17. La formación anárquica

(El infinito de la lectura en Schlegel y Novalis)

Me dijo que su libro se llamaba el Libro de Arena, porque ni el libro ni la arena tienen ni principio ni fin.

Jorge Luis Borges

“Le romantisme est notre naïveté”, escriben Philippe Lacoue-Labarthe y Jean-Luc Nancy en el prólogo de un libro que, junto con la rechazada tesis doctoral de Walter Benjamin, constituye la clave de la recuperación crítica contemporánea del primer romanticismo alemán más allá de la brutal y torpe condena unánimente repetida desde Hegel por toda filosofía de vocación totalitaria.[1] El romanticismo es nuestra inocencia y nuestra ingenuidad, quizá nuestra revuelta adolescente, pero también, si tomamos la Naivität en el sentido en que Schiller usa esa palabra, es el recuerdo de nuestro nacimiento y el anuncio de nuestra renovación, de nuestra propia posibilidad de futuro, de libertad y de novedad.[2]

En lo que aquí nos interesa, los jóvenes del Athenäum mantienen la estructura básica de la Bildung, pero la tensan hasta el límite en tanto que la liberan de toda atadura y la lanzan hacia el infinito. La operación teórica, formulada de forma entusiasta, consiste, desde el punto de vista filosófico, en una determinada distancia con respecto a la estética trascendental kantiana: básicamente en la re-elaboración de la noción fichteana de reflexión (que, a su vez, reelabora la noción kantiana de crítica) colocando el arte, emblemáticamente la literatura, y no la autoconciencia, como el medio de su despliegue. La deriva romántica debe entenderse, por un lado, como la apertura, en el interior del idealismo especulativo post-kantiano, de la cuestión de la literatura. Por otro, como la explosión de la estructura de la Bildung en el seno de esa cuestión. En suma, cómo llevar hasta sus consecuencias más radicales la afirmación contenida en el Fragmento 430 del Athenäum, ese dictum que podría tomarse como la quintaesencia del programa romántico: “todo hombre es, por naturaleza, poeta”.[3]

Kant, como se sabe, había introducido la reflexión (considerada como crítica) en el núcleo de la filosofía. La filosofía kantiana puede entenderse como la analítica de un sujeto finito al que se le prohibe toda transgresión del campo de lo sensible en lo que respecta a la razón teórica, así como todo desbordamiento del imperativo moral en lo que respecta a la razón práctica. En la Crítica de la Facultad de Juzgar, sin embargo, la reflexión ya no es una actividad auto-limitadora, como en el caso de la crítica del conocimiento y de la moral, sino que aparece como un movimiento libre y sin trabas. Lo bello aparece ahí como una cualidad sin concepto y sin fin: como algo que place sin la intervención siempre limitadora del entendimiento o de la razón y también como algo desprovisto de toda finalidad exterior. La formación de lo bello, por tanto, proviene del libre juego de las facultades del espíritu dominadas por la Einbildungskraft, por la imaginación transcendental.[4] En esa estela, Fichte, como también Schelling, se propuso radicalizar estéticamente las nociones kantianas de crítica y de reflexión haciendo saltar los límites que impedían el despliegue de la infinitud del sujeto. Lo que estos autores, y con ellos los jóvenes románticos, toman de Kant no es otra cosa que la posibilidad latente en el pensamiento kantiano de pensar la Bildung humana (lo que nosotros entendemos como la historia de una cultura o como el desarrollo de un individuo particular) como un proceso sin principio y sin fin determinados: como un devenir cuya archè es arbitraria y cuyo telos remite al infinito, literalmente an-árquico y a-teleológico.

Poesía e infinito

En la primera redacción de la Doctrina de la Ciencia Fichte había pensado el despliegue del espíritu desde el movimiento puramente subjetivo en el que éste se refleja sobre sí mismo. El sujeto de la reflexión es el yo absoluto conociéndose de manera inmediata, pero no de manera sensible, como una cosa material, sino de manera formal, engendrándose y recuperándose a sí mismo como objeto formado. La reflexión fichteana tiene entonces la estructura de un pensamiento del pensamiento o, lo que para Fichte es lo mismo, de una formación de la forma. Además, y dada esa estructura puramente formal y como vaciada de toda determinación substancial, esa reflexión puede pensarse como el modo de auto-formación de un sujeto dotado de libertad absoluta de la que no puede dar cuenta ninguna lógica de la identidad ni de la identificación que pudiera pensarse como su origen primero o como su resolución última.

