14. Leer en dirección a lo desconocido

(La aventura de leer en Nietzsche)

Toda lectura es lectura de un lugar extranjero, de un primer lugar.

E. Jabès

Nietzsche no deja en paz a sus lectores, no nos deja en paz. Con una desenvoltura rayana en la insolencia, levanta constantemente la cabeza del papel en el que está escribiendo y nos mira directamente a la cara. Insistentemente nos agarra por las solapas, nos sacude los hombros, nos hace preguntas impertinentes, nos da órdenes, nos observa con descaro, nos hace señas. Desvergonzadamente interrumpe nuestra tranquilidad de lectores, nuestra inocencia de lectores, nuestro anonimato de lectores, y se planta de un salto ante nosotros con esa mirada burlona de quien se sabe capaz de reconocer inmediatamente de qué pasta estamos hechos. Interpelándonos en nuestra propia actividad, metiéndose directamente en nuestro territorio, atacando nuestro presunto conformismo, nuestra supuesta mala voluntad, nuestras posibles bajezas, la escritura de Nietzsche nos interroga y nos obliga a interrogarnos sobre la calidad de nuestra propia lectura: como si estuviera probando nuestra capacidad de comprender sus escritos; como si desconfiara de nosotros; como si advirtiera los límites de nuestra perspectiva; como si sospechara nuestra tendencia a desfigurar su mensaje, a traducirlo a una lengua inferior, a malentenderle, a tomarle por otro.

La filología rigurosa

Con una arrogancia no exenta de cierta voluntad de provocación, Nietzsche exige para sí mismo “lectores perfectos, filólogos rigurosos”, personas capaces de “leer despacio, con profundidad, con intención honda, a puertas abiertas y con ojos y dedos delicados”.[1] Sabe que el arte de la lectura es raro en esta época de trabajo y de precipitación en la que hay que acabarlo todo rápidamente. Los “lectores modernos” ya no tienen tiempo para derrochar en actividades que llevan lejos, cuyos fines no se ven con claridad, y de las que no se pueden recoger inmediatamente los resultados. Para ellos, profesionales de la lectura, el trato con los libros es, como mucho, un medio “para escribir una recensión u otro libro”[2], es decir, una actividad en la que lo que se lee es meramente apropiado en función de su utilización apresurada para la elaboración de otro producto que deberá a su vez consumirse rápidamente puesto que tiene una fecha de caducidad cada vez más próxima. ¡Y a eso hay quien le llama progreso! La lectura sutil y delicada, la “filología rigurosa”, es algo a lo que hay que aplicarse con lentitud, tomándose tiempo, despreocupadamente incluso, con una cierta prodigalidad, sin esperar nada a cambio. Es decir, un lujo prácticamente inexistente en estos tiempos de bibliografías enormes y compulsivamente “actualizadas”, en los que reina la superstición de que los últimos libros son los mejores y la creencia de que hay que haberlos leído casi todos. O, al menos, hay saber hacer como que se los ha leído, arte éste que sí se enseña en las escuelas y que desde luego dominan la mayoría de esos funcionarios del espíritu que son los lectores modernos.

Además de lentitud, profundidad, apertura y delicadeza, además de “conocer el secreto de leer entre líneas”[3] y no quedarse con la literalidad del texto, Nietzsche exige a los que practican el “arte venerable” de la lectura el saber “volverse silenciosos y pausados”.[4] Y eso también es extremadamente raro en esta época bulliciosa en la que todo el mundo tiene opiniones propias y cosas que decir, en la que todo el mundo juzga inmediatamente lo que lee y, además, se siente obligado a decirlo. Nietzsche sabe que casi nadie tiene tiempo para leer. Y sabe también que vivimos en una época en la que “el haber leído” es una mercancía que hay que exhibir en la plaza pregonando su valor. Por eso el mundo de los lectores está lleno de charlatanes y casi nadie es “lo suficientemente culto como para valorar bastante poco su cultura, para poderla despreciar incluso”.[5]

El lector moderno no sabe callar (ni siquiera saber hablar despacio y en voz baja) y pretende estar en todas partes: está tan creído de “su persona y su cultura” que se pone a sí mismo “como una medida segura y un criterio de todas las cosas”[6]; es tal su arrogancia que se siente capaz de juzgar (eso sí, críticamente) todos los libros; es constitutivamente incapaz de suspender el juicio, de guardar silencio, de mantenerse retirado, de escuchar. El lector moderno se siente en la obligación ¿moral? de ponerse en pie y decir enseguida lo que piensa. ¿Será que es eso lo que se enseña en las escuelas? En nuestras escuelas, incluyendo las universidades, ya no se enseña a estudiar. El estudio, la humildad y el silencio del estudio, es algo que ni siquiera se permite. Hoy ya nadie estudia. Pero todo el mundo tiene que tener opiniones propias y personales. Los jóvenes pitagóricos tenían que guardar silencio durante cinco años. Pero nosotros, lectores modernos, parecemos incapaces de estar callados siquiera “durante cinco cuartos de hora”.[7]

¿Quién lee?

Nietzsche desconfía de nosotros, los lectores modernos: sospecha que no tenemos tiempo; está casi seguro de que si tenemos sus libros encima de nuestra mesa es porque estamos escribiendo otro libro, o un comentario, o un trabajo de curso; y cree adivinar que sus libros están ya casi sepultados por toda esa bibliografía crítica, exhaustiva, moderna y actualizada que enseguida vamos a utilizar para que no se diga que nosotros, sus lectores, no somos también críticos y exhaustivos y modernos y actualizados; duda de nuestra capacidad de guardar silencio, ni siquiera durante un rato, y teme que en cualquier momento levantemos la mano, nos pongamos de pie y exhibamos nuestra persona y nuestra cultura para que no se piense que no tenemos un espíritu lo suficientemente personal, libre y crítico y una buena colección de opiniones propias, originales y cultas.

Pero aún le queda la sospecha más grave. La pregunta más grave que tiene que hacernos no tiene ya que ver con nuestra honestidad filológica ni con las condiciones de nuestra lectura. Se trata de una pregunta mucho más impúdica, mucho más insolente; una pregunta que ya no es de filólogo riguroso sino de “psicólogo de las profundidades”[8]; una pregunta, en fin, para la que no es suficiente mirarnos fijamente a la cara y se hace necesario tantearnos las vísceras. Cuando nos adivina recorriendo sus páginas, Nietzsche siente la obligación de preguntarnos quién somos.

Nietzsche sabe que la posibilidad de la lectura no sólo depende del difícil dominio del arte de la filología y del raro lujo de las condiciones que requiere sino también, y sobre todo, del tipo de persona que es el lector. La experiencia de la lectura no consiste sólo en entender el significado superficial del texto sino en vivirlo. Y es desde ese punto de vista que leer pone en juego al lector en su totalidad.[9] Leer exige una cierta complicidad y una cierta afinidad vital y tipológica entre el lector y el libro.[10]

Pero el “yo” del lector no es otra cosa que el resultado superficial de una cierta organización jerarquizada de fuerzas que en gran medida permanece inconsciente. Lo que somos capaces de leer en un libro es el resultado de nuestras disposiciones anímicas más profundas. Por eso lo que leemos y el modo como lo leemos es un síntoma que revela eso que somos y que permanece desconocido incluso para nosotros mismos: nuestras características tipológicas. Es decir, la finura y el carácter de nuestros sentidos, nuestras disposiciones corporales, nuestras vivencias pasadas, nuestros instintos, nuestro temperamento esencial, la calidad de nuestras entrañas. En palabras de Nietzsche: “en última instancia nadie puede escuchar en las cosas, incluidos los libros, más de lo que ya sabe. Se carece de oídos para escuchar aquello a lo cual no se tiene acceso desde la vivencia. Imaginemos el caso extremo de que un libro no hable más que de vivencias que, en su totalidad, se encuentran situadas más allá de la posibilidad de una experiencia frecuente o, también, poco frecuente, — de que sea el primer lenguaje para expresar una serie nueva de experiencias. En este caso, sencillamente no se oye nada, lo cual produce la ilusión acústica de creer que donde no se oye nada no hay tampoco nada… Esta es en definitiva mi experiencia ordinaria y, si se quiere, la originalidad de mi experiencia. Quien ha creído haber comprendido algo de mí, ése ha rehecho algo mío a su imagen”.[11]

A un libro, parece decir Nietzsche, sólo se tiene acceso a través de la experiencia vivida. Es la vida en su totalidad, y no sólo la inteligencia, la que interpreta, la que lee. Más aún, vivir es interpretar, dar un sentido al mundo y actuar en función de ese sentido. Por eso la incapacidad para leer un libro (en palabras de Steiner, “el analfabetismo en el único sentido que cuenta”) no implica tanto la falta de inteligencia del lector como la falta de una comunidad de experiencias con el libro que, en última instancia, remite a una diferencia vital y tipológica. Ser sordo a una obra, aún habiéndola comprendido, supone haber vivido otras experiencias y, sobre todo, tener otro temple vital que aquél que la obra expresa. Cuando un libro expresa en un lenguaje inédito experiencias muy poco comunes o radicalmente nuevas y un tipo vital fuera de lo común, casi nadie podrá leerlo. Lo que ocurre es que esa inaccesibilidad tipológica del texto, esa imposibilidad vital de la lectura, produce una especie de “alucinación negativa generalizada” que funciona anulando el objeto inaccesible y “transformando al sordo en un delirante que niega la existencia de un real que no puede tolerar escuchar”.[12] Y aún peor que negar la existencia de lo que no se puede comprender es deformarlo, rebajarlo, convertirlo en algo contrario a la fuerza que expresa.

