Verónica quiere escarbar en mí, pregunta por todo: por mi encierro del pasado, por qué salgo, por qué no llegó temprano. Está preocupada por mi reacción ante la muerte de la mamá de Juan Esteban, pero no entiende que no quiero hablar de ello, que me atormenta.
En el pub solo trabajé una semana de prueba. Al manager del local, un hombre alto y delgado, le parecí “muy tímida para mi edad”. “¿Muy tímida para mi edad?” ¿Acaso uno debe ser más extrovertido con los años? Al contrario, nos volvemos más callados. Tendré que volver a buscar trabajo. A este punto creo que me tocará encontrar un empleo como el de mi padre: aburrido y normal, en alguna empresa estatal como secretaria o asistente.
A Verónica le pareció natural. “Tienes que salir del ensimismamiento”.
“Ensimismamiento”, pensé en Manita. “Ensimismada” habría sido una palabra que ella jamás habría permitido usar para describir nuestro “estado”, o bueno, su estado.
Narcolepsia. “La enfermedad del sueño incontrolable”. Desde que le descubrieron este raro síndrome a la abuela, a ella le pareció fantástico. Una anécdota más para contar dentro de su vida de incontables aventuras.
La enfermedad no se manifestó hasta muy tarde en su vida. A los sesenta y dos años, un caso extraño. Aún no se sabe si fue una enfermedad congénita o desarrollada por un período alto de estrés y de encierro, después de estar acostumbrada a su antigua vida de libertad y viajes. Su llegada a vivir con nosotros no le había sentado muy bien.
Ella se sentía definida por su nuevo síndrome. Había encontrado un nombre perfecto para su aburrimiento. Los síntomas la hacían quedarse dormida en la calle, en el baño, bailando sus boleros favoritos. “Sueño feliz”, decía.
Sin embargo, la enfermedad comenzaba a hacer de las suyas. Golpes a causa de las caídas repentinas producidas por la cataplejía, sueño en el día, insomnio en la noche. “Por alguna razón todos los narcolépticos nos despertamos entre las cuatro y las cinco de la mañana. Parece una reunión concertada. Así me lo contó la enfermera Dora”.
La enfermera Dora era todo un fenómeno. Llevaba años trabajando con el doctor Raúl Laserna, neurólogo, y había desarrollado un sexto sentido: el olfato para descubrir por el olor a las personas que tenían la enfermedad del sueño. Desde que la persona entraba al consultorio, Dora ya sabía si estaba enferma o no. Acertaba, incluso, antes de que se realizaran todas las pruebas pertinentes.
“Lamento decirle que mi olfato nunca se equivoca”, le dijo a mi abuela antes de que se confirmara el diagnóstico. El doctor Laserna la reprendió porque asustar con supercherías a sus pacientes, pero ella sabía que tenía un don.
Dora y Manita fueron amigas por años desde ese día, incluso cuando la enfermedad dejó de ser encantadora y exótica, para convertirse en toda una espiral de pesadillas que llevó a mi abuela a cavar un pozo profundo, en el que finalmente se hundió.
Jamás vi a Dora después de la muerte de mi abuela. Mi madre quiso borrar el recuerdo de Manita. Había quedado exhausta.
Ella no sabe todo sobre las historias que me contó mi abuela, ni intuye que ese recuerdo prevalece en mí. Yo, la “ensimismada”, he regresado al lugar del que la Manita me habló tantas veces, a la Ciudad más bella del mundo.
IV
La finca
He pasado un largo tiempo en esta finca, sin Dios ni ley, donde nada importa. Camino a mis anchas por todo el lugar, con el pelo erizado, descalza, sintiendo la piel caliente y la tranquilidad más extraña que he conocido en la vida. Es como llevar el corazón extasiado.
Aquí puedo pasarme las horas observando. Miro a mi alrededor, a los grillos que cantan, a las gotas de agua que caen cuando llovizna, a las golondrinas aterrizar en los árboles para posarse sobre las ramas, listas para dormir y entablar su conexión con otro mundo.
Nunca he hablado con nadie de la Ciudad más bella del mundo. Tal vez no lo he hecho por temor a perder un lugar tan propio. Ese que solo yo puedo ver. Al comienzo venía solo por diversión, pero después este sitio se fue convirtiendo en un brazo de mi vida, en una necesidad constante, en un encuentro valiente de mi parte, que soy cobarde por naturaleza.
Con el tiempo he podido entrar y salir de este mundo a mi antojo. Sé lo que veo y controlo hacia dónde me dirijo. Si me preguntaran, diría que este es el único don del que me enorgullezco.
Lo miro a él, quien se acurruca junto a mí, y recuerdo nuestro primer encuentro ese día en la playa. El tren, la finca, los frankensteins. Esos sujetos extraños que a mí también me recibieron con una increíble familiaridad. Aquí juego a no ser yo, y a estar unida a él, al guía. Tan callado, pero tan intenso.
Aquel día en que subimos al tren sentía pánico, y ahora no quisiera abandonar nunca la finca. Soy feliz viendo la ciudad desde lejos. Admirar lo creado. Sentir que el bosque me ha capturado. Aquí, él tiene su cabaña en el centro del terreno. La pequeña casita es fría y nos protege de la brisa caliente.
La finca no tiene dueño, fue abandonada, como todos los parajes de la ciudad. El guía la descubrió un día, en una de sus excursiones, y se quedó allí.
La casita tiene muchos tipos de cosas en su interior. Sobre todo, platos. Los hay grandes y de porcelana, pequeños y de vidrio, con extremos de plata o, sencillamente, de plástico. Nos gusta reorganizarlos y verlos sobre la mesa del comedor. Mis preferidos son los de talavera, de colores vivos, con calaveras inscritos en ellos. Según el guía son mexicanos. Él los ha ido recogiendo de cada una de las casas en las que ha estado.
Cada vez que regreso de dar una vuelta por el bosque, me encuentro con un tipo distinto de olor cerca de la cabaña. Algunas veces, todo huele a humedad, otras a comida, algunas, incluso, a canela. Por eso, ningún día es igual a otro. Los atardeceres son largos, permanentes, mucho más que las mañanas o las noches.
Hoy ya es de noche. El guía no está y me animo a caminar hacia la pequeña montaña que se levanta en el centro del bosque. Mover las piernas me cuesta un poco, la altura hace que me sienta pesada.
Hay muchos caminos para ir, pero me decido por tomar el del norte. El camino es pedregoso. La montaña tiene una superficie rocosa. Asciendo por unos escalones. Creo que los esculpieron los cuidanderos, quienes según el guía, están aquí desde tiempos inmemorables. Llego a la cima y lo primero que veo es una gran tabla, sobre un par de patas frondosas, parecidas a las de un caballo. Es asombrosa, aunque, qué cosa aquí no lo es. Una luna redonda y torcida lo alumbra todo. Abajo, el mar descansa como un monstruo dormido.
Abrazo mi cuerpo; el aire allí es frío. Me percato de que ya no será tan fácil descender. La tabla de madera en el centro está caliente, casi hirviendo. Esa sensación me tienta y me subo en ella. Me recuesto lentamente. Parezco un sacrificio humano en la mitad de la nada. Si alguien quisiera, podría venir y cortar mis brazos y mis piernas. La mesa me sacude, siento pinchazos por todo el cuerpo y percibo que mi nariz está muy cerca del cielo. Si se me antojara, podría lamer la luna.
Percibo el olor de mi propia piel. Huele a mandarinas. Me percato de que todo lo que me rodea sabe a mí: la mesa, la roca, el aire. La mesa, esa mesa que está viva y que me sigue pinchando hasta encontrar cada punto de mi cuerpo.
Mis ojos se cierran. Duermevela. Estoy y no estoy. He dejado de estar alerta, hasta que presiento que aquella mirada ha vuelto a posarse sobre mí. La veo, está detrás de un arbusto. Me pongo de pie, envuelta en sudor, miedo y placer. La melodía dulce de la noche, de las voces sensuales y lujuriosas, se ha apagado. Los objetos vuelven a estar muertos, sin vida.
El sueño se ha terminado. No sé si vuelva a ocurrir lo mismo. Hago caso a mi instinto y bajo rápido por los escalones inclinados. Me golpeo una rodilla, pero no importa, continúo hacia la cabaña. Entro: no hay nadie.
Abajo, la ciudad descansa inmutable. Las montañas rodean el mar, el mar rodea las montañas.
Con el tiempo, todo desde la distancia se va volviendo aburrido y cotidiano. Sin embargo, ahora tengo más entretenciones: el guía ha regresado y con él hacemos excursiones diarias por el bosque.
Si pudiera describirlo en pocas palabras, diría que es callado, tranquilo, suave y genial. Su genialidad es lo que más me atrae. Le gusta inventarse juegos: que corramos y luego nos internemos en un lago que está cerca de aquí. Yo me sumerjo en el agua y él me busca. En estos juegos se nos va el tiempo.
Al comienzo, yo le temía al lago porque lo veía oscuro y cubierto de ramas, pero luego entendí que sus aguas eran suaves y tranquilas, mucho más que las del mar turquesa que nos rodea. En ese lago podía dedicarme un largo rato a flotar y a mirar hacia el cielo.
Durante el día, su color verde oscuro reflejaba el bosque como un espejo y por las noches irradiaba la luz de la luna, cuando esta no aparecía pálida e insulsa.
Nuestras cortas conversaciones eran reemplazadas por el contacto físico. Allí íbamos siempre juntos, abrazados. El guía tenía una piel muy suave que me gustaba acariciar. No le gustaba que lo mirara a los ojos, pero cuando lo lograba hacer, me sentía en completa paz, como si el bosque y él fueran uno solo.
Esta noche también me invita a nadar. Solo trae puestas unas bermudas, a pesar del frío que hace. Salgo envuelta en un chal. Caminamos abrazados por los caminos rocosos de la finca hasta llegar al lago. Nunca he sabido si es natural o artificial.
—¿Siempre te ha gustado nadar?— le pregunto, aunque casi todo lo que digo le parece reiterativo.
—Desde que vivo aquí, sí.
—¿Has traído otras chicas?
—Que lo recuerde no, y ya deja de hablar. Voy a darte un beso para que te calmes.
Me besa con la naturalidad de siempre. Nadamos y jugamos a encontrarnos en medio de la oscuridad del agua. Allí no siento miedo. Nuestra única preocupación es regresar a tiempo para aprovechar la luz de la luna y no caminar a tientas.
Estamos a punto de marcharnos, pero de pronto aparece uno de los mayordomos de la finca, uno de estos frankensteins rubios. Él salta del agua y hablan en voz baja.
Regresa con noticias. “Ha llegado un nuevo grupo. Mañana bajaré a la ciudad, por si quieres venir”. “No lo sé. Tal vez vaya contigo”, le digo. Temo que nos separemos.
