Eternidad del libro de incendio en incendio…
E. Jabès
El estudiante estudia. Pensemos por un momento que el estudiante estudia. No está aún preparando exámenes. Tampoco está escribiendo una recensión o redactando un trabajo de curso. Ni siquiera está pensando en sus cosas: en el día de mañana, que ya hoy amenaza con su llegada, o en lo que todavía queda en él del día de ayer. El estudiante no piensa ni en el ayer ni en el mañana. Nada le amenaza, nada le distrae. Ninguna tarea asignada, ninguna asignatura, ninguna obligación se mezcla con su estudio. Por no tener, no tiene ni siquiera recuerdos, ni siquiera proyectos. “Tendido en el umbral del presente”,[1] libre de vínculos y libre de pretensiones, el estudiante, simplemente, estudia.
Una atención tensada al máximo y un estar vuelto hacia sí mismo es el gesto que conviene al estudiante. Atención, concentración, ensimismamiento. El estudiante está sentado con los codos sobre las rodillas y la frente entre las manos.[2] Y con ese gesto de repliegue sobre sí mismo se fabrica con su propio cuerpo una especie de campana de vacío que nada atraviesa. Porque no ve y porque no oye su gesto se asemeja al del vidente, o al del que está intensamente a la escucha. Como los antiguos adivinos, que pagaban con la ceguera el precio de su visión privilegiada, el estudiante cierra los ojos y los oídos a todo lo que no es estudio. A todo lo que no es aún estudio (incluso a lo que un día, en un pasado remoto, hubiera sido su comienzo) y a todo lo que no es ya estudio (también a lo que en algún momento, quizá próximo, quizá lejano, podría ser su culminación). El estudiante vive una pasión sin antecedentes y sin consecuencias, una tensa pasividad que siempre está en medio de sí misma. El estudiante se ha olvidado ya de cuál fue el principio de su estudio y no sabe todavía cuál será su cumplimiento.
Por eso el estudio es la única distracción del estudiante al que nada distrae, la suprema distracción, la que le distrae de todo, la que le distrae incluso de la causa o de la finalidad de su estudio, la que le distrae de sí mismo incluso. Por eso el estudio es lo que le interrumpe, es el don ambiguo, fascinante y peligroso, del estupor que produce la suprema interrupción.[3]
Si el estudio es la suprema distracción del estudiante al que ya nada distrae, es también la única amenaza que acecha a aquél al que ya nada amenaza. Habiéndose sustraído del mundo y de las amenazas del mundo, habiendo fabricado, con su gesto ensimismado, una barrera contra el peligro, el estudiante ejerce sin duda una forma de soberanía. Su concentración es desde luego un muro frágil, incapaz en su fragilidad de ponerle realmente a salvo. Pero su postura atónita y absorta es también, a la vez, una barrera poderosa que expresa su indiferencia a la amenaza, su libertad soberana respecto a la amenaza. En su debilidad, el estudiante no puede, en realidad, defenderse de nada, pero, al mismo tiempo, en su fuerza, nada le amenaza.
Sólo el estudio amenaza al estudiante. Porque en el estudio, en su abandonarse en el estudio, el estudiante ha renunciado también a todo lo que podría asegurarle. No sólo a las pequeñas seguridades de la vida práctica, de ese mundo diurno de la acción y del trabajo, de ese mundo seguro en el que cada uno es el que es, y sabe qué hizo ayer y qué hará mañana, sino también a las otras seguridades de la verdad, de la cultura y de la significación. El estudiante ha renunciado a lo que podría hacer seguro el estudio mismo. El estudiante, en el estudio, pierde pie, se pierde. Por eso el estudio es lo que le pone en peligro, el máximo peligro.
