Tened en mente las devastaciones que la bastardía judía causa cada día en nuestra nación [...] Considerad cómo la desintegración racial merma y a menudo destruye los últimos valores arios de nuestro pueblo alemán [...] Esta contaminación de nuestra sangre, ignorada ciegamente por centenares de miles de personas de nuestro pueblo, es llevada a cabo de manera sistemática por el judío de hoy. Sistemáticamente estos parásitos negros de la nación contaminan a nuestras inexpertas y jóvenes muchachas rubias y de esta manera destruyen algo que ya no puede ser reemplazado en este mundo. Ambas, sí, ambas confesiones cristianas miran con indiferencia esa abominación y la destrucción de una criatura noble y única, concedida a la tierra por la gracia de Dios.
(ADOLF HITLER, Mein Kampf, p. 562.)
Las manifestaciones iniciales del antisemitismo se pierden en la noche de los tiempos. Es la Biblia la primera fuente histórica que hace referencia a una serie de acciones que podríamos denominar antisemitas. El libro del Éxodo relata así, primero, el descenso de los hijos de Israel en la pirámide social de Egipto y, después, la política genocida seguida por un faraón, posiblemente Tutmosis III, seguramente en el siglo XV a. C., que ordenó la muerte de los varones recién nacidos en Israel4. No deja de ser sugestivo el hecho de que en el milenario relato del Éxodo se haga referencia alguna de las medidas antisemitas que, vez tras vez, serían desencadenadas sobre los judíos en los siglos venideros. Así, en el mismo nos encontramos con la reducción de los israelitas al estado de parias, con su adscripción a tareas laborales forzosas e impopulares, con su confinamiento en recintos que, posteriormente, serían llamados ghettos y, finalmente, con disposiciones encaminadas a reducir su ya de por sí escaso número.
El antisemitismo egipcio no iba a ser el único que haría acto de presencia en el curso de la Historia antigua. El mundo clásico, nimbado a veces de una irreal orla de tolerancia en muchas de nuestras visiones contemporáneas, osciló entre el desprecio hacia los judíos y el deseo de acabar directamente con su existencia mediante una política de asimilación forzosa. A la primera vía se inclinaron los autores helénicos y romanos que no conseguían entender cómo alguien educado y culto podía creer en un solo Dios e integrarse, o acercarse considerablemente, a un pueblo considerado bárbaro. Fue el caso de Cicerón, de Persio, de Marcial, de Apión o de Manetón. A la segunda vía se adscribieron las poblaciones entregadas periódicamente a la realización de pogromos avant la lettre y algunos gobernantes. Los ejemplos no son escasos. Así, en el siglo II a. C., Antíoco IV, heredero iluminado del helenismo de Alejandro, no dudó en dictar normas que proscribían con la muerte el hecho de ser judío. Siguiendo sus órdenes se procedió a quemar rollos de la Torah mosaica, se profanó el Templo de Jerusalén y se prohibió la circuncisión y el cumplimiento de otros mandamientos. Si la rebelión judía de los Macabeos acabó con aquel ataque dirigido contra las raíces espirituales del pueblo judío, en absoluto eliminó las posibilidades de que se repitiera en el futuro. El levantamiento judío del 66 d. C. y la sublevación de Bar Kojba a inicios del siglo II d. C., lejos de asegurar la independencia nacional judía, concluyeron con la destrucción del Templo jerosimilitano, con el final de cualquier vestigio de autogobierno judío e incluso con la conversión de Jerusalén en una ciudad pagana cuya entrada estaba vedada a los judíos. A este antisemitismo clásico, en sus mejores momentos tolerante de los judíos como minoría de segunda, en los peores, partidario del ataque directo contra los mismos, se añadiría pronto un nuevo ingrediente de signo ideológico. Sería éste un nuevo antisemitismo religioso como el de ciertos autores clásicos, pero relacionado con una fe monoteísta.
