El poema se titula Der Leser: “El lector” y dice así:
¿Quién le conoce, a éste que bajó
su rostro, desde un ser hacia un segundo ser,
a quien sólo el veloz pasar páginas plenas
a veces interrumpe con violencia?
Ni siquiera su madre estaría segura
de si él es el que allí lee algo, empapado
de su sombra. Y nosotros, que teníamos horas,
¿qué sabemos de cuánto se le desvaneció
hasta que, con esfuerzo, alzó la vista?
cargando sobre sí lo que, abajo, en el libro,
sucedía, y con ojos dadivosos, que en vez
de tomar, se topaban a un mundo pleno y listo:
como niños callados que jugaban a solas
y, de pronto, vivencian lo existente;
mas sus rasgos, que estaban ordenados,
quedaron alterados para siempre.[1]
“El lector” pertenece a Der Neuen Gedichte Anderer Teil (La otra parte de los Nuevos Poemas), un libro que fue terminado en 1908, casi al final de la experiencia parisina de Rilke, y que está dedicado al escultor Rodin de quien el poeta había sido secretario personal hasta mediados de 1906. El libro continúa otro anterior titulado Nuevos Poemas y escrito también en París entre 1902 y 1907. Esos dos poemarios, junto con Los cuadernos de Malte Laurids Brigge, constituyen la segunda etapa de la obra rilkeana, la del “poema cosa”, después de la orientación postromántica que preside El libro de horas y también, en gran parte, El libro de las Imágenes y antes de la culminación del itinerario poético de Rilke en las Elegías de Duino y los Sonetos a Orfeo.
Los títulos de los poemas recuerdan el catálogo de una exposición. Además, varios de ellos toman como pre-texto obras de artistas plásticos (“El lector” tiene como punto de partida un cuadro de Manet titulado “La lectura”). No en vano Rilke estaba entonces poniendo sus propias tentativas poéticas bajo el signo de Rodin, de Van Gogh y, sobre todo, de Cézanne, cuya antológica en el Salón de Otoño de 1907 había visitado asidua y emocionadamente.[2]
Rodin, Van Gogh y Cézanne, como también Baudelaire, contribuyeron a que Rilke abandonase los postulados estéticos postrománticos que atravesaban su obra anterior (sobre todo el subjetivismo, el sentimentalismo y el abandono a la inspiración) e iniciara una etapa poética marcada por la observación rigurosa, la despersonalización ante el objeto contemplado y la disciplina formal. El poema ya no será el resultado de un momento de inspiración entendido como un suceso psíquico en la intimidad del poeta. La lectura no será el revivir por parte del lector la experiencia psicológica singular del poeta. El poema debe ser algo indiferente y pasivo, como una cosa de la naturaleza, reposando en sí mismo y manteniéndose impermeable a cualquier proyección subjetiva. La lectura debe ser contemplación en la distancia de aquello que el poema lleva hacia la verdad de su ser.
Rodin regaló a Rilke “la realidad tal como es, sin la falsificación sentimental del sujeto”.[3] Baudelaire le entregó la convicción de que la mirada artística no puede elegir ni desdeñar su objeto, de que tiene que atreverse a ver “también en lo horrible y aparentemente sólo repugnante la cualidad de ser, lo “válido”, junto a todo lo demás que es”.[4] Cézanne le dio la idea de réalisation que Rilke entiende como el logro poético de “lo convincente, el “hacerse cosa”, la realidad que, gracias a su propia vivencia del objeto, llega hasta la indestructibilidad”.[5] Y Rilke también recibió de Cézanne esa percepción de la paciencia y de la humildad perruna del artista ante la realidad concreta pero siempre incomprensible que le llama, le golpea, le hace padecer hambre y le aparta finalmente de su lado, haciéndole incluso olvidar los raros instantes en que le ha permitido permanecer “no expulsado, ni tampoco aceptado” junto a ella.[6]
Marcado por esta nueva objetividad que no renuncia a un cierto subjetivismo experiencial y a la inclusión de indudables dimensiones simbólicas,[7] lo que Rilke intenta en los dos libros de Nuevos Poemas es el acercamiento lento a la “realidad” de lo contemplado y la elaboración poética de su veracidad esencial de modo que no esté falsificada ni por la emoción ni por el juicio subjetivo del poeta. Sobre el vaciado de la emoción y del juicio Rilke es muy explícito: se trata de romper con “esto se juzga en lugar de decirlo” y con “amo esta rosa en lugar de decir: hela aquí”;[8] el artista confunde su acción cuando “ordena, o hace intervenir de una u otra manera su superioridad humana, su ingenio, su destreza abogacil, su agilidad mental”;[9] lo que hay que intentar es la visión exacta sin el obstáculo de la proyección subjetiva, la cosa misma en su propio ser y en su propia verdad y no lo que ella sugiere o inspira: “el vencimiento de sí hacia una nueva beatitud”.[10]
Aquí el poeta no se entromete: no juzga, no valora, no muestra ninguna emoción hacia lo que describe, intenta mantener una objetividad disciplinada y mantener a su “motivo” a distancia, como conservándolo incontaminado de cualquier proyección que pudiera falsificarlo. Lo real queda así transfigurado y esencializado, convertido en “cosa de arte” (Kunstding es la palabra inventada por Rilke), y por eso ya más verdadero y más real incluso que lo que pudo servirle como modelo.
Der Neuen Gedichte Anderer Teil constituye la formulación de una poética y, a la vez, el relato del itinerario de formación de un poeta. El libro se abre con una invocación a Apolo como dios del arte y de la música, continúa con una serie de estampas bíblicas y mitológicas, y pasa después a una serie mucho más plástica y descriptiva de “poemas cosa”. “El lector” está situado casi al final del libro, formando parte de una serie de figuras que encarnan distintos aspectos del poetizar y que culmina en el último poema del libro, una apoteosis del artista bajo la figura de Buda (“Buda en la gloria”).[11]
El poema que inicia el libro se titula “Torso arcaico de Apolo” y está inspirado en una escultura griega del período clásico temprano expuesta en el museo del Louvre. El poema dice así:
Nunca hemos conocido su inaudita cabeza,
en donde maduraban los globos de los ojos.
