Elisa

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Elisa

Primera Edición

© Juana Restrepo, 2019

© Sobre esta edición: La Pereza Ediciones, Corp

Colección Bovarismos, 2019

Ilustración de portada: María P. Restrepo

Fotografía de la autora: Vivianna Hamann

 

 

Reservados todos los derechos. Ninguna parte de este libro puede ser reproducida, almacenada en sistemas de recuperación o transmitida de ninguna forma, ya sea electrónica, mecánica, por fotocopia, grabación, o de otra manera, excepto que sea expresamente permitido por los estatutos de autor aplicables, o escrito por el autor.

 

 

Impreso en Estados de Unidos de América

 

ISBN-13: 9781791883577

 

Para más información, escribir a:

La Pereza Ediciones

www.lapereza.net

 

 

 

 

Elisa

 

 

 

 

 

 

Juana Restrepo

 

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No es necesario ser una habitación para estar embrujada, no es necesario ser una casa. El cerebro tiene pasillos más grandes que los pasillos reales.

Es mucho más seguro encontrarse a medianoche

con un fantasma exterior que toparse

con ese gélido huésped, el fantasma interior.

Emily Dickinson

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Para todas las mujeres increíbles de mi vida,

en especial a Mabel, Roca, Lilia, y Martina,

que me han enseñado tanto.

 

 

Y a JD y a mi padre por tanto apoyo.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

I

 

Elisa

 

Abro mis ojos y lo primero que veo es mi reflejo en el espejo. He vuelto a casa. Me siento magullada y adolorida. La boca seca, los ojos infectados por un extraño virus.

He dormido quizás más de un día. Me levanto de la cama. Me pesa el cuerpo. Las imágenes de aquel sueño aún rondan la habitación. Corro la cortina y miro por la ventana. Es medio día y ahí afuera el imponente sol ilumina la calle. Desde la acera de enfrente, una joven mujer mira mi casa.

Mis crisis han vuelto. Sufro pequeños fogonazos de miedo y recuerdo a las estatuas y al hombre calvo.

Si alguien me preguntara algo sobre mí, le diría que soy una persona normal. Si es que aquello de personas normales existe. Nací en una enorme casa en la que he vivido casi toda mi vida. Debería añadir que he tenido la suerte de contar con mis padres, dos personas responsables y excesivamente meticulosas con mis cuidados. Sin embargo, y desde que tengo conciencia, he querido escapar del confortable nido en el que nací.

Vivo en el barrio La Soledad. Mi papá heredó la casa de sus padres Don Ignacio y Doña Rosalba, cuyos retratos cuelgan de las paredes de la sala. Parecen dos impenetrables testigos de todo lo que ocurre a nuestro alrededor.

La vivienda tiene corredores largos y oscuros por los que desde niña jugaba al escondite. Siempre me gustó estar sola; fue la única manera en la que aprendí a vivir. Por esa razón, me escabullía de los llamados de mis padres en rincones solitarios, como el inmenso armario de la habitación que había sido de mi abuela materna. Yo me camuflaba en la madera; me gustaba olfatear su olor a añejo y sentir las partes carcomidas por las termitas, esos animales que viven escondidos en ella como empleados del tiempo, siempre recordándonos que los objetos también envejecen.

Durante esas largas horas jugando al escondite —a sabiendas de que nadie iría a buscarme—, dibujaba en la oscuridad o me quedaba soñando despierta. Era mi manera de resguardarme del exterior.

Bogotá para mí era una sola. Mis padres, mi abuela, la casa, el colegio —en la corta época en la que asistí— y mi profesora privada. Ella, misses Antonia, era una mujer reservada, quien siempre miraba con curiosidad los objetos de mi casa, como si fuera un museo al que solo ella tuviera acceso. A veces pienso que tenía envidia de mi encierro, porque ella —como muchos otros— también le temía al mundo de afuera.

No puedo negarles que durante mucho tiempo fui feliz en aquel rincón del mundo. El patio era mi lugar favorito. Representaba la calma, el silencio y el calor del sol a las once de la mañana, cuando me echaba como un gato, mientras la luz me cobijaba de las tinieblas.

Un gato. Me gustaba sentir que yo era uno, tal vez para suplir la ausencia de uno real en mi casa. Durante muchos años no pude tener mascota. Mi mamá nunca olvidó el incidente de mi perro Max. Max que murió cachorro ahogado en la alberca. Max que ha sido la excusa de mis padres para decir que no puedo ser capaz de cuidarme sola. Max que debe perdonarme, donde quiera que esté. Para hacerme sentir mejor, mi papá decía que no había sido un descuido mío, sino de la empleada. Mi mamá jamás le creyó. En ocasiones, cuando el sueño se apodera de mí y mis ojos comienzan a forcejear contra él, caigo en un vacío, mientras aún escucho los ladridos de Max.

Regresando al tema de la casa, la mansión de este relato, el patio era el sitio donde nos gustaba reposar luego de un buen desayuno. Mi madre había sembrado con mucho esmero flores de todos los colores para mí y los colibríes venían temprano en la mañana a beber el néctar de estas. Era el milagro matutino que yo acudía a ver con emoción, si lograba estar despierta.

Mi papá se entristecía por perderse mi momento favorito. Casi nunca estaba; trabajaba en una empresa de seguros y salía temprano —casi a la madrugada— para volver tarde en la noche. Era un hombre dulce y cariñoso, quien había adoptado el papel del padre permisivo, frente a la madre dura e imponente.

Todo este idilio perduró hasta que la casa comenzó a apretarme. Me sentía como Alicia en el país de las maravillas; creciendo como una gigante después de haberme comido las galletas mágicas. La historia llegó a su punto más álgido cuando mis padres, los grandes benefactores, empezaron a parecerme opresores o, ¿secuestradores? Sí, digámoslo así, secuestradores, el término más utilizado en los noticieros nacionales.

Yo podía salir cuando quisiera, ahí estaba la puerta, pero ¿qué me esperaría del otro lado?

 

 

 

 

Juan Esteban

 

Cuando llegué a vivir a Bogotá tenía cinco años de edad. Nací en la Costa Atlántica, en la ciudad de Santa Marta. Desde los dos años —hasta que me fui—, nadaba todos los días en el mar. O, por lo menos, eso dice mi madre.

Esa debe ser la razón por la que nunca me acostumbré a esta ciudad: aquí no tengo días de playa y el frío cambia mi temperamento a su antojo.

Por más rolo que ahora parezca nunca dejé de ser costeño, de extrañar el mar y las olas. Bogotá; sin embargo, no me recibió mal. Tuvimos que venirnos a vivir acá porque a mi papá le salió un mejor trabajo en una multinacional farmacéutica. Llegamos a una gran casa del barrio La Soledad, cerca del centro, para evitar el tráfico que se produce desde el norte de la ciudad.

Tengo una madre ama de casa que canta vallenatos a todo pulmón mientras cocina, y quien nunca ha perdido su cadencia, ritmo y sabrosura, a pesar de que mi padre hace más de diez años que no la voltea ni a mirar. Yo he volcado toda mi atención hacia ella, para no tener que ver la cara recia e insensible de él.

Mi madre cuenta que sus padres fueron desplazados por la violencia. Vivían en los Montes de María, una región entre Sucre y Bolívar. Mi abuelo tuvo que dejar sus ocho vacas y un pequeño terreno donde tenían una casita. Llegaron a Santa Marta a comenzar de nuevo haciendo trabajos de todo tipo. Mi abuelo era fontanero, carpintero, agricultor.

Mientras tanto mi abuela tejía y vendía algunas de sus artesanías.

Sin embargo, nada de eso en realidad les importaba, lo que más les dolía era haber perdido un hijo. El hermano de mi madre, Esteban, de quince años. La guerrilla se quedó con él —no sabemos si para reclutarlo— y nunca volvió a aparecer. Mi madre le reza la novena de la Virgen todas las noches. No pasa un día en que no piense en él.

Creo que haber perdido a su hermano la convenció de que debía tener solo un hijo. Es como si creyera que cualquier noche de estas a ella también le va a tocar escapar de algo y que será más fácil proteger a uno, que a dos.

Como venía diciendo, Bogotá jamás fue una ciudad hostil conmigo porque llegué en una situación privilegiada. Si fuéramos de ese otro tipo de desplazados, esos que abundan en las calles, no hubiéramos tenido un solo día de paz; extrañaríamos nuestra parcelita en el campo y a la tierra y al cielo, que en esta ciudad apenas deja ver una que otra estrella. Aunque claro, cómo negarlo, yo siempre extrañaré al mar.

En el colegio tuve cientos de amigos. Fui rumbero, parrandero y conquistador de mujeres. Decidí estudiar publicidad y mercadeo en la Universidad Jorge Tadeo Lozano porque tengo el ritmo, la facilidad de conquistar con las palabras, soy el dicharachero juguetón.

Trabajé desde el colegio vendiendo dulces, o lo que fuera, y así me compré un pequeño Volkswagen escarabajo color verde, en el que he andado y desandado la ciudad. Aún tengo la promesa de ir en él hasta La Guajira, en la punta más alejada de la Costa Atlántica colombiana, al noreste del país. Allí, donde los colores del mar, la arena y las artesanías de los indígenas Wayú, se funden en una sola imagen preciosa e irreal.

No he arrancado para allá por una sencilla razón: Elisa, la mujer de mis sueños, la única cosa que de verdad quiero en la vida. No pienso viajar si no es con ella.

Elisa no es precisamente una persona que salga mucho. La conozco desde los seis años porque vivimos a dos casas de distancia. Solo nos separa la casa del medio: la de los Aristizábal, un par de viejitos melindrosos que odian la bulla y regañan a diestra y siniestra. Tienen un pequeño perro que de niño yo les sacaba a pasear para que me pagaran con unos cuantos pesos. El perro parece matusalén: tiene más años que sus dueños y creo que va a vivir más que ellos. Dicen que la señora Aristizábal está padeciendo de Alzheimer y, desde entonces, mi mamá suele prepararles varias comidas y llevárselas de vez en cuando. Sé que suena a discurso repetido, pero mi madre es una santa.

Bueno, volvamos a Elisa, la cosa más linda y más rara del universo: pálida, escuálida, parca, apática, callada. Una bogotana en toda su expresión. Me considera su único amigo y yo, en parte a ella, aunque nunca hayamos ido juntos más lejos de cuatro cuadras a la redonda. Compartimos muchos secretos y diría que es la mujer más curiosa que conozco; le fascina escuchar las historias de mis amantes y novias. Le gusta saber de sexo y eso que nunca le han dado ni un beso. Dice que jamás se ha sentido atraída hacia ninguna persona y, por ahora, los hombres la tenemos sin cuidado.

Ella es mi mujer misteriosa y en el fondo debe saber que la adoro.

El día que le propuse irnos de viaje a la Costa venía algo extraña después de conocer a su nueva profesora particular, porque eso sí, la muy consentida jamás ha ido al colegio, desde muy niña recibe clases en la casa. Su profesora de toda la vida, la maestra Antonia, era nuestro objeto de burlas. Una señora con voz nasal y trajes traídos del siglo XIX. Su muerte nos impactó; eran muchos años acostumbrados a reírnos de su “particular” forma de ser.

La nueva profesora, según Elisa, era una “novata, nerviosa y provinciana”.

“Entonces, ¿yo también soy un provinciano?” “Tú no eres provinciano, Juan Esteban, vives acá desde los cinco años”. “Pues, Elisa, lo soy y me encanta, ¿tú qué eres? La nativa de un barrio”. Se quedó callada. Mi punto era válido. Una persona que no saliera más allá de algunas cuadras a la redonda, y en ocasiones de puntos exactos de la ciudad, no podía burlarse de un provinciano.

—Vámonos a la Costa. Tengo que estrenar al Coqueto —así le decíamos a mi carro porque una de sus luces siempre titilaba—Quiero que conozcas el mundo.

—¿Estrenar un carro que tiene más de quince años?— preguntó altiva. —Sabes que no soporto el calor, además, ¿qué voy a decir en la casa?

