4. Estalla la guerra

Resulta obvio que combatir a la judería de tal manera provocaría poca preocupación a los judíos. Si llegaba lo peor, un poco de agua baustismal siempre podía salvar a la vez el negocio y al judío. Con una motivación tan superficial, nunca se llevaba a cabo un tratamiento científico serio de todo el problema, y como resultado demasiada gente, a la que este tipo de antisemitismo resultaba incomprensible, se veía repelida... Faltaba la convicción de que ésta era una cuestión vital para toda la Humanidad, dependiendo de su solución el destino de todos los pueblos no judíos.

(A. HITLER, Mein Kampf, p. 120)

Los meses anteriores al estallido de la Segunda Guerra Mundial experimentaron una aceleración de la política exterior hitleriana que, ahora sí, para muchos debió ser ya contemplada como un preludio a la catástrofe. Aunque, en su discurso de 26 de septiembre de 1938, pronunciado en el Palacio de los Deportes, Hitler afirmaba que los Sudetes eran la última reivindicación territorial en Europa y, tres días después, las grandes potencias reunidas en la Conferencia de Munich accedían al descuartizamiento del Estado checoslovaco para satisfacer al dictador alemán, pronto quedó de manifiesto que las palabras del Führer, lejos de ser sinceras, habían constituido una de sus ya habituales argucias en el campo de la política exterior. A menos de un mes de Munich, el 21 de octubre de 1938, Hitler emitía la primera directriz para «la liquidación del Estado residual checoslovaco». La firma de una declaración de no agresión por Francia y Alemania (6 de diciembre de 1938) no podía ocultar la gravedad del momento.

El 30 de enero de 1939, en un discurso ante el Reichstag, Hitler señaló la posibilidad de que estallara una nueva «guerra mundial» y subrayó el hecho de que la misma significaría la «aniquilación de los judíos europeos». Aunque sus palabras estaban pronunciadas en un estilo envuelto en la fraseología propia de la propaganda nacional-socialista y aunque pretendían achacar la responsabilidad del futuro conflicto a los judíos, el mensaje explícito era lo suficientemente claro. Para Hitler, una nueva guerra mundial implicaría la destrucción de todos los judíos que estuvieran en Europa y no sólo la de aquellos que fueran nacionales de países enemigos. Por otro lado, y pese al tono de su declaración, lo cierto es que, en realidad, Hitler no contemplaba el conflicto como una amenaza externa que pesara sobre Alemania sino como una parte de sus planes para cuya ejecución se estaba preparando concienzudamente.

El 15 de marzo de 1939, las tropas alemanas invadieron Checoslovaquia, creándose al día siguiente el Protectorado de Bohemia-Moravia. Cinco días más tarde, Hitler exigía de Polonia la devolución de Danzig y la construcción de un ferrocarril y una carretera que atravesara el corredor que separaba esta región de Alemania. Hoy en día, poca duda puede haber de que las nuevas pretensiones alemanas no eran sino una provocación. De hecho, la diplomacia nazi fue tejiendo una sólida red a partir de la cual podría producirse sin problemas la invasión polaca. Las consecuencias no pudieron resultar más evidentes. En marzo, Eslovaquia se colocó bajo la protección del Reich, Alemania ocupó la zona lituana de Memel y concluyó un acuerdo comercial con Rumania (23), a la vez que la España de Franco se adhería al Pacto Antikomintern (27). A la acción de Francia y Gran Bretaña garantizando la independencia de Polonia (31 de marzo de 1939), se opuso la alianza militar con Italia (Pacto de Acero de 22 de mayo) y el pacto de no agresión con Stalin (23 de septiembre), e incluso un ofrecimiento a Gran Bretaña para una eventual colaboración tras solucionarse la «cuestión polaca». El mismo fue rechazado, pero semejante gesto por parte de los británicos no detendría a Hitler y es lógico que así fuera. La continua política de apaciguamiento y concesiones llevada a cabo por Francia y Gran Bretaña había convencido al Führer de que sus principales enemigos en Occidente eran débiles y cobardes. Dado que su rival en el este de Europa –Stalin– había estado dispuesto a llegar a un acuerdo con él en virtud del cual ambos dictadores se repartían Europa oriental, sin excluir Polonia, Hitler tenía más que suficientes razones para sentirse confiado y satisfecho. Así, el 1 de septiembre de 1939, las tropas alemanas invadieron Polonia. La Segunda Guerra Mundial acababa de comenzar pero que se caminaba en su dirección desde hacía años resultó obvio para todos aquellos que no se dejaron cegar por las tesis del apaciguamiento, por un pacifismo estúpido y confiado o por la confusión entre la realidad y sus propios deseos. Las democracias habían tenido sobradas oportunidades para detener al III Reich. Conseguirlo ahora iba a costar decenas de millones de muertos, seis años de guerra y la entrega de media Europa a la dictadura soviética.