Mas su torso arde aún, igual que un candelabro
en el que su mirar, aunque esté reducido,
se mantiene y reluce. Si no, la proa del pecho
no podría deslumbrarte, ni en el álabe suave
de las caderas una sonrisa podría ir
al centro que tenía poder de procreación.
Si no, estaría esta piedra desfigurada y corta
bajo el umbral translúcido de los hombros, y no
centellearía como las pieles de las fieras;
tampoco irrumpiría, desde todos sus bordes,
como una estrella: porque no hay aquí ni un lugar
que no te pueda ver. Debes cambiar tu vida.[12]
Si leemos “Torso arcaico de Apolo” desde el punto de vista de la lectura, desde la relación que el lector-espectador establece con la obra, se destacan algunos aspectos que pueden iluminar la interpretación de “El lector”. Lo primero que sorprende en este poema es justamente su atención a lo que no está en la escultura: a su cabeza, a sus ojos y a su sexo. El espectador atiende justamente a lo que falta en la obra pero a lo que la obra esencialmente apunta. La cabeza, que no está, es “inaudita”, contiene lo que nadie ha oído aún. Los ojos, de cuya interpelación al espectador se derivará el mensaje final de la obra, tampoco están en el torso fragmentado, pero su mirar ausente “se mantiene y reluce”. La piedra no aparece ante el espectador “desfigurada y corta” sino plenamente formada y entera, como si la unidad de su sentido estuviera justamente en la relación entre lo presente y lo ausente, entre lo que muestra y aquello a lo que señala. En la figura contemplada todo “arde”, “reluce”, “deslumbra”, “centellea”, como si la obra emitiera luz en lugar de recibirla. Lo que cuenta de la obra, lo que ilumina, es lo que irrumpe “desde todos sus bordes”, precisamente desde el lugar limítrofe entre lo que está y lo que no está. Y desde ahí, desde ese lugar intermedio, es desde donde la obra mira y habla, desde donde ofrece su sentido. Todo el torso se convierte en el último verso en un inmenso ojo que coloca al espectador en su ámbito y le interpela dirigiéndose a él con un mensaje de transformación existencial: “debes cambiar tu vida”.
El poema contiene tres elementos que podrían ser significativos para una imagen de la experiencia de la lectura. En primer lugar, la relación entre lo presente en el texto y lo ausente, entre lo dicho y lo no dicho, entre lo escrito y un más allá de la escritura: la lectura se situaría justamente en el modo como lo presente señala lo ausente, lo dicho apunta hacia lo no dicho, y el sentido se sitúa más allá de lo escrito. En segundo lugar, una inversión de la relación entre el lector y el texto: no es el lector el que da razón del texto, el que lo interroga, lo interpreta y lo comprende, el que ilumina el texto o el que se apropia de él, sino que es el texto el que lee al lector, le interroga y le coloca bajo su influjo. Por último, el texto como origen de una interpelación: la lectura sería un dejarse decir algo por el texto, algo que uno no sabe ni espera, algo que compromete al lector y le pone en cuestión, algo que afecta a la totalidad de su vida en tanto que le llama a un ir más allá de sí mismo, a devenir otro.
Quizá sea posible poner esos tres elementos en relación con la ontología hermenéutica heideggeriana, deudora en muchos aspectos de la herencia de Rilke.[13] La relación entre lo presente y lo ausente en la contemplación de la escultura griega podría relacionarse con la idea de la obra de arte como un diálogo permanente entre lo des-ocultado y lo oculto o entre lo abierto y lo cerrado, un diálogo en el que es lo oculto y lo cerrado aquello de lo que procede toda des-ocultación y toda apertura. Desde ese punto de vista la lectura es un diálogo entre lo dicho y lo no dicho del texto, entre lo que la palabra entrega y lo que retiene, pero siendo lo no dicho el lugar esencial desde el que resuena el sentido. Leer es, dice Heidegger: “recogerse en la recolección de lo que permanece no dicho en lo que se dice”.[14] Por otra parte, la inversión de la relación entre la obra y el espectador podría conectarse con la idea heideggeriana de que es el lector el que pertenece a la obra y no la obra al lector, puesto que es la obra la que tiene un carácter fundante de la relación entre ambos, la que abre el ser al que el lector y la obra co-pertenecen. Por último, la imagen de la obra que interpela al espectador no es ajena a la idea heideggeriana de la experiencia de la lectura como algo que pone al lector en cuestión, le saca de sí y eventualmente le transforma. En Heidegger la palabra que nombra a la obra es siempre respuesta al llamado primero de la obra. La obra es un dirigirse-a-nosotros al que hay que prestar atención y del que se deriva su verdadero sentido. Por eso leer (y comentar) un texto es, fundamentalmente, escuchar la interpelación que nos dirige y hacerse responsables de ella.
Si consideramos el poema en el que culmina el libro, esa apoteosis del poeta titulada “Buda en la gloria”,[15] observaremos que la imagen ha cambiado completamente. El personaje al que se saluda y glorifica en este poema ha logrado el reposo en sí mismo y la justa distancia respecto a lo existente. Y, al mismo tiempo, justamente por esa distancia y por ese reposo, por ser ya una pura presencia que no juzga ni valora, que ha eliminado toda proyección emocional y toda relación de codicia, su ser contiene el infinito. Si abstraemos del poema el carácter glorioso y cósmico del poeta, su actitud quizá no esté muy alejada de esa receptividad desprovista de toda voluntad de dominación que Heidegger llama Serenidad.
Y acaso “El lector” contenga de una forma condensada el itinerario que va desde aquél que se ofrece a ese mandamiento de la piedra que le exige transformar su vida hasta aquél que “centro de todo centro” se ha hecho capaz de una relación justa y serena con el ser en su pureza, desde el que “bajó su rostro” para enfrentar la obra y dejarse transformar por ella hasta el que alzó la vista y vivenció la plenitud de “lo existente” con la mirada limpia e inocente de un niño.
