Bajo una adecuada dirección los judíos serán puestos a trabajar en el entramado de la solución final. Los judíos serán conducidos a las áreas en grandes grupos de trabajo, separados por sexos. Sin duda un número elevado se convertirá en pérdidas por razones naturales.
Resultó claro para todos los relacionados con este asunto lo que se desprendía de esta deportación forzada.
(Minutas de la Conferencia de Wannsee)
A finales de 1942, Hitler tenía buen número de razones para sentirse satisfecho por la marcha de la guerra. En el Norte de África, el mariscal de campo Erwin Rommel, en el curso de un avance imparable, había empujado a las fuerzas británicas hasta la frontera con Egipto. Por su parte, en el frente del Este, el VI Ejército del general Von Paulus se hallaba a punto de tomar Stalingrado, una ciudad cuya importancia ya comenzaba a relacionarse más con el valor simbólico que con el estratégico. Lejos de considerarse un sueño, cada vez resultaba más factible la conjunción de las divisiones alemanas que operaban en el sur de la URSS con las mandadas por Rommel. Tal evento, de llegarse a producir, hubiera implicado el colapso británico en el Norte de África y el Oriente Próximo, así como la caída en manos de los alemanes de una inestimable e inmensa producción petrolífera.
Sin embargo, en apenas unas semanas, los éxitos germanos se vieron truncados en todos los frentes. En noviembre, el VIII Ejército del general Montgomery derrotó al Afrika Korps en El Alamein. Tal revés, unido a un desembarco angloamericano en el Norte de África (la «Operación Torch») atrapó en una pinza a las fuerzas italo-alemanas que, finalmente, se vieron obligadas tras experimentar enormes pérdidas a abandonar el continente. En el mismo mes, se produjo la contraofensiva soviética en Stalingrado que cercó a las tropas alemanas de Von Paulus y que en enero de 1943 obtuvo su capitulación.
No se trataba de dos episodios aislados. De hecho, los primeros meses de 1943 fueron, en términos generales, testigos de una sucesión ininterrumpida de derrotas germanas. En el Este, a la caída de Stalingrado (31 de enero), siguió el fracaso de la «Operación Ciudadela» (Zitadelle) en el saliente de Kursk (5-13 de julio), que, en realidad, eliminó las posibilidades de ganar una guerra contra la Unión Soviética. En el Oeste, a la derrota en el Norte de África se sumó pronto el desembarco angloamericano en Sicilia (10 de julio) y la caída de Mussolini (25 de julio). El hecho de que, desde inicios de 1943, la guerra estaba experimentando una mutación, quizá de resultados imprevistos, pero preñada de importancia, no escapó a los propios dirigentes alemanes. Apenas unos días antes de la rendición de Von Paulus, Sauckel, plenipotenciario general de actividades laborales, redactó un documento sobre la estrategia que había que seguir en el caso de una «guerra total». Asimismo, el 18 de febrero Goebbels lanzaba un llamamiento a esa misma «guerra total» en el Palacio de los Deportes de Berlín. Hoy sabemos incluso que la sensación de inquietud ante el alejamiento de una victoria aparentemente cercana contribuyó a reflotar la idea –fracasada en marzo de 1943– de atentar contra la vida de Hitler.
Quizá en medio de este cuadro de repliegue generalizado hubiera parecido lógico si no suspender sí al menos dedicar menos atención al proceso de exterminio de los judíos. Tal postura, lógica en términos militares, habría chocado empero con las prioridades establecidas por el régimen nacionalsocialista. Desde la perspectiva del mismo, el genocidio de los judíos constituía un frente de no menor importancia que el del Este y, por lo tanto, si acaso, debían intensificarse las medidas destinadas a concluirlo. Así, a menos de un mes de la caída de Stalingrado, los judíos que aún trabajaban en las fábricas de armamentos de Berlín fueron enviados a Auschwitz168. Era sólo uno ejemplo más de las deportaciones con fines exterminadores que asolaban la Europa ocupada.
En términos generales, las deportaciones se asentaron sobre la base de un apoyo o, al menos, una pasividad de las poblaciones y gobiernos de los países donde tuvieron lugar y la colaboración, a efectos administrativos, de los consejos judíos creados por los nazis. Esa pasividad (si es que no ayuda manifiesta) sumada a la colaboración fueron esenciales para llevar a la muerte a millones de judíos. Tal y como señaló en su día Hannah Arendt169, en los países donde no se produjo la colaboración, por regla general, los nazis tuvieron serias dificultades para llevar a cabo sus propósitos. La finalidad de la presente obra no es analizar exhaustivamente las diferentes deportaciones pero sí nos aproximaremos a las mismas para comprender la forma en que la actitud de los diversos países decidió el mayor o menor éxito del plan de exterminio nazi y cómo –y esto resulta esencial– el apoyo dado a aquéllas no derivó sólo de la condición de aliada o de ocupada de una nación concreta sino también de su propia disposición antisemita.