Los nuevos siervos

De entrada, la guerra significó un empeoramiento generalizado de las condiciones de vida de los judíos alemanes. Si un decreto de 30 de abril de 193964 había autorizado el desahucio de los mismos a condición de que el arrendador pudiera mostrar que el inquilino podía vivir en otros sitios, en los próximos meses se ordenó que no aparecieran por las calles a partir de las ocho de la noche65; se redujo la cuantía de sus salarios66 y se limitaron las posibilidades de que pudieran conseguir alimentos67. La situación, ya bastante desesperada, de los judíos alemanes pasó a ser punto menos que insoportable. Con todo, lo peor estaba por llegar y además, comparado con el destino que se abría de forma inmediata para los judíos de Polonia, el suyo casi podía ser considerado envidiable.

El experimento polaco

Una semana antes de la capitulación de Varsovia, Heydrich comunicaba a los jefes de los Einsatzgruppen (grupos especiales) la necesidad de mantener en secreto la meta final a la que se deseaba llegar en la cuestión judía68. Esa meta última era concebida como un objetivo que exigiría «períodos largos para ser llevado a cabo» y que había que diferenciar de las fases previas, cuya ejecución debía «realizarse en el plazo más breve posible». La derrota polaca –que se adivinaba inminente– facilitaría pues la realización de un objetivo imposible de alcanzar en otros contextos. Heydrich no erró en sus cálculos. Antes de que concluyera el mes de septiembre, Polonia había dejado de existir y Alemania –lejos de limitarse a restaurar las comunicaciones con Danzig– se había anexionado una parte sustancial de su territorio. Al este y al sur de esa zona, los alemanes crearon una especie de colonia en el centro de Europa a la que primero se denominó «Gobierno General de Polonia» y luego sólo «Gobierno General» (Generalgouvernement). En esta área vivían aproximadamente un millón y medio de judíos.

El 12 de octubre de 1939, Hans Frank fue puesto al frente del Gobierno General. En un discurso pronunciado ante un conjunto de funcionarios del Reich en el distrito de Radom, el 25 de noviembre de 1939, Frank fue bastante explícito en cuanto a la suerte que esperaba a los judíos que habitaban en su jurisdicción69. En palabras del gobernador general, con ellos, no se iba «a perder mucho tiempo» y «sería una maravilla poder ajustar las cuentas a la raza judía de una vez». Por si alguien tenía alguna duda sobre lo que esto significaba, el flamante gobernador pronunció frases del tipo de «cuantos más mueran mejor» o «aplastaremos a los judíos en cualquier sitio que podamos». Hans Frank no era el único en ver así las cosas. Del otoño de 1939 al de 1941, la administración nazi iría convirtiendo el Gobierno General en el lugar de destino de los judíos que residían en territorios controlados por Alemania. Primero serían enviados los judíos y los polacos no judíos de los territorios anexionados; después los judíos y gitanos del Protectorado (Reich-Protektorat). Pero la labor, denominada por Frank «ajustar las cuentas», llevaría su tiempo. Iba a seguir además un orden extraordinariamente preciso y eficaz que implicaba la señalización, la inmovilización y el exterminio. Así, en primer lugar, habría que identificar a los judíos; después, recluirlos en zonas de las que no pudieran escapar; y, finalmente, esperar su desaparición, en parte, como consecuencia de las penurias de las que eran objeto y, en parte, como fruto de medidas más drásticas.

Hacia el ghetto70

Dentro del desarrollo que acabamos de señalar, Frank se ocupó con diligencia de que los judíos que estaban en el territorio gobernado por él llevaran sobre sí una marca claramente visible que sirviera para identificarlos y, a la vez, impedir su huida. En virtud de un decreto de 1 de diciembre de 193971, quedó establecido que todos los judíos de más de diez años debían llevar en la manga derecha externa una banda blanca de diez centímetros de ancho como mínimo, en la que figurara una estrella de David. Las infracciones a la normativa serían penadas con prisión, multa o ambas sanciones a la vez. La medida no era, desde luego, original. Su precedente primero había sido la orden del califa Omar, segundo sucesor de Mahoma, para que judíos –y cristianos– llevaran ropa distintiva. Su antecedente más inmediato era una disposición de 19 de septiembre de 1941 que había establecido el uso de la estrella de David por parte de los judíos alemanes. Aunque éstos no habían perdido totalmente la esperanza a esas alturas –incluso algunos habían retornado a Alemania después de haber emigrado–, no fueron pocos los que se dieron cuenta de que aquella medida de identificación implicaba un antes y un después verdaderamente esencial72.

