22. Sobre la enseñanza de la filosofía

(Elogio y repulsa de la filosofía en tiempo de crisis)

Commentaire: comment taire.
Commentaire, c’est faire taire
un sens déjà établi, un sens figé.

Edmond Jabès[1]

En un texto muy crítico sobre el modo grandilocuente y pretencioso en el que los filósofos suelen formular la importancia de su trabajo, Jacques Bouveresse cita un texto de Valéry que puede servir para explicitar las condiciones en las que puede establecerse nuestro problema. Valéry escribía que “lo que puede reprocharse a la filosofía es que no sirve para nada, aunque hace pensar que puede servir para todo. De ahí que puedan concebirse dos modos de Reforma Filosófica: uno sería prevenir que no servirá para nada —y consistirá en conducirla hacia el estado de un arte dándole todas las libertades formales—; el otro sería, por el contrario, presionarla para que sea utilizable e intentar que lo sea buscando las condiciones. Pero, antes de tomar un partido u otro, hay que figurarse bien nítidamente qué se entiende por servir y por utilidad”.[2]

Parece que en los tiempos que corren hay que volver a hablar en torno al papel de la filosofía en la formación de los jóvenes. Un tema, por otra parte, sobre el que cualquier filósofo profesional sería capaz de disertar largamente, pero sobre el que difícilmente asistiría, al menos voluntariamente, a ninguna disertación. Se trata entonces, parece, una vez más, de ensayar uno de esos ejercicios rituales de legitimación institucional de una disciplina intelectual, la filosofía, en tanto que puede contribuir de una forma específica a la formación de los jóvenes. Se trata, en suma, de determinar el valor de un discurso, el discurso filosófico en este caso, por la calidad de sus efectos formativos en las personas que se inician en su práctica. Por “legitimación” entiendo, pues, algo parecido a eso de lo que Valéry hablaba en el texto citado más arriba, al modo como la filosofía es capaz (o no) de imponer el reconocimiento de una cierta representación de sí misma, de un cierto autorretrato, que la incluya como relevante para la formación de los jóvenes o, al menos, como parte de la cultura legítima.

Para empezar a precisar “lo que se entiende por servir y por utilidad”, podríamos comenzar por distinguir entre dos cuestiones. La primera cuestión es dónde y con quién se realiza esa práctica de la filosofía cuya utilidad estamos considerando. Quizá no sea absolutamente trivial recordar que esa práctica se realiza en un contexto pedagógico plural en el que la filosofía no es ni el único discurso ni el discurso dominante. Por “contexto pedagógico” entiendo el entorno social e intelectual en el que los filósofos que se dedican a la enseñanza inscriben sus prácticas discursivas. Y ese entorno es necesariamente limitado. Idealmente, los filósofos hablan a la humanidad, pero eso no tiene ninguna base social. Cada discurso organizado tiene un contexto de circulación y uso, una audiencia, relativamente restringida. La filosofía es, básicamente, un campo de estudio que tiene su principal ubicación institucional en centros docentes universitarios y no universitarios. La práctica de la filosofía se realiza entonces, básicamente, en una sala de clase en la que también se realizan otras prácticas discursivas no filosóficas. Y en una sala de clase mayoritariamente ocupada por estudiantes, por personas que tienen que ser iniciadas en la práctica de la filosofía al mismo tiempo que son iniciadas en otras prácticas discursivas también institucionalizadas y que también se consideran relevantes para ellos.

La segunda cuestión es cómo es ese discurso filosófico, esa práctica discursiva especializada llamada filosofía, cuya especificidad le autoriza a pretender efectos formativos sobre los que se inician en ella. La segunda cuestión, en suma, es qué es formarse, y qué es lo que hace que la iniciación en la práctica de la filosofía sea algo formativo. Y es a esta segunda cuestión, desde luego no desvinculable de la primera, a la que me voy a ceñir en lo que sigue. Se trata entonces de pensar la relación entre la práctica de un determinado tipo de discurso y los efectos de esa práctica en un determinado aspecto de las personas que se inician en él.

