4. El camino recibido

(El método, la experiencia y la vida en María Zambrano)

La experiencia decisiva, de la que se dice que es tan difícil de explicar para quien la haya vivido, no es ni siquiera una experiencia. No es más que el punto en el que rozamos los límites del lenguaje.

G. Agamben

Uno de los hilos principales para un recorrido posible por la obra de María Zambrano es el de una suerte de metafísica experimental en la que se haga posible la experiencia humana. Pero se trata de una metafísica para que la experiencia sea posible en lo que la experiencia misma tiene de pluralidad y de incertidumbre, de carencia y de deseo, de contradicción y de mezcla. Y esa metafísica experimental será también un peculiar método-camino, no sólo de la mente sino de toda la criatura, y no sólo para la realización de lo posible sino también para el sentir de lo imposible, para el anhelo de lo que no se puede alcanzar y para la esperanza de lo que no se puede esperar. Y en ese método-camino que no es otra cosa que el fluir de la experiencia humana “nada de lo real ha de ser humillado”: transformado sí, y consumido en su propia transformación, pero no perdido; vencido sí, y derribado en su vencimiento, pero en un ser vencido sin violencia y sin rencor, en un dejarse derribar por una llamada a desprenderse de uno mismo, a ir más allá de uno mismo.

Acoger la vida entera

Por eso el método-camino que nos propone María Zambrano supone un paso atrás respecto a la racionalidad instrumental-científico-positiva en tanto que ésta ha avasallado amplias zonas de la experiencia dejándolas al margen, reduciéndolas al silencio, o condenándolas a ese otro lado de la razón diurna que se nombra (y se desconoce) como locura, sueño, sentimiento, poesía, mística, inconsciente o irracionalidad. Pero hay vida, aunque humillada, más allá de lo esclarecido por la razón positiva y calculadora, y, como se dice en Claros del bosque, “sólo el método que se hiciese cargo de esta vida, al fin desamparada de la lógica, incapaz de instalarse como en su medio propio en el reino del logos asequible y disponible, daría resultado. Un método surgido de un ‘Incipit vita nova’ total, que despierte y se haga cargo de todas las zonas de la vida. Y todavía más de las agazapadas por avasalladas desde siempre o por nacientes. Un método así no puede tampoco pretender la continuidad que a la pretensión del método en cuanto tal pertenece. Y arriesga descender tanto que se quede ahí, en lo profundo, o no descender bastante o no tocar tan siquiera las zonas desde siempre avasalladas, que no necesariamente han de pertenecer a ese mundo de las profundidades abisales, de los ínferos, que pueden, por el contrario, ser del mundo de arriba, de las profundidades donde se da la claridad”.

Tenemos pues un método entendido como unidad entre vida y pensamiento, un método-camino que sea capaz de albergar y de conducir la vida, que sea como su medio y su posibilidad; un método capaz de vivificar la vida, de transformarla, de despertarla y de hacerse cargo de todas sus dimensiones, también de las olvidadas y las humilladas; un método que pueda producir la alegría de un auténtico comenzar; un método que no rehuya enfrentar la sombra o la luz cegadora; que no arrase con su pretensión de continuidad la discontinuidad propia de la conciencia y de la vida; y que no aplane con su pretensión de homogeneidad lo que la vida tiene de profundidad sin fondo y de vuelo sin límite. Pero ¿cuál es la conjunción entre método, vida y experiencia?

El método, la experiencia y la vida

“Anterior al método: la experiencia”. Así comienza, después de dos páginas introductorias, Notas de un método: ese libro que se quiere musical en tanto que fluido e inconcluso, en tanto que no es otra cosa que su propio fluir y su propio inacabamiento, como si no entregara al fin más que su propio discurrir, un discurrir que nunca se resuelve en conclusión, en doctrina, en un saber definitivamente adquirido y transmisible. Y ese libro que se quiere musical además en tanto que discontinuo, en tanto que conserva algo de esa imprevisibilidad, de esa posibilidad constante de novedad, de interrupción y de variación que es el secreto mismo de la melodía. Y en su atención al ritmo de lo humano: un ritmo que ha de ser un ritmo propio, capaz de variación inmanente, y un ritmo plural, puesto que es el hombre “criatura polirrítmica” creadora de mutaciones imprevisibles. Así también como en su estar pautado de silencios, de instantes de vacío, de ese vacío creador, tan zambraniano, en el que se percibe la suspensión de la continuidad y algo así como la inminencia de una revelación. Notas, pues, de un método, notas en el sentido musical de la palabra, cuya aspiración no es otra que la de “hacer posible la experiencia del ser propio del hombre, el fluir de la experiencia, ya que la experiencia, una vez abierta su posibilidad, fluye inagotable, como la unidad cada vez más íntima y lograda de vida y pensamiento”. La idea de experiencia, como unidad fluida, y por lo tanto temporal, de vida y pensamiento, es una de las ideas centrales de esa razón mediadora e indescerniblemente poética que el pensamiento de María Zambrano persigue.