—Yo sé que cualquier día de estos te animas, hermosa. Aquí te espero. Mientras tanto sabes que estoy a la orden para dar vueltas por el barrio.

No podía evitar pretenderla. Hasta entonces esa había sido mi forma de relacionarme con las mujeres. Elisa lo sabía y parecía que era a la que más gracia le causaba. Sin embargo, yo era consciente de algo: Elisa buscaba, sin percatarse de ello, una persona profunda. Alguien mucho más que alegre, que se compenetrara con sus rarezas e indagara en ese mundo interior que yo nunca podría alcanzar a ver.

 

 

 

 

Verónica

 

El día que conocí a Elisa sentí su mirada fija en mí. Tenía unos imponentes ojos negros que traspasaron mi cuerpo y me hicieron sentir desvalida. ¿Cómo explicarlo? Toda mi fuerza para estar de pie quedó consumida de un solo tajo por su presencia.

¿Cómo olvidar la forma en la que respiraba? Parecía estar queriendo retener todo el aire para sí misma y no le importaba lo sonoro y molesto que ese ruido pudiera llegar a ser.

Con la mirada lo decía todo: yo era su nuevo objeto de observación. Entraba en la inmensidad de la casa —donde había vivido toda su vida, junto a sus padres— para que me analizaran.

Elisa podía tener la cara de cualquier chica y, sin embargo, no era como cualquiera. Sus cejas estaban constantemente arqueadas, como en signo de interrogación, su frente era angosta, sus cachetes anchos y su barbilla delgada. Su nariz en forma de ele le daba algo de elegancia a un rostro que a primera vista podía parecer muy común.

La razón por la que me encontraba allí era para ser su profesora. Elisa había recibido clases privadas casi toda su vida y, ahora, con veinte años, lo seguiría haciendo hasta decidirse por una carrera universitaria, seguramente a distancia.

La persona que me había contactado para este trabajo había sido el marido de Antonia, la difunta maestra de Elisa, quien había fallecido tras un ataque cardíaco hacía unos pocos meses. Nunca la conocí en persona, pero en el gremio de los educadores tenía muy buena reputación. Era una mujer prudente y reservada, quien solo trabajó con dos o tres alumnos particulares durante toda su vida.

Yo había aceptado encantada. Necesitaba el dinero; acababa de comenzar a dictar clases en un colegio, pero el sueldo no era suficiente para mi manutención en una ciudad tan costosa como Bogotá. Hacía menos de dos años que me había ido de mi ciudad natal, Bucaramanga, al nordeste del país, y sostenerme sola no era fácil. Mis padres habían apoyado mi estudio como licenciada en Educación y Filosofía, y me ayudarían con mis gastos solo si me quedaba a vivir con ellos. No tuve nada que recriminarles, yo simplemente quería irme a descubrir otros lugares.

Volvamos a Elisa. La casa donde vivía tenía una inmensa enredadera de jazmines que daba vida a los ladrillos de la fachada. Al parecer siempre estaba florecida, lo que le daba un toque especial a esta vivienda, de los años treinta y estilo inglés. Desde afuera producía la sensación de ser un lugar cálido, un remanso de descanso, en medio del caos que dominaba la ciudad.

Recuerdo mi primer día allí. Antes de presionar el timbre extendí bien los pliegues de mi falda y me sujeté el pelo con un delgado caucho hacia atrás. Según me enseñaron, la primera impresión es la que vale y yo quería quedarme con el trabajo. Estaba un poco nerviosa, pero finalmente me armé de valor y anuncié mi llegada. El silencio se rompió estrepitosamente, y, sin razón alguna, me sentí avergonzada.

La puerta se abrió con un fuerte chasquido. Me esperaba la madre de Elisa, doña Aura: una mujer alta y delgada, con la espalda totalmente erguida. Me invitó a pasar con mucho entusiasmo. La casa olía a eucalipto y se oía música a todo volumen. Al parecer provenía de una de las habitaciones del segundo piso. La mujer hizo una extraña mueca y con el dedo señaló hacia arriba. “Es Elisa”, me dijo. Ya tendrá tiempo de conocerla.

Cuando mi nueva alumna bajó por la escalera, me miró escrupulosamente por un buen rato.

Llevaba puesto un saco verde militar y unos pantalones negros que le colgaban sobre su largo y delgado cuerpo. Sacó metódicamente un lápiz y un borrador y se sentó en la mesa. No saludó, ni hizo ninguna pregunta. Esperó a que yo sacara mis libros y me sentara a darle la lección.

Pronto, el fuerte sonido de su respiración invadió el lugar. Era como si estuviera realizando ejercicios para concentrarse o no perder el aire de sus pulmones. No me decía mucho más allá de lo que yo le preguntaba: “¿Estás cómoda en el comedor?” “¿Con cuál materia quisieras comenzar?” “Lo que usted quiera”. “Sí y no”. Parecía que no tendríamos mucho tema de conversación.

Muy dentro de mí quise sonsacarla, rogarle que me hablara, que dejara de callarse, pero me contuve. No sé de dónde vino este profundo deseo de abordarla. Además, supuse que estaría molesta por algo. Tal vez sería tristeza por la muerte de su anterior profesora, Antonia, quien le había dado clases particulares desde los siete años. Sin embargo, había algo más en ella, un nudo monumental de preguntas sin responder. Un silencio más interior que exterior. Y yo, que venía del mundo ruidoso de afuera, no podía entender su silenciosa presencia. Me había acostumbrado a los pitos de los carros, los gritos en la calle, la música de mis vecinos, los obreros taladrando en la acera. Era como si el silencio de este nuevo espacio me cuestionara.

Pronto noté que Elisa era una persona inteligente. Aprendía rápido y contestaba mis preguntas con facilidad. Tenía una letra preciosa y ordenada, que yo relacionaba con una especie de claridad interior. No sabía que aquel orden podría significar un gran caos.

—¿Te gusta escribir? Escuché que hiciste énfasis en español con Antonia, pero no sé si quisieras continuar con la misma metodología— pregunté.

—Lo que usted prefiera, señorita Verónica.

—Bueno, gracias por la confianza, pero entonces —vacilé—, te propongo avanzar con algunas clases introductorias y en el camino decides un énfasis. Me puedes llamar Verónica, a secas.

Elisa no habló mucho más. Cuando las dos horas de clase terminaron, subió a prisa las escaleras. Su madre rondaba por ahí organizando la casa y preparando una merienda. Tuve la impresión de que nos supervisaba. Me sirvió una taza de chocolate, acompañada de pan y queso. Fue agradable probar el sabor de algo casero.

Salí de aquel lugar para encontrarme de nuevo con mi mundo de sonidos. Recordé el gesto suave con el que Elisa dijo adiós antes de subir a su habitación. Pasarían algunos días para volverla a ver.

 

 

 

 

Manita

 

A veces siento que sus lamentos aún rondan por la casa. Los escucho, aunque no quiera. “¡Mi Diosa Coronada!”, grita. Mi abuela vive aquí y seguirá haciéndolo, mientras que estas paredes, pisos y muros sigan existiendo.

Podemos pensar que somos otros, o que otros nos habitan, a veces no encuentro la diferencia, pero desde que falleció siento que ella y yo somos parte de la misma persona. Ella no puede existir sin mí, ni yo sin ella.

Manita, así la llamábamos, solía decir que había vuelto a nacer el 30 de septiembre de 1995, el día de mi natalicio. El seudónimo de Manita se lo habíamos puesto porque le gustaba imitar el acento mexicano. Había sido una gran lectora, pero en sus últimos años fue fanática empedernida de las telenovelas. En las tardes, le gustaba recrearme escenas de su drama favorito: Esmeralda. Se disfrazaba de gitana con algunas telas, que le sobraban de vestidos que nunca llegó a confeccionar (en realidad, solo pretendía coser, aunque nunca le gustó y solo lo hacía por llevar una afición “normal” en la vida de una mujer mayor). Movía aquellos retazos enérgicamente como si fuera caminando por una pradera.

Corría ante el llamado imaginario que el protagonista, interpretado por Oswaldo Ríos, hacía a su amada en pleno campo. La telenovela ya no la transmitían por televisión, pero de tanto verla representada, yo ya me sabía los diálogos y la trama. Sin embargo, siempre le cambiábamos el final. Esmeralda terminaba lisiada, matando a su enamorado, o casada con una cabra. Cualquier cosa era posible.

Aquel juego de volver a interpretar las telenovelas era un secreto para mi madre, quien no quería darle mucho vuelo a mi imaginación, que ya tachaba de precoz. Sin embargo, las mañanas, y la mayoría de las tardes, eran nuestras, yo aprendía de Manita y ella de mí. Nos encerrábamos disfrazadas de cualquier cosa a leer historias que alimentarían nuestros sueños.

Lilia era su verdadero nombre y se había separado de mi abuelo Miguel hacía muchos años. Yo nunca lo conocí. No quiso volver a casarse y vivió muchos años sola, viajando de un lado para el otro, hasta mi nacimiento. Regresó a Bogotá con la idea de ayudar a mi madre, su hija, quien, a pesar de quererla profundamente, no la soportaba. Esa es la verdad. A mi madre le costaba vivir con mi abuela, y si se la aguantó en la casa fue por mí, por dejar que yo me identificara con alguien y me olvidara del mundo, de los niños de mi edad.

—Son tan solo unos años —se justificaba mi madre, cuando le pedía regresar al colegio—. Mientras tanto Manita te cuida.

Ella no entendía que, aunque no quería que me alejaran de Manita, sentía curiosidad por conocer otros niños. Mi madre pensaba que me llenarían de mañas, les tenía fobia, por no decir aversión. Por esa razón, mi abuela se empeñó en llevarle la contraria: así fue como trajo a Juan Esteban a jugar conmigo por primera vez.

Manita conoció a la mamá de Juan Esteban en la acera de nuestra casa. Le gustó el acento costeño de doña Bárbara y el niño blanco y langaruto que jugaba entre las rosas.

Además, ambas habían vivido en Santa Marta y tenían mucho en común.

—¿Tiene amigos?

—Los del jardín, pero por aquí no muchos. Las personas se la pasan encerradas. A Juan Esteban y a mí nos gusta la calle.

Solo bastaron esas palabras para que Manita se interesara por ellos. A fuerza de contrariar a mi mamá, ella quería sacarme, permanecer afuera, enseñarme el mundo.

 

 

 

 

Doña Bárbara

 

Pocos días antes de mi desventura me levanté extrañamente feliz. Me dediqué a cantar y ayudé a mi mamá a preparar un pescao con patacones. Durante toda la semana, ella había estado un poco resfriada, pero el malestar se le iba pasando y volvía a estar resplandeciente. Siempre la animaba preparar las recetas de sus padres. Para ella era un momento sagrado alistar los ingredientes y cocinar. Lo hacía despacio, con paciencia y amor. Poníamos música y comenzaba la fiesta.

Además, aprovechábamos mucho más cuando mi padre no estaba. Llevaba más de una semana por fuera, por cuestiones de trabajo, o eso decía. Teníamos luz verde para estar tranquilos y disfrutar. Se respiraba frescura en nuestro hogar.

Aquel fin de semana, después de almorzar me recosté en el sofá de la sala a ver algunas series de televisión, mientras mi mamá leía en el estudio. No hablamos mucho, pero la noté calmada y alegre. Aún conservaba algunos libros que heredó de Manita y le gustaba leerlos con tranquilidad. Esta vez estaba consumida por Madame Bovary de Gustav Flaubert.

Jamás he sido un buen lector, escasamente leí los libros que me tocaron en el colegio, pero me gustaba oír el resumen que me hacía ella de cada novela. “Madame Bovary se aburre del marido y comienza a acostarse con otros”, me contaba. Su manera de narrar me parecía la mejor forma de conocer una historia. Ponía su acento caribeño y contaba las cosas como si hubieran ocurrido a tan solo dos cuadras de allí. También me incitaba a leer: “será la única forma de que conquistes a Elisa”, decía en tono de burla. Seguro era cierto, pero yo me empeñaba en sacar todo mi espíritu alegre y pachanguero para suplir mis carencias intelectuales.