A partir de ahí, y a diferencia de Fichte, los jóvenes románticos ya no entienden el sujeto absoluto como una pura autoconciencia no limitada por ninguna objetividad, sino que piensan su libertad como lo que se realiza en el lenguaje entendido artísticamente, es decir, en la poesía como fuerza que compone y crea. La palabra poesía (Poesie) no mienta aquí un producto literario de un género particular (lo que sería la Dichtung), sino que nombra un impulso inacabable, plural y no regulado orientado a la producción y la renovación de las formas. Poesie es el nombre de una constante metamorfosis que escapa a toda estabilización, de una perpetua disgregación que escapa a toda síntesis, de una eterna fuerza formadora que escapa siempre a toda ordenación y a toda disciplina. Y Poesie nombra también un movimiento de reapropiación de la naturaleza aunque esta vez como producida, organizada y formada por el espíritu. En ese sentido, la poesía no refleja el mundo a la manera del conocimiento objetivo, sino que más bien lo re-produce activamente, en una forma continuamente renovada.

Partiendo de una afirmación convencional del idealismo, aquella que enuncia que el mundo no es otra cosa que el correlato de la actividad formadora del sujeto, el momento romántico consiste en su radicalización estética. El sujeto es ahora percibido como artista, es decir, como sujeto libre, creador y potencialmente infinito. Desde ese punto de vista, el mundo que es su correlato no puede ser concebido de otro modo que como una obra de arte en perpetua formación y transformación, siempre inacabada.[5] La fuerza formadora, la bilbende Kraft, es una potencia estética, una aesthetische Kraft cuyo otro nombre es Poesie y cuyo principio ontológico es la libertad.

Pero el juego poético, todo lo libre e indeterminado que se quiera, no es huida del mundo sino con-formación del mundo y, en ese sentido, produce verdad. Una verdad, eso sí, que no es ya última e inamovible, sino que está eternamente abierta a la dimensión imaginaria de lo posible. Por eso, para los jóvenes románticos, la filosofía es poesía, debe cumplirse como poesía. Para ellos el arte es el organon por excelencia de la filosofía porque la poesía es nada más y nada menos que el proceso mismo libre e infinito de producción de la verdad. El arte no es tomado como un adorno o un refinamiento que se añade al espíritu o, incluso, como un goce especialmente noble y desinteresado. El principio estético que inspira a los jóvenes románticos, por el contrario, supone toda una nueva definición del principio de realidad, nada más y nada menos que el engarce ontológico entre verdad, arte y libertad.

Es como poesía que el mundo y el hombre pueden mostrar un devenir abierto y no finalizado que nunca se fija definitivamente en ninguna versión de sí mismo. Y el poeta romántico, figura del hombre moderno, en medio del formarse y el transformarse continuo de sí mismo y del mundo, comprende la verdad de su existencia como una incesante aventura poética.

Podemos ver ahí, en esa aventura a la vez poética y existencial, la íntima conexión entre Poesie y Bildung. Nada es sino formado, gebildet, y lo que hace que una cultura, una obra de arte o una persona individual se formen es una bilbende Kraft, una fuerza formadora entendida como impulso poético, como capacidad infinita de auto-poiesis (en el doble sentido de autocreación y autoproducción) o, dicho de otro modo, como principio libre e indeterminado de autoformación y de autotransformación. Como dicen Laucoue-Labarthe y Nancy: “la poesía romántica intenta pensar la esencia de la poiesis, es decir de la producción. La cosa literaria produce allí la verdad de la producción en sí y, por lo tanto, de la producción de sí, de la autopoiesis. Y si es cierto (…) que la autoproducción forma la instancia última y la clausura del absoluto especulativo, es necesario reconocer en el pensamiento romántico no solamente el absoluto de la literatura, sino la literatura en tanto que absoluto. El romanticismo es la inaguración del absoluto literario”.[6]