La educación como práctica moral

La tarea formativa de la filosofía, al menos en sus modalidades dominantes, se justifica en el interior de un discurso en el que la educación está construida como una práctica con un sentido moral. La idea de educación se construye como algo que tiene que ver con algunos ideales públicos o personales como la igualdad, la democracia, el enriquecimiento de la vida cultural, el pleno desarrollo de las capacidades humanas, la racionalidad, la virtud, el diálogo, la comunidad, la autonomía, etcétera, y esos ideales son los mismos con los que se constituye también una representación moral de la sociedad, de la comunidad o de la persona humana.

La articulación de la educación como una tarea moral permite, en algunas de sus modalidades, autonomizar las prácticas educativas de cualquier finalidad extrínseca y utilitaria. La filosofía, por tanto, tiende a rechazar la valoración de las prácticas educativas sólo en términos pragmáticos e instrumentales (fundamentalmente económicos) puesto que las considera como valores en sí mismas, o desde valores difícilmente formulables en términos técnicos, calculables y planificables, como, por ejemplo, la formación completa de la persona, el desarrollo integral de las potencialidades humanas, o la articulación cultural de la comunidad. La idea moral de educación permite situar las prácticas educativas fuera del control técnico y las convierte en algo opaco a cualquier racionalidad instrumental, en algo que está más allá de los resultados técnicamente calculables, en algo, incluso, que puede pretender trabajar a la contra de la estrecha utilidad funcionalista.

Eso implica, desde luego, una tensión entre unos discursos legitimados desde una idea moral de educación y la tendencia creciente a la racionalización técnica de las prácticas educativas en tanto que ésta implica una mayor dependencia de las mismas con respecto a finalidades utilitarias. La autonomía de la idea moral de educación, la posibilidad que abre de considerar las prácticas educativas con relativa independencia de las constricciones económicas, sociales o políticas inmediatas, paga el precio de su inefabilidad.

Si se acepta esta descripción del modo como la filosofía aspira a su legitimación en contextos pedagógicos, y se pone en relación con el predominio creciente de una idea técnica de la tarea educativa, se comprenderá que la filosofía, cuando se dedica a reflexionar sobre su presente y sus posibilidades de futuro, tienda a construir narrativas de crisis, es decir, narrativas en las que ciertos aspectos del presente son dramatizados en términos de desastre, de pérdida, de decadencia.

Esas narrativas son muy diversas pero cuentan casi siempre una historia parecida: hubo un tiempo en que la enseñanza era entendida como una “misión” fundamentalmente moral. Había una comprensión de los valores que orientaban las actividades de enseñanza puesto que ésta se relacionaba con una idea moral de la persona humana “completa” o con una idea del progreso moral de la sociedad o de la comunidad en tanto que humanización. La formación de los jóvenes consistía, básicamente, en la constitución de su identidad moral, de su conciencia. En los últimos años, sin embargo, se ha producido una fractura entre los discursos que construyen la enseñanza como una práctica técnica y los discursos que construyen la educación como una tarea moral. Una vez consolidada esa dislocación, el discurso filosófico se debilita y conserva sólo un estatuto marginal. Por otra parte, la filosofía misma parece incapaz de articular grandes ideologías morales. Además, la creciente burocratización de las prácticas educativas las subordina a finalidades definidas de un modo técnico. El profesional-experto-especializado sustituye a la personalidad formada. Y eso posibilita la subordinación de la educación a intereses espúreos, a finalidades utilitarias, pragmáticas, puramente instrumentales, relacionadas con demandas sociales o económicas definidas en términos funcionales. La reflexión ha sido bloqueada. La crítica es irrelevante o marginal. Existe, además, una notable pérdida de consenso y de orientación. La educación, vaciada de sus condiciones morales, es presa fácil de intereses de toda laya, fácilmente manipulable, utilizable. Debilitada la vigilancia moral, ya no hay obstáculos críticos para su captura por fuerzas espúreas. Marginada y casi disuelta la razón moral, la idea de educación puede ser construida desde una razón instrumental y las prácticas educativas pueden ser capturadas por una burocracia de expertos.