En el caso de Francia, la «comprensión» del gobierno de Vichy –que incluso había establecido un Departamento especial de Asuntos Judíos– hacia la «cuestión judía» decidió a Himmler a concederle el dudoso honor de recibir prioridad en el terreno de las deportaciones. Es muy posible que, en un primer momento, ni Petain ni Laval supieran lo que significaba la «deportación» al Este de estos judíos, pero no es menos cierto que, en cualquier caso, no sentían ninguna inquietud por el destino de los judíos que procedían del extranjero sin ningún género de distinción. Un ejemplo de ello fue el caso de cuatro mil niños judíos separados de sus padres a los que se había confinado en el campo de Drancy. La decisión de enviarlos finalmente a Auschwitz dependió decisivamente de la propuesta de Laval en el sentido de que los niños de menos de 16 años fueran incluidos en las deportaciones.
En el curso del verano y el otoño de 1942, no menos de 27.000 judíos apátridas (dos terceras partes procedentes de la zona ocupada por los alemanes y un tercio de la Francia de Vichy) fueron deportados hacia el exterminio. El éxito había sido tan total que los nazis decidieron extender las deportaciones a los judíos de nacionalidad gala. Contra lo que esperaban, los franceses se opusieron a la deportación de sus compatriotas. La resistencia fue tan firme que los alemanes se vieron obligados a dejar a un lado los planes masivos de deportación. Mientras tanto, decenas de miles de apátridas se ocultaban y millares pasaban, en busca de refugio, a la zona de la Costa Azul controlada por Italia. Para el verano de 1943, los nazis sólo habían conseguido deportar a unos 6.000 judíos franceses. Para la primavera del año siguiente, había en Francia un cuarto de millón de judíos. Todos ellos sobrevivirían a la guerra.
El caso de Bélgica es aún más significativo en lo que se refiere a las posibilidades de resistencia a las deportaciones efectuadas por los nazis. El país se hallaba controlado totalmente por las autoridades militares alemanas. Sin embargo, los grupos fascistas locales contaban con escasa influencia (incluidos los rexistas valones de Léon Degrelle), la policía belga se negó a colaborar con los nazis y los empleados de ferrocarril aprovechaban las ocasiones que se presentaban para dejar abiertas las puertas de los trenes que iban hacia el exterminio o ayudaban a los que tendían emboscadas a los mismos para facilitar la liberación de los detenidos. Dado que además el consejo judío no contaba con autoridad sobre los judíos del país, los nacionalsocialistas tampoco pudieron echar mano de un organismo central que les ayudara en las deportaciones. El resultado fue que los judíos belgas pudieron ocultarse con relativa facilidad y muy pocos resultaron exterminados. De hecho, el mayor número de víctimas judías surgió de aquellos que no siendo de origen belga resultaban más fáciles de detectar.
Holanda fue el único país de toda Europa donde los estudiantes decidieron parar sus actividades en protesta por la expulsión de los maestros judíos de los centros. Asimismo se produjo una auténtica marea de huelgas al tener lugar la primera deportación de judíos. La hostilidad popular hacia la política antijudía de los ocupantes y la ausencia de antisemitismo propio podría haber tenido magníficos resultados de no haberse dado otras dos circunstancias que obraron a favor de los nazis. La primera fue la existencia de un partido nazi holandés lo suficientemente vigoroso como para encomendarle las tareas propias de la policía. La segunda fue la fuerte tendencia de los judíos holandeses a marcar diferencias entre ellos y los que procedían del extranjero. Esto facilitó para los nazis la tarea de constituir un Consejo Judío (Joodsche Raad) que, como en otros lugares, fue esencial a la hora de facilitar las deportaciones. De hecho, aunque la acción del pueblo holandés fue ejemplar (entre 20 y 25.000 judíos fueron escondidos por particulares), el resultado final sólo admite una comparación proporcional con el desastre de los judíos polacos. Tres cuartas partes de los judíos residentes en Holanda fueron asesinadas. En esta cifra no menos de dos tercios eran holandeses.
