Las palabras ya no desembocan sobre nada, no se ve nada ni se oye nada a través de ellas, salvo una noche que ha perdido su historia, sus colores y sus cantos. La literatura es una salud.
G. Deleuze
Sobre la lectura es un librito bellísimo que Marcel Proust escribió como prefacio a la traducción al francés de unos ensayos de Ruskin.[1] El primer párrafo del texto introduce de forma paradójica una serie de estampas de la vida de su infancia. Dichas estampas están elaboradas en torno al recuerdo de la felicidad de los ratos dedicados a la lectura y que estaban por tanto separados de las personas, las cosas y las ocupaciones cotidianas que constituían esa vida que el texto recrea: “Quizá no hubo días en nuestra infancia más plenamente vividos que aquéllos que creímos dejar sin vivirlos, aquéllos que pasamos con un libro favorito. Todo lo que, al parecer, los llenaba para los demás, y que rechazábamos como si fuera un vulgar obstáculo ante un placer divino (…) todo eso, de lo que la lectura hubiera debido impedirnos percibir otra cosa que su importunidad, dejaba por el contrario en nosotros un recuerdo tan agradable (…), que, si llegáramos ahora a hojear aquellos libros de antaño, serían para nosotros como los únicos almanaques que hubiéramos conservado de un tiempo pasado, con la esperanza de ver reflejados en sus páginas lugares y estanques que han dejado de existir hace tiempo”.[2]
En las páginas que siguen a este sorprendente párrafo inicial, Proust rememora algunos de los libros de su niñez y las impresiones que le produjeron. Pero el acento de la evocación no está puesto tanto en los libros como en las cosas, las personas y los pequeños acontecimientos que constituían la atmósfera que rodeaba la lectura. Como si la lectura fuera un pedazo de vida apartado de la vida, pero dotado de la rara capacidad de hacer más preciosa e intensa esa vida de la que se aparta; como si el tiempo de la lectura estuviera fuera del tiempo, pero se mostrara capaz de restituir de una forma superior ese tiempo al que se sustrae; y como si el espacio de la lectura fuera también un espacio separado, pero que condensa e intensifica las cualidades sensibles del espacio que abandona. Por eso, cuando Proust recapitula las páginas dedicadas a la evocación de la niñez, escribe que, queriendo hablar de las lecturas de la infancia, ha hablado de cosas que nada tienen que ver con los libros, porque ha sido de esas cosas, de las que llenaban los lugares y los días en que transcurría la lectura, de las que los libros le han hablado.[3]
Tenemos aquí esbozado, aunque indirectamente y de un modo ciertamente ingenuo, uno de los temas que atraviesa la primera parte de En busca del tiempo perdido (la dedicada al relato de la infancia en Combray), a saber, la relación entre la lectura y la vida o, si se quiere, el modo como la frecuentación asidua de los libros por parte del joven protagonista tiende a hacer de la lectura una vía privilegiada de acceso a sí mismo y a la realidad e, incluso, un modelo de toda percepción. Tanto la realidad como nuestra propia vida, parece decir Proust en su obra de madurez, sólo se nos dan en tanto que interpretadas o leídas. Y para aprender a leer nuestro mundo y a leernos a nosotros mismos necesitamos la ayuda de los libros. Si consideramos, con Deleuze, que la Recherche es la narración de un aprendizaje que concierne esencialmente a los signos, que “aprender es, en primer lugar, considerar una materia, un objeto, un ser, como si emitieran signos por descifrar, por interpretar” y que “todo acto de aprender es una interpretación de signos o de jeroglíficos”,[4] toda la obra de Proust puede ponerse bajo el emblema de la lectura o, mejor aún, del aprendizaje de la lectura. Lo que el Proust narrador nos cuenta no es otra cosa que el modo como el Marcel Proust personaje va aprendiendo, a lo largo del relato, a leerse a sí mismo y a descifrar el sentido del mundo en el que vive. Y también el modo como la relación asidua con los libros es inseparable de ese aprendizaje.[5]
Quizá por eso Proust dirá al final de la Recherche, en ese último libro que es a la vez una recapitulación del relato y una reflexión sobre la posibilidad del relato, en El tiempo recobrado, que “cada lector es, cuando lee, el propio lector de sí mismo. La obra del escritor no es más que una especie de instrumento óptico ofrecido al lector para permitirle discernir lo que, sin ese libro, no hubiera podido ver en sí mismo”.[6] Y más adelante, pensando en sus propios lectores: “no serían mis lectores sino los propios lectores de sí mismos, porque mi libro no sería sino una especie de esos cristales de aumento como los que ofrecía a un comprador el óptico de Combray”.[7] En ambos fragmentos, leer es ver (a veces, en otros pasajes, leer es oír).[8] Y en diferentes lugares de la Recherche podemos encontrar también toda una serie de imágenes ópticas que indican que la escritura y la lectura son una cuestión de punto de vista y, a la inversa, que la visión no es tanto la captación de lo inmediato como una lectura de signos. No hay visión sin interpretación y no hay interpretación que no implique la singularidad de una mirada.
Pero sólo leemos (o vemos) en nosotros mismos. Lo que creemos leer en las cosas, en la “realidad”, no es sino la impresión que las cosas nos causan, el modo como lo que llamamos “realidad” nos afecta. Y es ahí, en la impresión y en el afecto, y no en el objeto, donde está el comienzo de la verdad. Interpretar el mundo en el que vivimos no es otra cosa que leer esas impresiones y esos afectos subjetivos como si fueran signos, es decir, como si la traza que dejan en nosotros constituyera una especie de escritura secreta que tenemos que aprender a descifrar. Lo que llamamos “realidad” se nos da por tanto doblemente mediada. En primer lugar, por el modo como se ha inscrito en nuestro interior o, si se quiere, por el modo como ha sido ya leída, y de una forma que nosotros no hemos escogido, por nuestra sensibilidad. Nosotros no somos los dueños de nuestras impresiones y de nuestros afectos y tampoco podemos controlar el modo como se inscriben en nuestra sensibilidad. Es más, la garantía de su verdad es su carácter involuntario, su absoluta independencia de nuestro control consciente. Las impresiones y los afectos que somos capaces de controlar, dice Proust continuamente, no son verdaderos. Como tampoco son verdaderos los signos que dejan en nosotros. Y lo que nosotros llamamos realidad se nos da también mediada, en segundo lugar, por el modo como nosotros leemos esas huellas interiores que se han ido grabando en nosotros a lo largo de nuestra vida. Lo que llamamos realidad, entonces, sólo se nos da en tanto que seamos capaces de leer el “libro interior”[9] que nuestras impresiones y nuestros afectos han escrito.
La óptica proustiana es una suerte de óptica hermenéutica, una especie de punto de vista lector doblemente constituido en una cara involuntaria y otra voluntaria: la cara involuntaria de la sensibilidad y la cara voluntaria de la inteligencia. Lo que lee la sensibilidad es algo que no escogemos y que nos es en gran parte desconocido. La inteligencia, que siempre está impulsada por la violencia de un afecto o de una impresión, lee lo que la sensibilidad ya ha leído (aunque manteniéndolo como inconsciente en una serie de inscripciones que componen un lenguaje de signos desconocidos) elucidándolo, aclarándolo y desplegando su sentido.
Desde ese punto de vista, la escritura literaria sería una tercera mediación: la expresión del modo como un autor convierte en obra la lectura “inteligente” que él mismo hace de su propio libro interior, es decir, de los signos o de las trazas sensibles que las personas y las cosas han dejado en él. Sólo de esta forma puede decirse que la escritura literaria es la expresión de un punto de vista único sobre la realidad, o de una mirada única sobre el mundo, o de una máquina óptica singular que ve y que lee las personas y las cosas de una forma única, configuradas en un estilo propio. Por eso la lectura de uno mismo es también “el reverso de una producción de los propios signos”.[10] Aprender a leer es indiscerniblemente aprender a escribir. Sólo la escritura de la Recherche le dará a Proust la clave para descifrar los signos que constituyen el movimiento de su vida y la verdad de su mundo. Como si esos signos sólo pudieran leerse traduciéndolos al lenguaje de la obra, esto es, convirtiéndolos en texto.
A partir de aquí, lo que sugieren los párrafos anteriormente citados es que podemos utilizar los libros, es decir, los instrumentos ópticos que los escritores nos ofrecen, para hacer de la lectura una actividad que nos ayude a configurar nuestra propia mirada sobre nosotros mismos y, a partir de nosotros mismos, sobre nuestro mundo. Los libros que leemos nos dan algo a leer (como los instrumentos ópticos nos dan algo a ver). Pero no lo que el autor lee o ve en sí mismo y que su escritura transmite, sino lo que nosotros, con su ayuda, podemos leer o ver en nosotros mismos y, a través de ese libro interior hecho de impresiones y afectos sensibles, lo que podemos leer o ver en la realidad. De ahí que, concluyendo un pasaje en el que compara al escritor y al pintor, Proust escriba: “El supremo esfuerzo del escritor como el del artista no alcanza más que a levantar parcialmente en nuestro honor el velo de miseria y de insignificancia que nos deja indiferentes ante el universo. En ese momento es cuando nos dice (…): ¡Observa! ¡Aprende a ver! Y en ese mismo instante desaparece”.[11]
El espacio fuera del espacio y el tiempo fuera del tiempo en los que se realiza la lectura están entonces enormemente separados y a la vez íntimamente unidos al espacio y al tiempo “reales” en los que transcurre la vida. Entre la lectura y la vida hay una distancia inconmensurable que, sin embargo, es constantemente atravesada. El Marcel lector evocado en Sobre la lectura sabe de esa distancia cuando, interrumpido por la cocinera que le ofrece acercarle una mesa y sintiéndose en la obligación de darle las gracias, siente que “había que detenerse en seco y hacer volver uno su voz de lo lejos que, labios adentro, repetía sin ruido, de corrido, todas las palabras que los ojos acababan de leer”.[12] Sabe también de esa lejanía cuando, una vez terminada la última página del libro acabado de leer y para conseguir calmar el tumulto desencadenado en su interior, se levantaba de la cama y se ponía a caminar “con los ojos todavía fijos en algún punto que en vano hubiéramos buscado dentro de la habitación o fuera de ella pues estaba situado a una distancia anímica, una de esas distancias que no se miden por metros o por leguas, como las demás, y que es por otra parte imposible confundir con ellas cuando se mira a los ojos ‘perdidos’ de aquéllos que están pensando ‘en otra cosa’”.[13] Y si el Proust lector sabe de la distancia infinita entre la lectura y la vida, el Proust narrador, el que atraviesa esa distancia, sabe de su íntima cercanía. Pero la intimidad entre la literatura y la vida es algo que sólo se le revelará al escritor cuando evoque los libros de la infancia y advierta que ahora, en el relato, esos libros con los que se había apartado del espacio y del tiempo cotidiano le “hablan” de “los lugares y los días” de los que con tanta indiferencia se había retirado para leer e, incluso, le hacen revivir con particular intensidad a ese niño solitario que en la lectura se había escapado de sí mismo y había abandonado su propia voz para confundirse con la voz interior que recorría apasionadamente las palabras y las frases de su texto. La literatura y la vida muestran su intimidad cuando la vida ha desplegado su sentido y, por tanto, se ha convertido ya en literatura. Sólo allí, en el espacio imaginario de la literatura, la vida alcanza su verdad, pero en tanto que está apartada y como alejada de sí misma.