Anterior al método: la experiencia. Pero enseguida precisa: “La experiencia precede a todo método. Se podría decir que la experiencia es ‘a priori’ y el método ‘a posteriori’. Mas esto solamente resulta valedero como una indicación, ya que la verdadera experiencia no puede darse sin la intervención de una especie de método. El método ha debido estar desde un principio en una cierta y determinada experiencia, que por la virtud de aquél llega a cobrar cuerpo y forma, figura. Mas ha sido indispensable una cierta aventura y hasta una cierta perdición en la experiencia, un cierto andar perdido el sujeto en quien se va formando. Un andar perdido que será luego libertad”.

Y creo que ahí está una primera formulación de la delicadísima dialéctica entre método y experiencia que María Zambrano quiere exponer. Porque la experiencia no es la vida inmediata, esa vida que es solamente vida y, por lo tanto, un puro dejarse vivir que no es vida siquiera, sino que la experiencia es lo que se da en una vida ya formada, ya vida dotada de cuerpo y forma, de figura, la vida dotada de un cierto sentido, aunque ese sentido sea siempre provisional e incierto, aunque sea sólo anhelo o presentimiento de sentido. No hay experiencia en el vivir de un ser informe. Pero tampoco hay experiencia, como tampoco hay vida, para un ser que reposa en una forma lograda, definitiva, satisfecha: tampoco hay experiencia en un ser idéntico a sí mismo. Porque la vida humana es la de un ser sólo a medias formado. O la de un ser que está siempre en camino hacia su forma propia y que justamente por eso es capaz de transformación, de metamorfosis. La vida humana es la de un ser “que difiere de su propio ser”, la de un ser “a medio desvelar”, la de un ser “a medias nacido” y que por tanto “pide un nacimiento que habría de ser interminable”.

Por eso la condición primera de la experiencia es la in-quietud de la vida humana. Ex-per-ientia es salir afuera y pasar a través. Y, en su nombre germánico, Erfahrung tiene la misma raíz que Fahren que se traduce normalmente por viajar. Porque la experiencia es lo que le pasa a un ser en tránsito, a un ser que ya no está en su lugar propio, ni siquiera en sí mismo, y que siente al mismo tiempo el anhelo de habitar un lugar propio y de reposar en sí mismo. Y es en esta condición en la que aparece el método en la forma de camino, como un cauce o un recorrido que guíe y albergue ese transitar propio de la vida humana.

La verdadera experiencia no puede darse sin una especie de método puesto que toda experiencia lo es de un ser que ya está en camino. Pero al mismo tiempo el método, en tanto que determinación de las condiciones de la experiencia, se sobreimpone al brotar de la experiencia privándola de su inocencia. Como si la experiencia, en tanto que tiene algo de revelación, algo de nacimiento y de renacimiento, algo como de un brotar inesperado y desconocido, exigiera una cierta inocencia, una cierta apertura y una cierta disponibilidad que el método se encargaría de cancelar.

Uno de los síntomas de la crisis cultural en la que vive Occidente es el de la experiencia asfixiada por el método. Y esa asfixia de la experiencia supone un enorme empobrecimiento de la vida, del sentido de la vida, que no es ya otra cosa que un ir viviendo que se pierde en la nada. Lo que tenemos es una vida carente de forma en la que es imposible la experiencia, y un conocimiento metódico separado de la vida, dejándola huérfana y como desasistida, sin guía, sin musicalidad, sin substancia. El método en Occidente ya no es cauce de vida, ya no es ese camino capaz de albergar y de redimir el fluir inagotable de la experiencia. Como si el método, o una cierta idea del método, hubiera venido a divorciar vida y pensamiento en lugar de mediar entre ambos y así garantizar su unidad dinámica pero cada vez más lograda. Porque es el divorcio entre vida y pensamiento el que hace imposible la experiencia. De ahí que María Zambrano considere totalitario tanto el gesto inagural de Parménides, ese gesto que afirma el método condenando la vida en tanto que contradicción y mezcla al afuera de la identidad lógica y por tanto al no-ser, como el racionalismo cartesiano para el que el método no es ya otra cosa que la acción intelectual del sujeto lógico. Parménides y Descartes serían las figuras emblemáticas de un método que o bien deja a la vida sola o bien la reduce a unas condiciones que la asfixian y frente a las que la vida no tiene otra opción que el resentimiento, la venganza o la risa. En Parménides no hay camino porque no hay vida, y en Descartes sólo hay un camino: un camino recto y de una sola dirección, mera proyección de la voluntad de un sujeto y por ello arrogante y totalitario, seguro y asegurado y por ello plano y mediocre.

