INTRODUCCIÓN
El comienzo
Una tarde, Hernán Firpo, un compañero del diario Clarín, para el que trabajo, me dijo en tono de broma, o no tanto: «¿Cuándo sale el libro para celíacos de Fabio Dana?». Unos días antes había publicado una nota en la que contaba las peripecias que tenía que hacer para conseguir algo parecido a un buen pan francés, o a una pizza de muzzarella que me hiciera recordar los viejos tiempos, cuando el gluten formaba parte de mi vida.
Me pareció una idea loca y descabellada, como muchas de las que suele tener Hernán. Al principio me reí: no imaginaba cómo un libro sobre celiaquía, contado en primera persona, pudiera interesarle a alguien. «Hoy está todo en Internet —le dije—. Aparte, ¿a quién le importa lo que me pasa a mí?». De a poco la idea fue creciendo. En realidad, entendí que lo importante no es lo que me pase a mí, sino a los 400.000 celíacos diagnosticados que vivimos en la Argentina. A los muchos que, seguramente, se encuentran en proceso de diagnóstico. Incluso a los que no lo son, pero viven con algún dolorcito de panza que les hace pensar que son celíacos. O simplemente a aquellos que eligen por una cuestión de moda o de gusto hacer una dieta libre de gluten. No soy ni quiero ser el representante de los celíacos en la Argentina, pero en definitiva mucho de lo que me sucede seguramente les debe pasar a los celíacos del país o del mundo.
Como relato en algún capítulo de este libro, los celíacos nos entendemos, somos una comunidad solidaria, que siempre busca ayudar al otro, aconsejándolo sobre qué comer, dónde comprar más barato, pasándonos recetas… Contar lo que a uno le pasa, lo que se siente, es también una forma de hacer catarsis, de exteriorizar el sufrimiento para ponerlo en palabras. ¿Qué mejor que un libro para eso?
Me enteré que era celíaco a los 46 años, casi por casualidad, luego de consultar a una gastroenteróloga por un malestar persistente en la panza, mezcla de acidez y dolor, que duró varios días. Cuando la doctora me preguntó si tenía antecedentes de celiaquía en la familia dije que no, y me pareció muy extraño que me lo preguntara porque mi dieta hasta ese momento era pan, pizza, tartas, empanadas, galletitas… todo con gluten, obvio. Y nunca había tenido ningún síntoma. Ese dolor, ese malestar que me hizo consultarla se me fue a los pocos días. Y yo seguí con mi vida normal, hasta que después de un tiempo decidí hacerme el análisis de sangre que ella me había indicado simplemente como una rutina y ahí descubrí con sorpresa que era celíaco. Un celíaco asintomático, algo que también desconocía.
Hasta ese momento lo poco que sabía sobre celiaquía era que si comías pan, te hacía mal a la panza. Eran bastante limitados mis conocimientos sobre el tema, aunque recuerdo que cuando estaba del otro lado del mostrador (donde se come con gluten) solía interrogar a los celíacos con las clásicas preguntas que hoy me hacen a mí. «¿Y cómo te diste cuenta? ¿Qué síntomas tuviste?» Bueno, pero si comés un poquito no pasa nada ¿no? Y toda la batería de interrogantes que suele venir a continuación.
Nunca supe si hubo algún celíaco en mi familia, porque antes se sabía poco de esta enfermedad. Sí creo que mi mamá, que murió en 2012 luego de una fractura de cadera que derivó en una serie de complicaciones, era celíaca: sufrió durante muchos años con una anemia constante que nunca resolvió, y los problemas en los huesos la tuvieron a maltraer hasta los últimos días de su vida. Hoy miro hacia atrás y creo que, si era celíaca y la hubieran diagnosticado a tiempo, podría haber tenido una mejor calidad de vida. Cuando pienso en este libro, también pienso en ella. Y en que tal vez de esta manera contribuya a ayudar a personas como mi vieja, a la que nunca le hicieron un simple análisis de sangre para determinar si el origen de esos problemas estaba relacionado con el gluten.
Hoy se sabe más sobre la enfermedad celíaca que hace unos años. El tema está muy presente en los medios de comunicación, los médicos están alertas, saben que ante determinados síntomas pueden estar ante la presencia de un celíaco, y actúan en consecuencia. Por suerte vivimos en la Argentina, un país que está entre los mejores posicionados en el mundo en relación a la celiaquía, tanto por la capacitación de los profesionales, la atención en los hospitales, las leyes, los lugares para ir a comer con ofertas libres de gluten como por la información que hay disponible. Dejando de lado el hecho de que somos argentinos y nos creemos los mejores en todo (perdón, pero algo de razón tenemos), en este caso puedo afirmar sin temor a equivocarme que si no somos la Disney de los celíacos, estamos cerca.
