Era bella, elástica, con una piel tierna del color del pan y los ojos de almendras verdes, y tenía el cabello liso y negro y largo hasta la espalda, y un aura de antigüedad oriental que lo mismo podía ser de Bolivia que de Filipinas. Estaba vestida con un gusto sutil: una chaqueta de lince, una blusa de seda de flores muy tenues, unos pantalones de lino crudo, y unos zapatos lineales del color de las buganvillas. «Ésta es la mujer más bella que he visto en mi vida», pensé, cuando la vi en la cola para abordar el avión de Nueva York en el aeropuerto Charles de Gaulle, de París. Le cedí el paso, y cuando llegué al asiento que me habían asignado en la tarjeta de embarque, la encontré instalándose en el asiento vecino. Casi sin aliento alcancé a preguntarme de cuál de los dos sería la mala suerte de aquella casualidad aterradora.
Se instaló como si fuera para vivir muchos años, poniendo cada cosa en su lugar en un orden perfecto, hasta que su espacio personal quedó tan bien dispuesto como una casa ideal donde todo estaba al alcance de la mano. Mientras lo hacía, el oficial de servicio nos ofreció champaña de bienvenida. Ella no quiso, y trató de explicar algo en un francés rudimentario. El oficial le habló entonces en inglés, y ella se lo agradeció con una sonrisa estelar, y le pidió un vaso de agua, con la súplica de que no la despertaran para nada durante el vuelo. Después abrió sobre las rodillas un neceser grande y cuadrado, con esquinas de cobre como los baúles de viaje de las abuelas, y se tomó dos pastillas doradas que sacó de un estuche donde llevaba muchas de diversos colores. Hacía todo de un modo metódico y parsimonioso, como si no hubiera nada que no estuviera previsto para ella desde su nacimiento.
Por último, puso la almohadita en el rincón de la ventanilla, se cubrió con la manta hasta la cintura sin quitarse los zapatos, y se acomodó de medio lado en la silla, casi en estado fetal, y durmió sin una sola pausa, sin un suspiro, sin un cambio mínimo de posición, durante las siete horas pavorosas y los doce minutos de sobra que duró el vuelo hasta Nueva York.
Siempre he creído que no hay nada más hermoso en la naturaleza que una mujer hermosa. De modo que me fue imposible escapar ni un instante al hechizo de aquella criatura fabulosa que dormía a mi lado. Era un sueño tan estable, que en cierto momento tuve la inquietud de que las pastillas que se había tomado no eran para dormir, sino para morir. La contemplé muchas veces centímetro a centímetro, y la única señal de vida que pude percibir fueron las sombras de los sueños que pasaban por su frente como las nubes en el agua. Tenía en el cuello una cadena tan fina que era casi invisible sobre su piel de oro, tenía las orejas perfectas sin perforaciones para los aretes, y tenía un anillo liso en la mano izquierda. Como no parecía tener más de veintidós años, me consolé con la idea de que no fuera un anillo de matrimonio, sino el de un noviazgo efímero y feliz. No llevaba ningún perfume: su piel exhalaba un hálito tenue que no podía ser otro que el olor natural de su belleza. «Tú por tu sueño y por el mar las naves», pensé, a 20.000 pies de altura sobre el océano Atlántico, tratando de recordar en orden el soneto inolvidable de Gerardo Diego. «Saber que duermes tú, cierta, segura, cauce fiel de abandono, línea pura, tan cerca de mis brazos maniatados». Mi realidad se parecía de tal modo a la del soneto, que al cabo de media hora lo había reconstruido de memoria hasta el final: «Qué pavorosa esclavitud de isleño, yo insomne, loco, en los acantilados, las naves por el mar, tú por tu sueño». Sin embargo, al cabo de cinco horas de vuelo había contemplado tanto a la bella durmiente, y con tanta ansiedad sin destino, que comprendí de pronto que mi estado de gracia no era el del soneto de Gerardo Diego, sino el de otra obra maestra de la literatura contemporánea, La casa de las bellas durmientes, del japonés Yasunari Kawabata.