Un talante arisco es el que conviene al estudiante. El estudiante es un ser cabizbajo, esquinado, inseguro, un poco encorvado, mirando aquí y allá desconfiadamente, caminando siempre como si estuviera huyendo de algo, como escondiéndose. El estudiante no tiene gestos amables. Y tampoco se deja querer. Nunca se le ve tranquilo en un grupo, nunca se le ve reír, nunca se le ve entre la gente con esa soltura cordial y un poco indiferente, con esa seguridad y esa naturalidad desenvuelta de los que están acostumbrados a la amabilidad. El estudiante está siempre como ido y, cuando se le dirige una palabra amable, cuando se le quiere hacer un sitio, el estudiante da como un bufido y, cortante, se repliega otra vez tras el filo de sus aristas.
Pensemos por un momento que el estudiante tiene tiempo. Todo el tiempo. Y un tiempo, además, sustraído al tiempo de la vida. A ese tiempo feroz, crónico, acumulativo, y siempre urgente que “machaca con sus ruedas”.[4] El estudiante, que tiene todo el tiempo, está en realidad fuera del tiempo. Fuera del pasado y del porvenir, fuera incluso de la presencia del presente, al menos de ese presente que es un ahora que pasa y que incesantemente se realiza en futuro. Por eso, con todo el tiempo de los que viven en la ausencia del tiempo, el estudiante vaga, divaga, vagabundea. Extravagante, el estudiante da vueltas y revueltas, se mueve lentamente, se permite rodeos, se ofrece pausas. El estudiante no tiene prisa. El estudio, que se quiere interminable, que no tiene principio, ni recorrido, ni fin, es sólo para el estudiante demora en el estudio, nada más que dilación en el estudio, permanente retardación en el estudio.[5]
El laberinto es la figura que conviene al lugar del estudio. Pero no se trata aquí del labor intus circular y unívoco, aquél que no tiene bifurcaciones —bivia— y que está hecho de un solo camino que lleva inevitablemente al centro, del centro al último círculo, de ahí otra vez al centro, y así indefinidamente. El laberinto que acoge al estudiante no tiene un punto central que sea el lugar del sentido, del orden, de la claridad, de la unidad, de la apropiación y la reapropiación constante. El dédalo que el estudiante recorre, multívoco, prolífico e indefinido, es un espacio de pluralización, una máquina de desestabilización y dispersión, un aparato que desencadena un movimiento infinito de sinsentido, de desorden, de oscuridad, de expropiación. El estudiante se dispersa en los meandros de un laberinto sin centro y sin periferia, sin marcas, indefinido, potencialmente infinito.[6]
Un humor melancólico es el que conviene al estudiante. La melancolía, ese humor negro, sombrío, que la fisiología del Renacimiento ya relacionaba con la vida intelectual, es la sustancia que predomina en el temperamento del estudiante. Y la melancolía, que siempre va mezclada con una cierta tristeza, es un desequilibrio producido por la soledad. El melancólico es el que se aísla. Y el que, sensible a la influencia de Saturno, se queda frecuentemente inactivo, estupefacto, perdido, vaciado, desanimado. Cuando todos los demás están agitados, activos, alegres e ingeniosos, cuando todos tienen cosas que hacer, cuando todos tienen cosas que decir, cuando todos tienen una tarea que les urge y les justifica, el estudiante, melancólico, mira al vacío y se hunde en una suerte de profundidad pantanosa, oscura, opaca, inmóvil, pesada, silenciosa.
Pensemos por un momento que el estudiante conserva el silencio como el sonido peculiar del estudio. Pero el silencio del estudiante no es ese callar intimidado que se produce cuando el poder es el único que habla, cuando el arrogante bullicio del poder le empequeñece y le hace callar. Tampoco es el efecto de la mudez, de la simple incapacidad para la palabra. El silencio que el estudiante conserva es el respeto para la palabra, la delicadeza para la palabra. Y por eso el estudio exige hacer callar las rutinas que, sobreimponiéndose a la palabra, matan el silencio que la palabra aún contiene. El silencio del estudiante es un ejercicio de ascesis. Una suerte de desprendimiento de toda esa verborrea, de todo ese ruido que hace imposible cualquier estudio, cualquier experiencia de la palabra. El silencio del estudiante es atención y pureza, escucha y recogimiento. El estudiante, cuando estudia, calla. No pone constantemente, como el hombre moderno, el bullicio de su persona y su cultura.[7] Lo que hace, más bien, es hacer callar su persona y su cultura en tanto que pueden echar a perder el silencio que rodea a la palabra. El estudiante tiene que acallar todo lo que en su persona, en esa arrogante institución llamada ‘individuo personal’, podría cerrar el silencio. Y tiene que acallar también todo lo que en su cultura, en esa arrogante institución de los que saben llamada cultura, hay de respuestas mecánicas y repetitivas, de un hablar como está mandado que recubre y satura y cancela el silencio de la palabra con la imposición de una serie de esquemas convencionales de interpretación.
