La guerra europea que estalla en 1914 influyó profundamente sobre Rodó. Su concepción del mundo, su optimismo paradójico se vieron conmovidos y puestos a prueba; su fe en la latinidad resultó sacudida por el brutal impacto de lo que él vió como agresión germánica. En una serie de escritos—en su mayor parte de carácter periodístico—ha dejado expresada su reacción inmediata y honda. Ha parecido conveniente, por lo mismo, reunirlos en haz, separándolos del grupo de sus Escritos misceláneos.
Constituyen un conjunto de quince piezas, de las cuales sólo tres habían sido recogidas anteriormente en volumen, siendo las trece restantes virtualmente inéditas. Estos quince escritos se agrupan en dos series: una, de carácter vario que incluye declaraciones, manifiestos, discursos, pequeños ensayos; otra que reúne, bajo el título revelador de La guerra a la ligera, un grupo de ocho artículos en que se tratan temas marginales de la contienda en un tono que fluctúa desde la reflexión irónica hasta un patetismo tal vez demasiado explícito. (Tres de estos artículos están firmados con el seudónimo de Ariel, sobre el que llama la atención el mismo diario que los publica apuntando que será fácil «descubrir, a través de ese seudónimo, el nombre del más ponderado de nuestros estilistas, y cuya reputación depensador ha transpuesto las fronteras del país.»)
La misma heterogeneidad de las dos series indica su distinta calidad literaria. En general puede afirmarse que los escritos de la primera tiene mayor mérito que los de la segunda, aunque es posible señalar excepciones. Pero algo une ambas series, y justifica que se las ordene cronológicamente: su doble valor testimonial: como testimonio de una crisis espiritual intensa de la vida de Rodó; como testimonio de su ejercicio del periodismo. Por otra parte, una misma actitud intelectual subyace a estos escritos heterogéneos: el hombre que reflexiona sobre esta guerra, que la padece, es un latino, es un americano. De aquí su defensa apasionada de Francia de aquí (también) su constante vinculación de los sucesos europeos con la realidad de América.
Algunos de los escritos aquí recogidos tienen una importancia particular. Muestran al escritor tratando de superar la crisis de desaliento de sus últimos años y levantando la mirada hacia el desconocido porvenir. En dos artículos se le ve sondear el futuro, con ligero arrebato profético. En el que se titula Después (19 de noviembre de 1914) su palabra es más ligera y su esperanza se abre camino con engañosa facilidad; en La literatura posterior a la guerra (4 de diciembre de 1915) hase vencido un año entero de guerra y se ven las huellas del duro presente. Allí logra, con la mesura y objetividad que eran sus mejores condiciones, una punzante visión del estado espiritual de una posguerra que no alcanzó a ver: «La guerra traerá la renovación del ideal literario, pero no para expresarse a sí misma, por lo menos en son de gloria y de soberbia. La traerá porque la profunda conmoción con que tenderá a modificar las formas sociales, las instituciones sociales, las instituciones políticas, las leyes de la sociedad internacional, es forzoso que repercuta en la vida del espíritu, provocando, con nuevos estados de conciencia, nuevos caracteres de expresión. La traerá porque nada de tal manera extraordinario, gigantesco y terrible, puede pasar en vano para la imaginación y la sensibilidad de los hombres; pero loverdaderamente fecundo en la sugestión de tanta grandeza, lo capaz de morder en el centro de los corazones, donde espera el genio dormido, no estará en el resplandor de las victorias ni en el ondear de las banderas, ni en la aureola de los héroes, sino más bien en la pavorosa herencia de culpa, de devastación y de miseria: en la austera majestad del dolor humano, levantándose por encima de las ficciones de la gloria y proponiendo, con doble imperio, al pensamiento angustiado, los enigmas de nuestro destino, en que toda poesía tiene su raíz.» Este trabajo, que anticipa las páginas maduras de El Camino de Paros, merece colocarse junto a los mejores que haya pensado Rodó.
Las fechas al pie de cada escrito indican también las fuentes de donde ha sido tomado para esta edición.
las matanzas humanas
Apenas hay lugar en el espíritu público para otra atención y otro interés que los que despierta la contienda que interrumpe el orden de la vida civilizada en los más cultos y poderosos pueblos del mundo. La solidaridad humana se pone a prueba en estos extraordinarios momentos, manifestando hasta qué punto la frecuencia y facilidad de las comunicaciones han hecho del planeta entero un solo organismo cuyos centros directores transmiten a los más apartados extremos la repercusión moral y material de lo que en ellos pasa.
No hay, no puede haber indiferentes, en presencia de esta crisis. Los que no sientan en sí mismos el choque de sus efectos económicos—y serán pocos, o ninguno—experimentarán la conmoción de los sentimientos vinculados, por el origen personal, la formación intelectual, por los recuerdos o las simpatías, a alguna de las naciones cuyos destinos se juegan en la monstruosa contienda. La composición cosmopolita de nuestras sociedades favorece esa disposición de su sensibilidad. Por otra parte, cualquiera que sea el final de la partida, él no puede menos de determinar en el orden político del mundo modificaciones que de rechazo interesarán vivamente a estos pueblos y afectarán, en un sentido u otro, sus propósitos de desenvolvimiento y las perpectivas de su porvenir.
El período de paz que duraba entre las naciones occidentales de Europa desde 1870, es acaso el más largo de que haya ejemplo en la historia de esa parte privilegiada de la humanidad. Las generaciones que llegan a la madurez sólo conocen por las referencias de la historia lo que puede ser uno de esos súbitos huracanes de odio, que, en el centro mismo de la civilización entronizan, más o menos transitoriamente, la brutalidad y la barbarie de la fuerza. El espectáculo es abrumador para el sentimiento de orgullo y de indomable fe que el hombre contemporáneo cifra en el indefinido progreso de la especie. Todos los refinamientos de la civilización, todos los infinitos medios adquiridos por ella para la propagación de las ideas y la difusión de la cultura, no tienen la virtud de evitar el fundamental desequilibrio que, comprometiendo las mismas bases de la sociedad civilizada, entrega en una hora los destinos humanos al arbitrio de la fuerza y sacrifica la vida de las generaciones y los frutos preciosos de su trabajo en aras de un ideal mal definido de una ficción de las reyertas diplomáticas.
Es el caso de preguntarse si esta civilización, cuyos desenvolvimientos materiales magnifican de tal manera el poder y la riqueza del hombre, lleva efectivamente en sí el principio moral capaz de preservarla de la disolución, o si, a semejanza de civilizaciones que la precedieron, está destinada a caer desde la cúspide de sus grandezas, para que sobre sus ruinas se levante un orden mejor y más justo. Extendiendo el alcance de la frase inspirada de uno de nuestros primeros publicitas, podríamos decir que la guerra por la guerra no tiene término visible en el mundo y que si hasta hoy nuestra civilización ha apurado en vano sus recursos para fundar una paz estable entre los hombres, es en los principios y en las tendencias fundamentales de esa civilización donde hay que buscar la falla que la torna incapaz de emanciparse del más brutal de los atavismos humanos.
Nuestras perpetuas guerras intestinas, tan duramente comentadas, la inquietud endémica de esta revoltosa «South América», representan, al fin, un esfuerzo, aunque originariamente extraviado, en el sentido de hallar la forma definitiva de la libertad y del orden. ¿Merecen una justificación más fácil estas guerras internacionales, europeas; representan un móvil superior, una aspiración humana más conciliable con las ideas y los sentimientos de esa norma moral en que el propio magisterio europeo ha educado nuestro espíritu?...
Un sentimiento generoso e imperecedero en el corazón del hombre ennoblece indudablemente esas guerras del punto de vista de la exaltación popular, y es el sentimiento de la patria. Pero si esa noble pasión es, como lo creemos, apta para perder su parte negativa, su parte de odio, para subordinarse a un sentimiento más alto todavía, esperemos que de la cruel experiencia ahora renovada surja definitivamente para la hu manidad la abjuración de los odios internacionales, que bastardean un afecto tan grande y tan puro como es el de la natural adhesión del hombre a la tierra que le vió nacer.
[ Diario del Plata, 9 de agosto de 1914.]
Solicitada por nosotros la impresión de José Enrique Rodó acerca del actual conflicto europeo, el ilustre escritor ha contestado en la siguiente forma:
El primer sentimiento que embarga el ánimo en presencia de lo que pasa en el mundo es de protesta y de aversión por ese enorme «salto atrás» de la guerra, que desata en los mismos centros de la cultura humana los instintos bárbaros del odio, la iniquidad y torpeza de la fuerza, y pone en duda si esta civilización, cuyos desenvolvimientos materiales tanto nos enorgullecen, lleva efectivamente en sí el principio moral capaz de preservarla de la ruina y la disolución en que otras civilizaciones terminaron.