Aquella tarde les llevé la comida a los señores Aristizábal. Su casa estaba a oscuras, pero era como si ni siquiera se percataran de ello. Al salir vi a Elisa. Vino corriendo a saludarme. Tenía un pantalón largo y una camisa corta, medio rota. La veía linda en cualquier tipo de ropa, aunque admito que no tenía mucho gusto para vestirse.

—Juan, ¿qué haces hoy?, ¿vamos a caminar?

—Hoy me quiero quedar relajado con Doña Bárbara. Salgamos mañana.

—Está bien, saludos a tu mamá. Tengo que contarte algo: parece que pronto me iré de aquí. ¡Por fin! Estoy empeñada en encontrar algo.

Le sonreí. Pensé que eran disparates de su cabeza. No sabía cuándo hablaba en serio. Nunca entenderé su extraña cabecita ni lo que ronda por allí, pero me imaginé que buscaba libertad. Esa libertad que a cierta edad nos empuja lejos. Yo la animé a hacerlo. Hasta le propuse llevar en mi carro sus cosas y eso la animó. Sin embargo, no entendía porque no quería contárselo a sus padres. Al contrario de mí, ella tenía un padre tranquilo y calmado. Doña Aura era otra cosa, pero no creo que la quisiera retener eternamente.

Se despidió con un abrazo. Corrió de nuevo hacia su casa. Yo entré a la mía y vi a mi madre dormida con el libro entre las piernas. “Ven, recuéstate”. Alcanzó a levantarse y la llevé hasta el sofá. Continuamos nuestra tarde de relajación sin interrupciones. Nadie hubiera imaginado el desenlace que tendría nuestra historia en los días posteriores. A la mañana siguiente encontré una nota que dejó mi padre.

 

 

 

 

Mandarina

 

No había terminado de bañarme cuando Manuel me pasó el celular.

—Lo siento, pero no paraba de sonar.

Contesté apenas pude y reconocí la voz de la mamá de Elisa. “Esta tarde te esperamos”, dijo con su voz tranquila y pausada. Era una mujer muy elegante hasta donde yo había alcanzado a ver. El trato había sido el siguiente: ella me avisaría cuáles tardes podría ir a dar clases a su hija, porque en algunos momentos “les resultaría imposible”. Acepté; siempre he respetado las distintas necesidades de cada persona. Sería complicado para culminar un buen plan de estudios, pero seguro que no las arreglaríamos. En su momento, la profesora Antonia habría tenido que idearse algo con Elisa. No veía por qué yo no iba a ser capaz de hacer lo mismo.

Aunque era sábado no me importaba ir a trabajar. Manuel y yo desayunamos juntos esa mañana, mientras que Michu, el gato que acabábamos de adoptar, se frotaba con nuestras piernas. Llevábamos tan solo dos meses viviendo juntos. No hablábamos mucho sobre nuestro mundo fuera de allí o del trabajo. Habíamos hecho el pacto de vivir juntos para ahorrar dinero y aprovechar el pequeño apartamento del centro que a Manuel le habían regalado sus padres. Él, profesor de música y yo, maestra. Sonaba perfecto: cada uno concentrado en lo suyo.

Nos conocíamos hace poco, pero la armonía había fluido entre nosotros. Manuel era guapo, cariñoso y tranquilo. Algo mimado por sus padres para mi gusto, pero conmigo se había portaba como un caballero.

Terminé pronto de alistarme y el resto de la mañana preparé la clase. Llegué un poco antes de la hora prevista para caminar por ese barrio antiguo. Siempre me había gustado encontrar un sitio con casas bonitas y deambular por allí para olvidarme de todo. La Soledad era uno de mis lugares preferidos desde que había llegado a la ciudad y, seguramente, yo ya me había parado a mirar la casa de Elisa desde afuera.

Repetí este ritual y por unos minutos me quedé observando la casa desde lejos. La fachada tenía dos largas ventanas que dejaban ver el interior de la sala. Algunas lucecitas estaban prendidas, esperando que comenzara la lección. Arriba las tejas yacían roídas y un inmenso pino alcanzaba con sus últimas ramas el techo. En uno de los costados de la casa había un columpio de madera y la vieja casa de una mascota. Los muebles de la sala y el comedor se veían antiguos y cómodos; provocaban la placentera idea de recostarse y tomar una larga siesta en ellos.

Terminé de observar, crucé la calle y de nuevo estaba ante esa inmensa puerta de color verde. Timbré. Abrió una empleada doméstica que me indicó seguirla hasta la sala. Allí estaba Elisa comiéndose una mandarina. Me saludó y siguió mordiendo pequeñas cáscaras de la fruta, que iba dejando poco a poco a un lado. Después chupaba algunos trozos de la pulpa y se secaba las manos con una servilleta, en un ritual tan lento que me pareció curioso por su simpleza. Su respiración estaba calmada y en silencio. Por un momento contemplé el interior de la casa. Los techos bajos no permitían que la luz entrase a ciertos lugares como el comedor y la sala. Seguro que el segundo piso tendría que estar más iluminado. A veces me gustaba imaginarme estos detalles sobre las casas ajenas. Lo consideraba una manía.

Cuando Elisa terminó de comer, no apartó los restos de mandarinas, sino que atendió a toda la lección sin dejar de oler las cáscaras. Conversamos un poco sobre las clases de su anterior maestra, y después solo quiso saber sobre mí.

“¿Eres de la ciudad?” “¿Qué te gusta?” “¿Ves películas?” “¿Con quién vives?” “¿Tienes mascota?” “¿Un gato?” “¿Cómo se llama el gato?” Contesté a todo pacientemente, y al poco tiempo ella se ensimismó, y volvió a estar callada como de costumbre. Parecía cansada y dijo que se iría a recostar. Antes de subir afirmó que quería indagar en historia del arte.

—Estoy pensando en llevar un curso a distancia —dijo tímida—. Quiero estudiar cine, pero primero debo tener un conocimiento más profundo sobre algunos temas.

Elisa parecía interesante. Seguro que con el tiempo la iría conociendo mejor. Le aclaré que no era una experta en arte, pero la ayudaría a investigar.

El padre de Elisa, Don Germán, llegó unos minutos después de que ella subiera a dormir. Me presenté y lo primero que me preguntó fue cuál era mi equipo de fútbol favorito. “¿Millonarios o Santafé?” “Ninguno de los dos”, le dije. Primero, no soy de la ciudad y segundo, no me gusta el fútbol. Se rió. Me contó que llevaba treinta años trabajando en la misma empresa de seguros y que lo único que lograba sacarlo de la rutina era el fútbol.

—Bueno, pues cuando vengas a darle clases a mi muchachita los fines de semana escucharás mucho fútbol. Si quieres que alguien te cuente algo de fútbol, con mucho gusto. Soy experto en la historia de las ligas europeas, por ejemplo.

Le sonreí. Era un señor muy agradable; bonachón y simpático. Parecía el tipo de personas que vive sin grandes pretensiones.

En la calle tomé un bus atestado de personas. El olor a mandarina se había impregnado en mi cuerpo y aquello me agradaba.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

La nueva profesora

 

La primera vez que vi a Verónica tenía cara de amargada. Sí, hacía una extraña cara de preocupación y contenía la respiración. Tuve ganas de reírme de ella. Muchas, pero no lo hice. Respiré hondo. Pobrecilla con sus nervios de profesora primeriza.

Mi madre la había contratado para reemplazar a la señora Antonia. No estaba nada mal. Jamás había logrado congeniar con mi primera profesora. Así es, hay personas que quedan grabadas en nuestra memoria como decorado, estatuillas inanimadas que no desarrollan ningún papel en la trama. Verónica, nerviosa y provinciana, mostraba por lo menos algún tipo de personalidad exótica. Alguien a quien observar en medio de este aburrido panorama.

Tenía unos veintisiete o veintiocho años. Era de estatura baja (mediría menos de un metro sesenta centímetros), pelo negro y ojos minúsculos. Cuando se reía, arrugaba el rostro y sus ojos quedaban más pequeños que un grano de frijol. Se parecía a una de esas muñecas chinas que alguna vez me regalaron.

No crean que fui la única que inspeccionó a la otra. A ella tampoco le parecí muy normal, me miraba como si yo fuera un bicho raro. Como a una zarigüeya encerrada dentro de su madriguera.

Fui paciente. Respiré mucho y muy hondo para no dormirme. El tono de su voz me resultaba neutro y aburrido. Se notaba que quería enseñar, así que para que no se molestara le pondría tareas. Sí, que investigara sobre algo de lo que yo no supiera nada para verla hacer piruetas y defenderse en cada lección.

Creo que aquel día también logré asustarla. Le di un tono ceremonial al ambiente. Me porté muy seria y callada. Casi ni musité palabra. La pobrecita tenía cara de estar ante la presencia de un fantasma.

Es demasiado seria para su edad y me irrita esa pose de profesora. ¡Bah! No le queda. No se conoce bien a ella misma, bueno, pero tampoco soy nadie para criticarla al respecto.

Seguro que Juan Esteban la conquistaría en un minuto, claro, pero no es su tipo. Demasiado tapada, aburrida, con cara de conejillo de indias. Por lo menos su llegada ha traído un aire nuevo a esta casa donde los objetos y las personas están encerrados en una atmósfera atemporal.

 

 

 

 

Tarde de agosto

 

No sabía si a Elisa le gustaban mis clases. Era indiferente, aunque realizaba todos los ejercicios a tiempo. Mi reto era indagar en ella, en las formas estéticas que prefería y sus gustos en la vida. Todo era parte de un interés personal. Debo admitirlo. Yo necesitaba saber quién era Elisa, realmente, y por qué vivía en aquel encierro. La incité a escribir. Sin embargo, no logramos muchos avances. Sus notas se escuchaban como ecos ausentes.

Algunas clases transcurrieron en una cómoda cotidianidad. A veces, yo llegaba a las dos de la tarde —otros días a las cuatro o a las seis, dependiendo de la llamada de la madre de Elisa— y nos sentábamos en silencio a repasar la clase anterior. Elisa comenzaba a respirar hondamente. A veces presentía que este modo de respirar la mantenía atenta, incluso viva, otras, creo que intentaba olerme, saber de dónde venía, retener los olores que me habían acompañado durante el día. Me fui acostumbrado a ese olfateo.

La mayor parte del tiempo, Elisa era pasiva, calmada, tranquila; sin embargo, a veces me sorprendía con miles de preguntas que le salían de la nada. No le apenaba, incluso, hacerme preguntas más personales. Yo le quería responder con mi propio arsenal de inquietudes sobre ella, pero que como buena profesional nunca lo hice, o por lo menos no al comienzo de nuestra relación maestra/estudiante.

Elisa tenía un solo amigo, Juan Esteban, un vecino con el que la vi salir algunas veces a caminar por el barrio. Supe que no se alejaban muchas cuadras de allí y que caminaban durante horas por La Soledad. El mismo camino, una y otra vez.

A sus veinte años, Elisa parecía mucho menor. No puedo decir que se tratara de su físico. Era algo más arraigado en su manera de hablar, las preguntas que hacía, la forma en la que miraba. Todos esos gestos me recordaban los de una niña pequeña.

Una tarde de finales de agosto, que corría un fuerte viento por la ciudad arrasando con las hojas de los árboles, Elisa bajó de su cuarto para recibir la clase. Venía tranquila. Tenía puesto un vestido largo de un color azulado que resaltaba su palidez. Jamás la había visto tan elegante. Se veía radicalmente diferente que con sus usuales sudaderas y pijamas. Me pidió salir al patio. Tomamos un poco de té. Estaba contenta, como si celebrara algo.

—Este es el mejor lugar de la casa, me encanta sentarme acá en las mañanas y recibir un poco de sol. Hoy vamos a estudiar algo de historia y geografía sobre algún país, ¿no?, ¿Cuba?, o lo que hayas preparado. Me encantaría conocer el mar Caribe.