El cristianismo originalmente no existió como una religión diferenciada del judaísmo. Su fundador, Jesús, era un judío. Judíos fueron sus seguidores de manera exclusiva durante años. Judías resultan igualmente las categorías de expresión ideológica utilizadas en el Nuevo Testamento, de cuyos veintisiete libros, veinticinco fueron escritos por judíos5. E incluso el mismo Pablo de Tarso, tantas veces relacionado con el helenismo, engarzó su fe en un molde medularmente judío. A finales del siglo I d. C., sin embargo, este nexo de unión comenzó a quebrarse de manera inequívoca. El judaísmo surgido en Jamnia implicaría el desgajamiento de Israel de corrientes, no sólo judeo-cristianas, que hasta entonces habían sido legítimas en su seno. El cristianismo se iría gentilizando, progresivamente renegaría de buena parte de sus raíces judías y contemplaría a su alma mater más como a un rival que como a un hermano mayor.
El enfrentamiento directo entre judaísmo y cristianismo, teñido de tintes religiosos, adquirió características de proscripción para el primero al producirse el maridaje de iglesia y trono en el siglo IV d. C. Arrancando no del mensaje del Nuevo Testamento sino más bien de las raíces antisemitas propias del helenismo, padres de la Iglesia oriental como Juan Crisóstomo6 se entregarán a una diatriba antisemita que arrinconará a los judíos en una disyuntiva feroz: o conversión y asimilación o lealtad a su judeidad e intolerancia de distintos grados.
El antisemitismo religioso se irá extendiendo a lo largo de la Edad Media por todo el orbe cristiano. Por un lado, y de manera en general no percibida, el cristianismo, identificado decididamente con el mundo clásico pagano, con el desaparecido imperio romano, irá desnaturalizándose y realizando una relectura de sus orígenes en clave no pocas veces antisemita. Llegado a este punto no resultará difícil reproducir los excesos antisemitas del mundo antiguo. Así, se prohibirán el matrimonio y las relaciones sexuales entre judíos y cristianos (v. g.: en el Concilio de Elvira del 306); se vedará el acceso de los judíos a los empleos públicos (v. g.: en el sínodo de Clermont, 535); se ordenará la quema de sus libros sagrados (v. g.: en el Concilio de Toledo, 538); se obstaculizará su acceso a la justicia (v. g.: en el III Concilio de Letrán, 1179); se les recluirá en ghettos (v. g.: en el sínodo de Breslau, 1267); se les forzará a la conversión; se desencadenará periódicamente contra ellos la ferocidad de las turbas y, finalmente, se decretará su expulsión (Inglaterra, 1290; Francia, 1306 y 1394; diversos lugares de Alemania, 1424 y 1438; España, 1492).
Junto a la condena ideológica vendrá la caracterización, falsa y maligna, de lo que se considera prototipo judaico. Del judío Jesús crucificado «bajo el poder de Poncio Pilato» se irá hacia el judío como asesino único y sádico de Cristo. Del judío no cristiano se pasará a la imagen del judío anticristiano culpable de asesinato ritual (una calumnia que se repetirá en la Rusia zarista del siglo XX y en la Alemania nazi), de envenenar las fuentes o de provocar la peste. Del judío marginado sin piedad de la vida social surgirá la imagen del judío usurero. Summa iniuria porque si el judío se dedica a la usura se debe a que el cristiano no puede hacerlo en virtud de las disposiciones canónicas de la Santa Sede y a que rara es la ocasión en que le permiten ejercer con libertad otras ocupaciones. De hecho, habrá que esperar a la Reforma protestante y a su regreso a la Biblia para que el judío conozca la emancipación siquiera en algunas partes de Europa y pueda ejercer diversos oficios.
Todas estas situaciones ni fueron coetáneas ni continuas a lo largo del Medievo, pero, en mayor o menor medida, se reprodujeron vez tras vez, transformando a los judíos en un colectivo satanizado, convertido en periódico objeto de agresiones directas y progresivamente confinado geográfica, social y laboralmente. Por desgracia, las excepciones a esta tónica –la edad de oro de Sefarad, el Toledo de las tres religiones, etc.– ni fueron mayoritarias ni existieron tampoco con los tintes idealizados con que, en ocasiones, se describen.