Controlada la presencia visible, se pasó a la fiscalización de movimientos. Así, se prohibió a los judíos cambiar de residencia73 –salvo en la misma localidad– y salir a la calle entre las nueve de la noche y las cinco de la madrugada, así como usar los trenes salvo para desplazamientos autorizados74.

Al mismo tiempo, tuvo lugar la puesta en marcha de una de las medidas más arteras de entre toda la panoplia organizada por los nacionalsocialistas: el establecimiento de consejos judíos75. Su existencia aún en la actualidad sigue siendo objeto de enconados debates (o de dolorosos silencios) dada su colaboración con los nazis, que facilitó a éstos la realización con éxito del exterminio de los judíos europeos. Conocidas son además las aceradas críticas de algunos autores –especialmente Hannah Arendt– sobre el comportamiento de los mismos, en la medida que, en un momento inicial, facilitaron extraordinariamente el control sobre la población judía y, posteriormente, su deportación hacia los campos de exterminio.

Tanto en Polonia como en el Reich, los consejos judíos estaban constituidos en su mayor parte por personajes de la preguerra que contaban con una experiencia administrativa de carácter relativamente similar. Sin embargo, tendieron a contar con menos miembros de tendencias ortodoxas y socialistas (algo que se suponía que desagradaría a los nazis) y a primar en cierta medida a aquellos que contaban con conocimiento del alemán. Lógicamente, las funciones de este organismo eran contempladas de manera bien diferente por nacionalsocialistas y judíos. Para los primeros, no era sino una administración subordinada que debía facilitar la realización de los pasos conducentes al exterminio. Para los segundos, la labor primordial era intentar aliviar los sufrimientos de los desdichados correligionarios y paliar en la medida de lo posible el proceso encaminado hacia la muerte rápida y en masa. En términos prácticos, y no debería causar sorpresa, fue la primera visión la que se impuso. Los miembros de los consejos respondían de manera personal ante los alemanes y eso, unido a otros factores como pudieron ser en algún caso la corrupción, el temor a sembrar el pánico o el gusto por el poder, los llevó a ejecutar de manera puntual las directrices marcadas por aquellos. Como ha señalado R. Hilberg76, de esta manera a la vez «salvaron y destruyeron a su pueblo».

El establecimiento de los ghettos77

Las tres medidas a las que nos hemos referido –identificación externa y visible, limitación de movimientos y constitución de consejos– fueron, fundamentalmente, pasos previos indispensables al establecimiento de ghettos. En el invierno de 1939-1940, se fueron creando los mismos en el seno de los territorios anexionados, siendo el mayor el de Lodz, fundado en abril de 1940. En paralelo, la situación política y militar en Europa tomaba un cariz preocupante para los adversarios del nazismo. Antes de que el verano finalizara, entre las naciones ocupadas por Alemania se hallaban Dinamarca, Noruega, Bélgica, Luxemburgo y parte de Francia. Asimismo había desaparecido, siquiera de momento, la posibilidad de resistir a Hitler en el continente.