Asentí. Le había llevado algunas revistas de mi colección de la National Geographic y las recibió con mucho agrado. Me aseguró que las leería con calma.

Al fondo se escuchaba un televisor encendido. El papá de Elisa oía a todo volumen un partido de fútbol del Real Madrid contra el Fútbol Club Barcelona. Era fanático del primero de estos. Escuchábamos sus gritos de euforia cuando su equipo lograba anotar un gol.

Era una tarde espléndida y resplandeciente. Parecida a las mesas de té de Doña Aura, quien pasaba un trapo por ellas, una y otra vez. Según Elisa la obsesión de su madre era la limpieza y la perfección.

De alguna forma, yo empecé a sentirme parte de este círculo familiar. Me gustaban estas personas. Eran tranquilas y cada una de ellas tenía una gran afición.

Elisa, por ejemplo, escuchaba música, veía muchas películas y fumaba como loca. Sus cajetillas de cigarrillos estaban regadas por toda la casa. Verla fumar me parecía gracioso, aunque normalmente el olor a cigarrillo me resultaba insoportable. Yo jamás aprendí a hacerlo. Lo veía como un balance difícil de alcanzar: inhalar y exhalar humo. Elisa fumaba con muchas ganas y sin vergüenza. Sabía que al principio a sus padres no les había gustado el nuevo vicio de su hija, pero habían terminado aceptándolo. A ella no le decían muy a menudo que no, claro, siempre que se tratara de algo dentro de los límites de su casa.

 

—Ni yoga ni ningún otro método de relajación hace que me sienta como con un buen cigarrillo —me dijo, mientras hablábamos de la Revolución Cubana.

—Seguro que es un “vicio relajante”, aunque nunca me ha gustado ese olor— le refuté.

 

—No creo que sea peor que algunos olores de la calle. A veces hueles a esmog, combinado con basura y caca de perro cuando entras a la casa— afirmó.

En algunas ocasiones sus palabras contenían tanto rabia como una sórdida envidia.

—Parece que a ti también te gustaría oler a mierda— le dije.

Quise retarla, pero pronto me disculpé. Nos reímos. Elisa me pidió continuar rápido con la clase. Le interesaba saber todo lo relacionado con los países que quería conocer algún día.

Mientras apuntaba notas en un cuaderno que yo no le conocía, lleno de rayones incompresibles, el brazo de Elisa se fue deslizando sobre sus piernas y su cabeza cayó hacia delante. Era como si estuviera actuando. Pensé que se estaba burlando de mi clase. En cuestión de segundos me di cuenta de que había caído en un profundo estado de sueño.

Me paré a comprobar su pulso, aunque sus mejillas aún conservaban su color natural. Había quedado sentada y con la parte posterior del cuerpo extendida hacia delante.

 

Recuerdo todo con total claridad. Los padres de Elisa aparecieron enseguida. La alzamos entre todos y la recostamos en el sofá. Su padre insistió en llevarme hasta mi casa; me querían lejos de allí lo más pronto posible. No fue necesario, tomé un taxi. Me sentía confundida. No quise hacer muchas preguntas. Presentía que el halo de Elisa se extinguía con la rapidez que desaparece el humo que tanto le gusta respirar.

 

 

 

 

Azul del cielo

 

Han pasado tres días desde el último episodio. Volví a mis viejos hábitos. Mi madre dice que lo hago a propósito para aumentar sus jaquecas. “Quieres hacerme sufrir”, es lo único que replica, y yo me río porque doña Aura jamás podrá entenderme.

Sí, he vuelto a soñar y a percibir el olor de los sitios de antaño. He recorrido aquel lugar y poco o nada me importa, mientras estoy allí, lo que esté sucediendo en mi minúsculo mundo de acá.

Me siento etérea y liviana cuando regreso. Mi padre dice estar angustiado y le creo, pero por eso me he decidido a no preocuparlos más. Quiero encontrar la forma de escapar de este lugar. De vivir este mundo propio hasta agotarlo.

Juan Esteban se pregunta, me lo imagino, ¿por qué jamás me ha gustado nadie?, ¿por qué no me dejó arrastrar por las ganas y el deseo? Él no se imagina lo que experimento y tampoco espero que lo haga. “Necesitas una persona profunda”. No lo creo. Me he sentido a mí misma de todas las formas posibles y lo que menos quiero es a alguien que hurgue en mí.

Creo lo que quiero creer. Voy a donde tenga que ir. Busco un cielo más claro que el que ellos han visto. He encontrado los colores intensos de un mar profundo y maravilloso.

¿Quién podrá evitar que yo me quede allí?

Quisiera olvidar mi aburrida vida. Lograr concentrarme, sí, enfocarme en crear más de ese mundo que Manita me mostró. Poder permanecer allí el tiempo que quiera, pero aún me falta esfuerzo y dedicación. He aprendido a ser mucho más consciente de lo que hago. No quiero que nada, ni nadie, me ate a esta absurda realidad.

 

 

 

 

Propuesta

 

Después del incidente en el patio, pasaron varios días para que los padres de Elisa volvieran a llamarme. Cuando la vi de nuevo era otra. Estaba ansiosa y me pidió que saliéramos a caminar por el barrio. Era evidente que no quería hablar dentro de su casa.

—¿Tienes un gato, cierto?

—Sí— le respondí, sin entender bien su pregunta.

—Siempre quise vivir con un gato… Bueno, pero no es eso de lo que te quería hablar. ¿Vives con más personas?

—Con Manuel, mi novio, creo que ya te lo había dicho.

—No lo recuerdo, pero no tendrías de qué preocuparte. Nunca me ha gustado un hombre, bueno, en realidad nadie. Creo que no sería un estorbo si me llevaras a vivir un tiempo a tu casa.

No entendí qué quería Elisa con esta propuesta, ni sabía de dónde venía esta súbita demostración de confianza.

—¿Vivir por un tiempo en mi casa?— repetí sus palabras sin salir de mi asombro— no comprendo Elisa, ¿por qué quieres irte de aquí?

—No lo entenderías, nadie lo entiende, ni siquiera yo misma, pero tengo que aprender a vivir. No he vivido, solo estoy esperando. Necesito separarme de lo conocido para poder respirar. Solo te digo que ya tomé la decisión. Me iré de mi casa y no podrán hacer que cambie de idea. Mis padres sabían que este momento llegaría. Quise pedirte ayuda, porque eres la única persona cercana a mí, que vive sola y es independiente.

Prométeme que lo pensarás.

Callé y asentí. Elisa me tomaba por sorpresa.

—En mi casa no habría mucho espacio— dije, tratando de retomar el lado práctico de las cosas.

—No importa, solo piénsalo.

Sus padres eran lo que más me preocupaba. Si era una niña consentida, ellos no permitirían que se fuera de allí. Tampoco era difícil imaginar que algo le pasaba a Elisa.

Continuamos caminando en silencio. Como dos personas tan habituadas la una a la otra que ya no tienen nada más que decirse. Habíamos llegado a la carrera Séptima y Elisa no paraba de caminar. Recorrimos una a una las calles del barrio La Merced. Vimos a los estudiantes universitarios salir de sus clases y seguimos subiendo una pequeña cuesta hasta La Macarena. Parecía que a ella también le gustaba observar las casas: los diferentes tipos de arquitectura y los detalles de cada decoración, que podían decir mucho de quienes las habitaban. Encendió un cigarrillo. Miró hacía la calle. El tráfico de Bogotá. Los carros pitando.

—Parece que todo el mundo en esta ciudad estuviera aburrido y al finalizar del día solo corrieran para llegar a sus casas—, dijo de repente.

—Así es, ya ves que no eres la única que vive en el encierro.

Sonrió.

Más adelante, Elisa vio una pequeña iglesia y entró. Se sentó y yo permanecí a su lado. Lentamente, y como si se tratara de una acción premeditada, tomó mi mano. Miró fijamente al altar y apretó su mano contra la mía, como si me hiciera cómplice de un deseo.

Tomamos un bus de vuelta y la sentí respirar hondamente. El olor de aquel bus, atestado de personas, la reconfortaba inmensamente. Al llegar me agradeció por la caminata. Sus padres aún no estaban en casa. Me pidió pensar —sin importar el tiempo— en su propuesta.

 

 

 

 

El Diario de Ana Frank

 

Se acerca el día en el que me iré de esta casa. No fui muy insistente con Verónica, aunque ella entendió que me quería ir lo más rápido posible. Necesito despabilarme, si no quiero quedarme encerrada como la niña inútil e incapaz que todos han pensado que soy.

Ayer vino Verónica, como todas las semanas, a darme una clase. Hablamos sobre literatura. Le conté que después de la muerte de mi abuela leí mucho. Tomé algunos de sus libros y los llevé a mi habitación. Allí estuve sola con ellos por más de tres años. Se convirtió en mi pasión. Eran clásicos como Orgullo y Prejuicio, Los Hermanos Karamázov, El amor en los tiempos del cólera y el Diario de Ana Frank. Todos mundos fascinantes. No tenía a mi abuela para contarme sus historias, pero allí estaban otras vidas paralelas, distintas, unidas entre sí, incluso con la mía. La literatura fue un gran alivio por muchos años y me hizo olvidar del encierro, hasta que comencé a crecer y ni siquiera los libros fueron suficiente. Es muy poco lo que leo, pero me gustaría retomar este hábito, cuando esté lejos de aquí, en un lugar libre, mi propia casa, un parque o una playa.

Entre los libros que leí recuerdo especialmente el Diario de Ana Frank. La niña en su encierro, un encierro razonable, con sentido. Una heroína huyendo de los nazis. En cambio yo, la niña frágil, encerrada después de la muerte de su abuela. Por el miedo de su madre a la locura. Mi historia no tendrá significado alguno, a menos de que me vaya de aquí y le dé otro sentido a la trama. Es esto o la muerte.

Verónica aterrizó mis pensamientos con un “y si…”

—¿Y si tus padres se enteran de que estás en mi casa?

—Sea en tu casa o en cualquier otra les molestará que me vaya.

—No sé si me pueda quedar sin este empleo…pero, mmm, cómo te digo… lo he pensado bien y he decidido ayudarte. Yo he necesitado muchas veces que alguien me colabore en esta ciudad, así que me parece lo más correcto.

Mis ojos se abrieron de par en par y no pude evitar abrazarla.

—No sabes lo agradecida que estoy.

—Espera, espera, Elisa, no te emociones demasiado. He hablado con mi novio, Manuel, el dueño del apartamento, y dice que solo podrás quedarte con nosotros un mes.

—Un mes es suficiente. No sabes la alegría que me da.

—¿Estás segura de que es suficiente?, ¿a dónde irás después?

—No importa, no importa, algo haré. Buscaré trabajo como loca y de lo que sea. Vas a ver.

—Tampoco quiero que te metas en problemas.

—No lo haré. Puedes estar tranquila.

—Está bien, está bien. Si a ti te parece, la próxima semana puedes llegar a mi casa.

Le di un segundo abrazo, aunque me percaté de que no le gustaban mucho las muestras de cariño. Verónica no sabía el favor que me hacía. Ya no me preocupaban mis padres, ni mi propio miedo, quería escapar de mi encierro sin sentido. Nada de pedir permiso a Don Germán y Doña Aura, solo les anunciaría que me iba. No era necesaria su aprobación.

 

 

 

 

“Momentos de amor”

 

Seguro que mi madre leyó la nota de mi padre. Debió pasar horas encerrada leyéndola, una y otra vez. Tuvo que haber sentido alegría y frustración, porque después de tantos años su matrimonio por fin se acababa. Sentimientos contradictorios.

Esa mañana la saludé y estaba tranquila, normal, viendo un programa de televisión. No tenía ningún apuro, hoy no quería hacer nada y me pareció que era el día perfecto para que descansara.

“Estás muy guapo, hijo”, sí, eso recuerdo que me dijo. Yo sonreía. Estaba calmado. Desayunamos un café con galletas. Dispuso distintos sabores de mermelada a mi alrededor y las probamos. Su preferida era la de melocotón. Tenía un largo camisón puesto y decidió encender la radio. Sonaba “Momentos de amor” de Rafael Orozco, uno de sus cantantes vallenatos preferidos. Se puso de pie y espontáneamente me abrió los brazos, como cuando yo era un niño pequeño.