Recuérdese a este respecto la famosísima frase de El tiempo recobrado. Una frase a la que sólo podría atreverse un escritor al término de su obra o, lo que en Proust es lo mismo, un hombre que ha realizado ya el aprendizaje de la interpretación de los signos y, por lo tanto, que ha hecho ya su propia lectura de su “libro interior”, de su vida y de su mundo, al transmutarlos en un texto literario: “La verdadera vida, la vida al fin descubierta y dilucidada, la única vida, por lo tanto, realmente vivida es la literatura; esa vida que, en cierto sentido, habita a cada instante en todos los hombres tanto como en el artista. Pero no la ven, porque no intentan esclarecerla”.[14]
Paul Ricoeur comenta esta celebérrima frase como una declaración de “una ecuación que, al término de la obra, deberá ser enteramente reversible entre la vida y la literatura, es decir, finalmente entre la impresión conservada en su traza y la obra de arte que dice el sentido de la impresión. Pero esta reversibilidad no está dada en ningún sitio: ella debe ser el fruto de la labor de la escritura. En ese sentido, la Recherche podría titularse A la búsqueda de la impresión perdida, no siendo la literatura otra cosa que la impresión recobrada —“la alegría de lo real recobrado’”.[15] Como si la vida real, para mostrar su verdad, necesitase ser doblemente puesta a distancia. En primer lugar por el paso del tiempo y por la frecuentación de ese espacio retirado de la vida que es el espacio de la lectura. En esa primera forma de la distancia, las impresiones que recibimos de la realidad quedan como perdidas en tanto que afecciones inmediatas y todavía dependientes tanto de las cosas y de las personas concretas que nos afectan como de los momentos concretos en que nos afectan. Pero sólo esa distancia permite la interiorización de las impresiones, su primera transmutación en una serie de trazas o de huellas subjetivas que pueden funcionar ya como signos que requieren interpretación. Por otra parte, la interpretación de esos signos o, lo que es lo mismo, su segunda transmutación en obra de arte, requiere de una segunda separación, la separación de la escritura. Ésta, al ser entendida como un desciframiento de una suerte de signos interiores cuyo sentido aún es desconocido, guarda una estrecha correspondencia con el aislamiento propio de la lectura. Los verdaderos libros, dice Proust, “deben ser hijos no de la plena luz y de la charla, sino de la oscuridad y del silencio”[16], y la oscuridad y el silencio, el misterio y el recogimiento en el interior, son también los atributos de la lectura.
Así la percepción de la realidad y de la vida, pero esta vez de una forma superior, en tanto que se nos dan en su verdad y en su esencia, en tanto que “recobradas”, sólo puede hacerse al precio de una pérdida inicial. Y tanto la pérdida como la posterior recuperación son imposibles sin esa forma de distancia que constituye la lectura. Por eso, y otra vez con palabras de Ricoeur, “el itinerario de la Recherche va de la idea de una distancia que separa a la de una distancia que une”.[17] Un itinerario que estaba ya como apuntado en ese primer párrafo de Sobre la lectura en el que la separación entre la lectura y la vida aparecía en el recuerdo como una unión íntima en la que ambos polos, a pesar de su heterogeneidad o precisamente por ella, trabajaban en una especie de mutua intensificación.
La lectura y la vida están en una relación de discontinuidad. Proust lo sugiere ya en su ensayo primerizo cuando, al describir la habitación de la lectura, insiste en su decoración caprichosa, en la completa falta de utilidad de los objetos que la amueblan, en las imágenes absurdas y azarosas que llenan sus paredes, en su carácter más simbólico que utilitario. La descripción de la estancia contiene reiteradas imágenes religiosas que indican su condición de templo, como si el espacio de la lectura fuera un espacio extraordinario y sagrado que se caracterizara justamente por su radical heterogeneidad respecto a los espacios ordinarios y profanos. Su condición extra-ordinaria hace que la habitación de la lectura, que en eso es como los libros, pueda estar llena “de una vida silenciosa y plural, de un misterio en el que mi persona se encontraba a la vez perdida y fascinada”.[18] Así la cama está escondida “como en el interior de un santuario”; la almohada es “como un altar en el mes de María”; junto a la cama hay una “trinidad” de objetos que son como “cálices consagrados” y junto a ellos está el frasquito “santo” de un licor que nunca se hubiera atrevido a “profanar”; los sillones están cubiertos de “estolas de ganchillo”; la cómoda “parece un altar” que está cubierto por un mantel colocado “como un paño sagrado”; junto a ella hay una butaca que es como un “reclinatorio”; la habitación entera es “una especie de capilla” en la que se oyen las campanas de la iglesia próxima al tiempo que por la ventana puede verse “al cura con su breviario” o “al monaguillo que nos traía el pan bendito”.[19] Y terminada la descripción del espacio de la lectura, Proust introduce una consideración sobre sus gustos en materia de habitaciones que bien podría tomarse como una declaración de sus gustos literarios si sustituyéramos la palabra ‘habitación’ por la palabra ‘libro’: “… sólo soy capaz de vivir y de pensar en una habitación donde todo es producto de la creación y del lenguaje de unas vidas profundamente diferentes a la mía, de un gusto opuesto al mío, donde no pueda encontrar nada que me recuerde a mi pensamiento consciente, donde mi imaginación se exalta sintiéndose zambullir en las profundidades de una personalidad extraña”.[20]
La imagen, que es el don supremo de la lectura, es en Proust “una construcción, un sentido vital que no está en contacto con la vida”.[21] De ahí las críticas de El tiempo recobrado contra la falsedad de ese arte supuestamente realista que, pretendiendo mantenerse cerca de la vida, no consiste en otra cosa que en tomar por “realidad” lo que no es sino hábito y costumbre. De ahí también las limitaciones de toda forma de lectura que pretenda encontrar una conexión explícita entre los libros y la vida que supuestamente “representan”. Pero eso no significa que la lectura no tenga relación con la vida. Lo que ocurre es que se trata de una relación entre elementos heterogéneos, no semejantes, discontinuos. Se trata de una relación que sólo es posible por la separación y por la distancia. Deleuze lo formula con particular nitidez respecto al aprendizaje:“Nunca se sabe como aprende alguien; pero, cualquiera que sea la forma en que aprenda, siempre es por medio de signos, al perder el tiempo, y no por la asimilación de contenidos objetivos. ¿Quién sabe cómo un escolar se convierte de pronto en un “buen latinista”? ¿Qué signos (si es preciso amorosos o incluso inconfesables) le han servido de aprendizaje? Nunca aprendemos en los diccionarios que nuestros maestros o nuestros padres nos dejan. El signo implica en sí la heterogeneidad como relación. Nunca aprendemos actuando como alguien, sino actuando con alguien, que no tiene relación de semejanza con lo que se aprende”.[22]
Nada aprenden en los libros los que leen buscando una proyección de sí mismos o de su mundo, sintiéndose siempre cómodos, comportándose como “aquellas personas de buen gusto” que configuran su habitación “a su imagen y semejanza” y que la amueblan únicamente “con aquellos objetos con que se sienten identificados”.[23] Nada aprenden tampoco los que hacen de la lectura una actividad profana que no está separada de los usos y las costumbres diarios, de los intereses prácticos inmediatos, de lo habitual y lo familiar, de lo útil; los que no saben sentirse “perdidos y fascinados” en el misterio de lo que no comprenden. Nada aprenden los que toman los libros como un pretexto para la conversación, como un instrumento para el brillo social, para el éxito intrascendente. Nada aprenden tampoco los buenos alumnos de la vida para quienes todo es fruto del esfuerzo, de la habilidad y del camino recto, sin perder el tiempo en rodeos, hacia los objetivos que se han fijado. Nada aprenden, por último, los que buscan en los libros las respuestas a las preguntas que les hacen sus padres o sus maestros, o ese contubernio de padres y maestros que fija lo que debemos pensar, lo que debemos saber y lo que debemos decir para “vivir correctamente”. Nada aprenden o, lo que es lo mismo, sólo encuentran en los libros lo ya pensado, lo ya sabido, lo ya dicho, lo ya previsto. Para aprender hace falta que la lectura sea una actividad separada de la vida, de sus necesidades y de su control. Sólo así, en un espacio que escapa a todo control (incluso al de uno mismo) y sobre el que la vida no tiene ningún derecho, se podrá encontrar, aunque nada lo garantiza, lo que no se sabe, lo que no se busca y lo que no se espera.
Después de evocar la atmósfera de las lecturas de la infancia, el tema de Sobre la lectura es el de su papel ambiguo en la salud de lo que Proust llama “la vida espiritual”. La lectura, dice Proust, puede ser beneficiosa y también perjudicial. Esos hipotéticos beneficios o perjuicios que la lectura puede causar al espíritu no dependen tanto de los textos como de la lectura, es decir, del tipo de relación que se establezca con los textos. La consideración de virtudes y peligros no se resuelve por tanto en un criterio para clasificar buenos y malos libros sino en un criterio para clasificar buenos y malos modos de leer. Lo importante para la “salud del espíritu” no está en los libros que leemos sino en cómo los leemos, no tanto en el texto como en lo que hacemos con él.
La lista de “bibliopatologías” es un tanto convencional. Proust califica de “enfermedad literaria” y de “gusto malsano” ese “respeto fetichista por los libros” en el que puede degenerar la bibliofilia y que “está ligado a una predilección por todo aquello que rodea su objeto, que tiene alguna relación con él y se comunica con él incluso en su ausencia”.[24] Otra bibliopatología es la pedantería, una degeneración de la erudición y una enfermedad propia del que “lee por leer, para recordar lo que ha leído. Para él el libro no es el ángel que levanta el vuelo tan pronto como nos ha abierto las puertas del jardín celestial, sino un ídolo petrificado, al que adora por él mismo, y que, en lugar de dignificarse por los pensamientos que despierta, transmite una dignidad falsa a todo lo que le rodea”.[25] Por último, Proust califica de peligrosa y de no saludable la enfermedad del dogmatismo, una enfermedad que consiste en creer que la verdad existe “como algo material, abandonado entre las hojas de los libros como un fruto madurado por otros y que no tenemos más que molestarnos en tomarlo de los estantes de las bibliotecas para saborearlo a continuación pasivamente”.[26]
Si consideramos qué es lo que tienen en común las tres formas de “insania lectora”, podemos observar que, en todas ellas, la lectura consiste en una relación de apropiación de algo que está en el texto. El fetichista se apodera de sus elementos exteriores, el pedante de sus elementos anecdóticos, el dogmático, por último, se apropia de su “verdad”. En los tres casos el objetivo de la relación con el texto consiste en tomar algo del texto pero sin ponerlo en una relación interior con uno mismo. En todos ellos, además, la lectura es una relación con el texto que no produce nada: el lector adquiere algo que había en el texto de una forma puramente exterior, pero a él mismo y a su propia “vida espiritual” nada le ocurre.