Aquella serie ininterrumpida de victorias, y especialmente la derrota de Francia, llevó a algún nazi como Rademacher a intentar resucitar el proyecto Madagascar78. Éste era concebido ahora como un intento de colocar la isla, como base militar, bajo control alemán directo, así como de convertir el resto del territorio en un ghetto gigantesco para los judíos. En esas condiciones penosas, la desaparición física de los internados hubiera sido cuestión de tiempo. Es más que dudoso que semejante propuesta llegara a contar con mucho eco entre los jerarcas nacionalsocialistas. Finalmente, la misma no quedó reflejada en el armisticio con Francia. Además, el 31 de julio de 1940, Hitler había expresado ante algunos de sus colaboradores más cercanos la necesidad de proceder a una invasión pronta de la Unión Soviética y aquella decisión pesaría de manera trascendental en el hecho de que la salida nacionalsocialista a la cuestión judía se circunscribiera a territorio europeo. De hecho, en el curso de los meses previos al ataque en el Este, se siguió procediendo a una política masiva de reclusión de los judíos en ghettos. Como justificación a semejantes medidas se recurrió a acusar a los judíos de extender el tifus e intervenir en el mercado negro o se afirmó que los alemanes necesitaban más espacio para alojarse. Los motivos no resistían el más mínimo análisis crítico. Ciertamente, la reclusión dejó libres algunas zonas, pero contribuyó mucho más decisivamente –dadas las pésimas condiciones de asentamiento– a la extensión de enfermedades y a una práctica desesperada del mercado negro. En octubre de 1940 se estableció el ghetto de Varsovia (los más pequeños en ese mismo distrito aparecerían a inicios de 1941), en marzo de 1941 el de Cracovia, y al mes siguiente los de Lublin y Radom. Muy cercana cronológicamente fue asimismo la apertura de los ghettos de Czestochowa y Kielce. Al poco de producirse la invasión de la URSS, Galitzia pasó a formar parte del Gobierno General y en diciembre de 1941 se constituyó el ghetto de Lvov (Lemberg), el tercero de Polonia por su dimensión. Por esa época, la política de ghettos estaba prácticamente concluida y ya sólo se establecerían algunos nuevos durante 1942.

En términos generales y realistas, ha de señalarse que la existencia en los ghettos quedó ligada indisolublemente al hambre, las enfermedades y el hacinamiento, tres circunstancias que, lejos de disgustar a sus creadores, fueran contempladas por los mismos como ideales, en la medida en que les permitían desembarazarse de los judíos. Al despojo inicial de los recluidos, se unió su amontonamiento en lugares inhabitables y, por supuesto, el hambre más atroz. Análisis estadísticos realizados en relación con el número de personas y los suministros alimenticios recibidos por ellas muestran que, por ejemplo, en el ghetto de Lodz79 durante el año 1941 cada uno de los habitantes recibía «mensualmente» una media de un huevo, una libra y media de carne y doce libras de patatas. En mayo, incluso tan magras dietas se vieron mermadas y el único alimento suministrado era una libra y media de pan por semana, por lo que no resultaba extraño que la gente desfalleciera de hambre por las calles e incluso muchos murieran de inanición. A estas terribles circunstancias se unían otras dos que aún empeoraban más el ya penoso cuadro. Por un lado, los alemanes hacían entrega de alimentos que solían encontrarse en malas condiciones y no resultaba inhabitual que incluso se hallaran en estado de putrefacción. Por otro, la distribución realizada por los consejos judíos no pocas veces distaba de ser equitativa y favorecía a algunos a costa de otros. En algún caso además, como en el de Lodz, las propias autoridades judías impidieron el contrabando de alimentos, lo que dificultó aún más las posibilidades de sobrevivir. De manera casi inmediata, el espectáculo de gente que ya ni podía masticar el pan en virtud de su prolongado estado de desnutrición se fue haciendo cada vez más corriente y cotidiano.

No es difícil comprender en esas condiciones la aparición de enfermedades epidémicas. En el distrito de Radom, el tifus prácticamente se limitaba a la población judía, una enfermedad que hizo acto de presencia en forma espectacular en el ghetto de Varsovia. En este enclave, durante el invierno de 1941-1942, a causa del enorme frío, las cañerías se helaron, los servicios sanitarios se vieron inutilizados y los excrementos humanos se fueron juntando a las pilas de basura depositadas en las calles. Empezando por los lugares en que se apiñaban los judíos sin hogar, la enfermedad se fue extendiendo por todo el ghetto. Por supuesto, no había posibilidad de combatir la misma con medidas médicas normales. A los alemanes el tema no les preocupaba –en la medida en que no sobrepasara los límites del ghetto– y en cuanto a la población judía se refiere, la misma carecía de posibilidades de atender aquella situación. Incluso aunque no hubieran sido privados de sus bienes por los nazis, pocos hubieran podido adquirir un simple tubo de medicina antitifoidea que costaba ya varios millares de zloties. Además el cuadro de enfermedades que se daba en los ghettos no se limitó al tifus. Por ejemplo, en el de Lodz –donde el 40 por ciento de la población llegó a estar enferma al mismo tiempo– la tuberculosis y la gripe se encontraban entre las enfermedades más comunes en ciertas épocas del año.

