¿Quién dice, pues, que ya no hay aventuras? El camino que va de lo amorfo, sencillamente salvaje, a lo formalmente salvaje, a lo salvaje repetible, es una aventura (del espíritu de niño al niño de espíritu).
P. Handke
En el prefacio a Sobre el porvenir de nuestras escuelas, Nietzsche describe el tipo de lector que desea para su libro. Y entre las condiciones que enumera hay una ciertamente extraña: “el lector del que espero algo, escribe Nietzsche, no debe hacer intervenir constantemente su persona y su ‘cultura’”.[1] La condición nietzscheana no deja de ser sorprendente porque lo que nos han enseñado es que una lectura debe ser personal y crítica, armada con todo lo que somos y todo lo que sabemos. Sin embargo, esa rara cualidad me parece que se ilumina en el caso de Peter Handke. Y eso porque una de las características de la escritura de Handke, aquella que da la medida de su grandeza, es su capacidad para crear silencios: “hay mucha literatura que echa a perder el callar; casi toda la literatura, también mucha música, mucha pintura de género y de batallas echa a perder la forma-silencio. Pero existen unas pocas obras—y éstas son para mí las que cuentan y siempre contarán— que fortalecen el callar, que no conservan el callar, pero lo transmiten (ésta es precisamente la palabra exacta). Esta ha sido mi ambición” .[2]
Me gustaría tomar esto como punto de partida: qué es eso de un lector al que se le pide algo tan sorprendente como que no ponga su persona y su cultura, y qué es eso de una escritura que intenta no echar a perder la forma-silencio y que ambiciona algo tan extraño como fortalecer y transmitir el callar. Y me gustaría también establecer una primera relación que intentaré precisar poco a poco entre, por un lado, esa modalidad de escritura y ese tipo de lector y, por otro, lo que Handke, en el párrafo que he colocado como lema de este capítulo, llama “el espíritu de niño” o “el espíritu que se hace niño”. Porque ¿no es el niño, literalmente, el que no habla, el carente de palabra? ¿No es el niño el sin-persona, literalmente el sin-máscara, y el no-cultivado, el aún salvaje?
Comenzar hablando de la escritura y de la lectura no está fuera de lugar puesto que lo que la idea de formación permite pensar es, justamente, qué es lo que pasa al leer un libro, qué es eso de la experiencia de la lectura o, mejor aún, qué es eso de la lectura como experiencia. No en vano la idea de formación, tal como se elaboró conceptualmente en el neo-humanismo alemán del primer tercio del XIX, y tal como se articuló narrativamente en el Bildungsroman, está pensada en un contexto educativo en el que las humanidades, las letras, constituían el núcleo de la enseñanza. Y en un contexto espiritual en el que el poeta o, en general, el artista, reivindicaba de nuevo, de una forma muchas veces trágica y desesperanzada, su papel en la formación del hombre. La formación no es otra cosa que el resultado de un determinado tipo de relación con un determinado tipo de palabra: una relación constituyente, configuradora, aquella en la que la palabra tiene el poder de formar o trans-formar la sensibilidad y el carácter del lector. A veces para sacarle de la indeterminación de la infancia, del espíritu de niño. Y a veces, también, para darle al espíritu una nueva infancia. Pero no como un apropiarse de la memoria de su origen o como un recobrar su perdida indeterminación, sino como un alcanzar una nueva capacidad afirmativa y una disponibilidad renovada para el juego y para la invención. El camino hacia el niño de espíritu no es ni re-memoración ni camino de retorno sino, como veremos, una concienzuda renovación de la palabra y una tenaz pre-ocupación por dar forma a las cosas de la naturaleza y de los hombres, por leer el mundo de otro modo, de la que pueda surgir un comenzar plenamente afirmativo, “formalmente salvaje”.
Teníamos, para empezar, una escritura que aspira a conservar el silencio y un lector que no debería poner ni su persona ni su cultura. Veamos primero qué puede ser eso del silencio de la escritura. El silencio que hay en la escritura de Handke no es ni ese callar intimidado que se produce cuando el poder es el único que habla (y el poder no es, muchas veces, otra cosa que un hacer callar a través de un lenguaje que intimida y empequeñece), ni ese callar que es, simplemente, el efecto terrible de la mudez, de la confusión, de la incapacidad para la palabra.
El silencio de la escritura de Handke, como el de alguna música, es el suave callar abarcado en una forma. Pero en una forma que sólo aparece después de un sostenido ejercicio de concentración para evitar todo lo anecdótico en la caracterización de los personajes y de las situaciones, y para ahuyentar todas las fórmulas, las rutinas y las muletillas en el modo de expresión. Porque son las rutinas del lenguaje las que, sobreimponiéndose al mundo, matan el silencio. Y eso en tanto en que todo nos lo dan ya convencionalmente formulado, rutinariamente esclarecido. Por eso la escritura de Handke busca algo así como una limpieza de toda esa verborrea reiterativa y rutinaria que hace imposible cualquier experiencia, que poluciona cualquier experiencia con todo lo que de trivial y falso hay en nuestra propia historia lingüística en lo que tiene de “ruido”.
La escritura de Handke busca renovar palabras comunes y expresar experiencias comunes. Lo que el escritor hace con su trabajo no es fabricar un “mundo surreal”, fantástico, todavía no convencional; tampoco mostrar un “mundo verdadero” que estaría por debajo o por encima de la falsificación del lenguaje; ni siquiera descubrir un “mundo auténtico” más allá de la trivialización del lenguaje convencional. El escritor no inventa, ni desenmascara, ni descubre. Lo que hace el escritor es re-encontrar, re-petir y re-novar lo que todos y cada uno hemos sentido y hemos vivido ya, lo que nos pertenece en lo más propio, pero a lo que los imperativos de la vida y las rutinas del lenguaje nos han impedido prestar atención: lo que ha quedado en la penumbra, semi-consciente, informulado, privado de consciencia y de lenguaje, u ocultado por la institución misma de la conciencia y del lenguaje.
Para hacerles justicia a esas experiencias, para no traicionarlas, hay que silenciar lo convencional y darle al lenguaje la máxima pureza. Y para mantenerlas en lo que tienen de comunes, de anónimas, hay que conseguir un lenguaje máximamente despersonalizado. Sólo así, concentrada en lo esencial y máximamente despersonalizada, la escritura podrá contener el punto justo de vacío y de silencio en el que el lector pueda volcarse.
En relación a ese silencio producido por una escritura máximamente despojada, el callar que se le pide al lector está hecho de una atención tensada al máximo y de algo así como un “estar vuelto hacia uno mismo”. El silencio que Handke aspira a fortalecer y a transmitir con el ritmo de su escritura está hecho, en el lector, de escucha y de recogimiento. Todos, alguna vez, ante un poema, o una película, o una música, o un paisaje, hemos sentido la fuerza de ese callar. Alguna vez nos ha sido dada esa experiencia de un máximo desprendimiento de nosotros mismos en una atención tensada casi hasta el límite que, paradójicamente, coincide con una máxima intimidad con nosotros mismos. Y todos nos hemos sentido molestos cuando alguien ha empezado a hablar y ha roto ese silencio. Como si al echarse a perder el silencio, uno, de pronto, cayera en su yo habitual y en sus formas habituales de experiencia de la realidad y, en ese caer, disolviera irremediablemente esa suerte de intimidad con las cosas y esa suerte de ensimismamiento. Y todos hemos experimentado como una ofensa a la pureza del instante y como una violencia el que alguien nos haya apremiado a hablar, el que alguien nos haya dicho: “bueno, di algo ¿qué te ha parecido? ¿Qué estás pensando?”.
Pues bien, eso que se nos estaba exigiendo ahí de una manera tan agresiva y tan impertinente es, justamente, aquello que no quería Nietzsche: que pusiéramos nuestra persona y nuestra cultura. Porque cuando al leer, al escuchar o al mirar uno está constantemente apremiado a poner su persona y su cultura, uno anula el silencio, uno lo echa a perder. Poner su persona es no poder desprenderse de la arrogancia de esa institución social llamada “yo” o “individuo personal”. Poner su cultura es no poder apartarse de esas modalidades de respuesta mecánicas y repetitivas cuya función principal es producir y reproducir esa otra institución social agresiva y arrogante llamada “mundo verdadero”. Y cuando uno se ve conminado a poner sus palabras, su individuo personal y su cultura, cuando uno comienza a decir lo que piensa o le que le parece, es como si la calidad de la experiencia se modificase completamente: como si la promesa de lo que esa experiencia pudiera tener de sentido quedara cancelada por esa forma de conciencia ya solidificada que somos nosotros mismos en tanto que individuos personales, y por ese orden ya saturado que es nuestra cultura en tanto que regla de producción del mundo verdadero.
