imaginaos una criatura

¿Suzy? –La señora Turton me sonrió–. ¿Preparada?

Había llegado el día de la presentación de mi trabajo.

Me acerqué a la parte delantera de la clase con un fajo de papeles y varios pliegos de cartulina. Me latía tan fuerte el corazón que lo oía en el interior de mis oídos.

Recorrí el suelo de baldosa. Los tubos fluorescentes zumbaban en el techo. Alguien se movió en su asiento y la silla chirrió. Hizo tanto ruido que me estremecí.

Tomé una profunda bocanada de aire. No había cruzado palabra con mis compañeros desde el curso anterior.

Hasta llegué a preguntarme si sería capaz de hablar en voz alta.

Pero tomé aire. Y cerré los ojos. Y pensé en Jamie.

Pensé en cómo había tendido la mano hacia aquel remolino de tentáculos sin ningún temor. En cómo se había retorcido de dolor en una cama de hospital con el traje de baño rojo, en que había permitido que todo el mundo lo viera soportar el dolor más terrible cuando sentía como si estuviera recibiendo una descarga de un millón de agujas eléctricas.

Si él era capaz de hacer todo aquello, seguramente yo sería capaz de hacer esto.

Clavé la vista en la pared del fondo. Y luego empecé a hablar.

–Imaginaos una criatura... –empecé.

Me interrumpí para tragar saliva (qué fuerte me latía el corazón).

–Imaginaos una criatura tan diferente al resto de los animales que hubo un tiempo en que los estudiosos creyeron que era una planta.

(Pausa para respirar hondo.)

–Una criatura cuya boca y ano son la misma cosa.

(Risas. Bien. Estaban atendiendo.)

–Una criatura peligrosa para el resto de criaturas incluso después de muerta.

Recorrí el aula con la vista el tiempo suficiente para ver que Sarah Johnston se inclinaba un poco hacia adelante en su asiento.

Y les hablé. Les hablé del ciclo de la vida de las medusas: que nacen casi como una planta, aferradas al fondo marino, y que en esa fase son una plánula. Pero cuando crecen, se desprenden del fondo y son libres para recorrer el océano entre latidos. Ya han adoptado la forma de medusa.

Les enseñé la fotografía de una medusa que parece un huevo frito. Les enseñé la fotografía de una medusa que se parece a Darth Vader y la de otra que parece el típico dibujo del sol que hacen los niños en la guardería, un círculo grande del que brotan rayas en todas direcciones. Les enseñé una medusa que se ilumina como las luces de un coche de policía cuando se siente amenazada, y de otra que absorbe toda la luz que la rodea.

–Es como un agujero negro viviente –expliqué a mis compañeros–, un auténtico agujero negro que habita en el océano.

Les fui enseñando fotos. Y cuando terminé de darles la información básica sobre las medusas –de qué se alimentan, dónde viven, cómo se desplazan y cuántas formas diferentes pueden adoptar–, empecé a contarles otras cosas.

Las malas.

Expliqué que las medusas se estaban adueñando de los océanos.

Que se están quedando con toda la comida.

Que roban la comida de los pingüinos.

Que están condenando a las ballenas a la extinción.

Que muchos científicos creen que hay más medusas que nunca, y que las medusas mortales que antes solo habitaban en lugares como Australia ahora también se encuentran en otras latitudes. En Inglaterra. En Hawái. En Florida. Quizá incluso más cerca.

Incluso en lugares como Maryland.

Fue entonces cuando la señora Turton tomó la palabra.

–Siento interrumpirte, Suzy –dijo con delicadeza–, pero me temo que vas a tener que ir pensando en concluir.

–No he terminado –anuncié, categórica.

–Me encanta que tengas tantas cosas que contarnos –dijo–, pero hay otra presentación y nos estamos quedando sin...

–No he terminado –la interrumpí.

Hablé con el tono más alto y enérgico que había empleado en toda mi vida para dirigirme a un profesor. Pero no pensaba dejar de hablar. Dejarlo ahora, en este momento, antes de haber llegado a lo que más me interesaba explicar, era imposible.

La clase se quedó completamente paralizada.

Me quedé mirando a la señora Turton y ella alzó las cejas, sorprendida. Después bajó la vista como si estuviera meditando algo. Cuando volvió a levantarla, esbozó una sonrisa forzada.

–Unos minutos más, Suzy –accedió–. Puedes terminar lo que tengas que decir, pero, por favor, concluye rápidamente.

Respiré hondo y fui directa al grano:

–La más temida es probablemente la medusa Irukandji. Letal, transparente y diminuta; ni siquiera seríais capaces de distinguir a este animal en el agua.

Les hablé del «gran número de muertes» documentadas. De las migraciones recorriendo «distancias cada vez mayores». De «taquicardia» y «hemorragia cerebral». De la causa de «más muertes atribuidas por error».

Creí que sería entonces cuando empezarían a comprender.

De verdad lo creí; pensé que todo el mundo lo entendería.

–... y por eso necesitamos aprender todo lo posible sobre estas agresivas medusas de los mares –dije.

Dejé de hablar. Tragué saliva. Respiré hondo.

Luego levanté la vista.

La señora Turton me observaba con la misma expresión que cuando la había interrumpido con tanta brusquedad. Estaba dándole vueltas a algo, era evidente.