Tan grave o más que el antisemitismo al que nos hemos referido fue el conectado con el Islam. Ya en el Corán y en los hadiths de Mahoma existen numerosos textos antisemitas que aún en la actualidad se utilizan como legitimación para comportamientos antijudíos. No en vano, el Islam niega la plena ciudadanía a los que no son musulmanes y judíos y cristianos deben conformarse como mucho con ser dhimmíes sometidos al pago de un tributo y a la benevolencia de los gobernantes islámicos. Por eso precisamente no resulta sorprendente que fuera el califa Omar el primero en dictar una norma que obligaba a los judíos (y a los cristianos) a llevar una ropa específica. Asimismo la concentración de los judíos en zonas concretas y la imposición de una conversión religiosa so pena de morir encontraron sus primeras manifestaciones en la religión iniciada por Mahoma. Personajes como los judíos españoles Ibn Gabirol o Maimónides constituyen testimonios irrefutables de la terrible presión impuesta, salvo en ciertos períodos, por el Islam.
El impacto enorme del antisemitismo religioso implicaría que su virus calara en la mentalidad de los no judíos independientemente de si eran o no creyentes. Así, no siempre los movimientos sociales especialmente vinculados al deseo de tolerancia influirían positivamente en la suerte de los judíos. Ciertamente la Reforma protestante implicó una liberalización de la suerte de los judíos en algunos casos siquiera por su aspiración a una puesta en práctica de la libertad de conciencia. Pero esa influencia no fue igual en todas las ocasiones. Lutero, por ejemplo, se expresó en repetidas ocasiones sobre los judíos de manera compasiva y amable pero al saber que algunos de ellos afirmaban que María, la madre de Jesús, era una prostituta7, escribiría una feroz diatriba en su contra en la que sugería que, siguiendo el ejemplo de los Reyes Católicos en España, se les debía expulsar de Alemania. El rechazo inmediato que el escrito tuvo entre sus partidarios –comenzando por el propio Melanchthon– y la nula repercusión política del mismo muestra hasta qué punto la suerte de los judíos iba a ser mejor en el universo protestante que en el católico. De hecho, el calvinismo (Holanda, Cromwell, etc.) se manifestó no sólo tolerante sino incluso acogedor, para con los judíos –fue en esos territorios donde se asentaron no pocos judíos de origen sefardí expulsados de España– aunque no llegara a concederle un pie de igualdad. Tal paso se daría ya con los protestantes dissenters que sí consagraron ese principio (v. g.: la Pennsylvania fundada por los cuáqueros de William Penn) abriendo camino a la visión cristalizada en la Constitución americana y emancipándolos varios siglos antes de que tal paso se diera en el Viejo Continente8.
En cuanto a la Ilustración y las revoluciones europeas, estuvieron, en mayor o menor medida, teñidas de antisemitismo prácticamente hasta 1848. No deja de ser significativo que un personaje como Voltaire, tantas veces presentado como paradigma de la tolerancia, repitiera en sus escritos continuas afirmaciones de terrible antisemitismo o que la Revolución francesa viniera acompañada de explosiones del mismo que recordaban los excesos del Medievo. De hecho, Napoleón al dirigirse a los representantes de los judíos franceses les formuló preguntas que sólo ponían de manifiesto una ignorancia casi absoluta del judaísmo y un antisemitismo apenas barnizado de liberalismo. Si esta forma de pensamiento terminó concluyendo, en mayor o menor medida, con la Emancipación de los judíos no lo hizo tanto por entusiasmo cuanto por obligación ideológica no del todo bien aceptada. Episodios como el del caso Dreyfus en la Francia republicana de finales del siglo XIX –donde la izquierda y la derecha coincidieron en su antisemitismo como lo harían en multitud de ocasiones futuras– ponen de manifiesto que la pátina antisemita de siglos no había sido arrancada por unas décadas de liberalismo formalmente tolerante. Explica asimismo la rápida y fácil aceptación de la tesis de una conspiración judía destinada a conquistar el mundo, disparatada teoría que aparece recogida paradigmática, pero no exclusivamente, en los rusos Protocolos de los sabios de Sión (1905)9.
Todos los aspectos señalados –el judío como ser distinto, el judío como conspirador mundial, el judío como usurero– iban a desempeñar un papel importante en la configuración ideológica del antisemitismo hitleriano. Sin embargo, serían otras dos corrientes antisemitas diferentes, y aún más nocivas si cabe, las que modelarían de manera específica la mente de Hitler. Nos referimos a los denominados «antisemitismo científico» y «antisemitismo ocultista o teosófico»10.
