3. De la Kristallnacht al estallido de la guerra

El Reich alemán es la patria de los alemanes. No de los judíos, de los bolcheviques, de los socialdemócratas, de los demoliberales, que no conocen una patria denominada Alemania. Tampoco de los restantes extranjeros, por más que lleven residiendo más o menos tiempo en territorio alemán [...] La eliminación de los judíos y de los no alemanes de todos los cargos responsables de la vida pública. Esta exigencia es tan lógica para nosotros, los nacionalsocialistas, que no exige más explicación [...]

(Programa del NSDAP, 1927)

El incidente polaco

Las medidas antisemitas llevadas a cabo por los nazis no resultaron, lamentablemente, las únicas que tuvieron lugar en su contexto cronológico e incluso geográfico. Un ejemplo de ello fue la actitud observada en esa misma época por Polonia. La situación de los judíos polacos era muy diferente a la de los alemanes. Para empezar, aunque minoritarios, superaban holgadamente el 10 por ciento de la población. Además, y aunque sus aportaciones culturales distaban mucho de ser despreciables, las mismas quedaban encardinadas más en un judaísmo polaco que en la cultura mayoritaria de la nación. Asimismo, y como consecuencia de la carencia de un proceso de emancipación similar al de otros países y del poder político-social del catolicismo, los judíos eran ciudadanos de segunda que pertenecían en su mayoría a estratos muy humildes de la población. De hecho, desde hacía décadas muchos se habían visto obligados a emigrar a otros países en busca de la mera supervivencia económica. Esta última situación fue aprovechada hábilmente por el régimen polaco para deshacerse de buen número de ellos y confinarlos en la categoría de apátridas. Así, el 31 de marzo de 1938, el régimen del mariscal Smigly-Ridz anunció la puesta en marcha de una ley que disponía la cancelación de la ciudadanía de los polacos que vivieran fuera de Polonia. Con la finalidad de evitar esa eventualidad, los ciudadanos polacos se veían sometidos a un plazo que finalizaba el 31 de octubre del mismo año durante el cual tenían que presentar en el consulado pertinente los pasaportes para que fueran revisados y sellados. La medida no parecía tener una trascendencia especial hasta que se descubrió que a los judíos polacos que acudían a los consulados se les negaba la revisión y el sellado del pasaporte. Las intenciones reales del gobierno polaco resultaron entonces evidentes para todos. Sin lugar a dudas, Polonia deseaba librarse, al menos, de los judíos polacos que se encontraban fuera de sus fronteras y estaba tomando medidas administrativas que impidieran su regreso41. Es posible que pocos de aquellos judíos tuvieran intención de regresar a una Polonia que atravesaba una lamentable fiebre de antisemitismo42, sin embargo su recién adquirida situación de apátridas les impedía también emigrar de Alemania, una nación donde la presión se incrementaba de manera continua.

Para las autoridades nazis aquella medida polaca planteaba un problema adicional y era el de que unos setenta mil judíos polacos que residían en Alemania se iban a ver empujados a seguir viviendo en este país y no podrían ser obligados a emigrar de manera legal. Con todo y con eso, el aspecto reglamentario no iba a ser un obstáculo para que las autoridades alemanas se vieran privadas de llevar a cabo sus propósitos. El 26 de octubre, el Ministerio de Asuntos Exteriores solicitó de la Gestapo que organizara la expulsión de los judíos polacos. Al día siguiente la Gestapo desencadenó una redada de los mismos y el 28 de ese mismo mes los transportó en tren y vagones de ganado hacia la frontera con Polonia. Cuando el transporte llegó a la estación fronteriza de Neubentschen se encontró con la firme resolución polaca de impedir que sus hasta hace poco ciudadanos regresaran al territorio patrio. Con tal finalidad, las autoridades polacas habían levantado alambradas en la frontera apostando asimismo ametralladoras. La Gestapo optó por la solución que le pareció más conveniente: abandonar a los judíos polacos (unos diecisiete mil) en una tierra de nadie situada entre ambas fronteras. Los desdichados se vieron obligados a vagar sin ningún tipo de abrigo por los campos, aunque en algunos casos consiguieron un albergue temporal en graneros y en la estación de tren.