El cuadro que sirvió como punto de partida para “El lector” era primero un retrato de Suzanne Leenhoff, esposa de Manet, pintado en 1868, al que varios años después el pintor añadió la figura del lector en la esquina superior derecha utilizando como modelo a Léon Koëlla, el hijo ilegítimo de Madame Manet al que ésta hizo pasar por su hermano menor hasta su boda con el pintor, cuando el niño tenía once años, y que después casi todos tomarían como hijo del matrimonio.
Lo primero que sorprende es la fuerza del contraste entre las dos partes del cuadro. El retrato de Suzanne la presenta completamente vestida de blanco, transparentando los brazos detrás de las mangas y el busto detrás de un pañuelo que cubre el escote, y sentada en un sofá también blanco tratado de manera prácticamente indistinguible del vestido excepto por la dirección de las líneas de sombras. El fondo del cuadro es una cortina del mismo color blanco que va virando a un verde transparente tal como se acerca a la ventana entreabierta que hay a su derecha y tras la que se adivina un jardín. Además de un cinturón y un collar de dos vueltas, sólo destacan del blanco dominante los rosas pálidos y los ocres de las manos y del rostro dulce, redondeado y tranquilo. La luz que entra por la ventana apenas hace sombras. Esta parte del cuadro, algo más de las cinco sextas partes de su superficie, transpira serenidad, una cierta elegancia afectada y ese sentimiento de calma y de bien vivir propio de los interiores burgueses.
Toda esa tranquilidad está violentamente turbada por la presencia enigmática de la figura del lector, de pie y de perfil, asomando sólo la cabeza y los dos brazos desde fuera de la tela. De un fondo negro manchado con algún marrón se destaca una línea formada de arriba a abajo por tres puntos: el rostro del lector, el libro abierto en su mano derecha y su mano izquierda apoyada sobre el respaldo del sofá. La línea que enlaza esos tres elementos está acentuada por el brazo izquierdo extendido y coloreado de verdes oliváceos y negros. El rostro del lector, casi expresionista, está pintado con trazos violentos y con fuertes contrastes entre la luz y la sombra. Su pelo negro se confunde en su parte no iluminada con el negro del fondo. Una de sus manos, apenas una mancha desfigurada de marrones y negros, sostiene un libro de un blanco ensuciado con tonos verde-oliváceos y fuertemente contrastado con sombras de un verde negruzco. Aunque hay una cierta correspondencia cromática entre el rostro y la mano del sofá, los dos extremos de la línea, esa continuidad está rota por el colorido más luminoso del libro y por la íntima agitación que parece conmoverlo.
El contraste entre los dos retratos es tan acentuado (no sólo en el colorido, sino también en la focalización y en el trazo) que casi podría decirse que son dos cuadros completamente distintos. Si el retrato de Madame Manet tiene algo de la luz y de la alegría impresionista, la figura del lector está mucho más próxima a Cézanne en aquellos de sus retratos más oscuros y más planos. No hay ninguna comunicación entre las figuras, ni entre la luz que las ilumina ni entre los espacios que ocupan. Si el retrato de Madame Manet parece irradiar hacia afuera, el lector es más bien una figura que condensa la luz hacia adentro convirtiéndose tras él en un agujero negro. Suzanne mira al espectador completamente ajena a la presencia que hay a su espalda, mientras que Léon está totalmente ensimismado en la lectura. Sólo la mano del lector apoyada sobre el sofá parece querer invadir el espacio de su madre. Pero es el lector el que atrae inmediatamente la mirada y su mano recortada entre el negro y el blanco, adelantándose hacia la luz, hace que su presencia inquietante invada, interrumpiéndola, la tranquilidad del resto de la tela.
El poema empieza interrogando. El poeta no sabe quién es el lector y por eso pregunta. Pero el poeta no pregunta si hay alguien aquí, alguna persona concreta, que sepa lo que él ignora (el poema no tiene un destinatario interior al texto y la voz del poeta no se dirige a otras voces que pudieran entrar en diálogo con él para darle la información que él no tiene), sino que su pregunta afirma más bien que nadie podría conocerlo, que el lector en tanto que lector es esencialmente desconocido. “¿Quién le conoce…?” significa aquí que no se le puede conocer, que nadie puede saber quién es. Incluso si su madre le mirara, ella tampoco estaría segura de si es él o no, ni siquiera su madre sabría quién es. La pregunta “¿quién le conoce…?” señala entonces al lector como desconocido: el lector es anónimo y no tiene nombre; el lector no es nadie o, lo que es lo mismo, es uno cualquiera. La lectura, por tanto, no es una experiencia personal o, dicho de otro modo, la lectura es una experiencia en la que lo personal queda abandonado como condición de la experiencia misma. Nada puede identificar al lector, nada puede indicarnos quién es. La pregunta “¿quién le conoce…?” no tiene respuesta, es una pregunta que no pretende señalar, y de algún modo anticipar, una respuesta posible, sino que está ahí para no tener respuesta, para determinar el lugar vacío de una respuesta inexistente.
¿Quién le conoce, a éste que bajó
su rostro, desde un ser hacia un segundo ser,
El lector desconocido es un “éste”: alguien que sólo puede ser señalado con un mostrativo. Aunque anónimo tenemos su presencia puesto que lo que el poema hace es justamente hacerlo presente y señalar hacia el lugar que ocupa: helo aquí, aquí está, éste que se señala es el lector, aquél que nadie sabe quién es, aquél a quien nadie conoce. Hacer presente al lector no es hacerlo conocido sino desconocido, no es comprenderlo sino volverlo incomprensible, permitir en suma que su presencia guarde un misterio inalcanzable. Lo que el poema da no es el conocimiento del lector, la comprensión del lector o la identificación del lector, sino su presencia desconocida e incomprensible, enigmática, inidentificable e inalcanzable. El lector está aquí, como dice Handke a propósito de los paisajes de Cézanne, como un “éste”, “brillando en su inaccesibilidad”.[16]
El lector es anónimo e inaccesible porque bajó su rostro. El movimiento de reorientar la dirección de la mirada (subirla o bajarla, o girarla) tiene una gran tradición en la cultura occidental. Todas las formas de conversión no son otra cosa que un girar de los ojos (y con el girar de los ojos, un giro de todo el cuerpo y de toda el alma) hacia otra cosa más esencial o más verdadera. Recuérdese por ejemplo la historia del esclavo liberado y su moraleja ya trivialmente pedagógica: “así como el ojo no puede volverse hacia la luz y dejar las tinieblas si no gira todo el cuerpo, del mismo modo hay que volverse desde lo que tiene génesis con toda el alma, hasta que llegue a ser capaz de soportar la contemplación de lo que es (…). Por consiguiente, la educación sería el arte de volver este órgano del alma (…). Si desde la infancia se trabajara podando en tal naturaleza lo que, con su peso plomífero (…) inclina hacia abajo la vista del alma; entonces, desembarazada de este peso, se volvería hacia lo verdadero” (República, VII, 518c-519b[17]). Recuérdese también la reelaboración cristiana de ese motivo esencial a partir de las Confesiones de San Agustín, según la cual la conversión también es un apartar la vista de un ser (la caducidad del mundo, los placeres materiales, el pecado, etcétera) para dirigirla hacia otro Ser. Pero la conversión que realiza aquí el lector no tiene que ver ni con el esencialismo platónico ni mucho menos con una aspiración hacia cualquier divino sustancial.