Resulta obvio para el que conoce mínimamente la historia universal que no existe motivo ni para hablar de razas puras ni tampoco de razas superiores e inferiores. Pese a todo, el siglo XIX fue testigo de un racismo que se presentaba con pretensiones de ciencia. Un ejemplo de este enfoque fue el de Joseph Arthur, conde de Gobineau (1816-1882), que intentó explicar la historia en base a ese tipo de racismo en su obra, en cuatro volúmenes titulada Essai sur l’inégabilité des Races Humaines. Según Gobineau, existía una lucha multisecular entre los dolicocéfalos y los braquicéfalos. Si los primeros eran ejemplarizados por los pueblos nórdicos, los segundos tenían como paradigma a los judíos. Para el autor galo, el antisemitismo dejaba de estar vinculado a categorías religiosas o incluso socioeconómicas. Se trataba de una manifestación legítima de la lucha de la raza superior contra la inferior. La influencia de Gobineau trascendería hasta tal punto de Francia que, posteriormente, la propaganda británica antigermánica llegaría a denominar «braquicéfalos» a los enemigos alemanes.
Amigo personal de Gobineau fue Richard Wagner. El compositor alemán recogería en buena medida el enfoque antisemítico del francés. Para Wagner, existía una contraposición evidente entre el «judaísmo en el arte» (por hacer referencia a una de sus obras) y el espíritu alemán. Si Tannhaüser y Lohengrin eran supuestas manifestaciones de este último, las obras de artistas como Meyerbeer o Mendelssohn11 eran muestras del primero. Por supuesto, el «desencadenamiento de una guerra» contra la odiada raza no sólo era posible sino legítimo y deseable. Se trataba de una pretensión que encontraba paralelo filosófico en el Nietzsche que preconizaba el triunfo de la Bestia rubia y neopagana sobre el cristianismo y el judaísmo. No es seguro que Hitler leyera a fondo a Nietzsche. Sí es indiscutible que conocía en profundidad a Wagner. En multitud de ocasiones señalaría su admiración por el compositor cuyas obras contempló docenas de veces. Esa identificación con Wagner no arrancaría sólo de motivos estéticos sino, especialmente, ideológicos.
Vinculado asimismo con el antijudaísmo de Wagner y Gobineau fue el preconizado por el británico Stewart Houston-Chamberlain (1855-1927). Biógrafo y estudioso de Wagner, llegó a contraer matrimonio con una hija del compositor. Como en el caso wagneriano, el aborrecimiento de los judíos entraba en el terreno de lo racial e implicaba un elemento de resurrección del paganismo. Según expresaría en términos bien elocuentes: «Odio a los judíos. Odio su estrella y su cruz».
Aunque las tesis de Gobineau, Wagner y Houston-Chamberlain carecían de la más mínima base científica, lo cierto es que, en buena medida, su extensión vino relacionada con la supuesta existencia de aquélla. La misma, presuntamente, derivaba de la teoría de la evolución de Darwin. Conceptos como el de la supervivencia y evolución del más apto, como el de la lucha por la vida o el paso escalonado del animal al hombre resultaban especialmente fáciles de encajar en una cosmovisión antisemita. Existían razas superiores –más evolucionadas– destinadas a imponer su legítimo dominio sobre las inferiores, más cercanas al animal que al ser humano. Para lograrlo, debían fortalecerse, combatir sin ningún género de concesiones morales y traducir al terreno político lo que, supuestamente, enseñaba la Naturaleza. Precisamente por ello esta forma de antisemitismo no dejaba la más mínima salida al judío. El bautismo podría cambiar su adscripción religiosa pero jamás su estado de inferioridad (y perversión) racial. Como enemigo sólo podía esperar verse abatido en una lucha sin cuartel escrita en los genes humanos por las inapelables leyes de la Naturaleza.