Esa forma de anulación del silencio es también un efecto del poder. El poder no sólo funciona intimidando y haciendo callar. La presencia del poder no sólo se muestra en el silencio sometido que produce. El poder está también en ese bullicio que no nos deja respirar. Y muchas veces, la mayoría de las veces incluso, el poder está en todas esas incitaciones que nos exigen hablar. Pero que nos exigen hablar como está mandado, según ciertos criterios de legitimidad.
Por eso, la forma-silencio que la escritura de Handke consigue transmitir al lector exige, muchas veces, una limpieza previa de esa verborrea reiterativa de la que estamos rodeados, y algo así como un acallamiento de todas esas voces monótonas que están ya ahí, incluso en nosotros mismos, para cancelar la promesa de una experiencia otra, para ahogar la forma-silencio, la intensidad de la forma-silencio, la posible fecundidad de la forma-silencio.
Una escritura silenciosa produce una atención concentrada y algo así como un estar vuelto hacia uno mismo. Pero tiene también otra cualidad no menos importante: hacer que el mundo aparezca abierto.
El mundo no existe antes de una forma que le de sus perfiles. O existe pero como algo amorfo, desordenado, sin delimitaciones y, por tanto, sin sentido. No hay una experiencia humana no mediada por la forma y la cultura es, justamente, un conjunto de esquemas de mediación, un conjunto de formas que delimitan y dan perfiles a las cosas, a las personas e, incluso, a nosotros mismos. La cultura, y especialmente el lenguaje, es algo que hace que el mundo esté abierto para nosotros. Pero cuando una forma se convierte en fórmula, en muletilla, en rutina, entonces el mundo queda cerrado y falsificado. Porque, a veces, en los libros, o en las películas o, incluso, en el paisaje, hay tantas muletillas que nada está abierto. Ninguna posibilidad de experiencia. Todo aparece de tal modo que está despojado de misterio, despojado de realidad, despojado de vida.
Sin embargo, hay veces que un libro, o una película, o una música nos hace mirar por la ventana y, ahí, en el paisaje, todo parece nuevo; o nos hace pensar en alguien y, de pronto, sentimos más nítidamente su presencia; o, simplemente, nos hace detenernos un momento y sentirnos a nosotros mismos de una forma particularmente intensa. Y el paisaje, o la persona evocada, o nosotros mismos, estamos en esa escritura palabra-por-palabra, casi al pie de la letra. Y, sin embargo, no es que todo eso esté ahí exactamente descrito. Lo que ocurre más bien es que ahí está la imagen interior de las cosas y de las personas. Y el punto justo de silencio y de vacío para que esa imagen interior pueda renovarse una-y-otra-vez. Algo así es lo que significa que el silencio-envuelto-en-una-forma de la escritura de Handke abre el mundo, ilumina el mundo. En la Historia del lápiz, Handke lo dice así:“Los mejores libros son aquellos que consiguen una y otra vez que uno se contenga, alce la vista, contemple la región, respire profundamente, se deje bañar por los rayos del sol —aunque éste no brille”.[3]
Pero quizá sea mejor una imagen. En La repetición, hay un momento en el que el protagonista aprende a caminar. No como un niño que da sus primeros pasos sino en el sentido de la novela de formación, es decir, como un joven que aprende, a través de la experiencia, cuál es su forma propia de caminar o, lo que es casi lo mismo, cuál es su propia forma de ver las cosas, de leer las cosas. Porque, en Handke, una determinada forma de caminar se corresponde a una determinada forma de mirar alrededor: caminar no es tanto ir de un sitio a otro, como sacar a pasear la mirada. Y mirar no es sino interpretar el sentido del mundo, leer el mundo. Entonces, escribe Handke, el joven camina de tal forma, y mira de tal forma, y lee de tal forma, que llama la atención, no sobre sí mismo, sino sobre el entorno, sobre el paisaje.[4] Esto es exactamente lo que significa que la escritura de Handke abre el mundo: que llama la atención sobre el paisaje, que estimula la mirada, que da cuerpo y perfiles nuevos a la experiencia, que hace que las cosas y las personas intensifiquen sus colores propios. El lector no mira al autor, ni siquiera al libro, sino al paisaje, al mundo abierto y siempre por leer de una forma renovada.
Por eso el libro es para Handke como un perfil que hace el mundo visible, legible. Así Sorger, el protagonista de Lento regreso[5], es definido como alguien que “tiene sus perfiles como para que pueda ser del todo transparente; a saber, para que el mundo aparezca transparente … o sea, para posibilitar al mundo hacia la transparencia —eso es lo acertado—, naturalmente tiene que tener sus perfiles sólidos, para que se pueda ver a través de él. Porque cada perfil estrecha y agudiza la mirada”.[6]
Y quizá toda la poética no dominadora de Handke, su manera abierta de escribir, esté contenida en este aforismo de Historia del lápiz que también podría servir como una exclamación pronunciada por algunos de sus personajes al final de su itinerario de formación que es también, al mismo tiempo, un itinerario de desprendimiento de sí mismos como individuos personales con formas solidificadas de conciencia, y un itinerario también de despojamiento de su cultura en tanto que regla convencional de percepción, un itinerario, podríamos decir, tanto de des-yoización como de apertura del mundo, cuyo resultado podría ayudarnos a empezar a entender qué es eso del niño de espíritu: “El vacío dentro de mí, y ante mí la sinceridad: es decir, por fin estoy vacío, y ante mí todo está abierto, con sus colores y formas, en su multiplicidad y su unidad, en su tiempo, que ahora se ha convertido también en el mío”.[7]
Peter Handke, como Nietzsche, también ha hablado alguna vez del tipo de lector que desea, y dice que es alguien que, al leerle, haya sido “llevado a su manera propia”. O, en otro lugar: “cada tipo de arte debe liberar en sí mismo a quien lo estudia y no convertirlo en prosélito. Goethe, por ejemplo, lo consiguió, al menos en vida: todos los que lo leyeron con el corazón abierto no lo glorificaron o cosa parecida, sino que se volvieron a sí mismos”.[8]
Es una imagen hermosa para un maestro, alguien que le conduce a uno hacia sí mismo. Y también una bella imagen para alguien que aprende: no uno que se convierte en prosélito, sino alguien que, al leer con el corazón abierto, se vuelve a sí mismo, encuentra su forma propia, su manera propia. Suena algo religioso, no clerical, puesto que lo clerical sería ese ‘glorificar’ y ese ‘convertirse en prosélito’, sino religioso, pero, en cualquier caso, es una hermosa imagen.
Pues bien, ese volverse a uno mismo es el efecto del mejor arte y constituye, quizá, el núcleo y la grandeza de la experiencia estética. La idea de formación está construida en relación con una teoría del arte. Y si eso de ‘volverse a uno mismo’ suena algo religioso es porque la teoría romántica del arte seculariza y amplía un lenguaje religioso. Un lenguaje que había sido elaborado para dar cuenta de la relación que se establece con la Escritura. En la hermenéutica protestante del siglo XVII, la interpretación de la Palabra no se realizaba sólo por comprensión (intelligentia) o por exégesis (explicatio), sino, esencialmente, por una relación con lo propio, con la propia vida (applicatio). Una teoría de la formación en un contexto en el que las letras, las humanidades, son el contenido básico de la enseñanza, tiene que pensar qué es eso de una relación con la palabra o con la materia de estudio en la que se ponga en juego lo propio. Aunque la palabra no sea ya la palabra de Dios, y aunque esa capacidad de la palabra de llevarle a uno a lo propio no tenga ya nada que ver con aplicar la palabra a la propia vida en el sentido, esta vez sí clerical, de convertirse uno en un buen cristiano, en un buen miembro de cualquier iglesia, de cualquier rebaño.