En contraste con esa relación exterior, completamente estéril, de simple apropiación, que termina al conseguir algo que está en el libro, Proust habla de las posibilidades “saludables” de la lectura como “incitación”, como “estímulo”, como “iniciación”, como una actividad que “abre puertas”, que “se encuentra en el umbral de la vida espiritual; puede introducirnos en ella; pero no la constituye”.[27] Las cualidades del espíritu, la sensibilidad y la inteligencia, sólo podemos desarrollarlas en nosotros mismos, con nuestra propia actividad, de una forma personal y singular. Además, la verdadera “vida espiritual” es siempre solitaria. Por eso la lectura no puede ser más que una in-citación o una ex-citación o, como mucho, una preparación formal, una educación de “los modales de la inteligencia”.[28] Los libros deben activar la vida espiritual pero no conformarla, deben dar a pensar pero no transmitir lo ya pensado, deben ser un punto de partida y nunca una meta.[29]
Además de esa lista de “enfermedades literarias” y de esas consideraciones escasamente originales sobre los efectos estimulantes de la lectura, hay también en Sobre la lectura un párrafo relativamente largo, y éste sí de cierto interés, que trata de “ciertos casos patológicos, por decirlo así, de depresión espiritual, en los que la lectura puede convertirse en una especie de disciplina terapéutica y encargarse, por medio de incitaciones reiteradas, de volver a introducir a perpetuidad a una mente perezosa en la vida del espíritu. Los libros desempeñan entonces para ésta un papel análogo al de los psicoterapeutas con ciertos neurasténicos”.[30]
Proust recomienda una suerte de biblioterapia que se diferencia en un rasgo esencial de las logoterapias y de las psicoterapias verbales: la soledad. La lectura, escribe Proust, no tiene nada que ver con la conversación, esa actividad inane que no sólo disfraza el verdadero pensamiento sino que nos priva de él. Y su virtud está justamente en el aislamiento y el ensimismamiento del lector. La lectura se define como “ese milagro fecundo de una comunicación en el seno de la soledad”.[31] Frente a Ruskin y a los espíritus mundanos de la época que convierten la lectura en un análogo de la charla, del parloteo insustancial, del mero juego de opiniones sabias, Proust enfatiza su dimensión solitaria y silenciosa. Se lee, parece decir Proust, para defender la soledad, la separación, esa región oscura, misteriosa y apartada donde la inspiración se hace posible y donde la mente trabaja sólo sobre sí misma, ese espacio silencioso donde uno no está expuesto sino recogido, donde no hay que responder a los otros, donde no hay disipación sino concentración espiritual. El lector sería entonces el que suspende la conversación y se retira a la soledad y al silencio, al interior, al lugar donde se está en disposición de recibir porque no se tiene, porque no se sabe, porque no se espera. Por eso, para devolver la salud al espíritu, “lo que hace falta es una intervención que, proviniendo de otro, se produzca en cambio en nuestro interior; un estímulo desde luego de otra mente, pero recibido en perfecta soledad. Y ya hemos visto que ésta era precisamente la definición de la lectura, y que sólo a la lectura se ajustaba. La única disciplina que puede ejercer una influencia favorable en tales espíritus es, por tanto, la lectura”.[32]
La enfermedad para la que Proust recomienda un tratamiento biblioterapéutico consiste en la versión anímica de una extrema pasividad, de una invencible pereza, que proviene del anquilosamiento de la voluntad y de la atrofia del deseo. Del mismo modo que hay dolencias que consisten en una cierta astenia del sistema nervioso y que producen una suerte de pasividad corporal que hace que el que las padece, aunque tenga intactas sus facultades orgánicas, se sienta incapaz de comer, de caminar, de trabajar o de cualquier otra actividad física, así también hay patologías del alma que hacen que el que las sufre sea incapaz de crear y de pensar por sí mismo, de llevar una vida espiritual personal y propia en definitiva, aunque sus facultades mentales y anímicas estén totalmente intactas. Los enfermos de los que habla Proust viven en una especie de astenia espiritual y “vegetan en la superficie en un perpetuo olvido de sí mismos, en una especie de pasividad que hace de ellos el juguete de todas las pasiones, los rebaja a la altura de aquéllos que los rodean y excitan sus ánimos, y, semejantes a aquel caballero que, compartiendo desde su infancia la vida de unos salteadores de caminos, ya no recordaba su nombre después de tanto tiempo sin usarlo, terminarán por destruir en ellos todo sentimiento y todo recuerdo de nobleza espiritual”.[33]
En pocas líneas, esa extraña enfermedad anímica pasa de caracterizarse en términos de fatiga vital, pasividad, impotencia, inapetencia, debilidad, desaparición de la voluntad, pérdida del deseo, etcétera, a describirse claramente como pérdida o mengua de la identidad. Los términos son ahora superficialidad, olvido de sí, dependencia de los otros, rebajamiento o disminución del ser propio, inconstancia, falta de autodominio, heteronomía, excitación y variabilidad del ánimo, predominio de la vida pasional, entrega a los placeres corporales y pasivos, cierta vulgaridad de carácter plebeyo y, esencialmente, carencia de nombre propio.
Independientemente de las críticas obvias que podrían hacerse al privilegio de una identidad definida por la actividad, la potencia, la autonomía, la fuerza, la voluntad, el deseo, el autodominio, la altura, la nobleza, la serenidad anímica, el espíritu, la constancia, el nombre, etcétera, una identidad en suma marcadamente masculina, individualista y aristocrática, la patología de la que aquí se trata tiene una cierta similitud con los estados de ánimo inducidos por el uso de fármacos de carácter narcótico, aquéllos con los que el individuo intenta escapar de sí mismo y sumirse en un dulce olvido. La enfermedad vital de la que los libros pueden curarnos consiste, según Proust, en vivir una vida que supone la renuncia a la propia vida, en abandonarse a un estado que supone el abandono del propio yo, y en renunciar incluso a la última realidad identitaria del propio nombre.
Pero ¿no es ése justamente el efecto de los libros? ¿No es el lector obsesivo el paradigma del que vive vicariamente vidas ajenas e irreales, del que desrealiza su propia identidad, del que por definición no tiene nombre? ¿No es la lectura un refugio narcótico en un tiempo fuera del tiempo y en una realidad fuera de la realidad, donde podemos escapar por un momento al vacío de nuestras propias vidas? ¿No constituye la literatura y, en general el arte, una especie de “paraíso artificial” que oculta y a la vez expresa el cansancio vital de nuestra época y nuestro estar hastiados de nuestra propia realidad, de nuestra propia vida y de nosotros mismos?
La literatura, en este caso, no sería un signo de abundancia y de plenitud vital, de vida espiritual en constante ampliación, sino un signo de muerte, de pobreza y de fatiga anímica. Sin duda existen los libros narcótico. No podría ser de otra manera en una sociedad que hace de cualquier espectáculo un escape de la cotidianeidad y que convierte en mercancía cualquier apariencia de vida que pudiera aliviar, siquiera por un momento, esa ausencia de vida que es la vida “real”. Pero el refugio que ofrecen los libros narcótico no es sino el revés que se corresponde exactamente a una realidad vital alienada e igualmente embrutecedora. No hace falta ser un lector obsesivo para vivir vidas ajenas puesto que nuestra propia vida nos es ajena, y no es necesario sumergirse en la lectura para perder la identidad puesto que, sea lo que sea la identidad, lo único de lo que podemos estar seguros es de que eso es algo que nunca hemos tenido o que ya hemos perdido. O, al menos, eso es lo que secretamente sentimos cuando percibimos, quizá oscuramente y sólo por un momento, que esta vida no es vida, que la vida siempre “está en otra parte”, y que no somos eso que somos porque, en definitiva, “no somos nadie”. Y eso a pesar de nuestro permanente sometimiento a todos esos aparatos de constitución y regulación de la conciencia que constantemente nos “fabrican” una identidad y nos “sujetan” a ella en la ilusión de que somos los dueños de nosotros mismos y de nuestra propia vida.
El enfermo del que habla Proust es un “depresivo” que está enfermo de la sensibilidad (o bien nada le afecta o, lo que acaso es lo mismo, vive en una especie de excitación indefinida y altamente variable, como un “juguete de todas las pasiones”), del deseo (nada le mueve o cualquier cosa le mueve) y del tiempo (no tiene memoria de sí y es incapaz de hacer proyectos). Es un ser que está espiritualmente paralizado, que está enfermo de indiferencia. Y un ser así no necesita narcóticos sino estimulantes, no necesita libros consuelo sino libros despertador: libros que le hagan acordarse de sí mismo, recordar su nombre y hacerse cargo de su propia vida.
Proust habla del libro estimulante o del libro despertador como terapia para una vida sumida en la indiferencia y en la pasividad espiritual. El mismo Proust, según dice Benjamin, era un ser fundamentalmente insano que tenía “una riqueza poco común de disposiciones anormales”.[34] Se sabe de su tendencia a la indolencia, de cómo la pereza amenazaba constantemente sus proyectos literarios y, en general, vitales, de cómo los amores sucesivos y la frivolidad de la vida mundana le llevaban a la disipación y a la renuncia, de su sentimiento de culpabilidad por el tiempo perdido, de su desconfianza hacia la amistad y de su gusto por la soledad, de su oscilación permanente entre el sueño de “hacerse un nombre” y el abandono de cualquier actividad encaminada a ese objetivo. Se sabe también que la lectura no le curó de esas “debilidades”. Pero la lectura se le reveló al fin como un don secretamente contenido en el interior mismo de la pasividad, de la disipación, de la soledad, del tiempo perdido y de la renuncia al nombre propio. Como si la lectura ofreciera una forma superior de salud al que sabe abandonarse a ella con la suficiente atención y la suficiente delicadeza: una verdad de la pasividad o, mejor, de la pasión, que nos devuelve modalidades de acción insospechadas; una verdad de la disipación que nos revela una forma secreta de constancia; una verdad de la soledad que nos da amores y amistades de una riqueza infinita; una verdad del tiempo perdido que nos permite recobrar el tiempo; una verdad del nombre abandonado que nos permite recuperar el nombre; una verdad del olvido que nos devuelve la memoria; una verdad de la vida dejada sin vivir que nos devuelve la vida no vivida de una forma particularmente verdadera e intensificada.
Varios años después de este curioso fragmento sobre las posibilidades de la biblioterapia, Proust escribió en En busca del tiempo perdido la célebre descripción del momento de la lectura recuperando y refundiendo algunos de los temas que había apuntado en Sobre la lectura. Y ahí, en la escena de la lectura, se trata precisamente de la memoria y del olvido, de la superficie y de la profundidad, del interior y del exterior, de la indolencia y de la actividad, de la soledad y de la compañía, del arte y de la vida, de la lectura y de la escritura, de las formas de la sensibilidad y del deseo, de las paradojas de la identidad, de la literatura como forma de salud. Y acaso en la escena de la lectura podamos encontrar dibujado como en miniatura el proceso de la biblioterapia: el que conduce del niño angustiado y solitario y del adolescente frívolo, perezoso y carente de voluntad, a ese hombre extraño, nocturno, enérgicamente concentrado, poseído por una especie de locura encaminada a restituir, en el espacio imaginario de la escritura, el movimiento de su vida y lo que le queda de su misma niñez, a la vez perdida y preservada. Las condiciones que sirven de base a la obra de Proust son “malsanas en grado sumo”.[35] Pero tomando esa constitución enfermiza como condición de posibilidad de su trabajo de escritor y de lector, Proust supo extraer una forma superior de salud.
Ya la primera página de En busca del tiempo perdido describe una especie de agitado duermevela en el que inmediatamente se mezclan elementos del libro leído justo antes del sueño. Pocas páginas después, la madre lee en voz alta a Marcel las páginas del François le Champi, de George Sand, en el volumen de color rojizo que Proust volverá a encontrar en la biblioteca del príncipe de Guermantes y que evocará, convertido en imagen de la infancia, en un fragmento célebre de El tiempo recobrado que comentaré más adelante. Pero la verdadera escena de la lectura no aparece hasta mucho después, una vez finalizado el preludio que culmina con el célebre episodio de la magdalena y ya bien entrada la primera parte de Por el camino de Swann, en el núcleo de las páginas dedicadas a Combray.
El arranque de la escena está estructurado por una oposición binaria que, sucesivamente ampliada, complicada e invertida, la organiza en su totalidad: la oposición entre el interior umbrío del cuarto al que el narrador se retiraba para leer echado en la cama, y el exterior espléndidamente luminoso de un mediodía de verano. Pero el reflejo inmóvil de la luz entre las persianas, el resonar de unos golpes de la calle y el sonido de las moscas establecen una clara comunicación entre el interior y el exterior, constituyendo una suerte de imágenes del exterior que dan en el interior su presencia sensible, sintética y efectiva. Como si el espacio interior estuviera protegido de las invasiones de afuera pero a la vez contuviera de forma alusiva pero especialmente intensa alguna de sus propiedades; como si la especificidad y la esencia del exterior, ese acontecimiento múltiple e indefinido llamado “verano”, estuviera dada por esas tres imágenes que lo aluden y lo condensan; como si en el interior calmo y separado, el exterior sufriera una transmutación placentera y la luz del mediodía quedara transmutada en “una mariposa en reposo”, el ruido del trabajo se metamorfoseara en “estrellitas escarlata”, y el molesto zumbido de las moscas se convirtiera en la ejecución privada de un concierto de “música de cámara del estío”.