Si en las corrientes señaladas en las páginas inmediatamente anteriores se pretendía encuadrar el antisemitismo dentro de un marco presuntamente científico, en los autores a los que nos referiremos a continuación esa visión científica se vería ligada a un contenido ocultista de dimensiones escatológicas. Un ejemplo de esta vinculación del ocultismo y el esoterismo fueron los casos de Édouard Drumont (1844-1917), auténtico precursor de la cosmovisión nazi, o de Jacques de Biez, acuñador de la palabra «nacionalsocialista». Lo fue de manera muy especial asimismo la teosofía de madame Blavatsky. Personaje auténticamente novelesco cuya influencia sigue percibiéndose hoy en día en fenómenos como el movimiento de la Nueva Era (New Age), nació en Rusia en 1831, de estirpe aristocrática. A los diecisiete años contrajo matrimonio con un general ruso de más edad que ella, con el que estaría unida sólo tres meses. Con posterioridad, Elena volvería a casarse para, finalmente, cambiar numerosas veces de amante. Grosera, agresiva y drogadicta, definió a sus seguidores como «unos asnos... que han estirado obedientemente sus orejotas mientras yo interpretaba la melodía». Viajando por Estados Unidos, conoció en Nueva York al coronel Henry Steel Olcott y junto a él y a William Quan Judge fundó en 1875 la Sociedad Teosófica, que en pocos años se había extendido a sesenta países.
Como pilares canónicos de la secta se encontraban, lógicamente, los libros redactados por madame Blavatsky. En Isis sin velo, aparecido en 1877, la ocultista rusa plagiaba cerca de un centenar de textos relacionados con religiones orientales, demonología, masonería y espiritismo, e incluso traslucía la influencia de novelistas coetáneos como Bulwer-Lytton12. En cuanto a La doctrina secreta (1888), aunque fue presentada a los adeptos como un comentario de un texto contemplado por la Blavatsky en un monasterio subterráneo del Himalaya, en realidad constituye una obra maestra del plagio de obras contemporáneas de corte hinduista y más o menos científico13. Las enseñanzas de la ocultista rusa constituían una heteróclita mezcla de hinduismo, orientalismo y espiritismo anglosajón, a la que se sumaban un antisemitismo, un anticristianismo y un racismo cargados de agresividad.
El hombre en el pensamiento blavatskyano es un «dios en proceso de hacerse». Precisamente por eso, tiene que evolucionar a través de siete etapas espirituales mediante sucesivas reencarnaciones. De ahí deriva el hecho de que existan razas inferiores y razas superiores. Entre estas últimas se halla la aria, cuyo destino espiritual es dominar el mundo y poner fin a esta funesta época presente marcada negativamente por la presencia de cristianos y judíos. Estos dos últimos colectivos resultaban especialmente abominables puesto que el primero no había llegado a captar el carácter supuestamente ocultista de las enseñanzas de Jesús y el segundo había sido engañado por Jehová, el dios del mal, y había rechazado seguir a Lucifer, el dios al que los teósofos que hubieran llegado al último grado de iniciación debían adorar.
Convencida de la necesidad de predicar una religión medularmente aria, madame Blavatsky decidió beber directamente en las fuentes y con tal finalidad viajó a la India en 1879, estableciendo la central de la sociedad teosófica en Adyar, un suburbio de Madrás. La suerte, sin embargo, no iba a sonreírle. Cinco años después, marchó a Inglaterra con la intención de expandir su doctrina, pero el resultado final fue que la Sociedad de Investigación Psíquica la sometió a una serie de pruebas en las que se estableció que en sus sesiones recurría a trucos indignos incluso de un charlatán de feria. Nunca llegaría a recuperarse del todo de aquel desastre. En 1891, sola, víctima del alcohol, el tabaco y las drogas, increíblemente obesa y abandonada por casi todos, fallecía. Sin embargo, sus ideas no morirían con ella.
Durante los años siguientes, la teosofía blavatskyana comenzó a extenderse por Alemania y adoptar una configuración específica que se ha denominado en alguna ocasión «ariosofía». Personajes como Georg Lanz von Liebenfels (1872-1954) y Guido von List (c. 1865-1919) pulieron las tesis de madame Blavatsky conservando su aliento místico y su cosmovisión plagada de paganismo y referencias a razas inferiores y superiores, pero añadiéndole al mismo tiempo una clara militancia política. El primero comenzó a utilizar la cruz gamada como símbolo del poder ario en los primeros años del siglo XX y dirigía una revista, Ostara, que denunciaba la «contaminación racial», que pedía un «Nuevo Orden» ario y que incluso proponía que la lucha racial se llevara a cabo «con el cuchillo de castrar». Términos como «delito sexual» (Rassenschande) o «infrahumanos» (Untermenschen) que serían utilizados profusamente por el nazismo tanto en sus textos de propaganda como en su legislación, fueron acuñados por Lanz. En fecha tan temprana como 1909, Hitler ya paladeaba las obras de Lanz, era un lector asiduo de Ostara e incluso llegó a realizar por aquella época un viaje destinado a conocerle personalmente y a conseguir algunos números atrasados de la publicación.