Autorreflexión, mediación y diálogo

Entre los jóvenes del Athenäum, A. W. Schlegel destaca como uno de los más grandes y prolíficos traductores de la lengua alemana. Novalis y F. Schlegel, por su parte, valoran enormemente la actividad de la traducción y escriben varias anotaciones al respecto. Sin embargo, y a pesar de que tanto la práctica de la traducción como la manera de entenderla se cuentan entre sus principales aportaciones, no hay en esos autores una teoría de la traducción explícitamente formulada. La teoría romántica de la traducción es, por decirlo así, inmanente a la teoría de la literatura, sobre todo en dos aspectos relacionados entre sí. Por un lado, en la apología de la mezcla, de la hibridación y de la conversibilidad generalizada de las categorías. Por otro, en su concepción de la crítica literaria. En ese último aspecto es en el que insiste Antoine Berman cuando dice que “en el pensamiento romántico, el concepto de crítica debía necesariamente recubrir, desplazar y en parte ocultar el de traducción”.[7] La traducción ya no es sólo una actividad que puede ser tomada como un análogo de la lectura, sino que se confunde con la afirmación de una determinada manera de leer.

La crítica, entendida como construcción teórica del arte, se presenta al modo de la reflexión de la poesía sobre sí misma, es decir, como poesía de la poesía. Así F. Schlegel en el fragmento 117 del Lyceum afirma taxativamente: “la poesía sólo puede ser criticada por la poesía. Un juicio artístico que no es él mismo una obra de arte (…) no tiene ningún derecho de ciudadanía en el reino del arte”.[8] Podemos encontrar aquí una huella de la noción fichteana de reflexión concebida como la exposición de la formación de la forma o, dicho de otro modo, como la revelación del elemento productor y creador, literalmente poético, tal como aparece realizado en un producto literario dado. Desde este punto de vista, la lectura crítica es reconstrucción de la génesis de la obra, captación sensible de las leyes que han determinado su proceso de formación. La lectura crítica ya no es el juicio de la obra según su conformidad o no con un modelo externo y la tarea del crítico ya no consiste en la fijación de un canon de lo que es excelente según ciertos criterios independientes de la obra. La obra no está sometida a reglas exteriores a ella, sino que contiene ella misma su propia ley inmanente que no es otra que la que ha determinado su génesis y su formación. Por eso es la obra misma la que contiene en germen la posibilidad de su propia crítica, y es en la crítica que la obra se refleja a sí misma en el espejo de su propia ley inmanente. La lectura crítica no es otra cosa, entonces, que la autorreflexión de la obra. Una autorreflexión, sin embargo, que lleva siempre la obra más allá de sí misma puesto que su ley constituye siempre un exceso respecto a la obra particular que es su cumplimiento. La lectura crítica constituye así una suerte de infinitización de la obra en tanto que busca en ella las huellas del absoluto creador que la ha formado y que, a la vez, ha injertado en ella la fuerza que la lanza por encima de sí misma. La autorreflexión de la obra no es ya la producción de un lenguaje anexo que habla de la obra determinándola y delimitándola desde su exterior, sino que es un impulso inscrito en el interior mismo de la poesía en tanto que su esencia es ser búsqueda y búsqueda de sí misma en el movimiento indeterminado de su propia indeterminación y en el espacio ilimitado de su propia carencia de límites.

Pero la crítica es también mediación. En la introducción al Diálogo sobre la Poesía, uno de los textos mayores de la revista Athenäum, F. Schlegel comienza afirmando que “…cada uno porta en sí su propia poesía”. A partir de ahí señala que “…la alta ciencia de una auténtica crítica ha de enseñarle cómo debe formarse a sí mismo en sí mismo y, ante todo, ha de enseñarle a captar también todas las demás formas autónomas de la poesía en su fuerza y su plenitud clásicas, de modo que la flor y el fruto de espíritus ajenos se convierta en alimento y semilla para su propia fantasía”. La función de la lectura crítica no es establecer y juzgar el valor de una obra, “otorgarle leyes punitivas”, sino formar la poesía que cada lector lleva en su interior. Cada poesía individual, engendrada por una forma formadora con leyes inmanentes, es singular y limitada. La generalización según modelos externos mata y pierde lo que tiene de más propio. Pero para formarse, esa poesía propia tiene salir de sí y relacionarse con el todo: “… tampoco debe bastarle al poeta legar en obras duraderas la expresión de su propia poesía tal como innatamente tomó forma en él. Ha de esforzarse por ampliar eternamente su poesía y su visión de la poesía (…) esforzándose por incorporar de la manera más precisa su parte a la gran totalidad”.[9]

