24. La defensa de la soledad

(Para que nos dejen en paz cuando se trata de leer)

La música callada,
la soledad sonora.

San Juan de la Cruz

Lo que voy a hacer a continuación es destacar algunos aspectos específicos de la experiencia de la lectura elaborados todos ellos desde el núcleo central de la soledad. Lo que me interesa es sacar algunas conclusiones del hecho de que la experiencia de la lectura sea, o pueda ser, no sólo una experiencia solitaria sino una experiencia de soledad. Para ello voy a utilizar algunos fragmentos de un texto juvenil de María Zambrano, un texto que se titula “Por qué se escribe, redactado cuando ella tenía 27 años y publicado por primera vez en 1933. Y lo voy a utilizar practicando con el texto tres operaciones.

La primera es una operación de borrado. He borrado del texto todos aquellos pasajes en los que María Zambrano, que aún no había constituido su propio vocabulario, monta su texto utilizando un diccionario de tipo religioso, casi de catecismo, en el que resuena el Capítulo III del Génesis, una versión muy ingenua de la elaboración católica del tema de la redención a través de la palabra y, como no podría ser menos, la mística española del barroco y especialmente San Juan de la Cruz. Y voy a hacer eso porque me gustaría separar de toda connotación transmundana el carácter específico de la “aventura espiritual” que María Zambrano construye mediante una determinada consideración de la experiencia de la lectura. En la lectura solitaria, me parece, se da una relación trascendente con la lengua. Pero se trata una trascendencia intramundana, inmanente, laica, ajena a cualquier connotación salvífica: ese tipo de trascendencia que se produce, simplemente, al considerar nuestra relación con la lengua de un modo no instrumental; de un modo que no está normado por nuestro saber, ni por nuestro poder, ni por nuestra voluntad.

La segunda operación que he hecho con el texto es una operación de sustitución. El texto de María Zambrano está dedicado al escribir, a la soledad de la escritura, al tipo de relación con el lenguaje, con uno mismo y con los otros que se da en la escritura. Pero gran parte de la caracterización que hace de la experiencia de la escritura puede aplicarse también a la experiencia de la lectura. En muchas de las frases del texto las palabras “escritura” y “lectura”, “escribir” y “leer”, “escritor” y “lector”, son estrictamente intercambiables. Sobre todo, en aquellas en las que la escritura no está pensada desde la comunicación, desde el “querer decir” del escritor, sino desde una relación específica y solitaria con el lenguaje que sólo pasa a través del texto escrito. He substituido pues, siempre que he podido, escribir por leer, con los mínimos cambios necesarios en la estructura sintáctica de la frase para que no suene demasiado forzada. Y, desde luego, esa operación de sustitución o, si se quiere, esa voluntad de pensar la experiencia de la lectura en los mismos términos en que María Zambrano caracteriza la escritura, me han llevado también a borrar todas las secciones en que se trataba explícitamente de la comunicación desde el punto de vista de la autoría.

Por último, la tercera de mis operaciones es un trabajo convencional de paráfrasis, comentario y ampliación del texto. Lo que he hecho, por tanto, es reescribir parte del texto de María Zambrano y darlo aquí a leer, proponiéndo al mismo tiempo una consideración de lo que significa el hecho no desdeñable de que la experiencia de la lectura sea a veces una experiencia de soledad.

