco negociadores y cuatro rehenes, abandonaron el Palacio Nacional con rumbo al aeropuerto. Los rehenes eran los más importantes: Luis Pallais Debayle, José Somoza, José Antonio Mora, y el diputado Eduardo Chamorro. A esa hora, sesenta presos políticos de todo el país estaban a bordo de los dos aviones llegados de Panamá, donde todos habían de pedir asilo pocas horas después. Sólo faltaban, por supuesto, los veinte que nunca más se podrían rescatar.
Los sandinistas habían puesto como condiciones finales que no hubiera militares a la vista ni ninguna clase de tráfico en la ruta del aeropuerto. Ninguna de las condiciones se cumplió, porque el gobierno echó la Guardia Nacional a las calles para impedir cualquier manifestación de simpatía popular. Fue un intento vano. Una ovación cerrada acompañó el paso del autobús escolar, y las gentes se echaban a la calle para celebrar la victoria, y una larga fila de automóviles y motocicletas cada vez más numerosa y entusiasta lo siguió hasta el aeropuerto. El diputado Eduardo Chamorro se mostró asombrado de aquella explosión de júbilo popular. El comandante Uno, que viajaba a su lado, le dijo con el buen humor del alivio:
–Ya ve: esto es lo único que no se puede comprar con plata.
Septiembre de 1978, Alternativa, Bogotá