Autorreflexión y mediación. Además, la lectura crítica es también un juego ágil de correspondencias entre textos diversos que produce cruces y mutaciones enigmáticas. En ese contexto no es casual que el texto anteriormente citado tenga la forma de un diálogo en el que los distintos interlocutores son trasuntos literarios de los miembros del grupo de Jena captados en los momentos inmediatamente anteriores a la disolución del grupo. El Diálogo sobre la Poesía reproduce en su forma la concepción romántica de la poesía de la poesía: un diálogo en el que su tema, la poesía, no es nunca determinada en una positividad que la identifique, sino que es constantemente aludida como en un juego de espejos. La lectura crítica es, en sí misma, diálogo, relación, intercambio, formación de uno mismo en relación con los otros, correspondencia a veces armónica y a veces violenta entre posiciones diversas, unidad formal de diferencias entrelazadas. Como si el diálogo mismo fuera una apoteosis de la mezcla y de la hibridación creativa de la que hay un ejemplo en la caracterización que hace uno de los contertulios sobre la situación literaria en alemania a finales del siglo XVIII: retorno a los antiguos para su revitalización y su interrelación con la actualidad; aparición de un genio nacional (Goethe) caracterizado en lo que tiene de proteiforme tanto por su uso de todos los géneros como por su incorporación de las formas literarias de todas las épocas y de todos los paises; mezcla de filosofía y poesía “para reavivarse y formarse en un constante intercambio”; aparición de un arte de la traducción; y constitución de una crítica que se quiere filosófica justamente por lo que tiene de poética.[10]

La lectura crítica constituye entonces una relación entre fuerzas poéticas que no es suma ni síntesis, sino co-presencia de la pluralidad de las partes en su tensión misma. En el célebre Fragmento 116 del Athenäum F. Schlegel vocea su manifiesto: “una poesía universal y progresiva. Su designio no consiste únicamente en volver a unir todos los géneros disgregados de la poesía y en poner en contacto a la poesía con la filosofía y la retórica. Quiere y debe mezclar poesía y prosa, genialidad y crítica, poesía del arte y poesía de la naturaleza, fundirlas, hacer viva y sociable la poesía y poéticas la vida y la sociedad (…). Como la epopeya, sólo ella puede devenir espejo de la totalidad del mundo circundante, imagen de la época. Y es, eso sí, superior su capacidad para volar con las alas de la reflexión poética entre lo presentado y lo que presenta, en el centro, libre de todo interés real e ideal, y puede potenciar una y otra vez tal reflexión, y multiplicarla infinitamente en un continuo juego de espejos. Es capaz de la formación más amplia y más elevada —no sólo de dentro a afuera, sino también de fuera a adentro—, en tanto que organiza regularmente todas las partes de lo que debe ser un conjunto (…). Otros modos poéticos están ya concluidos y pueden ser sometidos a una disección completa. El modo poético romántico está aún en devenir; sí, esta es su verdadera esencia, que sólo puede devenir eternamente, que nunca puede completarse. No puede ser creado por medio de teoría alguna, y sólo una crítica adivinatoria tendría derecho a aventurarse a caracterizar su ideal. Sólo él es infinito, como sólo él es libre y reconoce como su primera ley que el arbitrio del poeta no admite ley por encima de él”.[11]

Desde el punto de vista de la Bildung, la traducción masiva y la lectura desordenada contenían un peligro: la disolución de la propia identidad. Pero los jóvenes románticos parecen despreciar el peligro. La flexibilidad tan querida por Goethe, esa versatilidad que es condición de la agilidad mental y cultural, se transforma en un movimiento fluido y proteico. La ampliación de lo propio de que hablaba Herder se abre a lo ilimitado. El poeta se convierte en un sujeto libre, absoluto y abierto a lo infinito. La literatura se configura como un libro total, una especie de Enciclopedia o de Biblia en perpetuo crecimiento y en constante metamorfosis que ya no representará lo real sino que lo creará, lo movilizará y lo destruirá en un gesto soberano. La lectura se convierte en una alquimia salvaje. Aparece un lector que no tiene patria porque lo que la literatura anuncia es, justamente, la imposibilidad de toda patria. Un lector al que no se le promete ya ninguna identidad en la que reposar, ni siquiera diferida, porque la literatura misma, incesante, múltiple y siempre en devenir, no tiene identidad ni acepta reposo. Y un lector que ya no puede atesorar riquezas porque la plenitud a la que aspira, en tanto que infinita e indeterminada, sólo se le revela como ausencia y como vacío.

