CAPÍTULO 9
Mi hijo es celíaco
Una vez que tenemos la confirmación de que nuestro hijo es celíaco, debemos tener en claro una regla de oro: los responsables de que los chicos cumplan con la dieta libre de gluten somos siempre los padres. Cómo nos manejamos y con qué herramientas contamos a la hora de ayudar a nuestros hijos a llevar la dieta con normalidad y sin complejos es fundamental no solo pensando en el presente, también en el futuro. Los especialistas, pediatras o gastroenterólogos coinciden en que la mejor edad para empezar a hacer una dieta libre de gluten es la que va desde los de 2 o 3 años hasta los 5 y 6. En ese período los niños empiezan a tomar consciencia sobre los posibles peligros, comienzan a entender lo que está bien y o que está mal. Saben, por ejemplo, que no pueden cruzar la calle solos, ni usar un cuchillo para cortar la comida, ni subir o bajar escaleras sin la supervisión de un adulto.
Y si les enseñamos, también sabrán que no deben comer alimentos con gluten. Hoy, sin dudas, resulta mucho más fácil: basta con mostrarles que el alimento que tiene el símbolo sin TACC es el que ellos pueden consumir, y lo habrán entendido. Es importante que tengan claro que los productos con gluten les hacen mal, que ni siquiera se puede probar o comer un poquito, porque es malo para el organismo. Y que sepan que cuando van al jardín o a alguna fiesta y les ofrecen comida, deben preguntar si son alimentos que pueden comer, aunque en la mayoría de los casos será mejor que lleven sus propias viandas, para estar más seguros y evitar la contaminación cruzada.
Uno de los puntos más importantes a tener en cuenta es comprender que la escuela, las reuniones, las fiestas, son ámbitos sociales donde la premisa es pasarla bien, divertirse, charlar, jugar, hacer amigos, socializar con los demás. Y no comer. La escuela suele ser un ámbito propicio para desarrollar este tipo de conducta sana. El deporte, el estudio, el juego, nos sacan de la «idea fija» de la comida y nos ponen de igual a igual con el otro. Algo que para los especialistas es muy importante tiene que ver con la manera en la que los padres transmiten que, de ahora en más, deberán tener una dieta libre de gluten. Si los adultos están angustiados, con temor, si viven el comienzo de esta nueva etapa como un gran problema o un verdadero drama social, los chicos seguramente se verán afectados. Tendrán dificultades para hacer la dieta, o la harán con culpa, o cada tanto los padres les darán el gusto de brindarles un «permitido» (muy perjudicial al sistema inmune y a la conducta responsable).
Lo mejor para los chicos es que les den la noticia destacando todas las cosas positivas que de ahí en más van a tener en su vida. La realidad es que la cantidad de productos disponibles para comer es inmensa. Según indican los especialistas, hay más de 450 tipos de alimentos diferentes aptos para celíacos, menos cuatro: trigo, avena, cebada y centeno.
Aunque parezca una obviedad, una mirada positiva sobre el tema ayudará mucho a comenzar la nueva etapa. Los celíacos «viejos», los que crecieron en tiempos donde no existía la ley, ni logos para identificar los productos, incluso ni siquiera productos, y debían arreglarse con lo que las madres les preparaban en sus casas o consumiendo directamente carne, pollo, verduras y frutas, aseguran que la dieta se puede realizar sin problemas, sin complejos, y que se crece de manera más sana.
Un estudio realizado por el Centro de la Enfermedad Celíaca de la Universidad de Columbia Medical Center en Nueva York, Estados Unidos que se hizo hace algunos años, demuestra que los niños con sobrepeso también pueden ser celíacos, y hasta pueden ser más propensos que los delgados a tener intolerancia al gluten.
Pero los tiempos en los que vivimos son diferentes. Y el progreso no siempre es bueno. Hay muchos casos de obesidad infantil, con un diagnóstico de celiaquía, en los que el chico comienza a bajar de peso cuando se trata y su cuadro clínico general mejora con la dieta libre de gluten, pero al poco tiempo vuelve a engordar, aún siguiendo el régimen. ¿Por qué? Porque mejoró cuando suprimió las harinas de la dieta, pero cuando comenzó a descubrir el universo de harinas y premezclas sin TACC, de inmediato hizo el reemplazo. Y volvió hacia atrás.
