El mundo es el conjunto de síntomas de una enfermedad que se confunde con el hombre. La literatura aparece entonces como una empresa de salud.
G. Deleuze
La idea de que la palabra tiene efectos en las personas está implícita en el empleo de fórmulas verbales de intención maligna o terapéutica presente en gran parte de las culturas “primitivas”. En lo que aún reconocemos como el origen de Occidente, en la tradición homérica, se recogen prácticas, seguramente mucho más antiguas, en las que se utilizan ensalmos o conjuros de efectos curativos que oscilan entre la magia y la plegaria.[1] Pero hay también pasajes, como el episodio en el que Patroclo cura la herida de flecha de Eurípilo, en los que la acción terapéutica combina palabras y drogas con una deliberada intención psicosomática: “Patroclo permaneció en la tienda del valiente Eurípilo, deleitándole con palabras (éterpe lógois) y curándole la grave herida con drogas (fármakeiais) que le mitigaran sus dolores”.[2] En este caso, los efectos de la palabra no son resultado de sus virtudes mágicas o de su capacidad para hacer intervenir favorablemente a las fuerzas divinas, sino que sólo dependen del modo como actúan por sí mismas, por su propia significación anímica, “encantando”[3] el ánimo del enfermo de una manera análoga a como las drogas actúan sobre su cuerpo. Todo el epos homérico es “un homenaje entusiasta a la excelencia en el uso de la palabra y a la virtud de ésta para cambiar el corazón de los hombres”.[4] La constitución histórica de la polis y de la misma cultura griega es inseparable de la problematización de la palabra para ordenar, persuadir y gobernar la realidad, así como el prestigio casi sagrado y a menudo erótico de su fuerza. Y tanto en los sofistas como en Sócrates, Platón o Aristóteles es enormemente profunda la preocupación por la palabra humana, por sus límites y sus posibilidades para afectar a quienes la escuchan, por sus virtudes y sus peligros.
La convicción de que la lectura es ambigua desde el punto de vista de la salud sin duda recoge toda la imaginería asociada a los poderes de las antiguas y las modernas logoterapias, así como la constante problematización en la historia de occidente de los efectos psicológicos y sociales de la palabra. Claro que todo depende de qué entendamos por salud.
Todos aquellos que creen que saben lo que es la salud, que hacen de ese saber una forma de poder, y que se han arrogado el dudoso derecho de tutelar la salud espiritual, mental o moral de los demás han tenido buen cuidado de exterminar o, al menos, de vigilar atentamente los libros potencialmente peligrosos y de imponer o, al menos promocionar, los libros saludables. Considerados desde el punto de vista de sus efectos sobre la salud de los lectores, es como si los libros contuvieran poderosas substancias inmateriales capaces de influir directamente en el alma de los que entran en contacto con ellas. Por eso hay que controlar estrechamente su circulación y su uso. Un ejemplo paradigmático y muy conocido podría ser el del monje ciego de El nombre de la rosa que cubre de un veneno físicamente mortal, hasta confundirlo con ellas, las páginas de un libro que, según él, contienen signos que son ya moral y espiritualmente mortales. Las páginas envenenadas de la parte perdida de la Poética de Aristóteles son en el libro de Umberto Eco el soporte único de un doble veneno y son así doblemente venenosas para el que las lee.
La relación entre la lectura y la salud da lugar a una rica imaginería. Los libros pueden contener alimentos espirituales y ser objeto de una suerte de dietética del alma que establezca cuáles son los beneficiosos y cuáles los perjudiciales, en qué circunstancias, en qué proporción y para qué tipo de personas. Entender la lectura como la asimilación anímica o intelectual de algo que está en el libro remite a esa fundamental metáfora alimenticia que está en la base de la más moderna metáfora económica de la apropiación. En ambos casos el lector in-tegra o in-corpora (hace que pase al interior, a formar parte de su propio cuerpo) un contenido que le fortalece o le acrecienta en lo que es. Además, e independientemente de sus mejores o peores propiedades nutritivas, los libros son valorados por sus efectos sobre el gusto y hay por tanto libros dulces y amargos, picantes, sabrosos, ácidos, insípidos, frescos, de digestión ligera o pesada, libros que dan asco o que no se pueden tragar.
Los libros pueden contener también drogas o fármacos anímicos y ser así objeto de una especie de farmacopea espiritual que determine cuáles son veneno y cuáles remedio, para qué tipo de enfermedades y con qué efectos. Habría entonces libros estimulantes y libros narcóticos, libros calmantes y libros irritantes, libros euforizantes, depresivos, excitantes, obsesivos, calmantes, alucinatorios, de efecto lento y de efecto rápido, libros que crean adicción, que contrarrestan el efecto de otros libros, etcétera; como habría también lectores más o menos sensibles a sus efectos y más o menos preparados para arriesgarse a su uso. Sin duda toda la extensa imaginería que relaciona literatura y embriaguez depende de la metáfora básica del bibliofármaco.
