Hacer soñar largamente a quienes por lo general no sueñan, y sumergir en la actualidad a aquellos en cuyo espíritu prevalecen los juegos perdidos del sueño.
R. Char
Las palabras que quisiera hoy, aquí, repetir, dar a leer, dar a leer otra vez, otra vez de nuevo, para que digan, quizá, cosas distintas, aparecen varias veces, con leves modificaciones, en el corpus nietzscheano: “wie man wird, was man ist”, “cómo se llega a ser lo que se es” o,“cómo se deviene lo que se es”. Esa frase, como se sabe, traduce un lema de las Odas Píticas de Píndaro, ese imperativo que podríamos reescribir como “¡conviértete en el que eres!” o “¡transfórmate en lo que eres!” Nietzsche traduce al alemán una frase griega; convierte, en la ocurrencia que acabo de citar, la más conocida, la del subtítulo del Ecce Homo, su forma imperativa en interrogativa, como indicando lo que tiene de problemático; la reescribe con sus propias manos y en su propia letra en el encabezamiento de ese libro en el que se ha contado su vida a sí mismo; y la firma con su propio nombre. Pero eso no es todo.
La frase aparece por primera vez en la obra de Nietzsche, esta vez en griego, en imperativo y en exergo, en un trabajo juvenil sobre Teognis; es uno de los lemas de la tercera intempestiva; vuelve a aparecer, con distintas modulaciones, en el párrafo 263 de Humano, demasiado humano y en los párrafos 270 y 335 de La gaya ciencia; se escribe otra vez de nuevo en “El convaleciente” y en “La ofrenda de miel” de Así habló Zaratustra; aparece también en algunas de las cartas de Nietzsche a sus amigos; y, desde luego, como doblando, ampliando y haciendo delirar el subtítulo del Ecce Homo, se escribe nuevamente en el famoso párrafo 9 de “Por qué soy tan inteligente”. Si además considerásemos el uso, el comentario, el desplazamiento o la parodia que Nietzsche hace frecuentemente de lo que podrían ser frases similares como, por ejemplo, “encontrarse a sí mismo”, “descubrirse a sí mismo”, “buscarse a sí mismo”, “formarse a sí mismo”, “cultivarse a sí mismo”, “hacerse a sí mismo” o, incluso, “conocerse a sí mismo”, la lista de ocurrencias sería ya interminable.
Nietzsche, “el oído más fino de Occidente”, como decía Lezama, ha escuchado, seguramente muy joven, esa frase de Píndaro, seguramente la ha leído, la ha subrayado, la ha comentado y la ha copiado, aislándola así de todo ese murmullo de citas, comentarios y paráfrasis que constituye la cultura clásica de un joven aprendiz de filólogo. La reescritura de esa frase atraviesa la obra de Nietzsche, pero diciendo cada vez cosas distintas, o quizá, más radicalmente, a la manera de Derrida, con un sentido que es cada vez, de nuevo, indecidible[1] y, por lo tanto, cada vez, de nuevo, por decidir, funcionando acaso como una fórmula,[2] como un enunciado siempre demasiado lleno o demasiado vacío que, en su seca literalidad, en su aparente simplicidad, se multiplica, se ramifica, se dispersa, se contamina de todo lo que entra en contacto con él, se separa de sí mismo y, finalmente, estalla desde dentro. Y quizá nuestra tarea sea ahora la lectura de esa frase de Nietzsche, escrita en la lengua de Nietzsche y con las palabras de Nietzsche, firmada Nietzsche, pero para reescribirla en nuestra propia lengua y con nuestras propias palabras, quizá, incluso, con nuestra propia firma.
Hasta aquí la fórmula. Lo que voy a hacer a partir de aquí, para darla a leer y para darla, quizá, a pensar, es reescribirla como un emblema de la idea de formación, de la idea de Bildung, de esa idea que Gadamer, al comienzo de Verdad y Método,[3] considera como el más grande pensamiento del siglo XVIII, y que sin duda constituye la última elaboración literaria, pedagógica y filosóficamente noble de lo que hoy llamamos educación.[4]
Como se sabe, la idea de Bildung se articula, al mismo tiempo, en tres unidades de discurso diferentes. En primer lugar en la Filosofía, sobre todo en la Filosofía de la Historia y en la Filosofía de la Cultura o del Espíritu, en esos tópicos que le dan a la Ilustración alemana ese tinte neohumanista tan característico y tan fecundo en consecuencias para nuestra comprensión de las ciencias humanas, es decir, de aquellas disciplinas que se configuran a partir de una materialidad textual e histórica, de aquellas disciplinas cuyo objeto es un texto al que sólo puede accederse a través de su despliegue temporal. En segundo lugar, la idea de Bildung se articula también en la Pedagogía, especialmente en el discurso que se produce en torno al papel formativo de las humanidades, y en un momento en que se está constituyendo el bachillerato humanista, o de letras, que es dominante en Europa hasta bien recientemente, hasta el triunfo irreversible de una idea de educación más pragmática, más instrumental y más técnico-científica. Y, en tercer lugar, la idea de Bildung se articula también narrativamente en un subgénero de la novela, en la novela de formación, en el Bildungsroman, en ese subgénero narrativo que tiene su modelo en el Wilhelm Meister de Goethe, y que se presenta como el relato ejemplar del proceso por el cual un individuo singular, en general un joven varón, de buena familia, terminados sus estudios, abandona su propia casa junto con el destino que le está previsto y viaja hacia sí mismo, hacia su propio ser, en un itinerario lleno de experiencias, en un viaje de formación que reproduce el modelo de la escuela de la vida o la escuela del mundo, pero que es también, a la vez, un viaje interior de autodescubrimiento, de autodeterminación y de autorrealización.
Se sabe que Nietzsche interviene en el primero y el segundo de esos lugares discursivos. Nietzsche combate el historicismo, la historia de los historiadores, la concepción histórica tradicional de la cultura, del “Espíritu”, y lega al porvenir un modo de interrogar el pasado y de volverlo contra el presente cuyas potencialidades están todavía por desarrollar. Y Nietzsche también se inserta vigorosamente en la crítica de la cultura y de las instituciones de cultura de su tiempo. Podríamos decir que Nietzsche hace estallar la idea de Bildung que permeaba la construcción histórica de su propia identidad espiritual que estaba haciendo la Alemania de su tiempo (y la Humanidad de su tiempo, si entendemos por Humanidad aquella idea universal, aquella figura del pensamiento, que construyen los filósofos alemanes para nombrarse a sí mismos y, por extensión, a todos los hombres y pueblos de la tierra) y hace estallar, también, la idea de Bildung que sostenía las tranquilas y reputadas instituciones culturales, educativas y de formación del potentísimo humanismo de su época. Pero yo voy a usar aquí la frase de Píndaro como emblema del Bildungsroman. Desde ese punto de vista, la Bildung podría entenderse como la idea que subyace al relato del proceso temporal por el cual un individuo singular alcanza su propia forma, constituye su propia identidad, configura su particular humanidad o, en definitiva, se convierte en el que es[5].