Pero, además de construir el pasado en términos de pérdida o de derrota, las narrativas de crisis tienden a construir el presente como un momento crucial, como un punto de cambio, de transformación, como un momento en el que “hay que hacer algo”. Las narrativas de crisis permiten delinear una tarea para el presente y construir el presente como un momento crucial para el futuro. Y así las narrativas de crisis se convierten en el marco de ejercicios de relegitimación o en la posibilidad abierta de imaginar nuevas posibilidades, nuevas prácticas, nuevas formas de pensar, de escribir o de enseñar.

Pedantería, dogmatismo y superficialidad

En esta mi modesta contribución a este apasionado aunque poco interesante debate, me limitaré a citar y comentar un breve, sabroso y poco conocido texto de Kant, colocado con una chincheta en la puerta de su aula, y en el que anunciaba el contenido de un curso que iba a impartir aquél semestre sobre la naturaleza y la enseñanza de la filosofía.[3] Comienza Kant enunciando que la enseñanza de la juventud encierra “una cierta dificultad en sí misma” cuando se refiere a la filosofía puesto que ésta, que es una ocupación de la edad adulta, quiere adaptarse a la más inexperta juventud. La dificultad consiste, para el profesor de filosofía, en la necesidad de adelantarse con la inteligencia a los años o, lo que es lo mismo, con la razón (Vernunft) al entendimiento (Verstand). Y ahí, en esa tendencia a dar conocimientos sin que el entendimiento haya madurado, “brotan los inagotables prejuicios de las escuelas (…) y la precoz charlatanería de los jóvenes pensadores, mucho más ciega que cualquier otra presunción y más incurable que la ignorancia”. Con ese método, “ocurre como si el alumno pescase una especie de razón, antes de que se le forme el entendimiento, y arrastre una ciencia prestada, que encima está como pegada y no ha ido naciendo en él”. Hasta aquí Kant parece reformular la vieja distinción entre, por un lado, el saber exterior, prestado, pegado a la conciencia pero exterior a ella, sin atravesarla y estructurarla, mera charlatanería, saber de pedantes, apariencia de saber, alucinación de saber, falsa erudición, y, por otro lado, un saber interior, nacido en uno mismo, constituido paralelamente a la maduración de la conciencia, y en el que la erudición, si existe, no es sino el subproducto natural de un saber que está orientado a la formación. Con ese saber exterior, independiente de la maduración de la conciencia y, por tanto, ajeno a ella, “su capacidad intelectual se hace todavía mucho más estéril, y, al mismo tiempo, por la alucinación de poseer sabiduría, se corrompe todavía más”.

Un saber que no sirve a la formación es aquél con el que se mantiene una relación exterior. Un saber que se aprende, en el que se adquiere algo que antes no se tenía, pero en el que eso que se adquiere está como pegado, no atraviesa la conciencia, no la constituye, la estructura o la modifica, sino que permanece exterior a ella, sin relación con el que sabe, un saber dislocado del sabio, un saber que produce pedantes, quizá eruditos, pero no personas formadas.

¿Cómo tiene que ser entonces la práctica de la filosofía, la iniciación a la práctica de la filosofía, para que produzca otra cosa que charlatanes, otra cosa que personas que “saben” filosofía pero sin que ese saber tenga ninguna relación con ellos mismos? Para comenzar a responder a esa pregunta seguiremos, con Kant, descartando algunas formas de enseñar filosofía que se caracterizan también porque nada tienen que ver con la formación.

