13. Viajes pedagógicamente tutelados

(El control de la lectura en Descartes, Rousseau y Hegel)

He querido que la experiencia lleva a donde lleve, no llevarla a ningún fin dado de antemano. Y digo también que no conduce a ningún puerto (sino a un lugar perdido, de no sentido). He querido que el no-saber sea el principio.

G. Bataille

Hay dos textos muy breves que, aunque pertenecen a obras enormemente célebres, son habitualmente desdeñados como fragmentos menores o inesenciales: los textos son la primera parte del Discurso del método[1] (y método es etimológicamente, como se sabe, camino, itinerario, del mismo modo que discurso remite nítidamente a recorrido), la parte autobiográfica y más novelesca del libro, previa a la exposición sistemática de la “doctrina” cartesiana, y el último capítulo del Emilio,[2] aquél que se titula, justamente, “sobre los viajes”, y que ya se sitúa claramente fuera o más allá del proceso educativo “natural” cuya lógica se expone en el resto del texto. Utilizando, aunque sin pretender ninguna precisión, un término derridiano, ambos fragmentos podrían considerarse como “suplementos”, esto es, como excrecencias del texto, a la vez parte del texto y exteriores a él, fragmentos probablemente superfluos para un lector sistemático, pero que guardan con el texto principal una relación un tanto paradójica, como si de algún modo lo contuvieran, dieran cuenta de él, y, a la vez, lo oscurecieran y lo socavaran.[3]

Descartes, como se sabe, lee y viaja en la primera parte de su Discurso. O, mejor dicho, nos cuenta sus experiencias de lector y de viajero. Nos cuenta su travesía por la biblioteca durante sus años escolares, y cómo esa travesía se resuelve finalmente en desengaño: las dificultades para extraer de la biblioteca cualquier lección válida, la imposibilidad de encontrar en toda esa diversidad casi infinita de palabras cualquier punto de apoyo. Nos cuenta también su deriva posterior por “el gran libro del mundo”, sus años de andanzas, y también concluye mostrando su desilusión: como si el viaje, ese gran mecanismo formativo, junto con la biblioteca, del mejor humanismo francés, no fuera ya sino una vía hacia el escepticismo y, en el mejor de los casos, algo completamente inútil. Más aún, Descartes no puede iniciar la construcción de su método sino después de un ejercicio de vaciado de todo lo que se le había ido pegando en sus lecturas y en sus viajes, de todos los errores que se le habían podido adherir a lo largo de su trayecto errático por los rincones de la biblioteca y por los caminos de Europa. Los libros y los viajes son, para Descartes, el prólogo de su obra. Y algo con lo que su obra tiene que romper violentamente para constituirse como tal, para que esa obra sea posible. Son el prólogo que la obra, al iniciarse, suprime. Pero, al mismo tiempo, en su abolición misma en el mismo iniciarse de la obra, los libros y los viajes son su condición de posibilidad. Por eso la primera parte del Discurso está a la vez dentro y fuera del libro, por eso Descartes tiene que contarnos lo que nos cuenta: para poder efectuar ese gesto violento de condena y abolición de la biblioteca y del mundo que hace posible su obra.

Si el funcionamiento de la lógica del “suplemento” en Descartes es tal que la obra es hecha posible por la supresión misma de lo que se relata en la primera parte del Discurso, de la travesía de los libros y de los viajes, en Rousseau esa lógica funciona justamente al revés, en una suerte de simetría casi perfecta. En la educación de Emilio, los libros y los viajes no constituyen el prólogo, sino el epílogo. La educación de Emilio hace su viaje superfluo, claramente prescindible, si no fuera como constatación de que la educación ha sido realizada. Del mismo modo, Emilio sólo puede entregarse sin peligro a los libros una vez su educación es lo suficientemente firme como para que pueda resistirse a sus peligros. La figura ejemplar aquí sería la que aparecía en el frontispicio del libro V en la primera edición impresa del Emilio: la imagen de Ulises permaneciendo firme e inmóvil frente a los encantos que Circe desplegaba para seducirle. La educación, para Rousseau, no sería otra cosa sino el mecanismo que garantizaría la posibilidad de resistirse a lo que en los libros y en los viajes puede haber de ambigüo, de seductor y de peligroso. Una vez educado, Emilio puede viajar y leer sin temor a perderse.

125 años separan a los dos textos (el Discurso se publicó en 1637, el Emilio en 1762), casi todo separa la filosofía de Descartes y las filosofías de Rousseau, sus respectivos estilos literarios y sus itinerarios vitales no tienen apenas nada en común, pero hay más de una correspondencia entre los dos fragmentos que leeré a continuación: el paralelismo entre leer y viajar, la condena de los libros como lugar privilegiado de la formación, la desconfianza hacia la ambigüedad moral del viaje, la afirmación de su respectiva inutilidad cognoscitiva… Y esa correspondencia todavía es mayor si hacemos resonar ambos textos contra un fondo que les sirva de contraste, si los ponemos a la sombra de la obra de otro gran lector y viajero: Montaigne. Montaigne publica la segunda edición de sus Ensayos en 1588 (59 años antes del Discurso y 184 años antes del Emilio), viaja a Italia, como es de rigor, en 1580 (Descartes lo hará en 1623, Rousseau en 1728), lee desde muy niño, y completamente fascinado, a los antiguos, y recuerda especialmente su primer encuentro con Ovidio (Rousseau más de siglo y medio después declara su fascinación infantil por Plutarco, y Descartes, que no cita autores concretos, se confiesa también “enamorado de la poesía” desde su juventud). Sin embargo Montaigne todavía vive en un mundo que no ha domesticado plenamente ni la experiencia del libro ni la del viaje. En un mundo, además, en el que la experiencia de formación es incompatible con la certeza de sí de un sujeto firmemente asentado sobre sus pies. La experiencia de la que trata Montaigne, la que se expresa en máximas de sabiduría y en historias ejemplares, es incompatible con la ciencia y no puede ofrecer, ni lo pretende, juicios seguros. Por eso Montaigne todavía puede ver la biblioteca y el viaje como espacios abiertos para la búsqueda y la aventura. Y la aventura todavía era la única forma de experiencia que se ofrecía al hombre. Contrastados con Montaigne, Descartes y Rousseau pretenden ya una ruta segura (un método, una vía, o un proceso natural completamente codificado) hacia la madurez en la que la experiencia esté plenamente anticipada y asegurada en lo que tiene que ver con la reducción de su incertidumbre. Por eso no es sólo una idea distinta de la biblioteca y del viaje la que empieza a constituirse en esos autores, sino también, y sobre todo, toda una economía distinta de la experiencia de formación, toda una forma de tutelar la aventura de la formación y de hacerla, en el límite, prescindible.