El segundo ser del poema, ese ser encarnado por las páginas del libro hacia las que el lector bajó su rostro, es un ser intermediario. La conversión del lector sólo se cumple plenamente cuando alza la vista, muestra la transformación de su mirada y experimenta el mundo de otra forma. El ser del libro es un ser mediador, pero ¿entre qué y qué? Eustaquio Barjau, después de sugerir en Rilke un cierto platonismo invertido, lo expresa así: “En Rilke la realidad no está constituida por dos niveles pero tiene dos espacios: un espacio exterior, lo que vemos de las cosas en tanto que hitos de nuestros intereses concretos —mientras llega la muerte—, y un espacio interior —el Weltinnenraun—, aquello que en las cosas hay de gesto, de ademán, de forma, de relación entre unas y otras; en el espacio interior —en el espejo, más allá de la ventana, en el seno del ángel, y en los versos del poeta— la cosa se presenta como un momento dentro de una corriente única y universal”.[18]
La experiencia de la lectura es, en el poema, una conversión de la mirada que tiene la capacidad de enseñar a ver las cosas de otra manera. La experiencia de la lectura convierte la mirada ordinaria sobre el mundo en una mirada poética, poetiza el mundo, hace que el mundo sea vivido poéticamente, hace realidad el dictum heideggeriano: “poéticamente habita el hombre en esta tierra”. Pero para eso es necesario que ese “segundo ser” intermediario sea claramente distinto de ese “primer ser” que es el mundo interpretado y administrado, el mundo en el que cada uno es cada uno y en el que la percepción de las cosas está ya pre-determinada por su utilidad o pre-definida por las estructuras que las configuran como parte del campo de nuestra experiencia posible. El lenguaje no-poético no constituye un segundo ser puesto que no es otra cosa que un instrumento de comunicación que se limita a cumplir determinadas funciones propias del primer ser. El lenguaje no-poético forma parte del primer ser. Sólo el lenguaje poético (y todo lenguaje esencial es poético puesto que todo lenguaje esencial es apertura, creación o innovación ontológica) abre ese segundo ser en el que las cosas dejan de estar determinadas instrumentalmente como objetos de nuestra avidez y dejan también de estar definidas conceptualmente como parte de nuestros sistemas convencionales de clasificación y de ordenación de la realidad.
La entrada en el “segundo ser” al que el lector bajó el rostro implica la despersonalización del lector puesto que para acceder a él debe abandonar todas las formas de individualización propias del mundo interpretado y administrado, aquéllas que le hacen ser quien es: una persona concreta con sus intereses, sus deseos, sus saberes, sus expectativas, sus gustos, etcétera. Y también implica la desrealización de la realidad tal como está ya realizada y falsificada en el “primer ser” del mundo interpretado y administrado.
a quien sólo el veloz pasar páginas plenas
a veces interrumpe con violencia?
El rostro del lector está quieto y como vacío de toda sustancia mientras que el pasar de las páginas es lleno y veloz. Estos dos versos están basados en la oposición entre el movimiento rápido y la plenitud del pasar de las páginas del libro y la inmovilidad vacía del rostro del lector. El lector se ha hecho indiferente a todo lo que pertenece al “primer ser” y no se deja ya inquietar por ello. Su concentración y su ensimismamiento le hacen invulnerable a las solicitaciones del mundo interpretado y administrado. Con su gesto de bajar el rostro el lector ha hecho callar al primer mundo y lo ha reducido a un mundo vacío, insignificante e inmóvil. Todo movimiento y toda plenitud están ahora en las páginas del libro: lo único que pasa es el pasar de esas páginas. Por eso ellas son las únicas capaces de in-quietarle, las únicas que pueden hacer que algo le pase.
En las páginas del libro hay violencia para con el rostro del lector: la violencia de un interrumpir. Y se diría que el rostro del lector, normalmente inmóvil y como indiferente, a veces se agita mostrando la violencia que hace presa sobre él, expresando su ser interrumpido. Toda la acción está del lado del pasar de las páginas del libro y toda la pasión (esa pasividad no pasiva sino estremecida y vibrante) está del lado del rostro del lector. Y es todo su rostro el que es a veces interrumpido por la violencia que emana del pasar de las páginas del libro.
El interrumpir es aquí un violentar. Lo que interrumpe el rostro del lector es lo inesperado, lo imprevisto, lo que no depende de su saber ni de su poder, ni siquiera de su voluntad, lo que él no busca ni necesita. El lector, en su pasividad y en su entrega, ha abandonado toda violencia para con el texto, toda voluntad de dominio y de apropiación. Por eso puede abrirse a la violencia de la obra, a la violencia inscrita en la llamada de la obra, en esa interpelación que es desvío e interrupción.
Ni siquiera su madre estaría segura
de si él es el que allí lee algo, empapado
de su sombra.