“Ay corazón mira bien de qué vale recordar momentos de aquel querer si ya nunca volverán”, tarareaba la canción, mientras me tomaba suavemente entre sus brazos. Bailamos delicadamente por las baldosas de la cocina. ¡Ay mi madre linda! En todos estos años has sido luz y felicidad constante.

Nos separamos. Ella quería seguir descansando y yo saldría a dar una vuelta con Elisa. A mi madre le caía bien mi rolita, pero la veía como alguien raro, indescifrable, sin cualidades o defectos, que me hacía compañía. Nada más. Era como un angelito insípido, con quien me había visto jugar desde los seis años y que de no ser por sus padres habría comparado con un alienígena. Le parecía como si hubiera aterrizado de otro mundo.

Elisa, por el contrario, le tenía más respeto a mi madre que a la suya. “Doña Bárbara”, la llamaba ceremoniosamente, y en más de una ocasión me había dicho que le encantaba su olor. Tenía una fascinación por los olores. Se pasaba horas oliendo distintas fragancias u objetos. “Es que siempre está impecable. Huele como a mangos y brisa de mar. Todas sus faldas y vestidos son preciosos. Es la mujer más elegante que he visto… es como si saliera de una película antigua”.

Exagerada, Elisa, sí, así te lo dije un par de veces, aunque ahora soy consciente de que tus ojos benditos ven más allá, por eso no eres como todos. Mi madre tenía una elegancia innata: esa que sin importar dónde naces, o cómo se desarrolla tu vida, te hace guardar una dignidad intrínseca que nada, ni nadie, te la pueda arrebatar.

Aquel día salí de mi casa con una camisa blanca —perfectamente planchada—, un pantalón azul oscuro, gafas y zapatos de gamuza. Por supuesto que me puse un buen perfume. Siempre he sido un buen clon de mi madre. Además me encanta verme bien para Elisa.

La esperé dentro de mi carro. Se demoró más de veinte minutos en salir y me fue dando sueño. Golpeó en la ventana. Abrí los ojos y la vi entrar. Tenía la cara totalmente maquillada. “Ya no quiero ser tan insípida”, afirmó. “Y pintándote como un matachín, seguro que lo lograrás”, le dije. “Puf, camina nos tomamos algo”.

Llegamos a un pub ubicado en la calle 100 con Autopista. Estaba repleto de gente. Elisa tiró su cartera encima de la mesa. Cerró sus ojos y me dijo muy seriamente: “¿alguna vez has sentido que todo lo que has vivido hasta este momento de tu vida es de otro? ¿Que esa persona que está en el espejo no eres tú? O, simplemente, ¿que has fingido todos tus sentimientos, hábitos y emociones?” ¡Ay mi Eli! Qué profunda, tú no puedes tener emociones normales, tienes que sentir con toda intensidad.

Se tapó con una mano la cara. El sol le alumbraba los ojos. “Somos un engaño. Me conoces desde los seis o siete años y ¿alguna vez me has visto actuar diferente? Me disfracé de bicho raro, pero, ¿si pudiera ser yo misma? ¿Si me fuera a divagar por las calles a conocer a todas las personas de las que me he perdido? Si, de repente, borrara de mi mente a quienes conozco, el barrio, la casa, incluso a ti, ¿crees que volvería a ser yo misma, a reconocerme? Si, por ejemplo, ¿quemara mi casa? Es un hecho que siempre me he sentido perdida, pero ahora que me acerco a ser libre, no sé hacia dónde dirigirme”.

Cerró los ojos y terminó aquel monólogo, como cuando se cierra la tapa de un libro. “En fin —extendió los brazos— (al parecer los gestos que no aprendía en su limitado contacto social, los tomaba prestados del cine o del teatro), ya sabes cómo soy, aburrida como una misa”. Sonrió.

Cada uno se tomó dos cervezas. Me comentó superficialmente que en la casa de su profesora se sentía a gusto. Estaría provisionalmente allí y por ahora buscaría un trabajo como mesera. Apenas me lo contó se le ocurrió una idea. Se paró de la mesa y habló con uno de los empleados del lugar.

—Mañana traigo mi Hoja de Vida— escuché que le dijo.

Me puse de pie y me despedí. Estaba cansado y hoy no tenía ánimos para soportar a Elisa. Ella ya sabía llegar sola a su nueva casa. Encendí el motor de mi viejo carro y dejé una humarada de polvo. Elisa se quedó atrás viendo su reflejo en mi retrovisor.

 

 

 

 

 

 

Lluvia torrencial

 

Elisa llevaba más de una semana quedándose en mi apartamento. Hice un pacto con Manuel para permitirle vivir con nosotros un mes. “Solo un mes”, fue lo único que él dijo.

Convertí el pequeño estudio en su habitación. Trajo muy pocas cosas —afirmó que tenía poca ropa— y, tal como había prometido, su presencia apenas si se sentía en la casa. Era una persona callada, reservada, tranquila.

Algunos días se levantaba temprano y otros tarde. No tenía costumbres muy regulares, pero no molestaba a nadie. Era un huésped invisible. El fuerte sonido de su respiración estaba controlado y el único ruido que se oía desde su habitación era el de las películas que dejaba encendidas mientras dormía.

En mi casa tenía un nuevo hábito: sentarse a contemplar al gato. Se podía quedar horas acariciándolo, como si jamás hubiera tenido contacto con otro ser en la Tierra. Caminaba descalza —a pesar del frío de las baldosas— y lo seguía por el pequeño apartamento. Al principio, a Michu le daba miedo esta nueva persona que se interesaba tanto por él, pero con los días se fue acostumbrando a Elisa y ya no se despegaba de su lado.

No sé cuál era el motivo, pero Elisa tampoco lo llamaba Michu. Le decía Sauce. Para mí era curioso que le pusiera otro nombre a mi gato, pero a Manuel le parecía un gesto atrevido. “Otra excentricidad más de tu alumna”, decía en voz baja.

—Tiene un color gris metalizado y unos ojos azules muy particulares. No parecen los colores de un gato común — me decía Elisa cuando la veía mirándolo detenidamente.

—Yo qué sé. Es un simple criollito.

—Tienes que fijarte más en los colores.

—Sí, tal vez no soy muy buena observadora.

Una tarde de miércoles en la que llovía torrencialmente me quedé en casa. Nos sentamos a ver televisión. Un mal programa de concursos, una telenovela en la que una mujer arrugaba la cara de una forma tan pavorosa que daba escalofríos mirarla y, finalmente, una película rodada en la Toscana. Nos aburrimos de la televisión y la apagamos.

—Pon algo de música, Verónica, quiero escuchar a tu grupo favorito.

Nunca he sido una persona de “cosas” favoritas, pero a la mano tenía un CD de U2.

Siempre me habían gustado, así que lo puse.

Bar—Bar—Barbara, Santa Barbara. California. Then we sail into the shiny sea. The weight that drags your heart down. Well, that’s what took me where I need to be…

Need to be… ¿Dónde tendremos que estar, Verónica?

—Eso nadie lo sabe.

—A mí me gustaría saberlo.

—Bueno, ya lo descubrirás.

—Tal vez, no tengo idea.

Sentadas en el sofá, nos sentíamos cómodas y tranquilas. Elisa había hablado con sus padres, quienes entendieron que se iría por un tiempo de la casa. Creo que la sorprendió aquella reacción. Hasta el momento no me habían llamado con ninguna excusa. Parecía que ellos también quisieran descansar de ella.

El largo pelo de Elisa se esparcía por todo el espaldar del sofá como una telaraña inmensa en la que Michu se enredaba. Entre sus garras atrapaba el pelo y lo mordía una y otra vez. Yo trataba de detenerlo, pero ella se dejaba encantada. Una y otra vez se repetía la escena. Elisa, la hermética, estaba sentada a mi lado, tranquila, en silencio, y lo mejor era que yo ya no tenía que portarme como su profesora.

—¿Y qué vas a hacer ahora con tu vida?

Se quedó callada. Estaba concentrada en la música. Michu se había caído al suelo y trataba de escalar de nuevo hacia su pelo.

—No lo sé—respondió muy seria—. Algo se me ocurrirá. A mi casa no quiero volver —y como si me abriera una grande y vieja puerta, me dejó entrar a un largo corredor por el que se develaban los lugares más ocultos de su alma—, tú sabes que seguramente yo no sirvo para nada, a estas alturas he sido tan incapaz de vivir mi propia vida, que es posible que no la sepa vivir, porque busco cosas que no están en este mundo.

Iba a refutarle, pero no me dejó.

—No tengo dinero, pero seguro que un trabajo, de mesera o de niñera, lo que sea, me ayudaría a ahorrar y podría irme de viaje, ¿no te gustaría venir conmigo?

Le sonreí.

—Claro que sí.

—¿Entonces? No tengo nada más que perder, si ya he perdido más de lo que quisiera. Vamos, seguro que me podrías enseñar un poquito de la vida, y así despacio voy aprendiendo— tomó un mechón de mi pelo y comenzó a enroscarlo entre sus dedos.

La miré fijamente, y por temor, o desconcierto, se paró muy rápido del sofá y se golpeó la frente con un estante. Michu saltó como alma que lleva al diablo. Un largo hilo de sangre descendió de la cabeza de Elisa. Vista desde lejos parecía una indefensa mujer, a quien no le enseñaron a ocultar sus pensamientos.

—Ven aquí— no pude evitar hablarle con ternura—. La abracé. Lloró un poco y dejó escapar un suspiro. Era claro que Elisa no quería estar sola.

La recosté en su cama y le sequé la herida. Ella continuaba con los ojos cerrados. Michu regresó para sentársele encima. Le puse una cura y le di un beso en la frente. “Gracias. ¿Sabes?, me da vergüenza hablarte de mí, pero estoy segura de que me voy haciendo entender con el tiempo”. Iba a continuar hablando, pero se calló.

Me acosté a su lado. No la quería dejar allí con su extraña tristeza. Yo no la conocía bien, ni comprendía muchas de sus rarezas, pero quería ayudarla antes de que se lanzara del borde de un precipicio. “Duerme”, dije. Su cuerpo descansaba sobre la cama con la forma de un caracol a la orilla de la playa.

 

 

 

 

La caída

 

De las cosas que más recuerdo de Manita son las groserías que me enseñó. Mis preferidas: las mariputas y los hijueputamos. Después de que mis clases con la profesora Antonia se terminaban, nos quedábamos horas sentadas en el jardín hablando sobre todo tipo de animales. Los pájaros y las libélulas eran unos de sus preferidos. Le encantaba mirarlos, conversarles, inventar historias entre ellos, ponerles apodos. Eran parte de su mundo imaginario.

Había algo más de lo que Manita no dejaba de hablar —aunque estaba prohibido en la casa—, los espíritus. “Me acompañan desde pequeñita, mi Diosa”, solía decirme. Yo le creía, pero me asustaba preguntarle demasiado.

La verdad es que con ella me sentía como con otra niña. Aquello era lo que a mi madre le preocupaba.

Recuerdo la mañana del incidente. Todos los factores estaban regados por ahí para que hubiera un detonante. Mi madre había tenido que salir temprano a una reunión. La profesora anunció a última hora que no vendría. Manita tendría que cuidarme sola todo el día.

Preparamos una ensalada de frutas. Mango, mandarinas, fresas y bananos. Nos sentamos a desayunar frente al televisor y vimos Tom y Jerry. El gato perseguía al ratón, quien activaba un paquete de pólvora. Ambas nos echamos a reír. Era un día gris, pero sabía que entre cobijas estaba protegida, mientras escuchaba los cuentos de mi abuela.

Por esa época la canción de la Macarena estaba de moda y aprovechamos para saltar sobre las camas, mientras bailábamos. La euforia se convirtió pronto en temor cuando vi que Manita se desvanecía como si fuera una muñeca inflable a la que se le escapa el aire.

