11. La locura en el lenguaje

(La experiencia de la literatura en Foucault).

Un lenguaje que ya no conocerá la actual separación de la literatura, la crítica, la filosofía. Un lenguaje quizá loco, pero de algún modo absolutamente matinal.

M. Foucault

Recordemos las primeras líneas de Las palabras y las cosas, esas frases fulgurantes, de una luminosidad repentina, como un relámpago: “Este libro nació de un texto de Borges. De la risa que sacude, al leerlo, todo lo familiar al pensamiento —al nuestro: al que tiene nuestra edad y nuestra geografía—…”[1]

Un comienzo así no puede sorprender en un autor que remite al impacto de una representación de Esperando a Godot su primera sensación de incomodidad con el bagage intelectual convencional de un joven estudiante de filosofía (el marxismo, la fenomenología, el existencialismo), que relaciona con una lectura de Raymond Roussel su ruptura con el sujeto de la fenomenología, que comenta detalladamente a Cervantes y a Sade en Las palabras y las cosas, que coloca a Bataille y a Artaud como referencias para el trabajo diario en las primeras páginas de El orden del discurso, que utiliza frecuentemente citas de René Char al margen de sus propios escritos, que entre 1962 y 1971 escribe una veintena larga de textos sobre literatura en colaboraciones más o menos regulares en Critique y en Tel Quel, en prólogos de libros, conferencias y breves notas de prensa y que, en 1983, casi al final de su vida, en una entrevista con G. Raulet, da la siguiente versión de su personal trayecto por la biblioteca: “he leído a Nietzsche porque he leído a Bataille, y he leído a Bataille porque he leído a Blanchot”.[2] En lo que Jean Roudaut llama la “biblioteca imaginaria” de Foucault[3] están, amén de los nombres citados, Mallarmé, Joyce, Kafka, Pound, Borges, Hölderlin, Butor, Klossowsky, Verne, Duras, Chateaubriand, Proust, Robbe-Grillet, Breton, Laporte, Ponge, Flaubert, Nerval, por enumerar sólo algunos de los autores que comenta detenida y apasionadamente en sus trabajos.

La importancia de la biblioteca literaria en el pensamiento de Foucault, si bien puede sorprender al especialista que hace una lectura escolar o disciplinaria de su obra (sea leyéndolo como estructuralista, nietzscheano, kantiano o heideggeriano; sea como filósofo, sociólogo, antropólogo o historiador), no es extraña en el contexto intelectual francés de la época. Todavía Sartre pertenecía a esa categoría de philosophe-écrivain que no sólo tomaba en serio la literatura, sino que construía su propio trabajo en una multiplicidad de registros de escritura y, desde luego, en una relación sistemática con las vanguardias estéticas de su tiempo. Y cuando Foucault comienza su actividad intelectual han escrito ya obras de madurez autores como Bataille, Klossowsky, Leiris, Caillois, o el mismo Blanchot, formados todos ellos en una relación marginal pero intensa con el surrealismo e incursionando a la vez en la literatura así llamada “de creación” y en disciplinas académicas más o menos establecidas como la economía, la filosofía, la antropología, el psicoanálisis, la sociología o la teoría literaria. Acaso estos últimos autores constituyan el modelo de esa particular configuración de escritura, pensamiento y experiencia que el último Foucault reivindica para sí y a la que nombra con una palabra ya clásica: ensayo, esto es, “una prueba modificadora de sí mismo en el juego de la verdad”.[4] ¿Y si Foucault estuviera conquistando (y a la vez mostrando), en sus textos sobre literatura, las condiciones de su propio discurso? ¿Y si, poniéndose a la escucha de todas esas voces, Foucault estuviera buscando una sacudida que inquietase lo todavía demasiado familiar de su propia escritura (y de su propio estatuto como autor, como escritor), de su propio pensamiento (y de su propio estatuto como filósofo, como pensador) y de su propia experiencia? ¿Y si fuera la experiencia de la literatura la que, al menos hasta 1971, hubiera hecho de la obra de Foucault un ensayo?

La literatura, para Foucault, no es un adorno retórico o un entretenimiento marginal a su obra teórica, y tampoco un objeto de estudio sobre el que desplegar los instrumentos analíticos de una crítica más o menos metódica. Foucault realiza, en sus textos sobre literatura, una doble operación: la lucha por la legitimación intelectual del nouveau roman (y de las nuevas experiencias artísticas de vanguardia que se están abriendo paso), y la búsqueda de un nuevo estatuto para la literatura que cuestione la nomenclatura tradicional de los discursos y, sobre todo, la distinción fuerte entre los lenguajes sabios de las disciplinas “de conocimiento” y los lenguajes “expresivos” en los que se refugiaría una subjetividad todavía soberana. La aproximación foucaultiana a la literatura cuestiona las divisiones consagradas en el campo del saber y del discurso y, en el interior de esas divisiones, la curiosa jerarquía según la cual son las ciencias humanas y la filosofía las que deben dar cuenta de todo discurso sobre el hombre y su relación con el mundo y con la historia y, desde ahí, de la literatura misma como un discurso de ese tipo. Frente a una racionalidad totalizadora y diurna que trata de iluminar lo que en la literatura pueda aún haber de oscuro, la operación de Foucault parece consistir en llevar la literatura al corazón mismo de la filosofía y de las ciencias humanas, llevar algo de la noche al corazón del día o, usando otra palabra clásica: producir un efecto intempestivo en el pensamiento. La risa que abre Las palabras y las cosas, esa risa provocada por la absurda clasificación de la enciclopedia china que Borges citaba o inventaba, quizá nazca “del descubrimiento incongruente de que la práctica literaria abre, bajo el edificio del conocimiento, un vertiginoso espacio de refracción que es necesario intentar pensar, es decir, convertir en texto”.[5] Foucault, desde luego, no es un teórico de la literatura o, al menos, no en el sentido de tomar la literatura como un objeto exterior de estudio y análisis. Pero su pasión por la literatura constituye sin duda un esfuerzo continuado por hacer que permanezca abierto ese espacio de refracción y por hacer que su propio pensamiento se tense en el vértigo de esa apertura.