Durante varios días, las autoridades polacas y alemanas discutieron lo que podía ser la solución a aquel problema. Al final, los polacos aceptaron la idea de acoger a la mayoría de los refugiados, mientras los alemanes permitían el regreso de algunos sólo con la finalidad de deportarlos a no mucho tardar. Se trataba de un compromiso que no agradaba a ninguna de las dos partes (por supuesto, la opinión de los judíos al respecto se consideraba carente de relevancia) y que sólo pretendía ganar tiempo con vistas a una resolución última del asunto. En relación con este episodio iba a producirse un acontecimiento cuyos efectos trascenderían con mucho su desencadenante inicial.

La noche de cristal (Kristallnacht)43

Entre las víctimas del antisemitismo de nazis y polacos se encontraban los padres de un joven judío, residente en París, llamado Herschel Grynzpan44. Cuando éste tuvo noticia de la deportación forzada a la que nos hemos referido y del episodio fronterizo subsiguiente, compró una pistola y se dirigió a la embajada alemana en París, presumiblemente con la intención de asesinar al embajador45. Pero el 5 de noviembre de 1938, el desafortunado sobre el que disparó Grynzpan no fue el jefe de la legación alemana sino un funcionario menor, con rango de Legationsrat, llamado Ernst vom Rath.

El episodio no tuvo un eco relevante en la prensa alemana, que se limitó a hacer referencia al mismo en la edición de la tarde del 7 de noviembre. Posiblemente en tal actitud influyó el hecho de que existía un precedente que no había tenido apenas repercusión. Efectivamente, unos tres años antes, David Frankfurter, un estudiante de rabino, había asesinado a Wilhelm Gustloff, Landesgruppenleiter del partido nacionalsocialista en Suiza46. Aquel hecho no tuvo consecuencias y lo mismo habría podido suceder con el de París. Si no fue así, se debió fundamentalmente a la rivalidad existente entre los propios jerarcas del régimen. En los últimos tiempos, el personaje que había conseguido aprovechar más en su favor –y en todos los sentidos– la política antisemita era Goering, quien se perfilaba como el número dos del régimen. Goebbels, que se resentía ante este avance del antiguo piloto, contempló, por lo tanto, el incidente de París como una oportunidad para recuperar protagonismo en el interior del partido valiéndose de la lucha contra los judíos.

El día 9 de noviembre por la mañana los diarios anunciaron la muerte de Vom Rath y, siguiendo las directrices de Goebbels, el Voelkischer Beobachter, periódico oficial del NSDAP, señaló que «el pueblo alemán está obligado a identificar a los judíos de Alemania con este crimen». Aquella misma tarde tuvo lugar una reunión en Munich que resultaría decisiva. En el curso de la misma, Goebbels anunció que se habían producido algunas algaradas antijudías y que, a sugerencia suya, Hitler había decidido que si los episodios antisemitas estallaban de manera espontánea no debían reprimirse. Goebbels empero –y así lo entendieron los que lo escuchaban– dio a sus palabras el sentido de que detrás de aquellos hechos estaba el partido y que los mismos podían multiplicarse siempre que tal circunstancia no fuera descubierta.

De manera automática, las SA –no se notificó nada a las SS– emprendieron la tarea de quemar sinagogas y realizar otros actos de vandalismo dirigidos contra la comunidad judía. Así, en la noche del 9 al 10 de noviembre, en que se celebraba además el aniversario del putsch muniqués de Hitler, se produjo la mayor explosión de violencia institucional dirigida hasta entonces contra los judíos alemanes. Según los datos remitidos por Heydrich a Goering el 11 de noviembre, en el curso de la misma tuvo lugar el asesinato de 36 personas y asimismo otras 36 resultaron heridas de gravedad. Se trataba de un cálculo de primera hora, lógicamente incompleto. Al final, el número de muertos anduvo cerca del centenar y las personas maltratadas, en mayor o menor medida, superaron el millar. Realmente impresionantes fueron también los daños materiales. En el curso de los disturbios se destruyeron y saquearon 7.500 establecimientos regentados por judíos y se incendiaron o atacaron unas 250 sinagogas.

Al serle comunicado a Himmler, a la 1 de la madrugada del 10 de noviembre, lo que estaba sucediendo puso en marcha a las SS para evitar saqueos masivos y, al mismo tiempo, ordenó el envío a campos de concentración de unos 26.000 judíos. Según relató a su subordinado Schellermeier, todo se había debido al deseo de poder de Goebbels y, tras hablar con Hitler, tenía la sensación de que éste no conocía nada de lo sucedido.