Aunque suene extraño, hablar de obesidad y celiaquía no es contradictorio. La idea general es que el celíaco es flaco, está mal nutrido y crece poco. Y si bien esto es en parte cierto, también hay chicos celíacos (o adultos) con problemas de obesidad. Como ya lo dijimos a lo largo de algunos capítulos, las manifestaciones clínicas de la enfermedad son tan diversas que los médicos no deben descartar la afección aún en chicos con sobrepeso y sin los síntomas más comunes de la celiaquía.
Cambiar la mirada
Para los profesionales, conocer el diagnóstico es un alivio, y debería serlo sin dudas también para los padres. Es una enfermedad que se cura suprimiendo el gluten de la alimentación. Un esfuerzo que en poco tiempo, menos de un año, comienza a mostrar los progresos. Y si se mantiene la dieta, la enfermedad no vuelve nunca más. Para los padres, pese a que al principio hay angustia, temor o bronca, la noticia debería resultar positiva porque con el diagnóstico ya se sabe cuál era el problema: nada grave, nada que no se pueda arreglar. No hay que tomar remedios, ni hacer estudios extraños. La gran noticia es que en poco tiempo el chico comenzará a crecer con normalidad, aumentará de peso, dejará de tener los síntomas que lo hacían sufrir. Debería ser un momento para festejar. Es clave entender que ya no será un enfermo celíaco, simplemente será celíaco. La naturalidad con la que se tome la celiaquía del hijo marcará el futuro comportamiento del niño a partir de ese momento.
Como comentábamos en el capítulo sobre cómo afecta lo cultural en los celíacos, en este caso tenemos que aplicar esto a los padres. Sin dudas, nadie quiere que su hijo sea distinto, que sufra por tener que hacer otra cosa, aunque esto sea algo tan nimio como llevar una vianda a un cumpleaños en lugar de comerse tres panchos. Mirando el lado negativo, sí, habrá que cambiar un hábito alimentario. Se trata, más que nada, de tener una buena organización. Así como antes de acostarnos nos lavamos los dientes o antes de comer nos lavamos las manos, los que somos celíacos o tenemos familiares que lo son ya tomamos el compromiso de saber que en reuniones o cumpleaños debemos llevar nuestra comida. Es como un chip que de inmediato se activa en nuestra cabeza y comienza a actuar con el tiempo y de manera mecánica. La realidad muestra que para estas ocasiones, si todo se organiza y se planifica, el niño podrá comer papitas, chizitos, sándwiches, galletitas y tortas (sin gluten), a la par de sus compañeros. Es bueno recordarles a los chicos que a las fiestas hay que ir a jugar y no a comer.
Muchas veces, la ansiedad de los padres, la necesidad de que los chicos celíacos no se sientan distintos a los demás los lleva a comprar de manera desmedida productos panificados muy altos en calorías, con la intención de que puedan reemplazar las galletitas, las tortas o los sándwiches que venían consumiendo. Y eso genera una alteración de grasas que suele resultar poco saludable. Es importante que el chico tenga comida para el «tercer tiempo» que se suele hacer después de una actividad deportiva. Lo que no es saludable es que ese tercer tiempo sea todos los días, porque se terminarán pagando las consecuencias. Como nos suelen decir los celíacos con más antigüedad, hoy vivimos en «Disneylandia». Es decir, tenemos muchas opciones para comer rico, aunque reste todavía mucho por hacer.
Pero ¿cómo hacían los chicos hace veinte años, cuando no había casi nada? Las madres eran las que probaban todo tipo de recetas con harinas que todavía eran más complicadas de preparar que las de ahora, y muy difíciles de conseguir, para tratar de satisfacerlos.
De acuerdo a lo que pude hablar con muchos celíacos que crecieron en esos años de escasez, en general, los «experimentos» culinarios de las mamás no resultaban muy ricos. Pero no todos los casos fueron iguales: en otros, la mamá, o el papá, o una abuela o abuelo, resultaban ser excelentes cocineros, hacían fantásticas comidas, tanto que muchos terminaron siendo reconocidas cocineras de productos libres de gluten, o poniendo un negocio o una pyme con estos productos.