Nietzsche sabe que no hay un sentido propio del texto, sino solamente la apropiación de la fuerza del texto por otra fuerza afín o contraria. Deleuze lo dice con claridad: “nunca encontraremos el sentido de algo, si no sabemos cuál es la fuerza que se apropia de la cosa, que la explota, que se apodera de ella o se expresa en ella”.[13] Un libro es una fuerza que actúa sobre otras fuerzas produciendo en ellas efectos variables según su tipología. Puesto que un libro puede caer en cualquier mano, y dada su novedad, nada garantiza que actúe en absoluto. Cuanto más intempestivo es un libro menos posibilidades tiene de encontrar oídos capaces de escuchar su sentido inaudito. Y lo que suele ocurrir es que el libro es apropiado por las fuerzas dominantes ya existentes y, por lo tanto, privado de su novedad radical, de lo más inquietante y enigmático de su sentido.[14]

La escritura de Nietzsche está hecha de muchos estilos, tantos y tan diversos como exige la expresión de unas experiencias excepcionales, de un pathos altamente complejo, de una superabundancia espiritual y de una extraordinaria “multiplicidad de estados interiores”.[15] Y eso hasta el punto de que esa escritura plantea la cuestión de si constituye realmente una “obra” que pueda ser leída y apropiada como se lee y se apropia el “contenido” o la “verdad” de las demás obras.[16] Del mismo modo que el nombre de Nietzsche en la portada plantea seriamente la cuestión de si es realmente “un sólo” h(n)ombre el que se oculta bajo tantas máscaras: el filósofo, el psicólogo, el moralista, el filólogo, el bufón, Dionisos, Zaratustra, el Anticristo.[17] La singularidad de su estilo es ser muchos estilos, como la singularidad de su persona es ser muchas personas y como la singularidad de su mensaje es ser muchos mensajes. Es más: la escritura de Nietzsche está dirigida contra la ilusión de que un libro exige un estilo transparente y eficazmente comunicativo, una personalidad única que controle su sentido, y una verdad transmitida que sería su contenido. El estilo, una forma múltiple para la expresión de lo inexpresable, una música, un gesto, un puño; la personalidad, un sistema jerarquizado de fuerzas; la verdad, una invención que ha olvidado que lo es.

La escritura de Nietzsche exige un nuevo arte de la lectura que sea sensible al tempo y a la gestualidad del estilo, que perciba el valor de la fuerza vital que expresa, que no busque en ella ninguna verdad. Por eso a Nietzsche no le preocupa nuestra capacidad de comprensión o nuestro saber leer en general y tampoco le preocupa que seamos capaces o no de localizar sus tesis doctrinales más o menos explícitas. La escritura de Nietzsche no pretende transmitir un contenido de verdad, no pretende enfrentar un saber a otro saber, no pretende siquiera instruir al lector. Lo que busca es expresar una fuerza que haga masa con otras fuerzas, con otras experiencias, con otros temperamentos, y los lleve más allá de sí mismos. Su interrogación esencial al lector, entonces, consiste en preguntarle quién es. Sólo así podrá adivinar qué sentido producirá en el libro que lea, si será capaz de estar a su altura, si tendrá el valor y la paciencia de elevarse hasta él o si lo “rebajará” al nivel de su propia perspectiva.

La jovialidad del bajo vientre

Leer bien exige saber aplicar las reglas rigurosas del noble arte de la filología, y también ser de tal modo que se tenga la capacidad de conectar de un modo tipológicamente adecuado con el sentido que el libro expresa. Solamente cierto tipo de lectores, dice Nietzsche, es capaz de adivinar lo que el libro solamente indica.[18] Pero todavía existe otra condición suplementaria, el saber salir del texto, el saber terminarlo y dejarlo a tiempo, el arte del olvido: “¡leed al menos este libro para destruirlo a continuación, con vuestra acción, y hacerlo olvidar!”[19]

Ser capaz de olvidar lo que se ha leído tiene que ver “con el tempo del metabolismo”[20] y eso es, en el lenguaje fisiológico de Ecce Homo, tener un bajo vientre jovial.[21] A diferencia de los espíritus dispépticos, enfermos de “inercia intestinal”,[22] que “no saben desembarazarse de nada”,[23] que tienen tendencia a la obesidad, y que son como una permanente indigestión que no acaba de dar fin a nada,[24] el buen lector tiene que tener las tripas limpias y sanas, un metabolismo ligero y rápido, “un vientre con dos necesidades”.[25] Saber leer exige un estómago capaz de evacuar lo que no le conviene sin resentimiento (sin acidez de estómago), con rapidez y con alegría, sin perder energías en un trabajo meramente reactivo; exige además un estómago poderoso y valiente que se atreva, sin revolverse, con manjares osados y poco comunes; pero también exige un estómago que tenga una digestión ligera en aquello que le conviene: que convierta fácilmente lo ingerido en parte de la propia substancia, de la propia fuerza, y que sea capaz de eliminar el resto con prontitud. La carne sedentaria, la que se concentra en el trasero, es el mayor pecado contra el espíritu.[26] La obesidad espiritual provocada por el sedentarismo es la enfermedad del que retiene demasiado, del que siempre tiene la tripa llena, del lector que es incapaz de olvidar tanto lo que le conviene como lo que no le conviene, del que está siempre demasiado repleto de lo que ha leído, del que tiene un estómago de una sóla función, del que no tiene los intestinos alegres. Leer bien, por el contrario, es darle al cuerpo el máximo de energía, pero permitiendo que se mueva por sí mismo y en libertad. Leer bien es establecer una correcta relación entre el ritmo del metabolismo y “la movilidad o la torpeza de los pies del espíritu”, y eso hasta el punto de que “el espíritu mismo no es más que una especie de ese metabolismo”.[27] Hay que estar sentado el menor tiempo posible, hay que tener el estómago lleno el menor tiempo posible. Lo importante es asimilar lo que el texto tiene de fuerza, lo que tiene de alado y danzarín, y ponerse enseguida a caminar: no permitir ningún alimento “en el cual no celebren una fiesta también los músculos”.[28]

El prólogo de Ecce Homo, como el prefacio de Sobre el porvenir de nuestras escuelas, presenta el libro, establece las condiciones ideales de su lectura, y termina invitando al lector a saber salir del texto: en Sobre el porvenir de nuestras escuelas, esa invitación se formula con el imperativo de destruir el libro y hacerlo olvidar; en el contexto de las consideraciones bibliodietéticas de Ecce Homo se utiliza la imagen de la “jovialidad del bajo vientre”; y al final del prólogo de Ecce Homo Nietzsche reformula la invitación a saber dejar el texto utilizando una autocita de “su” Zaratustra. Es muy importante tener en cuenta que Nietzsche no habla de Así habló Zaratustra como quien habla de un libro, sino como quien habla de una persona[29] o, mejor aún, como quien habla de un hijo: Zaratustra es “su” Zaratustra, su hijo bien amado, el resultado de una gestación de dieciocho meses en un momento en que moraba dentro de él “el pathos afirmativo por excelencia”,[30] una voz que habla por sí misma, la encarnación de un tipo humano con entidad propia que se caracteriza fisiológicamente por su “gran salud”,[31] alguien que “es” distinto y que habla de manera distinta y en nombre propio, “el regalo más grande” que Nietzsche ha hecho a la humanidad.[32] Por eso, porque Zaratustra es un “tipo” y una “voz”, la relación con él no se plantea como la relación de unos lectores con un libro, sino como la relación de los discípulos con un maestro, con un nuevo tipo de maestro. Y es también por eso por lo que, para hablar de la lectura, Nietzsche no habla como el autor de un libro dirigiéndose a sus hipotéticos lectores, sino que da entrada a su propia criatura, al mismo Zaratustra, en el momento en que pronuncia su última palabra, precisamente cuando aleja a sus discípulos pidiéndoles que se separen de él: “¡Ahora yo me voy solo, discípulos míos! ¡También vosotros os vais ahora solos! Así lo quiero yo. En verdad, este es mi consejo: ¡Alejaos de mí y guardaos de Zaratustra! Y aún mejor: ¡avergonzaos de él! Tal vez os ha engañado. El hombre del conocimiento no sólo tiene que saber amar a sus enemigos, tiene también que saber odiar a sus amigos. Se recompensa mal a un maestro si se permanece siempre discípulo. ¿Y por qué no vais a deshojar vosotros mi corona? Vosotros me veneráis: pero ¿qué ocurrirá si un día vuestra veneración se derrumba? ¡Cuidad de que no os aplaste una estatua! ¿Decís que creéis en Zaratustra? ¡Mas qué importa Zaratustra! Vosotros sois mis creyentes, mas ¡qué importan todos los creyentes! No os habíais buscado aún a vosotros: entonces me encontrasteis. Así hacen todos los creyentes: por eso vale tan poco toda fe. Ahora os ordeno que me perdáis a mí y que os encontréis a vosotros; y sólo cuando todos hayáis renegado de mí, volveré entre vosotros”.[33]