Hasta aquí el texto, y el punto de vista de su lectura, o de su reescritura. A partir de ahora continuaré con ese formato tan antiguo, tan potente y a la vez, después de Nietzsche, tan sospechoso, que es el comentario. Hay un pasaje en el Ecce Homo en que Nietzsche construye la imagen del lector perfecto como “un monstruo de valor y curiosidad y, además, una cosa dúctil, astuta, cauta, un aventurero y un descubridor nato”.[6] Y, enseguida, cita un pasaje de Zaratustra en el que éste define a quiénes dirige sus palabras más enigmáticas.[7] En ese párrafo se adivina a Ulises, a Dionisos y, como modelo del lector sistemático, cobarde, a Teseo y su “seguir a tientas un hilo”. Lo que voy a hacer a continuación es “seguir un hilo”, el hilo de las distintas apariciones de la fórmula en la obra de Nietzsche y, siguiendo ese hilo, voy a intentar mostrar el estallido de la idea de Bildung tal como esa idea, o una determinada configuración de esa idea, subyace en el modelo clásico del Bildungsroman.
Y voy a “seguir el hilo” combinando dos perspectivas o, si se quiere, superponiendo dos voces, de manera que la una se refleje sobre la otra. La primera voz es la de algunos fragmentos del texto nietzscheano tomados en orden cronológico y según tres cortes que se corresponden a Schopenhauer como educador, a La gaya ciencia, y a Así habló Zaratustra. En esa voz, intentaré dar a leer el sentido que el dictum de Píndaro tiene en cada uno de esos momentos. Pero, como ya he dicho anteriormente, el imperativo de Píndaro funciona en el Ecce Homo en el interior de un relato retrospectivo en el que Nietzsche nos cuenta cómo ha llegado a ser el que es, es decir, el devenir “Nietzsche” de Nietzsche. Hay, por tanto, una segunda voz, en la que Nietzsche reflexiona sobre los distintos momentos de su itinerario hacia sí mismo. Y resulta que uno de los rasgos característicos del Bildungsroman es, precisamente, ese funcionamiento reflexivo del relato en el que el proceso de “llegar a ser el que es” del protagonista aparece como doblado sobre sí mismo y contado en dos planos a la vez, el plano sucesivo de los acontecimientos y el plano reflexivo, construido desde el final, en el que cada uno de los momentos temporales es mostrado desde su resultado. Ésa es justamente la temporalidad de la Bildung, una temporalidad que no tiene una forma lineal, digamos progresiva, en la que los acontecimientos anteriores repercuten sobre los posteriores, sino una forma permanentemente reflexiva en la que son los acontecimientos posteriores, y las formas de conciencia posteriores, los que repercuten sobre los anteriores en un proceso constante de resignificación retrospectiva. De ese modo, al final del relato, el protagonista alcanza la plena autocomprensión y la plena autoposesión. Lo que ocurre es que, como veremos, el modo como esa doblez se da en Nietzsche no tiene la forma de un último recogimiento en sí, de una última autoapropiación, sino más bien de una explosión, de un estallido, de una expropiación.
Lo que voy a hacer entonces es hacer algunos cortes en la obra de Nietzsche, concretamente en los lugares en los que aparece el enunciado de Píndaro, y armar con esos cortes una especie de relato de formación que destaque algunos hilos del devenir “Nietzsche” de Nietzsche y, al mismo tiempo, que muestre como ese relato hace estallar la idea misma de formación, de Bildung, que subyace a los relatos clásicos del género.
La primera aparición de cierta entidad de la fórmula en cuestión se encuentra en la tercera intempestiva, en ese libro que, como dice Colli, “no se dirige a aquellos que leen para relajarse. Y tampoco a los que leen para ampliar sus conocimientos. Es un libro destinado a quienes todavía tienen algo que decidir acerca de su vida y su actitud ante la cultura”.[8] Y no hay duda de que Schopenhauer como educador transpira por todos sus poros inquietud y desasosiego, pero también decisión y autoexigencia, y seguramente mucho de ese tono impostado, arrogante, combativo, a veces inflamado, y siempre un tanto autocomplaciente, que es propio de la juventud.[9] Una paráfrasis del arranque del libro nos puede dar algunas claves.
Nietzsche se disfraza ahí de moralista y empieza nada más y nada menos que con una valoración de la humanidad de su tiempo. Y para eso, para tomar distancia, para adoptar una perspectiva panorámica, para mirar, digamos, desde el exterior, dándose un punto de vista general, un plano general, utiliza la máscara del viajero: “Al preguntársele qué rasgos comunes había encontrado en los hombres, el viajero, que había visto muchos pueblos y países y muchas partes del mundo, repuso: tienen una tendencia general a la pereza. Algunos pensarán que hubiera podido decir mejor y con más certeza: todos son cobardes. Se ocultan tras de sus costumbres y opiniones”.[10] La figura del viajero, del expectador errante, del hombre que atraviesa el mundo sin formar parte de él, de aquél que está entre nosotros pero que no es uno de nosotros, le permite a Nietzsche contemplar el rebaño desde fuera, señalarlo con el dedo y cualificarlo con esos dos atributos, la pereza y la cobardía, que van a servir inmediatamente de negativo, de fondo gris, para destacar, como exigencia, sus antónimos.
Después de ese primer plano panorámico, objetivo, el punto de vista se desplaza hacia el interior del animal humano para darnos una perspectiva particular, subjetiva, desde dentro, no ya del rebaño sino de cada uno de los individuos que lo componen: “En el fondo todo hombre sabe muy bien que sólo está una vez, en cuanto ejemplar único, sobre la tierra, y que ningún azar, por singular que sea, reunirá nuevamente, en una sola unidad, ésa que él mismo es, un material tan asombrosamente diverso. Lo sabe pero lo esconde, como si se tratara de un remordimiento de conciencia”.[11] Lo que Nietzsche nos da aquí es una primera mirada sobre la conciencia, sobre ese dispositivo de subjetivación al que va a someter más adelante, en otras obras, a una investigación genealógica y psicológica enormemente potente. Retóricamente está empezando a construir una oposición entre el hombre como animal gregario, homogéneo, masivo, intercambiable, exterior, y el hombre como ser singular, heterogéneo, particular, único, interior. Y va a plantear la cuestión de la subjetivación como una lucha entre el convencionalismo del rebaño y el ansia de singularidad del individuo. Una lucha en la que pierden los perezosos y los cobardes. Todo ello en un esquema muy viril, muy heroico, muy agónico, muy grandilocuente, muy dicotómico, muy convencional, pero retóricamente muy eficaz para los fines de un escrito de combate.