Noruega, país sociológicamente protestante como Holanda, constituyó uno de los ejemplos más evidentes de lo que podía obtenerse a través de una actitud de no colaboración. Invadida por los alemanes en abril de 1940, existía empero un sector de la población que simpatizaba con los nazis. Éstos no tuvieron dificultad en establecer un gobierno títere bajo la dirección de Vidkun Quisling, un personaje que daría nombre a todos los demás gobiernos colaboracionistas. En octubre y noviembre de 1942, la mayoría de los 1.200 judíos apátridas que había en Noruega fueron detenidos e internados. Sin embargo, cuando Eichmann ordenó su deportación, los noruegos se opusieron. De hecho, incluso algunos de los hombres de Quisling dimitieron de sus puestos en la administración en señal de protesta. Por si esto fuera poco, Suecia ofreció inmediatamente asilo e incluso en ocasiones la nacionalidad sueca a los perseguidos. Durante el resto del conflicto, algo más de la mitad de los judíos que había en Noruega pudieron ser llevados a Suecia, salvando así sus vidas.
Aún más significativo –verdaderamente paradigmático– fue lo sucedido en Dinamarca. Al igual que en el caso sueco, noruego u holandés, la tradición protestante creó en este país una clara resistencia al antisemitismo y, de hecho, la misma quedó de manifiesto desde la puesta en marcha de las primeras medidas nacionalsocialistas contra los judíos. Así, cuando se les ordenó llevar la estrella de identificación, la ciudadanía –con el rey a la cabeza– se manifestó dispuesta a ostentar el distintivo impidiendo así que el mismo cumpliera con su labor discriminadora. Aún más importante fue el hecho de que, al contrario que en Francia u Holanda, tanto la población no judía como los judíos daneses decidieron proteger a los judíos apátridas. En agosto de 1943, los obreros portuarios fueron a la huelga y Himmler decidió que era el momento ideal para deportar a los judíos de Dinamarca. Sorprendentemente, ni siquiera las autoridades alemanas destacadas en este país vieron con agrado la idea. El plenipotenciario del Reich Dr. Werner Best viajó a Berlín y obtuvo la concesión, realmente excepcional, de que todos los judíos daneses deportados fueran no a un campo de exterminio sino a Theresienstadt. Los nazis decidieron que la redada contra los judíos tendría lugar el 1 de octubre. Sin embargo, y dado que la policía danesa podría intervenir en favor de éstos, se ordenó que sólo se detuviera a aquellos que abrieran la puerta de sus domicilios. De cerca de 8.000 judíos, los nazis no llegaron a detener siquiera a 500. En buena medida este fracaso hay que atribuirlo también a los dirigentes judíos en Dinamarca. Éstos habían sido alertados del plan nazi pero, al contrario de lo sucedido en otros países, no lo mantuvieron en secreto sino que lo comunicaron en las sinagogas con ocasión de la festividad de Rosh ha-shanah. Esta actitud permitió a la mayoría de los judíos esconderse. Durante el mes de octubre, cerca de 6.000 judíos fueron llevados a Suecia donde se les concedió asilo. Prácticamente la mitad de los judíos daneses se quedaron en su país pero la ayuda recibida de la población civil les permitió sobrevivir a la guerra.
Pero si hubo países ocupados en que la actitud de la población permitió que millares de judíos salvaran sus vidas, también hubo otros en que el comportamiento civil fue muy distinto. Un ejemplo de ello fue el de Grecia. En febrero de 1943, dos de los especialistas de Eichmann llegaron a Salónica –zona donde se encontraban concentradas las dos terceras partes de los judíos de la nación– con la intención de preparar las deportaciones. El plan funcionó de acuerdo con el esquema habitual. Los nazis constituyeron en primer lugar un consejo judío, con el rabí Koretz a la cabeza; y después confinaron a los judíos en un ghetto cercano a una vía férrea. Además la población griega resultó ser, como mucho, pasiva, ya que incluso se dieron casos en los que los grupos de partisanos, comunistas en multitud de ocasiones, consideraron positivamente las deportaciones de judíos. En el breve plazo de dos meses, toda la comunidad había sido deportada a Auschwitz. A finales del mismo año, el régimen de Mussolini se vino abajo y los alemanes invadieron la zona sur de Grecia hasta entonces controlada por los italianos. Entonces se procedió a llevar a cabo en la misma la deportación de los judíos. De nuevo, la pasividad de la población sólo contribuyó a facilitar el proceso.