Porque ahí, en la formación, no se trata de aprender algo. No se trata de que uno, al principio, no sabe algo y, al final, ya lo sabe. No se trata de una relación exterior con aquello que se aprende en la que el aprender deja al sujeto inmodificado. Ahí se trata más bien de constituirse de una determinada manera. De una experiencia en la que uno, al principio, era de un modo, o no era nada, pura indeterminación, y al final, se ha convertido en otra cosa. Se trata de una relación interior con la materia de estudio, de una experiencia con la materia de estudio, en la que el aprender forma o trans-forma al sujeto. En la formación humanística, como en la experiencia estética, la relación con la materia de estudio es de tal naturaleza que, en ella, uno se vuelve a sí mismo, uno es llevado a sí mismo. Y eso no por imitación, sino por algo así como por resonancia. Porque si uno lee o escucha o mira con el corazón abierto, aquello que lee o que escucha o que mira resuena en él, en el silencio que es él, y así el silencio penetrado por la forma se hace fecundo. Y así uno va siendo llevado a su forma propia.
No estoy diciendo que la obra de Peter Handke exprese, de una forma narrativa, la idea romántica de formación, pero lo que creo que se puede leer en Handke, en un cierto hilo de lectura que atraviese la obra de Handke, son las enormes dificultades para repetir y renovar algunos de los componentes de esa idea. Porque ¿acaso no existe ya un tipo de palabra, no ya una palabra religiosa pero, quizá, una palabra poética, sin duda mucho más quebrada que la de Goethe, mucho más temblorosa, mucho más subterránea, que no nos exige arrogantemente el gregario asentimiento racional, o la gregaria glorificación, o el mero consumo, sino que humildemente solicita que la recibamos en lo propio “con el corazón abierto”? Y hasta es posible, incluso, que seamos capaces de reconocer, en la historia íntima de los encuentros que han hecho nuestra propia vida, alguien que, sin exigir imitación y sin intimidar, pero suave y lentamente, nos ha conducido hacia nuestra manera propia: alguien, en suma, a quien pudiéramos llamar “maestro”.
Porque lleva a cada uno a lo propio, en la formación no se define anticipadamente el resultado. La idea de formación no se entiende teleológicamente, en función de su fin, en los términos del estado final que sería su culminación. El proceso de la formación está pensado más bien como una aventura. Y una aventura es, justamente, un viaje no planeado y no trazado anticipadamente, un viaje abierto en el que puede ocurrir cualquier cosa, y en el que no se sabe dónde se va a llegar, ni siquiera si se va a llegar a alguna parte. De hecho, la idea de experiencia formativa, esa idea que implica un volverse a sí mismo, una relación interior con la materia de estudio, contiene en alemán la idea de viaje. Experiencia (Erfahrung) es, justamente, lo que pasa en un viaje (Fahren), lo que acontece en un viaje. Y la experiencia formativa sería, entonces, lo que acontece en un viaje y que tiene la suficiente fuerza como para que uno se vuelva a sí mismo, para que el viaje sea un viaje interior. La formación es un viaje abierto, un viaje que no puede estar anticipado, y un viaje interior, un viaje en el que uno se deja afectar en lo propio, se deja seducir y requerir por lo que le sale al paso, y en el que el juego es uno mismo, la constitución de uno mismo, y la prueba y desestabilización y eventual trans-formación de uno mismo. Por eso, la experiencia formativa, como la experiencia estética, es una llamada que no es transitiva. Y, justamente por eso, no soporta el imperativo, no puede nunca intimidar, no puede pretender dominar al que aprende, capturarle, apoderarse de él. Lo que esa relación interior produce no puede estar nunca previsto: “la llamada, cuando es creíble, exhaustiva y vibrante, musical y temblorosa ella misma ante aquello que afecta a alguien, entonces es eficaz. Lo que produce es algo que uno no puede denominar transitivo: produce esto y aquello”. [9]
La idea humanista de formación, articulada conceptualmente al modo de la comprensión romántica de la experiencia estética, desarrolla justamente este proceso abierto en el que a través de la relación con las formas más nobles, fecundas y hermosas de la tradición cultural uno es llevado a sí mismo. La novela de formación, que es su articulación narrativa, cuenta la constitución misma del héroe a través de las experiencias de un viaje que, al volverle sobre sí mismo, con-forma su sensibilidad y su carácter, su manera de ser y de interpretar el mundo. Así, el viaje exterior se enlaza con el viaje interior, con la propia formación de la conciencia, de la sensibilidad y del carácter del viajero. La experiencia formativa, en suma, está pensada desde las formas de la sensibilidad y construida como una experiencia estética.
Algunos de los relatos de Handke cuentan de una forma muy particular, muy irónica a veces, e invirtiendo alguna de las convenciones del género, ese viaje en el que los personajes, a través de ciertos encuentros, son llevados a lo propio. Pero sin que eso suponga convertirse, por fin, en individuos personales o alcanzar, después de algunos errores, el conocimiento de los modos legítimos de representación del mundo verdadero. Los héroes de Handke no son ni caracteres psicológicos que van alcanzando poco a poco una personalidad madura, ni ilustrados en potencia que van adquiriendo una mirada racional sobre el mundo, ni personajes alienados que van a ir tomando conciencia de su verdadero lugar en el mundo. Los héroes de Handke son más bien puntos de sensibilidad empeñados en una búsqueda llena de dificultades de su propia poética o, si se quiere, personajes en busca de una determinada sensibilidad, en busca de una determinada manera de leer que haga al mundo legible de un modo inocente, de un modo renovado, como a través de la mirada de un niño.
Para eso tienen que desprenderse de su personalidad y de su cultura, de las formas convencionales y fijadas de leer. Los héroes de Handke no alcanzan una personalidad, sino una transparencia, un umbral de conciencia en el que el mundo se abre y se hace legible y habitable (o, mejor, deambulable): simplemente, la posibilidad de leer de nuevo el mundo con ojos limpios y de darle de nuevo un sentido.
Desde muy pronto, de forma más o menos explícita, Peter Handke ha jugado a relacionar su obra con la novela de formación. La novela Carta breve para un largo adiós, publicada en 1972,[10] se abre con una cita del Anton Reiser de K. Ph. Moritz, que es uno de los clásicos del género; su personaje principal se coloca a sí mismo a la sombra del protagonista de los Años de aprendizaje de Guillermo Meister, de Goethe, cuando dice llamarse Wilhelm; y viaja leyendo Enrique el Verde, de G. Keller, que es otra de las novelas de formación de la época dorada. Este primer Wilhelm handkeano, a punto de cumplir treinta años, atenazado por el miedo, sintiendo asco por todo lo que no sea él mismo, únicamente capaz de sentimientos útiles y nobles cuando se proyecta en los libros, inicia su viaje por los Estados Unidos de América deseando librarse de sí mismo y buscando un ambiente, unas experiencias y una disposición de ánimo en los que aprender a ser de otro modo. Se trata allí de recorrer un espacio no familiar, extraño. Como si la tarea que el protagonista se atribuye, cambiar su modo de ser, convertirse en otro, sólo pudiera realizarse en un itinerario no susceptible de una lectura ya fijada y de una mirada pre-vista. Como si la constitución de una personalidad otra sólo pudiera hacerse mediante un recorrido por lugares otros, mediante el acceso a una conciencia que no tenga ya previstas y disponibles sus modalidades habituales de experiencia.
Pero América es también, fundamentalmente, el mundo de los nombres. Benedictine, la niña nacida en América que hace con Wilhelm una buena parte de su recorrido, lee los objetos artificiales como naturaleza: “Era extraño ver que Benedictine no se daba ya cuenta casi de la Naturaleza, sino que sentía como Naturaleza los signos y objetos artificiales de la civilización. Preguntaba mucho más por antenas de televisión, pasos de cebra y sirenas de policía que por bosques y hierbas, y rodeada de señales, letreros luminosos y semáforos parecía más animada y al mismo tiempo más tranquila”.[11] Y el pintor con quien se encuentran en San Luis sólo puede ver el espacio como un decorado épico: “Aquí todos hemos aprendido a ver en cuadros históricos. Un paisaje sólo significaba algo cuando ocurría en él algo histórico. Un roble gigantesco no era un cuadro: sólo lo era cuando representaba algo, por ejemplo, el que los mormones, en su viaje hacia el Gran Lago Salado, hubieran acampado debajo (…). Por eso no vemos los paisajes como Naturaleza, sino como los hechos de quienes los conquistaron para América, y todo paisaje es al mismo tiempo un llamamiento para que seamos dignos de esos hechos. Hemos sido educados para contemplar siempre la Naturaleza con un estremecimiento moral. Debajo de cada vista de un cañón rocoso podría ponerse una frase de la Constitución de los Estados Unidos”.[12] Su viaje termina junto al Océano Pacífico, en una visita a John Ford, en un bellísimo final que se constituye tanto en una imagen de la paz como en el acceso a una lectura del mundo estéticamente transfigurada.