Tiene razón Foucault cuando afirma que el momento romántico es aquél en que el lenguaje se hunde en su propio espesor de objeto y descubre el poder desnudo, salvaje e imperioso de las palabras. De la revuelta romántica a Mallarmé, dice Foucault, “la literatura se encierra en una intransitividad radical; se desprende de todos los valores que podían hacerla circular en la edad clásica (el gusto, el placer, lo natural, lo verdadero) (…) y deviene pura y simple afirmación de un lenguaje que no tiene más ley que afirmar —contra todos los otros discursos— su existencia escarpada; ella no tiene ya más que curvarse en un perpetuo retorno sobre sí misma, como si su discurso no tuviera por contenido mas que decir su propia forma: se dirige a sí misma como subjetividad escribiente, o busca reencontrar, en el movimiento que la hace nacer, la esencia de toda literatura”.[12]

El lenguaje literario se desgaja de todo entronque objetivo y no tiene ya otro objetivo que lucir un instante sin otra realidad que su propia forma. La literatura flota en un puro decir que le abre una libertad suprema y un movimiento ilimitado al margen de cualquier principio de utilidad y sin ninguna ley que la someta. El lector no encuentra en su relación con el texto sino un puro espacio abierto en el que perderse.

Toda traducción es poesía

Quizá sea Novalis en un famoso fragmento de Granos de polen el escritor que de forma más condensada ha expresado la teoría romántica de la traducción y su parentesco esencial con la lectura y con la crítica, con todos esas formas, en suma, de potencializar la obra, de llevarla más allá de sí misma, de liberarla de toda atadura y de lanzarla hacia el infinito. El fragmento dice así:

“Una traducción es o bien gramatical, o bien transformante o bien mítica. Traducciones míticas son las traducciones del más alto estilo. Ellas expresan el carácter puro, completo y acabado de la obra de arte. No nos dan la obra de arte real, sino la ideal. Todavía no existe que yo sepa ningún ejemplo completo de ellas. Sin embargo, en el espíritu de muchos críticos y en la descripción de obras de arte se encuentran huellas manifiestas de ella. Hay que tener una cabeza en la que espíritu poético y espíritu filosófico se encuentren compenetrados perfectamente. La mitología griega es, en parte, una traducción semejante de una religión nacional. También la madonna moderna es un mito de esta especie.

Las traducciones gramaticales son traducciones en el sentido ordinario. Exigen mucha erudición, pero sólo capacidad discursiva.

A las traducciones transformantes, si quieren ser auténticas, les corresponde un espíritu poético máximo. Degeneran fácilmente en el travestismo, como el Homero en yambos de Bürger, el Homero de Pope y en general todas las traducciones francesas. El auténtico traductor de esta especie debe ser él mismo un artista hecho y derecho y poder dar a discreción la idea del conjunto de esta o aquella forma. Debe ser el poeta del poeta y ser capaz de hacerle hablar según su idea y según la idea del poeta al mismo tiempo. En tal relación está el genio de la humanidad con cada uno de los individuos de la humanidad.

Y de estas tres maneras se pueden traducir no sólo libros, sino todo”.[13]

Novalis habla aparentemente de la traducción entre lenguas distintas, pero en los ejemplos que ofrece podemos ver que incluye también la traducción dentro de la misma lengua (lo que Jacobson llama rewording o paráfrasis),[14] la traducción de un sistema de signos a otro (lo que Jacobson llama transmutación o traducción intersemiótica), amén de otras formas de re-creación de un texto como la crítica literaria o la versión transformada. Además, y para enfatizar aún más la generalidad de su idea de traducción, el fragmento termina afirmando que todo puede ser traducido. Lo que puede ser traducido se convierte así en lo que puede ser leido, es decir, cualquier cosa que podamos tomar como un texto y con lo que podamos establecer una relación interpretativa.