La travesía del error

Una metáfora atraviesa la obra de Descartes: la metáfora del viaje.[4] La primera parte del Discurso puede ser leida como una suerte de topografía del pensamiento en dos espacios análogos: el espacio textual de la biblioteca y el espacio físico del mundo. Y ambos aparecen, en una primera instancia, como laberintos, como lugares peligrosos en los que hay que aprender a orientarse y, finalmente, en el peor de los casos, como laberintos-trampa de los que hay que aprender a escapar.[5] Ambos igualmente diversos, infinitos, planos: espacios lisos que sólo permiten un puro nomadeo en el que ningún trayecto se destaca.[6] Al principio del Discurso, la propia trayectoria vital e intelectual de Descartes es presentada como ese nomadeo desordenado, desorientado y, a la postre, inútil. Y como un intento obstinado de encontrar un rumbo seguro que conduzca, en el límite, a la inmovilidad. Lo primero que llama la atención en Descartes es la obsesión por encontrar el camino recto hacia la verdad, por aprender a caminar rectamente, y la búsqueda de una tierra firme, estable y segura sobre la que finalmente detenerse y edificar tanto el conocimiento como la moral. En el momento fundacional de la ciencia moderna, lo que encontramos es una desconfianza sin precedentes hacia la experiencia tal como la concibe la tradición: esa que tenía en los libros y en los viajes tanto sus espacios privilegiados (su topografía) como la garantía de su valor (su autoridad). Ni los relatos cada vez más “metódicos” de los exploradores, ni las lecturas cada vez más “cuidadosas” de los eruditos han suscitado ninguna confianza en la experiencia sino, más bien, la duda, la desconfianza, la multiplicación de las precauciones y, en el límite, la abolición del viaje y de la biblioteca como lugares de formación.

La historia que nos cuenta Descartes es bien conocida y sólo la reconstruiré en sus grandes rasgos. Primero, y en los años de su formación escolar, Descartes atraviesa el laberinto textual de la biblioteca: “me eduqué en las letras desde mi infancia”, nos dice, no sin un punto de vanidad.[7] En el apretado párrafo que sigue a esas palabras dibuja un mapa de esas “letras”, de lo que era la enseñanza humanística en La Flèche (las lenguas clásicas, las fábulas y las historias ejemplares de los antiguos, la retórica y la poesía, la teología, la filosofía, la jurisprudencia). Y enseguida compara su paso por la erudición escolar con un viaje: como si leer las obras clásicas de la antiguedad fuera el equivalente de un desplazamiento en el espacio y en el tiempo: “pues es casi lo mismo conversar con la gente de otros siglos que viajar”.[8] Un viaje, además, que sería formativo como mero viaje, por el propio efecto de desfamiliarización que produce. Pero siempre que el regreso esté asegurado: conocer las costumbres de los otros pueblos es bueno si sirve para juzgar acertadamente las del propio, conocer el pasado es bueno si sirve para vivir rectamente en el presente.

El gran peligro que acecha al viajero es que la des-familiarización producida por el viaje no se resuelva finalmente en un movimiento de vuelta, en una suerte de re-familiarización sensata al propio país y al propio tiempo: “… el que emplea demasiado tiempo en viajar acaba por tornarse extranjero en su propio país; y el que estudia con demasiada curiosidad lo que se hacía en los siglos pasados termina por ignorar lo que ocurre en el presente”.[9] El peligro que acecha al lector es el de quedarse fascinado por el texto, prendido en el texto, en el afuera que es el texto, y perder el sentido de la realidad, el momento del regreso hacia lo propio: “… los que toman por regla de sus costumbres los ejemplos que sacan de las historias se exponen a caer en las extravagancias de los paladines de nuestras novelas y a concebir intentos superiores a sus fuerzas”.[10] Como Don Quijote, al que los libros le habían sorbido el seso, y que se había convertido en un ser extravagante, extranjero en su propio país, como un ser de otro mundo, habitante de un espacio de palabras ya pasadas e ignorante de lo que en verdad ocurre en el presente, el viajero lector puede perderse en los meandros de la biblioteca y no regresar ya más.[11]

Si el lector insensato es el que se pierde en el texto hasta el punto de no poder regresar, el lector sensato, el lector que sólo viaja en función del regreso, el que sólo visita lo extraño para afirmar más lo propio, no encuentra nada. Descartes es ese tipo de lector: un lector interesado, que sólo busca lo útil y lo provechoso. Por eso, y en sus propias palabras, “procurando instruirme, no había conseguido más provecho que reconocer más y más mi ignorancia”.[12] Puesto que la biblioteca no permite ese movimiento de apropiación, el resultado no es sino la ignorancia y el escepticismo. La conclusión, evidente, es que la biblioteca ya no sirve como espacio de la formación y, por tanto, debe ser abandonada.

Tras atravesar, sin provecho pero sin riesgo, el laberinto de la biblioteca, Descartes decide enfrentar el laberinto del mundo y se dedica a viajar. Y del mismo modo que la lectura era metaforizada con la figura del viaje, el viaje es aquí figurado con la metáfora de la lectura, del estudio. Si leer era como viajar, ahora viajar es como leer. Y Descartes comienza a buscar la ciencia “en el gran libro del mundo”.[13] Como si el laberinto espacial fuera un laberinto textual, su viaje tiene la forma de una lectura, de un estudio, es como un viaje de estudios: recoje experiencias, reflexiona sobre las cosas que se le presentan, intenta encontrar verdad en los razonamientos de los hombres con que se encuentra, estudia las costumbres de las gentes, intenta sacar provecho de lo que le ocurre, pretende distinguir lo verdadero de lo falso, lo útil de lo inútil. Descartes viaja como quien estudia, lee el gran libro del mundo para instruirse, realizando un lento y doloroso trabajo de interpretación. La topografía del pensamiento no es la biblioteca, sino el mundo, el territorio humano de Europa.

El libro del mundo es mejor que la biblioteca, contiene más verdad. Pero el mundo, como la biblioteca, es también infinitamente diverso, confuso, inseguro, desordenado. La interpretación es infinita: un perpetuo errar a través de una infinidad de errores. El peligro es la infinitud: “mientras no hice más que estudiar las costumbres de los demás hombres, apenas encontré en ellas nada seguro, y advertía casi tanta diversidad como la que había advertido antes entre las opiniones de los filósofos”.[14] La razón del error es la infinitud[15] y toda la filosofía de Descartes se va a dirigir a contenerla.Una tercera solución se impone: Descartes decide poner fin a su travesía por el error, a su errancia, a su vagabundeo, y se propone detenerse y edificar lo propio. No más lecturas, no más viajes, no más enfrentar lo extraño, no más lo otro. Se tratará ahora de fijarse en la inmediata presencia de uno para sí mismo, en la máxima inmovilidad, en el máximo cierre de la conciencia a todo lo que no es ella misma: “… el principio del invierno me retuvo en un alojamiento donde, al no encontrar conversación alguna que me divirtiera y no tener tampoco, por fortuna, cuidados ni pasiones que perturbaran mi ánimo, pasaba todo el dia solo y encerrado, junto a una estufa, con toda la tranquilidad necesaria para entregarme por entero a mis pensamientos (…). Lo cual me dio mejor resultado, según creo, que el que pude obtener alejándome de mi país y de mis libros”.[16]