Esta noche, por primera vez, me deja observar de cerca sus ojos pequeños y castaños. Una leve luz brilla en ellos. Me dejo llevar por algunas imágenes suyas, que luego hago mías, hasta que me pide no mirarlo más. “No sabes quién soy, y tampoco deberías intentar saberlo”.
De repente me quita las manos de su cuerpo y me pide que lo deje dormir tranquilamente.
El guía no ha regresado. Aquel día desperté y ya no estaba para irnos juntos a la ciudad. Lo he esperado mucho tiempo. Voy y vengo del lago para tranquilizarme, pero la incertidumbre es cada vez más grande.
Los frankensteins no responden mis preguntas, es como si no entendieran lo que está pasando. He andado y desandado la finca. Me he dado cuenta de que no es larga en extensión, que su bosque es una maraña espesa.
Lo he meditado mucho antes de atreverme a marcharme. Me produce terror la idea de dejar la cabaña, tomar el tren y volver a la ciudad para caminar sin saber muy bien hacia dónde me dirijo. Sin embargo, me está costando estar aquí sola. Me estoy ahogando; es como si el bosque se llevara consigo todo mi oxígeno.
He decidido descender por la montaña hasta encontrar el tren.
Bajo con cuidado para no resbalar. Me siento confundida en esta situación, pero algo debo encontrar allí, en la ciudad, que ahora, desde lejos, me produce miedo. Un miedo raro y desconocido.
No tengo que caminar mucho para encontrar la estación de tren. Es una choza de lata oxidada en la que no hay ni una sola persona.
Pasa un largo rato hasta que de la nada aparece un grupo de mujeres. Son alegres y escandalosas. Llevan en sus manos velas y tienen puestos sombreros grandes, y variados, y unos blusones inmensos de colores. Es como si la algarabía y la bulla se hubieran tomado esta zona.
—¿Qué haces por aquí tan sola?— me dice una de ellas.
—Estoy esperando el tren.
—Pues claro, nosotras también, pero dinos, ¿qué haces en la ciudad?
—Supongo que conocerla.
“Esta niña, vamos a espabilarla un poco, a ver, a ver, muévete, sacúdete, sacúdete el aburrimiento”. Toma mi cadera entre sus manos para moverla como si esta siguiera el ritmo de un hula hula. Me suelto bruscamente. No me gustan las personas atrevidas. La mujer ni se percata y sigue como si nada: baila y palmotea a su antojo.
Las mujeres tienen el cabello de todos los colores: negro, blanco, rubio, castaño, morado, rojo. Algunas son altas, otras bajas, algunas flacas, otras gordas. Hay; sin embargo, dos de ellas que llaman más mi atención. La primera es una mujer morena de rasgos indígenas: la única que habla poco. Tiene una larga y negra cabellera atada con pequeños hilos de colores. La segunda es una mujer de pelo rojo, alta y gorda. Tiene una mirada alegre y viva. Posa sus ojos fijamente en mí y se acerca, mientras sus amigas gritan y bailan, embebidas por unos cantos que solo ellas conocen. Me saluda y toma un mechón de mi pelo entre sus manos.
—Me parece conocerte, güerita— evidentemente no es mexicana, pero usa esta expresión a modo de broma.
—No lo creo, señora.
Me alejo. Camino hacia la punta de la montaña desde donde se ve la ciudad. Busco sombra y asiento. Mientras tanto, el grupo de mujeres festeja no sé qué cosas en ese paisaje desolado.
Después de pasar esperando casi todo el día allí, el sol comienza a ocultarse. Las mujeres han ido perdiendo sus energías —yo no entiendo de dónde han salido, pero al parecer han llegado muy temprano a la montaña— y duermen sentadas una junto a la otra, roncando a todo pulmón y babeando sus camisones de colores.
Es tarde y mis ojos están a punto de cerrarse cuando escucho el sonido aparatoso del tren. Me paro de inmediato antes de que ellas se despierten. Quiero sentarme sola.
Sin embargo, no es posible. Se suben rápidamente. Cantan durante todo el trayecto, revolotean sobre mí y mi sonrisa no parece ser suficiente para ellas. Piden que me ría a carcajadas. Decido sentarme al lado de la mujer con rasgos indígenas, la que no pronuncia una palabra.
Se pone el rey más engreído Y llega la mira con anhelo y dice gracias le doy al cielo que viva alegre en la sabana ya tiene su diosa coronada Que canta el pobre Leandro Díaz triste por la serranía.
“Diosa coronada”, cantan por aquí y por allá. Me tranquilizo cuando logro divisar la ciudad, esta vez por la zona de las facultades. Pronto me bajaré. Espero perder de vista a este grupo de mujeres.
Desciendo del tren rápidamente, pero la mujer alta y gorda alcanza a verme.
—Adiós, mi reina— me grita.
Siento como si me golpearan en la cara, ¿quién es ella?
Ha amanecido hace poco. Sé que por esta ciudad pasan distintos ríos y quebradas y lo primero que veo ante mis ojos es un pequeño riachuelo. Decido seguirlo: es lo único que tengo que hacer para matar el tiempo. No tengo un plan. No sé si vuelva a ver al guía. Me interesa conseguir una casa y pasar unos días en ella.
Sigo el rumbo del riachuelo para encontrar de dónde proviene. Subo por una colina. Está llena de barro, lo que indica que en la ciudad debió llover a cántaros en los últimos días. Por aquí no hay nadie, o puede ser que aún todos duerman.
El viento es tibio, tranquilo. Me siento mejor con respecto a la ciudad, mi miedo se va apaciguando. Camino con cuidado y decido detenerme bajo la sombra de un árbol. Me siento y estiro las piernas. Veo que tengo varios morados en ellas. Seguro que me los hice durante mi estancia en la finca. Son amorfos: unos grandes, otros pequeños, de distintos colores. Algunos incluso parecen chupetones. Estuve tan entretenida en la finca, con el guía, el bosque y el lago, que no me di cuenta de lo que le ocurría a mi cuerpo.
Escucho pasos y volteo a ver. La persona que está detrás de mí carga unas inmensas tijeras oxidadas. Me asusto hasta que logro verle el rostro. Es un anciano. Un anciano con el pelo totalmente encanecido y los ojos de un azul muy transparente.
—Disculpe si la asusté, señorita. Estaba arreglando el jardín, soy el jardinero.
¿El jardinero de la ciudad? Pienso. Qué extraño.
—¿Dónde estamos?— creo que le he hablado bruscamente.
—Está en el jardín de las facultades. ¿Busca algo en especial?
—No, simplemente estoy recorriendo la ciudad.
—¡Ah, veo! No se preocupe, esta zona es muy tranquila. Aunque si quiere la guío hasta los edificios.
Asiento. No me queda más remedio que pedirle ayuda. Subimos hasta la punta de la montaña y llegamos a una planicie. No reconozco las facultades hasta que veo extenderse ante nosotros la plaza principal.
—Debo volver a trabajar— dice el anciano—. Si necesita alguna indicación más, no dude en preguntarme.
—¿Sabe algo del guía, la persona que da recorridos turísticos?
—Conocí a ese joven hace mucho tiempo, pero le puedo decir con seguridad que por esta zona no viene mucho.
—¿Por dónde suele estar?
—Es difícil decirlo, pero puede que haya ido hacia la playa, o hacia los barrios del pie de la montaña, a los que no le recomiendo ir. Incluso, puede que esté en la finca abandonada.
—¿Y hacia dónde me recomendaría ir?
—El calor va a aumentar en las próximas horas. Las facultades son edificios frescos y están rodeados de árboles. Espere aquí y hacia el final de la tarde podría irse a la zona de las casas que hay en el medio de la ciudad, si es que necesita posada. Las viviendas están bajando la montaña hacia la derecha. El viento se sentirá de frente, como si fuera en su contra, pero no se preocupe, es normal, por esta época el clima puede asustarnos, pero es natural en esta ciudad.
El jardinero se despide muy cortésmente: haciendo una pequeña reverencia con el sombrero que usa para protegerse del sol. Hay algo de paternal en él. Me siento en una banca cobijada por la copa de un árbol y espero. Mis ojos comienzan a tambalearse y me arrulla la calma del lugar.
Despierto. Estoy desubicada. Recuerdo al guía, la finca, el bosque, los frankensteins, el tren, las cantadoras, el jardinero, las facultades.
Veo que el suelo está inundado por muchísimas hojas de color verde cenizo que antes no estaban allí. Es como si el viento se hubiera enfurecido mientras yo dormía. Camino por entre las hojas. A esta hora, el sol se ha calmado un poco y el silencio recorre las afueras de la facultad como un gran señor. Si alguien me hubiera visto, le habría parecido la figura de un ave perdida que se da golpes contra el vidrio de una caja de cristal invisible. Es como si me hubieran encerrado. Como si el viento hubiera creado una jaula y me obligara a dar vueltas en círculo, una y otra vez. Lo confirmo porque veo el rastro que van dejando mis pies sobre las hojas; parece una pintura surrealista. El ambiente tibio, ya no está. Hace frío y ni siquiera el continuo movimiento de mi cuerpo logra calentarme.
Siento como si mi figura hubiera perdido peso. Estoy mucho más liviana, tanto que si el viento hubiera soplado un poco más fuerte, habría salido a volar. No tengo nada para abrigarme y el frío aumenta. De alguna manera, estas hojas, que me impiden salir, me recuerdan un laberinto oscuro.
Grito. Llamo al jardinero, pero nadie viene a ayudarme.
La luz del día se está yendo y la oscuridad puebla las facultades. Recuerdo que no sé para qué son estos edificios, no creo que nadie estudie aquí ni que nadie siquiera visite esta zona. Me da la impresión de que lo que hay allí adentro es cruel, tenebroso y por eso lo han olvidado. La verdad es que me frustra no saber nada sobre esta ciudad.
Decido quedarme quieta, pero justo en estos momentos de inercia es cuando vuelvo a sentir la presencia de esos ojos que se esconden y me persiguen. Lo recuerdo: ya me habían advertido sobre ese alguien que nos busca. Se parece a mis peores recuerdos. “Detrás de uno de estos edificios tiene que estar escondido”.
—Salga de ahí— grito, pero nadie se asoma. Es la peor señal.
Me agacho y me arrastro entre las hojas como si nadara sobre ellas. Soy mitad sirena y mitad lagarto. Presiento que es la manera de salir de este laberinto, aunque resulta inútil. Quien me persigue está sumergido en ellas, como si se tratara de un enorme pez que acecha en lo profundo del océano y ve nuestras inocentes piernas danzar. Contengo la respiración y decido meter la cabeza en la hojarasca.