A continuación de este párrafo introductorio, la relación entre el recogimiento interior de la lectura y el fulgor exterior del verano de Combray se expresa de una forma magníficamente sensitiva en un fragmento de una rara riqueza de conexiones y desplazamientos metafóricos: “aquel umbroso frescor de mi cuarto era al pleno sol de la calle lo que la sombra es al rayo de Sol, es decir, tan luminosa como él, y brindaba a mi imaginación el total espectáculo del verano, que mis sentidos, si hubiera ido a darme un paseo, no hubieran podido gozar más que fragmentariamente; y así convenía muy bien a mi reposo, que —gracias a las aventuras relatadas en los libros que venían a estremecerle— soportaba, como el reposo de una mano inmóvil en medio del agua corriente, el choque y la animación de un torrente de actividad”.[36]
En el fragmento citado, el interior es definido y valorado con atributos asociados al bienestar de un espacio cerrado y protegido: frescura, oscuridad y tranquilidad. Pero la fuerza del fragmento está en el modo como ese lugar aislado y aparentemente reposado es también el marco de una constante actividad que, por mediación de la lectura, es capaz de recoger, de un modo transformado e intensificado, todo lo que ha quedado afuera. La primera sección del fragmento violenta la más elemental verosimilitud para indicar que el interior sombrío es “tan luminoso” como el exterior expuesto a pleno sol.[37] La segunda sección afirma que, quedándose en su cuarto para leer, el narrador accede con su imaginación al “espectáculo del verano” de una forma “total”, algo que no hubiera podido conseguir si hubiera salido a dar un paseo puesto que, de ese modo, solamente lo hubiera podido gozar con los sentidos y, por lo tanto, “fragmentariamente”. La serie de oposiciones encadenadas (interior-exterior, reposo-paseo, imaginación-sentidos, totalidad-fragmentación) y el modo como la primera cadena (interior-reposo-imaginación-totalidad) queda privilegiada respecto a su capacidad para revelar a Marcel el orden profundo y esencial del verano de Combray no solamente parece borrar los límites entre la lectura y el paisaje, sino que permite derivar incluso que la lectura hace más intensos y más nítidos los colores del paisaje y permite al lector poseerlo con mayor facilidad y de forma más íntegra y condensada.
La tercera sección, por último, muestra la lectura como un reposo activo o, mejor aún, como un reposo que hace que la actividad sea posible y, además, sensible e imaginativamente percibida. El reposo del lector soporta y es estremecido por el discurrir del relato del mismo modo que una mano inmóvil soporta y a la vez es estremecida por el agua corriente y del mismo modo también que la inmovilidad encerrada de Marcel soporta y a la vez es estremecida por el choque de la animación y del “torrente de actividad” que hay en el verano de Combray. La sección contiene dos verbos, uno en voz activa (soportar) y otro en pasiva (ser estremecido). El sujeto de la acción de ‘soportar’ es siempre un sujeto en reposo: Marcel lector, una mano inmóvil, y Marcel sedentario. Su objeto es siempre el fluir de una actividad: las aventuras del relato, la corriente del agua, el torrente de actividades del verano. Y adviértase que la elección del verbo soportar (que Pedro Salinas traduce al castellano por ‘aguantar’) connota actividad y pasividad al mismo tiempo. Soportar, como aguantar, es a la vez resistir y sostener, someterse a algo y mantenerlo, hacerlo posible, como si el verbo indicara una forma de pasión que no es solamente pasiva, un padecer que implica al mismo tiempo sostener y hacer sensible aquello que se padece. El verbo en pasiva (‘ser estremecido’) connota un movimiento en la inmovilidad, como un temblor casi imperceptible desde fuera pero que atraviesa intensamente al que lo sufre. Además, el juego de asociaciones de la frase permite que sus distintos elementos puedan sustituirse entre sí e intercambiar sus propiedades: las aventuras del relato “corren” como el agua, e incluso corren torrencialmente, como el torrente de actividades estivales de la finca; el agua estremece la mano como el relato estremece al que lo lee y como los sucesos del verano estremecen al que se ha quedado aislado en su cuarto; el lector está inmóvil como lo está la mano que soporta la corriente y como también lo está el Marcel sedentario que no ha ido al paseo; etcétera.
Y la asociación más importante para mis propósitos: la mano lee la corriente del agua (soportándola y dejándose estremecer por ella) como el lector inmóvil lee el libro (que soporta y que le hace estremecer) y como el narrador lee (estremecido), desde la soledad de su refugio, los sucesos del verano. Sin la inmovilidad de la mano, la corriente del agua sería imperceptible y permanecería ilegible; sin la pasividad del lector, el relato permanecería mudo; sin la soledad y el aislamiento de Marcel, las actividades del verano no adquirirían una forma organizada y esencial, no podrían transmutarse en palabras e imágenes, no podrían, en definitiva, ser leídas ni escritas.
En este pasaje no leemos solamente, como indica Paul de Man, que “el proceso mental de la lectura extiende la función de la conciencia más allá de la mera percepción pasiva en tanto que debe adquirir una dimensión más amplia y convertirse en una acción”,[38] sino también que la lectura se presenta como el modo privilegiado de la percepción y de la sensibilidad. Sentir es ya interpretar, leer. Y el desarrollo de la sensibilidad, de la capacidad de ser afectado, depende del aprendizaje de los modos de interpretación adecuados. Esa idea aparece explícitamente formulada en los pasajes siguientes. Después de un corto párrafo en el que se insiste en el espacio interior y protegido como el espacio propio de la lectura (incluso cuando la abuela le pedía que saliera fuera, Marcel buscaba en el exterior un espacio interior y oculto, las “honduras” de una “casilla de esparto y tela”, debajo del castaño), Proust afirma de nuevo que la oposición entre el interior y el exterior articula también la dinámica de la percepción y su relación con la lectura. El pensamiento es ahora “un refugio en cuyo hondo me estaba yo bien metido, hasta para mirar lo que pasaba fuera”[39] y su separación respecto a la realidad externa es insuperable: la inmediatez es imposible y entre la inmaterialidad del pensamiento y la materialidad de sus objetos se interpone siempre la conciencia de la percepción y una suerte de “orla espiritual” que es metaforizada con la imagen de esa zona de evaporación que se produce al aproximar un cuerpo incandescente a un objeto mojado. Lo que el narrador percibe, entonces, no es sino el vapor que su alta temperatura anímica hace que desprendan las cosas a las que se aproxima. Lo que la imagen parece sugerir es que Marcel no “toca” la realidad externa, sino que la lee, puesto que la mente sólo puede relacionarse con la “orla espiritual” que hacemos brotar de las cosas cuando nos aproximamos a ellas con la suficiente “temperatura” sensible, del mismo modo que el lector sólo puede percibir directamente los signos inmateriales del texto que lee.
La relación entre lectura y percepción sensible activa es explícita en el pasaje que viene a continuación: “… en aquella especie de pantalla coloreada por diversos estados que, mientras yo leía, iba desplegando simultáneamente mi conciencia, y cuya escala empezaba en las aspiraciones más hondamente ocultas en mi interior y acababa en la visión totalmente externa del horizonte que tenía al final del jardín, delante de los ojos, lo primero y más íntimo que yo sentía, el fuerte puño, siempre activo, que gobernaba todo lo demás, era mi creencia en la riqueza filosófica y la belleza del libro que estaba leyendo y mi deseo de apropiármelas”.[40] La imagen de la conciencia como “pantalla coloreada” guarda una cierta correspondencia con la imagen de la mano que soporta la corriente del agua. En ambos casos se trata de una superficie estática atravesada sin embargo por una frenética actividad: el estremecimiento de la mano y el variable colorido de la pantalla. Ambas imágenes, por su parte, se condensan más adelante en torno a una metáfora central cuando el narrador se compara a “un surtidor irisado y en apariencia inmóvil”[41] en el que los distintos niveles y momentos de la lectura podrían ser artificialmente separados como haciendo cortes a distintas alturas. La imagen del surtidor, con su verticalidad y su superficie siempre cambiante, une movimiento e inmovilidad, sucesión e intemporalidad. Y, como escribe Paul de Man, “el flujo continuo de la narrativa representa una identidad que está más allá de los sentidos y más allá del tiempo como algo accesible a la mirada y a la sensación, y sin embargo comprensible y articulada, igual que la fascinación única e intemporal de la lectura puede ser dividida en elementos sucesivos configurados como los anillos concéntricos de un tronco de árbol”.[42]
A partir de esa inmovilidad dinámica, de esa intemporalidad sucesiva, de esa pantalla que está fija pero que está atravesada por diversos estados, la conciencia lectora va desplegándose desde el interior al exterior y desde abajo hacia arriba: desde lo más íntimo y lo más profundo, en este caso“las aspiraciones más hondamente ocultas en mi interior”, a lo más alejado y lo más superficial, al “horizonte que tenía al final del jardín”. Y en este movimiento excéntrico, el lector, ocupado en recorrer las páginas de su libro y gobernando su actividad por la creencia de que lo que hace tiene que ver con la búsqueda y la apropiación de la verdad y de la belleza, lee también y al mismo tiempo los signos que le hablan de lo más íntimo y oculto de su propia alma, como si se leyera a sí mismo, así como los signos emitidos por el paisaje que tiene ante sus ojos.