El guión para la película Falso movimiento, dirigida por Wim Wenders en 1974 y publicado en forma de libro en 1975,[13] tiene por protagonista a un joven llamado Wilhelm Meister e incluye entre sus personajes secundarios a varios trasuntos de los personajes de los Años de Aprendizaje: Miñón, Teresa, el hombre viejo (trasunto del Harpista de la novela de Goethe) y la Jeanine del Bar Hong-Kong (trasunto de Mariana, el amor juvenil del Wilhelm goethiano). Este segundo Wilhelm de Handke, en la mejor tradición de la Bildungsroman, parte de viaje con tres objetivos: en primer lugar, “intentando saber más sobre sí mismo” puesto que, hasta el momento, sólo se conoce como un transeúnte casual en una foto de prensa de la plaza del mercado de su ciudad y tiene la sensación de no ser más que un número en las estadísticas; en segundo lugar, y dado que desea ser escritor, intentando aproximarse a la gente para encontrar materia para sus obras; por último, Wilhelm quisiera también enamorarse de una mujer encontrada al azar.
El viaje del segundo Wilhelm de Handke es un viaje que cruza Alemania de norte a sur. Un viaje en el que Wilhelm atraviesa, no un espacio saturado de objetos y de nombres, sino una tonalidad moral.[14] Es más bien un viaje por un mundo humano (las televisiones enchufadas, los centros comerciales, los niños, los inmigrantes) descrito en forma de crítica latente; un viaje por la propia historia de la Alemania Federal; y, sobre todo, un viaje por diferentes actitudes ante esa historia y ese mundo humano: el hombre viejo y su pasado nazi, el industrial que habla sobre la soledad alemana, el poeta vagabundo y su manía persecutoria. Si en la Carta Breve Wilhelm mostraba su malestar para con los objetos y los nombres habituales, en Falso movimiento el malestar se refiere más bien a la comunidad humana y a la historia. Por eso Falso movimiento es una reflexión sobre los límites del compromiso en la literatura, sobre las perplejidades que provocan las relaciones entre escritura, política e historia. El viaje, después de varios encuentros y diversas peripecias, termina en una retirada solitaria a la cima del Zugspitze donde, finalmente, se pone a escribir.
En ambos textos, el viaje se plantea como la búsqueda de una nueva forma de experiencia del mundo y de uno mismo, como el intento de alcanzar un nuevo umbral de conciencia. Los Wilhelm de Handke no son mas que puntos de percepción, núcleos de sensibilidad. Su aventura no es más que el itinerario en el que un determinado umbral de conciencia es puesto a prueba, vivido como inhabitable y, eventualmente, modificado. El “yo” de los personajes coincide con el lugar geométrico desde el que se despliegan su mirada. Por otra parte, los Wilhelm de la Carta breve y de Falso movimiento se caracterizan por su disponibilidad y su indeterminación permanente, y por su constante malestar, por su inquietud. Son personajes que nunca acaban de estar creídos de sí mismos. Su itinerario es siempre errático, abierto al azar de los encuentros, de las sensaciones y de los impulsos. El recorrido se va haciendo en un dejarse ir al hilo mismo de las personas y de las cosas. Por eso hay en estos textos una ironía constante respecto a las convenciones de la Entwicklungsroman, un distanciamiento que es casi una parodia, y una reflexión sobre el fracaso de las pretensiones de los personajes cuando éstas significan la salida de la indeterminación, algún tipo de autoapropiación, o el acceso a alguna forma de verdad, finalmente conquistada, sobre el mundo o sobre sí mismos.
La aventura de estos dos Wilhelm también constituye una exploración de eso que, en aquél fragmento de Historia del lápiz que he citado antes, aparecía como la condensación de la estética de Handke y la explicitación de eso que llamaba el niño de espíritu: el vaciado del yo y la apertura del mundo. Y para eso tienen que desprenderse de los esquemas de percepción codificados que constituyen, constriñéndola, tanto la autoconciencia como la realidad. En la Carta Breve hay un momento en el que Wilhelm accede a “otro tiempo” distinto del habitual, a un modo de conciencia otro, en el que “todo debía tener otro significado distinto del que tenía en mi conciencia actual, y en el que también los sentimientos eran algo distinto de los sentimientos actuales, y uno debía de estar en aquellos momentos en el estado en que quizá estuviera la tierra deshabitada cuando después de milenios de lluvia por primera vez cayó una gota de agua sin evaporarse enseguida”.[15] Y al final del relato, John Ford aparece como el modelo de una mirada purificada. “Cuando veo moverse así las hojas y el sol brilla a su través tengo la sensación de que se mueven de ese modo desde hace una eternidad —dijo—. Se trata realmente de una sensación de eternidad, y cuando la experimento me olvido por completo de que existe una Historia. Vosotros lo llamaríais un sentimiento medieval, un estado en el que todo es aún Naturaleza… (…). Y también me olvido de mí mismo y de mi presencia”.[16]
Volveré sobre esto: la intuición de una tierra deshabitada donde, después de milenios, la primera gota de lluvia no se evapora; y de un estado sin historia, en el que todo es aún naturaleza.
Lento regreso, una de las narraciones fundamentales de Handke, publicada en 1979, es comentada por el mismo Handke como girando en torno al motivo central de la novela de formación: la narración de cómo alguien indaga en lo que hay en él, en lo que él tiene en sí como experiencia del mundo, y, en ese indagar, se descubre a sí mismo, se convierte en lo que es.[17] Sorger, su protagonista, en un itinerario que casi invierte el de la Carta Breve, viaja desde Alaska hasta Nueva York con una parada intermedia en una ciudad de la costa oeste de los Estados Unidos. El primer capítulo muestra a Sorger trabajando como geógrafo en Alaska, retirado, lejos de los otros y de lo que él era antes, en Europa, dedicado a estudiar la naturaleza con la máxima precisión.
Sorger, en Alaska, es el Wilhem de la Carta breve en ese mundo deshabitado, antes del tiempo, donde la lluvia se evapora inmediatamente, y en ese mundo sin historia donde todo aún es naturaleza. Y es también el Wilhelm de Falso movimiento en el momento en que sobre la pantalla sólo hay una superficie nevada y el sonido sincopado de una máquina de escribir. Pero sintiendo a veces la insuficiencia de ese vacío.
La novela termina cuando, en el vuelo nocturno que le lleva de Nueva York a Alemania, a su país natal, Sorger se ve a sí mismo como si estuviera haciendo su primer viaje, “un viaje en el que, decían, uno aprende cuál es su estilo propio”.[18]
El viaje de Sorger en Lento regreso, desde Alaska hasta el avión que toma en Nueva York y que se dirige a Europa, es una vuelta al “mundo de los nombres” desde un espacio carente de significación. Y un retorno a la “comunidad humana” desde un lugar de soledad, deshabitado. Si la Carta breve y Falso movimiento eran meditaciones sobre la salida de casa, Lento regreso es una meditación del retorno. Pero un retorno que se produce desde un lugar que simboliza el máximo vacío y, en Sorger mismo, a partir de un tenaz ejercitamiento en el vacío. Y el vacío, lo abierto, el claro, el silencio, son imágenes para apresar eso tan misterioso de la lectura poética. El vacío es lo despojado de los hábitos y los rituales de la existencia, lo desnudado de los modos habituales de significación y de experiencia. Lo que no está poblado, en suma, por los hábitos de la historia personal y colectiva. Y por eso es la plena disponibilidad, la posibilidad absoluta. Sorger se ha vaciado interiormente, separado de su propia historia, y se ha concentrado con obstinación en la descripción precisa de un mundo sin nombres y sin historia (o, mejor, con una historia geológica completamente independiente de la historia humana y para la cual, por tanto, no sirve el lenguaje humano).