La experiencia surrealista

Acaso la cuestión del surrealismo sea un buen pretexto para comenzar estas notas. Primero, porque la reivindicación foucaultiana del surrealismo se opone punto por punto a la condena sartreana. Si Sartre entierra el surrealismo en nombre de la historia,[6] si para el existencialismo marxista la literatura pertenece a la historia, al mundo y al hombre y, por tanto, puede ser juzgada desde una teoría de la historia y desde una concepción del hombre y de sus relaciones con el mundo (si, en suma, la descalificación sartreana del surrealismo depende aún de una concepción humanista de la literatura), lo que a Foucault le interesa, por contra, es lo que la escritura (y la escritura literaria como una de sus formas mayores) tiene de soberano, de inasimilable y de absolutamente libre: su poder para enfrentar la historia, el mundo y el hombre, para brillar fuera de sus límites y, desde ahí, desde esa distancia nunca cerrada, ponerlos en peligro. Por eso el surrealismo anuncia también otra posibilidad, la de cambiar la vida. Si la literatura ha sido tradicionalmente una empresa ligada a la apropiación del mundo, a la conservación y la renovación de la historia y a la realización del hombre, el surrealismo la ha ejercido como un medio de contestación del mundo y de subversión de la historia, como una de las formas de llevar al hombre más allá de sus límites.

Por otra parte, el surrealismo anuncia también el eclipse del autor y de la obra como los dispositivos esenciales de control y aseguramiento del discurso. Son conocidas las técnicas surrealistas para disolver la subjetividad del escritor así como su permanente puesta en cuestión de las distinciones recibidas entre la vida consciente y la inconsciente, entre el sueño y la vigilia, entre la razón y el delirio. Y la disolución de la subjetividad del escritor implica también la pérdida de control consciente sobre el lenguaje: la experiencia surrealista de la escritura postula la existencia de un lenguaje que atraviesa al escritor y se le impone, y que el escritor mismo percibe como independiente y extraño a sí mismo desde el momento mismo en que acontece. Además, esa experiencia disuelve también la seguridad y la certidumbre de la objetividad (de la realidad del mundo, por decirlo de un modo pretencioso) así como toda distinción entre lo verdadero y lo ficticio, lo real y lo imaginario, lo objetivo y lo subjetivo. Por último, el surrealismo produce obras que se destruyen a sí mismas en su constante negación de su propia realidad como obras, es decir, como estructuras de sentido más o menos unitarias. Desde ese punto de vista el surrealismo “desmoralizaba” la escritura (en el sentido en que la moral de la escritura y el compromiso del escritor no está ya en lo que el escritor dice) para “remoralizarla” en otra dimensión, en el acto mismo de escribir. La escritura, en suma, alcanza en el surrealismo una nueva libertad.

En la reivindicación foucaultiana del surrealismo tenemos hasta aquí la escucha atenta de una práctica literaria no recuperable por la dogmática humanista y la atención a una escritura en la que la apuesta subversiva radica en el juego de la escritura misma. Pero, para Foucault, el envite mayor del surrealismo está en otro lugar: en poner en juego una serie de experiencias hasta entonces mudas y marginales (el sueño, el delirio, la sinrazón, la repetición, el doble, etcétera). Lo que debemos a Breton, dice Foucault, lo que constituye la operación más original y específica del dispositivo surrealista, no es otra cosa que “el descubrimiento de un espacio que no es el de la filosofía, ni el de la literatura, ni el del arte, sino que sería el de ‘la experiencia’”.[7] A partir de ahí, Foucault percibe los signos de un doble desplazamiento que, si el surrealismo no realiza efectivamente, anuncia sin embargo como una posibilidad. En primer lugar, arrancar esas experiencias del dominio psicológico y situarlas en su lugar propio, en el ámbito del pensamiento. Pero no sólo como algo que da qué pensar, como algo de lo que el pensamiento tendría que dar razón, sino como algo que de algún modo compromete al pensamiento mismo. Después, no considerar el lenguaje como un mero instrumento de expresión (o como una superficie en la que esas experiencias se reflejan, se condensan y, de algún modo, se representan), sino tomarlo como su lugar propio, como el espacio mismo en el cual tales experiencias se hacen, como la materialidad misma en la que constituyen su propia densidad. Por eso el descubrimiento surrealista del ámbito de la experiencia irrita “ese espacio vacío y lleno a la vez del pensamiento que habla, de la palabra pensante”.[8] Así, la relación con el surrealismo permite a Foucault reivindicar para el ejercicio del pensamiento (y de la escritura sabia) el estatuto de un texto literario y, a la inversa, reivindicar para la práctica de escritura el estatuto de un discurso de conocimiento. En el surrealismo ve, en suma, la posibilidad de hacer confluir, en una misma práctica, tres figuras hasta entonces separadas (la escritura, el pensamiento, la experiencia) así como de hacer pasar, por su mismo ejercicio, una libertad nueva en la que pueda dibujarse la figura de una nueva resistencia.

Un esoterismo estructural

En 1964, Foucault pronuncia una conferencia en la Universidad de Saint-Louis, en Bélgica, con el título “Lenguaje y literatura”.[9] Casi tres años más tarde, en Túnez, dicta dos conferencias tituladas respectivamente “Lingüística y ciencias sociales” y “El estructuralismo y el análisis literario”.[10] Si en las conferencias de Túnez Foucault afirma categóricamente la imposibilidad de sostener las distinciones tradicionales entre los discursos y, por tanto, la imposibilidad de tratar la literatura con metodologías de análisis diferentes de las que se aplican a la “masa documental” en general,[11] en la conferencia de la universidad de Saint-Louis, y con un tono que recuerda a Blanchot, parece sostener la idea de una cierta especificidad de la palabra literaria que hace que siempre escape a cualquier tratamiento metódico. Por otra parte, si en las conferencias norteafricanas el discurso de Foucault suena a sus textos de metodología estructuralista como, por ejemplo, La arqueología del saber, la conferencia de Bélgica remite claramente a esos textos “otros” en los que Foucault medita sobre la noción de transgresión a partir de Bataille, sobre el afuera en relación a Blanchot, sobre el simulacro a partir de Klossowski, etcétera.[12]

En primer lugar, dice Foucault, la pregunta por la literatura no se superpone a la literatura misma como a un objeto del que habría que dar cuenta, sino que se asocia al ejercicio mismo de la escritura literaria. No es una cuestión de crítica, de historia o de sociología, no se abre sobre algo otro y exterior, sino que se plantea en el interior de la literatura misma y, concretamente, en el lugar en el que el acto de escribir se desdobla y se recoge sobre sí mismo. Como si hubiera en la escritura algo como una relación a un vacío esencial (o a una suerte de fragmentación originaria) de la lengua en la que el signo se inmovilizara y se detuviera un instante sobre sí mismo para dar lugar a que la literatura sea de nuevo posible y a que la pregunta por la literatura se abra una y otra vez.