Los libros pueden contener también infecciones o plagas capaces de contagiar a sus lectores patologías morales de todo tipo a no ser que estén convenientemente inmunizados; y son entonces susceptibles de ser filtrados por cordones sanitarios o neutralizados con vacunas o anticuerpos que los hagan inofensivos. Hay libros perversos que incitan al pecado, a la mentira, a la violencia, a la lujuria, a la desesperación, al egoísmo o a la pereza, y libros piadosos que incitan a la virtud, a la resignación, a la castidad, a la esperanza, a la solidaridad o al esfuerzo; y mientras que los libros perversos corrompen el alma, es decir, la acercan a la muerte, los libros piadosos la vivifican y la sanan. Los libros pueden contener sustancias contaminantes o purificadoras y ser entonces objeto de una política higiénica que determine si crean atmósferas espirituales limpias o polucionadas y que establezcan métodos para reducir la suciedad y restablecer la pureza. Por último, los libros pueden tener efectos en las facultades mentales de los lectores y ser objeto de una psicotecnia que administre cuidadosamente los libros inteligentes o estúpidos, los que agudizan o embotan la sensibilidad, los que producen desvaríos o acrecientan la sensatez, los que fomentan o anulan la creatividad, los que alteran las emociones, los que privan del sentido de la realidad, etcétera.
En todos los casos reseñados, la actividad de la lectura es metaforizada con imágenes dietéticas, farmacológicas, epidemiológicas, higiénicas o psicológicas, médico-terapéuticas en suma, y arrastra todas sus connotaciones. Pero la metaforización central de la lectura desde el punto de vista médico es la del fármaco en el doble sentido de droga y medicina, de veneno y antídoto. Utilizada por curas, pedagogos y por todos aquéllos que poseen la pretensión de constituir y tutelar el alma de los demás, la consideración de la lectura como un fármaco poderoso, bueno en algunos casos y potencialmente peligroso en otros, no sólo hace de criterio para la clasificación de los libros y para la vigilancia de los lectores, sino que convierte a la literatura en “esclava de alguna moral”[5] y legitima el poder de los farmacéuticos, es decir, de los que conocen el efecto de los fármacos, saben en qué consiste la buena salud y no dudan en imponerla.
Sin embargo, y desde otro punto de vista, la farmacia ha sido considerada también como un recurso para trascender el peso y las limitaciones de lo real y acercarse al infinito. Desde la embriaguez dionisíaca y los preparados que bebían los iniciados de los misterios de Eleusis hasta las modernas experiencias con drogas sintéticas, pasando por el club des haschischiens al que pertenecían poetas y artistas como Nerval, Baudelaire, Balzac o Delacroix, y por las apasionadas experiencias literario-farmacológicas del surrealismo y su estela, los hombres han buscado traspasar, aunque sea momentáneamente, las coacciones de su yo rutinario y los hábitos perceptivos respecto a lo que llamamos realidad.[6] Y hay un conjunto de textos farmacológicos clásicos de escritores célebres como Los paraísos artificiales de Baudelaire, Las confesiones de un comedor de opio de De Quincey, Las variedades de la experiencia religiosa de William James, Moksha y La isla de Huxley, Acercamientos de Jünger, Haschisch de Benjamin, Las enseñanzas de Don Juan de Castaneda, y un largo etcétera. En este marco, sin duda mucho más atractivo incluso desde el punto de vista de la formación que la rancia moralina que impregna la farmacia pedagógica, se mantiene la imagen básica de la lectura como fármaco. Pero se trata ahora de hacer habitar lo extraño en nuestro interior, de jugar con las fuerzas enigmáticas emparentadas con nuestra alma, con vistas a una suerte de metamorfosis espiritual que nada tiene que ver con la “buena salud” moral tal como la entienden los administradores sensatos de las conciencias ajenas. Lo que aparece como alienatio mentis es más bien el con-formarse con la rigidez, la pobreza y la falta de vida de un mundo que se nos da plano y sin perfiles y de un yo que se nos impone. Aunque eso no signifique que el juego que intenta trascenderlos no implique riesgos. La renuncia a lo que hay de seguro y de asegurado en el mundo convencional y en el yo constituido produce también angustia y espanto. Por eso, la experiencia farmacológica, como la experiencia de la lectura, cuando busca transgredir límites e ir más allá de lo dado, tiene también una constitutiva dimensión de incertidumbre y de peligro con la que hay que aprender a convivir.