Pero para ello, Descartes tiene que realizar primero una suerte de purificación ritual, un vaciado de todas las falsas opiniones que se le han ido incorporando en el curso de las lecturas y de los viajes.[17] La razón moderna se va a constituir así a partir de una lucha encarnizada contra lo que en la travesía de la biblioteca y en la travesía del mundo podía haber de experiencia en el sentido tradicional de la palabra. Sólo así, destituida la experiencia, puede haber experimentación, esto es, un paso lógico de las impresiones sensibles a las determinaciones cuantitativas exactas y, por lo tanto, a la previsión de las impresiones futuras. Sólo la abolición de la biblioteca y la reducción metódica de la infinitud del mundo permiten que las metáforas arquitectónicas se sobreimpongan poco a poco a las metáforas del viaje. Naturalmente, y antes de fijar su morada definitiva en Holanda iniciando una vida casi completamente sedentaria, Descartes siguió viajando y leyendo. Pero sus viajes y sus lecturas posteriores tienen una calidad distinta. Después de haber reducido el laberinto, el viaje puede aparecer como un progresivo abandono del error: “proseguí mi viaje antes de que el invierno estuviera del todo terminado. Y en los nueve años siguientes, no hice otra cosa que rodar por el mundo, procurando ser más bien espectador que actor en las comedias que en él se representan, y reflexionando particularmente respecto a cada cosa, sobre lo que pudiera hacerla sospechosa y dar ocasión a equivocarnos, llegué a desarraigar de mi espíritu cuantos errores podían haberse deslizado anteriormente”.[18]

Y desde un espacio propio por fin conseguido, el exterior puede ser metódica, progresiva y sistemáticamente apropiado. La primera parte del Discurso constituye, entonces, una suerte de viaje de formación estructurado por una interrogación sobre la manera recta y segura de viajar, pero que termina, paradójicamente, con un rechazo del viaje. Al menos de ese viaje que atravesaba el espacio aún salvaje, aún no domesticado, de la biblioteca y del mundo.

El regreso asegurado

Emilio, como se sabe, es educado por su preceptor en el interior de un espacio protegido. Su desarrollo “natural” sólo puede realizarse en un lugar sin libros. Y en un lugar, además, que no es una parte cualquiera del “mundo” sino una suerte de isla artificialmente construida y fuertemente clausurada a todo lo que pudiera constituir una influencia perversa. El topos de la educación natural, tanto su espacio físico, como su espacio simbólico o su espacio moral, está definido, en Rousseau, negativamente, por todo lo que excluye: singularmente, esos lugares de artificio y perversión que son la biblioteca y el mundo.

La condena de los libros como instrumento de educación es constante en Rousseau. Las lecciones que recibirá Emilio nunca vendrán de los libros, de esos volúmenes superfluos y contradictorios que componen un espacio artificioso y prescincible, en el mejor de los casos una mera duplicación de las cosas, casi siempre un sinsentido, a veces, incluso, un cierto peligro, puesto que pertenecen al ámbito corrupto de la cultura.[19] Declarando a los libros inútiles desde el punto de vista del conocimiento y ambiguos, si no claramente peligrosos, desde el punto de vista de la moral, Rousseau, como Descartes, escribe un libro para acabar con todos los libros.

Su Emilio, al que se le evitarán durante la primera infancia los riesgos de las fábulas de La Fontaine, tiene como primer y único libro, y ya a cierta edad, el Robinsón Crusoe de Daniel Defoe.[20] Una novela que, para Rousseau, es un tratado de educación natural y una representación llevada al límite de la propia situación de su Emilio.[21] Y Emilio, al leer el Robinsón, viajará imaginariamente a la isla, vivirá imaginariamente en ella identificándose con su solitario habitante, y adquirirá allí las enseñanzas de la libertad y la necesidad.

Sólo al término de su educación, y con el único fin de formar el gusto y el arte de la palabra, Emilio tendrá acceso a una biblioteca, pero eso sí, convenientemente seleccionada y expurgada por su preceptor. Esa biblioteca contiene preferentemente libros antiguos (más sencillos y más próximos a la naturaleza), excluye todo aparato erudito, lo que Rousseau llama “el charlataneo de las Academias”, e incluye un poco de teatro y un poco de poesía por el puro placer de la belleza.[22]Pero, en cualquier caso, se trata de una biblioteca completamente irrisoria: “que él logre éxito o no en las lenguas muertas, en las bellas artes, en la poesía, importa poco. No valdrá menos si él no sabe nada de todo esto, y no es de todas estas niñerías de lo que se trata en su educación”.[23] La biblioteca que corona la educación de Emilio es claramente prescindible. No tiene ya ningún sentido cognoscitivo, ningún sentido moral. Emilio, cuando empieza a leer, ya sabe lo que tiene que saber y ya está plenamente formado desde el punto de vista del carácter. Quizá su corazón y sus sentidos puedan gustar de la belleza del lenguaje y de la dicción. Pero, en todo caso, como se trata de un aprendizaje puramente superfluo y decorativo, poco importa si no lo hace. Emilio es un joven “que concede poco valor a las palabras”.[24] La biblioteca se ha hecho inofensiva porque Emilio ya no se educa en ella: plenamente formado, ya se ha hecho impermeable a sus influencias.

Si Emilio sólo puede leer cuando ya está lo suficientemente educado como para que los libros no le afecten, si sólo se le permite enfrentar la biblioteca cuando ésta ha sido ya domesticada, reducida a una función marginal de fruición estética, Emilio sólo viaja cuando su educación está lo suficientemente consolidada como para que pueda hacerlo sin peligro. El primer párrafo de la sección titulada “Sobre los viajes” es sólo aparentemente paradójico: “Nos preguntamos si es bueno que los jóvenes viajen y discutimos mucho sobre este particular. Si se plantease de otra manera la cuestión y preguntásemos si es bueno que los hombres hayan viajado, acaso no disputaríamos tanto”.[25] Haber viajado es haber superado los riesgos del viaje, haber regresado ya, finalmente, a casa. Para los hombres que han viajado, el viaje aparece ya, inofensivo, desde su conclusión. Pero viajar, sin embargo, es, para los jóvenes, enfrentar la ambigüedad moral. Porque en los viajes, como en los libros, la virtud y el vicio están mezclados. Por eso hay que prevenir ese enfrentamiento y hay que asegurarse de que los jóvenes saldrán bien parados de él.[26]

Para viajar, entonces, como para leer, hay que estar ya formado, hay que estar lo suficientemente firme sobre uno mismo como para no descarriarse, como para no dejarse seducir y llevar por el mal camino. Esa es la primera condición del viaje: no viajar para formarse, sino estar ya lo suficientemente formado como para no dejarse trans-formar o de-formar por lo que a uno le pase en el viaje. La educación tiene que hacer el viaje innecesario, prescindible, superfluo, un mero pretexto para probar que la educación ha sido bien realizada. La educación, como condición previa al viaje, tiene como función asegurar la inmovilidad del viajero.