La vida sin método, sin camino que la acoja y que la guíe, la vida abandonada en su espontaneidad, es monstruosa e imposible, pero también es monstruosa e imposible la vida asfixiada por el método. El método, dice María Zambrano, “se convierte en una ‘Forma mentis’ sostenida por una actitud de desconfianza, en un solo fiar a lo que se presenta como evidente, que bien pronto será lo obvio, lo banal, dando lugar a una hermetización creciente de la vida espontánea del sujeto, a un remitirse ante todo y sobre todo a los resultados, en cifrar la condición humana en los modos de dominación sobre la naturaleza, sobre la sociedad en los diferentes niveles; también sobre el tiempo y sobre la llamada interioridad, que surge como antagonista, destinada a ser vencida por la objetividad ideal o por la necesidad empírica. Se produce así una escisión comprobable en un mismo individuo que se encuentra separado de sí mismo, ajeno a su propia vida”. El método reduce a una claridad homogénea las modalidades múltiples de iluminación de la vida humana y convierte en tiempo lineal y sucesivo, plano y planificador, las discontinuidades temporales de las que está hecha la vida. Y por eso determina de una forma totalitaria y homogénea las posibilidades de ser hombre. Porque “tiempo y luz son las constantes que encuadran, abren y cierran caminos y horizontes a la vida humana (…). El modo de habitar en la luz y en su privación, y el modo de transitar por el tiempo determinan los modos diversos de ser hombre”.

Frente a eso María Zambrano se propone una razón mediadora y un método-camino que sea capaz de transformar la vida sin aplastarla, sin dominarla, sin vencerla. Porque la vida humana tiene que ser transformada pero no dominada. Y la experiencia humana tiene que estar albergada por un método que atienda “a las formas discontinuas de la luz y del tiempo”. De lo que se trata por tanto es de anotar musicalmente esa especie de método en el que se mantiene algo, la experiencia, en su tensión, en su incertidumbre y en su heterogeneidad constitutiva, en su mezcla de luz y de oscuridad y en esa discontinuidad temporal que hace posible la transformación y la novedad. Algo así como la Guía, que es también una especie de método, “pero no de la ciencia sino de la vida en su transformación necesaria”. Porque la vida también necesita del método, pero de su método, del método en cierta forma, de un método que no la humille sino que recoja, salvándolo, lo que ha sido silenciado y anonadado por el orden de ese logos de signo racionalista y positivista cuyo carácter totalitario es ya parte fundamental de nuestra experiencia. Y algo de la calidad y de las condiciones de ese método aparece en el modo como María Zambrano presenta las distintas imágenes del camino.

Los tres caminos

El camino recto exige la identidad del yo o, mejor aún, se deriva de la identidad arrogante, segura y asegurada, de un sujeto que ya sabe lo que es, lo que quiere y lo que necesita. Por eso el camino recto “es recorrido paso a paso sin que el yo, el sujeto del conocimiento, sufra modificación alguna ni tenga que sufrir cambio alguno; es decir, sin que tenga que realizar más movimiento que el de translación con esa su mente, que se limita así a discernir, a separar, a unir, proyectándose ella misma”. El camino recto es “proyección de una voluntad” y trazado de una inteligencia y por eso se abre como un imperativo. El camino recto muestra su carácter de instrumento puesto que su única justificación es llevar a alguna parte con la máxima economía de medios y con la máxima seguridad sobre el resultado. El camino recto, en su pretensión de ser un camino seguro, ha cancelado toda incertidumbre. Además, en tanto que aparece enteramente visible ante la vista, ha abolido también todo vericueto, todo misterio.

El camino recto contrasta con el camino sinuoso, con ese camino que serpea casi vivo y que parece la proyección espacial de un designio de la vida, la huella de la vida elemental, curvilínea siempre, y que está como adaptado aun a los accidentes y las modulaciones del suelo terrestre.