La despersonalización del lector es tal que ni siquiera su madre le conocería. En su abandonar el primer ser y en su abandonarse a la lectura, el lector pierde cualquier vínculo con su madre, se des-madra. Su madre no estaría segura de él como él ya no está seguro de sí mismo sin su madre, estando como está fuera de la seguridad de su madre. Desmadrado y descontrolado, fuera de sí, sustraído a su origen y arrancado a lo que podría darle seguridad, el lector ya no tiene derecho al pronombre personal, a ese él que sólo puede aplicársele de un modo figurado, no propia y literalmente sino impropiamente y en cursiva, como si él mismo fuera ya una cita, un texto sacado de sí, ex-citado, ex-propiado, ex-traído de su sentido propio. Y, como una cita que ha perdido ya su lugar propio, el que aún podría darle un sentido propio, seguro y original, el lector ya no es de nadie, ni de su madre, ni de sí mismo siquiera, puesto que ha perdido todo origen y toda originalidad, toda seguridad y toda propiedad.
Por eso, porque es impropio e inseguro y porque está como fuera de sí, el lector no puede llevar a ese algo que lee su ser propio y original sino sólo su ser impropio y como derivado: su sombra. El texto, ese segundo ser en el que el lector se sumerge, está empapado de la sombra del lector. La palabra alemana es Getränktes y podría también traducirse por “emborrachado” o por “embebido”. El texto entonces también ha perdido su estabilidad, su solidez y su control sobre sí mismo al estar impregnado de esa sombra líquida y embriagadora que el lector ha derramado sobre él. La sombra del lector tiene algo de la fluidez de los líquidos. El texto, por su parte, es permeable a esos líquidos puesto que se deja empapar y emborrachar por ellos. Ambos son líquidos y pueden mezclarse entre sí. Y el texto, una vez licuado, embriagado y desmadrado, puede ser ya el elemento en el que el lector pueda sumergirse para emerger transformado, el elemento líquido de la metamorfosis.
Y nosotros, que teníamos horas,
¿qué sabemos…
Nosotros, los que contemplábamos al lector, pertenecíamos al mundo interpretado y administrado: estábamos seguros de nuestra identidad, sabíamos quiénes éramos, y mirábamos el mundo de acuerdo a lo que no marcaba nuestro saber, nuestros poder y nuestra voluntad. Nosotros “teníamos horas” porque éramos los dueños del tiempo, los que dividíamos el tiempo en horas para poderlo contar y dominar. Pero Stunden significa también “horario escolar” u “horas de clase”. Porque para ser lo que somos, para dominar el tiempo y contarlo, para saber lo que son las cosas, para poder manipularlas y someterlas a nuestra voluntad, hemos tenido que recorrer las horas de clase, los espacios y los tiempos que el mundo interpretado y administrado ha dispuesto para convertirnos en lo que somos y para hacernos habitantes seguros y asegurados del primer ser. Y precisamente por eso, por esas horas de clase que tenemos y que nos tienen, no podemos saber.
¿qué sabemos de cuánto se le desvaneció
hasta que, con esfuerzo, alzó la vista?
El lector “alzó la vista” levantando de nuevo su rostro y saliendo ya de ese ser intermediario del texto en el que se había sumergido. Alzó la vista “con esfuerzo”, como si algo en él se resistiera a dejar el libro. Porque al alzar la vista el lector vuelve a caer otra vez en el mundo interpretado y administrado y en sí mismo, en su identidad propia, aquélla que su madre conoce y controla, aquélla que el aburrimiento de las horas de clase han hecho segura y asegurada. El lector, al alzar la vista, experimenta otra vez la fuerza del esfuerzo con el que ese mundo y esa identidad han sido modelados, asegurados y sujetados a sí mismos. Y, además, experimenta la recuperación de sí mismo y de su mundo como una pérdida, como algo en lo que muchas cosas, quizá esenciales, se han desvanecido irremediablemente, tan sin remedio que ni siquiera podemos saber qué eran.
cargando sobre sí lo que, abajo, en el libro,
sucedía,
Sin embargo, y al mismo tiempo, el lector levanta sobre sí mismo algo de lo que pasaba en el libro, como si fuera capaz de arrastrarlo y de llevarlo hacia arriba con el mismo esfuerzo con el que alza la vista. Porque el llevar arriba lo sucedido en el texto es un “cargar”, un transportar esforzado algo que pesa y que se resiste a despegarse de donde está. Por eso, para arrastrar lo que carga sobre sí mismo el lector debe esforzarse, utilizar la fuerza. Como si sólo por la fuerza fuera posible arrancar al segundo ser algo de lo que contiene, apropiarse de ello, y transportarlo hacia el mundo interpretado y administrado para someterlo ahí a la lógica del uso. ¿No será el lector también un ladrón, alguien que se apropia de lo que es por naturaleza impropio para hacerlo de su propiedad, de una propiedad que lleva inscrita la marca de su impropiedad primera y de la fuerza con la que ha sido apropiada?
… y con ojos dadivosos, que en vez
de tomar, se topaban a un mundo pleno y listo:
Los ojos del lector no toman, sino que dan, son unos ojos “dadivosos”. Al alzar la vista el lector muestra la transformación de su mirada. De una mirada que toma, de una mirada ávida y voraz que apresa y que coge lo que mira, el lector ha pasado a tener una mirada que da, una mirada generosa que se entrega en su mirar mismo. Sin embargo la actividad de la lectura suele estar descrita como un tomar. Es más, ya hemos visto cómo el lector de Rilke, al alzar la vista en el verso anterior, convertido en un ladrón que usa la fuerza, cargaba “sobre sí algo de lo que en el libro sucedía”.