Esas imágenes del movimiento en la inmovilidad y de la relación entre el interior y el exterior son repetidas y renovadas en el que es quizá el pasaje central de la escena de la lectura y que no resisto a reproducir íntegramente: “Tras esa creencia central, que durante mi lectura ejecutaba incesantes movimientos de dentro afuera, en busca de la verdad, venían las emociones que me inspiraba la acción en la que yo participaba, porque aquellas tardes estaban más henchidas de sucesos dramáticos que muchas vidas. Eran los sucesos ocurridos en el libro que leía, aunque los personajes a quienes afectaban no eran “reales”, como decía Francisca. Pero ningún sentimiento de los que nos causan la alegría o la desgracia de un personaje real llega a nosotros si no es por el intermedio de una imagen de esa alegría o desgracia; la ingeniosidad del primer novelista estribó en comprender que, como en el conjunto de nuestras emociones la imagen es el único elemento esencial, una simplificación que consistiera en suprimir pura y simplemente los personajes reales significaría una decisiva perfección. Un ser real, por profundamente que simpaticemos con él, es percibido en gran parte por medio de nuestros sentidos, es decir, sigue opaco para nosotros y ofrece un peso muerto que nuestra sensibilidad no es capaz de levantar. Si le sucede una desgracia, no podremos sentirla más que en una parte mínima de la noción total que de él tenemos, ni tampoco podrá él sentirlo más que en una parte de la noción total que de sí tenga. La idea feliz del novelista es sustituir esas partes impenetrables para el alma por una cantidad equivalente de partes inmateriales, es decir, asimilables para nuestro espíritu. Desde este momento, poco nos importa que se nos aparezcan como verdaderos los actos y emociones de esos seres de nuevo género, porque ya las hemos hecho nuestras, en nosotros se producen, y ellas sojuzgan, mientras vamos volviendo febrilmente las páginas del libro, la rapidez de nuestra respiración y la intensidad de nuestras miradas. Y una vez que el novelista nos ha puesto en ese estado, en el cual, como en todos los estados puramente interiores, toda emoción se decuplica y en el que su libro vendrá a inquietarnos como nos inquieta un sueño, pero un sueño más claro que los que tenemos dormidos, y que nos durará más en el recuerdo, entonces desencadena en nuestro seno, por una hora, todas las dichas y desventuras posibles, de ésas que en la vida tardaríamos muchos años en conocer unas cuantas …”.[43]
Más allá de la trivialidad de la distinción convencional entre realidad y ficción (la objeción de que los personajes de novela no eran reales es puesta en boca de Francisca, la criada, y la palabra “real” va ahí irónicamente entrecomillada), lo que este párrafo propone es una teoría de la sensibilidad que es al mismo tiempo una teoría de la lectura y cuyo centro es la categoría de imagen. Lo primero que sorprende ya en el comienzo de este pasaje es la relación entre la lectura y la verdad. Pero “verdad” debe entenderse aquí en un sentido hermenéutico antes que epistemológico. La verdad es la revelación del ser de las cosas, el hecho desnudo de su propio aparecer a nuestra sensibilidad en lo que ellas son. Pero las cosas (las personas, los acontecimientos, las obras de arte…) se nos dan en signos que debemos ser capaces de interpretar, de descifrar, de leer. Y debe considerarse entonces cómo el verdadero ser de lo que aparece está muchas veces como enmascarado por signos engañosos, o como empobrecido por signos sin vida que no nos dan toda la riqueza que contienen, o como reducido por signos convencionales que suplantan el ser de las cosas por una serie de clichés vacíos de contenido. Lo que Proust parece indicar en este pasaje es que muchas veces la realidad “desnuda” carece de capacidad afectiva, de verdad en sentido estricto, en tanto que no nos dice nada o casi nada del ser de las cosas. Por eso la verdad es difícil y rara, y sólo es el resultado de un largo y a menudo doloroso aprendizaje de la interpretación de los signos o, si se quiere, de la justa lectura del mundo. Es en este sentido que Deleuze señala que lo que da unidad a la Recherche no es la memoria sino la búsqueda y el aprendizaje de la verdad, y añade: “… todo aquello que nos enseña algo emite signos, todo acto de aprender es una interpretación de signos (…). La obra de Proust está basada en el aprendizaje de los signos”.[44]
Entre el yo y lo que le afecta (entre el sujeto y el objeto si utilizamos otras categorías) se sitúa la imagen. Sin su mediación, el objeto, sea “real” o “ficticio”, se da a la sensibilidad como algo opaco, muerto, pesado, fragmentario. Y ésos son también los atributos que el yo tiene para sí mismo cuando percibe o siente lo que le sucede sin el poder mediático de la imagen. Puesto que la literatura consiste fundamentalmente en un repertorio de imágenes sorprendentes y altamente elaboradas, no sólo la novela nos da a sus personajes y a lo que les sucede de una forma mucho más intensa que la que tienen los seres “reales”, sino que constituye una suerte de depósito de imágenes con cuya mediación la “realidad” misma se nos presenta de un modo renovado. Podemos entender así que, para el joven Marcel, no sólo los paisajes de los libros que leía se le presentaban “con mayor viveza en la imaginación” que los que Combray le ponía delante, sino que el paisaje mismo de Combray en verano se daba a su sensibilidad irritada por la lectura de una forma mucho más intensa que si la percibiera sin la mediación de las imágenes literarias. La literatura es, desde este punto de vista, como una especie de máquina de intensificación de la sensibilidad que agudiza la capacidad sensitiva del lector, que irrita su capacidad afectiva o emocional (su capacidad de ser afectado), y que da a los objetos y a los acontecimientos perfiles más nítidos y colores más vivos. La “realidad” configurada por la imagen gana así los atributos de transparencia, vida, ligereza y unidad que la sensibilidad no mediada le niega.
El arte, que es el dominio de lo imaginario, es superior a la “realidad” por la absoluta inmaterialidad de sus signos. Ser afectado por la “realidad” es también interpretar su sentido, en definitiva leer sus cualidades significativas. Pero allí, en la “realidad”, los signos todavía están como pegados al objeto que los produce, todavía no son plenamente espirituales y, como tales, permanecen como opacos, impenetrables para el espíritu. Sólo la imagen es completamente inmaterial y, por ende, plenamente transparente, completamente asimilable por el espíritu. De ahí que el mundo de los libros sea emocionalmente más intenso y más rico que el mundo “real”. Y de ahí también que pueda ser “hecho nuestro” con mayor facilidad puesto que “se produce en nosotros”, “se desencadena en nuestro seno” y captura (“sojuzga”, dice Proust) la totalidad de nuestro ser. La imagen actúa directamente en nuestro interior conectando con las huellas de lo que hemos vivido y haciéndonos vivir nuestra propia experiencia de una forma inmaterial. Pero la imagen alcanza lo más íntimo del interior en el mismo movimiento en que nos hace salir de nosotros mismos hacia la inmensidad de su afuera. Por eso la imagen conecta elementos heterogéneos: el afuera y el adentro, lo presente y lo ausente, lo real y lo irreal, lo material y el signo. En palabras de Blanchot, “todo cuanto es interior se extiende hacia afuera y adopta allí la forma de una imagen. (…) La esencia de la imagen es el estar toda hacia afuera, sin intimidad y, no obstante, más inaccesible y misteriosa que el pensamiento del yo íntimo: sin significación, pero solicitando la profundidad de todos los sentidos posibles; irrevelada y sin embargo patente, revistiendo esa presencia-ausencia en que consiste el atractivo y la fascinación de las Sirenas”.[45] Además, otro de los poderes de la imagen es su carácter pluralista y su funcionamiento pluralizador. La literatura no sólo nos ofrece muchas más emociones, mucho más intensas, mucho más variadas y mucho más veloces que la vida “real”, sino que nos da también una pluralidad potencialmente infinita de versiones distintas del mundo.[46] En el párrafo siguiente al que acabo de citar, el narrador habla de cómo influyen sobre su pensamiento los paisajes de los libros y cómo su intensidad expresiva convierten en “una parte real de la Naturaleza misma, merecedora de estudiarla y profundizarla”[47] lo que no son sino signos inmateriales fijados, negro sobre blanco, en un papel.
No es sólo que la lectura despliegue ante el lector un mundo propio, separado de la vida real, sino que sólo podemos acceder a lo real con la mediación de lo irreal y como si la apertura a esa vida no vivida que es la lectura permitiera la recreación y la renovación de lo vivido. Así, lo que al principio aparecía como renuncia a la vida aparece ahora como una suerte de intensificador y de multiplicador vital. Y lo que parecía como un movimiento concéntrico y de condensación se va a transformar también en un movimiento excéntrico y de ampliación. El pasaje central a este respecto es el siguiente: “… si bien tenemos siempre la sensación de que nuestra alma nos está cercando, no es que nos cerque como los muros de una cárcel inmóvil, sino que más bien nos sentimos como arrastrados con ella en un perpetuo impulso por sobrepasarla, para llegar al exterior, medio descorazonados, y oyendo siempre en torno nuestro esa idéntica sonoridad, que no es un eco de fuera, sino el resonar de una íntima vibración”.[48]
Ese impulso por sobrepasar el muro en el que nos “cerca el alma” puede entenderse literalmente como una imagen de la ampliación y la diversificación del mundo y, por ende, de la subjetividad que produce la lectura. Pero puede entenderse también, por resonancia, como una imagen de la relación entre el espacio interior al que Marcel se retira para leer y el exterior veraniego de Combray. Y puede entenderse por último como una imagen del propio funcionamiento de la lectura como una relación nunca saturada entre la intratextualidad y la extratextualidad. Este último sentido es el que enfatiza Paul de Man cuando escribe que este fragmento expresa “el irresistible movimiento que fuerza a cualquier texto más allá de sus límites y lo proyecta hacia un referente exterior”.[49] En los tres niveles de significación se trata de negar la inmovilidad y el aislamiento: la inmovilidad y la pasividad del alma del lector, su estar recogida sobre sí misma, es sólo aparente; Marcel no está quieto y aislado en la penumbra protegida de su cuarto; el sentido del libro no está limitado a la interioridad fija y estática del texto. El alma del lector, por el contrario, es siempre impulsada más allá de sí misma, en “sueños de viaje y de amor”, del mismo modo que la estancia de la lectura está abierta hacia el exterior, como si las paredes físicas que la cercan no pudieran detener el desbordamiento de la imaginación, y del mismo modo también que el significado del libro va siempre más allá de sus propios límites textuales.
Pero lo más interesante está en el resto del pasaje. En primer lugar, que en esa salida al exterior lo que sentimos (“oyendo” dice Proust en una imagen sonora de lo que a continuación será formulado visualmente) no es el estímulo que viene del objeto, “no es un eco de fuera”, sino la proyección en el objeto de nuestra propia subjetividad, “el resonar (afuera) de una íntima vibración”. Y no deja de ser curioso el modo como esa “vibración” de nosotros mismos que resuena en las cosas y nos es devuelta como de rebote invierte y complementa ese otro “estremecimiento” que la mano recibía de la corriente del agua, el lector de su relato, y el sedentario Marcel del activo verano de Combray. Todo ese movimiento concéntrico y excéntrico, de proyecciones, de ecos y de reflejos, toda esa frenética actividad anímica que se desarrolla en el silencio reposado de la habitación de la lectura, aparece ahora claramente como un juego de acciones y reacciones, de interferencias y de combinaciones, que produce una máxima agudización de la sensibilidad y una permanente intensificación de la experiencia. Como afirma Deleuze, los signos sensibles nos afectan a veces y exigen inmediatamente un trabajo de desciframiento; pero su materialidad no dice casi nada sin la imagen inmaterial que sólo el arte proporciona. Por eso “… el mundo revelado del Arte reacciona sobre todos los demás, y principalmente sobre los signos sensibles. Los integra, los colorea de un sentido estético y penetra en la opacidad que todavía conservaban. Entonces comprendemos que los signos sensibles ya remitían a una esencia ideal que se encarnaba en su sentido material. Pero sin el Arte no habríamos podido comprenderlo (…). Por ello todos los signos convergen en el arte; todos los aprendizajes por las vías más diversas, son ya aprendizajes inconscientes del arte mismo”.[50]
En segundo lugar, la expresión ‘medio descorazonados’ parece indicar la decepción que necesariamente acompaña a ese movimiento de salida hacia fuera. Una decepción que está explícitamente formulada en el pasaje que viene inmediatamente a continuación del que hemos citado: “queremos buscar en las cosas, que por eso nos son preciosas, el reflejo que sobre ellas lanza nuestra alma, y es grande nuestra decepción al ver que en la Naturaleza no tienen aquel encanto que en nuestro pensamiento les prestaba la proximidad de ciertas ideas”.[51] Sin duda Marcel siente decepciones en el transcurso de su aprendizaje de la verdad. Pero lo importante es cómo las decepciones impulsan la continuación de la búsqueda, llevándola hacia otro sitio, hacia otro nivel de elaboración, no sólo de un modo que no comprometa el movimiento del aprendizaje, sino constituyendo su recorrido mismo, su tejido, su “textura” propia. La primera decepción es la que podríamos llamar, siguiendo a Deleuze, la decepción objetivista. Esta forma de decepción consiste en advertir la pobreza de los signos que emite la realidad, es decir, y como hemos visto anteriormente, su carácter opaco y como impenetrable, muerto, pesado, fragmentario. Pero este pasaje se refiere a la segunda forma de la decepción, a la decepción que sigue a los límites de la compensación subjetivista. En esa forma de compensación, dice Deleuze, “sustituimos los valores inteligibles objetivos por un juego subjetivo de asociación de ideas”.[52] En el juego de las asociaciones podemos interpretar un objeto en términos de cualquier otro: bien por semejanza metafórica, bien por contigüidad metonímica. Y el espíritu parece ahí mucho más libre que cuando ceñía su tarea interpretativa a las siempre demasiado determinadas y “materiales” cualidades sensibles objetivas. Pero la asociación subjetiva de ideas, todo lo brillante e imaginativa que sea, también decepciona porque no nos da la verdad, porque todavía no es la imagen. La asociación de ideas, además de mantenerse separada de las cosas, que permanecen sin encanto y sin verdad, depende demasiado del estado de ánimo, de la voluntad y de la inteligencia y no nos saca de nosotros mismos.