Un ave sobrevuela el cielo y lanza un grito agudo que anticipaba un aguacero. El suelo parece un mar de polvo. No puedo salir. Cruzo hacia otro lado y alcanzo a ver a lo lejos esos ojos raros y pardos que me persiguen, como un par de luciérnagas. Se acerca.
Pienso en lo que me reconforta: el mar, la claridad del día, los árboles, el lago y el recuerdo de esa mujer grande y fuerte que me mecía de pequeña. Quisiera poder lanzar un conjuro de protección sobre mi cuerpo.
Gotas de agua comienzan a caer en delicados intervalos y después en forma de vendaval. La calle se inunda. Mi cuerpo empieza a flotar y busco una salida submarina. Si encontrara una puerta para cruzar al otro lado. Nado y contengo la respiración.
Mi consciencia se pierde en el terror, estoy exhausta y dejo de tratar.
Está amaneciendo de nuevo. Dormí afuera toda la noche, arropada por las hojas que aún quedan después de la lluvia y el vendaval. El peligro que sentí ya no está. Desciendo rápido por la colina y sigo las indicaciones que me dio el jardinero. Giro a la derecha, luego camino y siento el viento contra mi cara. Es una buena señal. Me dirijo hacia la zona residencial. A buscar una casa. La que más me guste.
Las casas de este sector son grandes y amplias. Me gusta caminar y verlas. Imaginarme en cuál viviría más feliz. Afuera de estas hay varias personas reunidas. Escuchan música, juegan, hablan. Todo parece muy tranquilo.
Cada casa tiene un jardín y hay grandes árboles sembrados en las aceras.
—¿Para dónde vas tan sola?
Reconozco a la señora del grupo de bulliciosas.
—Busco casa.
—¡Quédate con nosotras! Hemos encontrado la mejor.
—Primero tendría que ver las otras casas.
—¿Te gustan los patios grandes, las flores, los colibríes?
—¿A quién no?
—Pues, ven conmigo, vamos a jugar a que esta es nuestra casita.
Estoy a punto de ceder; me siento cansada y quiero parar, detener el ritmo, pero la palabra jugar merma mis ánimos. No confío en esta mujer.
—Ya nos veremos en otra ocasión— le digo.
—Vale, vale güerita. Por acá te espero, ya somos casi vecinas.
Apuro el paso. No quiero vivir cerca de este grupo de mujeres escandalosas.
Sigo caminando, es cierto que me agrada este vecindario. Tiene mucho verde y una luz especial y opaca. Es como si uno lo mirara a través de una gota de lluvia.
Recorro varias cuadras en las que me deleito con diseños modernos, elegantes, clásicos o vistosos. Es como si hubieran reunido las mejores casas de la ciudad en un solo lugar. Algunas de estas son más grandes que las otras y todas tienen una especie de personalidad. Parece que tuvieran vida y les gustaran los transeúntes que pasamos por allí admirándolas, comparándolas, deseándolas.
Una de las que más me atrae es una casa de techos muy altos y estilo gótico. Tiene ventanas con diferentes simetrías: forma de flor, forma de gota, forma de triángulo.
Ejerce una gran influencia sobre mí el imaginar qué hay en su interior. Podría ser cualquier cosa. Su forma rectangular llama mi intención: tiene que ser larga, pero estrecha. Me recuerda a una persona real, de esas que conoces y te deja envuelto en un aire de misterio por varios días. Una casa así no me sirve para alojarme en este momento. No podría sentirme en paz.
Me decido por una vivienda con una fachada común, blanca, ancha y plana. Por dentro es inmensa, con patio, terraza, balcones y guardilla. Es una casa sencilla que podría pertenecer a cualquier época y que no guarda tantos secretos como la otra. Aquí seguro se alojan todo tipo de personas. Como siempre, no hay dueño. Me acomodo en una pequeña habitación con una gran ventana que da hacia el patio. Desde ahí se ve el paisaje de los demás solares de la cuadra. Es un sitio tranquilo y acogedor.
Descanso sobre la vieja cama, de resortes retorcidos y colcha de rombos, que me hace sentir como en mi propia casa. Es tan cómoda que si no tuviera que buscar al guía no saldría en mucho tiempo de aquí.
—¿Vienes? Hay asado con todos los vecinos de la cuadra.
Miro hacia mi puerta y veo a una niña de estatura baja y nariz chata que se pega a la pared como restregándose.
—Hola.
—Mucho gusto, Lola. Vivo aquí hace un buen tiempo. ¿Te gusta mi casa? Jaja, es mentira ¡Nuestra casa! Te va a encantar estar con nosotros. Anímate y vamos al asado.
Siento curiosidad por conocer a los personajes de este vecindario, así que me apresuro. Arreglo mi vestido y suelto mi pelo. Salimos y veo un gran grupo de gente que se ríe a carcajadas.
Lola es una niña curvosa, que se mueve coquetamente por ahí. Conoce a todo el mundo en el vecindario y no le da vergüenza gritar, saltar, tocar. Toma mi mano y me va llevando por la humarada de carne abrasándose.
Veo a las cantadoras: están cantando y bailando como siempre. Lola se les acerca y comienzan a gritar juntas como locas. No tienen vergüenza y me miran para animarme a hacer lo mismo. Me río. Disfruto del momento y me dejo llevar por un baile desenfrenado y frenético. Grito y ahora quienes se asustan conmigo son ellas.
—Calma preciosa. Ve despacio — me dice la mujer mayor que siempre se empeña en hablarme.
Mi adrenalina aumenta. Mi cuerpo y mi mente necesitan vivir otras cosas, todo lo que la ciudad ofrece; ya no me conformo con migajas. Me percato de que a las cantadoras no las acompaña la mujer de rasgos indígenas. Se debió aburrir de ellas, seguro. Bueno, eso en realidad no me importa. Algo se ha desatado en mí, la música se siente viva y alegre. Gritamos y palpamos movimientos y sonidos. Lola trae más bebidas. Bebemos y bebemos.
De repente, alguien toma una inmensa manguera y nos moja con un fuerte chorro de agua. No sabemos quién es, pero se ríe a carcajadas. ¿Nos han dañado la fiesta?, ¿o solo quieren animarla? Me es difícil distinguir lo que me rodea, pero sigo bailando. Lola me lleva de la mano para presentarme a un grupo de personas. No logro reconocerlas bien. Siento mis ojos desorbitados. Lola se ríe frenéticamente y yo, solo puedo imitarla.
La casa gótica
Recuerdo muy poco de anoche, pero tengo la imagen clara de unos sujetos altos y corpulentos que bailaban con Lola y conmigo. No me acuerdo bien de sus rostros, pero sí de la forma extraña en que se movían: como si imitaran a un robot descontrolado.
Por suerte estoy en mi cama y ya se terminó aquella fiesta. Me tiendo hacía la ventana. La luz de este cuarto es increíble y hace que me sienta más tranquila. Sin embargo, me asusto cuando veo que en mis muñecas hay unas marcas largas y extrañas que imitan rectángulos y, que si no fuera por mi imaginación, juraría que representan un plano, ¿o una casa?
La realidad de la ciudad se me presenta aún más extraña y confusa cuando no logro encontrar a Lola por la casa. Subo y bajo por las escaleras varias veces, pero no la hallo. Estoy sola. ¿Lola nunca existió? ¿Se habrá ido con los tipos de anoche? No lo sé. Reviso la oscura buhardilla, donde hay regueros de fotos viejas, de sombreros, de sábanas, pero no encuentro a ninguna persona. Las habitaciones están impecables, en orden, con las camas tendidas. Es como si nadie hubiera dormido allí.
Salgo agitada a la calle y me encuentro con la mujer insistente de pelo rojo. Hoy no lleva un traje de colores, como normalmente hace, sino un traje negro. Sus ojos verdes me miran con mucha ternura.
—¿Quieres conocer nuestra casa?
Accedo. Aquella mujer parece querer ayudarme y creo que sabe mucho de esta ciudad. No es una simple turista.
Mi sorpresa es muy grande cuando veo frente a mí la casa de estilo gótico y techos altos que me causó tanta curiosidad. Allí viven las cantadoras. Entro con sigilo, en esta ciudad nunca se sabe lo que pueda pasar. La vivienda tiene tres pisos y unas escaleras largas y angostas. Tal y como lo imaginé.
No puedo ver mucho más porque la mujer me conduce pronto hacia una cocina llena de alacenas. Se nota que allí han vivido muchas personas por la gran cantidad de víveres que hay. Todo está milimétricamente organizado. La luz de esta casa es escasa, aunque al salir al patio veo varios rayos de sol que alumbran una pequeña mesa de madera. Tal como ella había anunciado: el patio es precioso.
Me pregunta si me gusta viajar y conocer sitios. En realidad no lo sé, o no lo recuerdo, pero creo que esta ciudad es mucho más que un escape para mí.
—¿Te gusta la casa?
—Es muy enigmática y especial.
—Como nosotras.
—¿Cómo quiénes?
—Como tú y yo. Siento que tú te pareces a mí y yo a ti, como si fuéramos una extensión del mismo cuerpo.
—No lo sé, apenas te conozco...
—Deja de pensar, se trata de lo que sientas.
Me quedo callada. Miro hacia la cocina y veo que allí está la mujer con rasgos indígenas. Cuando ella nos ve, camina hacia nosotras con sus pasos tímidos y parsimoniosos. Parece que tuviera miedo. Hace un gesto con la mano derecha para saludarme y se va. No dice ni una sola palabra. Sube las escaleras apresuradamente.
—Pero cuéntame, ¿qué haces ahora en la ciudad? —dice la mujer de pelo rojo, quien retoma el protagonismo.
—Busco al guía, ¿lo conoces?
—No, pero no entiendo, ¿por qué es tan importante el guía?
—Vivíamos juntos en la cabaña, en la finca.
—¿Acaso no sabes que en esta ciudad nada dura? Todo es inestable, ese es su sentido, si no te aburrirías. Tienes que vivir del movimiento, del cambio, de la búsqueda de lugares. Para eso estás acá.
—Bueno, pero es que quisiera hablar con él.
—¡Hay niña enamorada!
—No estoy enamorada.
—Bueno, ilusionada.
—Tampoco. Es solo que quiero que él me aclare algunas dudas.
—¿Dudas? Piensas mucho, ¿no? Vive, goza la ciudad.
—¿Puedo ver la casa?
—Claro, vamos te muestro algunas habitaciones.
Entramos a un gran salón con una chimenea al fondo. La madera chirría a cada paso que damos. La casa es fresca y de nuevo me percato de que conserva una oscuridad muy propia y diferente.
Subimos las escaleras. En el segundo piso hay un largo corredor con muchas puertas. “Acá dormimos todas —dice—. La casa es perfecta para nosotras. Es muy oscura y permite que nos ocultemos fácilmente. Cosas de viejas”.