La etimología de leer, como recuerda Heidegger[19], remite a recoger, a cosechar, a coleccionar, a recolectar. Lectura, lectio, lección y también e-lección, se-lección, co-lección, re-co-lección. Heidegger muestra cómo el legein griego se relaciona con el latín legere y con el alemán lesen en su sentido primitivo de un “poner abajo y poner delante que se reúne a sí mismo y recoge otras cosas”. Ese poner es también un juntar y un com-poner: “… el leer que nosotros conocemos más, es decir, leer un escrito, sigue siendo (…) una variedad del leer en el sentido de: llevar-a-que-(algo) esté-junto-extendido-delante”. Y es además, como indica el alemán lesen, un cosechar o un re-colectar, un coger o un re-coger: “La recolección de espigas (Ähren-lese) recoge el fruto del suelo. La vendimia (Trauben-lese) coge las bayas de la cepa”. Por eso el juntar y el poner delante no es un juntar cualquier cosa de cualquier modo, no es un “mero amontonar”, sino que implica una búsqueda y una elección previamente determinada por un meter dentro, por un poner bajo techo, por un preservar o un albergar: “El reunir que empieza propiamente a partir del albergar, la recolección, es, en sí misma, de antemano, un elegir (e-legir) aquello que pide albergamiento. Pero la elección (e-lección), por su parte, está determinada por aquello que dentro de lo elegible (e-legible) se muestra como lo selecto (lo mejor). En la estructura esencial de la recolección, lo primero que hay frente al albergar es el elegir (alemánico: Vor-lese, pre-lección), al que se inserta la selección que pone bajo sí el juntar, el meter dentro y el poner bajo techo”. Por último, el re-coger del lesen implica un estar concernidos con lo que se recoge: “… lo que está delante de y junto a nos importa y por esto nos concierne (va con nosotros)”.
Si entendemos el re-coger y el re-colectar en un sentido de apropiación, es claro que el verso de Rilke invierte la posición heideggeriana. Desde el punto de vista de la apropiación, el elegir-recoger-albergar sería un hacer propio lo que está ahí delante. La e-lección estaría entonces determinada por un criterio económico (sería e-legible lo que va bien para el oikos, para la casa, lo que se ajusta a la oikonomía, al nomos o a la ley de la casa), la re-colección sería un re-coger a-propiador, y el albergar sería un a-coger en lo propio (en la propia casa, en la propia alma, en el propio saber) determinado por la propia ley. Habría por tanto toda una economía de la lectura que sería, en último término, alimenticia: toda lectura sería un in-corporar (un hacer formar parte del propio cuerpo) lo que está fuera y somos capaces de poner a nuestro alcance.
Desde luego, es discutible que Heidegger mantenga una concepción de la lectura reducida a una relación de apropiación con el texto, aunque esa relación sea enormemente compleja y matizada. Y hay que tener en cuenta también que el lector muestra ojos “dadivosos” después de la lectura, cuando ya ha alzado la vista. Lo que es “dadivoso”, por tanto, no es su lectura sino su mirada después de la lectura. Pero esa mirada, y esto es fundamental, es también lectura. En Rilke, como también en Heiddeger, no hay ser fuera del lenguaje o, lo que es lo mismo, no hay mundo fuera del modo como el lenguaje lo abre y lo determina. Es como si la lectura fuera la que da los “ojos dadivosos” al lector, es decir, una relación con “lo existente” en la que lo existente está ahí, pleno y listo, ofrecido a la mirada, para que la mirada le dé su ser propio. El libro es el que ha enseñado al lector a leer el mundo poéticamente.
Por otra parte, la mirada transformada del lector “se topaba” con un mundo. Ese topar es un encontrarse con un mundo. Y encontrarse significa topar con lo que no se busca. La mirada dadivosa del lector no busca porque no sabe lo que quiere, porque no está determinada por la voluntad, por eso encuentra. Y lo que encuentra es un mundo “pleno y listo”, es decir, no fragmentado por la división y no humillado por la carencia. El mundo interpretado y administrado, por el contrario, es un mundo dividido, analizado, troceado, re-partido por nuestra manía apropiadora y de-limitado por nuestra manía clasificadora. Y es también un mundo cuya característica esencial es el no someterse completamente a nuestra voluntad: por eso es siempre insuficiente y está siempre como “a medio hacer”, como si no fuera totalmente real, como si no fuera otra cosa que la materia prima para aquello que nosotros queremos “realizar” en él. La mirada apropiadora, la mirada que toma, es una mirada que divide y que no atiende a lo que es sino a lo que debería ser. Por eso construye la realidad analíticamente y desde el punto de vista de su manipulación posible. Pero los ojos dadivosos no dividen ni proyectan la voluntad de dominio y por eso encuentran un mundo que muestra su plenitud y su verdadera realidad, su ser como es, su independencia de nosotros, su inaccesibilidad y su misterio.
como niños callados que jugaban a solas
y, de pronto, vivencian lo existente;
En estos versos, los ojos “dadivosos” del lector y su topar con un mundo “pleno y listo” están emparentados con los niños. Los niños son silenciosos y solitarios y juegan, y quizá sean ésas también las cualidades de la lectura: la lectura es un juego que se juega en soledad y en silencio, una de las formas esenciales del ensimismamiento. Pero es también un juego que, si bien está como reconcentrado en sí mismo y como separado de “lo existente”, tiene sin embargo que ver con ello, y de forma esencial, al menos en algunos instantes privilegiados. Y siempre “de pronto”, no al término de un proceso sino súbitamente, como en un relámpago.
