Lo que viene al mundo para no perturbar no merece atención ni paciencia.
R. Char
Basil Bernstein ha estudiado magistralmente los principios que estructuran lo que él llama el texto pedagógico.[1] El texto pedagógico, dice Bernstein, se configura mediante la apropiación de otros textos que han sido seleccionados, descontextualizados, transformados y recontextualizados: la literatura escolar no es la literatura, del mismo modo que la física escolar no es la física y la historia escolar no es la historia. Cuando un texto entra a formar parte del discurso pedagógico ese texto queda como sometido a otras reglas, como incorporado a otra gramática. Y esa gramática es, desde luego, una gramática didáctica, puesto que todo texto se escolariza desde el punto de vista de la transmisión-adquisición, pero es también una gramática ideológica. El primer punto, por tanto, sería intentar pensar qué ocurre cuando la novela es convertida en texto pedagógico y sometida a las reglas didácticas e ideológicas del discurso pedagógico oficial y dominante. Sin embargo, como también dice Bernstein, el discurso no puede controlar totalmente al discurso, todo texto lleva consigo posibilidades de significación que escapan siempre a cualquier control, y todo texto pedagogizado arrastra consigo la posibilidad de poner en cuestión y de modificar la gramática en la que es insertado. Desde ese punto de vista, el segundo punto sería pensar de qué modo la novela puede escapar al control de las reglas didácticas e ideológicas del discurso pedagógico dominante o puede contribuir a socavarlas.
En lo que sigue, en torno a esa problemática general y con una atención especial a la novela histórica, una serie de fragmentos en forma de collage. De todos modos, espero que sus distintas secciones, aparentemente heterogéneas, resuenen entre sí y configuren, al menos implícitamente, un cierto sentido global.
En el inicio de la sección catorce de El nacimiento de la tragedia, Nietzsche describe a Sócrates como alguien en cuyo ojo de cíclope “jamás brilló la benigna demencia del entusiasmo artístico”. Unas líneas después afirma que el único género de arte poético que el espíritu antiartístico de Sócrates podía comprender era la fábula esópica considerando, sin duda, las secciones 31d de la Apología y 60e del Fedón donde Platón cuenta que, estando Sócrates en la cárcel esperando la muerte e intentando seguir el consejo de su daimon que le pedía que cultivase la música, compuso dos cosas: un proemio en honor a Apolo y la versión en verso de algunas fábulas de Esopo. A continuación de esa afirmación sobre la más que dudosa capacidad artística de Sócrates, Nietzsche cita a un mediocre y hoy olvidado poeta alemán, un tal Gellert, autor de relatos morales en verso de una explícita intención edificante, que establece así el valor de la poesía: “a quien no posee mucho entendimiento sírvele para decir la verdad con una imagen”.[2]
Nietzsche está ahí tratando de hacer una suerte de genealogía de la literatura didáctica que quizá podamos tomar aquí como punto de partida independientemente de la valoración que hoy podamos hacer del rigor filológico o histórico de ese libro primerizo del filósofo e independientemente también de que la fábula moral sea un caso especialmente limitado y no muy interesante del pedagogismo literario. Podríamos comenzar diciendo que hay un hilo ininterrumpido en nuestra cultura en el que lo que nosotros llamamos literatura ha sido concebido como un vehículo fácil, agradable e indirecto para la transmisión de alguna verdad.
Lo curioso del texto que estoy comentando es que Nietzsche identifica literatura didáctica y novela o, mejor, califica la novela como el género poético que mejor expresa el espíritu teórico. Lo teórico en el arte, en contraste con lo trágico, se caracterizaría por su pretensión de verdad y, a partir de ahí, por su pretensión de justicia. La novela sería entonces el género “moral” por excelencia: un género “optimista” y “progresivo” impulsado por la confianza en la inteligibilidad de la existencia humana y en la posibilidad de su reforma. En el fragmento en el que se formula esa idea, un par de páginas más allá de esa cita irónica de Gellert que acabo de subrayar, Nietzsche dice lo siguiente: “Platón proporcionó a toda la posteridad el prototipo de una nueva forma de arte, el prototipo de la novela: de la cual se ha de decir que es la fábula esópica amplificada hasta el infinito, en la que la poesía mantiene con la filosofía dialéctica una relación jerárquica similar a la que durante muchos siglos mantuvo la misma filosofía con la teología: A saber, la de ancilla (esclava). Esa fue la nueva posición de la poesía, a la que Platón la empujó, bajo la presión del demónico Sócrates”.[3]
Lo que Nietzsche parece indicar aquí no es sólo que la poesía es capaz de transmitir verdades y máximas morales formuladas fuera de ella, en la filosofía, sino que la poesía, en su forma de novela, comparte con la dialéctica, aunque de modo inferior y como subordinado, la pretensión de conocer el mundo y de cambiarlo. La poesía postplatónica, entonces, no sólo sería didáctica en el sentido de que conformaría algo así como un medio agradable para el aprendizaje de la verdad sin el esforzado ascetismo de la sequedad dialéctica (una especie de atajo fácil y popular para los que no son capaces de seguir los escarpados y nobles senderos de la filosofía), sino que su propio proyecto sería pedagógico en tanto que teórico, en tanto que estaría intrínsecamente orientado al incremento del conocimiento y a la mejora del mundo. La tesis de Nietzsche parece ser que la operación socrático-platónica abre la época en la que todavía vivimos, la época de la metafísica, justamente como la época de la pedagogía, es decir, la época de la confluencia de la poesía-novela y de la filosofía en un mismo designio optimista y progresivo, léase pedagógico, respecto a la existencia. Tal designio no es otra cosa que un impulso basado en la creencia de que el pensar “es capaz no sólo de conocer, sino incluso de corregir el ser”[4] y en la convicción de que el conocimiento tiene “la fuerza de una medicina universal”.[5]
Sin embargo, hay algunos elementos en el texto nietzsche-ano que permiten establecer alguna distancia respecto a esa intuición, sin duda provocativa y ciertamente perspicaz, pero demasiado unilateral en su misma generalidad. Uno de esos elementos es un párrafo de esa misma sección catorce en el que, anticipando el tan celebrado dialogismo bajtiniano, Nietzsche caracteriza el diálogo platónico como un género híbrido y excéntrico: una forma de expresión que mezcla todos los estilos y formas existentes, que oscila entre la narración, la lírica y el drama, entre la prosa y la poesía, entre la filosofía y la literatura, que infringe la ley de la forma lingüística unitaria, y que constituye un tipo de arte en el que cada uno de los elementos queda como descentrado por su relación con los otros.