Pero, duélanos o no, la guerra es un hecho y en la guerra se juegan los destinos de la parte más culta y poderosa de la humanidad. ¿Podemos los latinoamericanos fijar en ella un interés puramente teatral o puramente utilitario? ¿Podemos ser imparciales en esa única contienda? Si imparcialidad significa la neutralidad oficial de los Estados y el tributo de consideración y de respeto que constituye la más clara obligación de la hospitalidad, claro está que podemos y debemos ser imparciales. Pero si imparcialidad significa indiferencia, yo afirmo con igual convicción que no podemos ni debemos serlo. Imparcial de esa manera se podrá ser cuando se trate de una guerra entre dos tribus del Africa, sin carácter distinto, sin significación moral, sin trascendencia posible en la marcha del mundo. Tratándose de una lucha entre naciones primaces, cuyos resultados han de abarcar forzosamente la redondez del planeta, yo, por mi parte, no quiero ni puedo ser imparcial. Mi razón serena aprueba y confirma los espontáneos impulsos de mi sentimiento, y sentimiento y razón me llevan con toda la fuerza de mi alma, allí a donde reconozco mis afectos de mi raza, mi concepción de los destinos humanos y la filiación de mis ideas.
La conciencia latinoamericana tendría que ser inconsecuente con sus fundamentales tradiciones de origen y de educación, y tendría que perder el instinto de sus más altos intereses, para no sentir magnificada, en estas horas inciertas, la solidaridad que la vincula a la gran nación de su raza y de su espíritu, que tiene para nosotros el triple prestigio de su latinidad dirigente, del magisterio intelectual que ha ejercido sobre nuestra cultura, y de la tradición de libertad encarnada en su gran Revolución, madre de la nuestra, y en el triunfante arraigo de sus instituciones democráticas. Hemos reconocido en todo tiempo tal vinculación espiritual, y hemos devuelto a Francia, en simpatía vehementísima, esa inmensa irradiación de simpatía que constituye la esencia, la fuerza y el encanto del espiritu francés. Vemos en el tricolor de Valmy y de Jemmapes el símbolo del más pujante ensayo de civilización humanitaria, liberal y generosa, que se ha aspirado a realizar en el mundo desde la Roma de los Antoninos, y del más perfecto florecimiento de cultura desinteresada, de delicadeza mental y de gusto exquisito, que haya iluminado el espíritu de una sociedad humana desde la Atenas de Pericles y la Florencia de los Médicis. ¡Cómo no hemos de estar con el pueblo que eso representa, cuando un golpe que quiere ser de muerte le amenaza; cuando una angustiada expectativa hace que se sucedan en nuestra memoria, de un lado los milagros guerreros de la Revolución, y del otro las pinturas siniestras con que nos transmitió la imaginación de Víctor Hugo el dolor y la desesperación del «año terrible»!
Por fortuna para los que creemos en la inmensa parte de porvenir humano que custodia en su espíritu ese pueblo, la renovada prueba a la que se le había destinado sobreviene en condiciones tales que, a la vez que acrecientan por la alianza el poder de sus armas, engrandecen y exaltan todavía los prestigios de su causa nacional. Con él está la libre Inglaterra, madre y maestra del gobierno propio, la nación que, aun allí donde ha ido en son de conquista, ha llevado la libertad, para difundirla y enseñarla; la Inglaterra que, si no el afecto de la sangre, nos impuso siempre alta admiración y respeto, porque sus instituciones han contribuído a darnos un ideal de organización y porque todas las formas de nuestro adelanto material americano nos recuerdan a una los estímulos de su capital expansivo y civilizador. Esta alianza de las dos grandes naciones propagadoras de la libertad, aunque por distintos estilos, me parece la más hermosa y simpática armonía que pudiera presenciarse en el mundo. De la manera como la guerra está planteada, si por una parte es la lucha de las nacionalidades contra un imperialismo que parece tender a la uniformidad de no sé que restaurada Europa feudal, por otra parte es y significa también la lucha de los principios liberales de gobierno con la monarquía de derecho divino, fundada en la consagración de la fuerza como signo de predestinación y en el legítimo uso de la fuerza contra la idealidad inerme del derecho: «La force prime le droit.»
Y por si algo faltase aún para caracterizar el conjunto de Francia y sus aliados en el actual orden del mundo, queda la parte de esa Bélgica, maravilla del trabajo y de cultura, de administración y de orden, a la cual ni la intachable austeridad de sus ejemplos ha podido salvar del brutal atropello de la fuerza; incomparable colmena humana, hollada y destrozada por la más inicua de las invasiones, y que, en la hora del peligro se convierte, de colmena pacífica, en formidable antro de héroes, para sellar con sangre generosa el derecho que asiste a las nacionalidades pequeñas de mantener su personalidad y autonomía y resistirse a ser el instrumento servil de fines ajenos.
Francia representa además, en este conflicto de naciones—y no es posible apartarlo de nuestro pensamiento—la virtualidad del genio latino, la afirmación que hacemos de su integridad y su poder, y que habría de quedar desvirtuada, acaso para siempre si otra vez el golpe de Armino abatiera las legiones de Varo, a los cuarenta años de Sedan. Por eso Italia, el pueblo de Italia, se estremece como si le hiriera en carne viva el clarín de esta guerra, y sobreponiendose a las ficciones de la diplomacia, ratifica altamente a la grande hermana latina el sentimiento de amor y admiración que hace un siglo inspiró a Alejandro Manzoni, en su Carta sobre las unidades dramáticas, aquel hermoso final donde se dice que «nadie pudo conocer a Francia sin amarla con amor semejante al afecto de la patria, y nadie pudo separarse de ella sin que a la impresión de la ausencia se mezclara una nota melancólica y profunda, igual a las nostalgias del destierro». Seguro estoy de que por el espíritu de España pasa a estas horas la misma vibración de simpatia, y ya lo confirman, desde luego, las palabras que se conocen de algunos de sus hombres de ideas y de prestigio popular.
Por sentimiento de raza o por sentimiento de conservación nacional y libertad, parecen formar acorde de nuevo, frente al común peligro, aquellas «voces de los pueblos» —para usar de una expresión germánica—que surgieron, enérgicas y distintas, entre el fragor de las conquistas napoleónicas. Y si se quisiera completar la protesta contra el imperialismo amenazador, con la palabra de otra de las razas más cultas de Europa, sería necesario evocar la voz desvanecida de una Alemania menos fuerte y próspera, sin duda, pero incomparablemente más llena de atracción y de espíritu que el imperio de Guillermo II: la Alemania liberal de principios del siglo xix ; la Alemania de Schiller y de Kant, de Goethe y de Fichte: la Alemania que renovaba el ideal estoico del deber con la Crítica de la razón práctica, y que expresaba, por labios del Posa de Don Carlos, el sentimiento de la fraternidad humana y el derecho de todos los hombres a la vida de la libertad. Si esa alianza de la Europa occidental cayese vencida, no sabría ahora precisarse por qué rumbos oscuros se orientarían los destinos del siglo que comienza, pero es indudable que sería en el sentido de normas y principios absolutamente divergentes de aquellos que la naturaleza y la historia señalan como ideal a las jóvenes nacionalidades del Nuevo Mundo. Esto, por sí solo, debería decidir nuestros votos. No olvidemos, por otra parte, que para los elementos reaccionarios y guerreros del Viejo Continente América no ha dejado de ser del todo «la presa colonial», el país de leyenda abierto a la imaginación de la conquista. Un imperialismo nacional europeo, vencedor del resto de Europa, y por tanto sin límite que lo contuviese, significaría para el inmediato porvenir de estos pueblos una amenaza tanto más cierta y tanto más considerable cuanto que vendría a favorecer la acción de aquel otro imperialismo americano, que hallaría en la común conciencia del peligro la ocasión de afirmar sin reparos su escudo protector.
En suma: raza, mentalidad, instituciones, espontaneidad del afecto, noción de nuestro interés colectivo: todo, todo, nos vincula estrechamente a una de las partes de esa discordia gigantesca. Mirada del punto de vista americano, como de cualquier punto que diste algunas horas de la Wilhelmstrasse de Berlín, la causa de Francia y sus aliados es, en el más alto y amplio sentido, la causa de la humanidad.
[ La Razón, 3 de septiembre de 1914.]
introito de una pequeña seccion
¿Recordáis las palabras del burgués que Goethe presenta en una de las escenas del Fausto? «Nada me gusta tanto—dice—como hablar de guerras y batallas en los días de fiesta. Mientras que allá, muy lejos, en Turquía, se están despedazando los pueblos, se sienta uno a la ventana, apura su copa, y ve pasar por el río multitud de barcos con las banderas de diferentes naciones...» Todos nos parecemos al burgués del Fausto. No hay conversación más sabrosa que la de la guerra, cuando la guerra ocurre allá lejos, máxime si la conversación es de sobremesa y la imaginación envuelve sus simulacros heroicos en el vapor de una taza de moka o en la nube perfumada de un habano. El hombre es naturalmente guerrero y naturalmente egoísta. Como guerrero, le complacen las peleas remotas o fingidas, cuando no las tiene reales y propias: desde niño, le agrada jugar a los soldados. Como ser egoísta, experimenta una dulce satisfacción sintiéndose tranquilo y seguro en tanto que otros componen, a costa de su reposo o de su vida, los motivos marciales con que él se deleita. ¡Pícara condición humana! Pero ¿no participamos todos de ella, y por muy doloridos o muy apasionados que nos tenga esa formidable guerra de Europa, no se mezcla, en la emoción que nos produce, un poco de la impresión del espectador que ocupa su butaca, en la sala confortable y tibia, una noche de estreno?...