Creo que lo he conseguido, pensé, y recorrí la clase con la mirada para comprobar si mis compañeros también estaban meditando sobre lo que acababan de oír.

Algunos me miraban, otros no, y los que me estaban mirando no parecían especialmente impresionados.

Uno de los chicos sentados al fondo bostezó.

Al otro lado del pasillo, una chica alargó el pie con cuidado para empujar por el suelo un trozo de papel doblado hasta que lo hizo llegar al pupitre de la compañera que se sentaba delante. Esta dejó caer el lápiz al suelo y se inclinó para recogerlo, junto con la notita. La abrió y se le escapó un resoplido de risa.

Aubrey echó una mirada a Molly con la misma expresión que había puesto el año pasado cuando les hablé del pis. Molly respondió con un gesto discreto, tan discreto que la mayor parte de la gente ni se enteró. Pero yo sí: movió el dedo en círculos junto a la oreja como diciendo «Tarada».

Tararí.

Volví a mirar a la señora Turton y entonces comprendí; no estaba pensando en Franny. Estaba preocupada, pero su preocupación no se debía a la causa de la muerte de Franny. Ni a que las medusas se estuvieran apoderando del mundo.

Se debía a mí.

De alguna manera, en aquel trabajo, las palabras más importantes que había pronunciado en mi vida, había cometido un error.

–Suzy –dijo por fin la mujer–, ha sido un informe verdaderamente exhaustivo. Soy consciente de lo mucho que has trabajado para preparar tu exposición.

Se volvió al resto de la clase:

–Me temo que se ha alterado el programa, y lo siento mucho, Patrick, pero vas a tener que hacer la presentación mañana.

Patrick, un chico que siempre se pasa las clases haciendo los deberes para la clase siguiente, exclamó:

–¡Sííííí! –Y levantó los puños con energía.

Y la clase volvió a su estado habitual, como si yo nunca hubiera expuesto mi trabajo.

¿Eso es todo?, quería decir. Ansiaba decirles: No, no, no, no habéis entendido nada. ¿Habéis escuchado? ¿De verdad prestasteis atención?

¿No os dais cuenta de que una de nosotros quizá haya sido víctima de una medusa?

¿Ni de que puede que algún día lleguen a dominarnos a todos?

Se me cayeron unas hojas y clavé la vista en el suelo mientras las recogía. Me temblaban las manos.

Alguien sentado al fondo hizo eso tan manido de fingir un ataque de tos, pero en realidad aprovechar para decir una palabra en voz lo suficientemente alta para que todos la oyeran.

La palabra era Medusa.

Todos se echaron a reír. Me di la vuelta y vi a Dylan mirando al techo, la viva imagen de la inocencia.

Después, cuando me volví hacia el encerado, lo oí de nuevo, y esta vez no me quedó ninguna duda de que había sido Dylan.

Y entonces todos se pusieron a toser igual que él.

–¡Medusa!

De repente me vi como si fuera otra persona, como si me estuviera observando desde un rincón de la clase. No vi a una chica que hubiera convencido al mundo de algo importante. Por el contrario, veía a una chica rarita y ruborizada con el pelo encrespado y las manos temblorosas. Una chica que contraía la cara hasta ponerse feísima y a punto de echarse a llorar.

Una vez que las lágrimas empezaron a brotar, fui incapaz de detenerlas.

–¡Medusa!

–¡Basta ya! –gritó la señora Turton con voz cortante.

La clase se apaciguó, pero supe que desde entonces ese sería mi mote.

–Ve a sentarte, Suzy –dijo la profesora. Asentí y me apresuré a refugiarme en mi asiento.

No quería quedarme quieta y llorar, no delante de toda la clase. Así que mientras la señora Turton echaba un vistazo a los deberes que nos iba a poner ese día, abrí el cuaderno y saqué el bolígrafo.

Ojalá pudiera conocerte, Jamie. Ojalá pudiera verte y pudieras decirme que me entiendes. Porque nadie más me entiende.

Lo intenté, pero no apreciaron lo mismo que yo.

Sé que tú comprenderías, porque he visto tu foto. He encontrado muchas fotos tuyas en Internet. En una de ellas, tienes un frasco en la mano y dentro del frasco hay una Irukandji, transparente y fantasmal. La observas con mirada tierna. En otra, contemplas una avispa de mar en un acuario. La medusa está cerca de la superficie y tú la observas desde un nivel inferior. En el agua hay manchitas que parecen estrellas en el firmamento. Y como tu imagen aparece algo borrosa a través del cristal y estás al otro lado del agua, ahora eres tú el que parece un fantasma.

Y eso es lo que me resulta más relevante. Nunca hay rabia en tus ojos. Nunca expresas repugnancia.

Ni siquiera miras a esas criaturas como si fueran demasiado diferentes.

Tu expresión es de curiosidad, como si estuvieras intentando entenderlas. Como si quizá tuvieran algo que contarnos y a ti te interesara lo suficiente como para pararte a escucharlas.

¿Qué es lo que tienes? ¿Cómo es que te interesan tanto esas criaturas odiadas por el resto del planeta? Quiero decir, te vi en aquella cama de hospital, medio muerto a causa de una picadura. ¿Por qué no te ha quedado ni una pizca de resquemor?

¿Qué es lo que tienes que te hace ser capaz de amar a unas criaturas que el resto del mundo no es capaz de amar?