Unas pocas líneas más adelante aparecen destacados los dos personajes que van a actuar como aliados de “los buenos”, de “los héroes”, en ese combate contra la indigencia del presente: el artista y el filósofo. El artista, experto en singularidades, capaz de expresar la belleza de lo particular, de lo incomparable, va a ayudar a “los buenos” dándoles una imagen única de sí mismos: “Tan sólo los artistas odian este indolente dejarse ir a fuerza de convencionalismos y opiniones prestadas, y descubren el secreto, la mala conciencia de cada uno. A saber, que cada hombre es un misterio único. Se atreven a mostrarnos al hombre tal como es hasta en sus movimientos musculares, tal como él y sólo él es. Y no sólo eso, sino que es hermoso y digno de consideración, nuevo e increíble como toda obra de la naturaleza, y en modo alguno aburrido, como consecuencia estricta de su carácter único”.[12] El filósofo, por su parte, capaz de la generalización y del juicio, les va a enseñar el arte de la valoración y, por tanto, el desprecio: “Cuando el gran pensador desprecia a los hombres, desprecia su pereza, toda vez que precisamente por ella parecen mercancías hechas en serie, seres indiferentes, indignos de ser tratados y educados”.[13]
Y ahí, al final del párrafo, una vez diseñado el campo de batalla y los personajes que lo componen, suena por fin la llamada a la lucha, el “voto solemne” que inicia el devenir Nietzsche de Nietzsche, el imperativo de liberación: “El hombre que no quiere pertenecer a la masa sólo necesita dejar de comportarse cómodamente consigo mismo y obedecer a su conciencia que le grita: ‘Sé tu mismo. Cuanto ahora haces, opinas y deseas nada tiene que ver contigo’”.[14]
Hasta aquí el párrafo. La sección continúa alternando evaluaciones negativas sobre la época y llamadas exaltadas a la liberación, y formulando al paso los lugares comunes de una ética individualista, de una ética de la autenticidad, con algunos acentos existenciales, una ética de ésas en las que no se trata tanto de la definición de las normas del comportamiento o del listado de una serie de virtudes, sino que el problema es más bien el de qué hacer con la propia existencia, con la propia vida, sabiéndola contingente, arbitraria y finita, carente de necesidad, carente de destino. Esa apelación a la voz de la conciencia de la que surge el imperativo de ser uno mismo acentúa esa sensación de soledad, de heroica soledad, como la condición de partida de un sujeto que no puede confiar ya ni en la religión ni en la sociedad ni en el Estado para encontrar su propio camino. Y al final de esa sección introductoria, después de formular la pregunta de “¿cómo nos reencontramos a nosotros mismos? ¿cómo le es dado al hombre conocerse?”,[15] Nietzsche propone una suerte de examen de conciencia que incluye una mirada reflexiva hacia los propios educadores y que le servirá como transición para un desplazamiento de la mirada hacia Schopenhauer y, a través de Schopenhauer, hacia la filosofía, hacia una determinada manera de entender la filosofía, como forma de vida y como disciplina de liberación e intensificación de la vida o, si se quiere, como disciplina de la indisciplina.
No cabe duda de que Schopenhauer como educador es un escrito de combate.[16] Quizá por eso el dictum de Píndaro aparece aquí como premisa de una negación. Y la negación es, justamente, el punto de partida convencional del Bildungsroman. Al principio de la novela, el joven protagonista aparece inquieto, solitario, malhumorado, impaciente, en una especie de malestar indefinido. Su inquietud le coloca al margen de todos aquéllos que saben quién son o, por lo menos, lo que quieren. De alguna manera, lleva ya en su frente la señal del expatriado. Sólo necesita un impulso que lo ponga en movimiento. Y ese impulso viene generalmente de un viajero, de un Wanderer, cuya única función es despertar en el joven la nostalgia de lo lejano, la nítida sensación de que la vida está en otra parte. El viajero viene de lejos para interrumpir la comodidad de lo habitual y de lo acostumbrado, para producir la diferencia entre lo que se es (y ya se está dejando de ser, porque ha empezado a ser extraño e insoportable, radicalmente ajeno) y lo que se deviene.[17] El viajero deshace lo que se es, separa al joven protagonista de su mundo y de sí mismo, y lo lanza a un devenir abierto e indefinido. Por eso, si da algún “ejemplo” no es porque él encarne una idea de hombre que pueda ser tomada como Bild, como modelo de formación. El viajero es el maestro de lo negativo: no enseña nada, no invita a ser seguido, simplemente da la distancia y el horizonte, el “no” y el impulso para marcharse. El imperativo de Píndaro no es otra cosa que el voto solemne que inicia el devenir “Nietzsche” de Nietzsche, una especie de autopromesa sin contenido, una autodeclaración que no declara nada, una autoexigencia aún vacía pero que contiene en sí una fuerza excéntrica, un primer movimiento negativo. Quizá por eso Schopenhauer como educador es, a la vez, Nietzsche y su antítesis.[18]
Por eso, y más allá de todas las vacilaciones del texto de Nietzsche cuando intenta formular una idea-guía o una idea-promesa que acompañe ese itinerario ejemplar hacia sí mismo, más allá de la sombra de Schopenhauer, debemos considerar lo que niega. Y la radicalidad de su negación. No voy a repetir el listado de negaciones que en Schopenhauer como educador se formulan con extraordinario vigor combativo. Todo lo que compone su “aquí” y su “ahora”, su patria y su presente, y, principalmente, todo lo que debería estar al servicio de la formación, las instituciones de cultura y los así llamados “maestros”, aparece como un peligro de muerte para esa Bildung que está empezando a afirmarse como principio de vida, como deseo de vida, como “salud”, como fuerza vital. La formación sólo podrá realizarse intempestivamente, contra el presente, incluso contra ese yo constituido cuyas necesidades, deseos, ideas y acciones no son otra cosa que el correlato de una época indigente. La lucha contra el presente es también, y sobre todo, una lucha contra uno mismo. Para “llegar a ser el que se es” hay que combatir al que ya se es. Pero el sentido de esa lucha es afirmativo. ¿Cuál es la naturaleza de esa afirmación? Desde luego nada que tenga que ver con el saber, con el poder o con la voluntad. Al menos si entendemos “saber”, “poder” y “voluntad” como los atributos de un sujeto que sabe lo que es y lo que quiere y que es capaz de sobreimponer su propia voluntad a cualquier otra voluntad que pretenda determinarlo. Por eso la dimensión constructiva del “llegar a ser lo que se es” no puede encontrarse ni en el Nosce te Ipsum socrático-platónico-cristiano ni en el Sapere Aude que Kant había colocado como la clave de la Ilustración entendida como narrativa de emancipación. Es sabido que la Bildung nietzscheana rechaza explícitamente el imperativo de “conocerse a sí mismo” y deconstruye, desplazándolo, el de “tener el valor de servirse del propio entendimiento”. El Nietzsche afirmativo nos emplaza a otro tipo de conocimiento y a otro tipo de coraje que acaso pueden leerse en ese Nitimur in Vetitum, en ese “nos lanzamos hacia lo prohibido”, tomado de Ovidio, que Nietzsche utiliza en tantas ocasiones.