Quien dijo que todos los papeles de la vida podían reducirse a dos: el de víctima y el de victimario dió muestra de ignorar otro papel importantísimo, que contribuye a integrar el teatro del mundo.
Ese papel, el más interesante sin duda, es el de espectador. A ese papel se atienen los que no se sienten ni con enérgica vocación para hacer daño ni con suficiente abnegación para recibirlo. En el circo romano, ocupaban las gradas; en este circo de la vida moderna, leen lo que cuentan los diarios o comentan lo que se dice en la mesa de café.
Espectadores, como los que leen los diarios, son también los que los escriben. En esta condición de espectadores, ajenos a toda vocación heroica, abrimos esta pequeña sección para hablar, a nuestro turno, «de guerras y batallas», como el burgués del Fausto. Impresiones, comentarios, recuerdos, moralejas, asociaciones de ideas o de sentimientos, pasarán por el fondo gris de estas crónicas, todo ello sin pizca de mala intención ni de gravedad trascendental. En cuanto a los hechos que nos han de servir de canevas, declinamos, desde luego, toda garantía de veracidad, traspasándola a la autoridad responsable de los corresponsales telegráficos. Nos trasmiten cada día tantas cosas opuestas, mantienen en tan loco vaivén nuestras impresiones, que quizás la filosofía más discreta, en este caos informativo, sea la de aquel prudente cronista del que refiere Chamfort que escribía cuando circularon en París los primeros rumores de la muerte del cardenal Mazarino:
«Se miente mucho: unos afirman que ha muerto el Cardenal, otros aseguran que aún vive, pero, por mi parte, no creo que sea cierto ni lo uno ni lo otro.»
[ El Telégrafo, 8 de septiembre de 1914.]
la grandeza de las batallas
Las crónicas de esta guerra parecen transportarnos a un mundo colosal, superior a toda representación de nuestra fantasía. Las sublimes pinturas de las epopeyas, las líricas hipérboles de las odas heroicas, resultan pobres y mezquinas para imágenes de esta inaudita realidad.
Batallas de un millón de hombres por cada parte; líneas de combate de doscientos kilómetros; heridos y prisioneros por centenares de miles... ¡Estupenda grandeza! Y nuestra imaginación, sobrecogida y humillada, se vuelve a nuestro ambiente americano y considera las proporciones de las históricas batallas con cuya gloria nos enorgullecemos. Dos mil americanos peleaban en Boyacá; seis mil en Carabobo; cuatro mil en Chacabuco y en Maipo; seis mil en Ayacucho: mil en Las Piedras; poco más de un centenar en San Lorenzo. ¿No parecen reyertas de orden policial, miradas desde la altura de estos grandes combates?... Pero pronto el espíritu reacciona y levantándose sobre la materialidad del número, recuerda que la energía de la guerra se mide por la integridad del valor y el sacrificio, y que la grandeza de las batallas tiene su escala en la significación con que perdura en la memoria de los hombres. De Ayacucho nació un mundo a la vida de la libertad. ¿Pudo nacer algo más grande de una acción en que se hubiera centuplicado el número de los combatientes?... No padecía ilusión el generoso americanismo de Mármol cuando afirmaba que, en el verdadero concepto de la gloria militar, cabía bien Austerlitz en la boca de uno de los cañones de Lima o Chacabuco.
Y ahora se ilumina en nuestro recuerdo un rasgo de una de las figuras más interesantes y originales de nuestra historia. Héroe, caudillo, tribuno, repúblico, poeta: todo lo fué aquel hombre extraordinario que se llamó Melchor Pacheco y Obes, y que personifica, sobre todo, la indomable energía de la Defensa de Montevideo. Hallándose en París, al servicio de los intereses diplomáticos de la Defensa, hubo de arrastrar ante la Cour d’assises a uno de los detractores del gobierno oriental que asalariaba en la prensa el dinero de Rosas. Allí, en la tribuna forense, confirmó Pacheco aquella elocuencia avasalladora con que, un día memorable, había impulsado a los legionarios franceses a desprenderse la escarapela tricolor y optar por la ciudadanía oriental.
Llegó un momento en que el abogado defensor de la parte acusada quiso ha cer mofa de las jornadas épicas de la Defensa, a que Pacheco se había referido en su peroración.
—¿Qué miserables batallas son ésas, preguntó—en las que pelean de cada lado algunos centenares de hombres?
Entonces el general de Montevideo se irguió en toda su talla frente al ironista.
—¡Señor—le dijo—, en las batallas pequeñas se muere también como en las grandes!
Y el público que escuchaba desde las galerías, saludó el arranque de aquel criollo genial, con el estrépito de los aplausos.
[ El Telégrafo, 9 de septiembre de 1914.]
la emperatriz
Casi todas las figuras históricas de la guerra de 1870 han desaparecido del mundo. Medio siglo es suficiente para renovar por completo los actores de la tragedia humana. Pasó Napoleón, «Napoleón el Chico», según el estigma indeleble de Victor Hugo; pasó Guillermo, el Emperador coronado en Versalles; pasaron Bismarck, el canciller de hierro, y Moltke, el organizador de las victorias, y Thiers, el estadista de la paz, y Gambetta, el verbo de la restaurada República. Generales, diplomáticos, ministros, príncipes, tribunos: casi todos los que aquella historia evoca desfilan en la memoria transfigurados por la suprema idealización de la muerte...
Pero aún queda una viva reliquia de ese tiempo, la más interesante y delicada que hubiera podido elegirse. Los viajeros que pasan por Florencia suelen ver, sobre el fondo de nobleza y sosiego de la clara ciudad de los mármoles, una viejecita de aspecto señorial, que lleva en sí la triple majestad del linaje, de la ancianidad y del infortunio. Es Eugenia de Montijo, la Emperatriz Eugenia, la viuda del César derrotado en Sedan. El rojo incendio que se propaga por Europa refleja hacia ella un rayo de luz.
¿Quién ignora su historia? Su juventud parece un cuento de hadas. Esa andaluza, hija de los condes de Montijo, llevaba en su extraordinaria belleza la predestinación de su encumbramiento, que luego castigó duramente la fatalidad. El enamorado Príncipe de los cuentos se encarnó para ella en el Emperador que se levantaba personificando los i prestigios de la leyenda napoleónica y que la llevó a compartir su tálamo. Brilló veinte años en la corte, con la soberanía indisputada de la dignidad y la hermosura. No fué extraña a la influencia política, y en la orientación oscilante del segundo Imperio los elementos autoritarios y conservadores tuvieron en ella la más eficaz cooperación. Se la acusaba de haber fomentado el espíritu guerrero que precipitó la temeraria aventura del 70. «Esta es mi guerra», refieren que decía. Cuando Sedan, ella desempeñaba la regencia, y el centro del Imperio quedó roto en sus manos.
Pero una desdicha más grande que la de la caída debía dilacerar sus entrañas, y es la muerte prematura de su único hijo y directo heredero de su perdida corona: aquel príncipe imperial sacrificado, al servicio de las armas inglesas, en 1879, en la campaña contra los zulúes. Aunque este golpe la tuvo a punto de muerte, la cruel naturaleza quería que alcanzase la extrema vejez, y desde entonces se la ve pasar, como una sombra de otros tiempos, en sus viajes de Inglaterra a Italia o a España.
¿Qué sentimiento despertará ahora en el espíritu de la Emperatriz destronada el eco de esta guerra, que se ha adelantado a su muerte? ¿Sentirá abierta su herida, le parecerá que vuelven a tener existencia real los trágicos días de su infortunio? ¿O experimentará como un melancólico contento al acariciarle la esperanza de ver, antes de morir, la ocasión del desquite y de la gloria para el pueblo cuyo trono compartió y cuya derrota fué la suya?... ¡Qué incomparable interés tendrán sus confidencias de estas horas! ¡Qué inmenso remolino de hojas secas agitará, en el alma de la augusta viejecita, el viento de muerte desolación que pasa sobre el mundo!
[El Telégrafo, 11 de septiembre de 1914.]
la voz de la estadistica
Un erudito compatriota se propuso, no ha mucho tiempo, sacar en claro el número de las guerras civiles que han dado fecunda aplicación a nuestras energías, desde que se inició, casi simultáneamente con la Independencia, aquel interesante sport nacional. La estadística nos pareció abrumadora: de ella resultaba que, entre grandes y pequeñas, no menos de cuarenta y cuatro guerras civiles habían tenido por escenario este suelo feraz, en los ochenta años que van desde los primeros litigos de Rivera y Lavalleja hasta las últimas cruzadas patrióticas.