Si seguimos esa pista y, en lugar de fijarnos en el hipotético sistema de verdades que el diálogo trataría de transmitir, atendemos a la forma diálogo y a su necesidad interna como la forma privilegiada de la investigación y de la enseñanza, como la forma del logos pedagógico en suma, enseguida caemos en la cuenta de que no es posible separar su dimensión poética de su dimensión filosófico-científica y, mucho menos, subordinar la primera a la segunda. La estructura del logos pedagógico que aparece en la forma diálogo queda completamente falsificada si pensamos que el diálogo contiene un núcleo filosófico doctrinario (el contenido a transmitir) que se presentaría en el marco concreto de una escena que reproduciría los rasgos de una conversación entre distintos interlocutores (el contexto empírico de la transmisión) y que incluiría, sólo a efectos expositivos y didácticos, ilustraciones literarias (el método de la transmisión). La separación entre el núcleo dogmático que constituiría el contenido de la transmisión, el marco dramático que constituiría la representación del contexto concreto de presentación de ese contenido, y la serie de elementos literarios que constituirían ayudas para su ilustración, malentiende el carácter híbrido y excéntrico del logos pedagógico, su dialogismo constitutivo, al considerar como una jerarquía de elementos exteriores entre sí lo que, considerado atentamente, es un juego constante de diferencias y de interferencias entre niveles que, justamente porque difieren entre sí, son capaces también de interferirse y de desestabilizarse mutuamente.
Los elementos dramáticos o, si se quiere, la escenografía de la conversación, queda como descentrada de su función primaria, la mímesis o la representación más o menos verosímil de una situación real, de la forma social concreta en que se desenvolvía la enseñanza filosófica, y queda como reorientada hacia la expresión de la forma interna e indiscernible de una voluntad de saber que no puede realizarse sino en el interior de esa conversación. Y, a la inversa, el elemento dialéctico también queda transformado por la escena dramática que expresa su método o su dis-curso y lo que pueda haber de tesis o de contenido dogmático se hace inseparable de todo esa dinámica de rodeos, ex-cursos, avances y retrocesos, obstáculos, soluciones provisionales, impulsos y desvíos, reformulaciones, resultados aporéticos, preguntas, sinopsis y diaresis, ascensos y descensos que constituyen la esencia misma de su juego. Por otra parte, los heterogéneos personajes que pueblan el diálogo con sus diversos mundos vitales, así como la referencia o la evocación de los acontecimientos históricos o sociales que constituyen el espacio público común en el que transcurre la enseñanza, muestran la presencia no meramente anecdótica de la vida ordinaria y del tiempo concreto en el movimiento pedagógico de la búsqueda del saber y de la justicia.
Y lo mismo podríamos decir de la relación que existe entre los elementos más explícitamente abstractos o conceptuales, doctrinales en sentido estricto, y los más enfáticamente literarios o narrativos. En los diálogos platónicos, la poesía es constantemente recreada e interpelada por la razón, pero el curso del pensamiento se deja también constantemente interferir y desviar por la poesía y por el mito. Lo que hay es un juego tenso, un mutuo descentramiento a veces violento, un diálogo apasionado en el que cada uno de los polos saca al otro de sus casillas y, a su vez, se deja inquietar por él. La poesía resiste toda ancilarización y el mismo Nietzsche señala con agudeza que lo que crea Platón es una forma de arte que mantiene una íntima afinidad con las formas artísticas que aparentemente rechaza, básicamente el mito y la tragedia, añadiendo enseguida que “el Platón pensador había llegado, a través de un rodeo, justo al lugar en que, como poeta, había tenido siempre su hogar”.[6] Al hacer una lectura de los diálogos platónicos que no se conforma con su cara más escolarmente temática y al atender a la especificidad de su forma, a su poética, Nietzsche advierte que ahí, en la forma, la relación entre doctrina y arte o, si se quiere, entre contenido y expresión, tiene muchos más matices que los que pueden encontrarse en la tesis trivial de la condena platónica de la poesía y de su subordinación a la filosofía.
Si tenemos en cuenta además el carácter abierto y no finalizado del diálogo platónico, la enorme distancia que existe entre lo que podría aislarse como su tesis y lo que funciona como su método o su recorrido, y el modo a veces implacable como cada afirmación constructiva es inmediatamente socavada o, al menos, irónicamente puesta a distancia, podemos concluir que “cada diálogo constituye una interminable introducción a un saber que no se transmite”.[7] El saber al que el diálogo introduce no es el referente inmediato de la conversación, sino otra cosa que podríamos llamar disponibilidad y rigor, apertura y autoexigencia. El logos pedagógico pone en camino sin prefigurar el fin y sin afirmar más contenidos que los indispensables para que siga la marcha. El proyecto de búsqueda y de transmisión de la verdad no ha podido desprenderse de la ilimitada ironía socrática y del carácter de juego, de pasión pura y vacía de esperanzas, que Sócrates había dado al impulso teórico.
La nueva forma de arte que Platón inventa, el diálogo como encarnación del logos pedagógico, aparece así como un género específico de la literatura griega que de ninguna manera queda agotado en la subordinarción de la retórica a la lógica o de la literatura a la filosofía. El designio pedagógico, ese designio optimista y progresivo al que Nietzsche parece ligar el destino de la novela en su subordinación al espíritu teórico, parece ser un designio mucho más complejo, plural, abierto e incluso “trágico” que lo que pudiera derivarse de una interpretación excesivamente unilateral de la relación jerárquica entre literatura y dialéctica en el marco concreto de una conversación que sería simplemente considerada como la escena empírica de la enseñanza. Nada que ver desde luego con una comunicación de doctrinas pre-elaboradas en la que la forma de la comunicación está diversamente contextualizada según las condiciones y los requerimientos de una situación vital concreta y en la que las doctrinas están ilustradas literariamente de una forma estrechamente instrumental. Como si la literatura no fuera otra cosa que un método más o menos eficaz para la transmisión indirecta y agradable del corpus doctrinal y como si la situación vital de la enseñanza no fuera mas que el contexto concreto de esa transmisión, lo que hay que tener en cuenta, en sus posibilidades y en sus resistencias, para que la transmisión se cumpla.