Hay un pasaje en la tercera intempestiva en que la dimensión afirmativa de la Bildung se deja como insinuada e incomprendida. El párrafo, que merecería leerse en su totalidad, cierra la sección tercera del libro, aquélla en la que Nietzsche va desgranando los “peligros mortales” que un hombre debe sortear para “convertirse en el que es”. Una vez sorteados todos esos peligros aparece la pregunta esencial, la del valor de la vida. Y ahí no se trata ya de condenar lo que impide la vida, sino de afirmar la vida. En ese punto, Nietzsche escribe: “… el genio mismo era invocado ahora para saber si podía justificar el fruto máximo de la vida, tal vez incluso la vida misma; el hombre grande y creador debe dar respuesta a estas preguntas: ‘¿Asientes en lo más hondo de tu corazón a esta exigencia? ¿Es suficiente para ti? ¿Quieres ser su portavoz, su salvador? Un único y verdadero ¡sí! de tu boca, y la vida, sobre la que tan graves acusaciones penden, quedará absuelta’. ¿Qué contestará? La respuesta de Empédocles”. Y continúa: “Es posible que esta última insinuación no sea comprendida de momento. Pero lo que ahora me importa es algo muy comprensible, a saber, explicar cómo nos podemos formar todos nosotros contra nuestra época…”[19] Empédocles o la dificultad del “sí”. Lo que no puede comprenderse “de momento”. Porque “de momento” es cuestión del “no” y de la salida de casa, el momento del abandono crítico de lo propio. La afirmación trágica de la vida, la respuesta de Empédocles, sólo puede darse en otro lugar, en otro momento, con otras condiciones.[20]
Vamos ahora con la segunda aparición de la fórmula en dos fragmentos de La gaya ciencia. El párrafo 270 se limita a repetir el imperativo de Píndaro y también, al igual que en la tercera intempestiva, como un dictum de la conciencia. “¿Qué dice tu conciencia? —‘Debes llegar a ser el que eres’”.[21] Pero es un párrafo que debe leerse en el contexto de los últimos aforismos del final del libro III, entre el 266 y el 275, en una serie trabada en la que se formula un destino para el porvenir que incluye la reevaluación de los valores y la afirmación de sí como condiciones de posibilidad para llegar a ser el que se es. Además, si hacemos resonar todo eso con el otro párrafo en el que aparece la fórmula, con el 335, su amplitud y su profundidad se hacen casi vertiginosas.
En el párrafo 335 es el Nietzsche genealogista el que va a reescribir el dictum de Píndaro. El párrafo, relativamente largo en el contexto de esa lección de concisión aforística que es La gaya ciencia, empieza así: “¡Arriba la Física! ¿Cuántos hombres hay que sepan observar? Y entre los pocos que lo saben ¡cuántos se observan a sí mismos! ‘Cada uno es para sí mismo lo más lejano’—eso lo saben, para su desasosiego, todos los que ponen a prueba los riñones de los hombres. La máxima: ‘Conócete a tí mismo’ es, puesta en boca de un Dios y dirigida a los hombres, casi una maldición”.[22] Después de ese arranque, Nietzsche se dedica a desmontar ese dispositivo llamado conciencia de un modo que resuena extrañamente con el Foucault de la introducción al Uso de los placeres, concretamente con esa última sección casi metodológica en la que se distinguen varias dimensiones para el estudio de las formas y las transformaciones de la relación con uno mismo.[23] Hay “una conciencia que está detrás de tu ‘conciencia’”, dice Nietzsche, y que constituye algo así como sus condiciones genéticas de fabricación: instintos, inclinaciones, experiencias e inexperiencias constituyen el fondo inconsciente de la conciencia. Lo que la conciencia dice, ese imperativo de “llega a ser el que eres”, está cargado de supuestos que hay que desmontar cuidadosamente: “… si hubieras pensado más sutilmente, si hubieras observado mejor y aprendido más, bajo ninguna circunstancia hubieras continuado llamando deber y conciencia a este ‘deber’ tuyo y a esta ‘conciencia’ tuya”.[24] Pero, además, hay muchas formas de seguir el dictado de la conciencia. Se puede obedecer a la conciencia “de cien maneras diferentes”. Y muchas de esas maneras expresan el trabajo de fuerzas reactivas: pobreza de ánimo, falta de individualidad, testarudez, convencionalismo, vanidad. Reconocemos ya al Nietzsche de la distinción de fuerzas, al que se ha dado ya una perspectiva para valorar los valores. Y son las fuerzas reactivas del animal gregario las que construyen la ficción mala del imperativo categórico, el egoísmo enfermo, el egoísmo que no es otra cosa que ceguera y mezquindad, debilidad de espíritu, incapacidad de distinguir. Y termina: “… pero nosotros queremos llegar a ser lo que somos, ¡los nuevos, los únicos, los incomparables, los que-se-dan-leyes-a-sí-mismos, los que-se-crean-a-sí-mismos! Y para eso tenemos que llegar a ser los mejores aprendices y descibridores de todo lo legal y necesario en el mundo: tenemos que ser físicos, para poder ser creadores”.[25] Para llegar a ser lo que somos hay que llevar en una mano el escalpelo de la física, la máquina de distinguir cuidadosamente y de destruir despiadadamente, y, en la otra, la capacidad de creación, el espíritu del Arte. Y es ese espíritu el que se sugiere, por ejemplo, en el párrafo 290, el que empieza con estas palabras: “Sólo es necesaria una cosa ‘Imprimir estilo a su carácter’, es un arte con que rara vez tropezamos”,[26] o en el 299, el que se titula “Lo que se debe aprender de los artistas”, y que termina así: “… entre ellos habitualmente acaba esa sutil fuerza suya allí donde acaba el arte y comienza la vida; pero nosotros queremos ser los poetas de nuestra vida y, en primer lugar, de lo más pequeño y lo más cotidiano”.[27] El “llegar a ser lo que se es” está aquí del lado de la libertad entendida como voluntad de Arte. Y la Bildung empieza a mostrar también su dimensión estética o poiética, su cara de autocreación artística.
La fórmula “llegar a ser lo que se es” se nos ha hecho ya paradójica. Por un lado, no describe ya un proceso de “llegar a ser” que conduce a un resultado, a “lo que se es”. Nietzsche sabe ya que el devenir no fluye en el ser y que debe ser afirmado como puro devenir, sin referencia a un ser estable y estabilizado que determinaría su verdad. Por otro lado, ese “lo que se es” no es ya ninguna “realidad”. Nietzsche ya no distingue entre ser y apariencia y el “llegar a ser lo que se es” no tiene nada que ver con ninguna “realización” de esencias o de potencias preexistentes. Por último, “lo que se es” no está ya del lado de la unidad, sino de la multiplicidad o, mejor, de esa unidad en la multiplicidad, de esa singularidad múltiple que es la obra de arte. Eso que somos y que tenemos que llegar a ser no es ya ni sujeto ni objeto, no es una “realidad” de ningún tipo, ni subjetiva ni objetiva, no es ni siquiera una “idea” que tendríamos que “realizar”, sino que está claramente del lado de la invención. El hombre es un animal de invención, y las distintas formas de conciencia no son sino productos de esa función inventiva, de esa capacidad de invención. Por eso Nietzsche no distingue realidad y ficción, sino la ficción mala, enferma, y la ficción buena, sana, en función de cuál es su relación con la vida. Habría entonces una ficción mala, temerosa y negadora de la vida, y una ficción buena, afirmativa, productora de novedad, de intensidad, creadora de posibilidades de vida.