La segunda dificultad que Kant señala se refiere a la naturaleza misma de eso que se pretende aprender cuando se piensa que se va a aprender filosofía. Aquí Kant comienza hablando de las ciencias que pueden aprenderse en sentido propio, aquellas ciencias que “constituyen algo que, de hecho, está dado y que, por consiguiente, es disponible y no tiene sino que ser asimilado” y que, por lo tanto, pueden aprenderse en el sentido estricto de “imprimir, bien en la memoria o en el entendimiento, aquello que puede ser propuesto como una disciplina acabada”. Pero la filosofía no es una ciencia de ese tipo. Si así lo fuera “tendría que haber un libro y poderse decir: mirad aquí está el saber y el conocimiento seguro. Si aprendéis a entenderlo y a retenerlo, y si, en lo sucesivo, edificáis sobre él, seréis filósofos”. Si el peligro de la primera dificultad es producir charlatanería, el de la segunda dificultad es el de producir dogmatismo e irrelevancia académica, academicismo en el peor sentido, ofreciendo un producto ilegítimo, un producto que la filosofía no puede dar. En palabras de Kant, “se abusa de la confianza de la gente, cuando en lugar de ampliar la capacidad de entendimiento de la juventud que se ha puesto en nuestras manos y formarla para que en el futuro pueda madurar su propia inteligencia, se la embauca en una filosofía clausurada y completa que ha sido elucubrada para ellos por otros. De aquí surge un espejismo de ciencia, que vale como una moneda verdadera sólo en determinado lugar y entre determinadas gentes, pero que está devaluada en todas partes”. En este caso, la filosofía, al presentarse como un saber clausurado y completo, produce una conciencia clausurada, una conciencia que no está constituida por la necesidad de pensar y la apertura al pensamiento, por las preguntas, sino por la clausura del pensamiento, por las respuestas. Aquí sí que tendríamos una autoconciencia formada, pero formada de un modo dogmático.

Quizá Kant mismo se comprometió con una idea semejante de la filosofía al pretender “conducirla al camino seguro de la ciencia”. Pero lo que sí es cierto es que los filósofos han tomado muchas veces esa posición. La filosofía ha pretendido, durante mucho tiempo, posiciones privilegiadas, de dominio y de constricción. El filósofo se ha convertido muchas veces en una suerte de policía moral de los discursos y las prácticas. Los filósofos han utilizado durante mucho tiempo el privilegio de la primera o la última palabra, el lugar del fundamento, o de la orientación, o de la guía. Y han monopolizado también el lugar de la reflexión y de la crítica convirtiéndolo en un espacio vedado, aristocrático y protegido, en el que elucubrar una filosofía clausurada y completa en la que los jóvenes tenían que ser iniciados y formados.

Pero todavía hay una tercera dificultad. La que se deriva del amateurismo y la superficialidad, y del dictado de la moda. Dice Kant que mientras que en otras materias hay unos ciertos mecanismos de contención del amateurismo derivados de unos criterios fuertes y relativamente homogéneos para la valoración de la competencia en la materia, en filosofía no existen esos criterios, esa medida común, y “cada uno tiene la suya propia”. Por eso “raras veces hay alguien que no se haga seriamente a la idea de que, además de sus ocupaciones corrientes, podría muy bien dar clases de lógica y moral y cosas por el estilo, si es que se le ocurriera ocuparse de esas menudencias”. Por otra parte, cuando el filósofo tiene que ganarse el pan y, por tanto, está constreñido por la necesidad de ofrecer productos que se valoren en el mercado, tiene que acomodarse “a la manía de la demanda y a las leyes de la moda (…) y doblegarse a esa forma que le impone el aplauso vulgar”. Tenemos aquí una filosofía que no es mas que la elaboración en un registro noble del sentido común, de lo que todo el mundo piensa. Y que no hace otra cosa que satisfacer de una forma trivial, aunque con cierto brillo intelectual, las demandas triviales que le plantea el hombre corriente, el hombre que cree tener ya una filosofía y que sólo pide un discurso en el que pueda reconocerla y reconocerse.