Nuestra escasa capacidad para una organización estable quedaba aritméticamente comprobada, pero nuestro temple indómito, fiero y levantisco resultaba también en plena evidencia, y esto halagaba un poco nuestra vanidad. De la herencia española conservamos el culto del coraje, y se nos figuraba haber acreditado como buenos nuestra calidad de creyentes y de sacerdotes de ese culto. Por otra parte, los partidarios del color local y del criollismo imaginábamos que aquel implacable prurito guerrero contribuía a estamparnos cierto sello de originalidad. «¿Qué tienen ustedes de característico, de propio?», se nos preguntaba. Y podíamos contestar: «Las revoluciones», como contestaría un suizo: «El ranz des vaches», o un veneciano: «Los canales». Las mismas ironías con que la malicia europea solía festejar nuestro perpetuo furor bélico se nos antojaban, en el fondo, dardos disparados por la impotencia de una civilización muelle y caduca, contra nosotros, pueblos jóvenes, que conservábamos la entereza heroica de los tiempos de los poemas de Homero o de la Gesta del Cid.
Desgraciadamene, padecíamos, en gran parte, una ilusión; producida por estos cuarenta y tantos años de paz que duraban en la Europa occidental. Interpretábamos tan largo sueño como un signo de definitivo y oprobioso decaimiento guerrero, siendo así que no era más que un estado de molicie transitorio y falaz. Ahora se ve bien que las gentes de Europa, que considerábamos languidecidas y enervadas, están en plena posesión de sus instintos marciales, y que, rascando un poco la corteza del europeo «siglo xx» aparecen Aquiles, Rolando y hasta Alarico y Atila. «Grattez le russe...»
Confesamos que no tenemos a nuestra disposición ninguna estadística fehaciente de las guerras internas que hayan contribuído a amenizar la historia de los pueblos del viejo continente; pero, en cambio, nos hemos proporcionado un buen recuento de las guerras internacionales, y él basta para dar por tierra con nuestra vanidad criolla de insuperables pendencieros.
El dato es de Novicov, que declara tomarlo, a su vez, de la Gaceta de Moscú. Dice así: «Desde 1496 antes de nuestra era hasta 1861, en tres mil trescientos cincuenta y ocho años, ha habido doscientos veintisiete años de paz y tres mil ciento treinta años de guerra, o sea un año de paz por cada tres. Durante los tres últimos siglos hubo doscientas ochenta y seis guerras en Europa.»
Resulta, entonces que, aunque nos limitemos a tomar como base este cálculo de tres siglos, la proporción ha sido casi de una guerra por año, mientras que en nuestro pequeño mundo apenas excedemos de una revolucioncita por cada dos años de historia. Se nos aventaja por el doble.
Sigue citando Novicov, que reproduce esta vez palabras de Valbert: «Desde mil quinientos años antes de la era cristiana hasta el año 1860 de esta era se han firmado más de ocho mil tratados de paz que debían subsistir para siempre; su duración media ha sido de dos años.»
Nuestras perpetuas «paces», nuestros periódicos juramentos de olvido y confraternidad, nuestra sempiterna afirmación de la que acaba «sera la última», tiene ahí su filiación indiscutible.
Quedamos, pues, vencidos y humilla dos en nuestro último reducto de originalidad, y de hoy en más debemos declinar modestamente el honor que nos hacen los que, como Gustavo Le Bon, atribuyen nuestra imposibilidad de paz a la parte de barbarie indígena que se mezcla en nuestra sangre impura, reconociendo en justicia que esa comezón de pelea procede, como las demás, de nuestro ilustre abolengo europeo.
[El Telégrafo, 14 de septiembre de 1914.]
libertad y guerra
Bísmarck, el formidable enemigo de las instituciones libres, quería la república para un solo pueblo: la quería sólo para Francia. No es necesario dar la razón de este deseo. República significaba para él autoridad débil e incierta, organización política precaria, recelosa prevención contra la guerra militar, y en suma, incapacidad para la guerra. Creía ver el férreo teutón en la Francia republicana el más eficaz cooperador de la consolidación de su Imperio.
Y aun entre los amigos de la libertad y de las formas de gobierno que son connaturales con ella, la idea de Bismarck solía hallar quienes la compartiesen. La aspiración de la democracia es la paz, y era frecuente pensar que esa superioridad ideal se convierte en inferioridad relativa cuando la realidad fatal es la guerra.
Si algo faltaba aún para que esa idea prosperase, parecía venir en favor suyo la inclinación radical y demagógica de los últimos gobiernos de la República. Y es un hecho, del que todos podemos ser testigos, que no se hablaba de la posibilidad de la guerra para Francia sin que un presentimiento pesimista estrujase muchos de los corazones que la aman y dejara asomar palabras de poca fe a muchos de los labios que con más fervor la bendicen.
Impresión generalizada, en las vísperas de los acontecimientos que conmueven al mundo, era ésta: una sociedad desgastada por la disolución; un amor patrio minado de escepticismo; un gobierno privado de sólida y potente autoridad; un ejército desorganizado; una revolución social pronta a estallar al primer amago de guerra.
Y la impresión irresistible, desde que la prueba se ha verificado, es: una espontaneidad patriótica sin diserciones ni vacilaciones; una augusta serenidad, cruzada de ardientes entusiasmos: un gobierno indiscutido y firme, dondequiera que sitúe su autoridad, un ejército admirable de organización, empuje y de constancia; un pueblo en que todo se acalla—hasta la voz de las pasiones exasperadas por el crimen de 31 de julio—, frente al supremo deber de la defensa nacional.
De esta manera ha contestado Francia, la Francia de los milagros del 92, a los que dudaban de ella y a los que dudaban de la capacidad del liberalismo republicano como fuerza de acción capaz de contrarrestar el impulso del imperialismo militar.
Así se ha incorporado magnífica, uniendo al ímpetu y al brillo de su genialidad tradicional una aureola de tranquila confianza, que manifiesta, más soberanamente aún, la plenitud de su energía.
Atendamos a la trascendencia universal de estos ejemplos. Las victorias de los pueblos son la escuela de la humanidad; la victoria difunde prestigios y normas en el mundo. Si la victoriosa resistencia de Francia se consuma, ¡qué inmensa reverberación de prestigio para la causa de la libertad humana, en la revelación guerrera de esa república liberal, humanitaria y utopista, a cuyo frente figura, en vez de un César laureado en las batallas, un hombre de pensamiento y de paz, fuerte sólo por la transitoria autoridad de su investidura imprescriptible de la virtud y del talento!
Y cuando se pregunte por qué ese ejército relativamente en abandono, formado entre la inseguridad y fluctuación de los cambios de gobierno, salido de las filas de un pueblo refinado y escéptico como el pueblo de Atenas, mantiene sin embargo, el nervio que lo ha hecho capaz de resistir a la más formidable máquina de guerra que se haya organizado en el mundo, fácil será la contestación para los espíritus liberales. Ellos podrán contestar que, contra lo que piensa una concepción estrechamente automática de la energía militar, es y será siempre uno de los grandes valores de la guerra el «espíritu» marcial del hombre libre, el dinamismo que crea, en el soldado de una democracia, la conciencia de que pelea por su derecho y de que su personalidad, que es parte de la soberanía, debe ser también elemento activo y eficaz de la victoria.
[ El Telégrafo, 16 de septiembre de 1914.]
los excesos de la guerra
Nos dijo el sereno observador:
— Se denuncian en esta guerra bárbaros excesos. Sería temerario darlos desde ahora por probados y fundar sobre ellos juicio alguno que afecte la responsabilidad de un pueblo o de un ejército.
Nada se opone, sin embargo, a que aceptemos en principio su verosimilitud, no con relación a uno u otro pueblo de los que pelean, sino con relación a la naturaleza humana, enceguecida y desencadenada por la radical barbarie de la guerra.
«Hay—prosiguió diciendo—un límite que el sentido moral de los hombres y las convenciones de los estados señalan a la misma fuerza brutal en su transitorio y anómalo dominio; pero, supuesto el inicial desate de esa fuerza, todos los excesos se derivan tan fácilmente de su impulso, que el propósito de limitarlos se parece al de fijar un movimiento acompasado al cuerpo de enorme gravedad que se precipita por violento declive. Tal vez nos sorprenden demasiado las iniquidades de la guerra que contravienen nuestra medida de lo lícito y de lo ilícito, y no nos sorprende suficientemente la iniquidad de la guerra en sí misma, que las contiene virtualmente a todas, porque significa, desde que empieza hasta que acaba, una sistemática excitación de todos los instintos del odio, de la crueldad y de la depravación.