El mundo está lleno de libros-predicador que buscan demostrar verdades, imponer creencias, decirles a la gente qué camino deben seguir. Son libros que, pretendiendo decir la verdad, engañan al lector. Y el engaño consiste en que, aparentando dar algo, la verdad de la que son portadores, lo que hacen es tomar algo: el espíritu mismo del lector al que convierten en devoto. A los libros-predicador les corresponden los lectores-creyente. Esos lectores permanecen ligados a sus libros, les son fieles, les veneran, les siguen. Son lectores que buscan en los libros algún tipo de verdad y que, cuando creen haberla encontrado, permanecen atados a ellos. Pero los lectores que pide Nietsche, como los discípulos de Zaratustra, no deben buscar la verdad sino buscarse a sí mismos. Por eso tienen que saber tomar los libros como instrumentos mediadores y prescindibles que les conducen a lo más alto de ellos mismos, a lo que ellos son. Los libros que cuentan son los que, como Zaratustra, saben alejar a sus lectores invitándoles a guardarse de permanecer fijados en ellos, incitándoles incluso a traicionarles. Los libros que cuentan son “amigos” que incitan al lector a que les odie. Zaratustra dice que “en el propio amigo debemos tener nuestro mejor enemigo”[34] puesto que sólo el amigo-enemigo permite la lucha entre uno y uno mismo. Los libros que cuentan dan sin tomar nada a cambio porque a cada uno le hacen el don de sí mismo. Por otra parte, los lectores que cuentan son los que no se atan a los libros, los que no permanecen siempre lectores, los que saben dejar de ser discípulos, los que no quieren continuar siendo creyentes, los que saben dejar los libros y continuar solos, los que siguen su propio pathos, su propio camino. Sólo ellos poseen el supremo arte de la lectura.

Enseñar a leer en dirección a lo desconocido

La escritura de Nietzsche se propone explícitamente funcionar como un mecanismo de inclusión y de exclusión de sus posibles lectores. Las condiciones que establece para franquear el acceso a sus libros son enormemente severas. Y es que Nietzsche sabe muy bien que no sólo se escribe para ser comprendido, sino también para no serlo, y sabe que no hay que intentar ser comprendido por cualquiera; sabe también lo difícil que es encontrar lectores que estén a su altura y lo abundantes que son los lectores de orejas de asno, de manos rudas, de miradas miopes, de maneras apresuradas. Como Cristo después de la parábola, Nietzsche se interrumpe y dice para sí mismo: “los que tengan ojos para ver que vean, los que tengan oídos para oír que oigan”,[35] y duda, y nos hace dudar, de nuestros ojos y de nuestros oídos. Sabe que sus “verdaderos lectores”, sus “lectores predestinados”, quizá todavía no existen porque son hombres todavía ficticios, el anuncio y la prefiguración de los hombres del futuro. Por eso Zaratustra ha sido escrito “para todos y para nadie”,[36] El Anticristo pertenece a los menos y “tal vez no haya nacido ninguno de ellos”,[37] y el Ecce Homo, el último libro, afirma dolorosa y orgullosamente: “non legor, non legar (no soy leído, no seré leído)”.[38]

Puesto que necesita producir a sus propios lectores, Nietzsche se presenta a sí mismo como un maestro en el arte de la lectura. Y sabe que enseñar a leer de otra manera es educar al hombre por venir, al hombre del porvenir. Pero enseñar el arte de la lectura no es transmitir un método, un camino a seguir, un conjunto de reglas prácticas más o menos generales y obligatorias para todos. Aprender a leer no es llegar a leer como lee Nietzsche, ni siquiera leer a Nietzsche del modo como Nietzsche, ayuno de lectores, se lee constantemente a sí mismo. No se puede imponer un canon a la lectura, como no se puede imponer un estilo a la escritura, o como es inútil en el campo moral legislar universalmente. No hay una “lectura en sí”, como tampoco hay un “estilo en sí” o una “moral en sí”. La enseñanza de Nietzsche evita la imposición en todas sus formas. La tarea de formar un lector es multiplicar sus perspectivas, abrir sus orejas, afinar su olfato, educar su gusto, sensibilizar su tacto, darle tiempo, formar un carácter libre e intrépido… y hacer de la lectura una aventura. Lo esencial no es tener un método para leer bien, sino saber leer, es decir, saber reír, saber danzar y saber jugar, saber internarse jovialmente por territorios inexplorados, saber producir sentidos nuevos y múltiples. Lo único que puede hacer un maestro de lectura es mostrar que la lectura es un arte libre e infinito que requiere inocencia, sensibilidad, coraje y quizá un poco de mala leche. Lo demás ya lo decidirá el discípulo siguiendo su propio temperamento, su propio estilo, su propia curiosidad, sus propias fuerzas, su propio camino… y el albur de sus propios encuentros. Todos los libros están aún por leerse y sus lecturas posibles son múltiples e infinitas; el mundo está por leerse de otras maneras; nosotros mismos aún no hemos sido leídos. Enseñar a leer en dirección a lo desconocido.

Mundus est fabula

La cuestión de cómo leer a Nietzsche atraviesa obsesivamente la escritura de Nietzsche. Y también la cuestión de cómo leer en general: no sólo los libros, sino también el mundo y el hombre mismo. ¿No son el mundo y el hombre textos?[39] El mundo es doblemente infinito puesto que a su infinitud material se añade la infinitud de interpretaciones de las que es susceptible;[40] y el hombre se hace capaz de verse a sí mismo sólo cuando los artistas le enseñan a mirarse a distancia y a lo lejos, cuando lo ponen delante de sí mismo convertido en una superficie legible, en un texto que hay que aprender a leer, a interpretar.[41] Ni el mundo ni el hombre son susceptibles de una exégesis definitiva, no pueden ser leídos de una vez por todas, su sentido es inagotable, su misterio infinito. Y quizá a ese infinito se le pueda llamar interpretación, lectura. Blanchot lo dice articulando tres palabras: “el mundo: lo infinito del interpretar —o también, interpretar lo infinito: el mundo”.[42]

En La Genealogía de la moral, Nietzsche presume de ser el primero en haber leído de otra manera “toda la larga y difícilmente descifrable escritura jeroglífica del pasado de la humanidad”.[43] La moral, dice Nietzsche, es una semiótica y una sintomatología, un lenguaje cifrado, un texto difícil y engañoso que hay que aprender a leer evitando caer en sus trampas, evitando una lectura al pie de la letra que tome por hechos o por realidades definitivas lo que no son sino interpretaciones propias de culturas y de tendencias vitales diversas: “la moral misma es únicamente una interpretación de ciertos fenómenos (…), una interpretación equivocada. (…). El juicio moral no ha de ser tomado nunca a la letra (…). Pero en cuanto semiótica no deja de ser inestimable: revela, al menos para el entendido, (…) culturas e interioridades que no sabían lo bastante para “entenderse” a sí mismas. La moral es meramente un hablar por signos, meramente una sintomatología”.[44] Si el texto de la moral, ese texto inscrito en nuestro propio cuerpo y cuyo origen podemos leer en el pasado de la humanidad, si ese texto es ya una interpretación, se trata ahora de atreverse a leerlo de otra manera, de forzarle a mostrar un sentido distinto.

Y leer de otra manera es viajar de otro modo: “se trata de recorrer con preguntas totalmente nuevas y, por así decirlo, con nuevos ojos, el inmenso, lejano y tan recóndito país de la moral”. Y enseguida añade: “¿y no viene esto a significar casi lo mismo que descubrir por primera vez tal país?”.[45] Porque Nietzsche ha interrogado de otro modo al texto de la moral, porque lo ha recorrido con ojos diferentes, por eso lo ha podido leer de otro modo. Porque leer, como viajar, es ver. Un texto, como un recorrido, da a ver, produce visibilidades. Pero lo que vemos en el texto (y en el viaje) depende de los ojos con que lo vemos. Cuando uno recorre con ojos nuevos un trazado ya conocido, lo que ve parece nuevo, desconocido. Y leer, también como viajar, es preguntar, hacerle al texto la pregunta justa, aquella que le obligue a desvelar su sentido. Unos ojos nuevos y unas preguntas nuevas convierten el mundo (el libro) en desconocido. Por eso Nietzsche puede presentarse como el primer lector, como el descubridor de un mundo nuevo. ¿No es él también el primero que ha leído a Sócrates? ¿el primero que ha leído el cristianismo? ¿el primero que les ha hecho las preguntas justas? ¿el primero que los ha visto con ojos precisos? ¿el que los ha descubierto por primera vez, porque ha tenido ojos nuevos y preguntas nuevas, como paisajes aún no pisados, como textos aún no leídos?