El “llegar a ser el que se es” no está ya del lado de la lógica de la identidad, del autodescubrimiento, del autoconocimiento o de la autorrealización, sino del lado de la lógica des-identificadora de la invención. Una invención, sin embargo, que no se piensa desde la perspectiva de la libertad creadora del genio, de la soberanía de un sujeto capaz de crearse a sí mismo, sino desde la perspectiva de la experiencia o, mejor, de la experimentación. Si el inicio del Bildungsroman tiene la forma de la negación, su trama tiene la forma de la experiencia. Y la experiencia es lo que nos pasa y el modo como nos ponemos en juego a nosotros mismos en lo que nos pasa. La experiencia es un paso, un pasaje. Contiene el “ex” del exterior, del exilio, del extraño, del éxtasis. Contiene también el “per” del recorrido, del “pasar a través”, del viaje, de un viaje en que el sujeto de la experiencia se prueba y se ensaya a sí mismo. Y no sin riesgo: en el experiri está el periri, el periculum, el peligro. Por eso la trama del relato de formación es una aventura que no está normada por ningún objetivo predeterminado, por ninguna meta. Y el gran inventor-experimentador de sí mismo es el sujeto sin identidad real ni ideal, el sujeto capaz de asumir la irrealidad de su propia representación y de someterla a un movimiento incesante a la vez destructivo y constructivo. Por un lado el “desprenderse de sí”, ese “perder el rostro” que Foucault ha modulado de tantas maneras. Por otro lado, la “experimentación” en el sentido que esa palabra tiene en las artes “experimentales”. Y, en medio, un sujeto que ya no se concibe como una sustancia dada sino como forma a componer, como una permanente transformación de sí, como lo que está siempre por venir.
En la tercera intempestiva el “cómo se llega a ser lo que se es” estaba bajo el signo de la negación. En La gaya ciencia, sin embargo, está bajo el signo de la travesía, de la experiencia, de la prueba, del itinerario singular que conduce hacia uno mismo. En el Ecce Homo, ese libro está presentado como un pasaje entre Aurora y Así habló Zaratustra. Es por tanto, un libro puente, umbral, colocado bajo el signo de San Enero (Sanctus Januarius) como signo del comienzo y bajo el signo de Jano como signo de la duplicidad. El carácter doble del libro tiene que ver, en primer lugar, con la unión no dialéctica entre la alegría, la cara sonriente de Jano, y la ciencia, su cara seria; con la alianza, en suma, entre la luminosidad y la gracia afirmativa por un lado, y la gravedad y la profundidad del saber por otro. Pero tiene también que ver con la coexistencia de la perspectiva del comienzo y la apertura del porvenir, por un lado, y la perspectiva de la decadencia y la crítica del presente por otro. Quizá la totalidad del espíritu de La gaya ciencia pueda encontrarse en el pasaje entre el libro III y el IV, entre esas “frases graníticas del final del libro III, con las cuales se reduce a fórmula por vez primera un destino para todos los tiempos”[28] y el comienzo del libro IV, la promesa de afirmación y la declaración de Amor fati que Nietzsche se regala a sí mismo como voto para el año nuevo (párrafo 276) y el poema a San Enero que lo precede y que el mismo Nietzsche reescribe en el Ecce Homo: “Tú que con dardo de fuego has roto el hielo de mi alma para que ahora ésta, con estruendo, se lane cal mar de su suprema esperanza…”[29] La lanza de fuego ha descongelado lo que aún era Wagner o Schopenhauer, lo que aún quedaba de nihilismo. Por fin, la ciencia más cruel, más lúcida, más sobria y más implacable se ha hecho plenamente alegre, y la alegría más afirmativa, más eufórica y más vital se ha hecho completamente sabia. Por fin Nietzsche puede recibir a Zaratustra.
La tercera aparición de la frase está en dos lugares del Zaratustra. En “El convaleciente”, una de las últimas secciones de la tercera parte del libro, aquélla de la conversación entre Zaratustra y sus animales, el águila y la serpiente, sobre el eterno retorno, y en “La ofrenda de miel”, la sección que abre la cuarta y última parte del libro, aquélla en la que resuena el episodio evangélico en que Cristo nombra a sus discípulos como pescadores de hombres. Pero Así habló Zaratustra es, entre otras muchas cosas, un relato, el relato de la propia formación de Zaratustra, del proceso por el cual Zaratustra, a través de una serie de experiencias y metamorfosis, se convierte en el que es. Por eso no es indiferente el punto justo del trayecto de aprendizaje de Zaratustra en el que aparece el dictum de Píndaro. Y sobre todo, no es indiferente en relación al modo como a lo largo del libro va cambiando su comprensión de sí mismo como maestro y su propia comprensión de la naturaleza de lo que enseña.
No intentaré un resumen del libro que sitúe el momento en que Zaratustra pronuncia la frase, pero sí diré que, en ese punto, no se considera ya tanto “maestro del superhombre” como “profeta del eterno retorno”, es decir, que ha tenido ya lugar para él “el pensamiento abismal” que le hace poseedor del secreto de la vida. Zaratustra ha comprendido ya que su propia concepción del superhombre, la que tenía en la primera parte del libro, estaba atrapada todavía en una perspectiva histórica y antropológica, como si fuera una meta, una esperanza, una posibilidad, un camino de futuro, de progreso, de perfección, que se ofrece a los hombres tras la muerte de Dios y la desvalorización de todos los valores. Zaratustra ha abandonado ya el motivo de la superación del hombre por el superhombre y ha comenzado a pensar en los términos de la afirmación de la vida como creadora de valores, en los términos de la voluntad de potencia en suma. Y el pensamiento del eterno retorno no es otra cosa que la condición y la figura de esa relación afirmativa con la vida capaz de elevar al hombre a su máxima intensidad vital. Por otra parte, habría que decir también que Zaratustra no sólo ha dejado ya de predicar “para todos” en la plaza pública, sino que ha abandonado también a sus discípulos y ha recorrido en solitario y como aprendiz el camino que le hará superar lo que aún quedaba en él de nihilismo. Antes de pronunciar el imperativo de Píndaro Zaratustra ha realizado un lento aprendizaje que culmina, quizá, con los ditirambos del final de la segunda parte en los que ha sellado su alianza nupcial con la vida afirmando el anillo del devenir y del retorno.