La segunda condición para conjurar los riesgos de la salida de casa es saber porqué y para qué se viaja.[27] Aquí, en el desarrollo de este motivo, el paralelismo entre leer y viajar es completamente explícito: del mismo modo que quien lee para instruirse tiene que saber qué es lo que le será útil en los libros, y tiene que saber orientarse en la infinitud de la biblioteca, el que viaja para aprender, el que hace un viaje de estudios, tiene que saber también qué es lo que busca y tiene que estar lo suficientemente educado como para saber encontrarlo. El viaje tiene que estar teleológicamente determinado y el viajero tiene que estar dotado de las competencias como para lograr la finalidad que se ha propuesto.[28]

Por eso, porque el viaje, para que sea provechoso y se haga sin riesgos, tiene que tener un objetivo, el preceptor determina que la función del viaje de Emilio sea su instrucción política. Pero aún hay más: el viaje de estudios tiene que estar convenientemente tutelado y mediado para que Emilio lea en el libro del mundo lo que tiene que leer.[29] De ese modo, el viaje de Emilio, como un viaje de estudios que es, y como un viaje, además, concretamente encaminado a su instrucción política, no será otra cosa que una mera duplicación del Contrato Social. Viajar no será otra cosa para Emilio que leer El Contrato Social puesto que ese libro es el que le servirá de escala para las medidas que tome sobre el terreno, y de regla para las observaciones que haga. Rousseau ya no tiene por qué imaginar y contar lo que será el viaje concreto de Emilio con su preceptor, sino que simplemente sustituye el relato de toda la primera parte del viaje por un resumen de su propia obra política: como si todo lo que ocurre en el viaje no fuera sino una mera ilustración sobre el terreno de lo que ya está escrito en ese libro. Y el resto del viaje, sus últimos meses, no es en el libro de Rousseau sino la lectura “aplicada” de otros dos libros más: el Telémaco, de Fénelon, y El Espíritu de las Leyes, de Montesquieu.[30]

Podemos concluir entonces que la segunda condición para conjurar los riesgos del viaje es también paradójica. Por un lado, el viaje ha sido precedido por una exclusión de los libros. De hecho, y al comienzo mismo de la sección que estoy comentando, la discusión inicial acerca del valor de los viajes está inmediatamente doblada por una discusión paralela acerca del valor de los libros. Y Rousseau, como Descartes, opone la inutilidad cierta de la biblioteca a las grandes posibilidades educativas del libro del mundo.[31] Según un lugar común que Rousseau hace suyo, la biblioteca fabrica pedantes y presuntuosos, pero el libro del mundo, convenientemente utilizado, puede producir hombres sensatos y sabios.

A continuación, y cuando Rousseau pasa a considerar, un tanto retóricamente, la posible utilidad educativa de los libros de viajes, concluye abogando vigorosamente por su eliminación a favor de la observación directa, puesto que los relatos de los viajeros no son sólo una duplicación inútil del verdadero viaje, sino que suelen ser mentirosos, escritos de mala fe y, en el mejor de los casos, completamente sesgados por los prejuicios de sus autores.[32] Más aún, Rousseau pretende incluso que el viaje de Emilio no sea contaminado por ningún sistema de signos que se sobreimponga al trayecto desnudo. Emilio no debe visitar bibliotecas, ni círculos literarios, ni ruinas, ni monumentos, ni anticuarios, ni inscripciones antiguas; nada que haga de su viaje algo parecido a una lectura, a un recorrido por un universo de signos, nada de viajes librescos.[33] El lema de Rousseau parece ser: ¡hay que viajar, no leer!

Sin embargo, como hemos visto, el viaje de Emilio no es otra cosa que una lectura, y una lectura, además, mediada y asegurada por unos cuantos libros que el preceptor ha metido subrepticiamente en su mochila. Pese a todas las enfáticas declaraciones de su tutor, Emilio viaja como quien lee. Y su lectura del libro del mundo, además, para que sea una lectura útil y correcta, está determinada por los libros que su preceptor le ha impuesto para que le sirvan de rejillas de interpretación. El viaje de Emilio es una lectura mediada por otras lecturas, una operación hermenéutica pedagógicamente tulelada con el fin de hacerla segura y prevenirla de cualquier desviación. Nada esencialmente distinto a lo que hace un alumno sensato cuando enfrenta el texto que se le ha asignado convenientemente armado de todo el aparato crítico y erudito que le garantice que su lectura es la correcta, o sea, la lectura convencional y asegurada que mejor se ajusta al criterio de su profesor.

Pero el preceptor todavía desconfia y, pese a todas sus cautelas, fija aún una tercera condición: asegurar el regreso a casa y la sedentarización final y definitiva de su pupilo. Para tensar los hilos del retorno, el preceptor se cuida de que Emilio emprenda su viaje enamorado de Sofía, una muchacha descorporeizada, desexualizada, doméstica, domesticada, que, desde luego, no acompañará a su enamorado en su viaje, sino que le esperará pacientemente en casa.

Por otra parte, el pretexto para que Emilio viaje (el motivo práctico de su instrucción política) es la conveniencia de buscar el mejor lugar para vivir: por eso Emilio sale de casa para encontrar una casa. Y, como su preceptor ya esperaba, decidirá reinstalarse en el punto de partida. Ha hecho un viaje circular a lo largo del cual ha decidido permanecer donde ya estaba y continuar haciendo lo que ya hacía. El viaje, que no es sino parte de la estrategia Rousseauniana de negación de los viajes, le ha inmovilizado final y definitivamente haciéndole decidir que lo mejor es quedarse en casa. El primer párrafo de la sección, aquél en el que Rousseau decía que lo importante no es viajar, sino haber viajado, queda así completamente resuelto.

La economía de la experiencia

En los textos que he comentado surge sin cesar una paradoja: uno sólo puede formarse si viaja y lee, pero para viajar y para leer sin peligro hay que estar ya formado. Toda la cuestión de la tutela pedagógica de los viajes y de los libros (de la experiencia de formación en suma) está implícita en esta paradoja. De ahí que todo viaje de formación tiene que estar tutelado por quien ya ha viajado y sabe viajar, así como toda lectura tiene que estar dirigida por quien ya ha leído y sabe leer. Por otra parte, si la educación tiene como objetivo el poder viajar y leer sin peligro, si el fin de la educación es el control de la experiencia, los viajes y las lecturas se hacen, para el hombre educado, inesenciales. Leyendo y viajando uno prueba que su formación ha sido ya realizada, es decir, que uno no necesita ya leer y viajar para formarse, que las lecturas y los viajes no son ya experiencias de formación.