Por eso el camino sinuoso, que es ya de alguna forma un camino hecho, fabricado a la medida del hombre, aunque sin la arrogancia de la dominación cumplida, guarda aún el recuerdo del camino recibido, de ese tercer camino que se abre él mismo en la superficie de la tierra y al que se acomodan sin violencia las pisadas de los animales y el discurrir del agua. El camino recibido es el camino natural, el que atestigua la unidad primera anterior a toda voluntad. El camino recibido se corresponde con las posibilidades sensitivas y corporales de los animales y con su cualidad de moradores de la tierra. El camino recibido es el que está ahí antes de toda escisión, antes de que el hombre se separe de la tierra y alce sobre ella su extrañeza primera y su voluntad de dominio. Es un camino amenazador en tanto que no domesticado, es un camino discontinuo que a veces se interrumpe sobre un abismo sin fondo. Y es un camino que requiere astucia y plasticidad, capacidad de metamorfosis. Es un camino escondido y siempre aún no plenamente revelado, el camino de la sabiduría secreta.

El camino recibido es el que entrega la Sierpe, el que se abre en la caída, el primer camino con el que el hombre se encuentra en el momento en que pierde su unidad, su lugar propio. Y para nombrarlo María Zambrano nos da a leer de nuevo y a pensar de nuevo el capítulo III del Génesis, el que narra la expulsión del paraíso: “… la Sierpe que profirió la palabra irruptora tenía forma de sinuoso camino. Enrollada al Arbol de la Ciencia, era cifra y compendio de un indefinido camino a recorrer: era el camino que se ofrecía así sin desplegarse. El laberíntico camino de la humana historia, en incesante búsqueda de la perdida inocencia”. Y nos da también a leer y a pensar de nuevo el precepto que Sócrates recoge de Delfos como una palabra nacida más que pensada, como una palabra que viene de lo lejano y que aún no ha sido domesticada por el pensamiento ni convertida en doctrina de la filosofía: “El ‘Conócete a tí mismo’, al ser proferido por el oráculo de Apolo-serpiente en el centro délfico, se convierte en precepto-guía para todos los caminos que llevaran o partieran de aquel centro”. Es el camino que da la primera aparición del espacio como distancia que separa y la primera aparición del tiempo como discontinuidad que escinde. Y en el que el hombre se aventura opaco y desconocido para sí mismo. Es el camino que aún conserva la nostalgia de la unidad y de la transparencia perdida y que contiene ya la esperanza de la unidad y de la transparencia reconquistada.

Pero esa esperanza, en el camino recibido, nace del horizonte y a su vez es la que hace nacer el horizonte. Y el horizonte surge, dice Zambrano, cuando se ha perdido el centro y cuando la vida, como búsqueda del centro perdido, se abre en un movimiento centrífugo hacia un desconocido en el que ya late algo de promesa. ¿Por qué, entonces, hay que atender al camino recibido?

El método-camino que Zambrano anota es un método en el que el hombre va al encuentro de su propio origen, de su propia raíz. Es un camino en el que se cruzan la nostalgia y la esperanza. Y que no renuncia a descender a lo oscuro y a regresar a la región original. Y por eso el método-camino ha de atender a los signos del camino recibido. Porque si el hombre transita sólo por el camino recto del interés, del cálculo y del dominio, y olvida el camino sinuoso de la vida en su indigencia constitutiva, y no atiende a su condición primera de no haber hecho el camino sino de haberlo recibido como un don, el hombre renunciará a esa su unidad original que sólo podemos presentir en el antes y en el después de la historia. Como si en los signos que nos indican el camino recibido estuviera por desvelar una forma de paz y de quietud que no es la paz y la quietud de un ser arrogante que ha llegado a su propia identidad a través de la violencia y del dominio, a través de la exclusión de todo lo que podría in-quietarle, sino que es la paz y la quietud de una forma primera de confianza que nuestro constitutivo temblor a la vez recuerda y anhela. El camino recibido, como la palabra recibida, guarda la nostalgia del ser. Y la tarea es conservar esa nostalgia junto con la in-quietud que genera y el reposo al que aspira.

Por eso el recuerdo del camino recibido es esencial a lo que “sería el método de un vivir poético. Y nada habría que objetar si por poético se entendiera lo que poético, poema o poetizar quieren decir a la letra, un método más que de la conciencia, de la criatura, del ser de la criatura que arriesga despertar deslumbrada y aterida al mismo tiempo”. El camino recibido es el que guarda el recuerdo de nuestro propio nacimiento porque es el que nos asiste al nacer, el que preexiste a nuestro despertar, el que nos da por primera vez el espacio y el tiempo y la luz y la línea del horizonte o, lo que es lo mismo, la distancia que separa, la discontinuidad que escinde, la raya palpitante entre la luz y la sombra, y el impulso a salir hacia lo desconocido.