Quienes efectivamente no sabían nada eran Funk, el ministro de Economía, y Goering. El primero manifestó su cólera por los gastos económicos derivados de aquel pogromo. Al segundo le preocupaba aún más el ataque indirecto que Goebbels había lanzado contra su poder político. En una entrevista celebrada entre Hitler y Goering, éste presentó las más encendidas protestas por los incidentes de las últimas horas y achacó toda la responsabilidad a Goebbels. El Führer disculpó en parte a este último pero insistió en que, por razones políticas, tales hechos no podían volver a repetirse. En el mismo día tuvo lugar una nueva entrevista entre Goering y Hitler, esta vez con la asistencia de Goebbels. Éste percibió la difícil situación en que se encontraba y, en parte para descargarse de responsabilidades, en parte para congraciarse con Hitler y en parte para intentar saldar los trastornos económicos causados por la operación, propuso imponer una multa a los propios judíos. Goering se opuso (entre otras cosas, porque Goebbels, que era el Gauleiter de Berlín, tenía un número considerable de judíos en su Gau y eso podría acrecentar su influencia) pero a Hitler le agradó la idea y se fijó la suma de mil millones de marcos como indemnización que los judíos deberían pagar por haber sido agredidos por los nacional-socialistas.

En paralelo a la manera en que los dirigentes nacional-socialistas intentaban reconducir la situación comenzaban a producirse reacciones en el extranjero que distaban mucho de ser favorables a lo sucedido. Por un lado, resultaba inevitable sentir horror ante la brutalidad nacional-socialista y, por otro, los inversores se preguntaban hasta qué punto podía estar justificada su presencia en un país donde se producía este tipo de desórdenes. Además, surgía la incógnita de si las compañías de seguros alemanas serían capaces de responder a sus obligaciones. Ninguna de las cuestiones era ociosa y no debería causar extrañeza que, como resultado, se cancelaran muchos contratos firmados con Alemania. Detrás de semejante paso habría que ver no pocas veces una preocupación mayor por los propios intereses económicos que por la suerte de los judíos alemanes.

En números redondos los daños contra la propiedad no habían sido menores de 25 millones de marcos. Sin embargo, los judíos, que eran las principales víctimas, fueron excluidos por las autoridades nacionalsocialistas de cualquier forma de compensación. Los perjuicios no cubiertos por seguros y ocasionados a judíos se convirtieron en pérdidas de éstos, ya que incluso los efectos recuperados no les fueron devueltos. En cuanto a los que estaban asegurados, no fueron objeto de pago a los judíos sino directamente al gobierno. Por el contrario, los judíos sí se vieron obligados a «la restauración de la apariencia de la calle», incluyendo la retirada de escombros de las sinagogas. En el plano judicial, sólo los judíos extranjeros pudieron recurrir a los tribunales puesto que en relación con los judíos alemanes se dictó un decreto (18 de marzo de 1939) que impedía la presentación de demandas relacionadas con los «sucesos» de los días 8, 9 y 10 de noviembre de 1938.

Semejante arbitrariedad tuvo también su paralelo en relación con el derecho penal. Del 23 al 26 de enero de 1939, el ministro de Justicia Gürtner sostuvo una entrevista con los fiscales en la que los instó a perseguir los delitos cometidos por gente que no era miembro del partido nacionalsocialista (aunque sin airearlo) y a emprender acciones contra miembros del partido pero sólo si se trataba de «cosas gordas» (lo que excluía, por ejemplo, el robo). En febrero de 1939, el tribunal supremo del partido se reunió para tratar el caso de 30 miembros que habían cometido «excesos». En 26 casos eran homicidios y la acción se consideró justificada, por lo que no se les expulsó ni encausó. En los otros cuatro se trataba de violaciones, y sí se les expulsó y entregó a la justicia. Con ello quedaba de manifiesto que la relación sexual con judíos era más horrible, dentro de la cosmovisión nazi, que la comisión de un asesinato.