El caso de Guido von List es muy similar. Coetáneo y amigo de Lanz, List consideraba que el enemigo principal de los arios era la judería internacional. Precisamente por ello, había que prepararse para la guerra inevitable que enfrentaría a ambas razas. Al fin y a la postre, llegaría un día en que los racialmente inferiores tendrían que «ser borrados de la faz de la tierra». Al mismo tiempo, List propugnaba la puesta en vigor de leyes que evitaran los matrimonios racialmente mixtos o la mezcla de sangre de cualquier tipo. Amante de los símbolos, utilizaba con profusión la cruz gamada pero también las runas en forma de relámpago que después formarían parte de la simbología de las SS. List murió el 17 de mayo de 1919. El año anterior, en una carta dirigida a un amigo, revelaría sus esperanzas de que en 1932 una comunidad racialmente pura estableciera un estado que acabara con la democracia y con los judíos.
Tanto Lanz como List tuvieron una enorme influencia en Hitler. Éste, como ya hemos señalado, era lector de Ostara y conocía estas teorías en el período anterior al estallido de la Primera Guerra Mundial, una época en que, según sus propias palabras, su forma de pensar adquirió las características posteriores de manera ya inalterada. Sin embargo, al concluir la Gran Guerra encontró nuevas razones que, supuestamente, le confirmarían en las mismas. La creencia, tantas veces repetida pero no por ello menos falaz, de que Alemania había perdido la guerra a causa de una «puñalada por la espalda» y de que la misma había sido asestada por el marxismo judío vino a unirse a las otras doctrinas esotéricas de corte ariosófico a que ya hemos hecho referencia. En 1919, Hitler se expresaba ya, como tendremos ocasión de ver, en favor de un antisemitismo de corte planificadamente estatal. Por el mismo terreno iba a discurrir su carrera política. El mismo NSDAP, partido al que se afilió en 1919, había sido fundado por Anton Drexler, un miembro de Thule, otra sociedad ariosófica.
Lejos de ser un proceso derivado de los acontecimientos de los años treinta y cuarenta, el pensamiento que derivaría en el Holocausto ya estaba plenamente forjado en los primeros años del siglo XX y había sido formulado por Hitler de una manera clara y coherente a finales de la segunda década del mismo. En los 25 puntos del NSDAP, presentados el 25 de febrero de 1920 a una asamblea del partido, ya se hace referencia a la unión de todos los alemanes en una Gran Alemania (punto 1.o) –lo que, posteriormente, implicaría la anexión de Austria y de los Sudetes checoslovacos–; a la anulación de los tratados de Versalles y Saint Germain (punto 2.o) –lo que significaría el rearme alemán–, al deseo de anexiones territoriales (punto 3.o) –lo que se traduciría en la invasión de Polonia en 1939 y de la URSS en 1941–, y a la exclusión de los judíos de la ciudadanía alemana (punto 4.o), del funcionariado (punto 6.o) y de la prensa (punto 23a) así como a su deportación forzosa (puntos 5.o y 8.o).
Aún más explícito sería el antisemitismo de Hitler en Mein Kampf, obra dedicada a Dietrich Eckart, el fundador de la sociedad ariosófica Thule. Detenernos en el análisis de la obra fundamental de Hitler y de la ideología nazi no constituye el objeto del presente estudio14. Sí debemos señalar, no obstante, que en la misma resulta obvia la influencia de los personajes señalados, a la vez que aparece claramente expuesta la trayectoria posterior del nazismo. Conceptos como los de la superioridad de la raza aria, el carácter perverso de los judíos, el proyecto de privarlos de su ciudadanía, las leyes eugenésicas, la necesidad de una nueva guerra mundial, el sometimiento de las razas inferiores e incluso el uso del gas para acabar con los judíos aparecen expresados en sus páginas con enorme naturalidad y sin posibilidad de dar lugar a equívocos.