El alba es el momento que conviene al estudio. El estudiante estudia al alba, antes del día, antes de la primera luz. Cuando todos duermen, el estudiante tiene los ojos bien abiertos y el espíritu alerta. Cuando todos duermen, el estudiante estudia.[8] El estudio recula más acá de la primera luz y allí, en la noche que se acaba, en medio de las sombras, en lo negro que ya se está haciendo gris, el estudiante mantiene encendida una lámpara, mantiene despierta la tensión de la vigilia. Pero el alba del estudiante no es el momento que prepara el día, no es el instante de espera de un sol ya inminente que finalmente quebrará las tinieblas. El alba del estudiante es una espera a la que nada le está prometido. La vela del estudiante es plenitud de la espera, intensidad de la espera de lo que acaso no venga nunca pero que sin embargo tampoco cesará nunca de no haber llegado. El estudiante no atraviesa el alba, no reduce el alba, no se mantiene despierto al alba para pasar allí de la noche al día. El estudiante se recoge en el alba, se repliega en el alba, se mantiene en suspenso en el centro mismo del alba.
Pero todavía el estudio no es posible. Con todo el tiempo, con todo el silencio, con toda la atención concentrada, el estudio aún no es posible. Con toda la melancolía, con todo el mal genio, con toda la aspereza, el estudio aún no es posible. En el espacio sin marcas del laberinto y en el tiempo sin intervalos del alba, el estudio aún no es posible. El estudiante, para estudiar, todavía necesita hacerse un lugar para habitarlo y demorarse en él. Todavía necesita encontrar un lugar para perderse.
En la Casa del Estudio están todos los libros. Alineados, ordenados, valorados. Todos los libros y cada libro en su sitio. Y todos a mano, perfectamente disponibles. En la Casa del Estudio se vive con la seguridad de que los libros, conveniente reproducidos y transmitidos, cuidadosamente editados y anotados, están ahí en una suerte de plenitud sin resto que es, a la vez, la plenitud sin falla de la cultura, la prueba palpable de su inmensa generosidad. Pero el estudiante siente vértigo ante esa totalidad tan plena. Hubo un momento en que también se sintió feliz ante la presencia firme y segura de todos esos libros. También el sintió lo que en ellos hay de prestigio, de seguridad, de promesa. También se dejó seducir por ese inventario bien ordenado de los productos de la cultura, por todas esas certidumbres alineadas. Pero un día se sintió ahogado. Y por primera vez sintió que los libros, en su generosidad, no le dejaban sitio. ¿Cómo iba a tener un sitio el estudiante en ese espacio en el que todo ya está escrito?
En la Casa del Estudio, donde están todos los libros, también se habla constantemente de los libros. Los-que-conocen-los-libros hablan y hablan sin cesar de los libros. Y en la Casa del Estudio hay casi tantos sabios como estanterías. Junto a un libro siempre hay alguien que-conoce-el-libro. Por eso los libros siempre están previamente leídos, esclarecidos, iluminados. Los libros no tienen márgenes, o los márgenes están llenos de palabras sabias que saturan el texto. No hay blancos entre las líneas, o los blancos han sido ya ocupados por los comentarios sabios. No hay huecos entre las palabras, entre las letras. Y el estudiante se pregunta cómo hacer para convertir los libros en desconocidos, cómo devolverles su misterio. Porque si no, ¿dónde iba a encontrar el estudiante un sitio?