Defender la soledad en que se está

El comienzo del texto es la puesta en escena de un gesto airado, casi violento. Podemos imaginar a María sintiéndose agredida por las continuas solicitaciones de una vida cotidiana siempre demasiado pública, demasiado urgente, demasiado dispersa, demasiado bulliciosa. Podamos imaginarla cada vez más irritada, sintiendo que ya no puede soportarlo más y, entonces, súbitamente, en un gesto tan limpio como eficaz de autodefensa, se retira a leer. Pero de pronto percibe lo que su gesto tiene de descortesía, de brutalidad incluso, cree notar la cara de sorpresa de las personas que estaban con ella, siente la necesidad de justificarse, de excusarse, y como pidiendo disculpas se dice a sí misma: “leer es defender la soledad en que se está”. El que se retira a leer, se dice entonces, lo hace porque tiene que defender su soledad y, para defenderla, para justificarla, tiene que mostrar por qué la necesita, “lo que en ella y únicamente en ella, encuentra”. Pero no es sólo que la lectura se de en la soledad, como si la soledad estuviera antes y nos pusiéramos a leer para llenarla, sino que la lectura nos da una modalidad singular de la experiencia de la soledad. Por eso la iniciación a la lectura es una iniciación a un determinado tipo de soledad, y a los dones de esa soledad.

Después de ese gesto primero de aislamiento, y quizá para comenzar a hacerlo perdonar, María Zambrano se dice que la soledad de la lectura es una soledad específica, una soledad que es comunicación: retirarse a leer es establecer una separación que une, una distancia que aproxima. El lector se separa de la realidad, de la vida y de los otros para recuperarlos, en el alejamiento, de otra manera. Y eso porque lo que el lector rechaza no es la realidad, la vida o los otros, sino un tipo determinado de relación con todo eso, esa relación que nos da una realidad trivial, una vida que no es vida y unos otros intercambiales. Lo que el lector necesita es cambiar su modo de relación. Y por eso confía que la soledad de la lectura le va a dar una realidad más nítida, una vida más intensa y unos otros con perfiles más agudos. Y tan próximos, además, tan íntimos.

Además de una soledad que es comunicación (aunque una comunicación especial), y de una distancia que es proximidad (aunque una proximidad característica), la lectura nos da también el silencio, un silencio sin embargo sonoro, aunque dotado de una sonoridad distintiva. La pregunta de María Zambrano es tajante: “Habiendo un habla, ¿por qué leer?”. De lo que se trata aquí, con esta pregunta, es de hacer emerger la soledad silenciosa de la lectura de la necesidad de interrumpir esa habla vacía y ruidosa, presa de las circunstancias y los apremios de la vida. La soledad de la lectura deriva, primero, de la necesidad de acallar esa cháchara insustancial y siempre excesiva en la que estamos continuamente sumergidos. Necesitamos retirarnos a leer porque hablamos demasiado sin decir nada, porque escuchamos demasiado sin oír nada, porque estamos demasiado en el habla. Para Maria Zambrano, leer es antes que nada un imponer silencio al habla de la comunicación más banal, a la que responde en definitiva a las necesidades más inmediatas de la vida.

Nos retiramos a leer “para reconquistar la derrota sufrida siempre que hemos hablado largamente”. En el habla las palabras siempre circulan demasiado deprisa, y por eso nos traicionan; nos sentimos como fuera de nosotros mismos, disgregados y dispersos; sentimos que las palabras que oimos nos invaden, nos atacan, nos tienden trampas; y sentimos también que las palabras que decimos se nos escapan, que las perdemos en el momento mismo de decirlas. Y necesitamos entonces escapar de algún modo a la velocidad del momento y a la presión de las circunstancias.

El leer nos da entonces el silencio que necesitamos para darnos tiempo, para detener el tiempo, al menos ese tiempo crónico, veloz, por el que nos sentimos arrastrados. Y nos da también el silencio que nos es preciso para escapar de las circunstancias, para huir de ese modo de estar en el mundo siempre pragmático e interesado, siempre demasiado concreto, demasiado próximo, demasiado circunstancial en suma, por el que nos sentimos atrapados. Y nos da por último el silencio necesario para recuperar una cierta unidad, un cierto recogimiento, una cierta sensación de estar en nosotros mismos, un cierto ensimismamiento.