El revuelo ocasionado por la Kristallnacht ni siquiera significó un respiro momentáneo para los judíos. Según el propio Goering referiría a sus subordinados, los recientes acontecimientos habían llevado al Führer a exigir «que la cuestión judía fuera ahora, de una vez y por todas, coordinada o resuelta de una manera u otra»47. A partir de entonces, y en contra de lo deseado por él, tendría lugar el descabalgamiento de Goebbels en la dirección de la lucha desencadenada contra los judíos así como un reforzamiento de la posición de Goering. Asimismo Himmler, siquiera indirectamente, vería consagrado también su papel y el de las SS. De manera definitiva, se desterraba una concepción cercana al pogromo de finales del siglo XIX e inicios del XX, para establecer sin rival posible otra que cristalizaría en la denominada, con horripilante eufemismo, «Solución final».

Esta última circunstancia ha llevado a algunos autores en los últimos años48 a insistir en que las directrices emanadas de los encuentros de jerarcas nazis en los días posteriores a la Kristallnacht son, realmente, los pasos preliminares a una postura centralizada que, al fin y a la postre, acabaría desembocando en las cámaras de gas y en Auschwitz. Tal enfoque, denominado habitualmente como «funcionalista», no tiene, sin embargo, en cuenta la abundancia de material procedente del propio Hitler y de otros ideólogos nacionalsocialistas en que éstos anunciaban con anterioridad una visión encaminada al exterminio del pueblo judío. En realidad, aunque no faltaron los que se sorprendieron de los saltos cualitativos experimentados por el proceso, los sucesos posteriores a la Kristallnacht se corresponden con una concepción de Hitler existente al menos desde 1919. De acuerdo con la misma, se rechazaba el antisemitismo «popular» y se insistía en la necesidad de que éste fuera estatal, centralizado y coordinado, o, usando las propias palabras del futuro Führer, se distinguía entre el antisemitismo emocional (gefühlsmässigen) y el de la razón (Vernunft) que, en manos de un gobierno fuerte, desarrollara primero medidas contra los judíos y finalmente consiguiera su eliminación (Entfernung)49.

La «expiación» económica

Si el proceso de despojo de bienes judíos se había iniciado con anterioridad a la Kristallnacht, ésta sirvió de pretexto para articular nuevas medidas que redujeran a la indigencia más absoluta a la comunidad judía. El 12 de noviembre se ordenaba el cierre de los comercios judíos al por menor50 y, especialmente, se establecía el «pago de expiación», la denominación dada por los nazis a la multa impuesta a los judíos por los incidentes de la Kristallnacht. Aunque inicialmente Hitler, Goebbels y Goering habían fijado la suma de 1.000 de millones de marcos, finalmente se optó por exigir de cada judío el 20 por ciento de su propiedad. La cifra debía ser entregada en cuatro plazos51. Poca duda puede caber de que la medida resultaba además de injusta extraordinariamente onerosa. Sin embargo, a medida que los bienes fueron cambiando de manos, la conclusión a la que llegaron los jerarcas nacionalsocialistas fue la de que aún se podía exprimir más a los judíos. Así un decreto de 19 de octubre de 193952 aumentó la cantidad en otro 5 por ciento que debía ser abonado el 15 de noviembre de 1939.

Al fin y a la postre, el «pago expiatorio», sumado a otro impuesto relacionado con la emigración, proporcionó a las arcas del Estado nazi unos 2.000 millones de marcos. Dentro del presupuesto de 1938, los bienes arrancados a los judíos significaron casi el 5 por ciento de los ingresos del Estado. En términos generales la práctica totalidad de ese dinero fue dedicado a los gastos militares de la inminente guerra53. En cuanto a los judíos, el trastorno ocasionado por estas nuevas medidas fue mucho más allá de lo que podría parecer a primera vista. Los que habían logrado preservar alguna suma después de las medidas nacionalsocialistas de expulsión del funcionariado y del mundo laboral, y de la liquidación y compra de empresas judías, pudieron comprobar cómo aquélla se evaporaba de la noche a la mañana. De manera prácticamente generalizada, todos los judíos alemanes se veían reducidos a la indigencia precisamente en vísperas del estallido de una guerra mundial que Hitler venía planificando desde hacía varios años. Antes, sin embargo, de abordar las consecuencias inmediatas de la entrada en guerra de Alemania, debemos hacer mención a una cuestión que había afectado hasta entonces a algunos miles de judíos alemanes: la posibilidad de emigrar del III Reich.