El problema de Platón o, al menos, el problema “platónico” que tiene interés en el campo de la pedagogía, no es otro que el de la forma que tiene la búsqueda, la expresión y la comunicación de la verdad. Y lo que la obra de Platón nos ofrece como respuesta, más allá de un corpus doctrinal más o menos transmisible, no es otra cosa que su propia estrategia formal: la organización interna del diálogo como el tejido precario, inseguro, a veces equívoco y siempre provisional e insatisfecho del logos pedagógico. Un logos que constantemente se resiste a fijarse en dogma y que es justamente esa resistencia: el mantenimiento obcecado de la distancia entre el juego del decir y la fijación de lo dicho, el exceso de la actividad de pensar sobre el resultado de lo pensado, la interrupción implacable de todo decir monológico, y el gusto aventurero por la errancia, por el rodeo que desvía el curso lineal del dis-curso. El logos pedagógico es un juego que arruina de entrada toda afirmación con pretensiones de dictado y que, como tal juego, conjura necesariamente todo intento de convertirlo en una receta metodológica. Dicho sumariamente: una actividad cuyo contenido se desconoce y cuyo método debe ser constantemente inventado y reinventado.
En una conclusión provisional y seguramente simplificadora diremos que el logos pedagógico sería el que funciona a través del juego abierto y excéntrico, nunca cerrado y nunca centrado, de tres elementos que constantemente se interfieren entre sí. Primero, la vida concreta, espacial y temporalmente determinada, siempre plural y compleja, en la que se desenvuelven los protagonistas. Segundo, un tejido dialógico híbrido, o un juego excéntrico entre discursos heterogéneos. Tercero, un impulso hacia la verdad y la justicia, o una susceptibilidad compartida por el conocimiento y la mejora de lo humano.
Desde este punto de vista, la novela, esa forma de arte que Platón legó a la posteridad como la encarnación del logos pedagógico, tiene que ver con el juego mismo de la verdad y de la justicia y no con la transmisión aproblemática de un corpus doctrinal o de una serie de lemas morales. La novela es la problematización incesante del qué contar y del cómo contarlo cuando el que cuenta atiende a esa vida concreta que por un lado tiene que ser transformada y que, por otro, constituye el elemento vivo del discurso; cuando atiende también a que el discurso no quede jamás fosilizado en doctrina y mantenga siempre la libertad de su juego; y cuando atiende por último a la responsabilidad teórica y moral que está implícita en todo acto de habla y que obliga a hablar y a escribir justamente, es decir, con la vista puesta tanto en la verdad como en la justicia. Y aquí tiene sentido, me parece, dejar suspendida en el aire la pregunta con la que Nietzsche cierra la sección que estoy comentando después de que, bajo la apariencia de un Sócrates antiartista, intuye un arte socrático cuyas posibilidades aún habría que comprender: “¿acaso el arte es un correlato y un suplemento necesario de la ciencia?”.[8]
Podemos considerar novela pedagógica la que se da a leer principalmente en tanto que portadora de una enseñanza.[9] Julia Kristeva, en uno de sus trabajos sobre la génesis de la estructuración novelesca, afirma enfáticamente que “antes de ser una historia, la novela es una instrucción, una enseñanza, un saber”.[10] Y añade que el género novela surge “de la enseñanza al mismo tiempo que del relato épico y de la poesía cortesana”, es decir, que desde sus orígenes está orientada tanto hacia la función comunicativa y didáctica del lenguaje como hacia su función poética. Como si la novela consistiese en la apropiación selectiva y transformadora de ciertos géneros literarios preexistentes con la intención de hacerlos servir para objetivos pedagógicos más o menos explícitos. Algo muy parecido a la hipótesis nietzscheana sobre la novela como la apropiación, la ampliación y la transformación de las formas artísticas anteriores en una suerte de fábula subordinada a lo teórico y regulados ambos por el espíritu optimista y progresivo del logos pedagógico. Desde este punto de vista, la novela habría sido pedagógica en sus orígenes y lo continuaría siendo en todos aquellos casos en que la forma del relato parezca subordinada a la transmisión de alguna enseñanza: de alguna tesis teórica o práctica del tipo que sea. La novela pedagógica no sería otra cosa que un instrumento poéticamente sofisticado para persuadir o convencer al lector de la verdad de alguna cosa y, si esa verdad es de tipo moral, para exhortarle a actuar de determinada manera. Por otra parte, la novela pedagógica sería básicamente comunicativa en el sentido de que la relación entre el autor y el lector sería similar a la que existe entre un profesor y su alumno, un predicador y su audiencia o un orador y su público. El emisor tendría un proyecto explícito sobre el destinatario e intentaría asegurarse de la eficacia de la transmisión, es decir, de la realización sin desviaciones de su proyecto.
Lo que ocurre es que ahora el carácter pedagógico parece una contaminación de la “verdadera” literatura: el adjetivo “pedagógico” se utiliza como una etiqueta descalificadora en el ámbito literario y muy pocos escritores se sentirían cómodos si se calificase de “pedagógica” su propia obra. Hay una desconfianza ambiental en los círculos literarios, sobre todo en la crítica literaria de vanguardia, hacia toda novela que “quiera decir” alguna cosa y hacia toda forma de leer literatura que preste una atención privilegiada a ese “querer decir”, más aún si ese “querer decir” se refiere a una enseñanza que se presenta explícitamente como tal. La oposición entre literatura y comunicación y la incompatibilidad entre ambas parece un dogma de la teoría literaria contemporánea. Un dogma que ha funcionado como un criterio de descalificación de todo el ámbito de la literatura que todavía se presenta como fundado sobre la estética de la representación y sobre la ética de la transmisión. Y un dogma que, además, ha modificado completamente el estatuto de la crítica y las modalidades legítimas de la lectura.
Desde la separación entre literatura y comunicación, la “verdadera” literatura aparece como liberada de cualquier pretensión representativa o mimética de una supuesta “realidad” que le sería exterior, así como de cualquier intento de expresión de una supuesta “subjetividad” del autor que sería también independiente del texto. La literatura se anuncia como radicalmente productiva de una realidad y de una subjetividad que no tendría otro modo de existencia que el estrictamente literario: el mundo del texto no tiene otra realidad que la textual y el autor del texto no es otra cosa que una función del texto mismo. Por otra parte, la literatura moderna se libera también de su subordinación a cualquier valor moral, a cualquier modelo estético que pudiera considerarse como canónico e, incluso, ni siquiera pretende ya agradar a un hipócrita lector que buscaría en la literatura algún tipo de placer.
Si la literatura no es representación ni expresión, si no se refiere ni se subordina a nada que le sea exterior, si no es comunicación de verdades sobre el mundo ni de imperativos morales, si no es tampoco el lugar de un placer sin consecuencias, la literatura queda como recogida en sí misma, como no refiriéndose a otra cosa que a sí misma, a su propio modo de existencia. La literatura se pretende pura significación que no significa nada fuera de sí misma, pura comunicación que no comunica otra cosa que la misma existencia de la literatura.