Y desde ahí, desde esa libertad conquistada respecto del lenguaje y de la historia, Sorger siente la necesidad del retorno como si tuviera que “ir al encuentro de sí mismo desde las profundidades de los siglos”.[19] Y ese retorno tiene varios objetivos. En primer lugar, escribir un tratado sobre los espacios[20] y darse su propia ley. Una ley que rija y absuelva su vida, y una ley que no es otra cosa que la necesidad de la historia como una historia de las formas instauradoras de paz, una historia a la que él pertenece y que él puede continuar si encuentra, a su vez, su forma propia: “… estoy aprendiendo (más aún, todavía puedo aprender) que la historia no es únicamente una sucesión de males ante los cuales los que son como yo sólo pueden responder con una burla impotente, sino también, y desde siempre, una forma instauradora de paz, una forma que todo el mundo (incluido yo) puede continuar”.[21] Pero, además, Sorger pretende dibujar los espacios de su infancia y encontrar el vínculo en el que encajan todos los momentos de su vida. Así, Sorger quiere “… describir las formas del campo de (su) infancia; dibujar planos de puntos completamente distintos de los demás, de los ‘puntos interesantes’; levantar secciones transversales y longitudinales de todos los campos que habían sido para él un signo —unos signos que al principio le resultaban impenetrables pero que en la memoria empezaban a producir un sentimiento-de-estar-en-casa” .[22] Y después de la experiencia de la bahía del Parque del Terremoto, en la que ha visto la correspondencia entre el dibujo de la bahía y la máscara ritual con la que los indios de Alaska representaban el terremoto, Sorger escribe:”La conexión es posible (…). Todos y cada uno de los momentos de mi vida encajan los unos con los otros, sin necesidad de elementos intermedios. Existe un vínculo inmediato; lo único que tengo que hacer es fantasearlo libremente”.[23]
Después retomaré este motivo: darse una ley que le vincule en su presente con la historia de las formas, dibujar los espacios de la infancia en lo que tienen de significativo, y fantasear el vínculo en el que encajan todos los momentos de la vida.
Para terminar este listado de los guiños al lector con los que Handke juega a provocar resonancias entre su escritura y la novela de formación, sólo señalar que la última entrega de la tetralogía iniciada con Lento regreso, el poema dramático publicado en 1981 y titulado Por los pueblos[24] se abre con una cita del Ecce Homo de F. Nietzsche, una obra en la que Nietzsche se cuenta a sí mismo su vida en “un momento en el que todo madura”, y una obra que lleva por subtítulo justamente aquello que la novela de formación relata: Wie man wird, was man ist, cómo se llega a ser lo que se es. El protagonista del poema, Gregor, un escritor alejado de la comunidad familiar y rechazado por ella, recibe una carta de su hermano en la que éste le pide que renuncie a la herencia de la casa de sus padres. Al comentar la carta, Gregor expresa el dolor por su propio pasado y el malestar por su presente y, aunque quisiera no contestar la carta y quedarse donde está, se encomienda a Nova, algo así como un ángel tutelar y un emisario de la nueva era. Y Nova le pide que “juegue el juego” y que inicie un viaje por los pueblos al encuentro de sus hermanos: “Muévete hacia tu color propio, hasta que estés en lo justo y el susurro de las hojas se haga dulce”.[25]
El viaje que ahí, en ese poema dramático, se narra, es un viaje que no tiene un escenario geográfico concreto localizable. Aunque el marco del poema recuerda las aldeas de la Eslovenia austríaca e, incluso, el cementerio del acto final podría ser una transposición del cementerio del pueblo natal de Handke, el territorio del poema es indefinido. Es, como dice Gregor en el acto cuarto, el Recinto de aquí, exactamente el país de aquí. No un lugar particular, sino el espacio centrado por el punto desde el que cada uno despliega la mirada, lo que cada uno tiene ante los ojos en el lugar en el que se encuentra. Por eso es el lugar en el que se pronuncia el discurso de Nova, un discurso que se dirige a todos y a ninguno y que dice con-voz-entrecortada lo que cada uno, en algún lugar de su corazón, ya sabe. El discurso de Nova pretende ser el discurso de cada uno, el discurso que re-encuentra y pronuncia lo que oculta la tristeza y el anhelo de cada uno. Por eso, siendo el discurso de cualquier persona, se pronuncia en cualquier sitio, en el recinto de aquí. Por otra parte, el tiempo en el que se sitúa el poema es el momento en que los obreros vuelven por última vez de la obra antes de dirigirse a otro lugar de trabajo. El tiempo en el que Nova habla es, por tanto, un Umbral, un simple momento de paso, imagen de la introversión y punto de partida, imagen de lo posible de cada uno, es decir, cualquier tiempo.
En estos textos se plantea con una intensidad casi épica esa lucha de los personajes de Handke por abrir el mundo a una lectura purificada. Sorger, en el Gran Norte de los Estados Unidos, habita un espacio que no sólo es extranjero, sino también desierto y vacío, esto es, un espacio que todavía no tiene un lenguaje que lo describa; un espacio que aún no ha sido colonizado con el poder de los signos del lenguaje común. Y ese espacio sin nombres se opone al país del que proviene, al mundo de los nombres: “A Sorger, las fórmulas lingüísticas de su propio idioma, por muy convencido que estuviera de ellas, se le aparecían siempre como una alegre estafa: los ritos con los que aprehendía el paisaje, sus convenciones de descripción y nomenclatura, su representación del tiempo y de los espacios se le antojaban como algo cuestionable”.[26]
Por otra parte, Alaska es también el sitio de la no-pertenencia. La tribu de indios que habita el territorio es ya casi inexistente y Sorger mantiene con ellos una relación distante, hecha casi únicamente de una mutua mirada despreocupada. Una comunidad dispersa, sin niguna identidad fuerte, sin poder, sin otra cohesión que el caminar a veces en procesión. Y esa mínima comunidad se opone también nítidamente a la del lugar de donde proviene, el país donde la idea de comunidad, la idea de pueblo o la idea de nación han hecho imposible cualquier sentimiento noble de comunidad en el que uno pueda cobijarse: “… en mi país de origen nunca fue posible tener siquiera la idea de formar parte del país o de las gentes. Ni siquiera había una idea de lo que es un país o de lo que son sus gentes. ¿Y es precisamente este desierto de aquí lo que me proporciona la idea de lo que es un pueblo? ¿Por qué es este país extranjero lo primero que se revela como una posibilidad de permanencia?”[27]
Y es ahí, en Alaska, donde Sorger prepara sus armas, donde constituye su mirada poética, su lectura renovada del mundo. Porque es ahí donde puede fijar su atención de una manera intensa y concentrada, literalmente “con la tenacidad y la seriedad de un niño”, y donde su lenguaje puede nombrar de una forma nueva las cosas. Al sobrevolar en avioneta la región, Sorger la percibe como un rostro múltiple, fluido, inquietante. Como un rostro hecho de formas para las que no hay nombres propios. Sólo los nombres genéricos de la Geografía, nombres que no son mas que números, o nombres, muy pocos, que provienen de los buscadores de oro o de los indios. Y Sorger se siente como alguien que puede bautizar el mundo y completar su historia: “Hermosa Agua, dijo, y en aquél momento se dio cuenta de que acababa de bautizar al río (y abajo, los brazos cortados de los meandros danzaban como guirnaldas) (…). Y ahora, junto al sorprendente afecto que sentía por el río, sintió también su propia historia: sintió que no estaba terminada, como había consentido que le dijeran —engañosamente— sus pesadillas o incluso sus opiniones, sino que continuaba con la paciencia del fluir del agua”.[28]
Y el bautizar el mundo es como ese momento en que la primera gota de lluvia no se evapora inmediatamente, sino que deja un rastro en el polvo y se convierte en una esfera.
Como casi toda novela de formación, y como muchos de los relatos de Handke, La repetición es la narración de un viaje en el que el mundo se va a abrir de nuevo a la lectura. Pero se trata de un viaje en el que se superponen varios viajes y de una lectura que se sobreimpone a otras lecturas que la preceden y la impulsan.