Un trabajo multicéntrico realizado en 2009 publicado en la Revista Argentina de Salud Pública (2010) y en el cual se estudiaron 2.219 niños de 3 a 16 años de cinco áreas urbanas de las regiones Centro y Norte del país (Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Conurbano Bonaerense, Córdoba, Santa Fe, Salta), demuestra una prevalencia en la población pediátrica de 1,26 por ciento, es decir 1 caso cada 79 niños estudiados. Gracias a la visibilidad de la celiaquía, en los últimos años se han incrementado los casos de detección en la infancia, lo que no debería vivirse como algo malo sino como el resultado de tantas campañas de concientización que llevarán a una mejor calidad de vida de más personas.
La ventaja de ser celíaco de chico es que no hay con qué comparar hacia atrás. Quienes ya crecieron sin el consumo de gluten no saben cómo es el pan común, las galletitas comunes, la pizza tradicional. Y es sin dudas un gran punto de partida. Esa es una diferencia importante en relación a los que debimos adaptar el paladar al nuevo sabor. Los gastroenterólogos coinciden en que a los adultos les cuesta mucho más aceptar la celiaquía, porque no podrán compartir, en una reunión, la misma pizza que el resto de los amigos, o no podrán volver a tomar la cerveza que solía coronar el partidito de fútbol. Es importante que los adultos manejemos nuestros temores con madurez, y sobre todo, que no se los transmitamos a nuestros hijos.
El poder de la palabra
De chico me salvé de la celiaquía (me la detectaron recién a los 46 años) pero sufría de algo que a mi modo de ver es mucho peor: espasmos bronquiales. Nunca me dijeron que era asmático, tal vez porque los problemas respiratorios no llegaron a ser muy graves, pero los síntomas eran parecidos. Sobre todo por las noches, tenía silbidos en el pecho, a veces me costaba respirar, y en tiempos donde los inhaladores no eran ni baratos ni fáciles de conseguir, todo se resolvía con una nebulización de solución fisiológica y unas gotas de Berotec.
Muchas veces, como en mi casa no tenía nebulizador, porque comprarlo nos resultaba caro y no había cerca farmacias de guardia que lo tuvieran, tenía que esperar varias horas hasta la mañana, cuando abría la farmacia y podía nebulizarme. Los problemas respiratorios eran esporádicos y nunca impidieron que desarrollara una vida normal, ni que hiciera deporte. Uno de los médicos que me trató en esos años me dio varias recomendaciones. Tal vez demasiadas. Que no tomara frío, que no me diera el viento en la cara, que no jugara al fútbol bajo la lluvia… Una de las que más me molestó fue que tuviera cuidado a la hora de hacer deporte, porque podría agitarme y sentirme peor. Que me moderara a la hora de correr. Que no dejara de hacerlo, pero que lo hiciera con cuidado porque podría ser peligroso.
Siempre me gustó la actividad física: de chico jugaba con normalidad a la pelota en la calle, andaba en bicicleta, jugaba al padel… algo que sigo haciendo de grande. Ya no juego en la calle, sino en el club o en canchas de fútbol cinco, cambié el padel por el tenis y ando en bici por las bicisendas. Pero ese temor del médico me había limitado a la hora de correr y jugar. A los 22 años conocí a un clínico con una mirada diferente, que se horrorizó cuando le comenté mis temores y los cuidados sugeridos por el médico anterior. Me dijo: «Para un asmático o alguien que tiene espamos bronquiales, lo mejor es hacer actividad física. Corré, jugá, divertite, seguramente eso te va a ayudar a sentirte mejor, a despejar la cabeza y a curarte».
Eso hice. No hay nada más lindo que jugar un partido de fútbol bajo la lluvia, o que en un día de calor te dé el viento en la cara. A esa altura, postadolescencia, los problemas respiratorios habían disminuido. La falta de aire puede deberse a varios factores y uno de ellos tiene que ver con lo psicosomático: lo que no se puede decir, lo que no se puede expresar, se termina convirtiendo en impotencia y bronca. Y de alguna manera, no de la manera más sana, se manifiesta. El asma o los espasmos bronquiales fueron desapareciendo poco a poco, y hoy apenas tengo, cada tanto, algunas sibilancias más asociadas a la laringe o a la faringe que a los bronquios. Siempre es importante la manera en la que los profesionales transmiten las cosas. Si me dan a elegir, prefiero una concepción de la medicina más positiva, por supuesto sin dejar de lado todos los controles o estudios que hicieran falta. Pongo como ejemplo mis espasmos bronquiales y la celiaquía porque los dos problemas me tocaron de cerca: cómo se transmita la noticia una vez conocido el diagnóstico será fundamental para que los chicos lo tomen con naturalidad y sin hacerse muchos problemas, o para que se sientan angustiados y deprimidos por lo que les espera.