Toqué su rostro con ambas manos y alcancé a pensar que era una broma. Me tumbé sobre ella, la llamé, la besé en un gesto desesperado. No era mentira. No actuaba. Manita estaba estática sobre el suelo y yo no podía hacer nada. Sus ojos estaban abiertos y me miraba fijamente.

La abracé por un rato y salté a marcar en el teléfono el número de la oficina de mi papá. Contestó su secretaria, pero no me entendía por los sollozos. Creo que mi padre le arrancó el teléfono de las manos y, sin que le dijera nada, supo que algo había pasado.

Mientras tanto, serví un poco de agua y se la lancé al rostro. Sin embargo, mi abuela no respondía. Me recosté sobre ella y lloré. Para mí, transcurrió un tiempo eterno, aunque después mi padre me aclararía que solo pasó media hora.

No había sucedido nada grave, o eso creía yo. Manita se despertó sobresaltada y desde ese entonces no sería la misma. Nos miraba como si fuéramos unos extraños. Le temblaba la voz y bajaba sus ojos al suelo. “Quiero estar sola”, pidió.

“La abuela tuvo un desmayo, no fue nada más”, aseguró mi padre para tranquilizarme. Yo notaba algo diferente. Manita tenía miedo. Dormía noches enteras con la luz encendida. No volvió a hablar de los espíritus y por varios días se alejó de mí.

 

 

 

 

Fotografías

 

Eran las seis de la tarde y el cielo bogotano estaba tan oscuro como si fuera plena noche. Lo normal en esta ciudad de tan poca luz. Afuera dos perros ladraban insistentemente a una pared. Pensé en esa extraña costumbre de los animales de ladrarle o aullarle a la nada. ¿Quién era yo para juzgarlos, si la propia Elisa era una fiel fanática del libre aullido? ¡Au, Au!, me la imaginaba en lo alto de una montaña ladrándole a la luna, a la vida, a la televisión, a los colibríes en su patio, a las mandarinas, a esas cosas aparentemente nimias a las que ella les da importancia.

Caminé hasta la entrada de mi casa. El jardín de mi madre necesitaba un par de reparaciones. Si mañana no venía el jardinero, la ayudaría a podarlo; hace tiempo que no lo hacía. Recuerdo que al entrar dejé mis llaves en la sala. Tenía prisa por subir las escaleras. Ascendí de forma rápida. Me recosté en mi cama con la idea de no volver a salir hasta que asomara el hambre. En aquel momento me olvidé de todo y me dispuse a ver algo de televisión, o leer un libro para complacer a mi madre.

Lo hubiera hecho, pero de repente me acordé de la nota de mi padre. ¿La habría leído? ¿Mi madre lo sabría todo? Si así fuera, había tres posibilidades. La primera: le pediría que volvieran, le rogaría, le imploraría. La segunda: aceptaría encantada, firmaría con calma los papeles del divorcio y, por lo menos, nos quedaríamos con la casa. Y la tercera, se lo haría pagar caro: contrataría un buen abogado y demostraría alguna de sus muchas infidelidades. Tenía pruebas de sobra. Lo dejaría en la calle. Me deleité de solo pensar en la última opción.

Dejé de pensar y fui hasta su habitación.

Abrí la puerta —no era usual que la tuviera cerrada— mi madre se veía tranquila. A su alrededor había creado un santuario. Yacía en el centro de la cama. Encendió velas a su alrededor. En su mesa de noche estaban como siempre la fotografía de su difunto hermano y otras mías. Me gustaba una que me tomaron a los cinco años y en la que aparecía sobre un árbol de mangos. Yo sonreía, sin saber que a los cinco minutos me caería de frente. Un momento feliz en los Montes de María, reviviendo la infancia de mi madre. Otra foto era la de mi graduación. La cara llena de acné, pero luciendo impecable para que mi madre se sintiera orgullosa de mí. La foto de mi tío Esteban conservaba una pose ceremoniosa: tenía el pelo hacía atrás y sus ojos grandes y negros miraban hacía un punto fijo con muchísima seriedad.

Encima del televisor también había una foto. Me percaté de que la había movido hace poco de sitio. Era un retrato grande de mis abuelos y mi madre cuando ella era aún una niña. Desde entonces se veía imperial, elegante, con una presencia que, sin buscarlo, invadía cualquier lugar.

Por mi cuerpo pasó un fuerte escalofrío cuando escuché el sonido de una canción conocida. Provenía de la radio de mi madre. “Momentos de amor”, la canción sonaba una y otra vez.

La miré de nuevo. Apretaba entre sus manos la imagen de la Virgen de Guadalupe, una diosa lejana a su cultura, pero a la que siempre le pidió con fervor, por mí, por mis abuelos, por los difuntos amados, por los señores Aristizábal y hasta por Elisa, para que “algún día encontrara una brújula en su mente perdida”.

La escena se tornó en blanco y negro y yo me sentí como en una película de cine mudo. Comprobé su pulso. Mi madre había decidido irse. Su alma ya no estaba allí. Descansé sobre su pecho unos segundos. Saqué fuerzas, alcé mi cuerpo —que había tomado una pesadez de otro mundo—, y tomé el teléfono. Marqué el número de emergencias.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

II

 

La Ciudad más bella del mundo

 

La Ciudad me recibió con una fuerte lluvia de primavera. Se podría decir que aquel lugar no se parecía a ningún otro en el mundo, aunque a su vez era una réplica exacta de cada espacio sobre la Tierra. La naturaleza, las grandes construcciones, las fortalezas, el cielo y las montañas, todo allí era una combinación perfecta.

Cuando caminaba por sus calles, sentía una extraña pertenencia, aunque también tenía la sensación de flotar por el aire.

La Ciudad más bella del mundo no tenía nombre. Nadie se lo había dado. Yo tuve que llamarla de alguna forma y, por eso, le di el calificativo de la más bella del mundo. Es sencillo: si no le encontraba un nombre, para mí no existiría.

La casa a la que había llegado tenía grandes habitaciones y un inmenso sótano, al que evitaba bajar. La razón era que me resultaba tan desconocido y extraño, que prefería la cocina, la sala y los otros cuartos. Lo curioso es que aquellos espacios traían consigo diferentes huéspedes, quienes vivían por corto tiempo en la casa. Incluso, yo desconocía hasta cuándo me quedaría.

Al lado de mi habitación se hospedaban dos jovencitas muy parecidas: ambas con el pelo castaño, la piel morena y los ojos negros. Nunca supe si eran gemelas. Siempre vestían como estudiantes —jeans, camiseta y tenis—, aunque creo que no asistían a ninguna institución académica. Su cuarto era un lugar amplio, con techos muy altos. El mío era un poco más estrecho y con poca luz.

Algunas noches se reunían conmigo y contaban secretos de esa vivienda ancestral e inmensa, en la que aparecían y desaparecían extraños. Cuando nos quedábamos en casa, tomábamos una linterna y husmeábamos poco a poco cada rincón: los olores, los sonidos, las sombras y las luces.

Me gustaban estas expediciones nocturnas porque no sabía con qué tipo de habitación me iba a encontrar, o con cuál personaje, en los pasillos. Bajábamos los escalones del segundo piso y llegábamos a una especie de bajo, en el que se hallaba un patio con diferentes plantas.

En ese sótano se abría otra serie de habitaciones, muchas en desuso y otras grandes, con los armarios llenos de objetos: asientos, ropa, libros, perfumes, peceras, entre otras cosas.

En la Ciudad teníamos la necesidad de aprovechar al máximo cada minuto, porque todo era transitorio; podríamos dejar de vernos en cualquier momento, mudarnos de sitio, irnos para siempre. Lo normal allí era vivir de casa en casa: cada habitante había merodeado por un espacio diferente de la urbe en algún momento de su estancia.

Cuando dejábamos las expediciones dentro la casa, me dedicaba a recorrer la ciudad. En la zona del centro estaban las facultades: edificios que imitaban a las antiguas academias en las que se instruían a los ciudadanos. Me gustaba rondar la facultad de Filosofía, aunque yo aún no me decidía por ningún estudio en especial. Allí había inmensos árboles de largas ramas que ahuyentaban la luz del sol. Yo me recostaba en una banca y miraba hacia el cielo.

Mis recuerdos de la Ciudad más bella del mundo son vagos y confusos, pero por alguna razón, imponentes.

La Ciudad tenía distintas zonas y todos eran libres de elegir por cuál transitar. A los pies de las montañas se encontraban los barrios más turbios. Allá ibas para encontrar acción, demencia, ahondar en tus sentidos. Lo hacías cuando te sentías inclinada a ir, nadie te obligaba.

Si querías escapar del bullicio, podías subir, por una serie de caminos inclinados, hacia las montañas. Desde ahí se veía la complejidad y belleza de este sitio, que te golpeaba fuerte y se te adhería al alma.

A pesar de ser una bella y tranquila localidad costera, hasta donde tú mismo lo permitías, sus habitantes salían en busca de otros aires. Yo también quise probar suerte y aquel fin de semana empaqué mis maletas y tomé prestado un carro. Me acompañaron dos inquilinos de la casa. Manejamos por la costa, mientras veíamos las inmensas olas del mar chocándose contra rocas gigantes. El agua era de un azul que nunca antes había visto: un turquesa que parecía artificial. En medio del camino nos esperaba una nueva casa de hospedaje.

Una mujer alta y gorda con delantal nos hizo seguir. En la entrada, un largo espejo reflejaba mi rostro: opaco, largo y cansado. Seguro que la ciudad tenía algo que ver con mi aspecto; se daba vida a sí misma, como un vampiro que te chupa la sangre.

Sacamos nuestras maletas y la empleada nos siguió. Antes; sin embargo, nos detuvimos —¿o la empleada lo sugirió?— ante una extraña pintura. Era el retrato de una niña, de ojos grandes y pelo rubio, quien vestía un traje azul. Sus ojos lánguidos provocaban un raro éxtasis cuando se le miraba. La pintura era el alma de aquella casa, en la que solo pasamos una noche.

Al día siguiente continuábamos sobresaltados con la niña de traje azul. Su rostro, el color tan vívido de su vestido —parecido al del mar— nos petrificó y durante toda la mañana no paramos de observarlo. El resto de la casa carecía de significado, de vida, aunque estaba decorada con gran gusto y elegancia. Al medio día emprendimos nuevamente la marcha.

Desde el carro seguíamos viendo el mar, el mar y las rocas, que escupían sal marina hacia nuestra cara. Todo allí tenía una influencia hipotónica.

Al final de la carretera costera, el mar se desdibujaba para darle paso al verdor de las montañas, unas montañas con tantos tonos de verdes, que me recordaron la historia de algunas tribus indígenas de mi país. Algunas de ellas utilizaban más de sesenta palabras para describir todos los tipos de verdes que conocían.

Cuando regresé a la casa, mi habitación estaba ocupada y tuve que buscar un nuevo lugar donde vivir.

Ya me habían hablado de todas las zonas. Desde las montañas hasta el mar: sus puentes, los basurales, las alcantarillas, las casas (esas casas tan enigmáticas, grandes y llenas de habitaciones y escondrijos), los callejones, los pocos edificios. Todo condensado en un mismo lugar: la Ciudad más bella del mundo se nutría de toda la belleza y de toda la maldad, todo lo feo y todo lo bueno.

Mientras caminaba por las calles, y subía y bajaba por un entramado de puentes, me percaté de que aquella parte de la urbe estaba sola, ni siquiera se escuchaba el sonido de un pájaro. A veces, estas caminatas me traían recuerdos, pequeños destellos, flashbacks, de un pasado remoto. Para distraerme seguí caminando. Sin embargo, era inevitable recordar la imagen de una mujer: tenía el pelo largo, negro, muy oscuro y se sentaba ante mí para indicarme algo. Por más que lo intentara, no lograba recordar quién era.

A lo largo de un nuevo barrio que descubrí había varias personas tumbadas en el pavimento durmiendo, aunque era de día. Decidí esquivarlos. Acercarme más a la costa, y no a las montañas. Ya conocía las fiestas y el descontrol que se armaba a los pies de las montañas y no quería revivirlo. Un leve viento me molestaba y me ponía la piel de gallina. Me fui en busca de un atardecer en la playa.