Lejos de ser un accidente en medio del desarrollo de la Segunda Guerra Mundial, el Holocausto contó con diversos antecedentes ideológicos que habían ido apareciendo de manera especialmente evidente en la segunda mitad del siglo XIX e inicios del XX. Su caldo de cultivo no era el multisecular antisetimismo religioso o cultural que tan amargos frutos dio hasta el siglo XIX, pero del que se podía huir con la apostasía o la asimilación. Se trataba más bien de un antisemitismo que pretendía tener una base científica y mística. La primera abogaba, entre otras cosas, por la obligatoriedad de la lucha por la existencia, la realidad de seres más o menos evolucionados o la distinción entre razas superiores e inferiores. La segunda se traducía en la creencia en la superioridad espiritual y racial de los arios frente a la inferioridad de eslavos, cristianos y, muy especialmente, judíos; la necesidad de comenzar un «Nuevo Orden» mundial regido por los arios o el llamado a someter y eliminar posteriormente a los débiles y los inferiores mediante las leyes, la esterilización y la guerra.
Durante décadas las cosmovisiones de este tipo no pasaron de las proclamas, los sueños y las elucubraciones. Sin embargo, a inicios de 1933, un hombre imbuido de las mismas consiguió hacerse con el poder en Alemania. En los años siguientes llevaría a cabo todo lo posible para que el sueño de los antisemitas «científicos» y ocultistas se convirtiera en realidad. El fruto directo de esa determinación fue lo que conocemos como «Holocausto».
3 Sobre el antisemitismo, véase S. Glassman, Epic of Survival:Twenty-Five Centuries of Anti-Semitism, Nueva York, 1980; L. Poliakov, Historia del antisemitismo, Barcelona, 1986 ss., 5 vols; M. Hayu, Europe and the Jews, Chicago, 1992; C. Vidal Manzanares, Textos para la historia del pueblo judío, Madrid, 1995; S. Wiesenthal, Every Day Remembrance Day: A Chronicle of Jewish Martyrdom, Nueva York, 1987.
4 Un desarrollo de las distintas teorías sobre el faraón del Éxodo en C. Vidal, El hijo de Ra, Barcelona, 1992, pp. 173-188.
5 Un estudio en profundidad del tema en C. Vidal, El judeo-cristianismo palestino en el siglo I: de Pentecostés a Jamnía, Madrid, 1995.
6 Una colección de textos sobre la evolución histórica del antisemitismo en C. Vidal, Textos para la historia del pueblo judío, Madrid, 1995.
7 La acusación contra María aparece recogida en el Talmud (Véase: César Vidal, El Talmud, Madrid, Alianza Editorial, 2000, pp. 125 ss.) y en algunos escritos judíos de controversia anticristiana. No resulta difícil imaginar hasta qué punto estas afirmaciones contribuyeron a enturbiar una convivencia de por sí nada fácil.
8 Sobre el papel decisivo del protestantismo en la configuración de la democracia norteamericana y de su Constitución, véase: César Vidal, Nuevos enigmas históricos al descubierto, Barcelona 2003, pp. 111 ss.
9 Sobre los orígenes de esta obra puede consultarse C. Vidal, Nuevos enigmas…, pp. 141 ss.
10 Un estudio en profundidad de los dos puede hallarse en C. Vidal, Los incubadores de la serpiente, Madrid, 1995.
11 Desde luego, no deja de ser revelador de lo descabellado de la tesis de Wagner que una de las sinfonías más brillantes y paradigmáticas de Mendelssohn fuera la dedicada a la Reforma protestante en la que utiliza como leit-motiv algunos acordes de himnos compuestos por Lutero, como el archiconocido «Castillo fuerte es nuestro Dios». Con dificultad se podría haber encontrado un motivo y un tema más noblemente germánico.
12 W. E. Coleman, «The source of Madame Blavatsky’s writtings», en V. Soloviev, A Modern Priestess of Isis, Londres, 1895, pp. 353-366. Véase también S. B. Leljegren, «Quelques romans anglais. Source partielle d’une religion moderne», en Mélanges d’histoire littéraire genérale, París, 1930, vol. II, pp. 60-77, e Idem, Bulwer-Lytton’s Novels and Isis Unveiled, Uppsala, 1957.
13 Coleman, op. cit., p. 358.
14 A tal efecto remitimos a la segunda parte de C. Vidal Los incubadores de la serpiente, Madrid, 1995.