En los países aliados de Alemania quedó también confirmada esta circunstancia de que la no colaboración con los nazis mermó –e incluso eliminó– las posibilidades de llevar a cabo sus planes de exterminio. Por lo que respecta a Italia, aunque Mussolini dictó algunas normas antisemitas, antes del verano de 1943 ni Eichmann ni sus hombres pudieron llevar a cabo sus actividades acostumbradas en este país. En esa época, los Aliados desembarcaron en Sicilia, el Gran Consejo fascista depuso al Duce e Italia entró en tratos con los enemigos del III Reich para firmar una paz por separado. La respuesta de Alemania a este conjunto de acontecimientos fue la invasión de Italia y tal paso permitió incluir a la nación en el marco de la «Solución final». Dado que los funcionarios italianos no mostraban ningún interés en colaborar con los nazis en la tarea de exterminio, Odilo Globocnik fue enviado a Italia para ocuparse de la misma. La primera operación de relieve fue dirigida contra los 8.000 judíos de Roma, pero éstos fueron advertidos previamente (por regla general por antiguos fascistas) y 7.000 consiguieron escapar. Al fin y a la postre, y ante lo que parecía ser una resistencia pasiva inquebrantable, los nazis aceptaron que los judíos italianos no fueran deportados sino confinados en campos italianos. Hasta la primavera de 1944 la medida fue respetada, pero entonces los alemanes comenzaron a deportar a los judíos a Auschwitz. El número fue ligeramente inferior a 8.000 personas, de las que sólo unas 600 sobrevivirían.
No se trataba de que Alemania fuera más flexible con sus aliados, sino simplemente de que unos eran más proclives que otros a apoyar el plan de exterminio. Así, una experiencia muy distinta fue la de Croacia. Originalmente esta región formaba parte de Yugoslavia, pero los nazis consideraron conveniente convertirla en un Estado. Tal resolución resultaría altamente rentable en términos políticos. No había pasado un mes de la creación del nuevo Estado cuando el gobierno, encabezado por el Dr. Ante Pavelic, dictó una serie de medidas antisemitas e indicó que deseaba que los judíos croatas fueran objeto de una «deportación al Este». Cuando el ministro del Interior del Reich solicitó en febrero de 1942 que el país se convirtiera en judenrein («libre de judíos»), los croatas respondieron con un enorme entusiasmo. No sólo llevaron a cabo las deportaciones sino que además pagaron a los alemanes 30 marcos por cada judío deportado. Aunque algunos lograron huir a la zona ocupada por los italianos, lo cierto es que para el otoño de 1943 no menos de 30.000 judíos habían sido enviados a los campos de exterminio. De hecho, ni un solo judío croata hubiera sobrevivido a la contienda de no darse la circunstancia de que se eximió a los judíos que habían contribuido a la «causa croata». Éstos fueron, en realidad, aquellos que eran muy acaudalados y que tenían buenas relaciones con las clases dominantes croatas, ya que buen número de los miembros del nuevo gobierno estaban casados con mujeres judías170.
A pesar de todo, ni siquiera la relación favorable con los nazis determinó necesariamente un apoyo claro al genocidio de los judíos. Buena muestra de ello fue la actitud de Bulgaria, aunque se tratara de una nación extraordinariamente favorecida en términos territoriales por su alianza con Hitler. De hecho, se negó a declarar la guerra a la URSS y no envió tropas al frente del Este. El país no parece haber tenido la impresión de que existiera un problema judío e incluso cuando en enero de 1941 se aprobaron algunas normas de carácter antisemita, las mismas distaron mucho de tener el impacto que habían causado en otros países. Así, se eximió por ejemplo a los judíos bautizados de la aplicación de las mismas, lo que tuvo como consecuencia, en primer lugar, una avalancha de conversiones falsas y, en segundo, un efecto muy limitado de la legislación antisemita.