Vamos ahora un poco más despacio. Casi al final de la tercera parte, en la sección titulada “El convaleciente”, Zaratustra experimenta en su propio cuerpo el dolor y la turbación de la revelación del eterno retorno y comienza a elevarse de nuevo. Es el capítulo en el que “acaba el ocaso de Zaratustra” y comienza para él una nueva ascensión hacia el mediodía. Pues bien, después de siete días de postración, sus animales, la serpiente y el águila, le saludan así: “… tus animales saben perfectamente quién eres tú, Zaratustra, y lo que tú has de llegar a ser: he aquí que tú eres el profeta del eterno retorno… ¡Éste es ahora tu destino!”.[30] La fórmula del “llegar a ser el que se es” aparece aquí en el momento en el que Zaratustra recibe de sus animales la fórmula de su destino, la fórmula de quién es y quién ha de llegar a ser. Y esa nueva formulación del destino de Zaratustra aparece en una conversación sobre el significado del eterno retorno sobre la que habría que señalar un par de cosas. En primer lugar, que los animales, que creen conocer el significado del eterno retorno, hablan de él en los mismos términos de “La visión y el enigma” pero con la diferencia esencial que allí Zaratustra hablaba del eterno retorno como de una pregunta, como de un enigma, y aquí los animales hablan como de una respuesta. Zaratustra les reprende, sonriendo, llamándoles “organillos de manubrio”, por haber transformado el enigma en un estribillo banal, en una cantinela, en una idea cualquiera. Y cuando los animales callan y aguardan a que Zaratustra les diga algo, éste no responde porque “no se dio cuenta de que callaban. Antes bien, yacía en silencio, con los ojos cerrados, semejante a un durmiente, aunque ya no dormía: pues se hallaba en conversación con su alma”.[31] Y eso lleva a Heidegger a decir que “se calla porque conversa con su alma, porque encontró su destino y se convirtió en el que es”.[32] Como si sólo por la afirmación del eterno retorno fuera posible “llegar a ser el que se es”. Pero una afirmación que no es, en absoluto, la comprensión de una doctrina, que no tiene nada que ver con el saber, sino que debe hacerse, como Zaratustra, con todo el cuerpo y con toda el alma, con todo lo que se es. Sólo cuando una voluntad puramente afirmativa atraviesa “lo que se es”, el hombre se convierte en “el que es”. Y esa conversión no se resuelve en cháchara ni en predicación ni en doctrina, sino en silencio o en canto. De hecho no hay en el Zaratustra ninguna exposición positiva del “pensamiento abismal”, como si éste fuera inexpresable o, al menos, informulable desde el punto de vista de la demostración o de la representación y lo único que pudiera hacerse fuera experimentarlo o probarlo en uno mismo.
Si en “El convaleciente” el “llegar a ser el que se es” se pronunciaba desde la formulación del destino del propio Zaratustra como “profeta del eterno retorno”, en “La ofrenda de miel” la frase se pronuncia desde la instauración de una nueva relación con los hombres que no tiene ya nada que ver con la que, al principio del libro, hizo que un Zaratustra solar, apolíneo, en la plenitud de sus fuerzas, descendiese de la montaña, declinase como el sol, para iluminar la oscuridad del mundo con la enseñanza de la doctrina del superhombre. Zaratustra ahora sube a una montaña y, completamente solo, después de “reír de todo corazón”, parodia el motivo evangélico de la pesca de hombres. No habla para todos, como cuando habló en la plaza pública y tuvo que abandonarla, decepcionado, ante la incomprensión del pueblo. No habla tampoco para los discípulos, para aquéllos que había creído compañeros en la creación de los valores y a los que tuvo también que abandonar cuando percibió que lo que querían era creer en algo. Ahora, pescando donde no se puede pescar, en lo alto de una montaña, Zaratustra va a hablar para nadie. Y va a hablar también sin la presión de la actualidad y sin la pretensión de la eternidad: “Mas yo y mi destino no hablamos para ‘hoy’, ni tampoco hablamos para nunca; tenemos paciencia para hablar, tenemos tiempo, y más que tiempo”.[33] Zaratustra va a hablar en definitiva para el porvenir, es decir, para lo que no se sabe y no se espera, para lo que no puede anticiparse, ni preverse, ni prescribirse, para lo está fuera de cualquier expectativa, de cualquier proyecto. Y ¿qué es lo que va a decir? Nada. Zaratustra se limita a lanzar su felicidad hacia el mundo de los hombres: “… hacia él lanzo yo ahora mi caña de oro, diciendo: ¡ábrete, abismo humano! ¡Ábrete y arrójame tus peces y tus cangrejos centelleantes! ¡Hoy pesco para mí con mi mejor cebo los peces humanos más raros! Arrojo a lo lejos mi misma felicidad, la disperso por todas las latitudes y lejanías, entre el oriente, el mediodía y el occidente, para observar si muchos peces humanos aprenden a tirar y morder de mi felicidad. Hasta que mordiendo mis afilados anzuelos escondidos necesiten subir hasta mi altura los más llamativos gobios de las profundidades, subir hacia el más maligno de los pescadores de hombres. Porque yo soy desde de raíz y desde el comienzo, tirando, atrayendo, levantando, elevando, alguien que tira, que cría y corrige, que no en vano se dijo a sí mismo hace tiempo ya: ‘¡Llega a ser el que eres!’ Por lo tanto, que suban ahora los hombres hasta mí…”.[34]
El dictum de Píndaro es ahora el mensaje de un maestro que no dice nada y que no se dirige a nadie. Zaratustra no ofrece una fe nueva, sino una exigencia nueva; no una verdad de la que bastaría con apropiarse, sino una tensión. No le vale la generosidad engañosa e interesada de aquellos que dicen dar algo (una fe, una verdad, un saber) pero para oprimir con aquello que dan, para fabricar discípulos o creyentes. No hace más que enriquecer a cada uno de sí mismo, desvelar lo que cada uno es y lo que tiene de mejor, elevar a cada uno a su propia altura, procurar en suma que cada uno llegue a ser el que es. Si Zaratustra, como educador, atrae a los peces, no es para atar a los hombres a sí mismo, para invitarlos a seguirle, para convertirlos en discípulos, y tampoco para atarlos a sí mismos, a cualquier identidad consigo mismos, sino para elevarlos a lo más alto de ellos mismos, a lo que hay en cada uno de ellos que es más alto que ellos y, por tanto, otra cosa que ellos. A diferencia de los demagogos impacientes y bulliciosos, a diferencia de los reclutadores de hombres que siempre van en grupo, Zaratustra tiene el tiempo, la paciencia, la soledad y el silencio del pescador. Y no habla ni como Cristo ni como Sócrates, ni como un salvador del mundo que trae una nueva fe ni como un apóstol del bien, de la belleza y de la verdad que busca convertir la mirada de los hombres hacia las certezas luminosas de lo inteligible. El maestro tira y eleva, hace que cada uno se vuelva hacia sí y vaya más allá de sí mismo, que cada uno llegue a ser el que es.
Ese hilo que hemos tomado en el impulso negativo y el “voto solemne” de la tercera intempestiva y que nos ha llevado hasta la risa y la alegría de Zaratustra tiene su epílogo en las dos apariciones de la fórmula en el Ecce Homo. La primera en el subtítulo, inseparable por tanto del modo como Nietzsche quiere darlo a leer, de su carácter irónicamente autobiográfico. Nietzsche abre Ecce Homo anunciando su intención de decirnos quién es, y por eso su relato deberá contar su propio itinerario hacia sí mismo, ese proceso lleno de rodeos y azares, de divagaciones y extravagancias, de acercamientos y alejamientos, a lo largo del cual se ha convertido en el que es.