La figura del niño es esencial en las Elegías de Duino y en los Sonetos a Orfeo. Ahí los niños forman parte de un cortejo de figuras (las cosas, el animal, los que murieron jóvenes, la amante, el héroe, el moribundo) que balizan el camino hacia el ángel justamente por su incompleta pertenencia “al mundo interpretado”.[20] Los niños de Rilke desconocen el pasado y el futuro y no tienen por tanto recuerdos ni planes, son solitarios, viven sin contar las horas en una pura duración indeterminada, habitan los espacios intermedios “entre mundo y juguete” y son receptivos al “puro acontecer”.[21] Los niños viven en una especie de eternidad, como fuera del tiempo, miran lo Abierto como algo aún no organizado en un mundo, aún no dividido y clasificado. Sus vivencias son como un respirar, como una interiorización calma y no posesiva, aún no consciente ni selectiva. Los niños no conocen la codicia que determina la mirada adulta sobre el mundo y, sobre todo, aún no son capaces de reflexión y por eso no distinguen entre el interior y el exterior. Sin embargo, al crecer les obligamos a que miren hacia atrás (hacia sí mismos) de una forma reflexiva, como si fuera precisamente la individualización personal propia de los adultos y su conciencia reflexiva del “yo” la que obstaculiza en ellos la posibilidad de abrirse a lo Abierto.[22]
Esa figura de la infancia está ya anunciada en los Nuevos Poemas. En el primer libro hay un poema titulado “Infancia” (Kindheit) que insiste en el carácter impersonal (en el sentido de aún-no-personalizado) de los niños, en su soledad, en su ser incomprensibles para nosotros y, al mismo tiempo, en la plenitud radiante de su vida: en su estar llenos de encuentros y de figuras, en vivir en comunidad con las cosas y en tener un esencial parentesco con las imágenes.[23] Y en el segundo libro, poco después de “El lector”, aparece también “El niño” en un poema en el que se hace presente su discontinuidad con el mundo de “los otros”, de los adultos, enfatizando su actitud quieta y contemplativa, su no estar presos del querer, su plenitud, su claridad, su intemporalidad y su contener en su rostro la pureza de la existencia.[24]
Los ojos sin codicia del lector, su toparse a un mundo pleno y listo, serían entonces unos ojos que han adquirido algo de la mirada pueril de un niño. La mirada del lector, como la de los niños, “vivencia” o, mejor, “experiencia”. La palabra alemana es Erfahren y su traducción habitual es “experiencia” conteniendo algo de ese salir-hacia-afuera-y-pasar-a-través de la forma latina ex-per-ientia. Y lo que esa mirada experiencia es “lo existente”, das Vorhandene, el mundo-ante-la-mano, el mundo que ex-iste ya fuera de sí porque está como arrojado a una existencia sin finalidad y sin fundamento, literalmente a-teleológica y an-árquica. Por eso con esa mirada el “vivenciar lo existente” no es ya el distinguir, clasificar y ordenar del mundo interpretado y administrado, no es ya juzgar o valorar las cosas, no es apropiarse de lo que hay, sino que es un dejar aparecer lo existente en su ser, en su plenitud y en su lejanía, es decir, en su verdad.
Y por fin la alteración, el convertirse en otro del lector, su metamorfosis:
mas sus rasgos, que estaban ordenados,
quedaron alterados para siempre.
[7. Lectura y metamorfosis]
[1] Wer kennt ihn, diesen, welcher sein Gesigcht / wegsenkte aus dem Sein zu einem zweiten, / das nur das schnelle Wenden voller Seiten / manchmal gewaltsam unterbricht? / Selbst seine Mutter wäre nicht gewiß, / ob er es ist, der da mit seinem Schatten / Getränktes liest. Und wir, die Stunden hatten, / was wissen wir, wieviel ihm hinschwand, bis / er mühsam aufsah: alles auf sich hebend, / was unten in dem Buche sich verhielt, / mit Augen, welche, statt zu nehmen, gebend / anstießen an die fertig-volle Welt: / wie stille Kinder, die allein gespielt, / auf einmal das Vorhandene erfahren; / doch seine Züge, die geordnet waren, / blieben für immer umgestellt”. La traducción que he transcrito es la que propone F. Bermúdez-Cañete en Nuevos Poemas II, Madrid, Hiperión, 1994, p. 229.
[2] La lectura que Rilke hizo de esa exposición está expuesta en las Cartas sobre Cézanne, Madrid, Paidós, 1985.
[3] La expresión es de Lou Andreas-Salomé y está en Mirada retrospectiva, Madrid, Alianza, 1980, p. 113.
[4] Op. cit., p. 52
[5] Cartas sobre Cézanne, op. cit., p. 33.
[6] Rilke dice de Cézanne que “se sienta en el jardín, como un viejo perro, el perro sometido a este trabajo que le llama, le pega y le hace padecer hambre” (op. cit., p. 36). La imagen del perro como símbolo de la humilde receptividad del artista está también elaborada en uno de los poemas finales de Nuevos Poemas II. El poema “El perro” dice así: “Allá arriba, la imagen de un mundo de miradas / sin cesar se renueva, y tiene validez. / Sólo a veces, secretamente viene una cosa / y se pone a su lado, cuando él se abre paso / a través de esta imagen, abajo, diferente, / como es él; no expulsado, ni tampoco aceptado, / y, como si dudara, dando su realidad / a la imagen que él olvida para, no obstante, / volver, siempre de nuevo, a introducir su cara, / casi como una súplica, y casi comprendiendo, / muy cercano el recuerdo y, sin embargo, / renunciando: pues él no existiría” (op. cit., p. 241). Sobre la imagen del perro en Rilke véase J. Ferreíro, “Rilke y los perros” en Nueva Estafeta, nº 48-49 (1982), pp. 39-54.
[7] F. Bermúdez Cañete, “Introducción” a Nuevos Poemas, Madrid, Hiperión, 1991, p. 7.
[8] Cartas sobre Cézanne, op. cit., p. 43.
[9] Op. cit., p. 56.
[10] Op. cit., p. 52. La estética de los Nuevos Poemas puede adivinarse también en estos versos del poema “Réquiem para una amiga” que Rilke escribió a la memoria de la pintora Paola Modersohn-Becker a finales de 1908: “Porque eso lo entendías: frutas plenas. / Las ponías en fuentes ante ti / y medías su peso con colores. / Y como frutas viste a las mujeres, / y a los niños lo mismo: desde dentro / movidos a su forma de existir. / Y al fin también te viste como fruta, / te mondaste de tus vestidos, puesta / ante el espejo en que te hundías hasta / la mirada, dejada enfrente, enorme, / y sin decir “soy yo”, sino “esto es”. / Tan sin deseo fue al fin tu mirada, / y tan sin nada, tan de veras pobre, / que no te deseó ni a ti: era santa” (trad. de J. M. Valverde en Obras de Rainer Maria Rilke, Barcelona, Plaza y Janés, 1971, p. 729). Habría que decir que fue Paola quien “había sentido la pintura de Cézanne “como una gran tormenta”, años antes que Rilke, y a ella le debía el que en un momento decisivo se le hubieran abierto los ojos frente al nuevo mensaje” (H. Wiegand Petzet en el Epílogo a las Cartas sobre Cézanne, op. cit., p. 79).