Para dar forma a esa distancia y a ese recogimiento de la escritura sobre sí misma en la que aparece tanto la literatura como la pregunta por la literatura, Foucault establece una triple distinción. Estaría, en primer lugar, el lenguaje, considerado a su vez en una doble dimensión: como el conjunto de lo dicho (la biblioteca, el archivo) y como el sistema de la lengua (el código, la estructura de la que cada enunciado extrae sus condiciones de posibilidad y de inteligibilidad). Estaría también, en segundo lugar, la obra, entendida como una configuración particular, opaca y quizá enigmática del lenguaje en la que el fluir de su murmullo quedaría como retenido y su ligera transparencia se espesaría y adquiriría algo así como una cierta densidad. Y habría por último la literatura, un espacio extraño y no objetivable que sólo podría nombrarse con términos como ruptura, transgresión, ausencia, simulacro, desfallecimiento, desdoblamiento, locura, caída, etcétera.

El discurso sobre la literatura podría ser un metadiscurso sobre el lenguaje que se ejercería desde un modelo explícito, objetivo y más o menos demostrable de análisis formal, temático, semiológico o lingüístico. Pero al final de la conferencia Foucault niega la viabilidad de esta modalidad en una crítica a la aplicabilidad de la noción de metalenguaje al lenguaje objeto literario. Y es que la literatura, dice Foucault, compromete el código en el que se halla situada y comprendida. Cada acto de escritura, y en eso radica su soberanía, suspende tanto el archivo como el sistema y compromete por tanto el lenguaje en sus dos dimensiones. En primer lugar, y respecto al lenguaje como archivo, porque pone en juego una tensión entre lo ya dicho y lo que está por decir en la que late la posibilidad de que algo nuevo aparezca. En segundo lugar, y respecto al lenguaje como sistema, porque cada acto de escritura supone siempre el riesgo de que la palabra o la frase no pertenezca al código, el riesgo, en suma, del “esoterismo estructural”. Y si el lenguaje (como archivo y como sistema) está comprometido en la palabra literaria, el metalenguaje no puede dar cuenta de ella porque la misma noción de metalenguaje implica que la teoría de toda palabra efectivamente pronunciada o escrita se haga a partir del código de la lengua.

El discurso sobre la literatura podría hacerse también a partir de la noción de obra, junto a la noción correlativa de autor.[13] Desde este punto de vista la crítica sería esa institución jurídica y jerarquizante, intermedia entre el creador, la obra y el lector, y constituida como una forma privilegiada de lectura. La crítica sería una forma de desciframiento en la que se establece el sentido de la obra, su significado oculto o manifiesto. Y eso de dos modos: bien reenviando la obra al enigma psicológico (o socio-histórico) de su creación, contándola desde el punto de vista de su nacimiento, bien fijándola en el acto consumidor de la lectura, valorándola desde los criterios morales o de gusto que rigen el mundo en el cual la obra viene a inscribirse.

Pero la literatura no es ni el lenguaje ni la obra, ni siquiera una obra fabricada con el lenguaje o un lenguaje transformándose en obra. Como lenguaje, la literatura es una distancia nunca franqueada en el interior del lenguaje, una oscilación del lenguaje sobre sí mismo. Como obra, la literatura es la decepción de la obra, su ruptura y su ausencia. Ni el lenguaje ni la obra son la literatura, sino que más bien aluden a la literatura como a un blanco o nos conducen a ella como a una perpetua ausencia. Y la literatura no sería sino el nombre de ese blanco, de esa ausencia. Por eso, dice Foucault, cuando se habla de literatura lo que se tiene por horizonte no es otra cosa que ese vacío que la literatura deja alrededor de sí misma. Y eso porque la literatura es la instauración de un vacío en el lenguaje, la constitución de una especie de no-lenguaje en el interior del lenguaje, de una matriz de lenguaje que no dice nada puesto que no puede realizarse sino en el movimiento perpetuo de la duplicación y la autoimplicación entre la palabra y la lengua. Y porque la literatura es, también, la instauración de un vacío en lo que podría ser el sentido de la obra, la suspensión de ese sentido, la constitución de una especie de ausencia-de-obra en el interior de la obra, de un lugar desde el cual la obra se revela como el movimiento constante de su propia imposibilidad. El discurso sobre la literatura, entonces, no tiene un objeto empírico y exterior sobre el que pueda desplegar sus redes, y no puede ser ya ese lenguaje segundo de la crítica, ese lenguaje de las exégesis, los comentarios, los juicios o los análisis sabios. La literatura se hace crítica y la crítica se hace literatura, entendidas ambas como actos de escritura que mantienen entre sí un juego infinito de alusiones y encabalgamientos. Siendo ya imposible cualquier distinción jerárquica entre lenguaje primero y lenguaje segundo, la crítica y la literatura constituyen juntas el “actual hieroglifo flotante de la escritura en general”.

Literatura y locura

Ese “esoterismo estructural” de la palabra literaria, esa capacidad de escapar a la lógica de la lengua y, con ella, a las condiciones mismas de su propia enunciación, emparentan la literatura y la locura. Un enunciado estructuralmente esotérico es un enunciado loco. Pero, ¿de qué clase de locura se trata? Recordemos el cierre de la Historia de la locura, las últimas palabras: “… astuto y nuevo triunfo de la locura: el mundo que creía medirla y justificarla por la psicología, debe justificarse ante ella, puesto que en sus esfuerzos y en sus debates, él se mide en la medida de obras como la de Nietzsche, de Van Gogh, de Artaud. Y nada en él, sobre todo aquello que puede conocer de la locura, le da la seguridad de que esas obras de locura lo justifican”.[14]

Se diría que la tematización foucaultiana de la locura tiene una doble faz. Por un lado, es sabido que el tema principal de la Historia de la locura es el modo como ésta ha sido capturada y reducida por un conjunto de dispositivos discursivos e institucionales. La locura, ahí, no sería sino lo otro de la razón, aquello que la razón excluye de sí misma para mejor recuperarlo, lo que la razón se permite explicar y nombrar, aquello que, fuera de los límites de la razón, se deja sin embargo medir, definir y comprender por ella. Pero, por otro lado, la locura tendría la capacidad de retar a la razón y, en el límite, subvertirla. Se trataría aquí de una locura radicalmente extranjera, irrecuperable, siempre más allá de cualquier intento de captura, de alguna manera fuera del mundo y, por tanto, ausente. La locura sería ahí transgresión del límite, algo así como pasar al otro lado del lugar más allá del cual no hay nada. La locura de Artaud, dice Foucault, está en la falta de obra, en la ausencia de lenguaje, y en el modo como Artaud siente y mide esa falta. La locura de Nietzsche, en el momento del derrumbe del pensamiento y de la aniquilación de la obra, en el momento en que el pensamiento va más allá de sí mismo y, exhausto, cae en el silencio. En ambos casos, la locura “dibuja el borde exterior, la línea de derrumbe, el perfil recortado contra el vacío” de la obra. La locura está en el lugar justo en que el lenguaje desfallece y en que la obra aparece como imposible. Sin embargo, este desfallecimiento del lenguaje y esa imposibilidad de la obra exigen atención. Y, si atendemos, el lugar mismo del silencio se convierte en un más allá que inquieta y que pone en peligro: “… por la locura que la interrumpe, una obra abre un vacío, un tiempo de silencio, una pregunta sin respuesta, y provoca un desgarramiento sin reconciliación que obliga al mundo a interrogarse”.[15]