La emigración judía

Como hemos podido ver en las páginas anteriores, el gobierno nazi comenzó a articular medidas legales antijudías prácticamente desde el momento en que alcanzó el poder. Lejos de tratarse de una serie inconexa de disposiciones jurídicas, fue desplegándose toda una panoplia que, paulatina pero rápidamente, convirtió a la comunidad judía en un colectivo de parias. A inicios de 1934, apenas un año después de la toma del poder, las SS habían realizado un informe de siete páginas de extensión que bajo el título de «Informe secreto: Cuestión judía» trataba de trazar las líneas maestras de una política global antijudía54. En el mismo se señalaba con preocupación que buena parte de los antisemitas alemanes experimentaban satisfacción por las medidas nazis, pero que, a la vez, existía el riesgo de que las dieran por suficientes. En opinión de las SS tal situación resultaba inaceptable, ya que una de las finalidades de la política judía debía ser «mantener viva una conciencia del problema judío en el interior del pueblo»55.

Al tratar lo que podían ser medidas inmediatas, el informe señalaba que el boicot –hasta que Alemania se convirtiera en una nación con economía autárquica– entrañaba el peligro de medidas de represalia económica en el extranjero. Dado que no se consideraba admisible la presencia continuada de los judíos en el mundo económico, el informe planteaba la posibilidad de forzarlos a emigrar de Alemania. De manera bastante realista, se reconocía que tal medida no iba a contar con la adhesión de la inmensa mayoría de los judíos alemanes, pero se pensaba en explotar la carta de los simpatizantes del sionismo, así como la posibilidad de unificar las distintas corrientes en las que estaba fragmentada la comunidad judía alemana.

El informe de las SS no contemplaba la emigración como una solución global, definitiva o, por usar un término trágicamente celebre, «final». Más bien se presentaba como una alternativa, en absoluto exenta de dificultades, a la idea de una comunidad judía permanente en Alemania. Así, en el mismo informe se proponía el «proyecto sirio» de compra por parte de los judíos de tierras en Siria donde poder asentarlos. Tal proyecto nunca fue estudiado –mucho menos intentado– de manera real.

Durante el curso de los años, se barajaron posibilidades que, en la práctica, tuvieron poca o ninguna repercusión. Ése fue el caso del proyecto Ecuador (1936) –que pretendía enviar a la zona de Oriente de esta nación americana a los judíos alemanes– o el proyecto Madagascar. La idea de deportar a todos los judíos a este lejano enclave ya había hecho acto de presencia en la literatura antisemita de los años veinte y a finales de 1938 fue reconsiderada por los nazis siquiera porque la anexión de Austria había situado a varios miles de judíos más bajo su control. Con todo, el estudio del proyecto Madagascar no fue mucho más allá del terreno especulativo.

No deja de resultar significativo que en su deseo de desembarazarse de la población judía, los nacionalsocialistas establecieran incluso contactos con los sionistas ya asentados en el mandato británico de Palestina a fin de trazar una posible colaboración56. El proyecto tuvo escasos resultados y las razones fueron diversas. Por un lado, las autoridades británicas no tenían deseos de recibir inmigrantes judíos entre los que podían deslizarse espías al servicio de Hitler y cuya presencia irritaría a la población árabe; por otro, los sionistas no terminaban de sentirse a gusto con unos judíos que no compartían en su mayoría su proyecto político, que seguían identificados con Alemania y que incluso podían llegar a resultar una carga en la medida en que fueran mayores, enfermos o poco dispuestos a vivir como pioneros agrícolas. Finalmente, los propios nacionalsocialistas –entre los que se encontraba el mismo Eichmann– experimentaban comprensiblemente sentimientos ambivalentes al llevar a cabo acciones que expulsaban a los judíos del territorio del Reich pero que también implicaban la colaboración con otros judíos. Como se verá más adelante, la existencia de un estado judío resultaba claramente intolerable para el nacionalsocialismo alemán de la misma manera que lo es hoy en día para algunas naciones árabes o para distintos movimientos situados en los extremos de las izquierdas y de las derechas en Occidente.