La traducción gramatical parece corresponderse a la traducción en prosa de la que hablaba Goethe y a la mera interpretación de la que hablaba Schleiermacher. Es propia de eruditos y parlanchines. Enseñar a leer gramaticalmente sería producir eruditos y parlanchines, es decir, personas que no hacen otra cosa que reproducir el contenido del texto sin prestar atención a su dimensión específicamente literaria. Es una forma de lectura atrapada por las necesidades de la comunicación y por los usos instrumentales del lenguaje.

La traducción transformante (Verändernd) tiene una forma noble y una forma degenerada. La forma degenerada parece corresponderse a la traducción “a la francesa” que criticaban Goethe y Schleiermacher. Pero la forma noble de esta forma de traducción corresponde al poeta del poeta en tanto que éste encarna “el espíritu poético más alto” o, si se quiere, el espíritu poético elevándose siempre por encima de sí mismo. En la figura del poeta del poeta aparece esa exposición reflexiva y potenciante de la obra que parece conservar parte del espíritu de la crítica literaria romántica tal como lo hemos expuesto más arriba. Desde ese punto de vista, la traducción transformante requiere la unión de dos espíritus poéticos. De ahí que sea capaz de expresar la obra según la idea del traductor y a la vez según la idea del poeta. Combina la individualidad propia del lector (la poesía propia del lector) y la de la obra traducida (la poesía ajena). Y esa combinación potencia o eleva a ambos. El elemento transformante de esa forma de leer, si no es sólo una operación arbitraria o de travestismo, requiere el espíritu poético más alto puesto que mantiene la “idea” del texto y, al mismo tiempo, expresa el talento poético del lector. Enseñar a leer de forma “transformante” produce travestidos si se hace sin talento o produce poetas cuando la lectura es realmente creativa, cuando el talento propio del lector es capaz de potenciarse por su relación con el talento del poeta.

La traducción mítica, la de “estilo más alto”, es aquella que, despegada de todo contenido, de todo contexto histórico o psicológico e, incluso, de toda constricción formal, eleva el texto al estado de símbolo, es decir, a una imagen pura de sí mismo. La mitología griega sería un ejemplo de esa libre invención poética que convierte una religión nacional histórica en un puro sistema de símbolos, en una trama ideal, en un texto totalmente descontextualizado y susceptible por eso de incluir todas las resonancias, de ampliarse hasta el infinito. Del mismo modo, la “madonna moderna”, seguramente una Virgen de Rafael que Novalis había visto en Dresde con sus amigos, aunque alude a la Virgen real del dogma católico y del cristianismo histórico, ya se ha convertido sólo en su imagen purificada, en una idea, en un símbolo puro que brilla en su propia luz independientemente de cualquier determinación. Y seguramente Novalis tiene aquí la idea de los comentarios de F. Schlegel al Wilhelm Meister de Goethe. Ese carácter ideal de la obra no aparece sino por esa operación mítica que el mismo Novalis, en otros lugares, llama “mistificación” o “elevación a la calidad de misterio”. Requiere talento poético pero también talento filosófico puesto que la imagen poética se convierte en idea y la idea en imagen poética. Se trata de la forma de lectura propia de los críticos literarios y los comentaristas de obras de arte que intentan destacar la esencia de las obras, su carácter puro y acabado, más que juzgarlas o describirlas empíricamente. Es una forma de lectura que arranca la obra de su empiricidad concreta (la traducción la arranca de su lenguaje, que es la empiricidad de la obra, su ser) y deja presentir lo que sería en un elemento puro, en la perspectiva infinita del Espíritu.