»Por encima de los incendios de ciudades, del uso de armas innobles y prohibidas, de bombardeo de poblaciones no fortificadas, de las exacciones, y las muertes fuera del combate, y los vejámenes y las violencias inútiles, se impone a la conciencia humillada de los hombres, en esta aciaga bancarrota de la civilización, un hecho superior a todos ésos, que es la guerra. La guerra: es decir, los destinos de la parte más noble de la humanidad entregados al ciego y estúpido arbitrio de la fuerza; las generaciones humanas diezmadas en la flor de su juventud; la riqueza que ha acumulado el trabajo, echada al viento como en un arrebato de locura; la inteligencia apurando sus recursos en obra de muerte y de destrucción; el porvenir abrumado con herencias de odios, de luto y de vergüenza, y la cultura de pueblos superiores obligada a confesar que sus adelantos materiales e ideales no tienen fuerza para preservarlos del regreso atávico a la más triste fatalidad de la barbarie.
» Si el espectáculo de esta hora es de oprobio para la sociedad que componen las naciones cultas del mundo, no consiste principalmente en tal o cual exceso de los procedimientos y formas de la guerra: consiste, sobre todo, en el hecho de la guerra misma. Es este hecho el que está manifestando las fallas de que adolecen los fundamentos de nuestra civilización, y es él el que, dejando un eco de horror en la conciencia de los niños que hoy lloran en la cuna, ha de sugerirles un día la abominación de nuestra historia y la aspiración a destinos menos miserables.»
Eso nos dijo el sereno observador.
Ariel.
[ ElTelégrafo, 18 de octubre de 1914.]
la historia de juan de flandes
Juan de Flandes era bueno y dichoso. Debía al trabajo de sus manos sencilla abundancia y sana alegría. Cultivaba su campo, en el que el viento encrespaba como un mar las mieses de oro, y cuidaba su casa, limpia y luciente, como una taza de plata. Juan de Flandes no envidiaba a los poderosos del mundo, ni era envidiado por ellos.
Una noche, todo era plenitud, todo era saboreada conciencia en su ventura. La cena había terminado. La mujer, dulce y fuerte, como cumplía a aquel varón, ordenaba sobre la mesa un vaso de flores. Dos animadas esperanzas, niña y niño, confundían sus bucles sobre un libro abierto. El lucio can de la casa reposaba a los pies del amo. Juan de Flandes, dejando aplacarse el vapor de su té, repartía su pensamiento entre la contemplación de aquella paz y el trabajo del siguiente día. Llaman a la puerta. El buen hombre se dirige a abrir. Encuentra en el umbral a un recio mocetón de pelo rubio, cabeza altiva de duras facciones, azul de acero en los ojos, un gesto de desdén en los labios: hermoso tipo marcial.
El forastero saluda resueltamente a Juan de Flandes:
—Señor—le dice—, su vecino de al lado me ha inferido grave ofensa, debo matarlo. No puedo entrar por su puerta, porque la tendría que forzar y me sentirían. Necesito que usted me deje pasar por su tejado. ¿Quiere usted dejarme pasar por su tejado para ir a matar a su vecino?
Juan de Flandes escuchó las primeras palabras con asombro, las últimas con estupefacción. Luego, fluctuando entre una grave inquietud y la de ser objeto de una burla, dijo al forastero:
— Señor, nada me interesan a mí los agravios de usted con mi vecino. No guardo queja de él y soy hombre de paz. Tenga usted la bondad de retirarse. Buenas noches.
A esa respuesta, el recio mocetón, puñal en mano, arremetió sobre Juan de Flandes y lo echó por tierra, herido en medio del pecho. Resonó un ¡ay! de agonía. Acudió el vigilante can, y cayó, junto al cuerpo del amo. Vinieron, en apretado grupo, la hacendosa mujer, los blondos niños, y después de un grito de espanto, quisieron oponerse al paso de aquel hombre. Retrocediendo ante el brazo homicida cayeron, uno tras otro, madre e hijos; volcóse en esta confusión la lámpara que había iluminado el dulce reposo, mordió el fuego en las cortinas y en un instante todo fué, en la casa del trabajador, sangre y llamas, desolación y muerte. Mientras tanto, bajo la impasible mirada de la noche, el forastero, deslizándose al tejado del vecino, murmuraba, como quien habla para su conciencia:
— Era mi derecho: necesitaba pasar.
Ariel.
[ El Telégrafo, 29 de septiembre de 1914.]
anarquistas y cesares
Nunca quise mal a los anarquistas, que me parecieron siempre los más infantiles de los hombres. Si hubiera de parar en revolucionario social, a la anarquía, no al socialismo, había de atenerme. La anarquía es plenitud de libertad, y por lo tanto, corno ideal, cosa tan apetecible y bella que no se concibe alma generosa que, en la región de los sueños no la ame. El socialismo, en cambio, es sacrificio de la personalidad a un orden y una dicha harto inseguros. Cuando hayamos de renunciar al sentido de lo real, sea para el ideal hermoso y no para la forma quimérica e ingrata de aceptar el yugo de la necesidad.
Del anarquista puro y sincero emana una ingenua simpatía, que procede de que el anarquista es, por su más íntimo carácter, un optimista radical, un fervoroso creyente en la bondad de la naturaleza humana y en su paradisíaca aptitud para campar suelta de trabas y de leyes. Por eso hay en el argumento de estos demoledores una sencillez de lógica candorosa e impávida que recuerda el natural razonamiento del niño. Por eso en los ejecutores de sus tremendas sentencias, dinamiteros, incendiarios y asesinos de príncipes, se suele descubrir, cuando penetra en sus adentros la justicia de la sociedad, a un soñador casi seráfico, a un alma inocente en el fondo y sin roce del mundo, de donde brota la vocación de la vindicta con el impulso cándido con que brotaba la energía del martirio del alma del adolescente o de la virgen llevados a morir en la arena del Circo. La broza de soez vulgaridad y de intención perversa es adventicia respecto del tipo original. Lo que en ese tipo impone el sello es la alucinada exaltación del amor humano, comparable a aquel divino amor que enciende las visiones de los místicos e inflama el corazón del misionero de abrasadora caridad; por donde, en muchos de los atentados anárquicos que más nos espantan con su cruda fiereza, puede decirse que, al revés de lo que se vió en el león de Sansón, de la dulzura nacio la fuerza terrible. Con todo, solían indignarme los crímenes de los anarquistas. Ahora, en el hervor y remoción de ideas que el brusco sacudimiento de esta guerra nos provoca en la mente, confieso que me figuro aquellos crímenes sin espontáneo impulso de abominación. Desde luego, todos ellos juntos no representan, en grado de destrucción, ni en grado de injusticia, una mínima parte de las iniquidades y los horrores que estamos presenciando en el mundo por obra de muy otras manos que las de visionarios rebeldes. Y además, la protesta violenta y vengadora adquiere soberana fuerza de razón de esa misma experiencia de la guerra, por la que vemos rebosar y desbordarse, como un volcán de cieno, todas las cosas inmundas que lleva en sus entrañas esta civilización falaz.
Imaginemos a un trabajador de alma primitiva o semiculta, en quien los sueños de fraternidad perenne y de realizado Edén preparan su punzante fermento de destructora energía. Imaginemos, por otra parte, al César, dueño de un Imperio que forma y educa, a semejanza de sí mismo, su aristocracia soldadesca, y la encarniza con el pensamiento de la gloria, como quien adiestra los halcones y neblíes, para una estupenda cetrería. Llega el fermentar de los sueños a su punto, y el brazo del miserable alucinado se desata al paso del cortejo pomposo o entre el desprevenido embeleso de la fiesta. Si él merece la horca, y después de la horca la abominación de su nombre, y después de esta abominación la eterna condena de su alma, tú, César encendedor de guerras, ¿qué mereces?... El propio sol que vió ejecutarse el crimen del iluso enjuga la sangre de la víctima; por generosa y alta que la víctima sea, es una vida que se pierde, y la paz y la labor del mundo siguen adelante. Para el mal que tú desencadenas no hay cuenta ni medida. Todos los estragos de la naturaleza arrebatada en los frenesíes del viento, del agua y del fuego; todas las torturas de la carne prometida a la muerte por el dolor, las fiebres y el hambre; todos los delirios del espíritu conturbado por la ira, el terror y la locura, caben en los ámbitos del mal que tú desencadenas. Los piélagos de sangre, los diluvios de lágrimas, no son más que la parte visible de un daño que se dilata, aún más funesto, en la sombra. Millares y millares de destinos truncados en la primera flor de la vida, dejan como tras un bárbaro saqueo el sagrado misterio del porvenir, mientras el odio, envenenando la leche de los pechos que no ha secado la miseria, arroja a los surcos del tiempo la semilla de los espantos de que se ha engendrado... y en principio de ese infierno hay un movimiento de tu voluntad. ¿Cómo hallar en los códigos humanos el nombre y la sanción de tu Delito? ¿Dónde está el déspota de oriente, inventor de tormentos feroces; dónde el renovado Gibelino, imaginador de castigos eternos, que, en la proporción de la culpa y la pena, encuentren el suplicio para tu maldad y la afrenta para tu orgullo?