Acaso ahora que ni la erudición ni el dogmatismo están de moda, el peligro de la superficialidad sea el que constituye la mayor amenaza. La demanda y las leyes de la moda abren gran cantidad de problemas que pueden ser tratados, con poco esfuerzo, con material filosófico. Y el filósofo, compelido por la fuerza de la necesidad, por una fuerza cuyo poder, según Kant, “es todavía superior a la filosofía”, se convertiría en un especialista en la elaboración del sentido común y de la buena conciencia. Siempre habrá un mercado y un aplauso para el filósofo que se preste a elaborar un discurso general y con cierto pedigree cultural sobre los clichés de la época. Siempre, naturalmente, que no contradiga excesivamente lo que se espera de él, la naturaleza de la demanda que se le hace.

Aquí, el discurso filosófico produce formación, pero una formación convencional, aquella que está solidificada en la buena conciencia común, tranquila y confortablemente creída de sí misma, satisfecha de sí misma. El filósofo, en este caso, no se pone por encima de los demás, arrogantemente armado de un discurso dogmático, de un saber esencial que sólo el detenta y en el que los otros deben ser aleccionados, sino que se coloca como un divulgador, como alguien que degrada la filosofía al convertirla en mera ideología, en mero espejo de las representaciones comunes.

Tendríamos pues tres dificultades en la enseñanza de la filosofía de las que se derivarían otros tantos peligros. La primera dificultad es la de tener que dar conocimientos cuando el entendimiento del alumno no está maduro. Si no se atiende a esa dificultad, la filosofía produce pedantes. La segunda dificultad es la de tener que enseñar filosofía sin que exista un saber acabado, algo así como un libro, dispuesto ya a ser asimilado. Si no se tiene en cuenta que la filosofía no existe como algo a ser aprendido y pretendemos transmitir un saber sustantivo, lo que producimos es dogmáticos y academicistas, especialistas cuyo saber sólo tiene valor en contextos académicos y entre tipos académicos, pero no en otras partes. La tercera dificultad consiste en tener que trabajar con un tipo de discurso para el que no existe medida común y que está fuertemente constreñido por la necesidad de responder a una demanda exterior. Lo que amenaza en este caso es el amateurismo y la superficialidad.

Por si fuera poco, y como decíamos más arriba, el contexto pedagógico actual se caracteriza por el privilegio de un modo científico-técnico de construir la idea de educación y por el privilegio de la legitimación desde el punto de vista de la efectividad y la competencia. Parece que la charlatanería ya no cuela y que el dogmatismo está desprestigiado. Lo único que parece que todavía podemos vender es sentido común y buena conciencia. Agotado el mercado de la erudición y el brillo intelectual, y agotado también el mercado de los dogmas morales, sólo nos quedaría el peligro de caer en el mercado del cliché. Ya no producimos la alucinación de poseer sabiduría por haber pescado una ciencia pegada. Tampoco producimos una formación clausurada y dogmática. El peligro más real es el de producir una moralina filosófica que pueda convivir en armonía o, al menos, sin demasiadas tensiones, con la racionalidad técnica dominante. Que pueda incluso contribuir a su legitimación mediante la producción de ciertas formas de autosatisfacción camufladas bajo la apariencia de una moral.