Se diría que, en los jóvenes del Athenäum, la crítica es más valorada que la obra, la traducción más que el original, el comentario más que el cuadro, la lectura más que el texto: como si lo criticado, lo traducido, lo comentado o lo leído se elevaran por encima de sí mismos. Es importante señalar que se pone de manifiesto así la gran distancia que existe entre la lectura de obras de arte (que incluirían los textos literarios, pero también los filosóficos, los religiosos, los críticos) y la lectura de textos no literarios. En este último caso, la lectura surge de la necesidad de la comunicación y se agota con ella, del mismo modo que la traducción se agota en la re-escritura más o menos fiel del sentido. En las obras de arte, sin embargo, la lectura (como la traducción) es significativa en sí misma en tanto que pertenece al ámbito mismo de la obra. Como también pertenecen a ese ámbito toda esa proliferación de comentarios críticos, notas, re-elaboraciones, citas, versiones, etcétera, en tanto que son prolongaciones de la obra y aperturas de la obra hacia espacios potencialmente infinitos. “Una obra es cultivada (gebildet) cuando está fuertemente limitada por todas partes y es ilimitada e inagotable dentro de los límites, cuando es completamente fiel a sí misma, igual en todas sus partes, y además sublime por encima de sí misma. Lo último y lo más alto es, como en la educación de un joven inglés, le grand tour. Ha de viajar por las dos o tres regiones del mundo de la humanidad, no para rebajar las aristas de su individualidad, sino para ensanchar su mirada y para que su espíritu adquiera más libertad y multiplicidad interna y, en consecuencia, mayor independencia y autosuficiencia”.[15]

Lo que Schlegel y Novalis nos enseñan es la profunda relación que liga al texto con sus lecturas y que constituye el destino propio del texto. Las lecturas separan al texto de sí mismo y lo abren a una multiplicidad de relaciones. El texto, manifestándose como texto, se instituye siempre, en la lectura, en una determinada distancia respecto a sí mismo. Este espacio entre la obra y sí misma es justamente el que produce la lectura. Y en esa separación la obra queda cumplida, potenciada, puesta más allá de sí misma y abierta a lo infinito.

[17. La formación anárquica]


[1] Ph. Lacoue-Labarthe y J-L. Nancy, L’absolu littéraire. Théorie de la littérature du romantisme allemand, París, Seuil, 1978,p. 27. El libro de W. Benjamin es El concepto de crítica de arte en el romanticismo alemán, Barcelona, Península, 1988. Para una revisión del proceso condenatorio al romanticismo del Athenäum ver el “Estudio preliminar” de D. Sánchez Meca a F. Schlegel, Poesía y filosofía, Madrid, Alianza, 1994, pp. 9-14.

[2] J.Ch.F. Schiller, Poesía ingenua y poesía sentimental, Buenos Aires, Nova, 1962. Lo ingenuo es el renacimiento de lo natural (perdido) en el arte.

[3] F. Schlegel, “Fragmentos del Athenäum. nº 430” en Ph. Lacoue-Labarthe y J-L. Nancy, L’absolu littéraire, op. cit., p. 174.

[4] I. Kant, Crítica de la Facultad de Juzgar, Caracas, Monte Ávila, 1994, especialmente las secciones 9, 17 y 43.

[5] De ahí que la escritura romántica constituya una Obra de la ausencia de Obra. Esa es la tesis de M. Blanchot, “El Athenäum” en El diálogo inconcluso, Caracas, Monte Ávila, 1970, p. 545

[6] Ph. Lacoue-Labarthe y J-L. Nancy, L’absolu littéraire, op cit., p. 21.

[7] A. Berman, L’épreuve de l’étranger. Culture et traduction dans l’Allemagne romantique, París, Gallimard, 1984, p. 167.

[8] F. Schlegel, “Fragmentos del Lyceum, nº 117” en Poesía y filosofía, op. cit., pp. 64-65.

[9] F. Schlegel, “Diálogo sobre la poesía” (1800) en Poesía y filosofía, op. cit., pp. 95-97.

[10] Ídem, p. 112.

[11] F. Schlegel, “Fragmentos del Athenäum. nº 116” en J. Arnaldo (ed.) Fragmentos para una teoría romántica del arte. Madrid, Tecnos, 1987, pp. 137-138.

[12] M. Foucault, Les mots et les choses, París, Gallimard, 1966, p. 313.

[13] Novalis, “Granos de polen” (1798) en M.A. Vega (ed.), Textos clásicos de teoría de la traducción, Madrid, Cátedra, 1994, p. 218.

[14] R. Jacobson, “Aspects linguistiques de la traduction” en Essais de linguistique générale, París, Minuit, 1963, p. 79.

[15] F. Schlegel, “Fragmentos del Athenäum. nº 297”, en J. Arnaldo (ed.), Fragmentos para una teoría romántica del arte, op. cit., p. 141.