Es posible, como ocurría en el caso de Nietzsche, que semejante dogma sobre la separación entre literatura y comunicación sea excesivamente unilateral, y es posible también que la pésima connotación que el adjetivo “pedagógico” tiene hoy en el campo literario provenga de una concepción demasiado estrecha y dogmática de ese logos pedagógico cuya complejidad y cuya apertura he intentado mostrar en la sección anterior. La insistencia de la literatura en afirmar tozudamente su independencia de cualquier ley que le sea exterior expresa su resistencia a la ancilarización. Pero, si bien es cierto que esa resistencia indica la insobornabilidad de la literatura respecto a cualquier intento de subordinación a finalidades exteriores, también lo es que la literatura nunca fue ancilar. Lo que aquí me interesa es, justamente, insistir en esa radical imposibilidad de ancilarización de la literatura. Pero no tanto para mantener a la literatura separada de la pedagogía, sino para explotar esa resistencia a la ancilarización de cara a una concepción del logos pedagógico que sea capaz de incluir tensiones y contradicciones constitutivas.
Permítanme desarrollar un poco este punto utilizando un ensayo programático primerizo de Peter Handke, un autor nada sospechoso de “pedagogismo” y celebrado, en la época en la que escribió este texto, por sus ataques al realismo comprometido alemán de la generación anterior, la de Günter Grass por citar uno de sus autores emblemáticos, que se consideraba a sí misma como ocupada en la denuncia crítica de la historia y de la realidad alemana, y por sus ataques simultáneos a esa literatura lúdica, meramente divertida, que hace al lector olvidarse de sí mismo y del mundo procurándole un goce sin consecuencias. El texto que voy a utilizar aquí, un ensayo de 1967 titulado provocativamente Yo habito una torre de marfil, dice así en sus primeras líneas: “el sistema estúpido de educación que los representantes de las autoridades responsables me han aplicado, a mí como a todos, no podía hacerme gran cosa. Yo nunca he sido educado por los educadores oficiales: siempre he dejado que sea la literatura la que me cambie (…). Habiéndome dado cuenta de que yo mismo he podido cambiar gracias a la literatura, que la literatura ha hecho de mí otro, yo espero sin cesar de la literatura una nueva posibilidad de cambiarme (…). Y porque me he dado cuenta de que yo mismo he podido cambiar gracias a la literatura, que es solamente la literatura la que me ha permitido vivir con una mayor conciencia, estoy convencido de poder cambiar a otros gracias a mi literatura”.[11] La pregunta, naturalmente, es qué literatura es la que tiene esos efectos y, sobre todo, cómo es que la literatura puede actuar de ese modo.
La lista de autores a los que Handke agradece el “haber cambiado su conciencia del mundo” consta de nombres tan poco asimilables a la literatura explícitamente “pedagógica” como Kleist, Flaubert, Dostoievski, Kafka, Faulkner o Robbe Grillet. Autores cuyo mérito esencial, dice Handke, es ofrecer “una posibilidad de la realidad todavía no pensada y todavía no consciente: una nueva posibilidad de ver, de hablar, de pensar, de existir” o, en otras palabras, producir “un estallido de todas las imágenes del mundo aparentemente definitivas”.[12] La literatura que tiene el poder de cambiar no es aquella que se dirije directamente al lector diciéndole cómo tiene que ver el mundo y qué debe hacer, no es aquella que le ofrece una imagen del mundo ni la que le dicta cómo debe interpretarse a sí mismo y a sus propias acciones; pero tampoco es la que renuncia al mundo y a la vida de los hombres y se dobla sobre sí misma. La función de la literatura consiste en violentar y cuestionar el lenguaje trivial y fosilizado violentando y cuestionando, al mismo tiempo, las convenciones que nos dan el mundo como algo ya pensado y ya dicho, como algo evidente, como algo que se nos impone sin reflexión.
La literatura que cambia al lector, tal como la entiende Handke, es aquella que ahuyenta el “lenguaje de tipo tú-ya-sabes-lo-que-quiero-decir” y, al ahuyentarlo, des-realiza también el mundo de tipo ya-sabemos-todos-cómo-son-las-cosas. Desde ese punto de vista, y en tanto que está contra todo ese “realismo” explícito tan caro a los “realidófilos”, no por ello renuncia a entrar en relación con la realidad y con la autenticidad y, por tanto, con la verdad y con el pensamiento. Pero con una verdad que no existe sino en tanto que voluntad de verdad y con un pensamiento que no es otra cosa que resistencia a los conceptos que nos dan las cosas ya pensadas y, por lo tanto, impensadas. Casi al final del texto que estoy comentando, Peter Handke afirma lo siguiente: “… no tengo temas favoritos de escritura, no tengo mas que un sólo tema: ver claro, más claro en mí mismo, aprender a conocerme o a no conocerme, aprender lo que hago sin darme cuenta, lo que pienso sin darme cuenta, lo que pienso sin reflexionar, lo que digo sin reflexionar, lo que digo por automatismo, lo que los otros también hacen, piensan y dicen sin reflexionar: llegar a ser atento y provocar atención, provocar sensibilidad y llegar a ser más sensible, más receptivo, más preciso, para que yo y otros podamos también existir de manera más precisa y más sensible, para que yo pueda entenderme mejor con otros y tener mejores relaciones con ellos”.[13]
La diferencia ya no está entre literatura y comunicación, sino entre la literatura que comunica haciendo estallar las imágenes convencionales del mundo y la literatura que nos da el mundo como algo ya pensado, como un mero objeto de reconocimiento. La diferencia esencial estaría entre dos formas de logos pedagógico, el que hace pensar y el que transmite lo ya pensado, incluyendo ambas la literatura. Hay un lugar en Diferencia y Repetición en que Deleuze distingue entre los objetos del reconocimiento (las cosas que pueden ser pensadas confortablemente y que dejan al pensamiento tranquilo), y los encuentros que fuerzan a pensar. En el primer caso, el pensamiento supone todo lo que cuestiona y está, como dice Deleuze, “lleno de sí mismo”. En el segundo caso, el pensamiento es un modo de la sensibilidad y de la pasión respecto a aquello que conmueve al alma y la deja perpleja. Y sólo en esa relación sensible y apasionada con lo que da que pensar, el pensamiento es también un aprendizaje. En relación al aprendizaje, escribe Deleuze: “… nunca se sabe de antemano como alguien llegará a aprender —qué amores se llega a ser bueno en latín, por medio de qué encuentros se llega a ser filósofo, en qué diccionarios se aprende a pensar. (…) No hay un método para encontrar tesoros y tampoco hay un método de aprender, sino un trazado violento, un cultivo o paideia que recorre al individuo en su totalidad. (…) la cultura es el movimiento del aprender, la aventura de lo involutario que encadena una sensibilidad, una memoria y luego un pensamiento”.[14]
En algunas obras (tanto literarias como no literarias) se aprecia de una forma casi material el origen sensible de la escritura y del pensamiento, su carácter de experiencia, su raíz en un encuentro con lo que da que pensar realizado bajo tonalidades afectivas de una gran finura. Y cuando ese choque sensible se relaciona con la memoria de otras perplejidades, la escritura empieza a nacer bajo la forma de una pasión acaso inútil pero de la que ya es imposible escapar. Y aparece ahí la dificultad para concluir de otra manera que no sea retomando la perplejidad a otro nivel. Lo que ha habido en medio es un agudizamiento de la sensibilidad y una modificación de la tonalidad de la experiencia. Yo creo que ahí, en ese agudizamiento de la sensibilidad y en esa modificación de la relación sensible con la experiencia, es donde está el aprendizaje que podemos encontrar en la literatura, al menos el que vale de verdad la pena.