La locura es, desde luego, enfermedad mental: aquello de lo que hablan los psiquiatras, aquello que ha sido reducido por la racionalidad y encerrado por la fuerza, una locura que ya no habla porque otros hablan en su nombre, una falsa alteridad que ya no amenaza porque, capturada, no es sino una variante sórdida y dolorosa de lo mismo. Pero la locura es, en su parentesco con la literatura, otra cosa. ¿Qué significa un escritor loco? O, lo que es lo mismo, ¿qué significa la locura desde el punto de vista de la escritura? Aquí la pregunta cambia de forma y ya no se refiere a una patología personal que produzca un lenguaje delirante o una obra sin sentido reconocible, sino a la forma de una experiencia que se produce en el lenguaje y por el lenguaje. Foucault escribe a propósito de Roussel: “… no avanzamos nada por saber que Roussel estaba loco, que presentaba hermosos síntomas obsesivos, que Janet lo trató pero no consiguió curarlo. Locura o iniciación (o quizá ambas cosas), todo eso no nos dice nada sobre la parte de esa obra que concierne al lenguaje de hoy”.[16] Lo que importa de Roussel es que encarna un peligro, pero no como individuo sino porque posee una palabra peligrosa, una “máquina de guerra” en forma de discurso, una escritura que inquieta el lenguaje haciéndolo divergente, centrífugo, orientándolo hacia el desdoblamiento y la transformación. Si la obra de Roussel es un ejemplo de “esoterismo estructural” no es porque no respete las convenciones gramaticales o porque diga cosas monstruosas u horribles. La locura de Roussel habita un discurso perfectamente normal: lo que escribe está bien escrito, la escritura no vehicula ningún sentido inconveniente. Sin embargo, en esa escritura transparente que respeta siempre las reglas de la lengua, Roussel desplaza constantemente la certidumbre de las palabras, revienta el valor de las imágenes, arruina la continuidad de los enunciados, destruye toda unidad de sentido y, como la enciclopedia china de Borges, fabrica lo que no se puede pensar.

Hay dos textos en los que Foucault desarrolla la cuestión de la locura en la literatura marcando su proximidad y su distancia de una crítica literaria hecha a partir de un psicoanálisis que está transformándose estructuralmente.[17] Uno de los textos es un comentario a un libro de J.-P. Richards sobre Mallarmé y el otro a un libro de J. Laplanche sobre Hölderlin.[18] En ambos textos, la relación entre locura y literatura no es una relación psicológica que pudiera establecerse desde una teoría que enlazase el lenguaje a algo así como una patología del alma, de la psique o del espíritu. No tiene nada que ver con una psicología más o menos existencial que relacione la obra y la vida. Pero tampoco es algo que pueda ser mostrado a partir de un análisis formal, sea lógico o lingüístico, como una especie de patología en el uso de la lengua. Como en la conferencia de Saint-Louis, Foucault se mueve intentando evitar, a la vez, la tentación de psicologizar la locura y la tentación de formalizarla. Y, también como en la conferencia de Saint-Louis, lo que queda como locura es la literatura misma, es decir, un movimiento en el vacío donde desfallece el lenguaje y donde desaparece tanto el autor como la obra, pero que es capaz de llevarlos hasta los límites de sí mismos. El objeto propio de todo discurso crítico, dice Foucault en su texto sobre Mallarmé, es la relación “no de un hombre a un mundo, no de un adulto a sus fantasmas o a su infancia, no de un literato a una lengua, sino de un sujeto parlante a ese ser singular, difícil, complejo y profundamente ambiguo (puesto que designa y da su ser a todos los otros seres, incluido a él mismo) que se llama lenguaje”.[19] La locura, entonces, sería un tipo de relación entre el sujeto parlante y el ser mismo del lenguaje (digamos una experiencia desnuda del lenguaje) en la que tanto el sujeto como el ser del lenguaje son puestos en cuestión y basculan en el vacío. En los términos de la conferencia de Saint-Louis, la locura sería la literatura misma, pero no como lenguaje o como obra, sino como ese vacío en el que el lenguaje desfallece y la obra se revela como imposible y ausente. Y, en su artículo sobre Hölderlin, después de rechazar también cualquier forma de psico-biografía que remita la obra a la vida (la locura de la obra a la patología de la vida) y cualquier método formal que la remita al sistema de la lengua (la locura de la obra a una falla lingüística), la tarea consiste en “seguir ese movimiento por el cual la obra se abre poco a poco sobre un espacio donde el ser esquizofrénico adquiere volumen y revela, en el límite extremo, lo que ningún lenguaje, fuera del pozo donde se abisma, hubiera podido decir, lo que ninguna caída hubiera podido mostrar si no hubiera sido al mismo tiempo un acceso a la cumbre”.[20] La locura, otra vez, está en esa experiencia límite en la que se abre un lenguaje que ya es extraño a sí mismo (que ya no significa sino su propia extrañeza) y en la que aparece una obra que ya no contiene sino las huellas de su propia abolición, de su propia ruina. En Roussel, en Mallarmé y en Hölderlin (pero también en Flaubert, en Bataille, en Artaud), la locura es una experiencia del lenguaje en la que el espacio común y asegurado del discurso queda suspendido y en que, por un instante, lo que no se puede decir y lo que no se puede pensar queda como iluminado para volverse a ocultar inmediatamente. Y ¿qué es la literatura sino la experiencia de ese inefable que se produce como habla, de ese impensable que interrumpe el pensamiento, de esa obra que señala hacia su propia imposibilidad?

La breve introducción que Foucault escribió para los diálogos de Rousseau explora también la relación íntima entre la literatura y la locura. Al final del texto, en un diálogo consigo mismo que imita y parodia el estilo rousseauniano, Foucault distingue entre la locura de la obra (algo imposible, puesto que la obra, en tanto que texto unitario, está siempre comprendida, recibida y recuperada en el interior del discurso dominante: es por definición no-locura), la locura del autor (trivial porque la locura es aquí una patología psicológica irrelevante desde el punto de vista de la literatura puesto que una enfermedad mental no permite nunca establecer, desde ella, la estructura de una obra) y la locura del lenguaje. En este último sentido, dice Foucault, “hay que distinguir: el lenguaje de la obra es, más alla de ella misma, aquello hacia lo que se dirige, lo que dice; pero es también, más acá de ella misma, aquello a partir de lo que habla. A este lenguaje no se le pueden aplicar las categorías de lo normal y lo patológico, de la locura y del delirio, puesto que es pura transgresión”.[21] La locura que interesa (aquélla que no es el otro lado de la razón, nada más que una patología definida desde lo normal y capturada por éste), la que es pura transgresión, no se produce en el lenguaje de la obra, en ese lenguaje en el que aún podría detectarse una patología de forma o de sentido (una falla lingüística o un significado intolerable), sino que se produce en el lenguaje a partir del que la obra habla. Y, el mismo año, en otro texto en el que explora la misma relación, Foucault habla de un tipo de lenguaje estructuralmente esotérico que es transgresor “no en su sentido ni en su materia verbal, sino en su juego”.[22] ¿Qué es, entonces, un lenguaje loco, un lenguaje que transgrede no una convención formal o de sentido sino un límite en el propio juego del lenguaje, en el lugar mismo a partir del que se habla?