Un día, hace ya muchos años, Baal-Shem-Tov se detuvo en el umbral de cierta Casa de Estudio famosa y se negó a franquearlo. “No, yo no puedo entrar aquí, dijo. Todo está lleno aquí adentro. De pared a pared y desde el suelo al techo, todo está lleno de las palabras sabias y de las oraciones piadosas que aquí se han pronunciado. ¿Dónde podría encontrar un sitio para mí?”. Y viendo que los que le acompañaban le miraban sin comprender, dijo: “De todas las palabras dichas desde el borde de los labios por los que han rezado y por los que han enseñado, ni una sola ha subido al cielo. Ni una sola palabra ha sido llevada de aquí por una aliento del corazón. Por eso todo lo que ha sido dicho ha permanecido en la Casa del Estudio. Y la Casa del Estudio ha terminado por estar llena de pared a pared y desde el suelo al techo”.[9]
En la Casa del Estudio sólo hablan Los-que-saben, y por eso sus palabras son sabias. Muchas palabras sabias han sido ya pronunciadas en la Casa del Estudio. Demasiadas palabras. Demasiadas palabras sabias que se niegan a desaparecer. Demasiadas palabras que pesan, que se mantienen pegadas al suelo, que ocupan todos los rincones, que llenan todos los huecos, que cubren todas las superficies. En la Casa del Estudio, donde hablan Los-que-saben, donde las palabras pesan, donde las palabras no quieren desaparecer, no hay sitio para el estudiante. ¿Dónde podría encontrar el estudiante un sitio si ya todo está dicho, si ya todo se sabe, si ya todo está convenientemente recubierto de palabras sabias?
En la Casa del Estudio, las respuestas están huérfanas de las preguntas que podrían darles un sentido y hacerlas bailar. Sólo las preguntas podrían hacer retroceder la arrogancia de las respuestas. Pero las respuestas cubren todas las preguntas y no son, ellas mismas, preguntas. Sólo una respuesta que fuera, ella misma, pregunta, retrocedería lo suficiente como para abrir un hueco para el estudiante.
En la Casa del Estudio, las palabras no dejan un silencio. Las palabras cubren todo el silencio y no son, ellas mismas, silencio. Las palabras están huérfanas de ese silencio en el que el estudiante podría encontrar su sitio.
El peso de las palabras es su insignificancia. Y las palabras de Los-que-saben son insignificantes porque han sido pronunciadas desde el borde de los labios. Por eso sólo pueden ser recogidas en el borde de las orejas. Ningún aliento del corazón envuelve las palabras y las impulsa hacia afuera. Las palabras, insignificantes, no tienen alma. ¿Cómo recibir palabras sin alma? Las palabras desanimadas no pueden ser recogidas porque nadie puede recogerse en ellas. ¿Cómo podría uno recogerse en ellas si no han conservado el silencio, si no han conservado las preguntas, si no dejan ningún hueco?
Pero lo contrario de la insignificancia no es la plenitud de la significación. Las palabras que colman la Casa del Estudio son insignificantes, precisamente, por el peso arrogante de la plenitud de su significación. Por eso la ligereza de las palabras no es el significado, sino el fracaso de su significado. Y es ahí, en ese fracaso, donde el estudio puede demorarse. El estudio sólo puede surgir cuando las respuestas no saturan las preguntas, sino que son, ellas mismas, preguntas, cuando las palabras no cubren el silencio, sino que son, ellas mismas, silencio.