Caminé por un largo rato. Aquellos flashbacks limitaban mi visión. Todos decían que la soledad me afectaría al llegar a esta ciudad, pero hasta hoy no la había sentido con tanta intensidad. Continué caminando y me acerqué a un grupo de hombres y mujeres que cargaban maletas, toallas y flotadores. Eran turistas, pero seguro se guiarían mejor que yo. Dentro de este grupo hubo una persona en particular que llamó mi atención. Era un hombre joven, de pelo castaño y estatura mediana. Tenía un megáfono y a través de este iba hablando sobre las calles: “a su derecha el río Tribu, a su izquierda la calle de Los Faroles”, y así.

Me uní encantada a la excursión. Por alguna razón, allí no me gustaba estar sola. El hombre no se detenía a hablar con nadie, pero sin duda se dio cuenta de mi presencia y no puso reparos.

Sentimos la brisa marina al caer la tarde. Cuando llegamos a la playa, el mar se veía inmóvil, en completa calma, como si alguien lo estuviera estirando desde algún punto. Visto así, parecía una piscina. Algunos turistas se prepararon para entrar en el agua. Sin embargo, el guía fue radical, a través del megáfono —que lo hacía sonar distante— pidió que se mantuvieran alejados del agua. No dio razón alguna. “Preparen sus carpas.

Esta noche acamparemos y mañana podrán nadar. Ya habrá tiempo”. Sus últimas palabras resonaron en mi cabeza, como un eco conocido. “Ya habrá tiempo”.

Anocheció. Miré hacia el cielo: no se veía ni la luna ni las estrellas. Me prestaron una carpa ancha y espaciosa para dormir. Me sentí como si me dejaran una inmensa mansión para mí sola. Antes de acostarme recordé la casa a lo alto de la carretera, el cuadro de la niña, el azul artificial. Me dormí en completo silencio, pero pronto un sonido comenzó a interrumpir la calma. Al parecer, había amanecido.

“California, at the dawn you thought would never come. But it did. Like it always does. All I know. And all I need to know is there is no end to love…”

¿Cómo explicarlo? Algo se me removió por dentro y me paré de inmediato. La melodía venía de un celular cerca de mi carpa, era del guía, quien hacía flexiones para comenzar la jornada. Volteó la cara y sin mirarme a los ojos, me habló. ¿Conoces la canción?

 

 

 

 

El puente del Alma

 

El mar estaba intocable aquella mañana. Las olas amenazaban con tragarse al que se atreviera a poner un pie sobre él. Parecía que el guía lo había hecho todo adrede para que no pudiéramos bañarnos.

Una luz clara invadía la playa y no me era fácil abrir bien los ojos. Las demás personas se fueron levantando con calma y yo me quedé sentada contemplando el mar.

Me gustaba la ciudad por ese mar tan misterioso que había allí. Admiraba sus olas altas y anchas que parecían atraerte hacia él. O hacia ella, la mar.

Ya no sentía la misma incertidumbre por encontrar un lugar en el cual alojarme. Miré a los demás y vi que desarmaban sus carpas y empacaban sus pertenencias. Yo no tenía ninguna, así que me puse de pie y fui la primera en estar lista para comenzar el recorrido.

Caminamos largas horas. La ciudad te llevaba en círculos hacia su interior, como en un remolino. Me sentía cansada, pero quería estar allí. El guía estaba callado y usó muy poco el megáfono. Solo anunció que nos detendríamos en el puente del Alma.

Las nubes anunciaban un fuerte aguacero y yo no tenía paraguas. Sin embargo, aquello no me preocupó. Presentí que al guía se le ocurriría algo. Me atreví a hablarle. “¿Falta poco? “No sé, eso depende de su cansancio”, fue lo único que me respondió. Era una persona muy seria y peculiar. Alcancé a ver sus ojos castaños y volví a unirme al grupo. Recordé a las dos gemelas, mis amigas de la casa. Parecían estudiantes, pero no estaban inscritas en ninguna institución. ¿Qué harían aquí?, ¿qué haríamos todos aquí?

Tuve la sensación de que debía volver a la zona de las facultades. Tal vez allí encontraría alguna respuesta.

El grupo se detuvo frente a lo que supuse era el puente del Alma: una estructura sencilla y corta, por la que cruzaba una pequeña quebrada. Era un puente común, lo que resaltaba en él era la pequeña estatua de una mujer inclinada hacia las montañas, como en busca de algo.

Los ojos de la dama del Alma —me pareció que el guía la llamó así— eran muy redondos y en su centro se veía una luz centelleante. Reflejaban algo intenso y, a la vez, escalofriante. Su baja estatura permitía que todas las personas la miraran a los ojos, no como las estatuas que usualmente vemos: altas, erguidas y, a mi modo de ver, orgullosas. Las observamos sin poder ver muy bien su rostro o mirada.

“La dama del Alma representa un eco profundo de voces infinitas. Acalladas. Es una protesta. Este puente no es nada sin ella”, dijo de repente el guía.

Una pequeña inscripción me hizo aterrizar sobre el significado de aquel punto de la ciudad. “Para ser inmortales tendríamos que olvidarnos del tiempo”. Era algo así como el lema de esta “revolución”.

Me senté en el borde de aquel puente. Mis pies colgaban hacia el abismo, pero no sentí miedo. Era como si supiera que si me lanzaba desde allí, nada pasaría. Volaría o me iría a un profundo abismo.

El guía anunció que solo habría una última parada, después se acabaría el recorrido, y yo tendría que regresar a buscar un nuevo lugar donde alojarme.

 

 

 

 

El tren

 

Habíamos dejado el puente del Alma para recorrer un nuevo lugar de la ciudad. Nos alejaríamos del centro, según anunció el guía. Se veía impasible y no se quitaba sus lentes de sol. Además, era muy precavido, llevaba reserva de agua para todos.

Nos sentamos a beber un poco de esta —aunque el sabor era algo amargo, como si tuviera vinagre— y esperamos un rato en la acera. Parecía que ya no iba a llover.

De repente, comenzamos a escuchar un rumor parecido a un tractor. Algo se aproximaba hacia nosotros. Era como el sonido del motor de un carro, pero mucho más estridente. De pronto fue nítido el chu chu y un fuerte campanazo. Era un tren, en la ciudad existía un tren.

A la par del tintineo del tren, cayó sobre nosotros un fuerte diluvio de hojas. Estas caían desde unos árboles altos y robustos, sacudidos por el viento. Las hojas parecían pedazos de granizo, y acarreaban con ellas pequeñas piedrecillas y polvo, que nos obligaron a salir corriendo, como si nos persiguiera una bandada de pájaros asesinos.

No logré encontrar al guía y seguí al grupo de turistas. El tren esperaba como si estuviera a punto de salvar a una expedición en peligro. El convoy se echó a andar y yo salté para montarme en el ruidoso aparato. Sentí mi pecho agitado; no sabía que la ciudad podía ser mitad urbe, mitad jungla, que había árboles con hojas asesinas y que existía un tren como aquel.

En el interior del vagón alcancé a divisar al guía. Estaba tranquilo mirándose las uñas de las manos.

—¿Podría decirme qué carajos fue lo que pasó?

—Tranquila, tranquilícese, nada raro. Los árboles estaban botando hojas y nada más. ¿Es usted nueva en esta ciudad?

Por primera vez parecía interesarse en mí.

—¿No le parece extraño tener que salir huyendo de unas hojas y que el tren apareciera justo en ese momento?

—No es extraño y además, ¿de qué se queja si logró escapar?, como bien ha dicho…

Lo miré con enfado. Llevaba poco tiempo en la ciudad, pero algo comenzaba a molestarme allí. Era una sensación de desasosiego, de huida, de estar siempre ante un peligro inminente.

—¿Les gusta la adrenalina?— gritó el guía.

Ninguno de los turistas se inmutó. Eran personas tremendamente simples.

—Prepárense porque ahora viene la subida y disfruten del viaje. Nos encaminamos hacia las montañas. El lugar donde todo puede pasar.

“Todo puede pasar”, lo dijo como si fuera un alivio, pero yo no sentía ninguna tranquilidad. Deseé dormir, pero no podía. Tenía los nervios alterados. En cualquier momento, aquel extraño tren, con vagones largos y angostos, comenzaría a subir una montaña, y yo no sabía qué podría pasar.

Recosté la cabeza y cerré los ojos, pero la sensación de pánico aumentaba. Tuve la sensación de que alguien desde el vagón de adelante me observaba. Era la impresión de una fuerte mirada sobre mí.

Volteé a ver, pero no había nadie, o eso creí. Era la sombra de la nada.

Mientras me recomponía, el tren comenzó a ascender por una montaña inclinada. Sonaba una ridícula música, como de sala de espera, que no tenía nada que ver con lo que estaba pasando.

El guía caminaba desde una punta del vagón hacia la otra. “Mañanita dame luz y dame tiempo”, oí que tarareaba. Me miró de nuevo.

—¿Le gusta? Es una vieja canción que me cantaba mi madre, siempre me han gustado los viajes en tren.

—¿Vive hace mucho en la ciudad?— le pregunté.

—Podría decirse que jamás salgo de ella.

—¿Y por qué se dedicó a ser guía turístico?

—Es una forma de habitar todos los rincones de la ciudad— afirmó, mientras dejábamos atrás la vista al mar—. Esta ciudad se debe conocer con tiempo, pero sin prevenciones. Mis tures nunca son iguales.

El paisaje me dejó atónita y no quise seguir conversando. Se veía toda la ciudad: larga, pero angosta, inmensa, majestuosa y algo deformada. En el centro se alcanzaban a ver las viejas edificaciones de las facultades y hacia el final la playa con el agua revoloteando. Nos encontrábamos en la cima del mundo para ver sus imperfecciones. Jamás había estado en un lugar así. No había un orden y eso me generaba miedo y excitación.

El guía me recibió al bajar del vagón. Habíamos llegado a una especie de finca. Todo era muy familiar para él. Lo saludó una familia de campesinos rubios, altos y de hombros grandes. Parecían inmensos franskensteins sin cerebro y con una gran sonrisa. Su mirada no tenía profundidad alguna. Me impresioné, pero de alguna manera el bosque que se erguía ante nosotros disminuía el terror hacia estos nuevos personajes.

 

 

 

 

 

 

 

III

 

 

La hija arrepentida

 

Desde que Elisa supo de la muerte de Doña Bárbara, la mamá de Juan Esteban, ha estado mucho más ausente de casa. Pienso que tiene pánico a estar aquí encerrada, incluso a hablar conmigo. El suicidio la ha impactado tanto que se niega a tocar el tema.

Justo esta semana anunció que tendría unos días de prueba en un pub. Duerme todo el día y sale en la tarde, para volver a la madrugada. No creo que esté tranquila, pero no habla con nadie. Ni siquiera ha sido capaz de llamar a su amigo.

Sus papás tampoco han vuelto a aparecer. Le dije a Elisa que si quería la acompañaba al funeral, pero me ignoró.

Hoy entré a su cuarto y vi que lo tenía patas arribas. A Michu, “Sauce”, le gusta dormir sobre los rastros de Elisa. Se revuelca entre su ropa y salta en su cama.

Después de esa tarde en la sala me he sentido inquieta con su presencia. Elisa despierta muchas dudas en mí. Sé que es una niña mimada, pero me agrada la forma en la que ve el mundo. Es una presencia agradable, en medio de sus incógnitas y extrañezas.

Para Manuel es solo un bicho raro, aunque tampoco la desestima. A Elisa le gusta escucharlo practicar el violín y aplaude cualquiera de sus aciertos. Eso le agrada a su ego.

Si pudiera, le pediría que se quedara más tiempo; sin embargo, el apartamento no es mío y Manuel querrá su espacio. Tengo un solo trabajo y sin el pago de las clases de Elisa creo que voy a tener que buscar uno nuevo, si no quiero regresar a mi casa en Bucaramanga, como la hija arrepentida.