La combinación de estas circunstancias sólo podía tener como resultado un incremento extraordinario de la tasa de defunción y una paralela disminución del número de nacimientos. Efectivamente, así fue. En la primavera de 1942, los informes alemanes hablaban de una media de cinco mil muertos diarios en el ghetto de Varsovia e incluso se hacia referencia a la aparición de casos de canibalismo80. A inicios de 1942, la tasa mensual de fallecimientos había llegado en el ghetto de Lodz al 1,49 por ciento. En el de Varsovia, una cifra similar sería alcanzada en el segundo semestre del mismo año. En muy poco tiempo, esa aceleración de la tasa de fallecimientos habría llevado a los judíos de Polonia a desaparecer. Sin embargo, su futuro inmediato (y el de la Europa ocupada) iba a ser muy distinto. Por un lado, los nacionalsocialistas no estaban dispuestos a esperar tanto tiempo para lograr una «solución final» de lo que denominaban el problema judío. Por otro, la entrada en guerra con la URSS les había deparado la oportunidad de llevar a cabo de manera más rápida la misma sin tener que dilatarla a lo largo de varios años.

64 RGB 1 I, 864.

65 Se trató de una orden de las policías expedida en septiembre de 1939. El 15 de septiembre de 1939 el jefe de prensa del Reich ordenaba a los periódicos que publicaran que semejante medida se justificaba porque los «judíos se han aprovechado con frecuencia de la oscuridad para molestar a las mujeres arias» (NG-4697).

66 Ministro de Trabajo Seldte a jefe de la Cancillería del Reich Lammers, 16 de abril de 1940, NG-1143. Acerca de la imposibilidad de que un judío tuviera vacaciones pagadas, véase secretario de Estado del Ministerio del Interior Stuckart a Lammers, 30 de abril de 1940, NG-1143.

67 Backe a oficinas regionales de alimentos, 1 de diciembre de 1939, NI-13359.

68 PS-3363. Ver texto 11 en apéndice documental.

69 Véase texto 12 del apéndice documental.

70 La bibliografia sobre los ghettos durante la Segunda Guerra Mundial es muy extensa. Indispensables a nuestro juicio resultan: R. Ainsztein, The Warsaw Ghetto Revolt, Nueva York, 1979, M. Borwicz, La insurrección del ghetto de Varsovia, Barcelona, 1985; L. Dobroszycki, The Chronicle of the Lodz Ghetto 1941-44, New Haven, 1984, Y. Gutman The Warsaw Ghetto, Bloomington, 1982; Janusz Korczak, Ghetto Diary, Nueva York, 1978; J. Lifton, The King of the Children: A Biography of Janusz Korczak, Nueva York 1988, Notes from the Warsaw Ghetto: The Journal of Emmanuel Ringelblum, Nueva York, 1958; The Warsaw Diary of Adam Czerniahów, Nueva York, 1979; A. Tory, Surviving the Holocaust: The Kovno Ghetto Diary, Cambridge, 1990.

71 Véase texto 13 del apéndice documental.

72 En este sentido, V. Klemperer, LTI, p. 241, que llega a decir que el 19 de septiembre de 1941 «fue el día más duro de los judíos en doce años de infierno».

73 Decreto del Gobierno general de 11 de diciembre de 1939 en Verordnungsblatt des Generalgouverneurs, 1939, p. 231.

74 Decreto de 26 de enero de 1940, en íbidem, I, 1940, p. 45.

75 Puntos de vista contrapuestos sobre los «consejos judíos» en H. Arendt, op. cit., pp. 124 ss. (muy crítica hacia ellos), e I. Trunk, Judenrat: The Jewish Councils in Eastern Europe Under Nazi Occupation, Nueva York, 1972 (un intento de respuesta a Arendt que, en algunos casos, confirma las tesis de la primera).

76 R. Hilberg, op. cit., p. 218.

77 Aparte de la bibliografía mencionada supra, ver de manera especial P. Friedman, «The Jewish Ghettos in the Nazi Era», en Jewish Social Studies, 116, 1954, p. 80.

78 Véase texto 15 en apéndice documental.

79 B. Herhkovitch, «The Ghetto in Litzmannstadt (Lodz)» en YIVO Annual of Jewish Social Science, 5, 1950, pp. 86-87, 104-105.

80 Informe de 21 de marzo de 1942 de la división de propaganda del Gobierno General, Occ E 2-2. El mismo aparece marcado con las palabras «Alto secreto: para ser destruido de manera inmediata». Véase el texto 19 del apéndice documental.