Descubrí esta hermosa novela por un camino largo y distinto, pero que de todos modos concluye con la bella dormida del avión. Hace varios años, en París, el escritor Alain Jouffroy me llamó por teléfono para decirme que quería presentarme a unos escritores japoneses que estaban en su casa. Lo único que yo conocía entonces de la literatura japonesa, aparte de los tristes haikais del bachillerato, eran algunos cuentos de Junichiro Tanizaki que habían sido traducidos al castellano. En realidad, lo único que sabía a ciencia cierta de los escritores japoneses era que todos, tarde o temprano, terminarían por suicidarse. Había oído hablar de Kawabata por primera vez cuando le concedieron el Premio Nobel en 1968, y entonces traté de leer algo suyo, pero me quedé dormido. Poco después se destripó con un sable ritual, tal como lo había hecho en 1946 otro novelista notable, Osamu Dazai, después de varias tentativas frustradas. Dos años antes que Kawabata, y también después de varias tentativas frustradas, el novelista Yukio Mishima, que es tal vez el más conocido en Occidente, se había hecho el harakiri completo después de dirigir una arenga patriótica a los soldados de la guardia imperial. De modo que cuando Alain Jouffroy me llamó por teléfono, lo primero que me vino a la memoria fue el culto a la muerte de los escritores japoneses. «Voy con mucho gusto –le dije a Alain–, pero con la condición de que no se suiciden». No se suicidaron, en efecto, sino que pasamos una noche encantadora, en la cual lo mejor que aprendí fue que todos estaban locos. Ellos estuvieron de acuerdo. «Por eso queríamos conocerte», me dijeron. Al final, me dejaron convencido de que para los lectores japoneses no hay ninguna duda de que yo soy un escritor japonés.
Tratando de entender lo que quisieron decirme fui al día siguiente a una librería especializada de París y compré todos los libros de los autores disponibles: Shusako Endo, Kenzaburo Oé, Yasushi Inoue, Akutagwa Ryunosuke, Masuji Ibusi, Osamu Dazai, además de los obvios de Kawabata y Mishima. Durante casi un año no leí otra cosa, y ahora yo también estoy convencido: las novelas japonesas tienen algo en común con las mías. Algo que no podría explicar, que no sentí en la vida del país durante mi única visita al Japón, pero que a mí me parece más que evidente.
Sin embargo, la única que me hubiera gustado escribir es La casa de las bellas durmientes, de Kawabata, que cuenta la historia de una rara mansión de los suburbios de Kioto donde los ancianos burgueses pagaban sumas enormes para disfrutar de la forma más refinada del último amor: pasar la noche contemplando a las muchachas más bellas de la ciudad, que yacían desnudas y narcotizadas en la misma cama. No podían despertarlas, ni tocarlas siquiera, aunque tampoco lo intentaban, porque la satisfacción más pura de aquel placer senil era que podían soñar a su lado.
Viví esa experiencia junto a la bella durmiente del avión de Nueva York, pero no me alegro. Al contrario: lo único que deseaba en la última hora del vuelo era que el oficial la despertara para que yo pudiera recobrar mi libertad, y tal vez hasta mi juventud. Pero no fue así. Se despertó sola cuando ya la nave estaba en tierra, se arregló y se levantó sin mirarme, y fue la primera que salió del avión y se perdió para siempre en la muchedumbre. Yo seguí en el mismo vuelo hasta México, pastoreando las primeras nostalgias de su belleza junto al asiento todavía tibio por su sueño, sin poder quitarme de la cabeza lo que me habían dicho de mis libros los escritores locos de París. Antes de aterrizar, cuando me dieron la ficha de inmigración, la llené con un sentimiento de amargura. Profesión: escritor japonés. Edad: 92 años.
20 de septiembre de 1982,
Proceso, Ciudad de México