Un lenguaje loco “en su juego” es un lenguaje que “consiste en someter una palabra, aparentemente conforme al código reconocido, a otro código cuya clave está dada en esa palabra misma, de modo que ésta está redoblada en el interior de sí misma: dice lo que dice, pero añade un suplemento mudo que enuncia silenciosamente lo que dice y el código en que lo dice. No se trata de un lenguaje cifrado, sino de un lenguaje estructuralmente esotérico”.[23] La locura de la literatura es ese instalarse en el repliegue de las palabras sobre sí mismas, ahí donde las palabras ya no están protegidas por la cercanía de las cosas, por la garantía de una lengua, por la seguridad del sentido, por la tutela y el amoroso cuidado de aquél que las busca, las dispone y las escribe, ahí donde las palabras tienen siempre la posibilidad de estar diciendo otra cosa de lo que dicen, pero de lo cual ellas mismas son el único código posible. La literatura, según Foucault, es, al menos desde Mallarmé, un lenguaje de ese tipo, un lenguaje que se ha desvinculado de todos los valores a los que aún se subordinaba, un lenguaje que crea su propio espacio y su propio juego, un lenguaje intransitivo y enroscado sobre sí mismo, un lenguaje cuya palabra es la única que está autorizada a enunciar la lengua que la hace descifrable. La literatura está emparentada con la locura, dice Foucault, porque “se ha convertido en una palabra que inscribe en ella misma su principio de desciframiento; o, en todo caso, supone, en cada una de sus frases, bajo cada una de sus palabras, el poder de modificar soberanamente los valores y las significaciones de la lengua a la que a pesar de todo (y de hecho) pertenece; suspende el reino de la lengua en un gesto actual de escritura”.[24]

Veíamos al principio de esta sección que Foucault hablaba de una locura que no puede ser medida por el mundo sino que es el mundo el que debe medirse ante ella. Si la locura literaria fuera un lenguaje incomprensible en su forma o monstruoso en su sentido podría ser identificada como tal por una crítica hecha a partir de la estructura formal del lenguaje o del valor ético o estético del sentido de la obra. En ese caso, el mundo podría asignar una patología a la palabra literaria desde la normalidad de la que se desvía. Pero la literatura no necesita ser incomprensible para desafiar los modos de comprensión de la crítica y no necesita estar llena de monstruos para ser monstruosa u ofrecer un significado inasimilable. La literatura está emparentada con otra clase de locura que no está en lo que dice ni en cómo lo dice sino en el modo como ella misma establece su propio juego. Y es ahí, en ese juego vacío en el que el lenguaje se enrosca sobre sí mismo, donde la locura literaria reta al mundo a que se mida con ella. Cuando Klossoswski escribe “Mi tío Octavio, el eminente profesor de escolástica de la Facultad de …, sufría de su felicidad conyugal como de una enfermedad”,[25] no hay ninguna incorrección formal, ningún significado prohibido. La frase es transparente, inmediatamente accesible en su claridad, perfectamente “legible”. Pero, en esa frase, y precisamente porque pertenece al espacio literario, irrumpe un significado que no es en absoluto como los otros. En el juego que la frase define, si ese juego es la literatura y no cualquier otro juego, el lenguaje ha abandonado cualquier territorio protegido. Su verdad y su sentido han dejado de estar en las cosas que podría representar, en las ideas que podría expresar, en la estructura de la lengua a la que pertenece o en la voluntad del sujeto personal y psicológico que la construye. La frase permanece en sí misma, a distancia, sin hacer masa con nada que podría estar fuera de ella. La frase pertenece a la literatura porque ella misma enuncia a la vez lo que dice y el código al que pertenece, su enunciado y la lengua en la cual se enuncia. Liberada de toda atadura, a la vez lengua y enunciado, la frase está como desdoblada y replegada sobre sí misma. Y ese juego en el que la lengua y el enunciado se remiten el uno al otro, ese juego que es la literatura misma, abre un hueco en el interior del lenguaje. Y es ahí, en ese desdoblamiento, en esa autoimplicación, en ese vacío, en donde la primera frase de Roberte ce soir es literatura y no cualquier otra cosa. Y cuando Foucault escribe “Klossowski renueva una experiencia perdida desde hace mucho tiempo”,[26] su frase no pretende dar cuenta ni del lenguaje ni de la obra. Lo que Foucault pretende es situarse en el interior de una experiencia “perdida desde hace mucho tiempo, renovada por Klossowski”, pero que se produce en el interior del lenguaje y, precisamente, en el modo como en la escritura de Klossowski se produce ese desdoblamiento, esa autoimplicación y ese vacío que, decíamos, caracteriza a la vez a la literatura y a la locura.

Ficciones en el interior de la verdad

Es conocida la pregunta certera y turbadora de Jaques Revel: “¿Y si Foucault nos contase historias? O, por decirlo más noblemente: ¿y si construyera ficciones?”[27] La cuestión no estaría aquí en una oposición trivial entre la pretendida “verdad” u “objetividad” de la historia de los historiadores y el carácter “imaginario” o “subjetivo” de la arqueología o la genealogía. Nada que ver tampoco con esa oposición de sentido común entre “lo real” o “descubierto” y lo “inventado” o “fabricado”. Sabemos, y también gracias a Foucault, que un enunciado es verdadero sólo si puede ser reconocido como tal en el juego de verdad establecido en una disciplina, que un enunciado es objetivo sólo si remite a lo que las convenciones de una ciencia definen como su positividad, que el “realismo” de una historia es también un efecto retórico, y que sólo se “descubre” aquello que primero ha sido colocado, a escondidas, en algún rincón del campo de estudio. Lo mejor sería, quizá, detenerse un instante en qué es lo que entiende el propio Foucault por ficción.