Ciertamente, las posibilidades reales que los judíos tenían de emigrar eran mínimas. Por un lado, el mundo se hallaba aún bajo los efectos devastadores de la crisis económica de 1929. Por otro, el trasfondo social, educativo y de edad57 de buen número de los judíos alemanes no les hacía especialmente atractivos para los gobiernos de naciones como Brasil o Argentina que hubieran aceptado cierto cupo de artesanos jóvenes para tareas de colonización. Sin embargo, al mismo tiempo, existían otros dos factores que tuvieron, finalmente, unas consecuencias mucho más importantes a la hora de limitar las posibilidades de emigración. El primero fue el profundo amor de los judíos alemanes por su patria. Como ya hemos señalado, existía entre ellos una fuerte resistencia a abandonarla y, a la vez, una esperanza de que el gobierno nazi no duraría mucho. Episodios como la promulgación de las «leyes de Nüremberg» en 1935 incluso crearon la engañosa situación de que existía un marco legal discriminador, pero a la vez seguro, para ellos. El segundo resultó aún de mayor relevancia y fue el conjunto de medidas legales y administrativas puestas en marcha por los nacional-socialistas y que precisamente tuvieron como resultado dificultar esa emigración. Así, por ejemplo, se impidió a los emigrantes que llevaran dinero consigo58 y se imposibilitó prácticamente la transferencia de capital al extranjero59. De esta manera el Reich ciertamente conservaba en su poder los bienes de los judíos, pero, por regla general, las otras naciones se negaban a recibirlos. No sólo eso sino que éstas, temerosas de recibir una avalancha de refugiados judíos, desde 1934 comenzaron a alzar impedimentos frente a su inmigración y los intentos destinados a paliar esta situación, como la Conferencia de Evian, resultaron infructuosos. El caso del St. Louis60 constituye uno de los ejemplos, por desgracia no el único, de cómo el mundo volvió la espalda a los judíos que todavía hubieran podido huir de la barbarie nazi. En abril de 1939, en un deseo de impresionar a la opinión pública internacional, las autoridades nazis decidieron permitir la salida de 937 hombres, mujeres y niños judíos de Alemania. El 13 de mayo de 1939, el barco zarparía de Hamburgo pero sus viajeros comprobarían el 27 de mayo que Cuba no estaba dispuesta a recibirlos como tampoco Estados Unidos. Condenados a vagar sin destino por los mares, considerando incluso la posibilidad del suicidio, los judíos del St. Louis se convirtieron en un símbolo de lo que acontecía con un mundo que quizá repudiaba el antisemitismo nazi pero no estaba dispuesto a hacer nada por paliar sus efectos. Muestra terrible de la soledad de los judíos alemanes puede verse en el hecho de que cuando el Joint Distribution Committee suplicó a la Agencia Judía que cediera algunas de las plazas de inmigrantes judíos en la Palestina británica a los pasajeros del St. Louis, la respuesta que recibió de la organización sionista fue negativa61. Finalmente, Bélgica, Holanda, Francia y Gran Bretaña aceptaron recibir a algunos de los huidos. Para la mayoría no fue sino una continuación del destino que Hitler tenía preparado para los judíos. De los 907 viajeros que regresaron a Europa, sólo 240 sobrevivieron a la contienda. De éstos la mayoría pertenecían a los acogidos por Gran Bretaña, que, no obstante, al estallar la guerra, los había confinado en campos de concentración como «extranjeros enemigos». Si Cuba o Estados Unidos los hubieran recibido, ninguno habría muerto a manos de los nazis. También la Agencia Judía tuvo en sus manos la posibilidad de salvarlos por centenares.

Si de 1934 a 1936 las SS examinaron la emigración forzosa como una medida alternativa a la permanencia de judíos en Alemania, a inicios de 1937 eran conscientes de que aquélla no podía ser admitida como salida, siquiera temporal, al problema judío. Eichmann reconocía en su «Informe general sobre el problema judío» que la emigración no podía ser considerada una solución general y que además con ella se corría el riesgo de que los judíos concentrados en algunas zonas fuera de Alemania constituyeran un gremio que actuara contra los intereses nazis. La formación de un Estado judío, por supuesto, era considerada «peligrosa, ya que incluso en miniatura constituiría una base operativa como lo es el Vaticano para el catolicismo político»62. Pese a todo, la emigración seguiría siendo utilizada ocasionalmente no tanto como medio de expulsar judíos como en calidad de instrumento destinado a crear reacciones antijudías. Así, en un memorándum63 del Ministerio alemán de Asuntos Exteriores fechado el 25 de enero de 1939 se indicaba taxativamente: «Cuanto más pobres y por lo tanto más onerosos resulten los inmigrantes judíos para el país que los absorba, más fuertemente reaccionará el país y más favorable será el efecto en interés de la propaganda alemana».

