La primera vez que te veo, llevas un traje de baño azul claro. Es del color del cielo en verano, todo salpicado de chispitas que parecen estrellas, como si fuera a la vez de noche y de día.
Tengo cinco años y estoy a punto de empezar a ir al colegio. Estamos en la gran piscina cubierta. Hay mucho ruido. Todo retumba. Las madres están sentadas en las gradas, detrás de nosotras. Nos han traído aquí, a la clase que llaman alevines, para que aprendamos a meter la cabeza en el agua y mover las piernas.
La monitora toca el silbato y va llamando a los niños de uno en uno. Se supone que tenemos que agarrarnos a una tabla de poliestireno y dejar que nos arrastre hasta la parte profunda. Pero no te tiras al agua cuando te llama, y yo tampoco me tiro cuando me llama a mí.
A la luz del sol, se te ve el pelo de color paja. Me gustan tus pecas, repartidas como constelaciones sobre tu piel.
Cuando solo quedamos nosotras allí sentadas, solo tú y yo al borde de la piscina, la monitora se acerca con el silbato en la mano. Nos dice: «Lo siento, chicas, tenéis que seguir con la clase».
Estoy a punto de decir que no con la cabeza cuando te vuelves hacia mí. Me miras a los ojos y veo que abres los labios rosados. Una sonrisa. Luego respiras hondo y te metes en el agua. La monitora te pasa una tabla, pero no la necesitas.
Es más, te sumerges bajo el agua. Metes los ojos, el pelo, todo. Y nadas. Recorres toda la piscina hasta el lugar donde los demás niños se agarran con fuerza a sus tablas. Y lo haces buceando.
Te sigo. Me meto en el agua, pero no porque me lo mande la monitora, sino porque quiero nadar como tú. Y porque me gustan tus pecas y tu pelo de color paja y la sonrisa con la que me has mirado. Y porque en aquel momento hacer una amiga y tenerla parece lo más fácil del mundo.