Ariel.
[El Telégrafo, 18 de septiembre de 1914.]
Tal vez se aproximan en el mundo tiempos de transformaciones pasmosas y violentas. Tal vez hemos de asistir al alumbramiento mostruoso en que, entre torrentes de lágrimas y sangre, broten, de las desgarradas entrañas de esta civilización doliente, nuevo orden y nueva vida. No sé si agüeros de la imaginación, o más claras luces interiores, nos llevan a representarnos, en el desenlace de esta guerra, un gigantesco Término: antes de él, lo pasado en cuanto abarca la memoria; después de él, lo porvenir hasta donde se atreve el vuelo de la fantasía. No porque la guerra tenga potestad de crear, como ha dicho alguno de los que la endiosan. Nada más falto de sentido que suponer en la fuerza desencadenada y fatal el aliento creador, ni aun entendiéndolo como sugestión o estímulo que fluyan del triunfante impulso de las armas. En la brutalidad de la fuerza no cabe otro oficio que el de destruir, y sólo de esa suerte sirve la guerra al plan del incógnito demiurgo, que traza y compone los destinos humanos. Si es la guerra fecunda, lo es como puede serlo el mal que llega a su colmo o el dolor que rebasa los límites del sufrimiento. En una guerra como ésta culmina el mal incorporado a la larga herencia de siglos: refléjase, con plena y espantable intuición, en las conciencias, y causa de una vez todo el daño para que tenía capacidad dispersa o adormida. Por esta vía confinará la guerra con una actividad verdaderamente creadora: la del desconsolado y pensativo dolor. Empezará la energía que ha de dar de sí un mundo nuevo con la primera aurora de la paz y como protesta y rebelión contra la majestad de la guerra. Será el hirviente desasosiego en que enojo y consternación, remordimiento y vergüenza, miseria y hambre, harán confluir sus amarguras; será el sacudimiento inaudito de reacción, que, una vez aplacada la embriaguez de la gloria, ha de remover hasta sus más hondas entrañas el alma de los pueblos y ha de volcarla, toda entera, en la náusea y la convulsión que despejen la viciada fuerza de la voluntad.
Las generaciones que únicamente crean son las que adquieren, a poder de tormentos, la exaltación febril sin la cual la acción es un sumiso pacto con el tíempo y la idea innovadora carece del fuego con que soldarse de inmediato en la sustancia de lo real. De esas generaciones que el dolor exalta, son los milagros de la historia. Instituciones, potestades, fueros, normas sociales y políticas verá mudarse quien viva hasta que las cenizas de este incendio redunden en pingüe abono de la tierra; y como necesario complemento de ello, verá mudarse también el último temple de las almas, la forma de toda actividad espiritual. Si queréis grande arte y gran literatura, los tendréis después de trágicas vicisitudes y cambios esenciales; cuando la imaginación maravillada reciba del pensar y el sentir de los hombres tributos de intacta y resplandeciente riqueza. Así, pasado un siglo sin unción de poesía, se levantó la tempestad romántica sobre la Europa nueva que consagraron los óleos de la Revolución y de las campañas napoleónicas. ¿No percibís cuánto de enteco y de servil hay en las bases de lo que se produce en nuestro tiempo? ¿No sentís en toda esa habilidad farandulera y todo ese artificioso primor la ausencia de la vena profunda, que fluye, para la inmortalidad de las ásperas reconditeces del alma? El arte vivo y sincero es fuerza de comunicación y luminosa epifanía con que se corrobora y manifiesta el sentimiento social. Para reaparecer el arte grande y persistir en grandeza, ha menester encontrarle en el fondo de humanidad donde prende sus raíces: en aquella fundamental concepción de la vida y aquel superior acuerdo de ideales, que constituyen, en cierto amplio sentido, la conciencia religiosa de la época. Y acaso, en el cercano futuro, la remoción de la vida espiritual no ha de detenerse, por enérgica y honda, hasta alcanzar de veras a la cumbre de religiosidad en que todo ideal humano culmina y entra el alma en amorosas instancias con el misterio que la rodea.
Para entonces columbro como el súbito despertar del bronce y el hierro de las lides heroicas en la sala patriarcal de Ulises, arrancada al hogar de los Cortejadores. Para entonces columbro una aurora en que la palabra del poeta sea otra vez fuerza de teurgia e iluminación de vaticinio, y levante ciudades, y domestique fieras, y posea el talismán de ocultos tesoros: salmo en el templo, canción en el taller, himno en la batalla, sin dejar por eso de embeber el silencio y el misterio en el velado tálamo de Psiquis. Para entonces columbro una vuelta primaveral de la invención, pujante, caudalosa y férvida, como en los tiempos de original visión de cosas; un retoñar de aquella agotada energía que infundió en cuentos y poemas la perennidad y la frescura de la obra de los gnomos y los espíritus elementales. Para entonces columbro un teatro magnificado y libre de toda estrecha convención y toda vana pompa; teatro de cielo abierto en muchedumbre popular como en los días de la democracia ateniense, donde quepan acciones gigantescas, y varias como la vida misma, y de un sentido ideal que despierte en la circunstante alma colectiva el acorde unánime y profundo de un tácito coro.
Todas esas cosas columbro para cuando el sentimiento de la vida renazca, transfigurado y potente, sobre las ruinas en que ha de sepultarse un mundo, y sólo espero nueva y cabal conciencia artística a condición de un tránsito glorioso en los dominios de la voluntad. Avisados, por la radical languidez de toda obra, de la necesidad de un soplo nuevo, pero incapaces de arrancarlo de nosotros mismos mientras no nos levante el pecho el aire por donde ha pasado la tormenta, nos parecemos al viajero que, en la charca hallada en los ardores de su sed, se inclina a beber del agua quieta, tibia e impura, en tanto que oye, quizá de cerca, el rumor inmenso de un torrente para el que no sabe el camino.
[ La Razón, 19 de noviembre de 1914.]
De los tres claros nombres de nación que han hecho resonar, en signos de armonía, las músicas marciales que acabáis de oír, permitidme que destaque, para que aparezca el primero en la expresión verbal de nuestra ofrenda, el menos vinculado a fuerza material y a deslumbrante gloria: el nombre de Bélgica. Quien fué el primero en la resistencia sobrehumana, quien lo es en la magnitud del sacrificio, séalo también para la simpatía que busca mitigar el dolor. Y porque en el corazón de Francia la generosidad es la naturaleza misma, y porque la libre Inglaterra tuvo siempre el tono y el sentido de una caballeresca dignidad, me parece que de ellas parte espontáneamente el noble ademán que nos invita a conceder la prelación en el recuerdo, como tendrá la predilección en la historia, al pueblo incomparable que las ha escudado con su pecho y que ha de ser, de hoy en más, entre ellas, prenda inmortal de fraternidad y de alianza.
Bélgica era, en las representaciones habituales de nuestra imaginación, el taller doméstico, todo paz y virtudes, que disfrutaba su áurea medianía en seguridad inviolable. Bélgica es ahora el altar humeante y sangriento del valor sublime. De ese sosegado fondo de granjas y dehesas, donde renace, magnificada, la Arcadia pastoril; de fábricas que ennegrecen la niebla y barcos que cortan los ríos indolentes; de primorosos jardines y casas pulquérrimas, y en suma, de trabajo apacible, que a algunos puede parecer opaco y sin vuelo, se ha adelantado de súbito la máscara trágica de las Iliones y las Zaragozas. ¡Transfiguración extraordinaria, que recuerda a la bondad de la tierra cuando del plácido heno amontonado y oliente se levanta y difunde la llama del incendio con el irrefrenable impulso del rayo! ¡Reveladora enseñanza para los que imaginan que la energía de la guerra ha menester cultivarse por sí misma y en el ejercicio de su propia obra de destrucción y muerte, en vez de brotar, a su hora, de aquella fundamental y armónica energía que, templando los resortes del carácter social, forma la voluntad para las artes pacíficas e inspira los ejemplos del valor civil!
Difícil es encontrar en la memoria el parangón a la grandeza de esta Bélgica que ahora conocemos. Todo cuanto puede contribuir a enaltecer la acción humana, por los sentimientos que la animen y el término a que se dirija; todo cuanto puede tender a embellecerla y glorificarla por la heroica fiereza como se manifieste, todo se congrega en Bélgica y realza esta inenarrable tragedia de su historia. En los mayores portentos del pasado, en los más clásicos y nobles, falta esa armonía y perfección de estatua guerrera. Cuando no hay lugar para la duda en la justicia de la idea por que se combate, ni se percibe desigualdad en el denuedo, ni sombras de iniquidad y alevosía empañan el esfuerzo fundamentalmente generoso, queda a la crítica tomar por blanco la calidad del pueblo combatiente: la turbulencia de sus inclinaciones, la rudeza de sus costumbres, su inferior condición respecto del extranjero que le oprime o del invasor que le amenaza. Aquí, ni una mácula, ni un pre texto, ni una diferencia siquiera en valores de civilización. Nada falta a la gloria de Bélgica; nada puede restarse a la soberana razón que de ella irradia Es éste el más ejemplar conjunto de hombres, defendiendo el más sagrado de los derechos con el más alto y constante de los heroísmos.