En un texto sobre Julio Verne Foucault distingue entre fábula y ficción: “Fábula, lo que se cuenta (episodios, personajes, funciones que ejercen en el relato, acontecimientos). Ficción, el régimen del relato, o más bien los diversos regímenes según los cuales es ‘relatado’ (…). La ficción es la trama de las relaciones establecidas, a través del discurso mismo, entre el que habla y aquello de lo que habla”.[28] Extraña proximidad entre la ficción así considerada y esa particular modalidad de locura que es la palabra literaria. La ficción es otra vez aquello a partir de lo que el relato habla, no lo que dice ni cómo lo dice, sino el juego en el que el relato dice lo que dice. Algo particularmente desnudo e indeterminado, sin anclajes exteriores, puro acontecimiento de la palabra. Si la fábula (lo que el relato dice) puede remitirse a la cultura, y si su escritura (el cómo lo dice) puede ser referida a las posibilidades de la lengua, su ficción se aloja en las puras posibilidades del acto de habla, del acto de escritura en este caso.

En otro texto sobre Robbe-Grillet y el nouveau roman encontramos una detenida elaboración de la ficción. Ahí la ficción está nítidamente desgajada de toda problemática psicológica (la que la remitiría a la imaginación, al fantasma, al sueño, al delirio, etcétera) y de toda problemática ontológica (la que la remitiría a un otro o un más allá de lo real). ¿Y si lo ficticio no fuera otra cosa, pregunta Foucault, “que ese trayecto de flecha que nos golpea en los ojos y nos ofrece todo lo que aparece? Entonces lo ficticio sería también aquello que nombra las cosas, las hace hablar y les da en el lenguaje su ser ya dividido por el soberano poder de las palabras”.[29] Otra vez la ficción situada en el lenguaje. Pero no en su estructura o en su sentido, sino en su juego, en el modo como nombra las cosas y las hace aparecer en su ser. La ficción estaría en el acto mismo de hablar, en la experiencia simple de tomar una pluma y comenzar a escribir, en tanto que ese acto abre una distancia en el interior del lenguaje, algo así como un vacío en el que el mismo lenguaje queda como suspendido. La elaboración de lo que sea la ficción concluye con estas palabras: “(lo ficticio) es un alejamiento propio al lenguaje —un alejamiento que tiene en él su lugar, pero que también lo estratifica, lo dispersa, lo reparte, lo abre. No hay ficción cuando el lenguaje está a distancia de las cosas; sino que el lenguaje mismo es su distancia, la luz donde permanecen y su inaccesibilidad, el simulacro en el que sólo se da su presencia; y todo ese lenguaje que en lugar de olvidar esa distancia se mantiene en ella y la mantiene en él, todo lenguaje que habla de esa distancia avanzando en ella, es un lenguaje de ficción. Entonces puede atravesar toda prosa y toda poesía, toda novela y toda reflexión, indiferentemente”.[30] Hay ficción cuando el lenguaje abandona su seguridad cotidiana y toma distancia de sí mismo, cuando se desdobla y se repliega para nombrar y hacer aparecer acontecimientos desconocidos, hechos insospechados, asociaciones inéditas, objetos de perfiles nuevos. La ficción, entonces, no es otra cosa que la (difícil) producción de un nuevo sentido a través de la constitución de una nueva manera de nombrar.

Foucault, hablando de su propio trabajo, señala: “… me doy cuenta de que no he escrito más que ficciones. No quiero, sin embargo, decir que esté fuera de la verdad. Me parece que existe la posibilidad de hacer funcionar la ficción en la verdad; de inducir efectos de verdad con un discurso de ficción, y hacer de tal suerte que el discurso de verdad suscite, ‘fabrique’ algo que no existe todavía, es decir, ‘ficcione’”.[31] El discurso de Foucault ‘ficciona’ no por lo que cuenta (eso sería el contenido de la fábula) ni por cómo lo cuenta (eso sería la forma de la escritura), sino por el régimen del relato, es decir, por el modo como lo que cuenta funciona en el juego mismo del contar. Es la ficción (la operación que se produce en el juego de verdad) la que siempre articula la fábula, la que opera sobre la fábula y la que, en suma, la distancia y la hace improbable en el mismo movimiento en que la afirma como verdadera.[32] La fábula de Foucault es el archivo que nos hace visible y las configuraciones históricas que recorre para nosotros. Su ficción visible, todo ese aparato de epistemes, regularidades discursivas, funciones de enunciación, formas disciplinarias, modalidades de gobierno, patrones de producción de subjetividades, etcétera. Su ficción invisible, esa “ontología de nosotros mismos” que cruza como una diagonal la totalidad de su trabajo. Y, entre la fábula y las ficciones que la articulan, en la distancia abierta por sus extrañas relaciones, el nacimiento de lo nuevo, la improbabilidad de la resistencia, el juego siempre reinventado de la libertad. Por eso sus libros “son cada vez más ficticios, incluso si su ficción es la más verdadera, es decir la más actual y la más eficaz”.[33]

En palabras de Foucault, “… lo que restituye al rumor del lenguaje el desequilibrio de sus poderes soberanos, no es el saber (siempre más y más probable), no es la fábula (que tiene sus formas obligadas), sino que es, entre los dos, y como en una invisibilidad de limbos, los juegos ardientes de la ficción”.[34] Leer sus historias como ficciones no significa, por tanto, tomarlas como un saber frente a otros saberes (ese ejercicio tantas veces intentado y tantas veces fallido de buscar en Foucault una representacion más “verdadera” de los cortes históricos que recorre, o un método de trabajo más “legítimo” para el sociólogo o el historiador) o como una fábula entre otras fábulas (esa operación ya harto reiterativa y completamente ineficaz de trabajar con archivos de estilo foucaultiano para contar, en otros recortes temporales o geográficos, lo mismo que Foucault nos cuenta). Leerlo como alguien que “ficciona” es atender a la libertad del régimen del relato, a cómo sus relatos iluminan y hacen hablar a los acontecimientos, a cómo operan en el juego de la verdad, a cómo producen efectos de sentido. Y, sobre todo, es mantenerse a la intemperie en el hueco abierto por esas historias que nos dicen y, al mismo tiempo, nos colocan a distancia de nosotros mismos; que nos hacen reconocernos en lo que somos y, a la vez, nos hacen inaccesibles, siempre más allá o más acá de cualquier identificación. Es, en suma, percibir que el “juego ardiente” de la ficción en el interior de la verdad es un juego soberano y siempre abierto, el juego extremo que nos permite desprendernos de lo que somos, inventarnos y reinventarnos, introducir nuevos desequilibrios en el rumor monótono de los lenguajes que nos dicen.