Retener las palabras

Pero lo característico de la experiencia de la lectura es que, en ella, esa interrupción de la dispersión producida por la inmediatez del tiempo y por el asedio de las circunstancias se da, precisamente, en una modificación de nuestra relación con la lengua. Sólo podemos salvarnos de la presión del tiempo y de las circunstancias si somos capaces de rescatar las palabras y nuestra relación con las palabras de esa misma presión. Y la lectura viene a “salvar las palabras” de la usura del tiempo y de la vacuidad de la comunicación circunstancial. Como si hubiéramos perdido las palabras y la amistad de las palabras en el momento mismo en que las hemos convertido en un instrumento de nuestras necesidades más vanas. Como si la lectura viniese a salvar las palabras liberándolas, devolviéndoles esa libertad que les hemos quitado desde que las hemos arrastrado con nosotros, desde que las hemos hecho humanas, demasiado humanas.

En el leer se retienen las palabras. Hay en el leer “un retener las palabras, como en el habla hay un soltarlas, un desprenderse de ellas, que puede ser un desprenderse ellas de nosotros”. Al leer vemos, oímos, saboreamos y sentimos las palabras de un modo que no se da en el habla, en ese tomar y soltar las palabras que es el habla. Porque en el habla usamos las palabras tomándolas y soltándolas inmediatamente, y dejamos entonces de prestarles atención. Y como al usar las palabras, sin prestarles atención, las sometemos a nuestro servicio, las convertimos en instrumentos para nuestras necesidades y nuestros fines, entonces ellas, en justa correspondencia, nos dan la espalda y se convierten en nuestras enemigas. El retener las palabras propio de la lectura supone entonces una modificación de nuestra relación con ellas que nos permite detenernos en ellas, demorarnos en ellas. Lo que, en definitiva, es condición para reconciliarnos con ellas, para reencontrar con ellas “una perdida amistad” y, a veces, para aprender a amarlas.

Parece entonces que, si atendemos a lo específico de la experiencia de la lectura, leer “viene a ser lo contrario de estar en el habla”. Lo que el lector busca al retirarse de la conversación, en esa soledad que es comunicación, y distancia que une, y silencio sonoro, y detención del tiempo, y emancipación de lo circunstancial, y retención de las palabras, es, precisamente, lo que no puede venir en el habla. La frase de María Zambrano es la siguiente: “… pero esto que no puede decirse, es lo que se tiene que escribir” y, nosotros, podríamos transformarla así: esto que no puede venir en el habla, es lo que tienes que leer. Y de ahí se derivarían una serie de imperativos al lector como los siguientes: no leas como si estuvieras en el habla, no leas lo que meramente puede venir en el habla, lee sólo lo que no puede estar en el habla, lo que no puede decirse ni oírse en el habla, lo que sólo puede darse como leído …, y de eso que lees no hables, no digas palabra, no lo comentes, no lo expliques, no digas nada, no sea que al introducirlo en el habla lo pulverices y lo pierdas al convertirlo en objeto de conversación.

A eso que no se puede decir, y por eso hay que escribirlo, y que no se puede escuchar, y por eso hay que leerlo, María Zambrano lo llama “el secreto”. Y “secreto” no significa algo que deba ser excluido de la comunicación, sino algo que no puede comunicarse como si fuera información. El secreto se revela desde dentro, no viene de fuera sino de dentro. Y, desde dentro se le revela al escritor en la escritura y al lector en la lectura. Pero se le revela permaneciendo secreto, es decir, manteniéndose incomunicable desde el punto de vista de la información.

Quizá por eso María Zambrano habla del leer como de un acto de fe y de fidelidad: El leer “pide la fidelidad antes que cosa alguna. Ser fiel a aquello que pide ser sacado del silencio”. Y aquí se trata, naturalmente, del silencio interior producido al interrumpir ese ruido constante que atraviesa nuestra conciencia cuando estamos en el habla. Al leer, leemos el texto, pero, sobre todo, sacamos algo de dentro, algo que viene de nuestro silencio, de nuestra disponibilidad. Por eso el lector debe hacer una suerte de vacío interior para que nada se interponga entre su silencio y las palabras que lee. La frase es muy hermosa: el lector “no ha de ponerse a sí mismo, aunque sea de sí de donde saca lo que lee. Sacar algo de sí mismo es todo lo contrario que ponerse a sí mismo”.

