calma inmediata

Qué curioso. Me sentí mucho mejor en cuanto tomé la decisión de ir a Australia. Fue como si me invadiera una calma inmediata, un alivio instantáneo. Nada había cambiado y al mismo tiempo había cambiado todo.

Tenía un plan. Iba a marcharme.

Parecía como si alguien hubiera entreabierto un mínimo resquicio en la puerta y ello hubiera permitido que se filtrara un único rayo de luz. El mero hecho de saber que había luz al otro lado hizo mucho más llevadera la convivencia con todos aquellos chicos que me llamaban Medusa y hablaban de bailes en el instituto.

Lo único que tenía que hacer era organizar las cosas: conseguir el dinero que necesitaba, comprar el billete, reunirme con Jamie. Después todo sería distinto. Habría alguien que me entendería.

Seguí comiendo en el aula de la señora Turton todos los días. A menudo me acompañaba Justin. «Mejor aquí que en la cantina», dijo una vez, el único motivo que esgrimió para estar allí.

A la señora Turton nunca pareció molestarle que Justin dejara el suelo perdido de migas de galletas, ni que yo les respondiera con un encogimiento de hombros. Tampoco me preguntó por qué Justin me llamaba Belle; sencillamente, nos dejaba a nuestro aire.

Era como si confiara en nosotros. En que si nos dejaba espacio, nos encontraríamos bien.

A menudo tenía algo interesante que enseñarnos. Por ejemplo, a veces sacaba algún libro que le parecía que nos podría gustar: una colección de fotografías de las profundidades marinas, otro con imágenes de un microscopio tan potente que un cabello humano parecía una secuoya brotando del suelo. Un día nos enseñó un vídeo en el que un científico describía lo que llamaba «el dato más sorprendente»: que todas las criaturas vivientes están compuestas de átomos de estrellas desintegradas. Las propias estrellas están en nuestro interior.

Estábamos hechos de polvo de estrellas.

Y eso me recordaba lo que nos había contado la señora Turton: que todos llevábamos dentro trocitos de Shakespeare.

Sarah Johnston llamó a la puerta.

–La señora Hall me ha pedido que le traiga esto –dijo al tiempo que tendía una nota a la señora Turton. Después se fijó en Justin y en mí–. Disculpad.

La profesora recogió el papel.

–Gracias, Sarah –dijo con una sonrisa.

Sarah se dio la vuelta para irse, pero se detuvo al llegar a la puerta. «Sí», decía el astrónomo. «Sí, somos parte de este universo, estamos en este universo, pero quizá más importante que estas dos circunstancias sea el hecho de que el universo está en nosotros.»

Sarah se quedó remoloneando junto a la puerta, observando la pantalla por encima de nuestros hombros. La señora Turton le dijo:

–Acerca una silla, Sarah. Quédate con nosotros.

Sarah nos dirigió una mirada a mí y a Justin y me dio la impresión de que le apetecía quedarse.

Fruncí el ceño. Sarah tuvo que darse cuenta.

–Eeeh... Creo que no –respondió antes de escabullirse.

Bien, pensé. Lo último que me hacía falta era otra persona que me desbaratara la vida. Sobre todo ahora que estaba a punto de marcharme.