La posibilidad del filósofo loco

La apuesta de Foucault acaso se deje formular en dos palabras: “penser autrement”, pensar de otra manera, ejercer el “derecho a explorar lo que, en su propio pensamiento, puede ser cambiado por el ejercicio de un saber que le es extranjero”.[35] La filosofía, y las ciencias sociales y humanas como sus herederas legítimas, siempre han tratado de formular, desde el exterior, la verdad y la ley de todo discurso y de toda experiencia. Y, para ello, han construido una imagen del pensamiento particularmente descarnada, separada. Como si el pensamiento no fuera discurso y, en el límite, escritura, y como si pensar (y escribir) fuera una actividad que no tuviera nada que ver con la experiencia.

El control de la filosofía instituída sobre el pensamiento (lo que podríamos llamar la policía de la verdad) pasa, en primer lugar, por la negación de la realidad del discurso o, lo que es lo mismo, por la reducción de todo discurso a expresión o a representación: “… parece que el pensamiento occidental haya velado para que en el discurso haya el menor espacio posible entre el pensamiento y el habla; parece que haya velado para que discurrir aparezca únicamente como una cierta relación entre pensar y hablar; de eso resultaría un pensamiento revestido de sus signos y hecho visible por las palabras…”[36] Frente a eso, la literatura conserva el recuerdo de todas las posibilidades y todos los riesgos que se encuentran en la constatación simple y desnuda del “yo hablo”, esa constatación que la filosofía habría tratado de conjurar “como si presintiera el peligro que haría correr a la evidencia del ‘existo’ la experiencia desnuda del lenguaje”.[37] Pensar la literatura sería entonces, para Foucault, un modo de hacer que el “yo hablo”, esa afirmación aparentemente inofensiva pero que, en su despliegue, pone a prueba toda la literatura moderna, funcione como a contrapelo del “yo pienso” y comprometa también el pensamiento mismo. De lo que se trata es de que el pensamiento, esa actividad que la filosofía instituída ha intentado controlar asegurando su ejercicio en el regazo de la verdad, se deje habitar por la densidad amenazadora y enigmática del discurso. De lo que se trata, en suma, es de que la pasión de pensar (esa pasión que quizá merezca aún el nombre de filosofía) acepte vivir en la misma intemperie que ese otro juego igualmente apasionado e insensato: escribir.

En segundo lugar, y en relación a la experiencia, es como si la filosofía hubiera tratado de reducir lo que tiene de riesgo y de incertidumbre (también para el pensar mismo). Primero, separando pensamiento y experiencia. Como si el pensar no fuera experiencia, sino una actividad anterior o posterior, una operación autónoma que daría cuenta de la experiencia, la ordenaría, la fijaría, marcaría sus límites y establecería, incluso, sus condiciones de posibilidad. Pero también negándole su propia realidad, esto es, reduciendo toda experiencia bien a experimento (y la experiencia no sería ahí sino el modo como el mundo nos vuelve su cara legible, la serie de regularidades a partir de las que podemos nombrarlo y conocerlo en su verdad) bien a vivencia (como si la experiencia no fuera sino el modo en que un sujeto psicológico constituye, por interiorización, tanto la verdad de sí mismo como la de lo que sucede a su alrededor). En los textos foucaultianos sobre literatura es siempre cuestión de ciertas experiencias. Pero, como hemos visto a propósito del surrealismo, se trata de experiencias que tienen en el lenguaje su espacio propio; o, más precisamente, que se producen en el límite del lenguaje, en el momento en que desfallece. Y se trata también de experiencias que abren un enigma que compromete el ser mismo del pensamiento en tanto que señalan su propio límite, su propia insuficiencia.[38] De lo que se trata es de que el pensamiento se ponga a la escucha de esas experiencias, pero no para determinarlas en su verdad de hechos o para remitirlas a su sentido de vivencias, sino para reconocer su soberanía e instalarse en lo que ellas tienen de impensable y de indecible. De lo que se trata no es de que el pensamiento controle la experiencia, sino de que, en relación con la experiencia, recupere una nueva indigencia. De lo que se trata es de cómo esas experiencias señalan los límites del pensamiento mismo y, por tanto, la figura posible y aún vacante de un pensamiento nuevo que esté a su altura. No tanto utilizar el pensamiento para pensarlas desde el exterior, sino acogerlas para liberar en ellas el pensamiento.

Pensar, dice Foucault, es un acontecimiento. El pensamiento, como la escritura, como la experiencia, no es un sistema cerrado, sino una singularidad transformable. Y el pensamiento se transforma a partir del trabajo del pensamiento sobre sí mismo y “en el ejercicio de un saber que le es extranjero”. La acogida de la escritura y de la experiencia en el seno mismo del pensamiento constituye una reflexividad (un trabajo del pensamiento sobre sí mismo) que marca, no un doblez, sino una distancia, un hiato en que el pensamiento pierde su seguridad y es llevado a su propio límite. Respecto a la experiencia, su enigma abre la posibilidad de recibir lo que no se tiene ni se espera, de habitar lugares nunca vistos, de desprenderse de uno mismo dispersándose hacia relaciones nuevas y extrañas con uno mismo. Respecto al lenguaje, su ilimitación abre la posibilidad del filósofo loco, “es decir, encontrando, no en el exterior de su lenguaje (por un accidente venido de afuera o por un ejercicio imaginario), sino en él, en el nudo de sus posibilidades, la transgresión de su ser de filósofo”.[39]

[11. La locura en el lenguaje]


[1] Les mots et les choses, París, Gallimard, 1966.

[2] “Structuralism and post-estructuralism” en Telos, vol. 16, nº 55, 1983, p. 187. Otra entrevista en la que Foucault da numerosas pistas sobre la importancia de la literatura tanto en sus “años de aprendizaje” como en el curso de su deriva intelectual es la que le hizo Ch. Ruas a propósito de la traducción al inglés del Raymond Roussel (Death and the Labyrinth: The World of Raymond Roussel, Londres, Athlone Press, 1987, pp. 169-186).

[3] “Bibliothèque imaginaire” en Magazine littéraire, spécial Foucault, nº 207, mayo de 1984.

[4] L’usage des plaisirs, París, Gallimard, 1984, p. 15.

[5] J. Revel, “Histoire d’une disparition. Foucault et la littérature” en Extrait du Débat, nº 79, marzo-abril de 1994, p. 83.

[6] “Situation de l’écrivain en 1947” en Qu’est-ce que la littérature?, Gallimard, París, 1948, especialmente pp. 182-205.

[7] “C’était un nageur entre deux mots” en Arts et Loisirs, nº 54, 1966, p. 8.

[8] “Débat sur le roman” en Tel Quel, nº 17, 1964, p. 13.

[9] “Langage et littérature” (texto mecanografiado), Catálogo del fondo Michel Foucault depositado en la Biblioteca du Salchoir (D 1).