—¿Podemos ver todas las habitaciones?
—No creo, muchas de mis compañeras no están y no les gusta que vean sus cuartos.
—Veo…
Su habitación está en el fondo del pasillo. Es amplia y a su alrededor tiene colgadas muchas imágenes: de vírgenes, de paisajes, de personas que parecen ser su familia.
—¿Te gusta la música? —me pregunta.
—Sí.
—Bueno, pues te pondré una canción.
Saca un disco de acetato y lo pone a girar en un tocadiscos. Parece ser una ranchera. Una melodiosa voz inunda todo el lugar. No puedo evitar sentirme conmovida por esta mujer, su forma de ser, sus gustos y sus pasiones.
—Me encantan estas canciones profundas que te llegan al alma y te dan ganas de vivir.
—¿Es usted muy sentimental?
—Puede ser, aunque sobre todo, soy una amante de la vida.
—¿Esta es su familia?
—Sí. Los llevo conmigo, incluso aquí donde no están.
—¿Los extraña? Yo siento que en la ciudad no es posible extrañar porque no se puede recordar.
—Yo lo he hecho. Decidí estar sin ellos, porque acá puedo vivir lo que quiera, pero de igual manera los recuerdo.
—¿Dónde están sus amigas?
—¡Ah! Ellas vienen y van. Son casi turistas. Yo, por el contrario, soy una habitante de esta ciudad. Me quedaré por siempre.
La palabra siempre me asusta. No quisiera vivir en este lugar una eternidad. La mujer me mira y sonríe.
—No te asustes niña, no muerdo. Somos muy parecidas, créeme.
—¿Podemos ver el desván?
—¡Qué curiosa eres! ¡Vamos!
Subimos una escalera de madera larga y muy angosta que tiene unas extrañas inscripciones en sus barandas. Parecen cuernos de ciervos. Arriba encuentro muchas jaulas donde antiguamente debieron encerrar pájaros. Entra algo de luz y ella enciende una lamparilla. Hay muchos libros, discos, peines, vestidos.
—¿Ves? Es como todos los desvanes de la ciudad. Inundado de cosas inútiles.
—¿Usted lee? —le pregunto mientras tomo un libro en mis manos.
—Solía leer mucho, después comencé a divertirme por la ciudad.
—Esta casa no me parece igual a las otras, tiene algo único.
—Todas las casas en la ciudad son únicas.
—Sí, pero esta conserva un aire misterioso.
—Vamos a ver, pero puede ser porque nosotras seamos las que te interesamos.
—No lo sé, ¿quién más ha vivido acá?
—Muchas personas, personas que tal vez tú conociste, o tal vez esta casa te recuerde otro lugar.
—Puede ser, de todas maneras gracias por la invitación.
—¿Te vas?
—Sí, tengo que continuar buscando al guía.
—Bueno, puede que esté por el centro. Dile a los amigos de Lola que te lleven, ellos conocen bien la zona.
—Gracias.
Me despido en la puerta. Ella se acerca y me da un beso en la frente. Ya no sé en quién confiar. Esta mujer quiere que vea a los amigos de Lola, a quienes temo. ¿Me estará enviando a la boca del lobo?
Lola y sus amigos durmieron esta vez en la casa. Yo me escondí en mi habitación para que nadie se percatara de mi presencia. En la mañana salí en cuclillas y vi que habían desordenado cada centímetro de la vivienda. Aquellos sujetos grandes y corpulentos parecían querer quedarse allí por un tiempo indefinido. Mientras tanto, yo continuaría buscando al guía, pero antes saldría de una gran duda: saber qué había en la zona de las facultades. Conocer bien la ciudad requería de ciertos sacrificios.
Me dirijo de nuevo hacia la zona de las facultades con la clara intención de entrar en uno de sus edificios. Aquellas construcciones antiguas e imponentes deben de tener alguna utilidad en la ciudad.
Subo la colina despacio. El hilo de agua que desciende por allí trae un aire fresco y limpio que desempolvaba esta ciudad vieja y olvidada.
El sol está oculto y hace un día gris. Camino hasta llegar a la cima donde se encuentra trabajando el jardinero. Tiene el mismo sombrero y una camisa amarillenta. Sin embargo, aquellas ropas no le restan nada de su distinción innata. Me fijo nuevamente en sus ojos azules: tan hipnóticos como el mar de la ciudad.
—Buenas tardes, muchachita— me dice con gran confianza. ¿Qué hace usted de nuevo por aquí?
—Vengo a ver los edificios de las facultades.
—¿Está segura? No creo que haya nada de su interés.
—No importa, sabe que no tengo mucho que hacer, solo buscar.
—Bueno, no seré yo quien la detenga. La mayoría de estas edificaciones están cerradas. Casi bajo llave.
—¿Puede guiarme?
—Debo aprovechar que hay poco sol para trabajar, pero tranquila que estaré pendiente de usted.
—Eso no pareció el otro día…
—¿Cómo dice?
—No es nada, no me haga caso.
Continúo caminando. La zona es poco amplia y no será difícil buscar.
Me dirijo hacia el primer edificio: es inmenso y con múltiples ventanas. La puerta del centro es ancha y larga, pero no parece hecha de una madera fuerte o pesada. Golpeó y nadie abre, así que intento tirar de la perilla, pero no es posible abrirla. Me lanzo contra la puerta y la empujo con todas mis fuerzas, pero nada sucede. Las ventanas están cerradas y a través de ellas solo logro ver algunas mesas antiguas y unas cuantas lámparas que tienen forma de araña gigante.
Camino hacia la segunda edificación. Es mucho más antigua y tiene dos estatuas a su entrada. Son dos hombres con los ojos cerrados. Uno tiene los brazos abiertos y el otro los descansa sobre sus piernas. Alcanzo a ver que de la cabeza de la primera estatua salen unos pequeños cuernos. Pienso en un hombre ruin y en un hombre santo. En el Diablo. En Dios. En lo bueno y en lo malo. En esta ciudad no parece existir ninguna distinción entre ambos. Sin embargo, aquí está representado aquello que gobierna a los humanos, humanos si es que en este lugar lo somos.
Me percato de que la puerta es estrecha y de nuevo trato de forzarla para entrar, pero es imposible. Aquellos edificios están herméticamente cerrados. Miro hacia el frente. Estas edificaciones se miran las unas a las otras como antiguos guerreros. Todas son fortalezas y ninguna está abierta, o por lo menos no para mí.
Desisto y me siento en una banca. El sol continúa oculto y no se escucha nada. Reina el silencio. Debo permanecer aquí, pero siento miedo al recordar las hojas, las hojas asesinas de esta ciudad, cómplices del viento, de la angustia, de la sombra.
Estoy a punto de rendirme cuando veo un angosto y largo edificio en una esquina del rectángulo donde se encuentran las facultades. Hay una puerta entreabierta de color verde. Me paro rápidamente y corro hacia allí, abro y veo todo el interior del edificio: oscuro y húmedo. Al fondo de un corredor se encuentra una gran sala. Adentro hay más de treinta personas: leen en el mayor silencio que jamás he presenciado.
Recorro despacio los estantes de los libros, pero no puedo dejar de mirar a los lectores. Todos son viejos, personas encanecidas, con arrugas, que parecen haber envejecido en esta sala de lectura. No tienen expresión en el rostro y solo miran las páginas, que pasan en sistemático orden. Me impresiona tanto aquella imagen, que los miro uno por uno para tratar de encontrar una persona que me resulte normal, pero no la hay. Allí están ellos, inmutables, no se percatan de mi presencia. Son robots que alimentan algo cerca del bien y del mal que guarda la colina.
Me siento en una de las mesas de estudio y miro desde allí algunos títulos: veo desde hojas y viento hasta carros, electricidad, magnetismo, almohadas, fantasías. No son títulos en sí, sino temas. Todos los temas posibles. Un aire de opresión me llena de ansiedad y quisiera sacudir a estas personas inmóviles en su lectura: preguntarles qué es lo que hacen, pedirles ayuda para dejar la ciudad, para encontrar una salida, si es que la hay.
Una sola luz alumbra lo que hacen y parece que los hubieran encerrado allí o que ellos quisieran vivir en aquel estado de trance. El jardinero tiene que saberlo todo y darme alguna explicación. Salgo y corro hacia el lugar donde lo vi la última vez. Lo encuentro allí, tranquilo y sereno, podando un pequeño arbusto.
—Usted, usted tiene que decirme qué es eso, quiénes son ellos, por qué están ahí.
—Es una biblioteca, señorita. Ahí leen y estudian.
—No, pero ellos, ellos están inmóviles, ¿por qué?
—Usted no debería preocuparse tanto, cada quien viene a esta ciudad a hacer lo que le apetece. Ellos quieren adquirir todo ese conocimiento y por eso no quieren salir de ese lugar. Eso no tiene explicaciones, mejor pregúntese: ¿usted que está haciendo aquí?
—Yo busco algo.
—Ellos también. No están encadenados. Simplemente no quieren despertar. Ellos nutren a otros desde aquí.
—No le entiendo.
—Logran implantar un conocimiento directo a la mente humana.
—Dígame, ¿es normal sentir miedo en esta ciudad, después habituarse y luego querer escapar?
—Es muy normal, lo difícil será que usted decida irse.
Todas estas conversaciones cortas e inconexas de este lugar me exasperan. Me despido del jardinero y vuelvo a descender la colina para encaminarme hacia a la casa. Sé que esos tipos pueden seguir allí, pero no encuentro otra solución. Mañana saldré a buscar al guía. No puedo perder más tiempo.
No tengo que caminar mucho para encontrarme de nuevo con Lola y su grupo de amigos. Están acostados sobre el prado de un parque cerca de la casa. Tirados allí ven el día pasar. Me sorprende su calma. Creo que hoy no han bebido.
—¡Ey, bonita!— me llama un sujeto calvo, a quien no había visto antes con ellos.
Lola se une a él. “Ven, mi amor, no me tengas miedo”. Me acerco a ellos, aunque hubiera preferido pasar desapercibida.
El hombre tiene ojos negros y clava la mirada fijamente en mí.
—¿Te gusta la música?— dice. Mientras tanto me pone un audífono en el oído. Escucha jazz. Relájate aquí con nosotros, hermosa. Lola está cansada de verte yendo de un lado para el otro, ¿cuál es el sentido?
Accedo y me siento con ellos. Todos observan absortos el cielo, como si mirándolo se perdieran en él y ya no fueran nada. Me gustaría tener esa capacidad de concentración.
—¿Ustedes van ocasionalmente a la playa?— digo para romper el hielo.
—¿Por qué preguntas?— dice Lola, y me reta con la mirada.