Pero, después de todo, ¿por qué hemos de asombrarnos de esta marcialidad indomable, ni considerarla allí nueva? Y ¿por qué se imaginaría el invasor que ese llano suelo de Flandes había de encorvarse a su paso, como el lomo del caballo que conoce a su dueño?... Para desengañarle habría bastado que compareciese en su imaginación el simulacro heroico de aquella Flandes, erizada de hogueras y patíbulos, en que se resolvió, para la libertad, el porvenir de Europa, frente al otro soberbio imperialismo de Felipe II. Bruselas, Amberes, Lovaina. Mons, Gante, Malinas, no fueron siempre, por cierto, nombres de paz. Estas ciudades de mercaderes y artesanos, ya endurecidas, desde su nacer, en la diaria defensa contra las águilas feudales, se iluminan de sangrienta luz en la guerra por la protesta religiosa y la autonomía política.
Si la resistencia extinguióse en ellas, para concentrarse en la emancipada Holanda, fué sólo cuando el cadalso y la emigración las dejaron en soledad que convirtió en agrestes pastizales sus calles populosas. Todas esas ciudades aprendieron, hace tres siglos, la ciencia de sufrimiento y energía en que hoy ilustran al mundo; todas ellas conocieron, sin envilecerse, el brutal ultraje del saqueo, la humillante tortura de la exac ción, el trágico espanto de las matanzas. Amberes caída pensará que vuelven sobre ella los días de horror en que los tercios de Alejandro Farnesio ciñéronle, en cruento delirio, palma de elección entre ciudades mártires. Y en la Bruselas que custodian, desde el bronce, las sombras de Egmont y de Horn, el paso las patrullas imperiales ha de despertar, en cada ángulo de piedra, los ecos del glorioso grito rebelde, de aquel «¡vivan los gueux!» que allí resonó por vez primera y fué la consigna de las muche dumbres insurrectas que, ostentando como blasón de democracia las apariencias de la mendicidad: el sayal ceniciento y la escudilla de palo, dieron al estupendo siglo xvi una de sus páginas más bellas, y uno de sus triunfos mejores a la historia de la libertad humana.
No importa que el nuevo opresor domine, desde Lieja hasta Ostende, las ciudades flamencas, y busque radicar, entre sus despojos, signos permanentes de ocupación y de conquista. Más duraderas prendas de triunfo alcanzó el duque de Alba, que en la plaza de Amberes pudo contemplar la estatua de bronce que le representaba hollando el pecho de los flamencos vencidos. Y estos vencidos de la estatua se reincorporaron. Y ahora, alzándose del barro sangriento de sus campiñas desoladas, de los escombros de sus ciudades rotas, donde lo único verdaderamente irreparable serán las profanadas maravillas del tiempo, volverá Bélgica a su ser, radiante de esperanza, con esos niños que están conociendo en la inocencia la virilidad del infortunio; acrisolada en su persona de nación por la solidaridad suprema del dolor compartido e inculpable... Volverá Bélgica a su ser. El sentimiento humano rechaza, en cuanto a esto, hasta la sombra de una duda; y si la duda cupiese, y semejante pueblo pudiera, en edad como la nuestra, ser testado del mundo por la primitiva razón de la conquista, no habrá conciencia de hombre libre que no prefiera, una y mil veces, el cataclismo anárquico que hiciese saltar en astillas los fundamentos de esta civilización, antes que la persistencia de un orden de naciones en que fueran posibles tamaña iniquidad y tamaña vergüenza.
Entre tanto, no es necesario esperar a la reparación ineluctable, para que la gloria de la nueva Bélgica quede consagrada y perenne en la conciencia universal. Más alto que la Esparta de Leónidas, porque el valor que aquí resplandece no es la facultad exclusiva, sombría e infecunda, que se cultivó artifíciosamente en aquel monasterio de soldados; más alto que la Polonia de Kosciusko, porque el delirio febril de la anarquía no ha preparado la obra al hierro del conquistador; más alto que el México de Juárez, porque no ha habido manos propias que guiasen el caballo del extranjero; más alto todavía que la España alzada contra Napoleón, porque en las armas de estos invasores no se propaga el estímulo de libertad que atenúe la violencia conculcadora del derecho. Bélgica la mártir, Bélgica la heroica, Bélgica la inmaculada, perdurará en la mente de los hombres como el símbolo supremo del sacrificio varonil y del ánimo contenedor de la fuerza.
Asociándonos, de este lado del mar, a su infortunio y a su agravio, nos parece estrechar su cabeza ensangrentada en el regazo fraternal de esta América que identifica su interés más caro con la universal inmunidad del derecho, y es la espectadora serena, pero no impasible, en la tragedia que domina el secular escenario de la humanidad.
Cuando el eje ideal de la civilización vacilara; cuando la arrebatada demencia de la guerra oscureciese del todo, en las más nobles razas del mundo, el sentimiento de aquellas nociones superiores que han guiado, entre parciales eclipses, la ascendente marcha de los pueblos: bien, verdad, derecho, justicia, aún quedaría en la desolación de ese naufragio, el asilo de la conciencia americana. Cuidemos, dentro de cada uno de nosotros, nuestra parte en la reserva augusta que nos está confiada; y desde la paz y la distancia que nos comunican cierta semejanza de posteridad, juremos a Bélgica la mártir, a Bélgica la heroica, a Bélgica la inmaculada, ¡gloria y amor en el corazón de América!
[ La Razón, 28 de noviembre de 1914.]
El Comité de Homenaje al 14 de julio, reunido en el Ateneo, ha suscrito el siguiente manifiesto, cuya redacción fué confiada al señor José Enrique Rodó:
AL PUEBLO
El 14 de julio es, por excelencia, el día de la libertad humana. Otros aniversarios gloriosos vinculados a la afirmación de los principios liberales simbolizan la libertad de un pueblo, de una raza, quizá de un continente. El 14 de julio consagra en la libertad un bien universal, porque difundiéndola a favor del más maravilloso poder de simpatía y propaganda que haya puesto la naturaleza en el alma de un pueblo, la identifica con el ideal humanitario que hace del mundo la patria indivisible del hombre.
No hay tierra abierta a la civilización donde el recuerdo de ese día, punto inicial de una de las más grandes transiciones de la historia, no tenga la oportunidad de un aniversario propio. Al influjo, en gran parte, del magnetismo de ideas y de ejemplos que irradió de aquella iniciativa gigantesca, la América latina se levanta a la conciencia de su personalidad histórica, realiza el triunfal esfuerzo de su independencia, y se constituye en repúblicas de instituciones libres que han continuado su progresivo desenvolvimiento alimentando preferentemente su idealidad y su cultura en las enseñanzas de la Francia transfigurada y creadora que surgió de las fraguas de la gran Revolución.
Va a cumplirse el primer aniversario del 14 de julio desde el comienzo de la guerra que ensangrienta el suelo de Europa y que ha visto incorporarse a Francia, radiante de serena y magnífica energía; más fuerte aún que la imaginaban los que nunca abandonaron la fe en la eficacia de su genio; mostrando la capacidad guerrera de la libertad republicana, como cuando inspiraba para bautismo de su tricolor, los épicos milagros de la primera República. Como entonces también, Francia combate ahora en pro de ideas y derechos que son patrimonio de la humanidad. No defiende ella sólo su causa nacional ni la causa nacional de sus aliadas.
Hay en la solución de este pavoroso conflicto de naciones un interés ideal que contribuye a explicar por qué no se conciben ante él la perplejidad ni la indiferencia. Es la gran tradición humana del 14 de julio, con sus principios tutelares y los virtuales desenvolvimientos de su jornada, quizá definitiva, para prevalecer o eclipsarse en la dirección de los destinos del mundo. Es ella la que quedó vencedora en los gloriosos campos del Marne, y la que resiste, en las trincheras de Flandes y los Vosgos, el formidable empuje del invasor. Y así, pasado más de un siglo desde que daba las formas esenciales de la sociedad moderna, confirma la gran nación una vez más el signo de elección histórica que hace de ella «el faro secular erguido sobre el mundo», la patria de adopción de todos los espíritus libres, la norma y la esperanza de cuantos afirman un ideal más alto que el predominio de la fuerza y una ley internacional más noble que la disputa de los egoísmos colectivos.
Disponiéndonos, pues, a conmemorar el 14 de julio, ratificamos un principio de libertad humanitaria, corroboramos un sentimiento de simpatía internacional y formulamos un voto de victoria.