Durante todo el año 1942 se incrementaron las amenazas del gobierno alemán para que Bulgaria deportara a sus judíos. El resultado, sin embargo, fue muy pobre. Siguiendo la evolución de medidas ya utilizadas por los alemanes, se ordenó en primer lugar que los judíos llevaran un distintivo. La consecuencia fue que la población manifestó tanta simpatía por los afectados que se consideró más prudente revocar la orden. Finalmente, se optó por expulsar a los judíos de Sofía en dirección a las áreas rurales. La medida servía para aparentar que se complacía a los alemanes, pero el efecto fue lo último que éstos hubieran deseado: la dispersión de los judíos en lugar de una concentración de los mismos que facilitara su detención y deportación ulteriores. Por si fuera poco, la población, que no captaba tal sutileza, reaccionó intentando evitar que los judíos abandonaran la ciudad y manifestándose ante el palacio real. Aunque los alemanes consideraban que el primer responsable de aquello era el rey Boris (y cabe la posibilidad de que ocasionaran su asesinato), lo cierto es que cuando a inicios de 1943 murió el monarca la situación no experimentó cambios. La población civil y el Parlamento siguieron apoyando a los judíos; las autoridades judías no fueron doblegadas por los nazis para colaborar e incluso el metropolitano Esteban de Sofía se manifestó públicamente en contra de la persecución de los judíos, lo que, dicho sea de paso, era mucho más de lo que Pío XII había hecho en ese terreno. Las consecuencias de esta actitud no pudieron ser más evidentes: el mecanismo de las deportaciones se atascó de manera irremisible. En agosto de 1944, ante la proximidad de las tropas soviéticas, la legislación antisemita fue abolida.
Rumania fue, casi con seguridad, el país más antisemita del período prebélico. De hecho, tal tradición arrancaba de mucho tiempo atrás, e incluso a finales del siglo XIX, las potencias extranjeras se habían visto obligadas a intervenir para garantizar un mínimo de derechos a los judíos residentes en el país. En agosto de 1940, antes incluso de que se produjera la entrada en guerra de Rumania al lado de Hitler, el mariscal Ion Antonescu, caudillo de la Guardia de Hierro, convirtió en apátridas a los judíos rumanos, con la excepción de algunas familias que no llegaban al 1 por ciento del total judío, y promulgó la legislación antisemita más rigurosa de toda Europa. El propio Hitler, en agosto de 1941, señalaba que Antonescu se había comportado con más radicalidad que los nacionalsocialistas.
Cuando se produjo la invasión de la URSS, las tropas rumanas se caracterizaron por la puesta en práctica de un antisemitismo extraordinariamente sanguinario. Los fusilamientos masivos, las deportaciones –en el curso de las cuales se abandonaban los vagones atestados de judíos para que éstos murieran de sed, hambre y asfixia– y los campos de confinamiento constituyeron una indescriptible suma de horrores. A mediados de agosto de 1942, los rumanos habían asesinado a más de 200.000 judíos prácticamente sin ayuda de los alemanes. Curiosamente, el empuje antisemita iba a experimentar un cambio de rumbo precisamente cuando Alemania decidió llevar a cabo en el país un programa organizado de deportación. Como consecuencia del carácter intrínsecamente corrupto del régimen, se empezó a percibir lo rentable que resultaría la salida de judíos del país a cambio de un pago en metálico (unos 1.300 dólares por persona). Después, la proximidad del ejército soviético convirtió en aconsejable moderar el antisemitismo y Antonescu llegó a dejar que algunos judíos emigraran sin realizar antes un pago previo. Paradójicamente, un número muy elevado de los mismos fue a parar a Israel.
En términos generales, el hecho de ser aliado u ocupado, parece haber tenido una importancia secundaria en la realización de las deportaciones. En el éxito de las mismas pesó mucho más el antisemitismo de la población (marcadamente menor en los países sociológicamente protestantes que en los católicos u ortodoxos), la xenofobia de al menos una parte del país (lo que explica la salvación de los judíos franceses y el exterminio de los judíos no franceses residentes en Francia, o la fatal diferenciación que los judíos de Holanda hicieron entre ellos y los que procedían del extranjero) y la colaboración de los consejos judíos. Sin lugar a dudas, donde la población se negó a colaborar y apoyó a los judíos, millares de vidas fueron salvadas y los nazis se vieron impotentes, en mayor o menor medida, para llevar a cabo sus planes.
En lo que se refiere a los consejos judíos, quedó de manifiesto, desde un principio, que constituían una pieza clave del mecanismo de exterminio nazi y que con esa finalidad fueron creados por las SS. Sin su existencia, las deportaciones hubieran resultado en buen número de casos prácticamente imposibles. Tal hecho no puede hacer olvidar, sin embargo, que, en general, tal actitud derivó de creer que no había otra salida y que cualquier alternativa hubiera sido peor. Con su acción, se pretendía, aparte de la propia supervivencia de sus miembros, reducir siquiera en parte la crueldad de estos episodios y preservar, al menos, la existencia de algunos miembros del pueblo. Los testimonios de supervivientes resultan al respecto muy reveladores. Por ejemplo, Moritz Henschel, jefe de la comunidad judía de Berlín, desde 1940-1943, señaló171 que se pensaba: «Si nosotros hacemos estas cosas, entonces todo se hará de una forma mejor y más delicada que si lo realizan otros; y esto era verdad. Los transportes directos realizados por los nazis fueron siempre realizados duramente, con una terrible dureza». En el deseo incluso de salvaguardar en lo posible la existencia de su gente, las autoridades judías les ocultaron ocasionalmente la existencia de los gaseamientos masivos. Leo Baeck, que tuvo noticia de los mismos estando en Theresienstadt, decidió no comunicar nada porque «vivir esperando la muerte por gas sólo hubiera sido más duro»172. Tal postura, comprensible por el miedo personal y el amor al pueblo, se nos revela al ser examinada desde la perspectiva histórica como errónea y no es de extrañar que haya sido objeto de ásperas discusiones durante la postguerra173.