—Por nada, a mí me encanta ver el mar. Es solo eso.
—No tiene nada de malo, cariño, pero verás, nosotros somos más de montaña, bueno y ni siquiera eso, somos de pie de montaña. Nos gustan los barrios donde hay diversión, si entiendes a qué me refiero.
—Entiendo…
—No pasa nada, no creo que los conozcas bien, pero podrías ir con nosotros.
Me callo. De repente, toma mi mano y lee las líneas en ella. Me sorprende lo mucho que me cuesta decirle que no. “Tienes una vida interesante”, dice. “¿Es que sabes leer las manos?”. “No sé nada, pero se te nota en la mirada. Ven, miremos el cielo, este parque es el lugar más relajante que conozco en la ciudad”. En realidad, no miente, aquel sitio es muy distinto a los otros que conozco, sin tantas distorsiones. Hay árboles con grandes hojas verdes y amarillas. Además, nos rodean flores de todos los tipos, fuentes y una que otra estatua. Parece estar hecho para pensar en la nada, y eso hago.
Al cabo de un rato, Lola me saca de un profundo sueño. “Sus chicos” están listos para irse. Nos esperan montados en tres grandes motos que hacen un ruido infernal. “Vamos a dar una vuelta”, dice. “No, voy a la casa”. “Vamos, repite el hombre calvo. Si no vas, te acompaño hasta la casa”. “Está bien, podemos ir, pero necesito que me ayuden a encontrar un hombre, lo conocen como el guía”. “No quiero buscarte un hombre, belleza, pero si es lo que necesitas buscamos al tal guía Boy Scout ese”. El hombre calvo se ríe con una carcajada tan fuerte como el sonido estrepitoso del motor que acaba de encender.
El centro no está muy lejos en moto. Sobre todo, si tenemos en cuenta que las distancias son más largas para mí, porque siempre ando a pie. Damos vueltas por algunas calles rotas y llenas de basura. La vida aquí aún no comienza, el sol apenas se oculta.
Ver aquel sitio en calma me tranquiliza. A pesar de que está sucio y lleno de todo tipo de objetos tirados por ahí —peinetas, zapatos, latas, cortaúñas, cuchillos, pilas y más— me agrada conocer un nuevo rincón de la ciudad; sus edificios antiguos, aunque en muy mal estado, me interesan. El grupo de hombres está tranquilo, aún no veo en sus rostros esa sed insaciable de fiesta, gritos y locura. Hoy es Lola quien los trata de incitar.
Hay dos tipos con quienes ella se besa sin pudor. Uno callado, gordo y barbado. El otro flaco, con poco pelo. Pasa del uno al otro, como haciendo malabarismos. Los besa, baila encima de ellos, pero ninguno le presta mucha atención. Lola se da cuenta de que la observo y me mira detenidamente. Tiene unos ojos profundos y tristes que me hacen sentir compasión por ella. No sé qué vivió, pero estoy segura de que está en la ciudad escapando de algo, como todos los demás, claro, solo que en ella veo más desolación. Me pregunto: ¿Quién será Lola en realidad?, ¿qué esconde?
—¡Ey, mi amiga! No desesperes que ya casi comienza la fiesta— me dice.
—Estoy tranquila, Lola.
El calvo trae un extraño instrumento parecido a un violonchelo y comienza a tocar una música suave y lenta, que va aumentando su ritmo. Aparece un hombre de manos arrugadas y pelo desgreñado. Luego otro más, y así hasta formar un grupo a su alrededor. Parece que con esta música se diera una señal de alerta. En el aire se encienden unas luces azules, que botan un humo de olor fuerte. Comenzamos a movernos, primero lento, luego más rápido, en una sincronía perfecta. Vamos juntos gritando y dando vueltas por todo el barrio. Somos como la música y nos fundimos en ella. Estamos botando fuera lo que nos ata y nos sentimos libres, libres por un momento. Salto, grito, sudo, me muevo, no siento la distancia con los demás, tengo sed de esta emoción, quiero dejar la inercia. Ellos también quieren más, todos somos uno, uno que se mueve con la música. La suciedad se nos pega al cuerpo, pero es agradable. El calvo me mira fijamente: su mirada lo dice todo. Ya no pienso, solo soy un cuerpo que se mueve ligeramente por la vida. No espero nada más, porque por fin lo he logrado. Eso es, desde que vine a la ciudad quería dejarlos a todos afuera, olvidarme de ellos, desaparecer.
Llevo más de diez días divagando por la ciudad. Divagar, vagar, no lo sé, me muevo como el viraje de un barco sobre las olas, primero lento, luego rápido. Recuerdo al guía, la cabaña, la finca, los árboles, la mesa encima de la roca, mi piel tocando el cielo. El cielo se ha apagado en esta ciudad. Solo veo la noche, jamás volví a ver el día, ni siquiera un atardecer. Los recuerdos son difusos y se entremezclan. Es muy poco lo que alcanzo a ver dentro del pozo profundo de mi memoria. Gritos, alaridos, huida. Corrí, sí, recuerdo que corrí, o que aún estoy corriendo para escapar de algo.
Escapar de lo que me persigue. Los ojos de aquella sombra han vuelto y son más reales en la oscuridad. La oscuridad de las casas. Las casas que jamás me volvieron a acoger. Ahora solo voy yo, sola por las calles. No sé si sueño. Lola ha desaparecido.
Quiero olvidar al hombre del centro. Sí…
—Vamos, bonita— recuerdo que me dijo.
Me vestí pronto. Aún tenía el pelo húmedo y la sensación de repugnancia caminándome por el cuerpo. Salimos de un hotel del centro; y luego, me perdí por las calles como un perro recién atropellado, ¿o no fue así?
No era mi primera vez; no sentí ningún dolor, pero tampoco ningún placer. Sentí como si llevara una eternidad recorriendo aquel barrio pútrido repleto de seres deformados. Había mujeres que parecían estatuas con los senos al aire. La figura de estas se achicaba desde la cadera hacía abajo y se hacía más grande desde el estómago hacia arriba. En el aire reinaba un humo fuerte que no me dejaba respirar. El calor sofocante hacía que la ropa pareciera plástico adhiriéndose a la piel, y que quemara.
Recuerdo el ahogo. Había varios hombres sentados en las aceras. Ninguno me miraba. Una multitud de personas dormía sobre colchones de basura y quise recostarme en uno, pero antes él se acercó a mí. Aquel hombre calvo no me dejaba ver más sus ojos, pero entre ambos hubo un pacto.
Entramos al hotel. Algunos perros acomodados en la recepción despedían un olor fuerte y nauseabundo. Cada piso era una habitación. Se escuchaban gemidos, gemidos de la nada, porque allí no había nadie. Aquel hombre llevaba una maleta a sus espaldas. De ella sacó unas prendas de ropa. Me pidió que me desnudara y obedecí. Después me vistió con un extraño abrigo y unas botas anchas y pesadas.
Se acercó a mí y me penetró, hurgó en mis cavidades. Me sentí extrañamente complacida, luego aterrada, tras ver un inmenso túnel en su boca. Arriba, alguien corría. Quise ser yo, alejarme lo más pronto posible. Sentí como si nos observaran, un público silencioso, que solo se pone de pie para aplaudir el acto final de una tragedia.
Corrí, corrí lejos, hasta encontrar un pequeño armario. Me introduje en él, hasta que este comenzó a expandirse y a caminar. Me llevaba por las calles y transmitía todos mis gemidos ahogados. El estupor me mareó. Alguien golpeaba la caja, o el armario, como si fuera un tambor. Escuché risas a mi alrededor. Tuve miedo de que apareciera de nuevo la sombra. El movimiento se detuvo y logré salir. Me percaté de que estaba lejos, lejos de todo. En medio de una carretera. El pavimento era lo único que me rodeaba. Las piernas me temblaban y caí sobre el suelo con la mirada fija en el cielo.
V
El plan
La vida continúa a pesar de todo, mi reina. Llevamos exactamente tres meses y dos días sin hablarnos. Sé que recibiste mi carta, pero tampoco te has dignado a aparecer. No me imagino en qué mundos oscuros andarás. O bueno, tal vez en alguno más claro. No lo sé, puede que hasta te hayas enamorado. Nunca descarto las posibilidades más insólitas del destino.
¿Que si veía venir lo de mi madre? Jamás. Sabía que le dolía el destierro, la pérdida de su hermano, la culpa por haberse casado con un tipo como mi padre. Le dolían muchas cosas, le dolía vivir, pero ¿a quién no le duele la vida?
Es más, sus crisis se habían vuelto escasas. Cada una más distanciada de la otra, como esas temporadas en las que el mar está revuelto y luego se va calmando; una ola sobreviene a la anterior en un intervalo de tiempo más largo. Los antidepresivos la ayudaron. Sonreía. Cada vez cantaba más vallenatos, jugaba conmigo. Podría decir que mi madre era la persona triste más divertida que jamás he conocido. Su dolor no le impedía ver lo gracioso de la vida. Nos reíamos de cualquier cosa: de las histerias de mi padre, del despiste de los señores Aristizábal. Sí, incluso ella que era buena y bondadosa se burlaba de los pobres viejitos. Con tus papás la cosa era diferente. No tenía muchas opiniones sobre don Germán. Le parecía un señor sencillo y trabajador, aunque algo retraído. Todo lo contrario de doña Aura, quien jamás le gustó; la consideraba psicorrígida y, bueno, aunque esto suene paradójico, hasta loca.
“Ve tú a saber, pero yo creo que la que tiene problemas es Aura. Aparenta ser muy normal, pero apenarse de su propia madre y tratarla como si fuera un ser extraño, no es buena señal. Mira cómo es con Elisa, la hace vivir como a una enferma”.
Sí, recuerdo que mi mamá jamás le perdonó a doña Aura que se llevara a Manita a un psquiátrico. Tú también le preocupabas por esos días. La abuelita lejos de la nieta que la idolatraba. La niña, o sea tú, se pasaba las tardes con una niñera y una tristeza muy honda se le comenzó a marcar en el rostro.
¿Quién fue para ti Manita? Es raro, pero nunca lo hemos hablado. Era la persona de la que más aprendías, pero también con la que más te asustabas. No es mi intención escudriñar en ti, ahora que no quisiera que nadie viera a través mío, pero no dejo de preguntarme más y más cosas.
Los días han sido duros, muy duros, y difíciles, pero mi madre —no lo vas a creer— me dejó todo un plan armado para sobrevivir a su partida. Así lo descubrí luego de su entierro y de que mi padre se hiciera pasar por la víctima. El muy idiota hasta se veía lastimado.