Podemos sospechar a partir de aquí que acaso el antipedagogismo de la literatura no sea otra cosa que una reformulación crítica de su posición en un logos pedagógico de carácter no dogmático. Un logos pedagógico que no es el instrumento para la transmisión de verdades teóricas o morales ni la proyección sobre el otro de un proyecto explícito sobre cómo debería ser, qué debería creer y cómo debería comportarse, sino la interrupción constante de toda pretensión de imposición de la verdad y la suspensión permanente de todo intento de fijación de un proyecto. Desde ese punto de vista, quizá el antipedagogismo de la literatura, su resistencia a la subordinación, no sea tanto una rebelión contra la comunicación, sino contra toda pretensión de cerrar la interpretación del texto y de centrarlo en torno a un significado doctrinario y unívoco; no tanto una revuelta contra el sentido, sino contra toda pretensión de solidificación del sentido; no tanto una negativa a la representación o al realismo, sino a todo realismo que no cuestiona el método de la representación; no tanto un abandono de la ética de la transmisión, sino de todas las formas de transmisión que no son éticas justamente porque dan como ya sabido o ya pensado aquello que se transmite; no tanto un rechazo a los valores morales, sino a toda esa moral conformista y teñida de buena conciencia en la que se refugian los moralistas; no tanto una separación de la existencia humana concreta, sino de todas esas formas de conducir la existencia humana sin inquietarla, sin ponerla en cuestión, sin llevarla más allá de sí misma.
Decía al principio de la sección anterior que podemos considerar novela pedagógica todo relato que se da leer en tanto que incluye la posibilidad de que de su lectura se derive una enseñanza. Desde luego hay novelas cuyos rasgos pedagógicos son más enfáticos. Y también hay novelas que nadie diría que son novelas pedagógicas, pero que admiten una lectura en términos de alguna enseñanza de la que son portadoras, aunque una atención focalizada exclusivamente en la enseñanza que pudiera derivarse de ellas implique dejar fuera dimensiones fundamentales de la obra. Sin embargo, si consideramos “enseñanza” cualquier afirmación general sobre la existencia humana a la que la obra pueda dar lugar o cualquier influencia que la obra pueda ejercer sobre el lector, toda novela podría ser pedagógica sin perjuicio de sus otras dimensiones. Y siguiendo esta vía podríamos llegar a la conclusión de que el carácter pedagógico de una novela es un efecto de lectura puesto que todo relato, toda ficción, puede leerse desde el presupuesto de que contiene una enseñanza, aunque la enseñanza que presuntamente se derive de su lectura no agote todas las dimensiones de la obra. Lo “pedagógico”, entonces, sería una modalidad de lectura aplicable a cualquier texto y lo “pedagógico” de la novela pedagógica no estaría tanto en la novela como en el modo de leerla.
Algo similar parece sostener Genette cuando afirma que “todo texto escrito tiene el potencial de ser o de no ser literatura, según que sea recibido (más bien) como espectáculo o (más bien) como mensaje”.[15] Dicha afirmación implica que la “literariedad” no es una cualidad presente en algunos textos y ausente en otros sino que puede predicarse de cualquier objeto de escritura. Y de dicha afirmación puede derivarse que también el grado de “pedagogicidad” de un texto, de una novela en este caso, depende básicamente de las condiciones de su lectura, aunque de alguna forma esté también inscrita en sus aspectos formalmente literarios o en su contenido narrativo. Todo texto, incluso el más científico o el más informativo, puede ser leído como un texto literario si atendemos a su forma lingüística, a su literariedad, a su retórica; y todo texto, incluso el más autorreferencial, puede ser leído como un texto comunicativo si atendemos a lo que dice, a su sentido, aunque lo que diga sea que no tiene sentido. En el primer caso tendríamos una lectura poética o retórica y en el segundo una lectura significativa o hermenéutica. De todas formas, y si bien es cierto que cualquier texto puede leerse como literatura o como comunicación, también es verdad que existe una jerarquía de funciones que de algún modo viene marcada en el interior del texto: todo texto se da él mismo a leer, al menos en principio, de una u otra forma. Por otra parte, la cita de Genette parece mantener el dogma que antes he criticado, el de la separación entre literatura y comunicación a través de la distinción fuerte entre espectáculo y mensaje y, como consecuencia, tanto la restricción de la pedagogía a la comunicación del mensaje como la convicción de la inanidad pedagógica de la literatura. En cualquier caso, y hechas la anteriores salvedades, vale decir que el elemento pedagógico de un texto es esencialmente un efecto de la lectura. Por tanto, lo pedagógico debe buscarse sólo secundariamente en el texto y principalmente en la pedagogía, es decir, en el discurso que se apropia del texto para su utilización educativa con vistas a la expresión de alguna enseñanza del tipo que sea.
