Es verano y estamos en el jardín. Tu madre nos ha dejado acostarnos más tarde de lo habitual; más tarde de lo debido, dice, para unas niñas de siete años. Empezamos la tarde en mi casa. El plan era que te quedaras a dormir; iba a ser la primera vez que pasabas la noche fuera de casa. Pero después de cenar cambiaste de opinión y te pusiste a llorar, así que mi madre llamó a la tuya, y tu madre nos vino a buscar.
Y ahora vamos a dormir las dos en tu casa.
Corremos y corremos en círculo. En lo alto, el cielo va perdiendo luz y hay siluetas oscuras que vuelan y bajan en picado. Estoy casi segura de que son murciélagos. Te lo digo y gritas. Echamos a correr más deprisa.
Sé algunas cosas sobre los murciélagos. Sé que el murciélago es el único mamífero que vuela, porque lo he leído en un libro.
Ahora leo mucho, y a veces te hablo de las cosas que leo, y tú siempre me pides que te cuente más. Como cuando te dije que los dientes de los conejos nunca dejan de crecer y tú quisiste que te contara todo lo que sabía sobre los conejos: que no pueden vomitar y que se comen sus propios excrementos y que las orejas más largas que se han visto medían 78,74 centímetros.
Mis padres tienen una palabra para designar lo que hago –hablar-sin-parar, como si fuera una sola palabra–, y me explican que también es importante dejar que hablen los demás. «Haz preguntas a la gente», me dice siempre mi madre. «Si no haces más que hablar sin parar, no es una conversación.» E intento recordarlo y hacer preguntas a los demás.
Pero a ti te gusta que te cuente cosas. No necesitas que te haga ninguna pregunta. Y nunca has llamado a mis charlas hablar-sin-parar.
Extendemos los brazos como alas, y cuando nos dejamos caer sobre la hierba, respiramos hondo y nos reímos y el mundo gira a nuestro alrededor y nos hace marearnos.
Fluffernutter, tu perrita, nos está observando. Todavía es un cachorro, una bolita blanca y peluda. Mientras corremos, suelta ladridos débiles y mueve el rabo, que en realidad no es más que un muñón, porque se lo cortaron al nacer. Fluffernutter está atada a una correa sujeta a una estaca clavada en el suelo; no le costaría ningún esfuerzo arrancar la estaca y echar a correr detrás de nosotras, pero no lo hace. Cree que está más inmovilizada de lo que en realidad está.
¿Y sabes una cosa? No me importa nada que no estemos en mi casa, como habíamos planeado, y no me importa que sigas utilizando una taza con pitorro por la noche, aunque ya estemos en segundo de primaria. No me importa que a veces llores porque echas de menos a tu padre, al que ni siquiera recuerdas. No me importa que escribas la N al revés, y que a veces leas «sigantes» en vez de «guisantes», lo que significa que tendrás que ir a clases este verano. No me importa que se te pongan las mejillas, el cuello y las orejas de un color rosa fuerte cada vez que te mandan leer en alto en clase, o que a veces te cueste trabajo encontrar ideas para escribir un cuento. Ya se me ocurren a mí de sobra para las dos.
Tampoco me importa que a final de curso una niña que se llama Aubrey dijera, en voz lo bastante alta como para que la oyera todo el mundo, «Franny Jackson no es lista ni guapa».
Vi tu cara cuando Aubrey lo dijo. Vi que te salieron manchas en las mejillas, que clavaste la mirada en el suelo como si fueses capaz de contener las lágrimas. Pero no pudiste y te echaste a llorar y te pasaste casi todo el recreo llorando hasta que te dije al oído que el patio era en realidad el Antiguo Egipto, y que el espacio entre los columpios y el tobogán era el río Nilo. Si lográbamos atravesarlo lo suficientemente rápido, quizá podríamos zafarnos de los cocodrilos. Y eso te hizo sonreír a pesar de que aún tenías mocos colgando, y al poco tiempo estábamos otra vez corriendo y riendo como siempre.
Así que no me importan nada las otras niñas, como tampoco me importa que en mi boletín de notas al terminar primero la profesora dijera que quizá tú y yo deberíamos hacer nuevas amigas, que quizá «expandir horizontes» me ayudaría a mejorar mis «habilidades sociales», signifiquen lo que signifiquen esas cosas.
La profesora no entiende. No entiende que, tal como estamos, no nos hace falta nada más. Como ahora, con la hierba bajo nuestros pies y dando vueltas y Fluffernutter meneando su muñón y el cielo cada vez más oscuro sobre nuestras cabezas.