Yo duré más de dos semanas encerrado. La pobre señora Aristizábal venía a tocar la puerta, pero pasaron muchos días hasta que me decidí a abrirle. Lo que yo sentía, más que dolor, era una inercia insoportable, que no me dejaba salir de mi cabeza. Todo el día pensando, analizando. Sin embargo, con el tiempo llegaron los sueños y con ellos, la calma. Vi cosas increíbles y sentí una paz tremendísima. Era la prueba clara de que existía un lugar donde podría volver a ver a mi madre, a mi tío, a mis abuelos, incluso a ti, hermosa.
Bueno, todo esto me gustaría hablarlo contigo, si te vuelvo a ver. No sé dónde andas, si seguiste viviendo donde tu profesora o te echaste a volar. No me importaría imaginarte lejos, pero viviendo. Viviendo de verdad.
Lo del plan de mi madre ha sido una gran entretención. Me dejó la casa y algunos lotes y locales que mi padre tenía a su nombre. Él ya no se podrá quedar con ellos. Estoy pensando en hacer un viaje aún más lejos. ¿Tailandia? ¿Cambodia? ¿India? ¿Indonesia? Aún no lo sé, pero me lo merezco. Tanto tiempo te he juzgado por tu encierro y creo que yo también he vivido así, ¿hace cuánto que no salgo de esta ciudad?
Junto con el plan de inversión —admito que jamás había visto uno, pero mi mamá se asesoró bien— está la idea de ese viaje, no creas que me la inventé yo, así de puro vago. Además, me dejó escondidas notas por todas la casa. “Hijo guapo, no te apures, recuerda que te amo”, escribió en el baño. Las notas, por más amor que contuvieran, me producían una extraña rabia. Rabia por su partida, por mi egoísmo, ¿quién era yo para retenerla si ella ya no quería estar aquí? Somos tan pretenciosos. Queremos que alguien viva —con todo lo que eso significa—, solo para mantenernos tranquilos. Por eso, trato todos los días de dejarla ir, Elisa. De retener su amor, pero permitirle ser libre de una vida que ya no deseaba.
Anoche por fin me atreví a darte la cara, Verónica. Después de ese día en la sala, de un mes conociéndote más, y de todos los nuevos sentimientos que he comenzado a sentir, pude volver a mirarte a tus diminutos ojos. No es que no quisiera verte, pero temía encontrarme con la verdad.
Todas estas emociones raras y sobrecogedoras me ponen los pelos de punta. Nunca había sentido nada por nadie. Lo digo en serio, pero es que son tú y tu alma, tu suavidad, las que me paralizan y me hacen pensar que podría contemplarte por siempre. Pareces una pequeña muñeca que quisiera tomar entre mis brazos y proteger, aunque claro, ahora eres tú quien de alguna forma me cuida.
No sé si lo notaste, pero esa noche me sentí tranquila durmiendo luego de que te quedaras a acompañarme un rato. Me das paz y me encanta incluso como eres con Manuel, quien a veces parece no verte o, por lo menos, no de la forma en que yo lo hago.
Es bueno que no haya tenido que estar mucho en casa. Por fin trabajo. Conseguí un puesto de mesera en las noches y así duermo de día. Antonio, el manager del local, es un tipo de apenas treinta años. Hablamos mucho. Es alto y su mirada serena y tranquila. Trabaja seis meses y el resto viaja. No sé si es paisa, costeño, bogotano o caleño. Tiene una mezcla de acentos incomprensible. Me dice que pruebe, que lo pruebe todo y que luego me gustará más la vida.
Seguro que lo hago. Ahorro y me voy. Bueno, lo cierto es que me he sentido más ligera y más capaz. Tal vez podría pedirte que vinieras conmigo. No quiero asustarte, pero siento que puedo llevarte a lugares más míos, más propios, que te sacudan el polvo, porque presiento que tú también estás buscando un cambio.
Ayer hablé con mi madre, doña Aura. Está seca, como siempre, pero más tranquila que de costumbre. “Vuelve cuando quieras”, me dijo. Ni siquiera tocó el tema de Doña Bárbara. En el fondo piensa que regresaré derrotada, a su guarida, en la que me oculté por tantos años.
Hoy que te veo mientras te preparas un sándwich y te alistas para dormir, me dan ganas de pedirte que te hagas acá al lado mío para ver una película o hablar de cualquier cosa. Sin embargo, los nervios me ganan, se me traba la lengua, me siento una idiota. No puedo dejar de sentir que todo esto me agrada.
Me gusta esto de dictar clases en un colegio. Aquí soy la profesora de Historia y aunque conozco a todos los niños, con ninguno tengo un trato cercano, como sí ocurre con mis clases particulares. Menos problemas, pienso a veces. Sobre todo, cuando recuerdo que una de mis alumnas está viviendo conmigo.
Hoy me he dedicado durante todo el descanso a observarlos. Algunos son ágiles, otros lentos. Los niños no tienen afán de nada, pero su naturaleza va apareciendo poco a poco. Me gustaría decir que todos son buenos, pero en muchos veo una maldad innata. Por ejemplo, ahorita se empujan por llevarse una pelota. Son dos grupos, los del A y los del B. Compiten todo el día, necesitan destacarse, mostrarse, ganar.
De alguna forma, yo siempre he querido ganar también. Fui la mejor en todo, pero con el tiempo fui perdiendo mis ambiciones. No tengo un gran puesto en alguna empresa, como hubieran querido mis padres, y tampoco gano mucho dinero. A mis veinte y ocho años no hay casa propia ni carro. Si por algún giro de la vida me quisieran despedir, estaría de vuelta en un bus hacia Bucaramanga. Y bueno, no me quejo; así vivo yo y también muchas otras personas de mi generación. Se acabó la estabilidad, hace rato que dependemos de delgados hilos para sujetarnos.
De alguna forma, Manuel es afortunado con su gran carrera de músico y su apartamento. Es un “niño bien”, quien sabe que nada le faltará. Su ideal de vida está por encima de mí y de esta relación. Es guapo y siempre le va bien con las mujeres. Yo le gusto, por ser “guerrera y descomplicada”, pero también sé que en cualquier momento podría terminar conmigo. Saldríamos por la puerta: Elisa, Michu y yo.
Elisa, la perdidilla. Creo que está buscando algo sin saber qué es lo que quiere encontrar. Eso también me pasa a mí, bueno, a todos. A la deriva, sin conocer muy bien de qué nos quejamos o qué es lo que queremos. Ella por lo menos tiene lo que sueña. Sí, sé que guarda en un cuaderno unas curiosas anotaciones, con dibujos, sobre un lugar. No tengo idea de su nombre o de dónde queda, pero esconde con sigilo ese secreto.
Debo continuar con mis clases. Un niño se acaba de caer de cara a un charco y se rompió la nariz. Voy corriendo a ayudarlo y lo llevo a enfermería. La enfermera del colegio, una mujer agria y sin aspiraciones, le tapona la sangre. Salimos de nuevo al patio. Todo sigue como si nada, aunque el cielo se ha nublado. Caerá un enorme aguacero, en esta ciudad de clima y emociones desequilibradas.
Cuando llegué anoche del trabajo, encontré a Verónica y Manuel sumidos en una intensa pelea. “Buenas noches”, dije, y ni me miraron. Seguí a mi habitación, no quería ninguna emoción fuerte ni darles motivos para que se alteraran más. Las palabras “aburrimiento”, “casa”, “me largo”, “se tiene que ir”, saltaban de aquí para allá. Manuel parecía un tipo tranquilo, pero cuando lo vi estaba completamente transformado. Se jalaba el cabello, le daba pequeñas patadas a una mesa y miraba con desdén y fastidio a Verónica. Sentí rabia, mucha rabia, hacia él.
Hace algunas horas que me desperté. Escucho cómo en la habitación de al lado Verónica solloza. Me paro frente a su puerta y me dice que entre. Está hecha un trapo. Tiene la cara llena de rímel corrido y está vestida con una camisa larga y vieja. La cubren varias cobijas de todos los colores. Nunca había entrado a su habitación. Allí solo hay una cama, una mesa y un televisor. Sobre una pared cuelga el cuadro de una mujer que mira hacia un estanque con patos. Veo una foto de ellos dos sonriendo felices enfrente de una represa.
—Hola, ¿cómo amaneces?
—Ya mucho mejor.
—Puedo saber qué pasó…
—Manuel está aburrido, no sabe si quiere seguir conmigo. Al parecer, no sé muchas cosas sobre él.
—No entiendo, pero si todo entre ustedes se veía tan tranquilo…
—Sí, pero para él es demasiado monótono. Dice que lo aburro.
—Está loco, pero qué piensas hacer, ¿para dónde te irás?
—¿Para dónde nos iremos?
Sonrío. Claro, las dos nos quedaremos en la calle.
—Eso no importa, pero no quiero que te tengas que devolver para tu casa.
—Tranquila, algo me invento.
—¿Puedo?
Asiente y me sumerjo en su cama. Está cálida y conserva su suave olor. La abrazo y ella, como una niña mimada, se deja. Paso mis dedos por su cuello y luego subo y bajo con ellos por su espalda. Siento como su piel se eriza y se relaja. Su respiración comienza a ser profunda. No detengo mis manos. Cae en un profundo sueño y yo voy bailando con mis dedos. Acariciando a alguien como nunca antes lo había hecho.
Michu Sauce salta a la cama y se acuesta a nuestros pies. Mi respiración comienza a hacer ruido. Siempre me ha avergonzado respirar tan fuerte, pero es la única manera de mantenerme alerta y, sobre todo, despierta. Poco a poco, la suavidad de esa otra piel, el ritmo de mis manos y el calor de las cobijas me arrullan a mí también. Mis ojos se cierran. Quisiera llevar a Verónica hasta mi otra orilla.
Me despierto a su lado. Siento que hemos soñado algo juntas, aunque claro es tan difícil recordar. La veo mucho más calmada y propone una caminata por el parque de al lado. Vamos a recibir el sol.
Así, casi en pijamas, bajamos al primer piso. Algunos rayos de luz nos iluminan la cara. Verónica abre los brazos y respira. Caminamos despacio. En el parque corren perros y hay niños jugando con sus mamás, o niñeras. Es una mañana de sábado cualquiera en Bogotá.
Nos sentamos en una banca de madera. Me gusta contemplar a las personas cuando están en calma. Arranco una flor de color fucsia y se la paso a Verónica.
—¿Ya estás mejor?
—Creo que sí. Me ha servido mucho tu compañía.
—Me alegro.
—¿Sabes algo? Hace mucho, mucho, tiempo que no he podido estar sola. Me refiero sin un hombre. Manuel no es mi primera pareja. Desde el colegio he tenido un novio tras otro.
—Bueno, pero ¿la soledad sí la has sentido?