La imagen, sin embargo, pertenece al arte y transciende tanto al sujeto como al objeto. La imagen es un encuentro azaroso, un don que se recibe sin esfuerzo, una felicidad rara y quizá difícil pero a la que accedemos ligera y despreocupadamente en un instante mágico, una interrupción a veces violenta y siempre inesperada, una revelación que se nos da gratuita e involuntariamente cuando nos retiramos de las personas y de las cosas y nos olvidamos de nosotros mismos. La imagen no se busca ni se conquista, ni siquiera se espera. La imagen es el don misterioso de la lectura.
El episodio de la magdalena y el de las losas del patio de los Guermantes son los que todo el mundo reconoce como esos momentos de memoria involuntaria que conectan con el pasado a través de una imagen que lo revela y lo condensa haciéndolo de nuevo sensible. Pero El tiempo recobrado contiene también otro de esos instantes mágicos. Ese instante está situado en la larga escena en la biblioteca de Guermantes, en el centro mismo de esas páginas atravesadas de consideraciones sobre la literatura que preceden y preparan la revelación final y definitiva de la Recherche. En el vocabulario aún ingenuo de Sobre la lectura, se trataría ahí de un momento en el que el despreocupado hojear de un libro de antaño lo convierte en uno de esos “almanaques que hubiéramos conservado de un tiempo pasado” que súbitamente nos permite “ver reflejados en sus páginas lugares y estanques que han dejado de existir hace tiempo”. Sin embargo, la madurez estética de Proust y, sobre todo, su propia experiencia en la escritura de la Recherche, producen matices mucho más delicados en esa experiencia del libro leído en otro tiempo y que, al abrirlo de nuevo, despierta fragmentos del pasado como si guardara en su interior un reflejo de ese tiempo irremediablemente desvanecido. Todo lector sabe que un recorrido por su biblioteca es, al mismo tiempo, un recorrido por el movimiento de su propia vida y algo así como un catalizador del recuerdo. Y eso no sólo porque sus libros contengan frases, episodios, acontecimientos e ideas que le han hecho estremecer en distintos momentos de su vida y que, de alguna forma, le han hecho el que es, sino porque sus libros evocan también la atmósfera desaparecida del tiempo de la lectura. Pero la experiencia de Proust hojeando los volúmenes encuadernados de su infancia es algo más que un simple catalizador del recuerdo o un mero pretexto para la nostalgia.
Lo que Proust nos da en su relato es la experiencia de la literatura. Y envolviendo esa experiencia nos da también una determinada teoría del arte, así como la iluminación repentina que convierte todo el relato en la historia retrospectiva de una vocación finalmente reconocida y asumida. El encuentro con el libro de la infancia en la biblioteca de Guermantes, escribe Proust, alumbró “no sólo los antiguos tanteos de mi pensamiento, sino hasta la finalidad de mi vida y acaso del arte”.[53] En la escena de la biblioteca de Guermantes encontramos el enlace entre el reencuentro del tiempo perdido y la restitución de la identidad olvidada, y el modo como dicho enlace es inseparable de la creación de una obra de arte. De una creación, además, que se concibe como un análogo de la lectura. El itinerario de la Recherche aparece entonces como un progresivo aprendizaje de la lectura que culmina con el acceso al principio que permite descifrar, escribiéndolo, el movimiento mismo de ese aprendizaje.
Proust está solo en la biblioteca del palacio de Guermantes ocupado en ciertos razonamientos críticos sobre el realismo literario cuando topa distraídamente con un ejemplar del François le Champi, de George Sand. Y en ese momento las tapas rojizas del libro le remiten al que su madre le había leído en otro tiempo hasta la madrugada, “durante la noche quizá la más dulce y la más triste de mi vida”.[54] Y esas tapas, convertidas en imagen, despiertan al niño misteriosamente preservado en su interior y, con él, a todo Combray: “En un primer momento, me pregunté con rabia quién era el extraño que venía a hacerme daño. Ese extraño era yo mismo, era el niño que yo era entonces, que el libro acababa de suscitar en mí, pues, como no conocía de mí sino aquel niño, a aquel niño evocó enseguida el libro, sin querer ser mirado más que por sus ojos, sin querer ser amado más que por su corazón, sin querer hablar a nadie más que a él. Aquel libro que mi madre me leyera en voz alta en Combray casi hasta la mañana, había conservado, pues, para mí todo el encanto de aquella noche. Claro es que la “pluma” de George Sand (…) no me parecía en absoluto (…) una pluma mágica. Pero era una pluma que, sin quererlo, electricé como suelen entretenerse en hacerlo los colegiales, y mil naderías de Combray que yo había dejado de ver desde hacía tiempo saltaban ahora ligeramente por sí mismas y venían a suspenderse una tras otra (…) en una cadena interminable y trémula de recuerdos”.[55]
Aparentemente, la cubierta de François le Champi es una impresión sensible de carácter involuntario que suscita una serie de asociaciones subjetivas. Pero su valor se debe a su irrupción como una imagen sensible condensada que produce una serie de imágenes derivadas. Y dichas imágenes ya no dependen ni del lado de lo objetivamente vivido y recordado ni del lado de lo subjetivamente sentido en el momento del recuerdo. La imagen es más que Combray y otra cosa que Combray (como dice Deleuze, “Combray en su esencia, tal como nunca fue vivido; Combray como punto de vista, tal como nunca fue visto”)[56] y también es más y otra cosa que el individuo en que se produce (la imagen “no es sólo individual, sino también individualizante”[57]). Como si la imagen saltara fuera del individuo constituido, del Proust adulto que estaba solo en la biblioteca desgranando razonamientos elevados, y él fuera el primer sorprendido por su súbita aparición turbadora. La imagen imantada, el dibujo de las letras que componen el título del libro destacándose del fondo coloreado de la tapa, hace nacer la “realidad” de Combray y, al mismo tiempo, suscita al sujeto que corresponde a su sentido. Lo que la imagen produce no es la verdad que fue en otro tiempo y que ahora estaba olvidada, ni el yo que fue en el pasado y que ahora estaba perdido. La imagen no es un mecanismo para que Combray re-nazca o para que el niño de Combray sea re-sucitado. De hecho, Combray nunca fue vivido en su verdad y, por lo tanto, tampoco pudo existir el niño que lo vivió. La “verdad” de Combray y del niño de Combray, su “esencia”, su “realidad espiritual”, son cosas que sólo pueden ser dadas por la imagen.
Proust describe al yo de su infancia como un yo perdido, inicialmente percibido como un ser extraño, desconocido e inquietante, casi violento en lo súbito de su aparición, pero inmediatamente reconocido en su extrañeza. Desde luego ese yo perdido sólo puede aparecer en soledad: “… en una comida, cuando el pensamiento permanece siempre en la superficie, yo habría podido seguramente hablar de François le Champi y de los Guermantes sin que ni uno ni otros fueran los de Combray. Pero cuando estaba solo, como ahora, me encontraba sumergido a mayor profundidad. En aquel momento (…) era una impresión muy antigua, a la que se mezclaban tiernamente mis recuerdos de infancia y de familia y que no había reconocido enseguida”.[58] La profundidad a la que Proust accede gracias a su soledad no puede separarse de la extrañeza con que siente la imagen que le afecta. Como si la conversación culta y superficial de la comida mundana sólo pudiera darnos lo familiar, lo ya pensado, aquello que ya somos capaces de reconocer enseguida en el juego social y ciertamente intrascendente de las opiniones. El obstáculo para la recepción de la imagen en su extrañeza está en la rigidez y en la certidumbre de nosotros mismos, de nuestro saber, de nuestra cultura y de nuestro mundo, de todo aquello en definitiva que sólo nos da lo ya conocido. Por eso Proust sólo puede acceder a la imagen que se le presenta en la soledad propia de la lectura, en ese lugar apartado de todos los lugares y en ese tiempo fuera del tiempo en el que el lector se coloca en disposición de recibir lo que no tiene ni espera y en el que el yo se hace capaz de todas las metamorfosis. La soledad de Proust le permite saber reconocer, como si aún estuviera junto al ejemplar del François le Champi, al niño que oía sus frases en la voz de su madre. Pero para eso tiene que dejarle paso olvidándose de sí mismo, de su yo actual que ha hecho otras lecturas, que tiene ya otros gustos literarios y que es capaz de proyectar sobre el libro de George Sand el juicio de una cultura literaria formada.[59] Ese Proust que está en la biblioteca de los Guermantes ha abandonado ya el punto de vista de la infancia. Pero sin embargo es capaz de desaprender todo lo que sabe para aprehenderse de otra manera y aprender así una verdad superior. Como si cada imagen escogiera y produjera en nosotros al yo que está destinado a descifrarla y a leerla, a recoger y a desplegar los misterios que contiene; y como si nosotros debiéramos tener cuidado de que nuestro yo constituido y dominante no impida la aparición de ese otro yo lector que la imagen ha suscitado en nosotros.
La imagen requiere e impulsa la narración. Y es la narración, situada ya en el espacio imaginario de la literatura, la que constituye el mundo del relato como un mundo inmaterial por completo diferente del Combray real, y la que constituye también al narrador como un sujeto por completo distinto tanto al yo perdido como al yo actual. Lo que el narrador produce no es el recuerdo, sino el equivalente espiritual del recuerdo. Así, en el relato, la experiencia alcanza su verdad y su esencia en la inmaterialidad de su expresión y el narrador se convierte en un estilo, es decir, en un punto de vista único sobre el mundo y en una forma cualitativamente única de expresión.[60]
La tarea del narrador, su responsabilidad respecto a la imagen que le ha sido dada, consiste en “explicar” o desplegar su contenido. No tanto en el libro sino en el libro como cosa, como pura cualidad sensible, como color y textura, y no tanto en el título del libro sino en su materialidad gráfica y sonora, están como adheridos paisajes y lugares que hay que elucidar y desarrollar convirtiéndolos en su equivalente espiritual. Pero las cualidades sensibles del ejemplar del François le Champi funcionan como un signo inmaterial en torno al que se cristaliza un mundo de signos derivados. Desplegar ese signo es leer lo que contiene y, a la vez, restituir un mundo. Un mundo en definitiva nunca poseído que hay que crear, leyéndolo, como hay que hacer revivir también, creándolo e individualizándolo, leyéndolo, al yo que vive en ese mundo. Así, la lectura del signo o, lo que es lo mismo, su transmutación en relato, es algo exigido por la contemplación fugitiva de la imagen. Pero no para sustituirla, sino para elucidarla, desplegar su contenido y mostrar su sentido. La escritura se revela así como un análogo de la lectura. Para Proust, escribir la Recherche es la actividad de interpretar unos signos que no ha escogido e interpretar también el yo que los descifra.