A todos aquellos que lleven en el pecho la pasión de la libertad y en el pensamiento la idea de un porvenir de paz y de justicia; a todos aquellos que crean en la virtud inextinguible de la genialidad latina, madre de la civilización, depositaria de sus tesoros más nobles; a todos aquellos que amen el inmortal espíritu de Francia y en quienes un destello de ese espíritu, un episodio de su historia, una palabra de su vasto evangelio ideal, haya despertado alguna vez una emoción de belleza, de generosidad, de heroísmo; a nuestros conciudadanos y a los que, sin serlo, viven entre nosotros y se identifican con las palpitaciones del sentimiento nacional, exhortamos a embanderar sus casas y llevar la escarapela tricolor el 14 de julio, y a inscribir sus nombres ese día en los álbumes de la Legación francesa, realizando así el homenaje popular con que manifestará Montevideo su entusiasta adhesión a la Francia de 1879, a la Francia de 1914.
[ El Plata, 12 de julio de 1915.]
Se me pregunta si creo en el advenimiento de una «literatura de la guerra», de una literatura en que la guerra encuentre su expresión. Se me pide además que manifieste mi idea del sentido en que ha de producirse la evolución literaria después de los acontecimientos que parecen remover el eje del mundo. He de separar, ante todo, esta última inquisición. Concedo escasa fe a los augurios en materia histórica, ya se trate de historia literaria o política. Téngolos por necesariamente falsos, a lo menos cuando se procede por vía de razonamiento y no de intuición inspirada, como el que goza del don de profecía. El razonamiento es incapaz de dominar, en su complejidad infinita, el génesis del hecho histórico, que escapa así a cualquiera anticipación que no sea la concedida al visionario. Todo hecho, todo eslabonamiento de hechos, son cosa esencialmente nueva y única, y la experiencia del pasado no puede cooperar a la previsión del porvenir en mucho mayor grado que el análisis de los sorteos puede dar luz sobre la bolilla que caerá mañana. Nadie como el gran Schopenhauer ha mostrado la radical vanidad de todo cálculo que se aplique al curso desigual, errabundo, de la historia, de toda la ley que quiera imponerse en ella a título de inducción, y la sonrisa helada del genial misántropo se ilumina en mi espíritu siempre que veo renovarse el empeño de arrebatar con los medios de la lógica el secreto del futuro.
Pero es indudable que la dificultad puede ser menor cuando el propósito se limita a una previsión no afirmativa: no a definir aquello que ha de ser, sino simplemente a eliminar algo de lo que no ha de ser.
Los que esperan, o temen, una literatura de penacho heroico, patriótica en el tono guerrero, narradora y soñadora de batallas, es probable que acierten en cuanto a la inmediata y transitoria repercusión que esta tremenda realidad que presenciamos tendrá en el despertar de la imaginación humana; pero es casi seguro que se equivoquen, si entienden que eso puede ser el carácter duradero de la evolución literaria en que verdaderamente trascenderá la obra social y espiritual de la guerra. Asistiremos a una explosión estruendosa y fulgurante de lirismo marcial y de narraciones épicas, de pasión y orgullo de patria y de alardes de fuerza y poder; pero nada de ello brotará de las hondas entrañas de la conciencia social, donde se preparan aquellas direcciones ideales capaces de prevalecer por largo tiempo y de marcar huella en el mundo. Será, por decirlo así, el «acto reflejo» con que la imaginación fascinada responderá a la primera impresión de la victoria. Pero el gran impulso de renovación literaria que infaliblemente ha de sobrevenir, llegará más bien como reacción que como desenvolvimiento de esa fugaz literatura guerrera.
En los albores del siglo pasado todo era guerra en el mundo, y milagros heroicos, e inauditos ejemplos de la transformadora fuerza de las armas, y las generaciones que abrían los ojos a la luz recogían de la viva realidad imágenes más portentosamente épicas que las que podían ofrecerles la ficción ni la historía. Una literatura caduca y exánime prolongaba ficticiamente sus moldes, mientras la atención humana se concentraba, toda entera, en aquella maravillosa realidad. Todo anunciaba que la transformación literaria había de ser tan vasta y profunda como la transformación social y política. Y del ambiente predispuesto por el glorioso cuarto de siglo de la Revolución y de las guerras napoleónicas nació, realmente, una de las más radicales transformaciones literarias de que haya ejemplo en la historia de la humanidad; pero esa transformación fué el romanticismo, literatura nada heroica ni triunfal, más íntima que colectiva, más inclinada al recogimiento melancólico que al estrépito de las batallas, aunque demasiado compleja para que pueda negársele, sin relativa inexactitud, ninguna de las cuerdas de la lira.
De aquellas generaciones infantiles, cuyo deslumbramiento ante la gloria de las armas y las pompas de la apoteosis imperial pintó tan animadamente Alfredo de Musset en las primeras páginas de la Confesión de un hijo del siglo, salieron, pocos años más tarde, los nostálgicos soñadores, los heridos del amor trágico, los atormentados del tedio y de la duda, para quienes el espectáculo del mundo exterior era apenas un episodio subordinado al drama de la propia conciencia. En el temperamento épico de Víctor Hugo halló la leyenda napoleónica colores y armonías que la glorificasen, pero esta rama de lirismo rememorador de victorias queda confundida y dominada en la frondosidad del más espeso roble de poesía que hayan contemplado los siglos.
La gloria de la guerra, como motivo de interés humano que trascienda en el arte, es cosa superficial, efímera, y para decirlo en una sola palabra, «infantil». Me refiero al arte de los tiempos de civilización madura y compleja. El mismo sentmiento de grandeza nacional, de ostentación, de imperio, de predominio y expansión de una raza encumbrada por la victoria, es escaso y precario como fondo de una literatura. Lo más frecuente es que apenas la voluntad heroica de un pueblo ha alcanzado para él la más alta cima de la fortuna y del poder, el pensamiento de ese pueblo, movido por el dejo amargo de toda aspiración satisfecha, tome el declive de pesimismo que lleva a considerar, por abajo de las glorias del mundo, la irreparable miseria del destino humano. Son, por el contrario, las razas humilladas, los pueblos en secular esclavitud o abatimiento, pero que mantienen despierta la conciencia de su ser colectivo, los que encuentran fuentes de honda y persistente poesía en el sueño de la gloria nacional, que entonces se levanta sobre ellos con la idealidad de la esperanza y la incontaminada belleza de todas las Tierras Prometidas.
La relación entre el carácter social y el literario se establece a menudo en forma que lo que este último interpela es el anhelo, acaso inconsciente, del primero, de ser lo que no es, de adquirir lo que le falta, de romper los límites del hábito y las imposiciones del ambiente. La vida de la imaginación es el desquite de la vida real.
Por la imaginación pacífica tenderán los pueblos a quitarse el sabor de la guerra. Pasa colectivamente como en lo que se refiere al carácter que cada autor infunde en sus escritos: la parte de personalidad puesta en transparencia por la obra no es siempre la misma que el hombre manifiesta en la sociedad y en la acción, sino con mayor frecuencia otra más íntima, tal vez contradictoria con aquélla, y que busca el regazo de la fantasía para tregua y olvido de la realidad. Los poetas-soldados del Renacimiento componían églogas e idilios. Molière y Moratín reían poco, y tenían poco de qué reír, en el escenario del mundo.
La guerra traerá la renovación del ideal literario, pero no para expresarse a sí misma, por lo menos en son de gloria y de soberbia. La traerá porque la profunda conmoción con que tenderá a modificar las formas sociales, las instituciones políticas, las leyes de la sociedad internacional, es forzoso que repercuta en la vida del espíritu, provocando, con nuevos estados de conciencia, nuevos caracteres de expresión. La traerá porque nada de tal manera extraordinario, gigantesco y terrible, puede pasar en vano para la imaginación y la sensibilidad de los hombres; pero lo verdaderamente fecundo en la sugestión de tanta grandeza, lo capaz de morder en el centro de los corazones, donde espera el genio dormido, no estará en el resplandor de las victorias ni en el ondear de las banderas, ni en la aureola de los héroes, sino más bien en la pavorosa herencia de culpa, de devastación y de miseria: en la austera majestad del dolor humano, levantándose por encima de las ficciones de la gloria y proponiendo, con doble imperio, el pensamiento angustiado, los enigmas de nuestro destino, en los que toda poesía tiene su raíz.
[ La Nota, Buenos Aires, 4 de diciembre de 1915.]
Todos los sentimientos propios para originar entre los pueblos lazos de simpatía y solidaridad vinculan estrechamente a la América latina con los aliados del Occidente europeo; el sentimiento de la comunidad de raza, el de la participación en el culto de las instituciones liberales, el del influjo cultural persistentemente recibido, el de la intimidad determinada por la afluencia inmigratoria, el del interés internacional opuesto a imperialismos absorbentes; de modo tal, que jamás, desde que nuestra América adquirió conciencia colectiva, han ocurrido en el mundo acontecimientos más capaces de apasionarla y preocuparla.
[ El que vendrá, Barcelona, Editorial Cervantes, 1920.]
fin de los
«escritos sobre la guerra de 1914»