Y llegó el martes.
El día que me iba a comprar el billete con la tarjeta de crédito de mi padre.
Resultó bastante sencillo. Introduje la fecha, el origen y el destino. El billete me llevaría a Chicago, luego a Hong Kong, luego a Brisbane.
Costaba imaginar que mi cuerpo iba a estar en todos esos sitios. Desde mi pequeño cuartito en South Grove, Massachusetts, ninguno de ellos parecía del todo real.
El avión me dejaría en Cairns, Australia, un día y medio después de mi partida. Pasaría de invierno a verano en solo treinta y seis horas.
Introduje los números de la tarjeta de crédito, el nombre completo de mi padre, la fecha de caducidad. Todo.
Al final de la página donde hice la reserva había un botón rojo: COMPRAR BILLETE.
Lo apreté. Así de fácil.
Y funcionó.
Permanecí sentada, respirando hondo durante un rato.
Cuando me levanté, llamé al servicio de transporte especial al aeropuerto de Green Hills. Expliqué que necesitaba desplazarme al aeropuerto para tomar un vuelo internacional. Hablé con seguridad, como si me pasara la vida reservando vuelos internacionales.
La voz de mi interlocutor no dejó entrever ninguna sorpresa. La voz no me preguntó la edad. La voz solo me preguntó a qué hora salía mi avión y luego me dijo la hora a la que pasarían a recogerme.
Tenía dos opciones. Podía ser en el centro estudiantil de la universidad donde Aaron entrenaba o en un hotel del centro de la ciudad.
La universidad tenía más riesgos, pero quedaba más cerca. Podría ir andando.
Respondí que utilizaría el transporte desde el campus.
Me dijeron que necesitaba cincuenta y cuatro dólares en metálico.
Todo arreglado.