El discurso pedagógico da a leer, establece el modo de lectura, la tutela y la evalúa. O, dicho de otra forma, selecciona el texto, determina la relación legítima con el texto, controla esa relación y determina jerárquicamente el valor de cada una de las realizaciones concretas de la lectura. El discurso pedagógico dogmático, el que se apropia del texto para la demostración de una tesis o para la imposición de una regla de acción, debe asegurar la univocidad del sentido y, para ello, debe “programar” de algún modo la actividad del lector. Para conseguir eso la pedagogía tiene dos recursos: o bien se asegura de que el texto contenga, de forma más o menos evidente, su propia interpretación de manera que se imponga por sí misma, o bien el profesor tutela la lectura tomando para sí la tarea de la imposición y el control del sentido “correcto”. La pedagogía dogmática selecciona los textos en función de su no ambigüedad en el mensaje que contienen y, además, da los textos ya interpretados, ya comentados y ya leídos de antemano mediante el control fuerte que establece sobre las modalidades de su recepción por parte del lector. La lectura, por tanto, está atravesada de constricciones orientadas a imponer la lectura única. En primer lugar, las del texto mismo, como por ejemplo las redundancias que reducen al máximo las fallas que permitirían una lectura plural, el esquema axiológico inambigüo y generalmente dualista que impide el relativismo de la interpretación moral, la organización teleológica de la trama que permite una construcción progresiva del sentido, la presencia en el texto mismo de un personaje que va dando la interpretación legítima de lo que ocurre, etcétera. En segundo lugar, las del intérprete autorizado que superpone al texto sus propios enunciados interpretativos y controla así que la interpretación no desborde jamás lo que ha sido previsto de antemano como objetivo pedagógico.
Pero además, el discurso pedagógico dogmático juega con las constricciones propias del contexto mismo de la lectura. Es necesario que el lector reconozca que se trata de un texto pedagógico, es decir, de un texto que quiere decir algo que quizá no esté dicho explícitamente en el texto. El lector debe saber que el relato es una ilustración de una doctrina o una exposición de una regla de conducta. Y ese conocimiento del lector se consigue simplemente por el reconocimiento del contexto específico en el que se produce la lectura y por el modo como ese contexto designa al texto como texto pedagógico especializado y lo dota, por tanto, de una intencionalidad determinada. Por otra parte, hay que tener en cuenta que el contexto de la lectura está constituido también por otros textos. En el caso de la novela pedagógica esa relación de intertextualidad es especialmente importante porque en ella estaría la subordinación de la novela respecto a un corpus doctrinal respecto al que funcionaría o bien como una ilustración o bien como un método indirecto y quizá preparatorio para su exposición y su apropiación. Quizá la ancilarización dogmática de la novela respecto a la teoría de la que hablaba Nietzsche, no sea otra cosa que el tipo de lectura del diálogo platónico que impone que sus elementos narrativos y poéticos sólo sean legibles en el interior de sus elementos doctrinales. Si definimos la intertextualidad como la coexistencia de varios discursos en un sólo espacio textual,[16] la pedagogización dogmática de la novela establecería una relación jerárquica y no conflictiva entre ellos. De ese modo el espacio textual de la pedagogía dogmática se configura como un espacio monológico a pesar de la co-presencia de varios discursos heterogéneos entre sí.
Frente a ese modo dogmático de pedagogización de la novela, podríamos imaginar otro modelo que funcionase como su reverso. Se trataría ahí de hacer imposible la transmisión de un sentido único. Para ello la selección de los textos debe privilegiar su multivocidad, su plurisignificatividad y su apertura; el comentario de los textos debe dirigirse a multiplicar sus posibilidades de sentido; el contexto de la lectura debe ser lo menos especializado posible; la no fijación del sentido debe ser impulsada por el juego excéntrico de textos plurales y por el mantenimiento, en cada texto, y de modo que esté como dividido contra sí mismo, de la diferencia y la tensión entre su lectura poética y su lectura hermenéutica.
Al igual que lo que ocurre entre la filosofía y la literatura, la distinción entre historia y literatura parece cada vez más artificial como distinción in re. Por un lado, la historia de los historiadores puede ser considerada como un género literario que tiene su propia evolución histórica y sus propias reglas formales y que comparte con la novela algunos elementos fundamentales como la figuración del tiempo, la inclusión de acontecimientos en una trama, el uso de metáforas, la construcción de escenas dramáticas y de ambientes, etcétera. Por otro lado, la novela histórica y, sobre todo, la novela histórica realista, mantiene la pretensión de “hacer ver” o de “hacer comprender” algo al lector a propósito de la sociedad o del mundo del pasado y puede ser enjuiciada por su valor de verdad. De todos modos, y a pesar de su carácter más que dudoso, la distinción entre historia y literatura sigue teniendo cierto uso en el lenguaje y se sigue usando a efectos de clasificación de los textos, de los autores y de los lectores, y del contexto institucional de ambos, y a efectos de legitimación y deslegitimación.
Los filósofos profesionales, como los historiadores profesionales, suelen calificar como “mera literatura” los trabajos que rompen con las reglas establecidas en su disciplina y que proponen formas nuevas de escribir la filosofía o la historia. Recuérdese la expresión de García Márquez, algo más que una boutade, mientras trabajaba en El general en su laberinto y ante la desconfianza de los historiadores con un sentido patrimonial de su disciplina: “hay que hacer la historia de Colombia antes de que la hagan los historiadores”. Y recuérdese también cómo caracterizaba su trabajo un historiador y filósofo francés, Michel Foucault, que junto con autores como Paul Veyne y Philippe Ariès revolucionó la historiografía a finales de los sesenta: “… me doy cuenta de que no he escrito más que ficciones. No quiero, sin embargo, decir que esté fuera de la verdad. Me parece que existe la posibilidad de hacer funcionar la ficción en la verdad; de inducir efectos de verdad con un discurso de ficción, y hacer de tal suerte que el discurso de verdad suscite, ‘fabrique’ algo que no existe todavía, es decir, ‘ficcione’”.[17]
Lo que la frase de García Márquez parece dar a entender es que todo es historia, tanto lo que hace él como lo que hacen los historiadores, lo que ocurre es que la historia de los novelistas tiene alguna cualidad especial que hay que intentar salvar antes de que los historiadores de profesión lo hagan imposible. Foucault, por el contrario, muy en el espíritu nietzscheano de sus mejores obras,[18] parece decir que todo son ficciones, lo que ocurre es que las ficciones funcionan en el interior de la verdad, esa ficción solidificada que ha olvidado que lo es, puesto que fabrican algo que aún no existe. Pero ambos enunciados son rigurosamente intercambiables. Lo que importa no es la diferencia entre historia y literatura, entre historia-verdad y literatura-ficción, entre historia objetiva y literatura subjetiva, entre historia-realidad y literatura-imaginación, sino la diferencia entre dos modalidades de relación con el pasado.