Se apunta así a una suerte de antropología de la lectura o de antropología hermenéutica en la que la experiencia de la lectura es considerada como el modelo de cualquier tipo de experiencia y, por tanto, como la base de la constitución y la transformación misma de lo humano. Por otra parte, esa antropología incluye una dimensión terapéutica en el sentido ontológico y existencial, antes que técnico, que esa expresión tenía en la antigüedad. Filón de Alejandría, en un libro titulado en su versión latina De vita contemplativa, describe así una cofradía llamada de los Terapeutas que existía en su ciudad en el siglo I: “se les llama Terapeutas primero porque la medicina (iatrikè) que profesan es superior a la que es corriente en nuestras ciudades —ésta no cura más que el cuerpo, pero la otra cura también el psiquismo”. También se les llama terapeutas, continúa Filón, porque “toman cuidado del Ser (Therapeuèn to On) que es mejor que el Bien, más puro que el Uno, anterior a la mónada”.[7] La lectura no es tanto cuestión de medicina (iatrikè), como una forma de ocuparse del Ser (therapeia) mediante la palabra. J.Y. Leloup comenta: “Filón precisa bien: “tomar cuidado del Ser” y no de “mi” ser o de “su” ser (…). El Ser no es “alguna cosa” sino un Espacio, una Apertura que hay que mantener libre (…). Tomar cuidado de esta libertad, no alienarla a nada ni a nadie (ni siquiera a uno mismo) (…). Tomar cuidado en el hombre de lo que escapa al hombre”.[8] Y M.A. Ouaknin: “el papel del terapeuta es tomar cuidado del ser, es decir, esencialmente, de la libertad y de la apertura que provoca un lenguaje en movimiento. El terapeuta debe así “desanudar” no solamente los “nudos del alma”, que son una traba para la vida y la inteligencia creadora, sino también los “nudos del lenguaje”, de las palabras encerradas en la prisión de un sentido único”.[9]
La vida humana es constitutivamente una hermenéutica, una interpretación, una lectura entendida como juego creador con los signos con los que damos sentido al mundo y a nosotros mismos. Y el papel de la lectura es velar para que esos signos no se dejen absorber como una cosa en el mundo y en el hombre, sino que puedan abrir nuevas perspectivas del mundo y del hombre. Si la estructura del mundo se constituye a partir de la estructura del lenguaje y si nosotros no somos más que el sentido que nos damos a nosotros mismos y a lo que nos pasa, la lectura es un trabajo con y sobre el lenguaje, con y sobre el sentido, que conduce a la transformación de nuestra manera de ser en el mundo y, con ella, del mundo mismo. Y cuando la realidad y nuestra propia vida se nos dan en la rigidez cadavérica de lo ya dicho y de lo ya pensado, la lectura es renovación, apertura y posibilidad, es decir, un poderoso fármaco revitalizador, una forma de salud. Las palabras de Deleuze que he transcrito como lema de esta primera parte son claras al respecto: “el mundo es el conjunto de síntomas cuya enfermedad se confunde con el hombre. La literatura aparece entonces como una empresa de salud”. Y continúa: “¿qué salud bastaría para liberar la vida allí donde está aprisionada por y en el hombre, por y en los organismos y los géneros? (…) Meta última de la literatura, desgajar del delirio la creación de una salud (…), es decir, de una posibilidad de vida”.[10]
[8]
[1] Un estudio magnífico es el de P. Laín Entralgo, La curación por la palabra en la antigüedad clásica, Barcelona, Anthropos, 1987.
[2] Ilíada, XV, 392-394.
[3] Laín señala que “el verbo castellano “encantar” —como sus correspondientes en otras lenguas: enchanter, incantare, etcétera— tiene su origen en los incantamenta o “encantamientos” de los romanos, y es semántica y morfológicamente paralelo al verbo griego epáidein: como en aquél el prefijo in, en éste el prefijo epí refiere al “canto” (cantum, ode) en que consistía el ensalmo o conjuro” (La curación por la palabra en la antigüedad clásica, op. cit., p. 43).
[4] Ídem, p. 35.
[5] La expresión es de F. Nietzsche, La gaya ciencia, Palma de Mallorca, Olañeta, 1984, p. 14.
[6] Para una buena revisión, E. Ocaña, El Dionisio moderno y la farmacia utópica, Barcelona, Anagrama, 1993.
[7] Traducido de la edición francesa de J. Y. Leloup, Prendre soin de l’être. Philon et les Thérapeutes d’Alexandrie, París, Albin Michel, 1993, p. 30.
[8] Ídem, pp. 84-87.
[9] M.A. Ouaknin, Bibliothérapie. Lire, c’est guérir, París, Seuil, 1994, pp. 24-25.
[10] G. Deleuze, Critique et clinique, París, Minuit, 1993, pp. 14-15.