Mi hijo es celíaco y adolescente
A pesar de los trastornos que esto implica al comienzo, los más chicos llevan en general bastante bien la dieta que se indica. Es la edad en donde suelen hacernos caso, confían en nosotros y saben que cuando les decimos que algo les va a hacer mal, es porque les hará mal. Todo va bien hasta que llega el momento crucial en la vida, la adolescencia. Es una etapa especial: los padres ya no somos los superhéroes de nuestros hijos, sino que nos convertimos en personas de carne y hueso. En muchos casos, hasta pasamos a ser los archienemigos.
Actualmente, solo en el Hospital Garrahan —uno de los centros de niños que más pacientes con celiaquía atiende y diagnostica en el país— se tratan 1.000 pacientes por año, de los cuales 100 confirman tener la enfermedad.
Llega la época de salir, de ir a bailar, de juntarse a comer y a tomar con amigos. Si desde chicos saben que, como dijimos, las fiestas y los eventos sociales son para hacer amigos, tener vínculos, y a esta altura de la vida, tal vez, conseguir novia, la mirada no será tan negativa. Es importante, claro está, que también esté previsto la posibilidad de contar con comida libre de gluten para no aislarse del resto. La rebeldía empieza a jugar un papel importante. Porque los adolescentes celíacos ya saben que hay muchos productos que no van a poder consumir porque les hace mal. Pero una cosa es cuando se festejaba el cumpleaños de un amiguito o amiguita y mamá nos daba la vianda, y otra muy diferente es ir a bailar y no poder tomar cerveza, o no poder comer pizza en una salida con amigos. Es la etapa de la preadolescencia o adolescencia en la que los chicos están cambiando los hábitos, van creciendo y empiezan a probar. Y muchos se preguntan: «¿Será cierto que esto me hace mal? ¿Y si pruebo un poco?». Y entonces prueban. Y cuando prueban, de acuerdo al caso, pueden darse cuenta de que efectivamente no les hace mal en lo inmediato. Esto suele generar entonces, transgresiones reiteradas y muchas veces el adolescente siente que se curó.
Como dijimos, no a todas las personas que consumen gluten se les manifiestan los síntomas de inmediato. Pueden venir después. O en todo caso, al principio el problema se presenta como un dolor de cabeza o un poco de malestar estomacal.
Por la etapa que está viviendo es probable que el adolescente que transgrede no les cuente a los padres que lo está haciendo. Es que la adolescencia es el momento en el que los padres ya no lo pueden controlar como antes: no están mirando qué come, o deja de comer, si consumió algo que estuvo expuesto a la contaminación cruzada o directamente algún producto o bebida con TACC. Lo social genera una dificultad muy grande para los adolescentes, y por supuesto para los adultos a cargo de su cuidado. Es una etapa de transgresiones constantes y la celiaquía no es una excepción. Los especialistas detallan que hay muchos chicos que no les dicen a sus amigos que son celíacos: les cuesta expresar que tienen esa condición, porque no quieren sentirse distintos a sus compañeros. Así, pueden pasar horas sin comer para que nadie advierta que son distintos. Peor aún, pueden llegar a replantearse la condición de celíacos ya que en algunos casos pueden ser asintomáticos y otros recién sufrirán las consecuencias con el correr de los meses. Entonces, al principio comienzan a dejar de lado la dieta, y esto termina trayendo tarde o temprano feas consecuencias.
Cuando la dificultad para aceptar esta nueva realidad social se vuelve difícil de controlar, hay angustia y temores, se recomienda el seguimiento con profesionales. Se trata de un problema que nos acompañará toda la vida y la aceptación en este período muchas veces se hace dura. El adolescente, en ese sentido, es más parecido al adulto, o comienza a tener un cuerpo de adulto pero con la cabeza de un chico. Muchas veces son necesarios psicólogos, nutricionistas y hasta asistentes sociales, y cada uno desde su lugar ayuda a entender y a aceptar la condición. Además del rol familiar, la escuela es un ámbito importante para que los chicos estén (o no) contenidos. Si bien hay una ley nacional, no todos los establecimientos tienen en sus menús alimentos libres de gluten, algo que en lo que se deberá seguir trabajando desde el Estado.