Pese a lo anterior, resultaría una equivocación –bastante común por otra parte en ciertas obras– considerar que los judíos, en su aplastante mayoría, no se enfrentaron a los exterminadores. Ciertamente, sucedió así en los momentos en que aquellos eran presa de una ignorancia, una sorpresa o una incredulidad ante lo que les esperaba que facilitaban la labor exterminadora. Sin embargo, a medida que el destino real de los otros judíos era conocido, la voluntad de resistencia frente a la agresión nazi fue siendo más frecuente. Probablemente el episodio más conocido al respecto, aunque no se trató del único, sea el de la sublevación del ghetto de Varsovia.
El 20 de abril de 1943, Hitler iba a celebrar su quincuagésimo cuarto cumpleaños y Himmler tuvo la idea de ofrecerle como regalo la eliminación del ghetto de Varsovia. Con tal finalidad, el día 19 de abril cursó la orden de acabar con éste. Sin embargo, y en contra de lo esperado, los nazis se encontraron con una resistencia feroz de los judíos. La misma arrancaba de la conciencia de éstos de que sólo podían esperar el exterminio. No otro había sido el destino de los antiguos residentes en el ghetto que desde el 21 de julio de 1942 habían comenzado a ser deportados al campo de exterminio de Treblinka. Así, lo que inicialmente fue concebido por los alemanes como una operación masiva de evacuación cuya duración sería sólo de setenta y dos horas, se convirtió por parte de los judíos en una heroica lucha prolongada a lo largo de un mes. El número de bajas judías ascendió a 56.000 (incluido el jefe de la rebelión, Mordejai Anilevich), pero 15.000 lograron escapar de los nazis. Al igual que sucedió, por citar sólo algunos casos, el 26 de septiembre de 1941 en Lituania, en febrero de 1942 en Galitzia oriental, en mayo de 1942 en Radzivilov (Ucrania) o del 1 al 6 de noviembre de 1942 en Targovice (Ucrania), las bajas judías fueron muy elevadas, pero, a pesar de todo, muchos lograron escapar de una muerte segura e incluso los que cayeron en el curso del combate dificultaron la labor exterminadora de los nazis, poniendo un elevado precio a sus vidas.
Capítulo aparte en el apartado de la resistencia presentada por las víctimas frente a sus verdugos lo constituyen las revueltas en los campos. A diferencia del fenómeno de resistencia a las deportaciones o los traslados a lugares de fusilamiento masivo, se trató de una forma de conducta que contaba con mínimas, por no decir nulas, posibilidades de éxito. Como en el Infierno de Dante, los que franqueaban las puertas de los campos de exterminio tenían buena razón para abandonar toda esperanza. Así, terminaron de manera trágica las manifestaciones de resistencia en Treblinka que tuvieron lugar el 26 de agosto de 1942 (su protagonista fue un judío polaco), el 11 de septiembre de 1942 (un judío argentino atrapado en Polonia) y en febrero de 1943 (una joven judía). Sin embargo, también tendría lugar en este campo uno de los episodios de resistencia más importante del Holocausto.
Durante el verano de 1943, el número de deportados que afluía a Treblinka iba resultando más reducido y los reclusos eran conscientes de que, en cualquier momento, podían ser exterminados, previamente a la clausura del campo. Aquella inminencia de la muerte derivó en un plan de huida coordinado por Julian Chorazycki, un antiguo capitán del ejército polaco. Aunque éste fue muerto antes de que pudiera llevarse a cabo la rebelión, su puesto fue cubierto por varias personas, entre ellas dos oficiales del ejército checoslovaco. Con ayuda de un duplicado de la llave del arsenal fabricado por un cerrajero el 2 de agosto de 1943, los reclusos se hicieron con veinte granadas de mano, veinte fusiles y varios revólveres. Originalmente, el golpe de mano tenía que haberse producido de madrugada para aprovechar la sorpresa y la oscuridad, pero, finalmente, tuvo lugar a las cuatro menos cuarto de la tarde. Tras un combate que duró cerca de hora y media, buena parte del campo fue presa de las llamas, aunque no las cámaras de gas. De los más de 150 fugados, sobrevivirían cerca de 70. Sin embargo, el campo no vio paralizado su funcionamiento y ese mismo mes recibió a deportados de Bialystok destinados al exterminio174.