El mundo nietzscheano no es ni real ni aparente. Al eliminar, primero por desconocido y luego por superfluo, el mundo verdadero “hemos eliminado también el aparente”.[46] El mundo nietzscheano es un conjunto de signos o de síntomas susceptibles de múltiples sentidos. En palabras de Deleuze: “a la dualidad metafísica de la apariencia y de la esencia (…) Nietsche opone la correlación de fenómeno y sentido”.[47] Y siempre hay una pluralidad de sentidos. Siempre hay un texto ya escrito y ya leído que hay que aprender a leer de otro modo. Una y otra vez, infinitamente, porque no hay una lectura última y definitiva que dé el sentido verdadero: “detrás de cada caverna, una caverna más profunda todavía —un mundo más amplio, más extraño, más rico, situado más allá de la superficie, un abismo detrás de cada fondo, detrás de cada fundamentación. (…) Toda filosofía esconde también una filosofía; toda opinión es también un escondite, toda palabra, también una máscara”.[48] Siempre hay otras lecturas posibles, perspectivas nuevas. Y el arte de la lectura no consiste en reconstituir el sentido verdadero de la moral, de la antigüedad, del hombre o del mundo puesto que todo eso son ya interpretaciones. No hay mas que textos susceptibles de lecturas infinitas. Porque todo texto, como el mundo, como el hombre mismo es fluido, es un devenir que nunca se aproxima al ser, pues no hay ser, un movimiento que nunca se aproxima a la verdad, pues no hay verdad. El mundo es una fábula, sus sentidos infinitos, la lectura un arte. Comienza la aventura.

El cuerpo del lector

Se lee con los ojos, pero también con el olfato y con el gusto, con el oído y con el tacto, con el vientre, incluso con la ayuda de martillos y bisturíes. El lector al que Nietzsche aspira lee con todo el cuerpo y no sólo con las partes “altas” privilegiadas por la jerarquía de los sentidos impuesta por la tradición metafísica: los ojos y la mente, el espíritu en suma. Nietzsche dibuja el cuerpo entero del lector haciendo que en su descripción de la lectura intervenga un amplísimo registro sensorial.

El texto, desde luego, da a ver, comunica una visión, enseña a ver las cosas de cierta manera, transmite perspectivas, muestra la realidad desde cierto punto de vista, desde cierta distancia, enfatiza ciertos perfiles y difumina otros, distribuye colores.[49] Leer bien es saber ver todo lo que el texto muestra y también adivinar lo que la literalidad del texto no muestra, es decir, la fuerza que expresa. Pero también es saber distinguir el valor de las distintas ópticas textuales: rechazar los puntos de vista mediocres que nos dan a ver una realidad plana y sin perfiles; las perspectivas dogmáticas que nos dan la realidad completamente esclarecida, sin contradicción y sin misterio; las visiones supuestamente desinteresadas que nos dan una realidad sin pasión, sin orientación. Leer bien es mirar activamente, mirar con ojos múltiples e interesados, saber utilizar “la diversidad de las perspectivas y de las interpretaciones nacidas de los afectos”. Porque “cuanto mayor sea el número de afectos a los que permitamos decir su palabra sobre una cosa, cuanto mayor sea el número de ojos, de ojos distintos que sepamos emplear para ver una misma cosa, tanto más completo será nuestro ‘concepto’ de ella, tanto más completa será nuestra ‘objetividad’”.[50] El error es tomar como la mejor mirada, como la mirada más pura y más desinteresada, más objetiva, aquella que es la más mediocre, la más unilateral y la más dogmática. La objetividad, dice Nietzsche, no se consigue buscando un único punto de vista, sino que se aprende multiplicando las perspectivas, aumentando el número de ojos, utilizando formas afectivas de mirar, dándole a la visión un mayor pluralidad, una mayor amplitud, una pasión más fuerte. Y también un sentido de la distancia, de la calma, de la lentitud. Nietzsche afirma que una de las tareas más importantes para las que se necesitan educadores es para aprender a ver: “Aprender a ver —habituar el ojo a la calma, a la paciencia, a dejar-que-las-cosas-se-nos-acerquen; aprender a aplazar el juicio, a rodear y a abarcar el caso particular desde todos los lados (…) Aprender a ver, tal como yo entiendo esto, es ya casi lo que el modo afilosófico de hablar denomina voluntad fuerte: lo esencial en esto es, precisamente, el poder no “querer”, el poder diferir la decisión”.[51]

Pero también hay que saber oler las palabras, ser capaces de captar sus aromas más volátiles y más dispersos,[52] saber distinguir el tipo de olor que las impregna: el olor a incienso,[53] el olor a cuartel, el olor a colegio. El mismo Nietzsche relaciona su propia condición de filólogo con una hipersensibilidad olfativa y un extremado sentido de la limpieza que le hacen percibir inmediatamente los malos olores de las entrañas de un alma o de un libro aunque se oculten bajo una superficie bien educada e impoluta.[54] Hay que saber percibir la calidad y la limpieza aire que emana de los libros, rechazar los libros de atmósfera cerrada y con olor a rancio, aclimatarse a las palabras que traen el aire rudo, seco, ligero, libre y frío de las alturas.[55]

Hay que tener “orejas pequeñas” para oír músicas inauditas y captar las armonías más delicadas y, mejor aún, hay que saber usar, como Ariadna, la “tercera oreja” de los discípulos de Dionisos, aquella que recibía la revelación.[56] Hay que saber captar el timbre con el que un libro habla porque “cada espíritu tiene su sonido”: hay libros que hablan bajo y libros que hablan alto, libros de tono grave y de tono agudo[57] y quizá, podríamos añadir, libros que suenan secos y sincopados como órdenes militares, melifluos y amenazadores como prédicas religiosas, confusos y mentirosos como mítines políticos, falsos y huecos como chácharas publicitarias.

Hay que leer con dedos delicados[58] aunque a veces hay que saber leer con los puños,[59] Y no hay que ahorrar a los libros la crueldad de la mesa de disección, el contacto con el cuchillo,[60] con las pinzas y los escalpelos.[61] A veces, “hay que hacer preguntas con el martillo”.[62]

El arte de la lectura está también íntimamente relacionado con el sentido del gusto y con la salud de la digestión. Leer bien es comer bien: saber escoger los libros que se avienen a la propia naturaleza y rechazar los otros, leer libros variados, leer con placer y con frugalidad, asimilar lo esencial y olvidar el resto, tomar la lectura como algo que aumenta la propia fuerza (y evitar lo que la debilita), dedicarle el tiempo justo (y no convertirla en la actividad esencial). Por eso enseñar a leer bien es en primer lugar educar el sentido del gusto. Educar el sentido del gusto es formar un criterio de elección lo suficientemente delicado como para aceptar lo que es bueno y rechazar el resto: el buen lector es el que tiene el gusto no corrompido, el que siente asco ante ciertas lecturas, el que las rechaza físicamente, el que no puede soportarlas. El objetivo fundamental de la enseñanza de la lengua y de la iniciación a la cultura es formar un tipo de sensibilidad que sienta desagrado físico ante la “elegancia estilística” de los malos literatos.[63] Por eso el buen lector tiene el gusto lo suficientemente afinado como para distinguir verdaderas y falsas “elegancias estilísticas”.

La educación del sentido del gusto expresa también lo que en Ecce Homo se llama el “instinto de autodefensa”, es decir, el no permitir que se nos acerquen aquellas cosas a las que tendríamos que decir no. El instinto de autodefensa consiste en “separarse, alejarse de aquello a lo cual habría necesidad de decir no una y otra vez”.[64] La debilidad de semejante instinto nos obliga a derrochar el tiempo y la energía en finalidades negativas y reactivas, nos obliga a convertirnos en erizos, “pero tener púas es una dilapidación, incluso un lujo doble cuando somos dueños de no tener púas, sino manos abiertas”.[65] El excesivo trato con los libros encarnado en la figura del docto es la imagen que Nietzsche propone como ejemplo de los efectos perversos del reblandecimiento del instinto de autodefensa. El docto que lo lee todo, que “no hace ya otra cosa que revolver libros —el filólogo corriente, unos doscientos al día-, acaba por perder íntegra y totalmente la capacidad de pensar por cuenta propia. Si no revuelve libros no piensa. Responde a un estímulo (un pensamiento leído) cuando piensa, —al final lo único que hace es reaccionar. El docto dedica toda su fuerza a decir sí y no, a la crítica de cosas ya pensadas, —él mismo ya no piensa… El instinto de autodefensa se ha reblandecido en él; en caso contrario se defendería contra los libros”.[66]

El sentido del gusto interviene también en el modo como escogemos y como leemos los libros con los que sí tenemos una afinidad tipológica, aquellos a los que permitimos que se aproximen a nosotros. Nietzsche desarrolla este punto en una serie de epígrafes de Ecce Homo en los que se habla de “la elección de la especie propia de recrearse”.[67] Pero la recreación no debe entenderse aquí como un ocio orientado a un placer sin consecuencias, ni siquiera como la recompensa que uno se da después del trabajo. La recreación tiene una relación indirecta con la seriedad de la propia tarea aunque supone, eso sí, una cierta liberación de esa seriedad y una suerte de alejamiento de lo propio para tomar un contacto con lo extraño. La lectura, como parte de las recreaciones, forma parte para Nietzsche “de aquello que me libera a mí de mí, que me permite ir a pasear por ciencias y almas extrañas, cosa que yo no tomo ya en serio. La lectura me recrea precisamente de mi seriedad”.[68] La lectura, como para Montaigne, es una especie de vagabundeo alegre y despreocupado fuera de casa, por lugares y personas extrañas. De todos modos, y en tanto que orientado a la revitalización de las fuerzas y a la regeneración de su potencia creativa, éste es un terreno en el que no se pueden cometer errores y en el que “los límites de lo permitido, de lo útil a un espíritu que sea sui generis (peculiar, original) son estrechos, cada vez más estrechos”.[69]