Podemos ver en esta paradoja uno de los rasgos fundamentales de la educación contemporánea: la expropiación de la experiencia, su cancelación definitiva como estructura inexcusable de la formación. Tanto el proyecto de la ciencia moderna tal como apunta en Descartes como el proyecto de la educación natural y disciplinaria tal como apunta en Rousseau implican la destrucción de la experiencia en lo que tiene de imprevisible. La educación será ya el lugar del conocimiento y del desarrollo. Y la experiencia, entendida como experimento, el lugar de la acumulación del conocimiento para la apropiación y el dominio del mundo y el lugar de la constitución progresiva y estandarizada de una subjetividad normativa y homogénea. Pero la identidad, lo que uno es, no estarán ya en juego. Ha habido todo un esfuerzo para conjurar los riesgos de las lecturas y de los viajes, para eliminar la posibilidad, siempre latente, de perder pie, de perder(se). Pero ese esfuerzo implica la cancelación de la experiencia misma y su conversión en algo seguro, previsible, controlable, calculable. Sometidos a un proyecto, los libros y los viajes no son ya experiencias a las que uno se entrega sino experimentos que uno hace. Experimentos, además, que tienen ya el carácter de lo inensencial y lo prescindible.

La formación humana ya no será más un páthei máthos, un aprendizaje en la prueba y por la prueba, con toda la incertidumbre y el riesgo que eso implica, sino un mathema, una acumulación progresiva de conocimientos que, sin embargo, permanecerán externos al hombre. Por otra parte, la ciencia de la educación podrá sustituir a la experiencia siempre incalculable del encuentro de una subjetividad concreta con una otredad que la reta, la desestabiliza y la constituye. En su búsqueda de la certeza, la ciencia moderna hace de la experiencia el método del conocimiento, la vía segura que conduce al saber. En su búsqueda del modelo del aprendizaje natural, la pedagogía moderna hace de la experiencia algo permanente controlado y tutelado, algo que está ya previsto en la secuencia previsible del desarrollo. En ambos casos, se expulsa la singularidad y la pluralidad de los sujetos para constituir un sujeto único y nuevo cuya realidad no es otra que la de coincidir con un punto arquimédico abstracto, el ego cogito cartesiano, o con el proceso evolutivo de un modelo psicológico igualmente abstracto, el hombre natural de Rousseau. Aparición simultánea de toda una nueva economía de la experiencia y de toda una nueva subjetividad, de toda una nueva manera, en suma, de atravesar, sin peligro pero sin también sin formación y sin trans-formación, la biblioteca y el mundo.

La apropiación

También Hegel sabía que leer es como viajar y que la economía de la lectura es análoga a la economía del viaje. También sabía de los riesgos del viaje y de la lectura. Pero sabía además que la experiencia es constitutiva de la formación cuando ésta es otra cosa que el aprendizaje de una verdad exterior y tiene que ver, de una u otra manera, con la formación y la transformación de lo que uno es. Por eso Hegel no niega la salida hacia afuera y la prueba de la alteridad aunque, eso sí, se asegura de enfatizar el principio crucial de que la experiencia conduce a algún sitio, de que la experiencia sólo es pedagógicamente significativa si está normada por una finalidad que la regula y hace posible su conducción y su tutela. Para Hegel, la (experiencia de la) lectura es indisociable de la formación del espíritu del hombre, de la humanización del hombre. En, por y a través de su experiencia de la biblioteca (y del mundo) el hombre deviene propiamente hombre, deviene verdaderamente un ser humano, deviene lo que es. Por eso la (experiencia de la) lectura es un viaje hacia uno mismo. Y por eso Hegel se asegura de mantener bien firmes los hilos del retorno.

La escena tiene lugar en Nuremberg el 29 de septiembre de 1809. Hegel es rector del Gimnasio de la ciudad. Un año antes, su amigo y protector Niethammer había recibido el encargo de revisar los planes de estudio vigentes en Baviera y, muy especialmente, la organización de las materias que constituían la base humanística del Instituto Gimnasial. En ese contexto, y haciendo el papel de funcionario comprometido con la reforma, Hegel toma la palabra en una ceremonia pública: la entrega solemne de premios a los alumnos distinguidos del curso anterior. Pero el discurso ante los profesores, las autoridades locales, los padres y los alumnos es la ocasión para una exposición que va más allá de la habitual prosa burocrática y autocelebratoria. El tema es de repertorio: la importancia de la cultura y de las lenguas clásicas para la formación. Pero el modo como Hegel lo presenta resume de un modo acabado y ciertamente eficaz la idea humanística de formación en tanto que está ligada a la cultura clásica y, al mismo tiempo, abre su crisis irreversible.

La metáfora del viaje aparece después de una consideración crucial sobre la naturaleza del proceso de la formación. “El progreso de la formación, dice Hegel, no ha de ser concebido por cierto como la tranquila prolongación de una cadena, a cuyos eslabones anteriores se conectaran los posteriores, con referencia ciertamente a ellos, pero de forma que constaran de una materia propia y sin que éste trabajo posterior repercutiera en el primero. Por el contrario, la formación debe poseer una materia y un objeto previos, sobre los que trabaja, a los que cambia y forma de nuevo. Es necesario que nos apropiemos del mundo de la Antigüedad tanto para poseerlo cuanto, más todavía, para tener algo que elaborar”.[34]

La lectura de los textos clásicos es una especie de viaje a través de los productos más nobles de la humanidad depositados en la biblioteca en el que se nos revela quiénes somos y quiénes debemos ser en tanto que hombres. La biblioteca clásica le da al hombre contemporáneo su propia verdad de modo que, a través de la apropiación (del texto) de la tradición, el hombre contemporáneo llega a sí mismo, a su propia humanidad. La experiencia de la lectura es, entonces, una experiencia de apropiación, de elaboración de lo propio. Pero esa apropiación es una obra, el resultado del trabajo de la comprensión. El viaje a la Antigüedad no es simplemente la apropiación de una verdad exterior, ya hecha y plenamente disponible, sino una obra en la que esa verdad es a la vez producida y revelada. La lectura de los cásicos es una obra entendida como creación de humanidad. Para alcanzar la humanidad es necesario identificarse con una forma o con una imagen (de la verdad) de la humanidad, pero esa imagen es a la vez la obra de un trabajo interminable realizado por el hombre sobre la tradición y sobre sí mismo: la adquisición de la humanitas es una prueba y una tarea perpetua[35] en la que los primeros eslabones son elaborados y formados en cada momento, en un proceso en el que es siempre cuestión de la formación de uno mismo. Trabajando sobre el texto, el lector trabaja sobre sí mismo.

