Últimos días de primavera. Estamos de acampada en Rock Lake.
Nuestra clase ha hecho un circuito de cuerdas y tirolina. Nos hemos agarrado del brazo y pasado a gatas por un aro de uno en uno sin que nadie se rompiera un brazo. Nos hemos guiado unos a otros a ciegas por los recovecos del bosque. Las chicas han huido de las arañas, los chicos las han aplastado en la hierba. Uno de los profesores acompañantes, el señor Andrews, que es tutor de sexto, nos ha enseñado a hacer un fuego de campamento a partir de unas ramitas colocadas en forma de tipi. Enseguida nos pondremos a hacer los perritos calientes y a cubrirlos de kétchup, después asaremos malvaviscos al fuego hasta que exploten y se pongan negros.
En el viaje en autobús vine sentada yo sola. Tú pasaste de largo junto a mi asiento y te dejaste caer con despreocupación al lado de Aubrey. Si me giraba, veía tu espalda cuando te inclinabas sobre el pasillo para cuchichear con Jenna.
Tú y Molly lleváis boinas a juego, colocadas sobre la frente e impecablemente sujetas con una horquilla. No sé por qué, pero las boinas os hacen parecer mayores, no más pequeñas. Las dos lleváis brillo de labios, y con los vaqueros y las sudaderas a medio cerrar parecéis gemelas. Los chicos corren entrando y saliendo del bosque y echan ramas y pequeños troncos al fuego. Los troncos más grandes despiden chispas que se elevan en el aire y arrancan una ovación general. Entonces Justin recoge una piedra, la levanta por encima de la cabeza y la lanza justo en el centro de la fogata. Inmediatamente saltan chispas en todas direcciones y algunas chicas se apartan entre chillidos.
–¡Alumnos de sexto curso, acercaos! –El señor Andrews nos hace señas desde debajo de un árbol cercano. Comienza una cuenta atrás–: Diez, nueve, ocho...
Los chicos se acercan corriendo, agitan los brazos, tropiezan y chocan unos contra otros. Las chicas se lo toman con más calma. Se mueven en grupo y no les importa nada no haber llegado cuando el profesor termina su cuenta atrás. Yo avanzo justo detrás de las chicas –justo detrás de ti–, pero no formo parte de vuestro grupo de movimiento pausado que no deja de mirar a los chicos. Pertenezco a una categoría completamente distinta.
Me estoy volviendo una experta en observar las espaldas de mis compañeras.
–Señoritas –dice el señor Andrews–, qué detalle que hayan venido.
Después se vuelve hacia el grupo y pregunta:
–¿Qué oís?
Tiene las piernas más separadas que los hombros. Lleva el pelo tan corto que casi parece calvo. Tiene aspecto de soldado. O de pit bull.
Nadie se mueve. Entonces Justin Maloney hace un ruido de pedo y todo el mundo se ríe, excepto el profesor. Aubrey se inclina y te susurra algo al oído. Se te escapa una risita.
Me muero de ganas de que me mires.
El señor Andrews repite la pregunta:
–¿Qué oís?
Cierro los ojos. Después de tantos días sentándome sola y escuchando el ruido de la cafetería, se me da bien distinguir sonidos. Oigo los murmullos de mis compañeros. El vibrar acelerado y agudo de las alas de los grillos, la melodía con distintas cadencias de los pájaros cantores, el primer ulular de un búho. A lo lejos, en otro campamento, alguien canta el himno nacional a voz en grito. Y procedente de otro campamento distinto se oye un retumbar sordo, como un lejano golpe de batería de una canción rock.
Los pájaros. Hay muchos pájaros cantando. Algunos trinos suenan como flautas, otros como un cacareo. Algunos como cotorras y otros más cantarines. Son sonidos distintos de aves distintas, pero siguen un ritmo. Los grillos y el búho también parecen seguir el mismo compás. Es como música; de alguna manera, esos tonos y ritmos se entretejen y forman un todo.
Después, con un sobresalto, me doy cuenta de una cosa. Es música. Estoy segura –o sea, lo sé con seguridad– de que todas esas especies distintas están tocando juntas, se llaman unas a otras. Cada una tiene su compás, su propio ritmo, y llena el espacio vacío que dejan las demás.
Es un concierto, y lo percibo perfectamente cuando escucho con atención.
Abro los ojos. Miro al señor Andrews.
–Es una orquesta –le digo. Mis palabras suenan un poco jadeantes.
El profesor inclina la cabeza hacia un lado.
–¿Qué?
–Una orquesta –repito–. O... no sé. No es exactamente una orquesta, pero lo parece.
Se me queda mirando.
–Todos esos sonidos –continúo–, los pájaros, todo lo demás. Están sonando juntos...
Pero antes de terminar la frase veo que levanta una ceja y sé que no es la respuesta que estaba buscando. Es una respuesta errónea, la más errónea posible, y ahora que la he soltado ya no puedo retirarla.
Me encojo de hombros como para distanciarme de mis propias palabras.
–Bueno, quiero decir que así es más o menos como suena.
–Vaya –dice el señor Andrews, pero de una manera que deja entrever que no está para nada pensando en lo que acabo de decirle, ni siquiera de refilón.
Y no necesita decir más. Como si les hubiera dado permiso, los chicos se ríen. Todos. Tú también.
El profesor nos explica lo que se supone que teníamos que estar oyendo.
–Mientras Suzy escucha a Mozart entre los árboles, yo quiero que oigáis algo distinto.