Lectura y libertad

Hasta aquí la reescritura del texto de María Zambrano. Ahora, para terminar, podemos relacionar el texto con el modo como se trata la lectura en los aparatos culturales, mediáticos y pedagógicos. El título de este capítulo, eso de “la defensa de la soledad”, no hace otra cosa que sugerir un énfasis en la dimensión solitaria de la lectura que va, si duda, a contracorriente de aproximaciones, digamos, más comunitarias, más comunicativas. Pero el subtítulo, eso de “para que nos dejen en paz cuando se trata de leer”, es un poco más provocativo. Y va dirigido contra todos esos lugares en los que no se deja la lectura en paz, en los que el leer está sometido a un juego reglado, disciplinado y asignado en el que nos vemos obligados constantemente a hablar sobre nuestras lecturas. A un juego que, muchas veces, tiene la forma de un interrogatorio, y en el que tenemos que ser rigurosos, creativos, inteligentes, personales, sutiles o críticos. Esos juegos que, con el pretexto de enseñar a leer y a escribir, no nos dejan ni leer ni escribir. En esos juegos siempre estamos leyendo con otros y para otros, presionados por el tiempo, atendiendo demandas circunstanciales, dispersos en infinidad de lecturas hechas para una infinidad de propósitos y, sobre todo, siempre estamos poniéndonos a nosotros mismos: nuestra personalidad, nuestra cultura, nuestra perspicacia, nuestra habilidad, nuestra competencia, nuestras palabras. Y en estos juegos, de cuya utilidad para fabricar libros y para fabricar lectores no dudo, me da la impresión de que la experiencia de la lectura se cierra en lugar de abrirse. Porque los libros que de verdad cuentan no se fabrican sino que nacen. Y los lectores que de verdad cuentan, no sé si nacen, pero desde luego tampoco se fabrican. Los aparatos mediáticos y culturales posicionan y fabrican al lector como público. Y el público no es otra cosa que la serie de opinadores y de compradores constituidos por la publicidad y por el mercado. Los aparatos pedagógicos, por su parte, posicionan y fabrican al lector como alumno (o investigador), es decir, desde el punto de vista de la obligación y del trabajo. No deja de ser sintomática la naturalidad con la que llamamos “trabajos” a los informes de lectura de los estudiantes y a los productos de los investigadores.

María Zambrano, en su texto, habla a veces de libertad. Dice que la lectura nos hace libres del momento y de las circunstancias. Dice que en el habla estamos prisioneros y que sólo en la lectura “se halla liberación”. Por eso leer es un juego que no se puede nunca controlar, ni siquiera por nosotros mismos, “como el lanzarse a algo cuya trayectoria no es por nosotros dominable”. La experiencia de la lectura tiene entonces algo incertidumbre, algo de aventura no finalizada, algo de riesgo, algo de no dominable, de indomable, que la hace relativamente independiente de nuestras intenciones e, incluso, de nuestra voluntad. Uno no lee lo que quiere sino lo que pasa, y lo que pasa es de la dimensión del acontecimiento, esto es, de lo que no se puede predecir, ni prever, ni prescribir, ni desde luego dominar. Por eso, y porque estamos hartos de exámenes y de interrogatorios, y porque no queremos saber nada de esos que convierten la lectura en un análogo de la charla, del parloteo insustancial, del juego social de las opiniones sabias o de las emociones sensibles, de esos que leen para vanagloriase de su saber o para emocionarse de su emoción, queremos que nos dejen en paz cuando se trata de leer.