El narrador, Filip Kobal, de cuarenta y cinco años de edad, viaja por Eslovenia, entonces todavía Yugoslavia, desde Rinkenberg, su pueblo natal, en Carintia, en la Eslovenia Austríaca, hasta el Karst, un desierto calcáreo de la península de Istria, junto al golfo de Trieste. Pero su viaje repite y cuenta ¿otro? viaje emprendido por él mismo cuando todavía no había cumplido los veinte años. Y el viaje del muchacho de veinte años, a su vez, seguía las huellas de otro viaje hecho durante la guerra por un hermano mayor desaparecido, y tanto el Filip adulto como el muchacho llevan consigo los cuadernos y las cartas del hermano, las huellas escritas de su viaje. Y el viaje del hermano seguía otras huellas, las de un héroe popular esloveno ya convertido en leyenda, también llamado Kobal, que en el siglo XVIII había encabezado una revuelta campesina contra el emperador y que es tomado como “el patriarca de nuestro linaje”. Así, el viaje se despliega sobre las huellas de otros viajes, la mirada se despliega sobre las huellas de otras miradas, la lectura se despliega sobre las huellas de otras lecturas, y en ese desplegarse del viaje, de la mirada y de la lectura se constituye, tras la evocación, el recuerdo, es decir, la propia historia del narrador.
Así, el viaje de formación del joven Kobal, el viaje en el que aprenderá su propia lectura de sí mismo y del mundo, no es un primer viaje sino un viaje que repite otros. Y la palabra alemana para “repetición”, Wiederholung, significa también “renovación”. Aprender a leer es, al mismo tiempo, un “volver sobre las huellas del pasado” y un “recomenzar” (la traducción francesa del relato, de G.A. Goldschmidt, se titula Le Recommencement). Con la precisión que le caracteriza, Handke comienza así su novela: “Hace un cuarto de siglo, o un día, desde que, siguiendo las huellas de mi hermano, que había des-aparecido, llegué a Jesenice. Yo todavía no tenía veinte años y acababa de pasar el último examen de la escuela”.[29]
El relato del viaje de formación, el del muchacho de veinte años, se inicia al modo convencional de la Bildungsroman: el joven Kobal había terminado su escolarización, no tenía claro su futuro (no sabía si ir al servicio militar, o pedir una prórroga y empezar una carrera, y si se decidía por una carrera, no sabía qué carrera comenzar), y no podía ir a Grecia con sus compañeros (el “viaje de formación” clásico para los jóvenes de buena familia de los países del norte de Europa, convertido aquí en un modesto viaje de fin de curso) porque no tenía dinero. Y decidió hacer un viaje solitario a Eslovenia.
El narrador de La repetición, el Filip Kobal de cuarenta y cinco años (Handke tenía exactamente esa edad cuando escribía la novela y, en esa época, se había establecido en las proximidades de Salzburgo y hacía frecuentes viajes a pie por Eslovenia, y el primer capítulo de la novela está, obviamente, lleno de elementos autobiográficos, y tenía exactamente veinte años cuando, estudiante de derecho en la Universidad de Graz, comenzó a trabajar en Los avispones, su primer texto), puede ser el mismo Sorger de vuelta a casa, en su intento de re-vivir el paisaje de su infancia interpretando los signos que entonces eran impenetrables; en su intento de encontrar, fantaseándolo libremente, el vínculo que enlaza todos los momentos de su vida; y en el intento de re-conocer la ley que enlaza su vida con todas las demás vidas en esa suerte de historia de las formas. Su personaje principal, el joven Filip Kobal, encontrará, en su breve viaje de ida y de vuelta, todos los signos de ese proceso en el que un narrador plenamente autoconsciente se constituye como tal. Pero ese proceso, el de constitución de un narrador, es un proceso que dura un cuarto de siglo. Por eso sólo será vivido por el joven Kobal en una serie de signos que le salen al camino. Signos que, entonces impenetrables, sólo alcanzarán su significado pleno para el narrador adulto que repite y renueva aquél viaje, en la narración que, al contar el viaje pasado, es capaz de leer de nuevo esos signos y de darles un sentido.
Filip Kobal, el muchacho de veinte años, sale de casa indeterminado, mudo, desconocido para los demás y para sí mismo, sin poseer el lenguaje justo para nombrar a su familia y a su casa, sin una imagen adecuada de su propio pasado y sin ninguna idea para su futuro. Y, en el curso de su viaje, encontrará algunos signos, entonces todavía impenetrables, en los que cobijar su destino. Pero el viaje sólo terminará cuando haya sido leído y narrado por Filip Kobal un cuarto de siglo después. Entonces el lector-narrador habrá alcanzado su conciencia de lector-narrador, el pasado habrá encontrado el lenguaje que, al evocarlo, lo renueve, y la lectura del mundo se habrá resuelto en escritura.
Hasta aquí la relación entre los dos viajes de Kobal. Pero, como decía antes, el viaje del joven Kobal también repetía otros viajes. El muchacho abandona su casa siguiendo a su hermano. Y su equipaje consiste en los libros del hermano: un diccionario de esloveno, del siglo XIX, y los cuadernos que escribió durante su estancia en la escuela de agricultura de Maribor. Y el muchacho va a aprender a leer el paisaje a través de los libros del hermano, haciendo oscilar su mirada entre las palabras y las cosas. Con lo cual el viaje aparece también como la búsqueda de una forma de leer que es, a la vez, una forma de mirar.[30]
Nada más cruzar la frontera, en Jesenice, en el bar de la estación, el pasado inmediato se ha hecho ya muy lejano. Y desde la gigantesca distancia creada por ese mínimo desplazamiento, el pasado puede ser evocado. Sin embargo, hasta que ese pasado evocado no sea convenientemente interpretado y entre en la narración no será propiamente un recuerdo. Por eso el recuerdo es la repetición de la evocación, la repetición de la vivencia del pasado. Pero una repetición en que lo evocado encuentra un sentido: “Lo que he contado hasta aquí (…) estaba sin duda muy presente en mi espíritu en la estación de Jesenice; sin embargo, no hubiera podido contarlo a nadie. En mí sentía sólo intentos sin sonido, ritmos sin música (…), un poema épico enmarañado, sin nombres, sin la voz interior, sin la trama de una escritura. Lo que el muchacho de veinte años había vivido no era todavía un recuerdo. Y recuerdo no significaba: lo que había ocurrido volvía; sino: lo que había ocurrido, volviendo, mostraba su lugar. Cuando recordaba, sabía: así es como lo viví. ¡Exactamente así!; y sólo de este modo se me hacía esto consciente, sonoro y maduro para el lenguaje; (…) y lo que el recuerdo hace es asignar su lugar a lo que se ha vivido, en la secuencia que lo mantiene vivo, en la narración que en cada momento puede pasar a la narración abierta, a la gran vida, a la invención”.[31]
Lo vivido sólo se hace recuerdo en la ley de la narración que es a la vez la ley de su lectura. Y ahí se hace otra vez vivo, abierto, productivo. La memoria que lee y que cuenta es la memoria en la que el “érase una vez” se convierte en un “¡comienza!”. Todo el primer capítulo está dedicado a los recuerdos: ¿qué es lo que Filip Kobal, de veinte años, evocó durante sus primeras horas en la frontera? ¿qué es lo que Filip Kobal, de cuarenta y cinco años, es ya capaz de contar?