Porque lo que ahí está en juego no es tanto “la verdad” como lo que podríamos llamar el valor de la verdad. Y esa es otra expresión que debemos a Nietzsche: “… hay que intentar de una vez poner en duda el valor de la verdad”.[19] Cuando se nos habla de “la verdad” debemos preguntarnos cuál es el sentido y cuál es el valor de lo que se nos da como “verdadero”. Y es que hay que distinguir, en términos de valor, entre las verdades nobles, las que inquietan lo que somos y son un impulso para la libertad, y las verdades bajas, las del conformismo, las que consuelan y reclaman sumisión y sometimiento. Yo creo que Foucault y García Márquez saben algo que también sabía Nietzsche, que hay “verdades” de la estupidez, del servilismo y de la bajeza; que la verdad se comporta demasiadas veces como una señora discreta, civil y piadosa, llena de buena voluntad, al servicio de la cultura, de la moral o del Estado; que la verdad no puede separarse de la “política de la verdad”, es decir, de las luchas por imponer las reglas del “juego de la verdad”, por mantenerlas sometiéndose a ellas o por pervertirlas y utilizarlas a contrapelo, por inventarlas y cambiarlas. Hay una historia “verdadera” y una literatura “verdadera” que son ambas igualmente fraudulentas. Y el fraude se llama, tanto en uno como en otro caso, convencionalismo y trivialidad. Algo parecido a lo que antes he intentado señalar con el texto de Handke. No son “verdaderas” ni la historia ni la literatura histórica que nos dan una imagen confortable, convencional y no problemática del pasado ni las que nos lo dan en términos de espectáculo anecdótico y trivializado. Tampoco son “verdaderas” ni la historia ni la literatura histórica que se acomodan demasiado bien a la experiencia de los vencedores. No son “verdaderas”, en definitiva, ni la historia ni la literatura que nos dan una experiencia del pasado completamente inofensiva.
Básicamente hay dos modos de hacer inofensiva la experiencia del pasado. Y ambos son modos de la indiferencia. El primer modo consiste en dar a leer el pasado como pasado, sin relación alguna con el presente. En este caso se hace un método de la indiferencia aunque esa indiferencia se disfrace de unos principios de imparcialidad y de objetividad que no serían otra cosa que la represión, en el trabajo histórico, de todo “prejuicio”, es decir, de todo interés que tenga como punto de partida una inquietud o una preocupación contemporánea, sea ésta particular del historiador (o del novelista) o general de su tiempo. La historia erudita y la historia anecdótica o “pintoresca” serían los ejemplos extremos de esta primera actitud.
El segundo modo de indiferencia que hace la historia inofensiva consiste en abolir la distancia histórica. La distancia histórica queda abolida cuando se reconstruye la historia para ver en el pasado las causas más lejanas o más próximas del presente y, por lo tanto, para explicar “la necesidad” del presente. Philippe Ariès cuenta su uso de este tipo de historia cuando era profesor en institutos de barrio y se proponía despertar el interes por la historia en jóvenes desmotivados: “… se trataba de adolescentes, y era necesario, por consiguiente, para despertar su curiosidad, conectar aquel pasado desconocido con lo que había para ellos de conocido en el presente, y retroceder luego desde ese presente conocido a aquel pasado desconocido, insistiendo en su solidaridad y continuidad”.[20] Ese tipo de historia hace el presente inteligible y conocido puesto que consigue “reducir, o por lo menos limitar y precisar el absurdo del mundo”.[21] Y hace también inteligible el pasado puesto que construye selectivamente su sentido en tanto que privilegia los aspectos que han dejado una huella o una supervivencia en el presente y mutila todo aquello que ha quedado borrado en el mundo contemporáneo. Pero la distancia histórica también queda abolida cuando, al mirar el pasado, no vemos otra cosa que a nosotros mismos aunque sea con otra vestimenta y en otro decorado. Lo que hace aquí el historiador (o el novelista) es insertar el pasado en una atmósfera familiar, en la atmósfera inconsciente de su propio mundo, en lo que percibe sin esfuerzo y sin mediación, sin objetivación, en lo que no es capaz de problematizar porque constituye su propio mundo de la vida. Bien sea porque busca en el pasado el origen de este nuestro mundo, bien porque proyecta este nuestro mundo en el pasado, esta historia que borra las diferencias es aquella que nos hace reconocernos en todas partes, la que nos da una imagen eterna y autosatisfecha de nosotros mismos, la que nos permite, en palabras de Foucault, “el juego consolador de los reconocimientos”.[22] Por otra parte, esa historia, en tanto que insiste en la continuidad del presente y del pasado, conecta perfectamente a los fabricantes de ayer con los dominadores de hoy y reproduce, por tanto, la ideología de los vencedores.
La reconstrucción y la interpretación del pasado es un hacer valer el pasado para el presente, un convertir el pasado en un acontecimiento del presente. Sólo así es verdadera experiencia. La experiencia del pasado, por tanto, no es un pasatiempo, un mecanismo de evasión del mundo real y del yo real. Y no se reduce tampoco a un medio para adquirir conocimientos sobre lo que sucedió. En el primer caso, el pasado no nos afecta en lo propio ni en nuestro presente puesto que transcurre en un espacio-tiempo separado. En el segundo caso, el pasado tampoco nos afecta en lo propio ni en nuestro presente puesto que lo que sabemos se mantiene exterior a nosotros mismos y al mundo en el que vivimos. La interpretación del pasado sólo es experiencia cuando tomamos el pasado como algo a lo que debemos atribuir un sentido en relación a nosotros mismos.
Si pensamos esa relación en términos de intertextualidad podríamos considerar el pasado como un texto que leemos (o que se nos da a leer) en relación al modo como leemos (o se nos da a leer) el presente. En las formas de historia a las que me he referido anteriormente, aquellas del “juego consolador de los reconocimientos”, el texto del pasado confirma el texto del presente tal como éste se nos da a leer en los discursos dominantes. Pero de lo que se trata, me parece, es de que el texto del pasado no sirva para la confirmación y la consolidación de la imagen convencional y autosatisfecha que esos discursos producen de nosotros mismos y de nuestro mundo, sino para su crítica y su cuestionamiento. Para ello, la historia debe intentar en primer lugar salvar lo olvidado y lo reprimido en la historia monumental del reconocimiento, en la historia de los vencedores, y constituirse en una suerte de contra-memoria. En segundo lugar, debe sub-rayar la diferencia entre el pasado y el presente con vistas a producir un efecto de desfamiliarización con respecto a nosotros mismos y a nuestro mundo. La crítica al presente sólo puede hacerse a partir del presente, en una historia que se sabe apasionadamente perspectivista, pero tomando el pasado en su diferencia y destacando en él los elementos olvidados y reprimidos.