Mueve las manos siguiendo un ritmo determinado, al compás del sonido sordo de la canción rock que suena a lo lejos.
Y luego nos aclara que los sonidos en baja frecuencia viajan más lejos que los de alta frecuencia, y por eso siempre se oye el redoble de un tambor de un desfile lejano antes que el resto de los instrumentos de la banda.
Me arden las mejillas. Ojalá hubiera dicho eso en vez de lo que dije.
Más tarde, doy un paseo por el campamento. Yo sola. Escucho la orquesta sobre mi cabeza hasta que oigo un alboroto junto al estanque. Dylan y Kevin O’Connor juegan a lanzarse algo. Pienso que se trata de una piedra o un balón, pero tiene extremidades.
Es una rana. Se la están pasando el uno al otro por los aires.
Basta.
Lo pienso, aunque no lo diga en alto.
Estás cerca de Dylan. Lo estás observando. Tienes la cadera hacia fuera y no le quitas ojo.
Dylan debe de saber que estás casi a su lado, porque atrapa la rana y se vuelve hacia ti. La agita delante de tu cara. Gritas como si estuvieses asustada, pero también como si en cierto modo te gustara lo que está haciendo.
El chico sonríe y mira la rana que tiene en la mano.
Se dirige a un árbol.
No, no, no.
Es un abedul. Un abedul blanco. Está solo a unos pasos del chico.
Por favor. Por favor, no hagas lo que creo que estás a punto de hacer.
Levanta el brazo.
Contengo la respiración. No.
Ahora todo sucede a cámara lenta: echa el brazo hacia atrás, como un lanzador de béisbol de primera división a punto de lanzar una bola rápida.
Está justo delante del árbol. Tiene una sonrisa en la cara. Levanta el brazo.
Está a punto de matar a un ser vivo sin ninguna razón.
Los otros chicos gritan y ríen al mismo tiempo.
Nadie va a evitarlo.
Te miro, te miro a los ojos. Tú puedes detenerlo. Estoy prácticamente segura.
Digo tu nombre –«Franny»–, pero suena como ahogado.
No puedes oírme. Pero debes de percibir algo. Debes de notar que estoy mirándote.
Levantas la vista y me miras.
Me quedo mirándote sin apartar los ojos. Intento comunicarte todo lo que puedo.
Dylan lo está haciendo por ti, intento decirte con la mirada. Por favor, no permitas que lo haga, por favor, no te rías, por favor, no le des alas.
Dylan ha echado el brazo hacia atrás y lo tiene totalmente estirado.
Por favor. Eres la niña que corría conmigo bajo los murciélagos.
Los gritos se hacen más agudos.
Te he visto con Fluffernutter. Te he visto llorar por la crueldad de la gente.
Mantiene el brazo en tensión durante un instante.
Tú no eres así. Te conozco. Te conozco mejor que cualquiera de ellos.
Y es entonces cuando entornas los ojos. De forma casi imperceptible. Pero lo suficiente.
Cuando lo haces, veo algo que no había visto nunca: una especie de ausencia de emoción en tu mirada. Te vuelves hacia Dylan. Justo en ese momento, el chico lanza la rana.
Te ríes y te llevas la mano a la boca antes que los demás.
Durante medio segundo la rana vuela por los aires –un vuelo grotesco, como de dibujos animados– y luego se oye un ruido, un ruido terrible. Como un golpe sordo y una salpicadura al mismo tiempo, seco y mojado a la vez.
Es el ruido más espantoso que he oído en mi vida.
Y luego se oye un coro de «Puaj», «Qué asco» y «Qué guarrada», todo ello entremezclado con carcajadas. Muchas carcajadas.
Me aparto de ellos, de ti, de todos vosotros. Tengo que respirar hondo para no vomitar.
No supe cómo parar todo aquello.
No sé nada de lo que debería saber. Sé cosas sobre los murciélagos y las luciérnagas. Sé que el pis y el sudor son estériles y que antes de que existiera el universo no había color, ni sonidos, ni aire, ni luz.
Pero todo eso no sirve para nada.
Debería saber otras cosas. Como por ejemplo, cómo sujetar una boina sobre la frente para que se vea mona y no parezca una niña pequeña. O cómo caminar en grupo, cómo gritar cuando saltan chispas de un fuego de campamento y cómo estar cerca de los chicos con la cadera hacia fuera.
Debería saber qué decir cuando más tarde pasas a mi lado con Jenna y ella murmura con desdén «Una orquesta», como si por «orquesta» me hubiera referido a un montón de gusanos arrastrándose unos sobre otros en el fondo de un cubo de basura. Te ríes y sigues tu camino, y tardo unos instantes en darme cuenta de que te estás riendo de mí, de la respuesta que le di al señor Andrews.
Debería saber cómo reaccionar más tarde, aquella misma noche, cuando oigo las risitas y los cuchicheos de los otros chicos en la oscuridad. Estoy metida en el saco de dormir y las risitas se oyen cerca, cada vez más cerca, y noto que alguien se cierne sobre mí.
Noto algo húmedo y caliente sobre la mejilla.
Un escupitajo. Alguien me ha escupido.
Un escupitajo no es como el sudor, ni como la orina. No es limpio.
Ni remotamente estéril.
Debería saber cómo hacer algo que no sea quedarme allí tirada, fingiendo que estoy dormida mientras mi antigua mejor amiga –ahora lo entiendo, no eres mi mejor amiga, ya no– se retira y huye en desbandada entre risitas mientras la saliva caliente resbala por mi mejilla hacia la nariz con un cosquilleo.