La otra gran revuelta contra los nazis que tuvo como escenario un campo de exterminio se produjo en Sobibor. Dirigida por un oficial del ejército soviético llamado Alieksandr Pechersky, la realización de la misma se hacía imperiosa teniendo en cuenta que el último tren de deportados con destino a las cámaras de gas llegó a Sobibor el 11 de octubre de 1943. El día 14 de ese mismo mes a las tres y media de la tarde, se ponía en marcha la primera fase del plan de Pechersky. Éste consistía en una operación de distracción cuya finalidad era atraer a los hombres de las SS a distintas partes del campamento para acabar con ellos. Hora y media más tarde, ocho SS habían muerto, se habían cortado las comunicaciones telefónicas y las alambradas eléctricas, los reclusos contaban con seis fusiles y, lo que era más importante, nadie había reparado en lo sucedido. Se trataba ahora de dar comienzo a la segunda parte del plan consistente en que los 600 reclusos se presentaran al recuento de la tarde como si nada hubiera acontecido y entonces desbordaran a los guardianes ucranianos, provocando una fuga general. Inicialmente todo pareció transcurrir según lo planeado, pero, de forma inesperada, cundió entre las filas de los presos la excitación y se perdió el efecto sorpresa. Bajo el fuego de los guardianes, los reclusos intentaron hacerse con más armas pero no lo consiguieron. Al final, algunos lograron romper las alambradas y atravesar el terreno minado que rodeaba el campo. Habían causado 13 bajas (11 de ellas, miembros de las SS). Aunque a partir del día siguiente los alemanes iniciaron una operación de búsqueda de los fugados, unos 70 de éstos conseguirían sobrevivir hasta el final de la guerra. Entre ellos se encontrarían Pechersky y una media docena de soldados del Ejército Rojo que lograron cruzar el río Bug y unirse a los partisanos soviéticos.
Los episodios de resistencia en Treblinka y Sobibor causaron un comprensible malestar en Himmler. De hecho, de ser más comunes, los problemas que les habrían planteado a los nazis hubieran resultado de envergadura. Sin embargo, no fue así. A inicios de noviembre de 1943, algo más de 40.000 judíos que estaban recluidos en campos de la zona oriental de Polonia fueron fusilados para concluir la denominada «Operación Reinhard» por la vía rápida. Como ya vimos en un capítulo anterior, en el curso de la misma habían desaparecido los ghettos y apenas quedaban judíos vivos en el Gobierno General. Los del resto de Europa serían eliminados en Auschwitz.
Si 1943 se reveló como un año adverso para los ejércitos de Hitler, el Reichsführer de las SS tenía considerables razones para contemplarlo de manera muy distinta. No sólo la denominada «Operación Reinhard» había concluido sino que además el número de judíos a los que se había ocasionado la muerte hasta finales de 1942 ascendía ya a varios millones. La fuente fundamental –aunque no única– para esta certeza sería el documento conocido como «Informe Korherr»175. Éste debe tal denominación al Dr. Korherr, un funcionario empleado por Himmler para elaborar un balance de las listas de judíos asesinados que operaban en poder de Eichmann. Autodenominado «Inspector de estadísticas del Reichsführer de las SS», Korherr realizó una labor meticulosa. Su primer informe, de 16 páginas de extensión y titulado «La solución final de la cuestión de los judíos europeos», fue enviado a Rudi Brandt, el secretario de Himmler, el 23 de marzo de 1943. En el mismo no sólo se detallaba el decrecimiento de la población judía de Europa, sino que además se atribuía a la acción directa del nacionalsocialismo su reducción en varios millones. Según el informe, «cuando se produjo en 1933 la toma del poder, el número de judíos en Europa era superior a los 10 millones. Esa cifra ha descendido a la mitad. El descenso de unos 4 millones se debe a la influencia alemana». En otras palabras, hasta finales de 1942, los nazis habían conseguido deshacerse de 4 millones de judíos y Himmler estaba informado de la cifra concreta para la primavera de 1943.