[11] Los últimos poemas del libro son los siguientes: “El soltero” sobre el carácter desarraigado, casi fantasmagórico y sin descendencia del poeta; “El solitario” sobre la oscilación entre lo decible y lo indecible, entre la luz y la oscuridad, entre la inquietud y el apaciguamiento; “El lector” sobre la metamorfosis provocada por la experiencia de la lectura; “El manzanar” sobre la relación entre el arte y la naturaleza; “Vocación de Mahoma” sobre la revelación que exige transformación; “El monte” sobre la paciencia, la despersonalización y la impasibilidad del artista; “La pelota” sobre la relación entre el poeta y el mundo de los hombres; “El niño” sobre el desamparo, la incomprensibilidad y la forma de sentir propia de la infancia; “El perro” sobre la humildad y el vaciamiento existencial del artista; “El escarabajo” sobre la solidez y la inaccesibilidad de la obra de arte; y, finalmente, “Buda en la gloria”.
[12] Nuevos poemas II, op. cit., p. 19.
[13] Ver M.F. Benedito, Heidegger en su lenguaje, Madrid, Tecnos, 1992. Especialmente el capítulo 7.
[14] Carta a E. Staiger (1950), citada por G. Vattimo en su Introducción a Heidegger, Barcelona, Gedisa, 1986, p. 123.
[15] “Centro de todo centro, núcleo de todo núcleo, / almendra que se encierra y dulcifica… / este todo, hasta todas las estrellas, / es tu pulpa: yo te saludo. / Mira, tú estás sintiendo que ya nada depende / de ti; en el infinito está tu cáscara, / y allí la fuerte sabia se concentra y apremia. / Y desde fuera un refulgir le ayuda, / pues, en todo lo alto, son volteados / tus soles, ardientes y plenos. / Pero en ti está ya comenzado / lo que superará a los soles.” en Nuevos Poemas II, op. cit., p. 245.
[16] P. Handke, Historia del lápiz, Barcelona, Península, 1991, p. 196. Sobre Cézanne como modelo de la escritura de Handke ver también La doctrina del Sainte-Victoire, Madrid, Alianza, 1985.
[17] Cito según la traducción de Conrado Eggers para la edición de Gredos, Madrid, 1992.
[18] “Introducción” a Elegías de Duino. Sonetos a Orfeo, Madrid, Cátedra, 1993, p. 39.
[19] “Logos” en Conferencias y artículos, Barcelona, Ediciones del Serbal, 1994, pp. 179-200.
[20] “Los ángeles no, los hombres no, / y los animales, sagaces como son, se dan cuenta ya / de que no estamos muy seguros, en casa, / en el mundo interpretado”. en Elegías de Duino (I, 10-13), op. cit., p. 62. E. Barjau comenta: “El “mundo interpretado” es el conjunto de cosas vistas como objetos de los intereses y las necesidades concretas del ser humano; algo, por tanto, muy lejos de esta mera trama de relaciones en que debe convertirse el cosmos por obra de la “tarea” del hombre. Los animales, de cuyo status ontológico —muy distinto y no siempre inferior al del hombre— se hablará en otras Elegías, advierten ya que, aunque vivimos en un mundo en el que pretendemos haber establecido un sentido —que pretendemos haber “interpretado”—, no habitamos muy confiados en él: en el fondo de todos nuestros intereses y esfuerzos se escucha siempre el ostinato de la inanidad y el miedo…”, en Rilke, Barcelona, Barcanova, 1981, p. 92.
[21] “… Oh horas de la infancia, / cuando detrás de las figuras había más que sólo / pasado y ante nosotros no estaba el futuro. / Crecíamos, ciertamente, y a veces teníamos urgencia / por llegar pronto a ser mayores, en parte por amor / a aquellos que ya no tenían otra cosa más que ser mayores. / Y, sin embargo, en nuestro andar solos, / nos complacíamos con lo duradero y estábamos allí / en el espacio intermedio entre mundo y juguete, / en un lugar que desde el principio / fue fundado para un puro acontecer”. Elegías del Duino. (IV, 65-75), op. cit., pp. 83-84.
[22] “Con todos los ojos ve la criatura / lo Abierto. Sólo nuestros ojos están / como vueltos del revés y puestos del todo en torno a ella, / cual trampas en torno a su libre salida. / Lo que hay fuera lo sabemos por el semblante / del animal solamente; porque al temprano niño / ya le damos la vuelta y le obligamos a que mire / hacia atrás, a las formas, no a lo Abierto, que / en el rostro del animal es tan profundo. Libre de muerte. / (…) Nosotros nunca tenemos, ni siquiera un solo día, / el espacio puro ante nosotros, al que las flores / se abren infinitamente. Siempre hay mundo / y nunca Ninguna Parte sin No: lo puro, / no vigilado que el hombre respira y sabe / infinitamente y no codicia. Cuando niño / se pierde en silencio en esto y le / despiertan violentamente …” Elegías del Duino (VIII, 1-9, 14-21), op. cit., pp. 105-106.
[23] Transcribo el final del poema: “… nunca más estuvo la vida tan llena / de encuentros, de volverse a ver, de seguir avanzando / como entonces, cuando no nos sucedía más / que lo que sucede a una cosa y a un animal: / vivíamos entonces lo suyo como humano / y nos llenábamos hasta el borde de figuras. / Y nos hicimos tan solitarios como un pastor, / y tan sobrecargados de grandes lejanías, / y como desde lejos tocados y elegidos, / y lentamente, como un largo hilo nuevo, / insertados en aquellas series de imágenes / en que ahora nos desconcierta persistir”, en Nuevos Poemas, op. cit., p. 109.
[24] “Contemplan, sin querer, su juego, / durante largo rato; de vez en cuando, sale / del perfil el redondo, el existente rostro, / claro y entero, igual que una hora en punto, / que comienza y que toca hasta el final. / Mas los otros no cuentan aquellas campanadas, / turbios por la fatiga, y por la vida apáticos; / y no se dan ni cuenta de cómo él lo lleva… / cómo sigue llevando todo, incluso / cuando, cansado, está sentado, / con aquel vestidito, como en sala de espera, / junto a ellos, y quiere aguardar a su tiempo.” En Nuevos Poemas II, op. cit., p. 239.