La estructura de Ecce Homo, una parte autobiográfica seguida de un comentario de sus propias obras, remite inmediatamente al Discurso del método cartesiano. Pero Nietzsche no pretende fijar un método seguro ni una vía recta para llegar a la verdad sobre sí mismo. Para Nietzsche no hay un camino trazado de antemano que sólo habría que seguir sin desviarse para llegar a ser el que se es. El itinerario hacia uno mismo está por inventar, de una forma siempre singular, y no puede evitar ni la incertidumbre ni los rodeos. Por otra parte, no es la razón la que sirve aquí de guía, poniendo conscientemente las metas y los imperativos y prefigurando el camino recto, sino los instintos, la fuerza subterránea del temperamento tipológico esencial: “El llegar a ser lo que se es presupone el no barruntar ni de lejos lo que se es. Desde este punto de vista tienen su sentido y valor propios incluso los desaciertos de la vida, los momentáneos caminos secundarios y errados, los retrasos, las “modestias”, la seriedad dilapidada en tareas situadas más allá de la tarea. En todo esto puede expresarse una gran cordura, incluso la cordura más alta: cuando el “nosce te ipsum” (conócete a ti mismo) sería la receta para perecer, entonces el olvidarse, el malentenderse, el empequeñecerse, el estrecharse, el mediocrizarse se transforman en la razón misma”.[35]
El subtítulo de Ecce Homo no sólo desplaza la idea cartesiana de método como el seguir un camino trazado de antemano, sino que desplaza también el proyecto autobiográfico de Rousseau en Las confesiones. A diferencia de Rousseau, el llegar a ser el que se es no reposa sobre la observación introspectiva de sí mismo. Para Nietzsche no hay un yo real y escondido que descubrir. Detrás de un velo siempre hay otro velo, detrás de una máscara otra máscara, detrás de una piel otra piel. El yo que importa es el que hay siempre más allá de lo que se toma habitualmente por uno mismo: no está por descubrir, sino por inventar; no por realizar, sino por conquistar; no por explorar, sino por crear de la misma manera que un artista crea una obra. Para llegar a ser el que se es hay que ser el artista de uno mismo.
Para eso hay dos reglas fundamentales. La primera es seguir el propio instinto y dejar que vaya trabajando inconscientemente la fuerza organizadora, esa fuerza que “comienza a dar órdenes, nos saca lentamente, con su guía, de los caminos secundarios y equivocados, prepara cualidades y capacidades singulares que alguna vez demostrarán ser indispensables como medios para el todo, —ella configura una tras otra todas las facultades subalternas antes de dejar oír algo de la tarea dominante, de la ‘meta’, la ‘finalidad’, el ‘sentido’”.[36] El llegar a ser uno mismo se prepara en el inconsciente y, durante mucho tiempo, la conciencia ignora el trabajo secreto del instinto y el modo como utiliza los rodeos para imponer una jerarquía y una perspectiva dominante. Para llegar a la propia meta, parece decir Nietzsche, no hay que saber adónde se va, no hay que dejarse seducir por finalidades demasiado concretas, por imperativos con los que la conciencia “se entiende demasiado pronto”, y hay que saber perder el tiempo, vagabundear, no esforzarse por nada concreto, no proponerse una finalidad, no aspirar a nada determinado.
La segunda regla es utilizar maestros, pero como piedras de toque, como pretextos para la experimentación de sí, que hay que saber abandonar a tiempo. En el caso de Nietzsche “la agradable corrupción” de Ritschl, su primer maestro de filología, el primer seductor; Schopenhauer, el otro gran tentador, el único modelo y el único ejemplo en la época de la Tercera Intempestiva; y Wagner, a la vez el “antídoto para todo lo alemán” y un veneno del que tuvo que aprender a escapar. Los maestros no son otra cosa que la secreta astucia de un camino oblicuo, necesarios para seguir ese arte de las divagaciones que no es un gasto inútil sino una oscura preparación. Pero hay que saber dejarlos en el momento oportuno puesto que no son modelos de identificación, sino astucias para diferir de uno mismo, para separarse de uno mismo en el proceso tortuoso de llegar a ser el que se es.
Por eso en el relato del devenir “Nietzsche” de Nietzsche que Nietzsche se cuenta a sí mismo en el umbral de sus cuarenta y cinco años hay tantas precauciones para no ser tomado por otro. Porque él mismo, antes de llegar a ser el que es, se ha tomado por otros, ha pasado por otros, se ha apartado de sí mismo en una multitud de vías excéntricas. Todas esas figuras no son Nietzsche, pero al mismo tiempo son Nietzsche, son el devenir múltiple de Nietzsche, el Nietzsche del porvenir. En el Ecce Homo, Nietzsche emprende la tarea imposible de distinguir lo que a él le pertenece propiamente y lo que no han sido sino pasajes impropios, desviaciones aberrantes. Como si quisiera distinguirse de todas sus máscaras asumiéndolas, incorporándolas a su propio nombre, en un ejercicio delirante en el que pretende darse una unidad y un centro y un nombre, pero que sólo puede lograr desuniéndose y descentrándose, estallando en múltiples nombres, en múltiples figuras, en múltiples firmas. En el Ecce Homo el relato del “llegar a ser lo que se es” se formula en una autobiografía que hace estallar el autos, como sujeto sustancial y estable, y el bios como vida propia, personal, capaz de someterse al hilo de un relato “razonable”. Y hace estallar también la escritura, la grafía, en un haz de destellos incandescentes.
Me parece que uno de los efectos de la “inactualidad” de Nietzsche, de esa inactualidad que, para Colli, es el núcleo paradójico de su existencia y el elemento irrecuperable e injustificable de su escritura, consiste en crear una distancia irreconciliable entre nosotros y nuestras palabras. Colli habla de la inactualidad de Nietzsche como de una impugnación radical del presente que nos lleva a distanciarnos de todos nuestros problemas.[37] Foucault habla de una extrañeza de nosotros mismos, de una distancia entre nosotros y nosotros mismos, de una “disociación sistemática de nuestra identidad”.[38] Y Deleuze, hablando de Foucault pero también de Nietzsche, construye la inactualidad como la producción de una diferencia entre lo que somos, y ya estamos dejando de ser, y aquello que devenimos y que sin duda nos es desconocido.[39] Y atravesando todas esas distancias, todas esas disociaciones, todas esas diferencias, todas esas extrañezas, quisiera ahora señalar la que quizá sea la más radical de todas: la que abre un abismo entre nosotros como seres parlantes y unas palabras que ya no podemos llamar nuestras.
Hay un poema de Roberto Juarroz que habla de las palabras caídas. Dice así: “También las palabras caen al suelo (…). / Pero hay algunas que permanecen caídas / y a veces uno las encuentra / en un casi larvado mimetismo, / como si supiesen que alguien va a ir a recogerlas / para construir con ellas un nuevo lenguaje, / un lenguaje hecho solamente con palabras caídas”.[40] La palabra “formación” es una de esas palabras caídas. Caídas y olvidadas. La vieja idea de formación nos parece ya irremediablemente anacrónica. Además, no podemos ya ni siquiera tomarla en su antiguo esplendor y en su antigua solidez. Primero porque pensadores como Nietzsche la han hecho estallar definitivamente. Pero también porque la deriva misma del Bildungsroman ha ido socavando implacablemente todo lo que la sostenía. A las miserias de nuestro presente sólo podemos oponerle ya una idea caída. Pero quizá, en tanto que caída, llena de posibilidades.