El pasaje sobre el encuentro fortuito con el François le Champi está precedido por cinco o seis páginas en las que la actividad de la escritura es considerada explícitamente desde el punto de vista de la lectura. El fragmento comienza recordando cómo ya en Combray el joven Marcel percibía algunas impresiones sensibles como si ocultaran un sentido que hubiera que descubrir. Marcel se sentía como impulsado a mirar una nube, un triángulo, un campanario, una flor o una piedra “sintiendo que acaso había bajo aquellas señales algo muy diferente que yo debía procurar descubrir, una idea que traducían a la manera de esos caracteres jeroglíficos que creeríamos que representan solamente objetos materiales”.[61] Combray era como un criptograma o una escritura secreta en la que destacaban ciertas señales que había que aprender a descifrar, esto es, a descubrir la idea que ocultaban, como traduciéndolas a otra lengua. Aparentemente esas señales sólo son impresiones de la sensibilidad, signos materiales, pero es como si ocultaran también ideas, esto es, un componente espiritual que debemos encontrar y que es el que constituye su verdad: “… sólo descifrándolo podríamos leer en él alguna verdad (de esas que) la vida nos ha comunicado sin buscarlo nosotros en una impresión, material porque nos ha entrado por los sentidos, pero en la que podemos encontrar el espíritu”. Por eso “… había que procurar interpretar las sensaciones como los signos de tantas leyes y de tantas ideas, intentar pensar, es decir, hacer salir de la penumbra lo que había sentido, convertirlas en un equivalente espiritual”. E inmediatamente añade: “ahora bien, este medio que me parecía único, ¿qué otra cosa es que hacer una obra de arte?”[62]
Escribir es hacer esa obra de arte que no consiste en otra cosa que en descifrar, en interpretar, en ofrecer el equivalente espiritual de la impresión que vuelve como una imagen. Escribir, en suma, es leer “el libro interior de signos desconocidos”.[63] Un libro que, aunque está en nosotros, está hecho de caracteres “no trazados por nosotros”.[64] Esa lectura es una actividad para la que no hay regla alguna, en la que nadie puede ayudarnos y que, justamente por eso, consiste “en un acto de creación”.[65] Crear no es otra cosa, entonces, que traducir los caracteres de ese libro interior y preexistente a un lenguaje exterior que lo exprese: “… ese libro esencial, el único libro verdadero, un gran escritor no tiene que inventarlo en el sentido corriente, porque existe ya en cada uno de nosotros, no tiene más que traducirlo. El deber y el trabajo de un escritor son el deber y el trabajo de un traductor”.[66]
Walter Benjamin escribió que lo que constituye la obra de Proust no es otra cosa que “el tejido de sus recuerdos”. Si tenemos en cuenta que etimológicamente un ‘texto’ es un ‘tejido’, podríamos decir que lo que Proust teje, es decir lo que convierte en texto, no es ni su propia vida tal como fue vivida, ni lo que en el momento de escribir queda de esa vida en su memoria, sino el trabajo mismo de la memorización. La unidad del tejido proustiano no está entonces en lo recordado sino en “el acto puro de la memorización misma”. Pero Benjamin añade a continuación que la actividad que teje el texto de Proust no es tanto “el trabajo de Penélope de la memoria” como “el trabajo de Penélope del olvido”. Y añade: “La memoria involuntaria de Proust ¿no está mucho más próxima del olvido que de lo que en general llamamos recuerdo? Y este trabajo de memorización espontánea, donde el recuerdo es la envoltura y el olvido el contenido ¿no es lo contrario que un nuevo trabajo de Penélope? Porque aquí es el día lo que deshace lo que la noche ha hecho. Cada mañana, cuando nos despertamos, en general débiles e inatentos, no tenemos en la mano más que algunas franjas de la tapicería de lo vivido que el olvido ha tejido en nosotros. Pero cada día, con nuestras acciones orientadas hacia fines y, más aún, con nuestra memoria cautiva de esos fines, deshacemos los entrelazamientos, los ornamentos del olvido. Por eso, al fin de su vida, Proust había mudado el día en noche: en una habitación oscura, con luz artificial, sin ser molestado, podía consagrar todas sus horas a su trabajo y no dejar escapar ninguno de esos arabescos entrelazados”.[67]
Hemos visto que la literatura devuelve la plenitud de lo real y de lo vivido de lo que en primera instancia se aparta. Pero no por el trabajo diurno de la memoria, sino por el trabajo nocturno del olvido. Durante la noche, sugiere Benjamin, durante el tiempo en que lo que llamamos vida se interrumpe y lo que llamamos realidad pierde sus contornos, durante el tiempo en que nos abandonamos a la oscuridad y renunciamos a ese control sobre nosotros mismos que llamamos yo, el olvido teje en nosotros “la tapicería de lo vivido”. El olvido nos libera de la realidad y de lo que somos y, al mismo tiempo, nos entrega y a la vez nos preserva lo oculto y lo desconocido de las cosas y de nosotros mismos. Pero durante el día, cuando dominan en nosotros las “acciones orientadas a fines”, cuando el yo constituido toma el mando, cuando la memoria se pone al servicio de lo útil, el tejido de lo vivido se deshace. Es entonces, durante el día, cuando nos apartamos de la vida y de la realidad y de nosotros mismos porque domina en nosotros el hábito y la costumbre, lo práctico y lo útil, las finalidades conscientes, la memoria voluntaria, el lenguaje convencional, espeso, rígido e impermeable con que ocultamos y sustituimos la pureza de lo vivido. La vida diurna, por tanto, es una vida falsa porque está tejida por el trabajo de herramientas espúreas, falsificadoras. Por eso la memoria nos da una imagen falsa del pasado puesto que no es capaz de recuperar sino la falsedad de lo vivido diurnamente. Lo que constituye eso que falsamente llamamos vida es lo que nos aparta de nosotros mismos y de la realidad y de la verdadera vida, y lo que deshace lo que pudieran haber tejido. Y eso para tejer en su lugar otro tapiz en el que lo realmente vivido está como falsificado, empobrecido, sin intensidad y reducido a cliché. Lo que parece decir Benjamin es que el trabajo de la literatura, como trabajo de Penélope del olvido, es deshacer el tejido falso que ha fabricado el día con la esperanza del resultado nunca garantizado de rehacer algo de lo que éste ha destruido. Por eso Proust trabaja “el acto puro de la memorización” lo más cerca posible de los signos involuntarios y por eso mismo verdaderos que dan la noche y el olvido, y como en dirección inversa a los signos voluntarios y falsos que dan el día y los actos impuros porque subordinados de la memoria. Como si Mnemosyne, la madre de las Musas, debiera mantenerse en contacto con la dignidad primordial del Olvido. Como si el olvido fuera constitutivo de la memoria o, como dice Blanchot, “la vigilancia misma de la memoria, la potencia tutelar mediante la que se preserva lo oculto de las cosas y mediante la cual los hombres mortales, como los dioses inmortales, preservados de lo que son, reposan en lo oculto de sí mismos”.[68]
Proust lo dice con meridiana claridad en un párrafo que guarda una correspondencia cierta con el comentario de Benjamin que he transcrito más arriba y acaso también con este último párrafo blanchotiano:“El trabajo del artista, ese trabajo de intentar ver bajo la materia, bajo la experiencia, bajo las palabras, algo diferente, es exactamente el trabajo inverso del que, cada minuto, cuando vivimos apartados de nosotros mismos, el amor propio, la pasión, la inteligencia y también la costumbre, realizan en nosotros cuando amontonan encima de nuestras impresiones verdaderas, para ocultárnoslas enteramente, las nomenclaturas, los fines prácticos que llamamos falsamente la vida. En suma, ese arte tan complicado es precisamente el único arte vivo. Sólo él expresa para los demás y nos hace ver a nosotros mismos nuestra propia vida, esa vida que no se puede “observar”, esa vida cuyas apariencias que se observan requieren ser traducidas y muchas veces leídas al revés y penosamente descifradas. Ese trabajo que hizo nuestro amor propio, nuestra pasión, nuestro espíritu de imitación, nuestra inteligencia abstracta, nuestros hábitos, es el trabajo que el arte deshará, es la marcha que nos hará seguir, en sentido contrario, el retorno a las profundidades donde yace, desconocido por nosotros, lo que realmente ha existido”.[69]
La verdadera vida, dice Proust, no se puede observar puesto que lo que se observa sólo son apariencias. Tampoco se puede conceptualizar porque la inteligencia abstracta sólo da clichés. La verdadera vida y lo que realmente existe es desconocido para nosotros. Sólo el arte puede restituirlos en un penoso trabajo de lectura y de interpretación de las apariencias que debe marchar como al revés y en sentido contrario del trabajo de lo que llamamos falsamente la vida, como deshaciendo lo que ésta ha hecho. El escritor deshace durante la noche (y gracias al olvido de lo que tejen el “amor propio”, la “pasión”, la “inteligencia abstracta”, la “costumbre”, las “nomenclaturas”, los “fines prácticos”, el “espíritu de imitación”, el “hábito”) el falso trabajo que el día ha hecho. Y eso para tejer en su lugar un texto que exprese y que nos haga ver la verdad de “nuestra propia vida” y de “lo que realmente ha existido”.
El texto de Proust que acabo de parafrasear junto con su comentario benjaminiano permiten retomar, conectándolos entre sí, los temas que he apuntado en las dos primeras secciones de este texto, a saber, el de la relación de discontinuidad y a la vez de intimidad entre la literatura y la vida, y el del tratamiento biblioterapéutico para esa enfermedad del espíritu que consiste en vivir una vida que supone la renuncia a la propia vida, en abandonarse a un estado que supone el abandono del propio yo, y en renunciar incluso, olvidándola, a la última realidad identitaria del propio nombre.
El enfermo proustiano aparece ahora como el que ya está preparado para el don de la lectura porque es ya un ser de olvido que se ha olvidado incluso de quién es. El depresivo del espíritu ha realizado ya el primer paso hacia la lectura, el de la separación, el de la pérdida, el del abandono desencantado y escéptico de eso que llamamos falsamente realidad y de eso que llamamos falsamente nuestra vida: sabe que lo que se nos da como realidad no es real y siente, quizá dolorosamente, que la vida no es lo que se nos da como la vida. Acaso por eso las personas y las cosas no despiertan ya su deseo. Vive en la noche sin perfiles del olvido, la cháchara usual no le dice ya nada y, como escribe Deleuze en el párrafo que he utilizado como lema de este texto, siente que “las palabras no desembocan ya sobre nada, no se oye ni se ve nada a través de ellas, salvo una noche que ha perdido su historia, sus colores y sus cantos”.[70] Pero es justamente ahora cuando “la literatura es una salud”. Por otra parte, el enfermo proustiano, al haberse olvidado de sí mismo y al haberse separado de la vida diurna, es inmune a las tentaciones de la apropiación y no pueden afectarle las bibliopatologías que consisten justamente en apoderarse de elementos del texto para acrecentarse a sí mismo. Si no sabe quién es ¿cómo podría tener tentaciones de dominio? Si no tiene nombre ¿cómo podría ennoblecerlo? Si ha renunciado a la vida práctica y diurna ¿para qué querría utilizar los libros?
En este estado, el impulso que ese “enfermo” necesita no debe estar dirigido a devolverle a la falsa vida, a la falsa realidad y al falso yo que ha abandonado. Hay que devolverle la salud desde el apartamiento y en el apartamiento, aprovechando su fuerza mediadora y su poder de metamorfosis. Desde ahí, desde la soledad y el silencio, la lectura debe ponerle en camino hacia la verdadera vida y hacia la verdadera realidad que se encuentran en lo oculto y lo desconocido de sí mismo. Y eso la lectura sólo puede hacerlo manteniendo el olvido de sí, la pérdida de la identidad y la renuncia a la vida, y poniendo en marcha hacia una profundidad en la que lo que se ha perdido y olvidado es devuelto, enriquecido y acrecentado, en la evocación y en la imagen. Ése es el poder de la lectura: señalar esa profundidad, conducir hacia su proximidad, abrir la puerta que conduce a ella, hacernos sensibles a sus promesas, y hacerla deseable.