Esto de las hijas arrepentidas nos caza perfecto a Elisa y a mí. Pertenecemos a este tipo de familias donde no está bien visto volar lejos; quieren que permanezcamos juntos como si el hilo que nos ata se fuera a romper en cualquier momento a causa de la distancia.

Nunca me he sentido parte de mi familia. Son tranquilos, estables. Han vivido del mismo trabajo toda la vida: mi madre es maestra y mi padre, empleado público. Tenemos primos, tíos y abuelos, que se reúnen todos los fines de semana. No me siento bien en sus celebraciones. Recuerdo que en el cumpleaños de mi prima me quedé encerrada en la habitación. Mi actitud provocó la ira de mis abuelos y entre todos mis tíos y primos subieron a sacarme en brazos, casi a la fuerza. Les pareció muy gracioso tirarme a la piscina. Creo que por ese tipo de cosas me fui, no por una “razón importante” a los ojos de cualquiera. Mi familia siempre estará ahí y son buenos, solo que no siento que puedo ser yo misma si estoy cerca de ellos.

Algo similar le debe ocurrir a Elisa, aunque sus padres se desviven por ella, no soporta vivir con tantos “privilegios”.

Hoy la esperaré despierta aunque llegue tarde. Tenemos que hablar sobre Juan Esteban. Sé que no debí hacerlo, pero me acerqué a su casa para saludarlo. No me imagino el dolor que debe estar pasando. Esteban no abrió la puerta, pero una de sus vecinas se acercó a mí. “No te va a abrir. Lleva días encerrado”. Entendí. La mujer me contó que el pobre tuvo que cargar a su madre hasta la ambulancia cuando la encontró inconsciente. Estaba completamente solo cuando le confirmaron que se había suicidado. Elisa, quien admiraba profundamente a la señora Bárbara, aún debe estar en estado de shock, seguro que no entiende lo que está pasando.

 

 

 

 

El trueno

 

Su pelo rojo comenzó a encanecerse luego del incidente de aquel día que saltábamos sobre las camas. Lo había tenido de distintos colores: negro azulado, castaño claro, rojo y violeta. Mi abuela no era una mujer de hábitos.

Al abuelo lo conoció por casualidad en un viaje a Santa Marta. Ella vivía temporadas por fuera de su casa y allí se dedicó a tejer mochilas, como los indígenas Wayú. “En los colores está la fuerza de la vida”, solía decir.

“La rolita” era el apodo que le había puesto mi abuelo. Un costeño alto, moreno y de ojos penetrantes, quien la cautivó. Era estudiante de Administración de empresas y un gran deportista. Siempre he pensado en ese encuentro entre ambos, aunque nunca conocí al abuelo Miguel.

Sé que todo ocurrió haciendo esnórquel en las aguas cristalinas de Playa Blanca. Un día de agosto en el que Manita tuvo suerte vendiéndole a muy buen precio un par de mochilas a dos extranjeras. “Me motivé a bañarme en el mar. No tenía vestido de baño, pero como había ganado buena plata, me compré allí mismo uno hermoso, anaranjado. Eso fue lo que llamó la atención de Miguel. El color y, por supuesto, los ojos de tu abuela”, solía contarme.

Aún hoy me gusta imaginar cómo se vieron a través de ese par de caretas. Manita tenía los ojos verdes y Miguel azules y grandes. Se saludaron y él la tomó de las manos para mostrarle diferentes tipos de corales. Estuvieron juntos cinco años a partir de ese día. Por eso, mi madre nació en la Costa Atlántica colombiana, aunque no le guste aceptarlo.

La Manita dejó a Miguel, cansada de la rutina y de la alta sociedad de la Costa. Mi madre lo describe como el mejor de los esposos, y padre, y por eso nunca perdonó a la abuela. Es algo que nunca me ha dicho, pero se le nota.

El abuelo volvió a rehacer su vida, se casó y comenzó una nueva familia. Por eso, a su hija la veía en muy pocas ocasiones; su nueva esposa no quiso conocerla. Mientras tanto, la Manita seguía recorriendo las selvas y las montañas del país, como el espíritu libre que era.

—No me arrepiento de nada. Haber conocido a tu abuelo me sirvió para tenerte a ti. Tu madre no lo entiende, pero yo no podía vivir rodeada de obligaciones. Incluso, así él me permitiera hacer lo que se me diera la gana, estaba casada, era la esposa de alguien, y eso implicaba un desgaste, una posición social a la que no estaba acostumbrada.

Manita me hablaba como si yo ya fuera mayor, pero de alguna forma sus historias del mar, la selva, las montañas y los ríos, me traían el mundo hasta esta casa, hasta mi encierro, para derrumbar los muros.

Hace mucho tiempo dejé de recordar esos días en los que la cabeza de mi abuela se nubló, se llenó de pensamientos incomprensibles y traspasó la cortina hacia otro mundo.

Sin embargo, hoy quiero hacerlo ¿Quién fue ella? ¿Quién soy yo? ¿Cuál es la línea que nos divide? ¿Está en la casa? La Manita con los ojos vidriosos escondiéndome en el clóset, la Manita con los ojos abiertos e inmóvil mirando a su alrededor como si arañas gigantes se le treparan al cuello.

Verónica ha sido tan insistente preguntándome cosas, que de alguna forma ha revuelto la marea. Ha hecho que recuerde. Sí, que recuerde a mi abuela con su bata blanca y los zapatos de hombre que se ponía en aquellos días, y meses, en los que dejó de salir.

Una de esas mañanas, con el pelo totalmente encanecido, hablaba hacia el suelo y ponía sus orejas contra las paredes. Yo la seguía con su mismo paso lento. “Están aquí, sí, aquí vienen”, “no te separes de mí, Carmencita”, me decía. Carmencita había sido una de sus amigas, y en medio de sus alucinaciones así me llamaba, aunque en el fondo sabía que seguía siendo yo, su nieta de siete años, Elisa.

Mientras escuchaba aquellas voces, se iba tocando las manos y los codos. Yo la seguía porque no quería perderla. Abríamos pasó entre las camas. Luego, yo las pondría de nuevo en su sitio para que mi madre no se diera cuenta de nada.

—¿Qué te dicen, abuelita?—, me atreví a preguntarle en alguna ocasión.

— Quieren saber si nos gustaría unirnos a ellos.

—¿Quiénes son ellos?

—Son personas, personas que viven realmente, que conozco hace años.

—¿Y por qué te asustan?

—No me asustan, estamos jugando.

“Abuela, me asustas”, “abuela, me asustas”, eso era lo que yo hubiera querido decirle, pero jamás encontré las palabras.

Podíamos pasar horas encerradas en el armario de su habitación. Era como si estar afuera la perturbara mucho más. Durante el encierro hablábamos de otras cosas para distraernos. Sus películas favoritas con Ava Gardner, el corto tiempo que vivió con el abuelo Miguel, sus viajes por el Amazonas.

Manita dormía en un cuarto con dos camas. Yo me quedaba muchas noches en su habitación, para vigilar su sueño. Escuchaba todo: los gritos, las historias que contaba, las conversaciones con esos personajes que tenía metidos en la cabeza.

De tanto escucharla, yo también los fui conociendo. Algunas cosas; sin embargo, las olvidé. Cuando mis padres se dieron cuenta de todo me llevaron a varias terapias con psicólogos y psiquiatras.

Una de esas noches me acosté en la cama al lado de la suya. La vi dormir tranquilamente; se veía plácida y yo también me dejé llevar por un sueño profundo. No aguanté las ganas, aunque lo normal era que me quedara despierta vigilándola.

Soñé con una playa tranquila en la que veía una gaviota sobrevolar el cielo. En el centro, Juan Esteban me llamaba a su lado para recibir un balón. Corrimos un largo rato y nos acostamos sobre la arena caliente que alivianaba el aire frío de esa playa. A lo lejos se oía a la gaviota. De repente comenzó a sonar una música estruendosa y apareció un carro azul. Venían dos personas en el interior. Eran la madre de Juan Esteban y su hermano. Se bajaron. Ella tenía un vestido azul corto y se abrazaban.

Se sentaron cerca a la orilla y se miraban las manos. De repente comenzaron a besarse. “Es mi tío”, dijo Juan Esteban. “¿Tu tío?” “Sí”. Quedé impresionada y salí a correr. Juan Esteban me llamaba, pero no quise mirar hacia atrás.

Jamás olvidé ese sueño, ni tampoco cómo se interrumpió. Un sonido de trueno me obligó a abrir los ojos. Había dejado de soñar. La luz estaba encendida, así que lo vi todo.

La sangre regada por el suelo, los vidrios sobre la cama, el brazo de mi abuela cortado, la ventana rota. “Tenía que romperla”, dijo. No lloraba, pero la cantidad de sangre era tan grande que ella estaba totalmente fuera de sí. “Fue solo una pesadilla”, la calmaba mi madre. La ambulancia llegó pronto. Me quedé sola viendo un reguero de sangre a mi alrededor. Fui incapaz de moverme.

Los sueños se adueñaban de la cabeza de mi abuela. Esos personajes que veía eran cada vez más reales. Quería derrumbar a alguien y en lugar de eso había roto la ventana.

Con los días fue volviéndose más callada, más ausente. No era la misma. No recordaba Santa Marta, las fiestas, sus vestidos de colores, las telenovelas, al abuelo Miguel, sus colibríes, el amor al sol, el odio al viento. Todo lo que era mi abuela se desvanecía lentamente. Su nombre se perdía en la nada… Ma, ni, ta. Tras su muerte, en mi casa fue muy poco lo que se volvió a hablar de ella.

 

 

 

 

El funeral

 

Anoche soñé con Elisa. Bueno, con Elisa y otras personas que la rodeaban. Una de ellas era la mamá de Juan Esteban. Una señora alta y delgada, quien estaba amenizando, como decirlo…su propio entierro. Un funeral como jamás había visto: en medio de todo alegre, con música folclórica y trajes de colores. Al parecer, lo que sonaba eran vallenatos.

Elisa estaba bailando muy cerca de un hombre joven, quien supuse era Juan Esteban. Ella traía puesta una falda larga y ancha de rayas de colores. Él estaba vestido de blanco y la abrazaba fuertemente. No se besaban, pero se miraban con pasión. Recuerdo que yo lloraba de impotencia y de dolor. Sentía celos, mucha rabia, incluso angustia, y comencé a saltar sobre el féretro, como una niña pequeña que hace pataleta.

Me detuve cuando Doña Bárbara me invitó sutilmente a bajarme de allí. Tomé su mano larga y huesuda y descendí. No podía ver bien su rostro, solo su largo pelo y su cuerpo alto. Me condujo hasta una sala donde otras personas estaban sentadas, al parecer rezando.

—Ve con Manita— me dijo.

Al frente mío estaba sentada una mujer gorda —de ojos muy claros, con la cabeza llena de flores—, quien no se podía parar de la silla. Me miró y sonrió. Observé por un segundo a Bárbara y me impacté al ver sus ojos totalmente blancos. Tuve miedo y me quise ir de allí, hasta que llegó Elisa y me invitó a sentarme en el suelo. La señora gorda —al parecer su abuela— nos comenzó a contar historias y todas la aplaudían o lloraban. De repente, me uní al frenesí y comencé a aplaudir fuerte, muy fuerte, y a reírme a carcajadas. Todos voltearon a verme y Elisa, algo decepcionada, anunció que se iría a dormir. “Voy para mi cama”. Se puso de pie y se introdujo en el féretro. Después, la siguieron Doña Bárbara y Manita, quien a causa de su gordura, casi no desaparece. Me asomé al ataúd y vi un inmenso río: ancho y caudaloso. Metí la mano allí y sentí que me jalaban. Hice mucha fuerza hasta que desperté con mi brazo aferrado a la cama. Era un sueño, un sueño que me hacía sentir una extraña familiaridad con estas mujeres de las que solo había escuchado hablar un par de veces. Durante dos días, la imagen de la mujer alta huesuda y de la mujer gorda no abandonaron mi mente.