La primera regla de un gusto educado es prohibirse toda lectura durante los períodos de creación que exigen un profundo trabajo y una máxima concentración. La razón es que durante estas épocas, que Nietzsche compara fisiológicamente a las épocas de gestación, el espíritu está extremadamente sensibilizado, como si el trabajo le hiciera a la vez más tenso y más frágil, más ensimismado y más vulnerable. En ese estado los estímulos exteriores “influyen de un modo demasiado vehemente, ‘golpean’ con demasiada profundidad”.[70] Y eso tanto los libros que habría que mantener a distancia utilizando el instinto de autodefensa, como los libros que, por su afinidad tipológica, podrían influir excesivamente. La fecundidad requiere aislamiento y soledad y la atmósfera más propicia al pensamiento es la dureza del desierto o de las altas montañas.[71] El sentido del gusto, que es en definitiva el instinto que establece el criterio de lo que puede mezclarse con nosotros, no puede equivocarse en esto a riesgo de hacer que el espíritu pierda la originalidad y la distinción, el sentido de la distancia propia.

Después de la abstinencia exigida por la gestación, el contacto con los libros es posible y deseable: “¡Acercaos, libros agradables, ingeniosos, inteligentes!”.[72] Es ahora el tiempo en que se impone una selección de los libros que no es esencialmente distinta de la selección de los amores: cada naturaleza debe seguir su propia inclinación y su instinto sobre lo que le es más conveniente. Nietzsche presume de no leer en exceso, ni en cantidad ni en variedad (como presume también de no amar en exceso) e, incluso, de defenderse contra la novedad: “cautela, incluso hostilidad contra libros nuevos forman parte de mi instinto, antes que ‘tolerancia’, largeur de coeur (amplitud de corazón) y cualquier otro ‘amor al prójimo’”.[73] Sólo hay que permitir que se acerquen los libros tipológicamente afines, los que han demostrado estar hechos para nosotros, y eso sin excesos, sin renegar de un gusto altamente selectivo y aristocrático. Siempre los mismos libros, en pequeño número y, desde luego, nada de los libros de moda, de los libros de éxito, de los libros “comunes” puestos a la disposición de todos en las “salas comunes” de lectura. Los libros, como los amores, deben ser pocos, raros y excepcionales, nunca compartidos con demasiada gente. Nada de promiscuidad indiferente ni de caridad cristiana: ¡un gusto bien educado!

El lector capaz de danzar

“Lo primero que miro para juzgar el valor de un libro (…) es si anda, o mejor todavía, si danza”.[74] Los libros de los especialistas no pueden danzar, ni siquiera pueden andar despreocupadamente o saltar al aire libre, y desde luego no pueden trepar montañas y llegar hasta esa altura donde los caminos se hacen problemáticos y el aire difícil de respirar. Su escritura indica algo pesado y oprimido que oprime y aplasta al lector: un vientre hundido y un cuerpo inclinado, un alma que se encorva; una habitación pequeña y falta de ventilación, de atmósfera cargada, de techo bajo; formalidad y malhumor, movimientos cansinos, falta de libertad… y “se ve su joroba, pues todo especialista tiene joroba”.[75] Prisionero del punto de vista único que domina y que le domina, esclavo de los caminos trillados que conoce al dedillo pero que le imponen su recorrido. Porque dominar una ciencia es estar dominado por ella: vivir bajo su cobijo seguro, pero demasiado estrecho y ya enrarecido; mirar con sus gafas de eficacia probada, pero limitadas y siempre inmóviles; avanzar lenta y pesadamente con su paso firme y sus métodos carentes de dificultad hacia objetivos modestos y previstos de antemano, pero por caminos que no permiten salirse de su trazado ni aspirar a metas inciertas y aún desconocidas.

Pero tampoco danzan ni hacen danzar los libros “hábiles y flexibles” de los literatos. A no ser que confundamos con una danza esos gestos que hacen “al doblar el espinazo (…) como mancebos del almacén del ingenio y representantes de la cultura”.[76] Los literatos se mueven con mayor ligereza, pero sus movimientos están llenos de las reverencias de quienes buscan el aplauso halagando al lector, de los pasitos ingeniosos de quienes se creen inteligentes y divertidos, de las tretas teatrales de quienes quieren gustar y pretende entretener, de las maneras afectadas y serviles de quienes pretenden triunfar en sociedad, del ajetreo de quienes se afanan para satisfacer, cobrando por ello, las “necesidades de cultura” de la época, de los gestos solemnes y ceremoniosos de quienes creen representar la cultura, de la mímica inquieta y asustadiza, atravesada de mala conciencia, de quien teme que se revele el vacío de cultura que hay bajo los oropeles de la representación de la cultura.

Los especialistas y los literatos descritos en el parágrafo 366 de La gaya ciencia como consumidores y productores de libros que no hacen danzar se corresponden con los eruditos y los periodistas contra los que se dirigen las andanadas de Nietzsche en Sobre el porvenir de nuestras escuelas. Allí Nietzsche denuncia el casi inevitable doble juego de la educación en las disciplinas de las así llamadas humanidades, de aquellas que consisten, justamente, en dar a leer y en enseñar a leer, en iniciar a la gente a la cultura: el juego de la erudición o el juego del periodismo.

El erudito representa el enanismo intelectual, el ir de aquí para allá consultando libros pero sin conseguir nunca “recibir una impresión insólita o tener un pensamiento decente”,[77] el hablar de los libros pero sin saber escuchar lo que tienen que decir. Representa también los efectos de la división del trabajo en las ciencias y la proletarización intelectual y, “es semejante al obrero de fábrica, que durante toda su vida no hace otra cosa que determinado tornillo y determinado mango, para determinado utensilio o determinada máquina, en lo que indudablemente llegará a tener increíble maestría”.[78] El erudito no necesita talento ni verdadera cultura, ni siquiera requiere un gusto educado y una sensibilidad afinada, y le basta la seguridad de unos métodos comúnmente aceptados y el cobijo de un terreno de especialización estrecho. Y produce en el mejor de los casos otros eruditos: “otros pequeños estudiosos de sánscrito, u otros brillantes diablillos en busca de etimologías, u otros desenfrenados inventores de conjeturas, sin que, a pesar de todo, ninguno de ellos esté en condiciones de leer por placer, como hacemos nosotros los viejos, su Platón o su Tácito”.[79]

El periodista por su parte representa la pseudocultura, el apresuramiento, la indisciplina intelectual, la superficialidad, la inmadurez, el espíritu plebeyo de la divulgación. El periodista es el que opina sobre todo y sobre todos, el que habla de cualquier cosa, el que tiene opiniones propias, pero nada más que opiniones, el que se instala “en ese viscoso tejido conjuntivo que establece las articulaciones entre todas las formas de vida, todas las clases, todas las artes, todas las ciencias, y que es sólido y resistente como suele serlo precisamente el papel de periódico”.[80] El periodista es el que se subordina a las leyes de la moda, a las demandas del mercado, al gusto de la opinión común. Y produce afectación, autosatisfacción y opinionitis, y la ilusión vanidosa de tener una personalidad libre y un pensamiento propio y original.

Entre la especialización cientifista y el periodismo, los institutos de humanidades, dice Nietzsche, son lugares en que se siembra “esa erudición que se podría comparar con la hinchazón hipertrófica de un cuerpo no sano. Los institutos son los lugares donde se transplanta esa obesidad erudita, cuando no han degenerado hasta el punto de convertirse en las palestras de esa elegante barbarie que hoy suele pavonearse con el nombre de ‘cultura alemana de la época actual’”.[81] En lugar de capacidad de danzar, obesidad y amaneramiento.

Danzar y hacer danzar es una cualidad de la escritura aforística. En primer lugar, por su brevedad y por su jovialidad. Pero la brevedad del aforismo no es del tipo de la brevedad superficial y vacía de contenido, meramente ingeniosa, que seduce a los espíritus ligeros que quieren danzar demasiado rápidamente; del mismo modo que su alegría no es del tipo de la que buscan los que quieren reír enseguida. La danza es siempre la recompensa de una larga preparación: su jovialidad es el resultado de un esfuerzo serio, ascético y laborioso;[82] su ligereza es producto del raro arte de rumiar: “un aforismo, si está bien acuñado y fundido, no queda ya “descifrado” por el hecho de leerlo; antes bien, entonces es cuando debe comenzar su interpretación, y para realizarla se necesita un arte de la interpretación. (…) Desde luego, para practicar este modo de lectura como arte se necesita ante todo una cosa que es precisamente hoy en día la más olvidada (…), una cosa para la cual se ha de ser casi vaca y, en todo caso, no “hombre moderno”: el rumiar…”.[83] El aforismo expulsa al periodista y al literato, a los temperamentos ligeros que quieren ir muy deprisa, a los que sólo son capaces de una gesticulación vacía y apresurada, a los que no pueden tomarse en serio su jovialidad ni rumiar lentamente su instantaneidad. Y expulsa también al especialista que, con espíritu pesado y serio, sólo busca algún contenido doctrinal del que apropiarse, alguna verdad que añadir a las que ya posee, alguna cosa más de cuyo conocimiento poder jactarse.