Para que esta experiencia del pasado sea posible, el sujeto de la experiencia, el historiador o el lector, debe ser un sujeto disconforme e inquieto. Ese sujeto es el que va del presente al pasado, pero en arrastrando ahí su disconformidad, es decir, evitando toda relación de continuación. Y es también el que viene del pasado al presente, pero para interrumpirlo y ponerlo en cuestión, para desestabilizarlo y dividirlo en el interior de sí mismo. Foucault lo dice de una forma magistral:”… saber, incluso en el orden histórico, no significa ‘encontrar de nuevo’ ni sobre todo ‘encontrarnos’. La historia será ‘efectiva’ en la medida en que introduzca lo discontinuo en nuestro mismo ser (…). No dejará nada debajo debajo de sí que tendría la estabilidad tranquilizante de la vida o de la naturaleza, no se dejará llevar por ninguna obstinación muda hacia un fin milenario. Cavará aquello sobre lo que se la quiere hacer descansar, y se encarnizará contra su pretendida continuidad. El saber no ha sido hecho para comprender, ha sido hecho para hacer tajos”.[23]
Volvamos a El nacimiento de la tragedia y a esa discusión inicial sobre la función de lo que nosotros llamamos literatura en relación al carácter teórico, optimista y progresivo del logos pedagógico. Al final de la sección quince,[24] Nietzsche señala que el optimismo teórico, si bien amplía constantemente los límites de lo conocido, se estrella también constantemente contra esos límites y aparece allí, en ese naufragio, “lo imposible de esclarecer”, lo oscuro que no se deja iluminar. Enfrentado a ese derrumbamiento el optimismo teórico intuye su propio fracaso y el arte vuelve a ser necesario como “protección y remedio”, es decir, tanto para soportar la quiebra del optimismo teórico como para llevar al conocimiento, más allá de sí mismo, hacia su propia transformación.
A continuación traza una distinción de valor que aún nos puede ser útil: en los niveles inferiores de este nuestro mundo, la avidez optimista, insaciable y demasiado ingenua, demasiado crédula, de conocimiento se manifiesta en hostilidad al arte que podría ponerla en cuestión; sin embargo, en las esferas más altas, el optimisto teórico pierde pie y seguridad y se transmuta en necesidad de arte. Entre lo bajo y lo alto, dice Nietzsche, entre el conocimiento optimista satisfecho de sí mismo y la necesidad trágica del arte, se libran luchas enormes en las que tenemos que intervenir. De su resultado depende que pueda darse la transmutación del conocimiento en arte y que esa transmutación conduzca a nuevas configuraciones “del Sócrates cultivador de la música”.
Acaso ese Sócrates musical pueda encarnar ese logos pedagógico abierto y plural que se resiste a todo dogmatismo y a todo reposar autosatisfecho en un conocimiento finalmente apropiado. Y quizá sea alguna nueva configuración de ese Sócrates la que dé a la novela histórica y, con la novela histórica a la historia misma, su lugar y su dignidad educativa. La historia pedagógica, aquella que nos forma o nos transforma, no puede ser otra cosa que una reivindicación de la libertad, de esa libertad que las formas demasiado convencionales de la historia de los historiadores parecen negarle y que la verdadera literatura, la verdadera ficción, se ha dado a sí misma en su obcecada resistencia a cualquier servidumbre. Y no puede ser tampoco otra cosa que el método que nos pone en relación con lo impensable, un método que la novela encarna de manera ejemplar y que la historia de los historiadores quizá ha olvidado ocupada como está en transmitir lo ya pensado. Y no puede ser otra cosa, por último, que el permanente cuestionamiento de lo que somos, un cuestionamiento que la historia de los historiadores parece intentar reprimir ocupada como está en hacer de memoria de los vencedores.
[21. La novela pedagógica y la pedagogización de la novela]
[1] Ver B. Bernstein, The Structuring of Pedagogic Discourse, Londres, Routledge, 1990. Especialmente el capítulo 5.
[2] F. Nietzsche, El nacimiento de la tragedia, Madrid, Alianza, 1973, p. 119.
[3] Ídem, p. 121.
[4] Ídem, p. 127.
[5] Ídem, p. 129.
[6] Ídem, p. 120.
[7] P. Peñalver, Márgenes de Platón. La estructura dialéctica del diálogo y la idea de exterioridad, Murcia, Secretariado de publicaciones de la Universidad de Murcia, 1986, p. 108.
[8] F. Nietzsche, El nacimiento de la tragedia, op. cit., p. 124.
[9] Esa es la definición de la “novela de tesis” que hace S. R. Suleiman en Le roman à thèse ou l’autorité fictive, París, Puf, 1983. Es interesante observar que la edición americana de ese libro se titula Authoritarian Fictions. The Ideological Novel as a literary genre (Nueva York, Columbia University Press, 1983). Como si novela de tesis, novela ideológica, novela autoritaria y novela pedagógica fueran sinónimos.
[10] J. Kristeva, Le texte du roman, La Haya, Mouton, 1970, p. 21.
[11] P. Handke, J’habite une tour d’ivoire, París, Bourgois, 1992, pp. 23-24.
[12] Ídem, p. 24.
[13] Ídem, pp. 32-33.
[14] G. Deleuze, Diferencia y repetición, Madrid, Júcar, 1988, p. 274.
[15] G. Genette, “Structuralisme et critique littéraire” en Figures, París, Seuil, 1966, p. 146.
[16] J. Kristeva, Séméiotiké: recherches pour une sémanalyse, París, Seuil, 1969, pp. 133-137, 143-173 y 191-196.
[17] M. Foucault, “Les raports de pouvoir passent à l’intérieur des corps” (entrevista con L. Finas) en La Quinzaine Littéraire, nº 247, 1977, p. 5.
[18] No resisto transcribir aquí una cita hermosísima de “Sobre verdad y mentira en sentido extramoral” un texto de 1873 incluido en El libro del filósofo, Madrid, Taurus, 1974, p. 91: “Por tanto ¿qué es la verdad? Una multitud en movimiento de metáforas, metonimias, antropomorfismos; en una palabra, un conjunto de relaciones humanas que, elevadas, traspuestas y adormadas poética y retóricamente, tras largo uso, el pueblo considera firmes, canónicas y vinculantes: las verdades son ilusiones de las que se ha olvidado que lo son, metáforas ya utilizadas que han perdido su fuerza sensible, monedas que han perdido su imagen y que ahora entran en consideración como metal, no como tales monedas”.
[19] F. Nietzsche, La genealogía de la moral, Madrid, Alianza, 1972, p. 175.
[20] P. Ariès, El tiempo de la historia, Barcelona, Paidós, 1988, p. 250.
[21] Ídem, p. 251.
[22] M. Foucault, “Nietzsche, la genealogía, la historia” en Microfísica del poder, Madrid, La Piqueta, 1979, p. 20.
[23] Ídem, p. 20.
[24] F. Nietzsche, El nacimiento de la tragedia, op. cit., p. 130.