La lectura como (experiencia de) formación es el viaje hacia uno mismo, hacia la identidad humana. Pero ese devenir sí mismo no puede efectuarse más que a partir de un salir fuera de sí que termina en un retorno a sí. El devenir sí mismo exige entonces la experiencia como salida hacia afuera y prueba de la alteridad, pero no como un desplazamiento abierto e indefinido hacia un más allá sino como una delimitación que lleva de regreso hacia sí mismo. La experiencia de la lectura es una salida hacia lo que no es propio, hacia lo que no es uno mismo: “… para convertirse en objeto, la sustancia del espíritu debe sernos algo contrapuesto, debe haber adquirido la forma de algo extraño”.[36] Pero esa exigencia de separación, esa salida hacia lo otro, está siempre normada y regulada por la finalidad de llegar a una meta: a la re-apropiación de sí mismo.

Hegel reconoce en los jóvenes una suerte de impulso centrífugo, una necesidad de salir fuera de casa, una fascinación por lo extraño y por lo lejano. Los jóvenes, dice Hegel, creen que la profundidad tiene la forma de la distancia, “pero la profundidad y la fuerza que alcanzamos sólo puede ser medida mediante la amplitud en que nos hemos distanciado del centro en que nos encontrábamos inmersos en un principio y hacia el que tendemos de nuevo”. Por eso la experiencia como separación de nosotros mismos y como abandono de lo propio debe contener “a la vez todos los puntos de partida y todos los hilos conductores del retorno a sí mismo, de la reconciliación y del reencuentro consigo mismo, pero de sí mismo según la verdadera esencia general del espíritu”.[37]

La educación es entonces un viaje progresivo e interminable hacia uno mismo, aunque también un viaje siempre ya terminado: “…el momento supremo está siempre retardado, pues la verdad de la prueba que es el recorrido se sitúa entre su clausura y su infinitud.[38] El proceso por el cual el hombre deviene sí mismo es un proceso abierto e infinito, cierto, pero ese infinito es un infinito cerrado, clausurado. A través de los encuentros del viaje (en el que son fundamentales los encuentros con lo lejano y con lo extraño producidos en la biblioteca) el hombre se realiza como autor de su historia, como Sujeto, y deviene aquello que, en tanto que hombre, ya es desde siempre, desde el punto de partida. Por eso las experiencias del viaje y de la lectura no ponen realmente en juego la humanidad del hombre ni su identidad como ser-sujeto. La finalidad como plenitud de sentido está dada de antemano. En el fondo, la experiencia conduce a ese punto de partida que funciona a la vez como una idea regulativa cuyo cumplimiento recula indefinidamente. La formación del hombre es un interminable viaje que es un interminable regreso a su propia casa. En la tradición humanista entonces sólo leemos y viajamos para comprendernos a nosotros mismos, para adquirir un sentido de nosotros mismos, para apropiarnos de lo extraño, para aumentar nuestro saber y nuestro poder, para llegar por fin a lo familiar, para realizar en nosotros la humanidad que ya está en nosotros desde el principio.

Por eso los discursos sobre la crisis de la formación humanista y sobre su irreversible substitución por un modelo pedagógico de carácter tecno-científico quizá oculten el hecho de que una y otra expresan, sin duda bajo condiciones distintas y de un modo diferente, una idéntica concepción de la educación. Tanto en la formación humanista como en la educación pragmática y tecno-científica de lo que se trata en primera y en última instancia es del hombre mismo, como si ambas reposaran sobre la reflexividad de una operación de recuperación en la cual el hombre se (re) encuentra en la educación consigo mismo, con la humanidad que ya está en él mismo. La estructura de la autorrealización parece ser omnipresente en toda teoría de la educación[39] y quizá sea posible preguntarse si el ideal pragmático-realista de educación, al que se le suele reprochar su exclusiva orientación hacia la auto-satisfacción, no será el producto de la lógica misma del ideal humanista una vez éste ha sido vaciado de todo contenido “espiritual” y de toda posibilidad de fundación última. La educación y la lectura como experiencia educativa, parafraseando a Levinas, parecen suponer siempre un humanismo del mismo hombre.[40]

Hacer posible la aventura

La sospecha es si la necesidad de protegerse contra lo que hace a la (experiencia de la) lectura peligrosa e incierta. así como la voluntad de darle una meta definida, no clausuran la experiencia misma: si los intentos de disciplinarla y de hacerla inofensiva no la destruyen en lo que tiene de apertura a lo desconocido y de posibilidad no transitiva, en lo que tiene en definitiva de aventura im-pre-visible, im-pre-decible e im-pre-scriptible. Y acaso un pensamiento otro de (la experiencia de) la lectura pueda abrir el camino a un pensamiento otro de la educación en el que la experiencia educativamente significativa no esté necesariamente normada por la apropiación, la autorrealización y la identificación y no esté por tanto siempre ya pedagógicamente disciplinada y cancelada.

De lo que se trataría es de apuntar hacia una (experiencia de la) lectura que no sea un comprender apropiador que nos pone en posesión de nosotros mismos y que fortalece nuestra certeza de nosotros mismos, sino una relación con lo que nos expropia y nos desposee, con lo que interrumpe y pone en cuestión lo que nos es propio, la certeza de lo que somos y la seguridad de lo que poseemos.[41] Una forma de leer que envíe a un diálogo que no sea identificante sino hacedor de apertura, que no sea formativo sino liberador. Una relación con el texto que no suponga un saber poseído y que no apunte hacia un saber a alcanzar, sino que revele nuestro no saber, nuestra imposibilidad de saber, nuestra infancia insuperable. Una lectura que no sea una prueba de nuestro poder, sino una prueba de nuestra impotencia hacia la indisponibilidad esencial de lo que se muestra en el texto, de lo que apareciendo plenamente y sin resto también siempre se retira y se sustrae. Una experiencia de la lectura que no nos haga más fuertes sino más vulnerables, que no nos haga más sabios sino más humildes, que nos impida asegurarnos de nuestro saber y de nuestro poder, que no nos deje coincidir con nosotros mismos. Una lectura que, como verdadera aventura, contenga la incertidumbre respecto a su resultado y conozca esencialmente la posibilidad del fracaso. Una lectura sin la garantía ni la norma de un sentido a alcanzar, sino no-garantizada y no-normada, abierta a la posibilidad de la multiplicación, la ausencia o la destrucción del sentido. Una lectura que no sea ya dominio del texto, sino escucha y atención, acogida y receptividad, responsabilidad ante lo otro infinito que nos alcanza, nos interpela, nos pone en cuestión y nos lleva más allá de nosotros mismos.[42]

La (experiencia de la) lectura sería así un viaje que no estaría normado por las ideas de progreso o de regreso. No un viaje hacia nosotros mismos, sino un viaje que lleva siempre a otra parte, fuera de nosotros mismos y también fuera de cualquier lugar. Un viaje como “un devenir extranjero aparte de los lugares y de los trayectos generalmente conocidos con el nombre de realidad”,[43] y como un devenir extranjeros a nosotros mismos. Un viaje que no conduce al saber, ni al poder, ni a la autonomía, sino que posibilita encuentros que solicitan pensamientos simpre singulares y de ocasión, siempre inseparables de las vicisitudes imprevisibles del recorrido. Un viaje que no es una marcha permanente hacia la realización de la humanidad o hacia el acabamiento del sentido, sino un desvío ininterrumpido que abre la posibilidad de lo radicalmente nuevo, de lo que entraña una pluralidad que excede a toda identidad posible, de lo que testimonia una apertura de sentido que exige el recomienzo infinito de un nuevo viaje. Un viaje bajo el signo del no retorno, una partida siempre renovada, un camino en el que ningún punto es una meta y en el que todos sus momentos son un punto de partida.