El aforismo no ofrece contenidos, no da verdades, no proporciona conocimientos. La escritura que danza y que hace danzar se comporta con los problemas de un modo tonificante “como con un baño frío: entrar y salir”,[84] porque el frío da rapidez y tensa los músculos mientras que el agua caliente adormece y relaja, produce flaccidez y movimientos lentos, falta de reflejos. El aforismo “hiere a fondo” y “encanta a fondo” al lector atento,[85] se relaciona inmediata e intuitivamente con sus vivencias, con su temperamento, permite tantas lecturas como lectores, evita la dogmática de la obra entendida como una totalidad cerrada que tiene un único sentido, pone en cuestión la idea misma de autor como dueño de su significación, suscita la multiplicidad y la renovación constante de las interpretaciones, mueve al lector hacia sí mismo. El aforismo “es la forma del pensamiento pluralista”,[86] del que desencadena lecturas y sentidos nuevos a través de solicitaciones instantáneas y múltiples. Y el aforismo, con su frugalidad, con su falta de grasa y de amaneramiento, es justamente el tipo de alimento espiritual que necesita el lector que sabe danzar:“no hay fórmula capaz de determinar la cantidad de alimentos que necesita una inteligencia; si por sus aficiones se inclina a una independencia, a una llegada repentina, a una partida rápida, a los viajes, acaso a las aventuras, para las cuales solo tienen aptitud los más veloces, preferirá sustentarse con frugal alimento a vivir harta y sujeta. Lo que el buen bailarín pide a su alimentación no es grasa, sino una gran agilidad y un gran vigor, y nada puede apetecer mejor el ingenio de un filósofo que ser un buen bailarín. La danza es su ideal, su arte particular, y por último, su única piedad, su ‘culto’”.[87]

Lo que hace falta es un lenguaje ágil y en movimiento, para un lector ágil y en movimiento, de pies ligeros. Enseñar a pensar es enseñar a bailar. Y enseñar a pensar ¿no es en definitiva enseñar a leer y a escribir, a escuchar y a a hablar? ¿no es enseñar a bailar con la voz y con la pluma, con los oídos y con los ojos?:”… para pensar se requiere una técnica, un plan de enseñanza, una voluntad de maestría, —que el pensar ha de ser aprendido como ha de ser aprendido el bailar, como una especie de baile… ¡Quién conoce ya por experiencia, entre los alemanes, ese sutil estremecimiento que los pies ligeros en lo espiritual transfunden a todos los músculos! (…). No se puede descontar, en efecto, de la educación aristocrática el bailar en todas sus formas, el saber bailar con los pies, con los conceptos, con las palabras; ¿he de decir todavía que también hay que saber bailar con la pluma, —que hay que aprender a escribir?”[88]

Nitimur in vetitum[89]

Para leer bien hay que tener afinados todos los sentidos, hay que poner todo lo que uno es y hay que haber aprendido a danzar. Pero hace falta también un cierto temperamento, un cierto temple vital. Nietzsche dibuja a veces el carácter del buen lector y, cuando lo hace, le sale una especie de héroe aunque, eso sí, sin poder y sin gloria, porque sabe que el poder hace estúpido y el aplauso de las masas le es indiferente. En Ecce Homo destaca su valentía, su autoexigencia, su curiosidad, su ductilidad y su astucia, cualidades todas ellas del aventurero y del explorador de territorios desconocidos, del que rechaza los caminos seguros y conocidos y se atreve a internarse por lugares donde ningún sendero está trazado. El lector retratado en Ecce Homo se parece a Ulises. Y para definirlo, Nietzsche utiliza palabras de Zaratustra: “a vosotros, los audaces buscadores e indagadores, y a quien quiera que alguna vez se haya lanzado con astutas velas a mares terribles; a vosotros los ebrios de enigmas, que gozáis con la luz del crepúsculo, cuyas almas son atraídas con flautas a todos los abismos laberínticos; pues no queréis, con mano cobarde, seguir a tientas un hilo y que, allí donde podéis adivinar, odiáis el deducir…”.[90] Y también se parece a un héroe aventurero el lector retratado en el prólogo a El Anticristo “Hay que ser honesto hasta la dureza (…). Hay que estar entrenado en vivir sobre las montañas —en ver por debajo de sí la miserable charlatanería actual (…). Hay que haberse vuelto indiferente, hay que no preguntar jamás si la verdad es útil, si se convierte en una fatalidad para alguien… Una predilección de la fuerza por problemas para los que hoy nadie tiene valor; el valor de lo prohibido; la predestinación al laberinto. Una experiencia hecha de siete soledades. Oídos nuevos para una música nueva. Ojos nuevos para lo más lejano. Una conciencia nueva para verdades que hasta ahora han permanecido mudas. Y la voluntad de economía de gran estilo: guardar junta la fuerza propia, el entusiasmo propio… El respeto a sí mismo; el amor a sí mismo; la libertad incondicional frente a sí mismo”.[91]

El lector moderno, parece decir Nietzsche, es un hombre del rebaño: sus búsquedas carecen de audacia puesto que sólo se propone objetivos pequeños, limitados y conocidos de antemano; sus métodos son caminos seguros y bien delimitados, y no conoce el infinito del mar donde ningún camino está trazado; en lugar de la astucia, sus cualidades son la constancia y la buena voluntad; no conoce la embriaguez y se conforma con el trabajo esforzado y con los placeres sensatos; ignora los enigmas porque sólo sabe plantearse preguntas a las que se pueda anticipar la respuesta; no se deja seducir ni desviar de su camino; huye de los laberintos porque le gustan los itinerarios rectos y, en todo caso, si alguna vez cae en un laberinto, no lo explora sino que busca una salida; sigue los hilos que otros le tienden y se ata a ellos; sólo acepta el camino seguro de la deducción y la mirada superficial de lo explícito; es indolente y poco exigente consigo mismo; tiene un cierto espíritu gregario y se siente seguro y arropado al pertenecer a escuelas, tendencias y grupos; sólo busca lo útil y no se arriesga; se mueve siempre en los límites de lo convencional y lo permitido; sólo sabe oír lo que ya se ha dicho, ver lo que ya se ha visto y pensar lo que ya se ha pensado. El lector moderno es pequeño, metódico, gregario, pragmático y trabajador; sólo es capaz de seguir los hábitos establecidos y las reglas comunes; sólo lee lo que ya ha sido leído.

Cómo se llega a ser lo que se es

La escritura de Nietzsche crea un maestro de lectura o, lo que es lo mismo, un maestro de danza, un incitador a la aventura, un educador del hombre por venir. Como “el genio del corazón”, el maestro de lectura es un seductor, un tentador, un “cazarratas nato de las conciencias”. Sus virtudes: hacer enmudecer a lo que es ruidoso, enseñar a escuchar a lo que se complace en sí mismo, dar nuevos deseos a las almas rudas, enseñar la delicadeza a las manos torpes y la duda a las manos apresuradas. Enseña por tanto el silencio de la lectura, la atención y la humildad de la lectura, la pasión de la lectura, la delicadeza y la lentitud de la lectura, la apertura de la lectura. El maestro de lectura es el inciador a los secretos de aquella actividad “de cuyo contacto todo el mundo sale más rico, no agraciado y sorprendido, no beneficiado y oprimido como por un bien ajeno, sino más rico de sí mismo, más nuevo que antes, removido, oreado y sonsacado por un viento tibio, tal vez más inseguro, más delicado, más frágil, más quebradizo, pero lleno de esperanzas que aún no tienen nombre, lleno de nueva voluntad y nuevo fluir, lleno de nueva contravoluntad y nuevo refluir…”.[92] El maestro de lectura parece ser una encarnación de Sócrates. Pero no del Sócrates moralista y antiartista, sino del Sócrates musical adivinado ya en las secciones 14 y 15 de El nacimiento de la tragedia. Como Sócrates, el genio del corazón es un seductor que dice no poseer nada, no tener nada que dar, no saber nada. El maestro de lectura no ofrece una fe nueva, sino una exigencia nueva; no una verdad de la que bastaría con apropiarse, sino una tensión, una voluntad, un nuevo deseo. Al maestro de lectura no le vale la generosidad engañosa e interesada de aquellos libros que dan algo (una fe, una verdad, un saber) pero para oprimir con aquello que dan, para convertir a los lectores en discípulos o en creyentes. Tampoco le valen los lectores dogmáticos y poco arriesgados que buscan en los libros el apoderarse de alguna verdad sobre el mundo o sobre sí mismos, de algún contenido, de alguna enseñanza. Lo que el maestro de lectura enseña es el arte de una actividad que no da nada, que no hace más que enriquecer a cada uno de sí mismo, desvelar lo que cada uno es y lo que tiene de mejor, elevar a cada uno a su propia altura, procurar en suma que cada uno llegue a ser el que es.