—Claro que sí, pero de alguna forma no me conozco bien. Me escabullo en una y otra relación porque es más fácil, aunque también me estoy cansando. Tengo que aprender a vivir sola. Manuel dice que está aburrido, que todo es monótono, lo sé, pero no soy capaz de reconocerlo.
—Te entiendo, yo jamás he estado con alguien, pero si jamás fui capaz de salir de la casa, es porque tengo mucho miedo. Más de lo que crees.
—¿Crees que soy muy aburrida?
—No, no lo creo.
—Bueno, pues en algún punto todos se fastidian de mí.
—No te conocen bien.
Verónica se ríe. Me encanta verla sonreír. Es muy honesta. No creo que aparente: todo en ella es natural y auténtico. Algún día le contaré todo.
Pone su cabeza sobre mi hombro y contemplamos a los niños y los perros. La madera de la banca aún conserva la humedad de la mañana. “Tenemos que comprarle una compañía a Sauce”, me insinúa. ¡Sí!, grito emocionada. Me encantaría vivir sola con ellos dos. Con ellos dos, alguna otra mascota y nadie más, ¿sería eso posible?
—Y entonces, ¿nos quedamos las dos sin casa?
—No, Manuel dice que podemos quedarnos hasta que queramos. Él se va provisionalmente a donde sus padres. No quiere presionarme.
Quise gritar de alegría. En dos segundos se había cumplido mi deseo, así fuera por poco tiempo. ¡La casa sola para las dos! Verónica estaría bien conmigo, yo me encargaría de cuidarla.
Subimos al apartamento y comimos chocolate con pan, mi comida favorita. Este día no habría podido comenzar mejor. Todo se iba moviendo en la dirección que yo anhelaba. Pronto tendría fuerzas para buscar a Juan Esteban.
Antes de llamar a Juan Esteban busqué la carta que me escribió. No había tenido el valor de leerla. Le temo tanto a la vida como a la muerte y la decisión, valiente o cobarde, de doña Bárbara me había dolido profundamente. No solo por Juan Esteban, sino porque era mi referente de mujer fuerte, que nunca se rinde, que no se deja de los demás.
La carta me la dejó Verónica sobre el escritorio de mi habitación. Estaba escrita en una hoja cualquiera de colegio, pero conservaba la caligrafía perfecta de Juan Esteban, heredada, por supuesto, de su mamá.
Eli:
Mi Elisa divina, muchachita callada de labios finos, pero tentadores. Ya sabes que estoy en el hoyo. En el hueco del dolor más grande que jamás haya vivido. Mi Barbarita, mi madre linda, quiso irse. Irse del mundo, de la casa, de nuestras vidas. No podría decir si para bien o para mal, porque eso solo Dios lo sabe. Sin embargo, en mi pecho tengo una angustia infinita por no haber logrado hacer nada.
Sabíamos que estaba enferma desde hace años. Enferma de recuerdos, de agotamientos diarios, pero enferma al fin y al cabo, y ningún médico fue suficiente. Las enfermedades de la cabeza, o del alma, son las más difíciles de curar. Lo supe desde pequeño cuando la veía días enteros tirada en la cama sin poder pararse. No lloraba, pero tenía la mirada perdida, a causa del litio o de cualquier otra medicina de esas que le suministraban. Así pasé varios días acompañándola: jugando al lado de su mente ausente.
Cuando se mejoraba, salíamos al parque, a huirle al encierro, y así fue como te conocimos a ti y a tu abuelita, que en paz descanse. Mi mamá vio en tu abuela un gran apoyo, una persona que comprendía fácilmente a las otras y que se abría sin pretensiones. La quiso mucho y le dolió profundamente verla perderse en ese mundo de alucinaciones y sueños, que pertenecen a ese otro lado, tan insólito y asombroso, y del que poco o nada conocemos. Era como si se la llevaran lentamente. A mi mamá también se la llevaron. Ella no podía resistir la realidad, o el dolor, que tenía plantado muy hondo de sí misma.
La extraño como si hubiera perdido la otra mitad de mi corazón. Mi madre, a pesar de sus depresiones, me llenaba de alegría. Ella era música, canto y vida, y ya no está. Así de fácil es decirlo, como el caer de una hoja. Implacable y fugaz. Sin embargo, Eli, te digo una cosa: yo no quiero que me lleven. No quiero dejarme llevar. Me voy a quedar, así esté viviendo de cualquier forma. Y aquí viene mi mensaje para ti: quiero retenerte en este mundo para ser tu alegría más grande. Podemos vivir felices viendo el mar, los árboles, las pequeñas cosas. O caminando por La Soledad. Olvidarnos de lo que no nos gusta del mundo. Sí, te propongo que no nos perdamos en ese laberinto que ha intentado meterse en mi cabeza, y que sé que a veces se adueña de la tuya.
Vive conmigo. Solo dame tiempo para ponerme de pie y buscar salidas a mi propio laberinto, para respirar y ver mi nuevo yo. A mi madre la recordaré siempre. Ella se llevó algo de mí, pero créeme la otra parte seguirá viviendo.
PD: Voy a estar lejos por un tiempo, pero cuando regrese te voy a llevar conmigo. Lo juro, aunque me toque jalarte de las patas.
La mandíbula de Elisa se abrió de par en par y su cara perdió toda forma. Como si se tratara de un tsunami que la sacude, ella tembló y luego quedó paralizada. Sus brazos cayeron a ambos lados y sus piernas se tambalearon. Todo su cuerpo se fue al traste. No alcancé a detener su caída.
Tuve que llamarla varias veces, pero su cuerpo estaba inmóvil. Creí que estaba teniendo un infarto o un ataque epiléptico. No supe qué era aquello, pero a su lado encontré la carta de Juan Esteban. ¿Qué efecto habían tenido esas palabras en ella para provocar tal reacción?
No lo sé, pero inmediatamente llamé a sus padres. Doña Aura y Don Germán me dijeron que me tranquilizara, pasarían diez o quince minutos para que volviera a tener movilidad. ¿Qué estaba pasándole a Elisa? ¿Esta era la razón por la que no podía salir de su casa?
Traté de incorporarla, pero fue imposible: su cuerpo estaba tieso. Sus ojos me miraban con horror y espanto, y no solo me observaba a mí, sino a toda la habitación, como si hubiera alguien más. Sentí su miedo y me aterroricé.
Cuando fue volviendo lentamente en sí —de lo que pensé era un trance— gritó, me pidió ayuda, me dijo que venían por ella, que estaban allí, los sujetos, sí, ellos, no pueden ser solo alucinaciones, los veo, los he visto siempre.
¡Calma, Elisa! No le podía pedir explicaciones en aquel momento, pero le dije que se tranquilizara. Allí solo estábamos ella y yo y sus padres venían en camino. Una honda lágrima de desilusión salió de sus ojos. Sentía que la estaban derrotando, que todo avanzaría en un retroceso inevitable.
Cuando pudo volver a moverse, la abracé y le prometí que estaría bien. Medí su pulso, tomé su tensión y le dije que se recostara en la cama.
A los pocos minutos llegó doña Aura, muy seria y callada. Después también apareció el padre de Elisa. “No asustemos más a la niña que no puede tener otras emociones fuertes por hoy”, dijo. “Lo sé, pero por eso mismo jamás debió irse”, afirmó su madre.
Elisa debió escucharlos, porque se paró inmediatamente de la cama. Estaba débil, su voz apagada y su respiración entrecortada. “Volví a verlos”, dijo.
—Si sabías que esto pasaría, ¿para qué te fuiste de la casa?
—Mamá, no aguanto más, tengo que vivir. No quiero regresar al encierro.
—Puedes vivir en la casa y hacer lo que quieras.
—¿Será posible?
—Cálmense, mujercitas— interrumpió don Germán—. Hoy vamos a estar en paz. No podemos dejar que estos episodios se repitan. Hay que respirar, no solo Elisa, sino también tú, Aura, ¡respira!
Nunca lo había visto actuar con tanta determinación, pero era claro que quería calmar a su hija. Elisa creía que la perseguían. No sé quiénes, pero lo que más me impactó fue cómo su cuerpo se iba deshaciendo lentamente. ¿Qué era esto? A pesar de sus rarezas parecía una chica normal. O eso creía yo.
—Elisa, ¿estás segura de que te quieres quedar?— le pregunté.
Me miró con rabia.
—Claro que sí.
La situación con Manuel no me hacía sentir cómoda, pero fue evidente, por cómo contestó, que necesitaba mi respaldo para mostrarle a sus padres que ahora era independiente.
Vi tristeza en los ojos de Doña Aura y amargura también. Quería a su hija de vuelta, incluso si eso le hacía daño a Elisa. Le dio un pequeño abrazo, seguida por Don Germán y los dos salieron cabizbajos de allí. No era lo mismo que con mis padres. Esto era diferente; yo no entendía por qué no la dejaban ir. Era algo aún más aterrador que las pesadillas de Elisa y su caída instantánea.
Elisa entró a su cuarto y pensé que se dormiría, pero a los pocos minutos salió enfurecida conmigo. Tenía la respiración entrecortada. “Podrías haberme ayudado un poco, sabes que no me quedaré mucho tiempo”. Me miraba con rabia y decepción. Tenía el rostro pálido. Michu estaba atónito, desde que Elisa se cayó no se había acercado a ella.
—Elisa, no es eso, pero cómo quieres que me habitúe a que te pasen estas cosas, sin entender qué son y, sobre todo, ahora que vivimos en la casa de Manuel, con quien ya no sé qué va a pasar.
—No hay nada que entender. Las cosas son así. Vivía encerrada y dormía como me enseñó mi abuela para soñar nuestro pequeño e insignificante mundo. Ella estaba enferma y ahora no se sabe, o no me quieren decir, qué es lo que tengo. Pero de algo estoy segura y es que soy responsable, muy responsable, por lo que he querido hacer, por donde he decido estar.
—Está bien, Elisa. No quiero meterme en tus cosas. Creo que ahora me siento más cercana a ti, pero tú de alguna forma no me dejas conocerte y has puesto un muro.
—Un muro que quiero mantener, y no es por ti. Yo veré qué hacer, no te preocupes por mí. Dame una semana y me voy. No quiero causarte más problemas.
Zanjó el tema pidiéndome que no habláramos más y se fue a dormir. Desde mi cuarto escuchaba cómo se esmeraba por respirar mejor. Al día siguiente salí a trabajar y la vi durmiendo plácidamente. Era como si aquello que veía dormida siempre fuera mejor.
Alguna vez, mi madre me contó sobre la calma blanca, un fenómeno en el que el mar y el cielo se compenetran al punto de que a la vista parecen uno solo.