La experiencia fundamental de la infancia de Filip Kobal es el no tener un sitio. Filip Kobal, ya en el instituto, no logra integrarse en el círculo de los de su edad que permanecen en el pueblo. Ellos se han convertido ya en adultos, ya son claramente dueños de una posición y de un lugar en el pueblo, pero Filip es un extraño o, mejor aún, no es nadie. Se junta con personajes marginales: con los niños, en la plaza de la iglesia, al anochecer; con el peón caminero, que vive en esa franja periférica que llaman “detrás de los huertos” y que se dedica a mantener los caminos de la región y a pintar las pequeñas capillas de los cruces; con la hermana, perturbada mental, perpetuamente sentada al sol, como los viejos, al margen de las ocupaciones de los demás. Personajes marginales, desocupados o con oficios extraños, sin la aplicación y la determinación de los que tienen su sitio y están plenamente identificados con ese sitio, sin la forma de estar en el mundo de aquellos que son claramente alguien y que tienen claramente algo que hacer. Personajes que pueden ser una imagen del escritor, ese ser marginal e indeterminado. Y personajes que, en otras obras de Handke, son también una imagen de una mirada no convencional, no fijada y, por eso mismo, limpia. Espacios periféricos, intermedios, un tanto desplazados: “Sí, el momento de los niños a la hora del crepúsculo; sí, el momento del pintor que trabajaba sin testigos; sí, el momento de la conjurada sentada al sol: sin embargo, a la larga para mí ninguno de estos momentos podía sustituir el lugar perdido” .[32]
Pero tampoco en la ciudad, en el instituto, está en su sitio. No frecuenta cines ni bares. Los condiscípulos viven en la ciudad, son plenamente conscientes de quien son (hijos de abogados, médicos, fabricantes, comerciantes), tienen actividades y formas de relacionarse en las que se mueven con completa desenvoltura:”… yo estaba al margen, mudo, sin decir palabra, y quería que los que estaban alrededor de la mesa me preguntaran por qué no decía nada. Pero los otros (…) lo único que hacían era conversar al margen de mí, prescindiendo de mí, como si en aquél momento se tratara sólo de demostrarme con ello que estaban allí y que para ellos yo no existía …”.[33]
Y tampoco en la casa familiar puede encontrar su sitio puesto que la casa no es más que la vivencia del exilio. Lo que define la conciencia de los padres de Filip es justamente el sentirse forasteros en el pueblo. El padre, descendiente de aquél Kobal que encabezó la revuelta en Eslovenia, forma parte de un linaje que fue expulsado del pais natal y condenado a no encontrar su morada en ningún sitio. Su herencia, lo único que ha recibido como tradición familiar, es esa conciencia de expulsado. La madre, que sí es del pueblo, ha asumido también esa herencia aunque de un modo completamente distinto. Para ella el país natal perdido es una promesa y un derecho, un lugar de esperanza. De ese modo ambos viven fundamentalmente en el otro país, aunque encarnando cada uno, en su manera de vivirlo, una de las modalidades posibles del exilio: el uno lo vive como inevitablemente perdido y la otra como un sueño de salvación. Y ambos intentan constantemente de imponer sus respectivas vivencias al joven Filip: el padre, el sentimiento colérico de la injusticia; la madre, el sentimiento del derecho y de la lucha por el derecho.
La única patria de Filip, lo único que Filip puede vivir como una especie de patria, son los viajes en autobús y en tren del pueblo a la ciudad y de la ciudad al pueblo. En el autobús o en el tren, los viajeros no son pobres ni ricos, eslovenos o alemanes, ni siquiera son éste o aquél. Los viajeros están fuera del entorno habitual en el que son alguien y ahí, en la impersonalidad propiciada por la penumbra de los asientos, sus gestos alcanzan una dignidad y una intensidad que los transfigura. Y las personas, máximamente anónimas, solitarias, aisladas de su contexto cotidiano, pueden mostrarse en su imagen más íntima, más real. Todos son igualmente nadie. Del mismo modo, los espacios, al poder ser contemplados de una forma morosa y despreocupada, aparecen en sus detalles y en su indefinición, es decir, como escenarios en los que puede pasar cualquier cosa y en los que la imaginación puede proyectarse. De este modo, el viaje en autobús se convierte en la primera escuela de esa mirada purificada, de esa esa forma de leer que se posa sobre las personas y sobre las cosas dejándolas aparecer en su realidad más íntima.
El viaje de Filip que, como todo viaje de formación, es un viaje iniciático, se abre con un enigma y con una prueba de iniciación. El enigma, representado por la ventana ciega, es un signo que, al ser descifrado, dará la orientación del viaje. La prueba, representada por la experiencia del túnel de la frontera, marcará la transición, el umbral, y condensará en un punto máximamente significativo la totalidad del recorrido y su sentido, a saber, la transfiguración de la mirada, la conquista de un mundo al fin legible y la emergencia del narrador.
Filip se siente atraído por una ventana ciega, tapiada, en la estación de Mittlern. Esa ventana le remite inmediatamente a la evocación de otra ventana similar en la casa del peón caminero, en el pueblo natal, y al ojo tuerto del hermano cuyas huellas anda siguiendo. Y la ventana misma aparece como la imagen de lo ilegible: aquello que llama la atención, pero que no da nada para ver, aquello que hace señas pero cuyo sentido no puede ser interpretado. Y la ventana dará al joven dos mensajes. El primero, “¡amigo, tienes tiempo!”, es una instrucción de demora. El segundo, que el “érase una vez” puede convertirse en un “¡comienza!” o, mejor, en un “¡re-comienza!”, es un signo de que el futuro está abierto y el pasado está vigente, es decir, un signo de que la conexión temporal es posible. Siempre, naturalmente, que se dedique el tiempo necesario para fantasearla.
La prueba de iniciación, la transición, el umbral, aunque dura sólo una noche, en el recuerdo se convierte en un símbolo del proceso de convertirse en un narrador capaz de leer el mundo de una forma renovada. Por eso, en el recuerdo, es una noche “que dura décadas”. El muchacho decide pasar la noche en el túnel por el que el tren le ha introducido en Eslovenia. Y el túnel, que fue construido por prisioneros de guerra, es, como todo umbral, un espacio que contiene una imagen del peso de un pasado que le impide ser inocente. En el túnel, Filip sueña la pérdida del lugar: que su casa está en ruinas, que su valle natal se ha inundado, que se ha declarado la guerra. Sueña también la pérdida de la identidad del yo: que ha perdido un zapato, que la raya de su pelo ha cambiado de sitio. Imagina a sus compañeros en Grecia y experimenta la soledad. Y, sobre todo, experimenta la mudez. El joven está mudo porque las cosas son ilegibles, y el planeta está mudo porque no tiene ningún narrador que lo indulte y que, al narrarlo, le dé un sentido y lo haga habitable.
Sin embargo, al salir del túnel, todavía en la noche, el valle, el paisaje del valle, se muestra como un espacio que puede ser leído:“Aunque tenía grabados desde antes los detalles del valle, con todo, ahora aparecían en su literalidad una serie de letras que, teniendo como inicial el caballo que arrancaba hierba, colocadas unas al lado de las otras, formaban un contexto, una escritura. Y este paisaje que tenía ante mí, esta línea horizontal de la que sobresalían objetos (…), esta línea que se podía describir la entendía yo ahora como ‘el mundo’ (…). De este modo, en esta hora que precedía a la mañana, continuar el camino era ahora descifrar, seguir leyendo, grabar en la memoria, tomar notas en silencio (…). Y yo ahora distinguía dos clases de soportes del mundo: el suelo que sostenía al caballo, los huertos colgantes, las cabañas de madera y el que descifraba todas las cosas y las había tomado sobre sus hombros, a modo de rasgos y signos de estas cosas”.[34] Además, “a las vocales que despertaban en mí las cosas se juntaban ahora, como si fueran consonantes, los que iban por la calle”.[35] Y después de las vocales y las consonantes, las palabras, las palabras sencillas, originales, las que muestran el mundo: “En las lecherías, a diferencia de lo que ocurría con el griterío de las marcas del norte o del oeste, no estaba más que la palabra correspondiente a la leche; en la panadería simplemente la palabra para pan; y la traducción de las palabras ‘mleko’ y ‘kruh’ no era ninguna versión a otra lengua, sino un regreso a las imágenes, a la infancia de las palabras, a la primera imagen de la leche y del pan”.[36]
A la salida del túnel, en esta suerte de epifanía del mundo, en esta especie de mirada renovada y lenta en la que el mundo, por fin, ya no está mudo y ya es legible, Handke utiliza una imágen especialmente querida para él: las gotas de rocío que forman pequeñas bolitas en el polvo. Una imagen que es, a la vez, una imagen de la infancia y una metáfora de la escritura, de la epifanía del mundo a través de la escritura. Y que puede relacionarse también con aquella intuición del primer Wilhelm de Handke de la primera gota que, después de milenios de lluvia, no se evapora inmediatamente.
Y empieza el verdadero viaje en un recorrido en tren que Filip, como en los cuentos, hace dormido. En el valle de la Wocheim, Filip, con la sensación de que ha sido dejado en paz, solitario y anónimo, y sin ninguna urgencia, se ocupa en la lectura de los libros del hermano: unos apuntes de la escuela de agricultura y un diccionario de esloveno del siglo XIX.
En el cuaderno de agricultura Filip aprende un lenguaje casi sensorial y austeramente descriptivo, un lenguaje que habla de plantas, de instrumentos agrícolas, de huertos. Y un lenguaje que, al no ser el suyo, está despojado de asociaciones espúreas. El leer se convierte así en un ir, casi sin mediaciones, de una palabra a una imagen: un ‘lenguaje vidente’ en el que las cosas están con plena intensidad, casi de una forma corpórea, material.