[13. Viajes pedagógicamente tutelados]


[1] Citaré el Discurso según la paginación de la edición de F. Alquié incluida en Oeuvres Philosophiques. Tome I, París, Garnier, 1963.

[2] En lo que sigue citaré el Emilio según la paginación de la edición de T. L’Aminot y P. Richard en París, Garnier, 1992.

[3] La lógica del suplemento está construida a partir de un conjunto de estudios sobre Rousseau en J. Derrida, De la grammatologie, París, Minuit, 1967.

[4] Sobre la función estructurante de las metáforas en el estilo cartesiano, ver N. Edelman, “The Mixed Metaphor in Descartes” en J. Brody (ed.), The Eye of the Beholder: Essays in French Literature, Baltimore, John Hopkins University Press, 1974 (pp. 107-120); Th. Spoerri, “La puissance métaphorique de Descartes” en M. Gueroult y H. Gouhier (eds.), Descartes, París, Minuit, 1957 (pp. 273-287); G. Nador, “Métaphores de chemins et de labyrinthes chez Descartes” en Revue Philosophique de la France et de l’étranger, 152 (1962) (pp. 37-51); P.A. Cahné, Un autre Descartes. Le philosophe et son langage, París, Vrin, 1980 (especialmente pp. 166-171); y G. Van Den Abbeele, “Cartesian Coordinates” en Travel as Metaphor from Montaigne to Rousseau, Minneapolis, University of Minnesota Press, 1992 (pp. 39-61).

[5] La idea de laberinto como metáfora de la desorientación intelectual, moral, y también textual, es muy antigua. Para una reconstrucción, puede verse P. R. Doob, The Idea of the Labyrinth. From Classical Antiquity through the Middle Ages, Ithaca, Cornell University Press, 1990.

[6] El nomadeo como una de las figuras del escepticismo es común en muchos de los filósofos metódicos y constructivos. Kant, por ejemplo, habla de “los escépticos, especie de nómadas que aborrecen todo asentamiento duradero” en el prólogo a la primera edición de la Crítica de la Razón Pura, Madrid, Alfaguara, 1978 (p. 8).

[7] Discours de la méthode, op. cit., p. 571.

[8] Ídem, p. 573.

[9] Ídem, pp. 573-574.

[10] Ídem, p. 574.

[11] “… si una vez se hubiesen tomado la libertad (…) de apartarse del camino común, nunca podrían mantenerse en la ruta que hay que seguir para ir más derecho y permanecerían extraviados toda su vida” (Ídem, p. 583). Sobre Descartes y la locura de Don Quijote, ver el capítulo 3 de M. Foucault, Las palabras y las cosas, Madrid, Siglo XXI, 1968 (pp. 53-83). El caballero manchego no es otra cosa, dice Foucault, que “lenguaje, texto, hojas impresas, historia ya transcrita” (ídem, op. cit., p. 53). Son los textos lo que le han hecho lo que es. Y su aventura no es sino el intento de probar, en el mundo, las figuras de los libros. Por eso “lee el mundo para demostrar los libros” (ídem, op. cit., p. 54). Descartes, por el contrario, ya no ve en los libros sino la ocasión del error: “el texto deja de formar parte de los signos y de las formas de la verdad; el lenguaje no es ya una de las figuras del mundo, ni la signatura impuesta a las cosas desde el fondo de los tiempos. La verdad encuentra su manifestación y su signo en la percepción evidente y definida. Pertenece a las palabras el traducirla, si pueden; ya no tienen derecho a ser su marca. El lenguaje se retira del centro de los seres para entrar en su época de transparencia y neutralidad” (ídem, op. cit., p. 62).

[12] Discours de la méthode, op. cit., p. 571.

[13] Ídem, p. 577.

[14] Ídem, p. 578.

[15] Si la descripción cartesiana del lector insensato conduce a Don Quijote, la figura que encarnaría el viajero insensato, perdido en la infinitud del laberinto, sería Montaigne. Aunque el nombre de Montaigne sólo aparece una vez en todo el corpus cartesiano (“Lettre à Newcastle” en Oeuvres Philosophiques. Vol. III, op. cit., p. 695), su gran influencia en Descartes ha sido estudiada detenidamente por L. Brunschvicg en Descartes et Pascal, lecteurs de Montaigne. Neuchâtel, La Baconnière 1945; también B. Woodbridge, The Discours de la méthode and the Spirit of the Renaissance” en Romanic Review 25 (1933) (pp. 136-142).

[16] Discours de la méthode, op. cit., pp. 578-579.

[17] Ver, a este respecto, el primer capítulo de las Meditaciones Metafísicas (Oeuvres Philosophiques. Vol. II, op. cit. pp. 404-413) y la sección primera de la cuarta parte del Discurso (Discours de la méthode, op. cit., pp. 601-603).

[18] Ídem, pp. 598-599.

[19] “Apartando así todos los deberes de los niños, yo quito los instrumentos de su máxima miseria, a saber, los libros. La lectura es la plaga de la infancia” (Émile ou de l’éducation, op. cit., p. 115). El miedo del preceptor es la confusión entre signo y referente, y el carácter proliferante de los signos, su tendencia a recubrir, falseándola, la realidad: “convengo en que si el estudio de las lenguas sólo fuera el de las palabras, es decir, el de las figuras o los sonidos que las expresan, este estudio pudiera convenir a los niños: pero las lenguas, al cambiar los signos, modifican también las ideas que ellos representan. Los cerebros se forman sobre los lenguajes, los pensamientos toman el tinte de los idiomas. Sólo la razón es común” (Ídem, p. 105).

[20] El párrafo en el que se reivindica a Robinsón como la primera lectura de Emilio está preparado por otra condena general a los libros: “Yo odio los libros; no enseñan sino a hablar de lo que no se sabe” (Ídem, p. 210).