Ya antes de comenzar la guerra, por lo tanto, las autoridades nazis habían dejado de considerar la emigración forzosa como una solución, ni siquiera a medio plazo, ni siquiera limitada, del problema judío. Ésta discurriría –de acuerdo a la visión original de Hitler obvia al menos desde los años veinte, y ya contagiada a algunos de los jerarcas nacionalsocialistas– por otros derroteros que podrían ser transitados una vez que las operaciones militares estuvieran en marcha.

41 W. Jedzrejewicz, Diplomat in Berlin 1933-1939: Papers and Memoirs of Joseph Lipski, Ambassador of Poland, Nueva York, 1968, p. 464.

42 H. M. Rabinowicz, The Legacy of Polish Jewry: A History of Polish Jews in the Inter-War, 1919-1939, Nueva York, 1965, pp. 51-63.

43 Sobre la Kristallnacht, véase H. Graml, Der 9 November 1938 «Reichkristallnacht», Bonn, 1955; ídem, Reichskristallnacht, Antisemitismus und Judenverfolgung im Dritten Reich, Múnich, 1988, L. Kochan, Pogrom November 10, 1938, Londres, 1957; R. Thalmann y E. Feinermann, Crystal Night, Nueva York, 1974; H. J. Doescher, Reichkristallnacht, Berlín, 1988.

44 Sobre Grynszpan, véase F. Grimm, L’Affaire Grynszpan, un attentat contre la France, París, 1942, H. Heiber, «Der Fall Grünspan», en Vierteljahrshefte fuer Zeitgeschichte, abril 1957, pp. 134-172; F. K. Kaul, Der Fall des Herschel Grynszpan, Berlín, 1965, R. Roizen, «Herschel Grynszpan: The Fate of a Forgotten Assassin», en Holocaust and Genocide Studies, vol. 1, n. 2, 1986, pp. 217-228, G. Schwab, The Day the Holocaust began: the Odyssey of Herschel Grynszpan, Nueva York, 1990.

45 Hannah Arendt ha especulado con la posibilidad de que el muchacho no estuviera en sus cabales y de que todo fuera un acto de provocación preparado por los nazis (H. Arendt, Eichmann in Jerusalem, Nueva York, 1964). Tales extremos se encuentran, desde nuestro punto de vista, insuficientemente documentados.

46 Sobre este episodio, véase W. Diewerge, Der Fall Gustloff, Munich, 1936; F. Grimm, «Der Fall Gustloff vor dem Kantonsgericht zu Chur», discurso pronunciado ante el tribunal suizo que juzgaba a Frankfurter, 1936; G. Schwab, op. cit.

47 PS-1816, p. 425.

48 Notablemente K. A. Schleunes, The Twisted Road to Auschwitz: Nazi Policy toward German Jews 1933-1939, Urban y Chicago, 1990.

49 Carta de Hitler al capitán Karl Mayr, de 16 de septiembre de 1919.

50 RGB1 I, 1580.

51 Los plazos vencían el 15 de diciembre de 1938; el 15 de febrero de 1939; el 15 de mayo de 1939 y el 15 de agosto de 1939.

52 RGB1 I, 2059.

53 Discurso de 19 de noviembre de 1938 pronunciado por Goering ante un auditorio de ministros, secretarios de Estado y generales. PS-3575.

54 Lagebericht-Judenfrage, mayo/junio de 1934, Archivo Himmler, T175 (408), 2932496-503.

55 Ibídem.

56 Sobre el tema, véase: T. Segev, The Seventh..., pp. 35 ss. y muy especialmente la obra de Edwin Black, The Transfer Agreement. The Untold Story of the Secret Pact Between the Third Reich and Jewish Resistance, Nueva York y Londres, 1984.

57 Más del 35 por ciento de la población judía alemana superaba los cincuenta años. Ver al respecto «Zur Evian Konferenz», un informe mimeografiado del Reichvertretung, Berlín, 1938.

58 M. Wischnitzer, «Jewish Emigration from Germany, 1933-1938» en Jewish Social Studies, 2, 1940, pp. 23-45.

59 R. Hilberg, op. cit., pp. 139 ss.

60 La obra clásica, pero no del todo suficiente, sobre este dramático episodio sigue siendo G. Thomas y M. Morgan-Witts, Voyage of the Damned, Londres, 1974.

61 T. Segev, The Seventh…, p. 44

62 Memorándum de J. von Ribbentrop, ministro de Asuntos Exteriores, PS-3358, p. 92.

63 PS-3358.