Las palabras, para que abran un hueco, tienen que ser pronunciadas con un aliento de corazón. Sólo así podrán subir al cielo. Como el humo. Sólo con el fuego, impulsado por el fuego, el sacrificio sube al cielo. Lo que, quemándose, se convierte en humo, sube al cielo. Y, en su desaparición, en su sacrificio, en su fracaso, las palabras quemadas que suben al cielo dejan un vacío en el que el estudiante puede inscribir su propio estudio. El estudiante sólo puede encontrar un lugar en la desaparición de las palabras sabias: en el instante mismo en que esas palabras, fracasadas en su pretensión significativa, incendiadas por un aliento de corazón, se convierten en humo y, más ligeras que el aire, vuelan hacia lo alto. Por eso, si las palabras no tienen ese aliento que las hace fracasar y arder, el estudiante debe dárselo. El estudiante debe quemar las palabras sabias para que, como el humo, desaparezcan de la Casa del Estudio y le dejen un hueco en el que perderse.
Muchos años después, el rabino Nahman de Braslav, biznieto de Baal-Shem-Tov, iba a partir de viaje. Tenía 37 años y sabía que iba a morir. Ordenó a su secretario que terminase de copiar el libro que acababa de escribir. Algunes meses después le mandó quemar el libro escrito de su propia mano y también la copia. El libro se convirtió en “el libro quemado”. Y así, quemado, convertido en humo, pasó a la tradición hassidica. R. Natham, su secretario, cuenta que un día los discípulos entraron en su habitación y le encontraron con una hoja de papel en la mano. En la hoja, su escritura. Él se volvió hacia ellos y les dijo: “muchas son las enseñanzas de esta página y muchos son los mundos que se alimentan de su humo”. Y acercó la hoja a la vela. Entre las notas del rabino muerto, se encontraron varias que hablaban de la necesidad de quemar los libros. Había una que decía: “A veces conoce una enseñanza (…), pero debe guardarla en secreto y no la dice. A veces incluso, no la escribe. A veces la escribe y la quema inmediatamente. En verdad, si esa enseñanza hubiera sido escrita, sería un libro y éste tendría su lugar en el mundo (…). Pero es un bien para el mundo que esas enseñanzas y esos libros sean escondidos y quemados.”[10]
La palabra del sabio, una vez introducida en el mundo, debe ser sustraída del mundo, debe ser retirada del mundo por el fuego. El sabio puede escribirla pero no decirla. Pero eso sería mantener un secreto fácil y presuntuoso en el que el poder del sabio quedaría aún más fortalecido. El sabio puede no decirla y tampoco escribirla. Pero así no hace aparecer el vacío: la nada no es aún el vacío. El sabio puede, por último, escribirla y quemarla, escribirla para quemarla. Sólo esta alternativa hace aparecer la falta, el hueco, el agujero. Sólo el humo hace aparecer un vacío significativo. Sólo el humo habla de la ausencia del libro. Entre el libro y el no-libro, el humo es la retirada del libro, y el hueco que deja en esa retirada. Y si el sabio no quema su libro, será el estudiante el que deberá quemarlo. Sólo así se abrirán márgenes en las páginas, huecos entre las líneas, espacios en blanco entre las palabras y las letras. Sólo en un libro quemado el estudiante puede estudiar.
Una inquietud rodea al estudiante. Cuando ha conseguido vencer la pasividad de su melancolía, el estudiante parece muy agitado.[11] Su mesa se va llenando de libros abiertos. El estudiante se levanta y vuelve a sentarse, mueve compulsivamente las piernas, pasa de un libro a otro, escribe y vuelve a leer, a veces habla en voz alta, farfullea palabras sin sentido. Su respiración se hace más intensa, su ritmo cardíaco se acelera, sus perfiles se agudizan y se hacen casi transparentes de tan afilados, casi se diría que la lámpara da ahora más luz. ¿A qué se debe esa agitación súbita, esa actividad frenética? El estudiante está quemando las palabras sabias de los-que-saben y está prendiendo fuego a los libros. La Casa del Estudio está incendiándose. Las palabras quemadas ya suben al cielo, entre los libros ya empiezan a abrirse márgenes, blancos, espacios vacíos. Todavía no amanece, pero un color dorado hace más gris el gris del horizonte. Entre los pasadizos del laberinto se oyen risas. En medio del fuego, rodeado de humo, el estudiante ha empezado a estudiar.