Así la lectura devuelve lo que se le ha sacrificado pero transmutado en imaginario, es decir, en verdaderamente real. Incluso el nombre propio es algo que la literatura devuelve en su realidad esencial a pesar de que el lector siempre es anónimo y de que el escritor no es más que una mano imaginaria que escribe y que, a veces, se atreve al gesto soberano de una firma, de una huella de sí inscrita y abandonada, ya sin significado, en la portada de un texto que le contiene y le expresa y, a la vez, le ha convertido ya en Otro. En palabras de Blanchot: “Pero ¿quién habla aquí? ¿Será Proust, el Proust que pertenece al mundo, que tiene ambiciones sociales de las más vanas, una vocación académica, que admira a Anatole France, que es cronista mundano de Le Figaro? ¿Será el Proust que tiene vicios, que lleva una vida anormal, que se divierte torturando ratas en una jaula? ¿Será el Proust ya muerto, inmóvil y sepultado, que sus amigos no reconocen, extraño a sí mismo, nada más que una mano que escribe, que “escribe todos los días a toda hora, todo el tiempo” y como fuera del tiempo, una mano que ya no le pertenece a nadie? Decimos Proust, pero sentimos perfectamente que es otro muy distinto el que escribe, no solamente algún otro, sino la exigencia misma de escribir, una exigencia que utiliza el nombre de Proust, pero no expresa a Proust, que lo expresa sólo desapropiándolo, convirtiéndolo en Otro”.[71]
[10. Biblioterapias y bibliopatologías]
[1] Sobre la lectura, Valencia, Pretextos, 1996. La obrita se publicó por primera vez en La Renaissance Latine en 1905 y Proust la incluyó, con algunas modificaciones, en Pastiches et Mélanges (1919). En 1905 Proust había terminado ya la novela Jean Sauteil y desde entonces hasta 1910, fecha en que comienza a redactar À la Recherche du Temps Perdu, escribe el conjunto de textos que componen Contre Saint-Beuve. Sobre la lectura consta de dos partes bien diferenciadas. La primera es una evocación de las lecturas infantiles y tiene algo del tono nostálgico del comienzo de la Recherche, de las páginas dedicadas a Combray. La segunda parte, más ensayística, anticipa con cierta ingenuidad no exenta de encanto alguno de los temas de la estética proustiana madura desarrollados en Le Temps Retrouvé.
[2] Ídem, pp. 7-8.
[3] Ídem, p. 28.
[4] G. Deleuze, Proust y los signos, Barcelona, Anagrama, 1972, p. 12.
[5] Un tema interesante para explorar sería el de la relación de la Recherche con el Bildungsroman. Proust inscribe su obra en la tradición de la novela de formación pero, al mismo tiempo, modifica sensiblemente las leyes narrativas del género y no solamente su moralina. Lo importante no es sólo que Proust no ofrezca esa visión optimista y progresiva del aprendizaje y del autoconocimiento propia de la novela de formación, ni el hecho de que la “salvación” final esté ahora en la literatura y no en una integración más o menos “realista” al mundo. Para Paul Ricoeur, “… comparada con la tradición del Bildungsroman, la creación novelesca de Proust reside en la invención de una intriga que reúne por medios estrictamente narrativos el aprendizaje de los signos y el advenimiento de la vocación” (en Temps et récit,vol. II. La configuration du temps dans le récit de fiction, París, Seuil, 1984, p. 198).
[6] M. Proust, El tiempo recobrado, Madrid, Alianza, 1969, p. 264.
[7] Ídem, p. 404.
[8] En el relato del aprendizaje de la lectura que constituye la Recherche aparecen sucesivamente tres artistas que funcionan como maestros. El primero, Bergotte, es un escritor; el segundo, Elstir, un pintor; y el tercero, Vinteuil, un músico.
[9] Ídem, p. 227.
[10] G. Deleuze, Proust y los signos, op. cit., p. 7.
[11] M. Proust, Sobre la lectura, op. cit., pp. 38-39.
[12] Ídem, p. 9.
[13] Ídem, pp. 24-25.
[14] M. Proust, El tiempo recobrado, op. cit., p. 246.
[15] P. Ricoeur, Temps et récit, vol. II., op. cit., p. 222.
[16] M. Proust, El tiempo recobrado, op. cit., p. 248.
[17] P. Ricoeur, Temps et récit. Vol. II, op. cit., p. 224.
[18] M. Proust, Sobre la lectura, op. cit., p. 17.
[19] Ídem, pp. 16-17.
[20] Ídem, p. 19. A continuación de este párrafo hay una descripción de una noche en un hotel de provincia que puede tomarse también como una alegoría de la lectura. La habitación es como un libro porque está llena de huellas (de signos); el cliente lee esos signos y hace revivir así a sus antiguos habitantes (a los personajes y a los acontecimientos que se relatan en el libro); finalmente se duerme confundido con ellos. El cliente del hotel, como el lector, siente fascinada su imaginación por un olor a cerrado que funciona como un signo a descifrar e “intenta recrear en ella todos los pensamientos y todos los recuerdos” que contiene, tiene la sensación “de violar toda la vida que se ha quedado allí dispersa”, se enseñorea “del alma de sus antiguos inquilinos” y al final “aquella vida secreta, uno tiene la sensación de encerrarla consigo cuando se decide, temblando de emoción, a echar el cerrojo; de acompañarla hasta la cama y de acostarse finalmente con ella entre las inmensas sábanas blancas que os ocultan el rostro” (pp. 19-20).
[21] M. Asensi, Literatura y filosofía, Madrid, Síntesis, 1995, p. 201.
[22] G. Deleuze, Proust y los signos, op. cit., p. 32.
[23] M. Proust, Sobre la lectura, op. cit., p. 19.
[24] Ídem, pp. 48-49. Esta bibliopatología reaparece en El tiempo recobrado cuando, después de relatar el encuentro con el François le Champi, Proust habla de los amantes de “esa belleza independiente del valor propio de un libro y que a los aficionados les viene de conocer las bibliotecas por las que el libro ha pasado, de saber que fue donado, con ocasión de cierto acontecimiento, por tal soberano o por tal hombre célebre, de haberlo seguido de venta en venta a través de su vida” (El tiempo recobrado, op. cit., p. 235). A continuación, y considerando lo que él haría si fuera bibliófilo, Proust escribe que “buscaría las impresiones originales, quiero decir aquellas en que recibí de ese libro una impresión original” (p. 236). Se trataría aquí de un fetichismo de carácter personal en el que el libro como objeto tendría como adherido el valor que se deriva de su relación con fragmentos de la propia vida del lector. El libro, en lugar de estar impregnado del prestigio de sus anteriores propietarios, conservaría restos de sus anteriores lectores, en este caso, de los yoes pasados y perdidos del propio coleccionista. En esa biblioteca además, los ejemplares que contienen la impresión original, la más valiosa, estarían “enriquecidos” por imágenes que se habrían ido depositando posteriormente. Sin embargo, y para no borrar ni la impresión original ni la capacidad de suscitar al lector original, esos libros no deberían ser abiertos nunca: “Y si yo tuviera todavía el François le Champi que mamá sacó un día del paquete de libros que mi abuela iba a regalarme por mi cumpleaños, no lo miraría nunca: tendría demasiado miedo de ir insertando poco a poco en él mis impresiones de hoy, de que se fuera convirtiendo en una cosa del presente hasta el punto de que, cuando yo le pidiera que suscitase una vez más al niño que descifró su título en el cuartito de Combray, el niño, no reconociendo su acento, no respondiera ya a su llamada y permaneciera para siempre enterrado en el olvido” (p. 237).
[25] M. Proust, Sobre la lectura, op. cit., pp. 47-48.
[26] Ídem, p. 43.
[27] Ídem, p. 39.
[28] Ídem, p. 58.
[29] Proust parece compartir aquí el implícito de que en la vida espiritual, el único personaje activo es el escritor. El fragmento sobre la biblioterapia termina así: “Ya sea que todas las mentes participen en mayor o menor grado de esta pereza, de este estancamiento en los más bajos niveles, ya sea que, sin serle necesaria, la exaltación que producen determinadas lecturas tenga una influencia propicia sobre el trabajo personal, se suele citar a más de un escritor que tenía por costumbre leer algunas bellas páginas antes de ponerse a escribir. Emerson lo hacía raramente sin haber antes releído algunas páginas de Platón. Y Dante no es el único poeta que Virgilio ha acompañado hasta las puertas del paraíso” (Ídem, pp. 42-43).
[30] Ídem, p. 39.
[31] Ídem, p. 32.
[32] Ídem, p. 42.
[33] Ídem, p. 41.
[34] W. Benjamin, “Pour le portrait de Proust” en Oeuvres. Vol. I, París, Denoël, 1971, p. 315.
[35] Ídem, p. 315.
[36] M. Proust, Por el camino de Swann, Madrid, Alianza, 1966, p. 106.
[37] El pasaje es absurdo si se lo lee con cierto detenimiento (el sol y la sombra se diferencian justamente por la intensidad de la luz y, por tanto, la ecuación que sostiene literariamente la frase es insostenible), pero la fuerza de la imagen y la velocidad con que aparece y desaparece hacen que su conclusión sea aceptada sin resistencia.
[38] P. de Man, “Reading (Proust)”, en Allegories of Reading, New Haven, Yale University Press, 1979, p. 63.
[39] M. Proust, Por el camino de Swann, op. cit., p. 106.
[40] Ídem, p. 107.
[41] Ídem, p. 110.
[42] P. de Man. Allegories of Reading, op. cit., p. 68.
[43] M. Proust, Por el camino de Swann, op. cit., pp. 107-108.
[44] G. Deleuze. Proust y los signos, op. cit., pp. 12-13.
[45] M. Blanchot, “La experiencia de Proust” en El libro que vendrá, Caracas, Monte Avila, 1969, p. 20.
[46] Hay un pasaje en El tiempo recobrado que expresa con mayor conciencia y de una forma casi leibniziana esa idea de la pluralidad de mundos a la que la literatura nos permite acceder: “… sólo mediante el arte podemos salir de nosotros mismos, saber lo que ve otro de ese universo que no es el mismo que el nuestro, y cuyos paisajes nos serían tan desconocidos como los que pueda haber en la Luna. Gracias al arte, en vez de ver un solo mundo, el nuestro, lo vemos multiplicarse, y tenemos a nuestra disposición tantos mundos como artistas originales hay, unos mundos más diferentes unos de otros que los que giran en el infinito” (El tiempo recobrado, op. cit., p. 246).
[47] M. Proust, Por el camino de Swann, op. cit., p. 109.
[48] Ídem, p. 110.
[49] P. de Man, Allegories of Reading, op. cit., p. 70.
[50] G. Deleuze, Proust y los signos, op. cit., pp. 22-23.
[51] M. Proust, Por el camino de Swann, op. cit., p. 110.
[52] G. Deleuze, Proust y los signos, op. cit., p. 47.
[53] M. Proust, El tiempo recobrado, op. cit., p. 236.
[54] Ídem, p. 235.
[55] Ídem, pp. 232-233.
[56] G. Deleuze, Proust y los signos, op. cit., p. 158.
[57] Ídem, p. 55.
[58] M. Proust, El tiempo recobrado, op. cit., p. 232.
[59] Proust insiste en cómo la irrupción de la imagen supone una cierta violencia y en cómo el yo actual que la recibe no se rinde sin lucha y, además, sólo por un momento. La tarea del lector, sin embargo, es mantenerse fiel a ese momento aún sabiéndolo fugitivo y, en definitiva, vencido: “el lugar lejano engendrado en torno a la sensación común se acopló siempre por un momento, como un luchador, al lugar actual. Y siempre el lugar actual quedó vencedor; siempre el vencido me pareció el más bello” (ídem, p. 222).
[60] Para el escritor, el estilo es una cuestión no de técnica sino de visión, es la revelación “de la diferencia cualitativa que hay en la manera como se nos presenta el mundo, diferencia que, si no existiera el arte, sería el secreto eterno de cada uno” (ídem, p. 246).
[61] Ídem, p. 226.
[62] Ídem, p. 226.
[63] Ídem, p. 227.
[64] Ídem, p. 228.
[65] Ídem, p. 227.
[66] Ídem, p. 240.
[67] W. Benjamin, “Pour le portrait de Proust”, op. cit., p. 316.
[68] M. Blanchot, “Olvidadiza memoria” en El diálogo inconcluso, Caracas, Monte Ávila, 1970, p. 490.
[69] M. Proust, El tiempo recobrado, op. cit., pp. 246-247.
[70] G. Deleuze, Critique et clinique, París, Minuit, 1963, p. 9.
[71] M. Blanchot, “La búsqueda del punto cero” en El libro que vendrá, op. cit., p. 234.