[21] Es interesante cómo Rousseau imagina la lectura que Emilio hará del libro: una lectura útil, centrada en la laboriosidad y el ingenio de Robinsón, encaminada a apreciar el valor de las artes prácticas y el gusto por la independencia. Ver a este respecto P. Thierry, “Emile, Robinson et Marx” en P. Kahn, A. Ouzoulias y P. Thierry (eds.) L’éducation. Approches philosophiques, op. cit. (pp. 137-156). Emilio se creerá Robinson, pero, curiosamente, no prestará ninguna atención a Viernes: “…apresurémonos a establecerle en esta isla, en tanto que limite a ella su felicidad; pues se acerca el día en que, si él quiere seguir viviendo aún, no querrá vivir sólo y en donde Viernes, que ahora no le afecta nada, no le bastará por más tiempo” (Emile ou de l’éducation, op. cit., p. 212). Viernes, el único Otro de la novela de Defoe, el Otro reducido a mera comparsa, a súbdito y siervo y soldado, el Otro al que Robinson nunca mira y nunca escucha, pero cuya presencia podría llevar a Robinson (y a Emilio) a salir de sí mismo, de su suficiencia y de su aislamiento, es completamente ignorado por Rousseau. Michel Tournier, en Vendredi ou les limbes du Pacifique (París, Gallimard, 1967), su réplica al Robinson de Defoe, hace de Viernes la figura privilegiada, y la que conducirá a la metamorfosis de Robinson. El Viernes de Tournier sí que es ese Otro que desfamiliariza a Robinsón, que le forma, le trans-forma o le de-forma, pero Rousseau, desconfiado siempre de lo Otro y de los riesgos que comporta, lo hubiera excluido sin duda de la biblioteca de Emilio. ¿Qué pasaría si el Vendredi de Tournier hubiera caído en las manos de Emilio? Acaso tal pregunta no fuera un mal pretexto para imaginar una réplica al tratado de educación de Rousseau. Algunas pistas para empezar: Tournier explica la distancia entre su libro y el de Defoe en Le Vent Paraclet (París, Gallimard, 1977, pp. 211-238); puede leerse también el trabajo de G. Deleuze titulado “Michel Tournier y el mundo sin otro” e incluído en Lógica del sentido (Barcelona, Barral, 1971, pp. 384-406) y el de M. Morey “Las enseñanzas de Robinsón” en El orden de los acontecimientos (Barcelona, Península, 1988, pp. 97-148).

[22] “Estos estudios serán para él entretenimientos sin esfuerzo y de toda utilidad; ellas (las lenguas de los poetas)le resultarán deliciosos en una edad y en circunstancias en que el corazón se interesa con tanto encanto por todas las clases de belleza formadas para conmoverle” (Émile ou de l’éducation, op. cit.,p. 429).

[23] Ídem, p. 430.

[24] Ídem, p. 428.

[25] Ídem, p. 574

[26] “…(los viajes) convienen por el contrario a muy pocas personas; no convienen sino a los hombres firmes, capaces de escuchar las lecciones del error sin dejarse seducir, y para ver el ejemplo del vicio sin dejarse arrastrar” (ídem. p. 580).

[27] ”Todo cuanto se hace por razón debe tener sus reglas. Los viajes tomados como una parte de la educación deben tener las suyas. Viajar por viajar es errar, ser vagabundo; viajar para instruirse es todavía un motivo demasiado vago: la instrucción que no tiene un objetivo determinado no es nada” (ídem, pp. 580-581).

[28] “No basta para instruirse con recorrer los paises; es preciso saber viajar. Para observar es necesario poseer ojos y dirigirlos hacia el motivo que se quiere conocer. Hay muchas personas a las que los viajes instruyen todavía mucho menos que los libros, porque ignoran el arte de pensar, y si en la lectura su espíritu está guiado al menos por el autor, en sus viajes no sabe ver nada por sí mismos” (ídem, p. 576).

[29] ”Antes de observar, es necesario trazarse reglas para sus observaciones; es preciso hacerse una escala para relacionar con ella las medidas que tomemos. Nuestros principios de derecho político son esta escala. Nuestras mediciones son las leyes políticas de cada país” (ídem, p. 585).

[30] “Entonces yo le hice leer Telémaco y continuar su ruta; buscamos a la venturosa Salente, y el buen Idomeneo convertido en sabio a fuerza de desgracias. Caminando encontramos muchos Protesilas y ningún Filoclés. A Adraste, rey de los Daunianos, no pudimos encontrarle” (ídem, p. 597). “Las relaciones necesarias de las costumbres con el gobierno han sido bien expuestas en el libro de El espíritu de las leyes, por lo que no se puede hacer cosa mejor que recurrir a esta obra para estudiar estas relaciones” (ídem, p. 598).

[31] “El abuso de los libros mata la ciencia. Creyendo saber lo que se ha leído, nos creemos dispensados de aprenderlo. Demasiada lectura sólo sirve para hacer presuntuosos ignorantes. De todos los siglos de literatura, no ha existido uno en que se haya leído tanto como en el presente y ninguno en que se fuese menos sabio (…). Tantos libros no hacen sino menos preciar el libro del mundo; o si seguimos leyéndolo, cada uno se mantiene en su hoja” (ídem, p. 574).

[32] “Comparando lo poco que podía observar con lo que había leído, acabé por dejar en su lugar a los viajeros y lamentar el tiempo que había dedicado para instruirme con su lectura, bien convencido de que para hacer observaciones de cualquier clase no es necesario leer, se precisa ver” (ídem, p. 575).

[33] “He dicho ya lo que hace infructuosos los viajes para todo el mundo. Lo que los hace todavía más infructuosos para la juventud es la manera en que la obligan a realizarlos. Los preceptores, más celosos de su distracción que de su instrucción, la llevan de ciudad en ciudad, de palacio en palacio, de círculo en círculo: o, si son sabios y gente de letras, le hacen perder el tiempo visitando bibliotecas, viendo anticuarios, examinando con cuidado viejos monumentos, transcribiendo antiguas inscripciones. En cada país se ocupan de otro siglo; es como si se ocupasen de otro país” (ídem, pp. 597-598).

[34] “Discurso del 29 de septiembre de 1809” en Escritos pedagógicos, Madrid, FCE, 1991, pp. 80-81.

[35] Cl. Lefort, Écrire. À l’épreuve du politique, París, Calmann-Lévy, 1992, pp. 209-226.

[36] “Discurso del 29 de septiembre de 1809”, op. cit., p. 81.

[37] Ídem.

[38] D. Cohn-Plouchart, “Le roman de formation” en P. Kahn, A. Ouzoulias et A. Thierry (eds.), L’Éducation. Approches philosophiques, París, Puf, 1990, p. 159.

[39] J. Ruhloff, “Renaissance, Humanismus, Bildungstheorie der Gegenwart” en J. Ruhloff (ed.), Renaisance-Humanismus, Zügange zur Bildungstheorie der frühen Neuzeit. Essen. Die Blaue Eule 1989. También Ch. Taylor, The Sources of the Self. The Making of Modern Identity, Cambridge, University Press, 1989.

[40] E. Levinas, Humanisme de l’autre homme, París, Fata Morgana, 1972.

[41] L. Verbeek, Die Aufgabe des Lessers. On the ethics of reading, Leuven, University Press, 1992.

[42] C. Chalier, Lévinas. L’utopie de l’humain, París, Albin Michel, 1993.

[43] J. Rancière, Courts voyages au pays du peuple, París, Seuil, 1990, p. 10.