[5. Cómo se llega a ser lo que se es]
[1] Es justamente famoso el ejercicio que hace Derrida (en Éperons. Les styles de Nietzsche, París, Flammarion, 1978) con la frase “he olvidado el paraguas” que Nietzsche anotó en una hojita de papel para concluir que su significado “no lo sabremos nunca. O al menos podremos no saberlo nunca, y hay que tener en cuenta esta imposibilidad, esta impotencia” (p. 107). Y Borges también sabía que el sentido es siempre indecidible. Recuérdese si no el ejercicio que hace en “La fruición literaria” (en El idioma de los argentinos, Buenos Aires, Gleizer, 1928), donde la frase “el incendio, con feroces mandíbulas, devora el campo” se atribuye sucesivamente a un poeta ultraísta argentino, a un poeta chino o siamés, al testigo ocular de un incendio real y al poeta griego Esquilo, razonando, en cada caso, los motivos de la atribución en función del significado del texto. O ese prodigio de reflexión sobre la imposibilidad de “llegar al texto” que es “Pierre Menard, autor del Quijote” (en Ficciones, Barcelona, Planeta, 1971).
[2] En el sentido que Deleuze da a esa palabra en el texto que dedica al Bartleby de Melville en Critique et clinique, París, Minuit, 1993.
[3] Sígueme, Salamanca, 1984, p. 37.
[4] La operación podría tomarse como punto de partida para un ejercicio, que no voy a emprender aquí, y que dejaré sólo sugerido, que consistiese en establecer una tensión y al mismo tiempo una relación entre Paideia y Bildung. Traduciendo a Píndaro, desplazando hacia el presente una frase que podría cargarse con todas las modulaciones de la Paideia, lo que haría Nietzsche sería hacer funcionar una cierta idea, desde luego interesada, tomada de Grecia, contra Alemania, como para hacer estallar esa idea o esa constelación de ideas, tan rica y tan compleja, que nombramos con la palabra Bildung. El motivo sería de nuevo Grecia (o una cierta imagen de Grecia) contra Alemania, el pasado (o una cierta imagen del pasado) contra el presente, Paideia contra Bildung.
[5] Para una caracterización del Bildungsroman como género y desde el punto de vista de la construcción de la imagen del héroe, el clásico sigue siendo el texto fragmentario de Bajtín “La novela de educación y su importancia en la historia del realismo” en Estética de la creación verbal, Madrid, Siglo XXI, 1990, pp. 200-247.
[6] Madrid, Alianza, 1971, p. 60.
[7] El párrafo es el siguiente: “A vosotros, los audaces buscadores e indagadores, y a quienquiera que alguna vez se haya lanzado con astutas velas a mares terribles; a vosotros los ebrios de enigmas, que gozáis con la luz del crepúsculo, cuyas almas son atraídas con flautas a todos los abismos laberínticos; pues no queréis, con mano cobarde, seguir a tientas un hilo y que, allí donde podéis adivinar, odiáis el deducir”.
[8] Introducción a Nietzsche, Valencia, Pre-textos, 2000, p. 33.
[9] No quiero decir con eso que se trate de un escrito “juvenil”. Pero sí es verdad que Nietzsche adopta la posición de un joven cuando se coloca a la sombra de Schopenhauer como ya había hecho en el artificio retórico del recuerdo de una experiencia de juventud que articula las conferencias de Basilea reunidas en Sobre el porvenir de nuestras escuelas. Recuérdese la frase: “Pongámonos en la situación de un joven estudiante…” con la que prácticamente arranca la primera conferencia (Barcelona, Tusquets, 1980, p. 37).
[10] Schopenhauer como educador, Madrid, Biblioteca Nueva, 2000, p. 25.
[11] Schopenhauer como educador, ídem. Es justamente célebre la crítica al remordimiento efectuada por Schopenhauer en El mundo como voluntad y representación. Ahí el remordimiento aparece como la disociación entre la conciencia y su propia voluntad. Nietzsche, sin embargo, va a modelar esa figura desde el disgusto de sí mismo doblado de impotencia. Justamente lo contrario que la afirmación de la vida.
[12] Schopenhauer como educador, op. cit., pp. 25-26.
[13] Op. cit., p. 26.
[14] Ídem.
[15] Schopenhauer como educador, op. cit., p. 28.
[16] Nietzsche caracteriza frecuentemente las Intempestivas como belicosas. Por ejemplo Ecce Homo, op. cit., p. 73.
[17] En el Ecce Homo, Nietzsche habla de la tercera intempestiva como del lugar donde está escrito su devenir. El párrafo merece transcribirse: “Ahora que vuelvo la vista desde una cierta lejanía a las situaciones de las que estos escritos son testimonio, no quisiera negar que, en el fondo, hablan meramente de mí. (…) en Schopenhauer como educador está inscrita mi historia más íntima, mi ‘devenir’. ¡Sobre todo mi voto solemne!.. ¡Oh, cuán lejos me encontraba yo entonces todavía de ‘lo que’ soy hoy, del ‘lugar’ en que me encuentro hoy!”, op. cit., p. 77.
[18] “… quien aquí habla no es, en el fondo, ‘Schopenhauer como educador’, sino su antítesis, ‘Nietzsche como educador’” Ecce Homo, op. cit., p. 78.
[19] Schopenhauer como educador, op. cit., p. 53.
[20] Se sabe que Nietzsche leyó fascinado los distintos proyectos de La muerte de Empédocles que escribió Hölderlin. Se sabe que intentó escribir él mismo un Empédocles y que, quizá de ese intento, surgió Zaratustra.
[21] La gaya ciencia, Caracas, Monte Ávila, 1985, p. 157.
[22] La gaya ciencia, op. cit., p. 192.
[23] París, Gallimard, 1984, pp. 32-39.
[24] La gaya ciencia, op. cit., p. 193.
[25] Ídem, pp. 194-195.
[26] Ídem, p. 167.
[27] La gaya ciencia, op. cit., p. 173.
[28] Ecce Homo, op. cit., p. 92.
[29] La gaya ciencia, op. cit. p. 159; Ecce Homo, op. cit., p. 91.
[30] Así habló Zaratustra, Madrid, Alianza, 1972, pp. 302-303.
[31] Así habló Zaratustra, op. cit., p. 304.
[32] Nietzsche. Vol. I, París, Gallimard, 1971, p. 247.
[33] Así habló Zaratustra, op. cit., p. 324.
[34] Así habló Zaratustra, op. cit., p. 323.
[35] Ecce Homo, op. cit., pp. 50-51.
[36] Ecce Homo, op. cit., p. 51.
[37] “No se trata de ver para qué nos sirve el pensamiento de Nietzsche, dónde toca, enriquece, estimula los problemas modernos: en realidad su pensamiento sirve sólo para una cosa, para distanciarse de todos nuestros problemas, para hacernos mirar más allá de todos nuestros problemas” (Introducción a Nietzsche, op. cit., p. 214).
[38] Nietzsche, la genealogía, la historia, Valencia, Pre-textos, 1988, p. 66.
[39] (Con F. Guattari) Qu’est-ce que la philosophie?, París, Minuit, 1991, p. 107.
[40] Poesía Vertical. II. 1983/1993, Buenos Aires, Emecé, 1993, p. 12.