Hace tres años que soy celíaco —prefiero decir que una vez eliminado el gluten de nuestras vidas, ya no somos enfermos, solo celíacos— y el paso del tiempo ayuda a poner las cosas en su lugar. Lo digo para los nuevos celíacos, los que comienzan a transitar por este camino que al principio es difícil y angustiante. Si bien el mensaje, que tiene mucho de cierto, es «tenés que hacer una dieta libre de gluten y listo», la realidad indica que no es tan fácil. No solo por los alimentos que uno debe dejar de consumir, que son muchos, sino porque el gluten está presente en buena parte de ellos. Los costos de los productos son mucho más caros, el vínculo social cambia… La cuestión cultural influye mucho y hay un sinfín de hábitos que debemos empezar a modificar. Me refiero a aquellos que no solo tienen que ver con la comida, sino con un estilo de vida. En mi caso, primero lo tomé con calma. El desafío de probar nuevos alimentos o de comer más sano, como falsamente se cree cuando se habla de productos sin TACC, me ilusionó y le dio una mirada positiva al asunto. Con el paso de los días, el desafío ya no parecía muy tentador. La calma le dio lugar a la desesperación. ¿Y si no soy celíaco y tengo otra cosa? ¿Y si soy celíaco pero el diagnóstico llegó tarde y me voy a morir? El «y si» fue una tortura por varias semanas, las posteriores a la endoscopía que confirmó el resultado, y cuando pienso en aquel momento de angustia recuerdo dos cosas: la tranquilidad que me transmitió la doctora Adriana Zelter, quien hizo el hallazgo, cuando la torturaba por teléfono con esas preguntas, y las sesiones de terapia que ayudaron a bajar la ansiedad. Ni hablar de la contención familiar, clave en este tipo de situaciones.
Cuando el miedo y la ansiedad pasan, viene la etapa de la investigación. Uno se empieza a volver experto en el tema, y se aprende sobre la contaminación cruzada, qué se puede comer y qué no, dónde comprar más barato. También se aprende a cambiar hábitos: hay que ser más organizados, y tener lista la comida antes de salir para el trabajo porque si no podemos quedarnos sin almorzar o, si a la noche hay una fiesta o una reunión de amigos, estar listos para comer antes o llevarnos una vianda. Se aprende sobre la marcha. Hace poco, el amigo de un amigo, al que no conocía, me llamó. Estaba mal porque al hijo de tres años le habían diagnosticado celiaquía y quería saber qué lugares podía sugerirle para comprar comida rica. Uno supone que de chico es más difícil adaptarse que de grande, que los adultos estamos mejor preparados para afrontar estos cambios, pero los especialistas dicen que no es así. Y que los chicos, en general, con un buen marco de contención familiar, entienden enseguida qué pueden comer y qué no. Y se adaptan sin tanto drama a la dieta libre de gluten, a diferencia de nosotros, que nos desesperamos por una porción de pizza de Las Cuartetas o por una cerveza bien helada. Dos años después hablé con el mismo padre, y cuando le pregunté por la celiaquía de su hijo, me respondió, en tono de broma: «¿Qué celiaquía?». Habían incorporado ya con naturalidad la dieta, el nene crecía sano y todos estaban felices.
En definitiva, este es un camino de aprendizaje constante. Los celíacos de hace veinte años, que no tenían tanta variedad para comer, ven cómo vivimos hoy y aseguran que no hay mucho para quejarse en cuanto a la calidad de los alimentos, la cantidad de lugares para comprarlos, la legislación, los controles, los avances que se hicieron a nivel médico: hace varias décadas, por ejemplo, la endoscopía para confirmar la enfermedad se hacía con el paciente despierto y apenas una pequeña sedación.
Este libro es un repaso de mi experiencia personal por el mundo de la celiaquía y también una mirada de lo que pude aprender en este tiempo tras entrevistarme con médicos clínicos, nutricionistas, gastroenterólogos, pediatras, genetistas, psicólogos, fabricantes de alimentos libres de gluten, especialistas en leyes, celíacos como yo… A todos ellos les estoy muy agradecido. Seguramente quedará mucho para mejorar. Mientras tanto, hay todavía mucho para aprender y también para disfrutar.
¿Enfermedad celíaca, celiaquía o condición?
Dentro de la comunidad que estudia desde hace años este problema hay diferentes miradas y opiniones sobre cómo «llamarnos». Todas, con argumentos válidos. En lo personal, a lo largo del libro utilizo las tres palabras, de acuerdo a cómo lo consideré más oportuno.