[10] “Lingüistique et sciences sociales” en Revue tunisienne des sciences sociales, nº 19, 1968, pp. 248-255 (D 127). “Structuralisme et littérature. Extrait d’une conférence inédite donnée au Club Tahar Haddad le 4 fevrier 1967” en La Presse. 10 de abril de 1987 (B 37) y “Extraits de “Le Structuralisme et l’analyse littéraire” en Mission Culturelle Française. Informations, abril-mayo de 1987, pp. 11-13 (D 203).

[11] En “Le structuralisme et l’analyse littéraire” (op. cit.), afirma: “… el estructuralismo es hoy el conjunto de tentativas con las que se intenta analizar lo que podría llamarse la masa documental (…). Se trata de todas las huellas propiamente verbales, de todas las huellas escritas; se trata, desde luego, de la literatura, pero de un modo más general se trata de todas las cosas que hayan podido ser escritas, impresas, difundidas …”. Y en “Lingüistique et sciences sociales” (op. cit.): “… puesto que las obras literarias, los mitos, los relatos populares, están hechos con lenguaje, puesto que es la lengua la que les sirve de material a todos ellos, ¿no podrían encontrarse, en todas esas obras, estructuras similares, análogas o, en todo caso, descriptibles a partir de las estructuras que se hayan podido encontrar en el material mismo, es decir, en el lenguaje?”.

[12] “Préface a la transgression” en Critique, nº 195-196, 1963, pp. 751-769; “La pensée du dehors” en Critique, nº 229, 1966, pp. 523-546; “La Prose d’Actéon” en La Nouvelle Revue Française, nº 135, 1964, pp. 444-449.

[13] La crítica foucaultiana a las nociones de autor y de obra como anclajes de la crítica literaria y como dispositivos de apropiación y recuperación del discurso puede encontrarse desarrollada en “Qu’est-ce qu’un auteur?” en Bulletin de la Societé Française de Philosophie, nº LXIV, 1969, pp. 79-105.

[14] Folie et déraison. Histoire de la folie à l’âge classique, París, Plon, 1961.

[15] Ídem.

[16] “Pourquoi réedite-t-on l’oeuvre de Raymond Roussel?” en Le Monde, 22 de agosto de 1964.

[17] Puede ser interesante notar aquí el modo como Foucault percibe la situación de la crítica literaria francesa en los años 50-60. Así en “Structuralisme et analyse littéraire”, op. cit., cuenta una historia del estructuralismo literario que es también, en cierta forma, una historia de su propia formación intelectual: “Una cosa curiosa, en Francia, el estructuralismo en el dominio literario no se ha desarrollado, en su origen, a partir de una reflexión sobre la lengua. El modelo lingüístico ha jugado históricamente un papel muy débil en la formación de la nueva crítica francesa. El lugar por donde se ha constituido en Francia la nueva crítica ha sido el psicoanálisis en el sentido estricto del término, el psicoanálisis ampliado de Bachelard, el psicoanálisis existencial de Sartre …”

[18] Se trata de “Le Mallarmé de J.-P. Richards” en Annales, nº 5, 1964, pp. 996-1004; y “Le ‘non’ du père” en Critique, nº 178, 1962, pp. 195-209.

[19] “Le Mallarmé de J.-P. Richards”, op. cit., p. 1004.

[20] “Le ‘non’ du père’, op. cit., p. 197.

[21] “Introduction” a Rousseau juge de Jean-Jacques. Dialogues, París, Armand Colin, 1962, p. XXIV.

[22] “La folie, l’absence d’oeuvre”, en La Table Ronde, nº 196, p. 16.

[23] Ídem, p. 16.

[24] Ídem, p. 17.

[25] Roberte ce soir, París, Minuit, 1953, p. 7.

[26] “La prose d’Actéon”, op. cit., p. 444.

[27] “Foucault et les historiens”, entrevista de R. Bellour con Jaques Revel, en Magazine littéraire, spécial Foucault, nº 101, junio de 1975. O, en palabras de Deleuze, “Foucault puede declarar que nunca ha escrito más que ficciones, pues los enunciados se parecen a sueños, y todo cambia, como en un caleidoscopio, según el corpus considerado y la diagonal trazada. Pero, de otra manera, también puede decir que siempre ha escrito algo real, con algo real, pues todo es real en el enunciado, toda realidad es en él manifiesta” (Foucault, Barcelona, Paidós, 1987, p. 45).

[28] “L’arrière-fable” en L’Arc, nº 29, 1966, p. 5.

[29] “Distance, aspect, origine” en Critique, nº 198, 1963, p. 939.

[30] Ídem, p. 940.

[31] “Les rapports de pouvoir passent à l’intérieur des corps” (entrevista con L. Finas) en La Quinzaine Littéraire, nº 247, 1977, p. 5.

[32] En “Qu’est-ce que la critique” (Bulletin de la Societé Française de Philosophie, nº LXXXIV, 1990, p. 45) dice que, en su propio trabajo, “se trata de hacerse su propia historia, de fabricar como por ficción la historia que estaría atravesada por la cuestión de las relaciones entre las estructuras de racionalidad que articulan el discurso verdadero y los mecanismos de sujeción que les están ligadas”.

[33] Raymond Bellour, “Vers la fiction” en Michel Foucault philosophe, París, Seuil, 1989, p. 176.

[34] “L’arrière-fable”, op. cit., p. 11.

[35] L’usage des plaisirs, op. cit., p. 15.

[36] L’ordre du discours, París, Gallimard, 1971, p. 48.

[37] “La pensée du dehors”, op. cit., p. 525.

[38] Veamos algunos ejemplos. “La transición hacia un lenguaje en que el sujeto está excluido, la puesta al día de una incompatibilidad, tal vez sin recursos, entre la aparición del lenguaje en su ser y la conciencia de sí en su identidad, es hoy en día una experiencia que se anuncia en diferentes puntos de la cultura” (“La pensée du dehors”, op. cit., p. 525). “Klossowski renueva una experiencia perdida desde hace mucho tiempo” (“La prose d’Actéon”, op. cit., p. 444). “Decir que la locura desaparece, quiere decir que se deshace esa implicación que la tomaba a la vez en el saber psiquiátrico y en una reflexión de tipo antropológico. Pero eso no es decir que desaparezca por tanto la forma general de transgresión de la que la locura ha sido durante siglos la cara visible. Ni que esta transgresión no esté en vías de dar lugar a una experiencia nueva” (“La folie, l’absence d’oeuvre”, op. cit., p. 15). “Se piensa a menudo que, en la experiencia contemporánea, la sexualidad ha encontrado una verdad de naturaleza …” (“Préface à la transgression”, op. cit., p. 751). Y podríamos multiplicar las citas.

[39] “Préface à la transgression”, op. cit., p. 762.