El diccionario de esloveno, que incluye expresiones y giros, también le da esa experiencia de un leer que es, al mismo tiempo, un descubrir. Y en las palabras aparece un pueblo indeterminado, atemporal, fuera de la historia, que crea nombres para las cosas más cotidianas y más insignificantes. Y las palabras, al estar fuera de contexto y permanecer, por tanto, indeterminadas, crean un espacio blanco a su alrededor donde pueden resonar:“Y, sin embargo, a la vez eran cuentos, porque, como respuesta a cada una de las palabras que me interrogaban —aunque yo no hubiera visto jamás aquella cosa y aunque hiciera tiempo que ésta no estaba ya en este mundo—, de esta cosa emanaba siempre una imagen, o mejor una apariencia, un brillo”.[37]
Y el diccionario, como si fuese una rampa, lleva sus ojos hacia el paisaje. Hacia unos pastizales desiertos, en forma de escalera de piedra. Allí experimenta la aniquilación del mundo, de lo que da cohesión y sentido al mundo, a manos de los corruptores del lenguaje, del tropel de los que hablan y escriben. Y, después, la necesidad de luchar por la subsistencia. Y comienza a escribir en el aire con el puño, como sombreando una enorme hoja de papel que estuviera sobre los peldaños de los pastizales, como escribiendo en una lengua ya desaparecida, como anticipando un mensaje todavía inarticulado que pide justicia.
Así, esta segunda etapa del viaje de Filip puede colocarse bajo el signo de la búsqueda del lugar adecuado, es decir, el punto de vista adecuado, la luz adecuada, el punto justo de despliegue de la mirada. Pero se trata aquí de una mirada en la que el mundo se despliega a un lector atento. Por eso es esencial reconocer los signos, buscar la lengua correspondiente, la palabra que le es propia a cada cosa.
La siguiente etapa del viaje es el desierto del Karst al que Filip también llega, como en los cuentos, en un viaje mágico, transportado por fuerzas desconocidas: Filip se duerme en un autobús y al despertar está en el Karst. Allí es recibido también de modo enigmático por una vieja que le saluda como a uno de allí, como al “hijo del herrero muerto, al fin otra vez en casa”, y así el Karst será el modelo del paisaje de la infancia.
Como lugar iniciático, requiere también una consagración de pertenencia. Y es el viento del sudoeste el que le bautiza y le guía, el que le lleva en volandas, el que le da el nombre y la figura a las cosas de la naturaleza, el que le enseña a leer el paisaje: “De aquellas brisas he aprendido yo más que del mejor de los profesores: aguzando mis sentidos, todos a un tiempo, en lo aparentemente más embrollado y confuso, en la naturaleza salvaje, a leguas de distancia de los humanos, aquellos soplos me mostraban una forma tras otra, cada una claramente separada de la otra, cada una el complemento de la otra, y yo, en la cosa más inútil, descubría un valor y llegué a poder dar nombre a todas las cosas juntas”.[38]
El viento del norte, por su parte, le hace leer de un modo renovado las obras de los hombres: las formas originales de la puerta, del camino, de la casa. El viento del norte reúne a las cosas de los hombres, las armoniza, y las muestra bellas y útiles. Y ahí, en ese aparecer de las formas esenciales de las obras humanas, Filip entiende el valor de la “herencia de los antepasados”: el jardín del hermano, la casa construida por el padre, los muebles que fabricaba el padre. Todo eso tiene aquí su correspondencia y su modelo.
Y en el desierto aprende también una manera de andar que le identifica: “ser todo yo una manera de andar”.[39] Una manera de andar lenta que, en lugar de concitar la atención de la gente sobre el que camina, “llama la atención sobre el entorno”, es puro placer del estar en camino, no tiene meta, pero lleva, una y otra vez, a darse la vuelta y a mirar hacia atrás: “Es tan inquebrantable la esperanza que tengo en la fuerza de este paisaje para insuflar de un modo renovado en aquél que le dedica tiempo una nueva imagen originaria, una forma elemental, el prototipo mismo de lo que es una cosa, que estaría punto de llamarla fe a esta esperanza; el viento bautismal tiene el valor del viento del primer día, y el caminante, envuelto por él, se siente aún hijo de este mundo. Sin embargo, no necesita salir corriendo como el que va de paso, sino que andará lentamente, se dará la vuelta mirando alrededor de sí mismo, se detendrá, se agachará (…). Antes de que se de cuenta, el paisaje y el viento ya le habrán dado lo que le corresponde”.[40]
Lo que Filip encuentra en el Karst son las formas que hacen el mundo, por fin, legible y deambulable. Allí se dan a conocer, se graban en su interior, fructifican y pueden ser transmitidas (llevadas a otro país). Por eso cuando Filip, finalmente, decide volver a casa, se ha convertido ya en un escritor: antes de marchar se lleva unos trozos de carbón que encuentra incrustados en la montaña con los que fabricará sus lápices.
[15. Un mundo por fin legible y deambulable]
[1] Sobre el porvenir de nuestras escuelas, Barcelona, Tusquets, 1977, p. 31.
[2] Pero yo vivo solamente en los intersticios, Barcelona, Gedisa, 1990 , pp. 88-89.
[3] Historia del lápiz, Barcelona, Península, 1991, p. 6.
[4] La repetición, Madrid, Alianza, 1991, p. 226.
[5] Lento regreso, Madrid, Alianza, 1985.
[6] Pero yo vivo solamente de los intersticios, op. cit., pp. 64-65.
[7] Historia del lápiz, op. cit., p. 195.
[8] Pero yo vivo solamente de los intersticios, op. cit., pp. 73 y 184.
[9] Ídem, p. 79.
[10] Carta breve para un largo adiós, Madrid, Alianza, 1976.
[11] Ídem, p. 87.
[12] Ídem, p. 89.
[13] Falsche bewegung, Frankfurt, 1975.
[14] La expresión es de G.A. Goldschmidt y puede encontrarse en su Peter Handke, París, Seuil, 1988, p. 94.
[15] Carta breve para un largo adiós, op. cit., p. 26.
[16] Ídem, p. 135.
[17] Pero yo vivo solamente de los intersticios, op. cit., p. 64.
[18] Lento regreso, op. cit., p. 154.
[19] Ídem, p. 131.
[20] Un excelente trabajo sobre Lento regreso desde el punto de vista del tratamiento de los espacios y poniendo en relación a Handke con Cézanne y con Spinoza es el libro de J.L. Pardo, Sobre los espacios. Pintar, escribir, pensar, Madrid, Ed. del Serbal, 1991.
[21] Lento regreso. op. cit., p. 130.
[22] Ídem, pp. 85-86.
[23] Ídem, p. 88.
[24] Por los pueblos, Madrid, Alianza, 1986.
[25] Ídem, p. 24.
[26] Lento regreso, op. cit., p. 18.
[27] Ídem, p. 49.
[28] Ídem, p. 60.
[29] La repetición, op. cit., p. 13.
[30] Quizá sea interesante señalar que los personajes de las novelas de Handke que estoy citando siempre leen libros y, en algún momento, hablan con artistas. El Gran Gastby de F. Scott Fitgerald y Enrique el Verde de G. Keller son los libros de la Carta breve; La educación sentimental de Flaubert y las Escenas de la vida de un don nadie de Eichendorff son los de Falso movimiento; Lucrecio es el autor que lee Sorger en Lento regreso; en Por los pueblos es el discurso de Nova el que hace de contrapunto poético y lo que la gente dice de la obra de un escultor que había vivido en el pueblo. La conciencia de los personajes, que antes hemos caracterizado como un entrelazamiento de la mirada y la evocación, de la extensión y la intensión, está constituida también por la imaginación poética. Los héroes de Handke deambulan en un espacio, en una duración y en una biblioteca.
[31] La repetición, op. cit., pp. 85-86.
[32] Ídem, p. 50.
[33] Ídem, p. 53.
[34] Ídem, p. 95.
[35] Ídem, p. 109.
[36] Ídem, p. 109.
[37] Ídem, p. 169.
[38] Ídem, p. 220.
[39] Ídem, p. 225.
[40] Ídem, p. 227.