[26. Imágenes del estudiar]
[1] “Ya he dicho alguna vez que semejante goce del instante, sin objetivo alguno, semejante balanceo en la mecedora del instante debe parecer casi increíble -y, en cualquier caso, censurable- en nuestra época, hostil a todo lo que es inútil. (…) No queríamos significar nada, representar nada, queríamos carecer de porvenir, lo único que queríamos era no ser útiles para nada, cómodamente tendidos en el umbral del presente” (F. Nietzsche, Sobre el porvenir de nuestras escuelas, Barcelona, Tusquets, 1977, pp. 53-54).
[2] “…la última y más ejemplar encarnación del estudio (…) es el estudiante tal como aparece en algunas novelas de Kafka o de Walser. Su prototipo se encuentra en el estudiante de Melville que está sentado en una habitación de bóveda baja, parecida en todo a una tumba, con los codos sobre las rodillas y la frente entre las manos” (G. Agambem, “Idea del estudio” en Idea de la prosa, Barcelona, Península, 1989, p. 47).
[3] “…la etimología del término studium se hace transparente. Se remonta a una raíz st- o sp- que indica los choques, los shocks. Estudiar y asombrar son, en este sentido, parientes: quien estudia se encuentra en las condiciones de aquél que ha recibido un golpe y permanece estupefacto frente a lo que le ha golpeado sin ser capaz de reaccionar, y al mismo tiempo impotente oara seperarse de ello. Por lo tanto el estudioso es al mismo tiempo también un estúpido” (G. Agamben, op. cit., p. 46).
[4] “… a lectores tranquilos, a hombres que todavía no se dejan arrastrar por la prisa vertiginosa de nuestra rimbombante época, y que todavía no experimentan un placer idólatra al verse machacados por sus ruedas… o sea, ¡a pocos hombres!” (F. Nietzsche, op. cit., p. 32).
[5] “… y esto es siempre lo más maravilloso, a saber, cuando la lectura, el goce de la lectura posibilita al mismo tiempo esta retardación del estudiar” (P. Handke, Pero yo vivo solamente de los intersticios, Barcelona, Gedisa, 1990, p. 129.
[6] “… cualquiera que haya vivido las largas horas de vagabundeo entre los libros, cuando cada fragmento, cada código, cada inicial con la que se topa parece abrir un nuevo camino, que se pierde de repente tras un nuevo encuentro, o haya probado la laberíntica ilusión de la ‘ley del buen vecino’ que Warburg había establecido en su biblioteca, sabe que el estudio no puede tener propiamente fin sino que tampoco desea tenerlo” (G. Agamben, op. cit., p. 46).
[7] “El lector del que espero algo (…) no debe hacer intervenir constantemente, como hace el hombre moderno, su persona y su ‘cultura’, casi como una medida segura y un criterio de todas las cosas” (F. Nietzsche, op. cit., p. 33).
[8] “… en sus estudios los estudiantes velan, y acaso la máxima virtud del estudio consiste justamente en tenerlos despiertos. El ayunador ayuna, el guardián calla y los estudiantes velan”. (W. Benjamin, “Franz Kafka” en Angelus Novus. Barcelona, Edhasa, 1971, p. 121).
[9] M. Buber, Les recits hassidiques, París, Editions du Rocher, 1980, p. 128.
[10] M.A. Ouaknin, Le Livre Brûlé, París, Lieu Commun, 1990, p. 357 y ss. También Elie Wiesel, Célébration hassidique, París, Seuil, 1972.
[11] “Una actitud tan decidida, tan fanática, es la de los estudiantes respecto al estudio. No se podría imaginar actitud más extraña (…), están siempre sin aliento. Están siempre a la caza de algo (…). Como el estudiante al que Karl observa durante la noche, en silencio, en el balcón, mientras ‘leía el libro, hacía pasar las páginas, de vez en cuando buscaba algo en otro volumen que tomaba siempre con gesto rapidísimo y a menudo tomaba apuntes en un cuaderno que se acercaba a la cara en forma extravagante” (W. Benjamin, op. cit., pp. 122-123).