Mantener vivas las preguntas

¿Cuál puede ser, entonces, el juego? Nuestra responsabilidad fundamental, creo, y la mayor dificultad de nuestro trabajo, es mantener abierta la pregunta por el valor y el sentido. Practicar la filosofía es, simplemente, impulsar una determinada forma de interrogación, hacer que la pregunta por el valor y el sentido se mantenga abierta. Y eso es imposible sin mantener viva la conversación filosófica que históricamente se ha articulado en torno a esa pregunta. Contamos con una tradición en la que esa pregunta es formulada y reformulada una y otra vez. En la que esa pregunta se ha mantenido abierta pese a todos los intentos dogmáticos de cerrarla de una vez por todas, desplegando una respuesta que parecería agotarla, y pese a toda la charlatanería que la ha ocultado, y pese a toda la buena conciencia y toda la autosatisfacción que pretendía clausurarla. Nuestra responsabilidad es la pregunta y la inquietud por la pregunta, la sensibilidad por la pregunta, el cuidado de la pregunta. Y eso es inseparable del cuidado de la tradición, del esfuerzo por la conservación y la renovación de la tradición en la que esa pregunta se ha mantenido abierta. Soy consciente que conservar y renovar una tradición no es fácil con tantos y tan acuciantes problemas con los que nos encontramos. Y más aún si esa tradición tiene que ser renovada fuera de toda pedantería, de todo dogmatismo, y de toda autosatisfacción. Con el único interés de mantener abierto un lugar donde se hace presente una interrogación y una inquietud.

Desde esa perspectiva, la formación de la juventud no es más que abrir el espacio y la sensibilidad para la interrogación por el valor y el sentido. Se trata de transmitir la pregunta, la inquietud, la disconformidad, la insatisfacción, la apertura. Y de estar atentos a que la pregunta no se resuelva en charlatanería, en dogmatismo o en autosatisfacción, todas ellas formas de clausura.

Y eso sólo es posible desde un determinado modo de relación con los textos de la tradición. Los textos no deben ser tomados como el contenido a transmitir, tampoco como un mero lugar para el ejercicio intelectual, ni siquiera como una herramienta para el pensamiento. Los textos deben funcionar como lo que contrastamos con nuestros estudiantes y con nosotros mismos. No lo que nosotros podamos pensar de los libros, sino lo que desde, sobre o contra los libros podamos pensar de nosotros mismos. Pero no para confirmarnos en lo que somos o para articular una nueva escolástica, sino para mantener viva una modalidad de interrogación. Lo que el profesor transmite no es tanto una materia de estudio como una relación con una materia de estudio. Una relación en la que, entregándose a los textos, mantiene una tensión consigo mismo, una apertura. Yo creo que ese es un sentido no desdeñable de lo que significa iniciar a la filosofía: no producir eruditos, o prosélitos, o personas autosatisfechas, sino transmitir un modo de interrogación y una inquietud en los que la persona que se inicia pueda ser llevada a su propia interrogación, a su propia inquietud y quizá, provisionalmente, a sus propias respuestas. Algo tan viejo como lo que decía Kant en el texto que he citado más arriba a propósito de una ciencia que le va naciendo a uno.

Y quizá todos los problemas que tan apresurada y superficialmente he señalado podían haberse reducido a uno. Un problema que es, por otra parte, uno de los grandes problemas de la filosofía: ¿qué es leer? Y, en relación a ese problema, aparecen otros como ¿qué es enseñar a leer?, ¿se puede enseñar a leer en una sala de clase, con los textos que constituyen una materia de estudio?, y sobre todo ¿sirve para algo leer? De una respuesta afirmativa a esta última pregunta depende, creo, que el discurso filosófico siga teniendo algo que ver con la formación de los jóvenes.

[22. Sobre la enseñanza de la filosofía]


[1] “Comentar: cómo callar. Comentar es hacer callar un sentido ya establecido, un sentido fijado”.

[2] El texto de Valéry está en Cahiers, vol. I, París, Gallimard 1973, p. 650. La cita ha sido extraída de J. Bouveresse, Le philosophe chez les autophages, París, Minuit, 1984, p. 23.

[3] Se trata de “Nachricht von der Einrichtung seiner Vorlesungen in dem Winterhalbenjahre, von 1765-1766” en Werke in sechs Bänden, vol. I, Vorkritische Schriften bis 1768, Wiesbaden, Insel Verlag, 1960, pp. 907-910. (Hay una traducción castellana de Emilio Lledó titulada “Sobre la enseñanza de la filosofía” en Manía, nº1, 1995. pp. 111-113.)