“¡Llega a ser el que eres!”. La frase, tomada de Píndaro, es el lema de la Tercera Intempestiva, aquella que tiene un contenido educativo más explícito, y aparece varias veces más en los escritos de Nietzsche. Si en Schopenhauer educador el dictum de Píndaro funciona como una apelación a no renunciar a lo que cada uno tiene de original y de distinto, de artístico en suma,[93] Zaratustra la utiliza en el interior de un discurso solitario sobre la naturaleza de su propio magisterio en el que lo sitúa, desplazándolo paródicamente, en relación a la definición evangélica de los apóstoles como pescadores de hombres.[94] El seductor-tentador, el genio del corazón como cazarratas nato de las conciencias, se transfigura aquí en un pescador “de los más raros peces humanos”.[95] El mundo de los hombres aparece como “un mar lleno de peces y cangrejos de todos los colores” en el que Zaratustra está a punto de hacerse pescador, utilizando el mejor de sus cebos, “hasta que, mordiendo mis azulados anzuelos escondidos, tengan que subir a mi altura los más multicolores gobios de los abismos, subir hacia el más maligno de todos los pescadores de hombres. Por eso soy yo de raíz y desde el comienzo, tirando, atrayendo, levantando, elevando, alguien que tira, que cría y que corrige, que no en vano se dijo a sí mismo en otro tiempo: ¡Llega a ser el que eres!”.[96] Si Zaratustra, como educador, atrae a los peces, no es para atar a los hombres a sí mismo, para invitarlos a seguirle, para convertirlos en discípulos, sino para elevarlos a su altura, es decir, a lo más alto de ellos mismos, a lo que hay en cada uno de ellos que es más alto que ellos. El maestro, a diferencia de los demagogos impacientes y bulliciosos, a diferencia de los reclutadores de hombres que siempre van en grupo, tiene el tiempo, la paciencia, la soledad y el silencio del pescador. Y no habla ni como Cristo ni como Sócrates, ni como un salvador del mundo que trae una nueva fe ni como un apóstol del bien, de la belleza y de la verdad que busca convertir la mirada de los hombres hacia las certezas luminosas de lo inteligible. El maestro tira y eleva, hace que cada uno se vuelva hacia sí mismo y vaya más allá de sí mismo, que cada uno llegue a ser el que es.

Wie man wird, was man ist (cómo se llega a ser el que se es). Sin duda la exégesis de esta frase en los distintos contextos en que aparece podría resumir la totalidad del pensamiento de Nietzsche.[97]

¡Llega a ser el que eres! Quizá el arte de la educación no sea otro que el arte de hacer que cada uno llegue hasta sí mismo, hasta su propia altura, hasta la mejor de sus posibilidades. Algo, desde luego, que no se puede hacer al modo técnico ni al modo masivo.[98] Algo que requiere adivinar y despertar, las dos cualidades del genio del corazón, del maestro que “adivina el tesoro oculto y olvidado, la gota de bondad y de dulce espiritualidad escondida bajo el hielo grueso y opaco y es una varita mágica para todo grano de oro que yació largo tiempo sepultado en la prisión del mucho cieno y arena”.[99] Algo para lo que no hay un método que valga para todos, porque el camino no existe. Si leer es como viajar, y si el proceso de la formación puede tomarse también como un viaje en el que cada uno deviene el que es, el maestro de lectura es un incitador al viaje. Pero a un viaje tortuoso y arriesgado, siempre singular, que cada uno debe trazar y recorrer por sí mismo. En palabras de su Zaratustra: “Por muchos caminos diferentes y de múltiples modos llegué yo a mi verdad; no por una única escala ascendí hasta la altura desde donde mis ojos recorren el mundo. Y nunca me ha gustado preguntar por caminos, —¡esto repugna siempre a mi gusto! Prefería preguntar y someter a prueba a los caminos mismos. Un ensayar y un preguntar fue todo mi caminar: —¡y, en verdad, también hay que aprender a responder a tal preguntar! Este —es mi gusto: —no un buen gusto, no un mal gusto, sino mi gusto, del cual ya no me avergüenzo ni lo oculto. “Este —mi camino, —¿dónde está el vuestro?”, así respondía yo a quienes me preguntaban “por el camino”. ¡El camino, en efecto, —no existe!”[100]

[14. Leer en dirección a lo desconocido]


[1] Aurora (Prólogo), Barcelona, Olañeta editor, 1981, p. 9.

[2] Sobre el porvenir de nuestras escuelas (Prefacio), Barcelona, Tusquets, 1977, p. 33.

[3] Ídem.

[4] Aurora (Prólogo), op. cit., p. 9.

[5] Sobre el porvenir de nuestras escuelas (Prefacio), op. cit., p. 33.

[6] Ídem.

[7] Sobre el porvenir de nuestras escuelas (Primera conferencia), op. cit., p. 52.

[8] La “psicología de las profundidades” es definida como una morfología y una teoría general de la voluntad de poder en Más allá del bien y del mal (§ 23), Madrid, Alianza, 1972, p. 45.

[9] G. Steiner lo dice con maestría: “Leer bien significa arriesgarse a mucho. Es dejar vulnerable nuestra identidad, nuestra posesión de nosotros mismos. En las primeras etapas de la epilepsia se presenta un sueño característico (Dostoievski habla de él). De alguna forma nos sentimos liberados de nuestro propio cuerpo; al mirar hacia atrás, nos vemos y sentimos un terror súbito, enloquecedor; otra presencia está introduciéndose en nuestra persona y no hay camino de vuelta. Al sentir tal terror la mente ansía un brusco despertar. Así debiera ser cuando tomamos en nuestras manos una gran obra de literatura o de filosofía, de imaginación o de doctrina. Puede llegar a poseernos tan completamente que, durante un lapso, nos tengamos miedo, nos reconozcamos imperfectamente. Quien haya leído La metamorfosis de Kafka y pueda mirarse impávido al espejo puede ser capaz, técnicamente, de leer letra impresa, pero es un analfabeto en el único sentido que cuenta” (en Lenguaje y silencio, Barcelona, Gedisa, 1982, p. 32).

[10] Nietzsche parece aludir a esa afinidad en su constante uso del “nosotros” para interpelar directamente al lector: nosotros “los espíritus libres”, nosotros “los hiperbóreos”, nosotros “los nuevos argonautas”, nosotros “los solitarios”, etcétera, etcétera. Ese nosotros funciona como una apelación a la puesta en juego de la totalidad de la experiencia del lector, de su identidad misma, en una comunidad inexistente. “Sólo Nietzsche se hizo solidario de mí al decir nosotros”, escribe G. Bataille en Sobre Nietzsche (Madrid, Taurus, 1972, p. 31). Pero se trata siempre de una comunidad de los que no tienen comunidad, de lo más alejado a cualquier forma de secta.

[11] Ecce Homo (Por qué escribo tan buenos libros, § 1), Madrid, Alianza, 1971, p. 57.

[12] S. Kofman. Explosion II. Les enfants de Nietzsche, París, Galilée, 1992, p. 21.

[13] G. Deleuze. Nietzsche y la filosofía, Barcelona, Anagrama, 1971, p. 10.

[14] Nietzsche ironiza sobre la recepción en clave wagneriana de El nacimiento de la tragedia y sobre la lectura en clave idealista de su Zaratustra en distintos pasajes del Ecce Homo. Ver, sobre todo, Ecce Homo (El nacimiento de la tragedia), op. cit., pp. 67-72, Ecce Homo (Por qué escribo tan buenos libros, § 1), op. cit., pp. 55-58, y los comentarios de S. Kofman en Explosion II. Les enfants de Nietzsche, op. cit., pp. 77-99.

[15] Ecce Homo (Por qué escribo tan buenos libros, § 4), op. cit., p. 61. Sobre el estilo de Nietzsche, ver S. Kofman, Nietzsche et la métaphore, Payot, París, 1972; y J. Derrida, Éperons. Les styles de Nietzsche, París, Flammarion, 1978.

[16] F. Lacoue-Labarthe, después de renunciar a ofrecer una lectura coherente de La genealogía de la moral, afirma que El nacimiento de la tragedia sería “en último análisis, el único “Libro” genuino de Nietzsche” (en “Le Détour” en Poétique, nº5, 1971, p. 52).

[17] En el primer párrafo de Ecce Homo Nietzsche afirma: “me parece indispensable decir quién soy yo” (Prólogo, § 1, op. cit., p. 15). Sobre Ecce Homo como el intento imposible de centrar y unificar los múltiples Nietzsche en la unidad de una única tarea, ver S. Kofman, Explosion I. De l’Ecce Homo de Nietzsche, París, Galilée, 1992 (especialmente la introducción y el capítulo 3).

[18] Así habló Zaratustra (De la visión y el enigma), Madrid, Alianza, 1972, p. 224.

[19] Sobre el porvenir de nuestras escuelas (Prefacio), op. cit., p. 34.