El Reichsführer hizo extensivos estos datos a otros personajes clave de la maquinaria de exterminio, sin olvidar el uso de los eufemismos acostumbrados. Así, el 10 de abril, Himmler escribió a Korherr, a través de Rudi Brandt, ordenándole que cambiara la expresión «trato especial» de la página 9 por «transportes al Este de la URSS procedentes de las provincias del Este». Al mismo tiempo, dirigió una misiva a Kaltenbrunner comentando las excelencias del informe y su valor como «camuflaje». En la misma comunicación Himmler señalaba además que seguiría siendo «informado mediante los breves informes mensuales de la RSHA».
Por supuesto, el Führer fue también puesto al corriente del estudio realizado por Korherr. De hecho, el documento había provocado tal entusiasmo en Kaltenbrunner que éste solicitó de Korherr la preparación de una versión resumida del mismo, de unas seis o siete páginas, expresamente destinada a Hitler. La petición fue atendida puntualmente y el 19 de abril de 1943 Korherr enviaba a Brandt un anexo en el que figuraba otra afirmación nada equívoca: «la existencia de los judíos en el antiguo Reich está llegando a su fin».
Las noticias del éxito genocida serían comunicadas de manera especialmente reveladora en dos discursos pronunciados por Himmler en Posen en octubre de 1943. El día 4 de ese mes, dirigiéndose a mandos de las SS, Himmler señaló su deseo de «ser plenamente claro con ustedes en un asunto muy difícil [...] me refiero a la evacuación de los judíos». Esta expresión, un horrible eufemismo en realidad, significaba, según aclaró a continuación el propio Himmler, «el exterminio del pueblo judío» 176. En relación con posibles problemas morales, lo único que preocupaba al Reichsführer es que no se aprovechara la tarea exterminadora para practicar el pillaje individual: «No tenemos derecho a enriquecernos con una piel, un reloj, un marco, un cigarrillo o cosa parecida. Porque hemos exterminado una bacteria no deseamos vernos eventualmente contaminados por la bacteria o morir a causa de ella».
Dos días más tarde, esta vez dirigiéndose a Reichsleiters y Gauleiters, el Reichsführer volvía a repetir de manera claramente explícita la mención a la buena marcha del genocidio. Tras señalar que la tarea de exterminio había incluido a las mujeres y a los niños, ya que «este pueblo tiene que desaparecer de la faz de la tierra», Himmler reiteró que el proceso genocida estaría «solventado antes de fin del año». Independientemente de la situación de los frentes de batalla, la lucha contra los judíos se estaba saldando con un éxito total. Para los artífices del genocidio, 1943 había resultado un año de triunfos continuos.
168 Berlín fue declarado «zona libre de judíos» el 19 de mayo.
169 H. Arendt, Eichmann in Jerusalem, Nueva York, 1964, pp. 119 ss.
170 Muy diferente, aunque también en el marco de la Yugoslavia ocupada, fue el caso de Serbia. Allí, los nazis optaron por fusilar a los hombres con el pretexto de que eran partisanos y de enviar a las mujeres y a los niños a morir en camionetas de gas. En agosto de 1942, se llegó a la conclusión de que era el único país donde el «problema judío» había quedado resuelto y se devolvieron a Berlín las camionetas de gas. En la práctica no menos de cinco mil judíos se salvaron de los nazis. Se trató fundamentalmente de aquellos que huyeron y se unieron a los partisanos.
171 Declaración de Moritz Henschel de 1947, incluida en los autos del proceso de Eichmann, 11 de mayo de 1961, ses. 37, p. Nn1.
172 Leo Baeck en E. H. Boehm (ed.), We Survived, New Haven, 1949, p. 288.
173 La obra clásica de crítica durísima contra la labor de los consejos judíos es H. Arendt, Eichmann in Jerusalem, Nueva York, 1964. J. Robinson, And the Crooked Shall Be Made Straight, Nueva York, 1965, fue el primer intento de analizar las tesis de Arendt desde una perspectiva crítica. A favor de las mismas puede citarse además E. Young-Bruehl, Hannah Arendt: For Love and the World, New Haven y Londres, 1982. Un punto de vista radicalmente distinto en G. Scholem, On Jews and Judaism in Crisis, Nueva York, 1976.
174 Reichsbahndirektion Königsberg/33 a estaciones de Bialystok a Treblinka, 17 de agosto de 1943, Zentrale Stelle der Landesjustizverwaltungen in Ludwigsburg, Polen 162, film 6, 194.
175 NO 5192.
176 ND, 1919-PS.