[20] Ecce Homo (Por qué soy tan inteligente, § 2), op. cit., p. 39.

[21] Ecce Homo (Por qué escribo tan buenos libros, § 3), op. cit., p. 60

[22] Ecce Homo (Por qué soy tan inteligente, § 2), op. cit., p. 39.

[23] Ecce Homo (Por qué soy tan sabio, § 6), op. cit., p. 29.

[24] Ecce Homo (Por qué soy tan inteligente, § 1), op. cit., p. 37.

[25] Más allá del bien y del mal (§ 51), op. cit., p. 26.

[26] Ecce Homo (Por qué soy tan inteligente, § 1), op. cit., p. 39. También Crepúsculo de los ídolos (Sentencias y flechas, § 34), Madrid, Alianza, 1973, p. 35.

[27] Ecce Homo (Por qué soy tan inteligente, § 2), op. cit., p. 39.

[28] Ídem.

[29] Sobre los libros como personas, no resisto a transcribir algunos fragmentos del § 208 de Humano demasiado humano titulado “El libro se convierte casi en un hombre”: “Para todo escritor es una sorpresa siempre nueva que su libro, en cuanto se separa de él, continúe viviendo con vida propia; (…) el libro se busca lectores, inflama existencias, proporciona felicidad, espanto, engendra nuevas obras, se convierte en alma de principios y de acciones; en una palabra: vive como un ser dotado de espíritu y alma, y, sin embargo, no es un hombre. (…) Ahora bien: si se considera que toda acción humana, y no solamente un libro, se convierte en cierto modo en motivo de otras acciones, decisiones, pensamientos, y que todo lo que se hace se enlaza indisolublemente con lo que se hará, reconoceremos la verdadera inmortalidad que existe, la del movimiento: lo que una vez ha sido puesto en movimiento está en la cadena total de todo el ser, como un insecto en el alma, encerrado y eternizado” (op. cit., p. 157).

[30] Ecce Homo (Así habló Zaratustra, § 1), op. cit., p. 94. La metáfora de la creación como gestación y parto es frecuente en Nietzsche, tanto en sus libros como, sobre todo, en su correspondencia.

[31] Ecce Homo (Así habló Zaratustra, § 2), op. cit., p. 95.

[32] Ecce Homo (Prólogo, § 4), op. cit., p. 17.

[33] Ecce Homo (Prólogo, § 4), op. cit., p. 18. La cita pertenece a Así habló Zaratustra (De la virtud que hace regalos, § 3), op. cit., pp. 122-123.

[34] Así habló Zaratustra (Del amigo), op. cit., p. 93.

[35] El Evangelio según San Mateo, 13, 3 b-9.

[36] “Un libro para todos y para nadie” es el subtítulo de Así habló Zaratustra.

[37] El Anticristo (Prólogo), Madrid, Alianza, 1974, p. 25.

[38] Ecce Homo (Por qué escribo tan buenos libros, § 1), op. cit., p. 56.

[39] Sobre el textualismo nietzscheano, ver A.D. Schrift, Nietzsche and The Question of Interpretation, Nueva York, Routledge, 1990 (especialmente el capítulo 3, “The French Scene”, y el capítulo 4, “Derrida: Nietzsche contra Heidegger”).

[40] La gaya ciencia. (§ 374), Barcelona, Olañeta, 1979, p. 237.

[41] La gaya ciencia (§ 78), op. cit., p. 72.

[42] M. Blanchot, “Reflexiones en torno al nihilismo” en El diálogo inconcluso, Caracas, Monte Avila, 1970, p. 270.

[43] La genalogía de la moral (Prólogo, § 7), Madrid, Alianza, 1972, p. 24.

[44] Crepúsculo de los ídolos (Los mejoradores de la humanidad, § 1), op. cit., pp. 71-72.

[45] La genalogía de la moral (Prólogo, § 7), op. cit., p. 24.

[46] Crepúsculo de los ídolos (Cómo el “mundo verdadero” acabó convirtiéndose en una fábula), op. cit., p. 52.

[47] G. Deleuze, Nietzsche y la filosofía, op. cit., p. 10.

[48] Más allá del bien y del mal (§ 289), op. cit., p. 249.

[49] La gaya ciencia (§ 299), op. cit., pp. 157-158.

[50] La genealogía de la moral (Tercera disertación, § 12), op. cit., pp. 138-139.

[51] Crepúsculo de los ídolos (Lo que los alemanes están perdiendo, § 6), op. cit., pp. 82-83.

[52] Humano demasiado humano (§ 217), Madrid, Edaf, 1984, pp. 162-163.

[53] Humano, demasiado humano (§ 150), op. cit., p. 136.

[54] Ecce Homo (Por qué soy tan sabio, § 8), op. cit., p. 33.

[55] Ecce Homo (Prólogo, § 3), op. cit., pp. 16-17. También La genealogía de la moral (Tercera disertación.,§ 8), op. cit., p. 127.

[56] El lamento de Ariadna, en “Las poesías de F. Nietzsche”, en E. Trías et al., En favor de Nietzsche, Madrid, Taurus, 1972, p. 239.

[57] La genealogía de la moral (Tercera disertación. § 8), op. cit., p. 127.

[58] Aurora (Prólogo), op. cit., p. 9.

[59] Ecce Homo (Por qué escribo tan buenos libros, § 3), op. cit. p. 60.

[60] Más allá del bien y del mal (§ 212), op. cit., p. 156.

[61] Humano, demasiado humano (§ 37), op. cit., p. 69.

[62] Crepúsculo de los ídolos (Prólogo), op. cit., p. 28.

[63] Sobre el porvenir de nuestras escuelas (Segunda conferencia), op. cit., p. 84.

[64] Ecce Homo (Por qué soy tan inteligente, § 8), op. cit., p. 49.

[65] Ídem, p. 50.

[66] Ídem.

[67] Ecce Homo (Por qué soy tan inteligente, § 3-7), op. cit., pp. 41-49.

[68] Ídem.

[69] Ídem.

[70] Ídem.

[71] Sobre el desierto como espacio natural del espíritu ascético, ver La genealogía de la moral (Tercera disertación, § 4, 7 y 8), op. cit., pp. 117-130. Sobre la oposición entre la soledad de la montaña y la promiscuidad rebajadora del llano, ver Ecce Homo (Prólogo, § 3), op. cit., pp. 16-17.

[72] Ecce Homo (Por qué soy tan inteligente, § 3), op. cit., p. 42.

[73] Ídem.

[74] La gaya ciencia (§ 366), op. cit., p. 225.

[75] Ídem, p. 226.

[76] Ídem, pp. 226-227.

[77] Sobre el porvenir de nuestras escuelas (Tercera conferencia), op. cit., p. 112.

[78] Ídem (Primera conferencia), p. 62.

[79] Ídem (Tercera conferencia), p. 114.

[80] Ídem (Primera conferencia), p. 64.

[81] Sobre el porvenir de nuestras escuelas (Tercera conferencia) op. cit., pp. 114-115.

[82] La genealogía de la moral (Prólogo, § 7), op. cit., p. 25.

[83] La genealogía de la moral (Prólogo, § 8), op. cit., p. 26.

[84] La gaya ciencia (§ 381), op. cit., p. 244.

[85] La genealogía de la moral (Prólogo, § 8), op. cit., p. 25.

[86] G. Deleuze, Nietzsche y la filosofía, op. cit., p. 48.

[87] La gaya ciencia (§ 381), op. cit., pp. 244-245.

[88] Crepúsculo de los ídolos (Lo que los alemanes están perdiendo, § 6), op. cit., p. 84.

[89] “Nos lanzamos hacia lo prohibido”. La sentencia es de Ovidio y Nietzsche la utiliza como un lema en varias ocasiones.

[90] Ecce Homo (Por qué escribo tan buenos libros, § 3), op. cit., p. 61. Así habló Zaratustra (De la visión y del enigma), op. cit., pp. 223-224.

[91] El Anticristo (Prólogo), op. cit., pp. 25-26.

[92] Ecce Homo (por qué escribo tan buenos libros, § 6), op. cit., p. 65. El fragmento es una cita de Más allá del bien y del mal (Qué es aristocrático, § 295), op. cit., p. 252.

[93] Ver también La gaya ciencia (§ 290 y 335), op. cit., pp. 150-152 y 176-180.

[94] El Evangelio según San Mateo, 4, 19.

[95] Así habló Zaratustra (La ofrenda de la miel), op. cit., p. 323.

[96] Ídem.

[97] Ver a ese respecto A. Nehamas, Nietzsche. Life as literature, Cambridge, Harvard University Press, 1985; y L.P. Thiele, Friedrich Nietzsche and the Politics of the Soul, Princeton, Princeton University Press, 1990.

[98] Humano demasiado humano (§ 263), op. cit., p. 195. El espíritu aristocrático de Nietzsche debe entenderse como la aguda conciencia de la imposibilidad de cualquier educación que pase por el funcionamiento homogéneo y homogeneizador de un aparato de masas.

[99] Ecce Homo (por qué escribo tan buenos libros, § 6), op. cit., p. 65.

[100] Así habló Zaratustra (Del espíritu de la pesadez), op. cit., p. 272.