Ella fue testigo de aquella magnífica visión dos o tres veces en su vida. Decía que la calma blanca era la metáfora perfecta para definir la paz en el alma. Ella trató de buscarla siempre, le gustaba pensar que algún día se fundiría con el universo, al igual que, de vez en vez, ocurría con el mar y el cielo.
Aquella descripción de la calma blanca vino a mi mente varias semanas después de la muerte de mi madre. Mi dolor se fue apaciguando con los días y sentí una extraña paz. La pena se convirtió en algo diferente. Era como si alguien le diera un nuevo sentido a la tristeza que produce la muerte de una madre, el suicidio de una madre. Mi alma se fundía con la vida. De alguna forma, yo entendía que estaba aquí para ser como las olas y moverme al ritmo de los acontecimientos. Yo respiraba la calma blanca, aunque no sabía de dónde provenía esa sensación.
Aproveché aquel momento para recomponer los trozos de la tragedia. Mi padre había contratado a un abogado para que negociara conmigo sobre los bienes que dejó mi madre, pero fui implacable: me quedaría con todo, él no tendría derecho a obtener ya nada más de ella. No hubo insistencia, era evidente que se sentía culpable por su suicidio. En el fondo, yo sabía que mi madre había decidido irse por decisión propia — él ya no significaba nada para ella—, pero dejé que aquel sentimiento de culpa se agrandara en él. Así me liberaba de su presencia y también le abría paso al misterioso karma.
Continué mis estudios. La idea de montar el negocio propuesto por mi madre era muy tentadora y quería comenzar cuanto antes. Me dije a mí mismo que mientras viviera, viviría como se me diera la gana, con mis excesos y sobre todo me antepondría ante cualquiera. Sería egoísta, sin importar lo que eso significara.
Elisa era parte del plan, pero no necesariamente el objetivo. Una nueva fuerza interior se había instaurado en mí: algo así como un súper poder. Sabía que de ahora en adelante serían pocas las cosas que se interpondrían en mi camino. Era otro, más fuerte, más vivo, caminando de la mano de mi madre.
Abro los ojos. Sigo siendo yo. ¿Quién más esperaba ser? Suena ridículo, pero me desanima pertenecer a este cuerpo y a esta existencia. Mi cabeza me duele y recuerdo poco a poco los fragmentos de los días anteriores. Mi caída sobre la alfombra de Manuel. Verónica lo vio todo y aún puedo imaginar, casi que ver, su cara de espanto. Terror absoluto e inminente. Debe sentir lo mismo que yo cuando presencié por primera vez una caída de Manita.
Tengo mis días contados aquí, eso es todo. Verónica nunca va a querer a alguien como yo. Quisiera refugiarme en algún lugar, poder irme pronto de esta ciudad. Cierro mis ojos, pero antes de caer en un profundo sueño, Verónica golpea la puerta de mi habitación. Michu Sauce salta a mis piernas. Ella lo espanta.
—¿Estás bien?
—Buenos días— digo para despistarla y que no se dé cuenta de mi estado de ánimo. Verónica me sonríe y me pregunta si el incidente del día anterior fue causado por la carta.
—Creo que sí, hace muchos años que no puedo vivir emociones fuertes.
—Okey… tu madre me dijo que estabas en algún tipo tratamiento, pero quisiera saber tú cómo te sientes, si has podido vivir tranquila todos estos años con estas crisis.
—Me siento mucho mejor desde que salí de la casa, y no creas las crisis también han ayudado.
—¿Ayudado a qué?
—A vivir…
—Pero, ¿acaso no te ponen peor?…Veías personas a tu alrededor, parecías muy asustada.
—No, creo que lo que siempre me ha retenido es el temor de mi madre. Las crisis me transportan. Esas imágenes con el tiempo se pueden sobrellevar.
—¿Y ellos, los ves todo el tiempo?
—Solo por momentos. Mi abuela también los veía. ¿Podemos dejar este tema para otro día?, ¿mis papás han llamado?
—Sí, están muy preocupados. Tú también podrías llamarlos más seguido, si es que no quieres volver.
Verónica está más asustada de lo que yo estuve alguna vez. Es una persona acostumbrada al curso racional de la vida. Desayunamos juntas con un poco de té y tostadas. Le pido que se tranquilice. “Esto no va a volver a ocurrir, además buscaré una habitación en otro lugar”. “Puedes quedarte el tiempo que necesites”. “Lo sé”. Las palabras sobran.
Miro fijamente sus ojos bondadosos y transparentes. Sé que siente una gran preocupación por mí. Verónica me quiere, aunque tal vez no de la misma forma que yo espero, pero ese sentimiento de cariño me hace sentir en paz.
La acompaño a tomar el bus hacia el colegio. Va linda con una falda de cuadros y una camisa negra: completamente sobria. “Eres una muñeca”, le grito. “Bah”, dice y mueve la mano para tapar su rostro. Es tímida. No cree que nadie pueda quererla de verdad. Esa visión de Verónica subiéndose al bus me acompañará por siempre.
En la mañana había visto a Elisa muy tranquila. No fumaba y ni siquiera se oía el fuerte sonido de su respiración. Seguro que está acostumbrada a estas cosas: a divagar por su mente, a estar ausente. No puedo evitar sentir que ella despierta un lado oculto en mí. Me mira como si yo fuera algo especial, como nadie me ha mirado. Son idioteces, pero creo que ya no podría estar lejos de ella.
Todo lo contrario ha ocurrido con mi adorado novio Manuel, el hombre de mirada irresistible y formas encantadoras. Sí, el que me llevó a vivir a su casa como si me hiciera un gran favor ha resultado todo un fraude. Es otro. Ahora lo veo. El que mejor se disfraza. Le tiene miedo a la vida, no ama a nada ni a nadie. Es plano y ve a la música como un acto totalmente racional que le da prestigio. Jamás lo había visto tan claro. Fui muy ciega y tonta, como dicen las actrices de telenovela. La niña provinciana que llega y se deja engatusar por un hombre que presume de caballeroso y atento. Nuestra supuesta armonía no era más que conveniencia: él necesitaba una mujercita que lo acompañara y le permitiera vivir tranquilo. Sin preguntas ni complicaciones. Nunca lo entendí. Tampoco me di cuenta de toda la rabia que guardaba aquel hombre encerrado en sí mismo hasta esta noche.
Llegué un poco tarde y Elisa estaba encerrada en su cuarto. Manuel había regresado y sus maletas estaban regadas por toda la entrada. Se encontraba sentado en el sofá de la sala y miraba al suelo como un toro rabioso. “La tonta de tu amiguita se encerró y no quiere salir”. “Dile que salga”. “Sal, Elisa, ven aquí, que Vero y yo te queremos enseñar a hacer algunas cosas. Deja de ser tan mojigata”, decía. Inmediatamente, Manuel se paró y comenzó a golpear la puerta de Elisa. Me lancé sobre él, pero me tiró al suelo.
—Maldita bruja. Te las quieres dar de pura. Me trajiste a este ente y ni siquiera me van a tocar. Ahora mismo exijo que salga Elisa y, sin violencia, podemos comenzar esta fiesta.
—Manuel, lárgate.
—No pienso irme a ninguna parte.
—Por favor— no quería llorar, pero estaba temblando.
—¡Ay! Ahora lloras. No sabías que llegaría este día. Bla, bla, bla. Elisa, salga, quiero ver cómo se tocan. Vamos a enseñarle lo que es bueno, ¿o no, Vero?
—Elisa, no salgas.
—Bueno, pues, si ustedes no quieren, yo empiezo.
Manuel estaba evidentemente borracho. Me alzó del suelo como si yo fuera una pluma y me tiró al sofá. Elisa debió escuchar el ruido de mi caída, porque salió inmediatamente. Estaba roja, enfurecida, no respiraba. Manuel se abrió el pantalón y trató de penetrarme. Elisa se abalanzó sobre él y lo mordió. Manuel comenzó a ahorcarla, hasta que corrí a la cocina, tomé un cuchillo y le corté el brazo.
El hombre empezó a gritar toda serie de improperios, mientras la sangre salía a chorros de su brazo. Los vecinos debieron oírlo todo, pero nadie apareció. Aprovechamos que Manuel estaba intentando taparse la herida, cogimos una maleta y metimos rápidamente a Michu. Corrimos hacia la calle donde tomamos un taxi.
—A La Soledad, por favor.
No teníamos a dónde más ir.
Has regresado, Eli, mi diosa coronada. Seguro que no te gustó tratar con el mundo. Tú eres muy tú y de tu casa, y no creo que te haya parecido fácil volar lejos. Bueno, yo ya no sé ni lo que digo, pero si supieras la fuerza que tengo en este momento, tras la muerte de mi madre. Tú a tus ocho años quedaste a la deriva y sin rumbo, sin tu Manita. Es más, te sumergiste en quién sabe qué historias. Claro, Doña Aura tampoco ayudó. Ella con sus trajes y peinados perfectos te rodeó de psiquiatras y psicólogos para que te “repararan” —si es que la mente se puede reparar— y le devolvieran a esa hija perfecta que siempre soñó. Ay, mi muñeca, tú sin tu Manita y yo sin mi madre. En algún lugar estarán juntas hablando de nosotros, pero claro ni ellas ni la suerte ni nada nos ha unido.
Yo mientras tanto voy adelantado mi viaje. El Coqueto está perfecto para irme a la Costa Atlántica. El viaje al exterior será después; en este momento necesito ver el pedazo de tierra donde nací. Volver a admirar el mar en el que doña Bárbara me enseñó a nadar me vendrá bien. Dentro de mí ya no sé si sueño con llevarte, porque presiento que tus ideas y aspiraciones son otras, aunque claro, estoy solo, soy humano, si vinieras sería muy feliz.
También, debo confesarte que estoy pasando por un momento, que no sé cómo llamarlo, bajo. Mi apetito sexual anda por el piso, borré todos los números de contacto de mis amiguitas, e incluso creo que no tendría ánimos ni para llevarte a ti a la cama. A quien más he deseado, ¿puedes creerlo? Bueno, pero si quieres venir, aparecerás. Es cuestión de días. No quiero forzarte, acá te espero. Llegarás, si así ha de ser. Es como lanzar una moneda al aire. Cara, tú. Sello, nada. Yo finalmente ya no espero mucho. Viviré para sacar provecho a lo que nos queda, pero en el fondo creo que la vida es tan vacía que tú, allá en tu encierro, en tu mundillo de mentiras, estás mejor que nadie.
Hace dos días que Verónica me dejó en la casa de mis padres. En mis brazos conservo dos arañazos que me dio el monstruo de Manuel. Yo también caí en la trampa y creí en la falsa imagen de músico encantador. Jamás pensé que él guardara tanto rencor y odio hacia las mujeres. Todavía no lo entiendo.
No sé muy bien dónde estará Verónica, aunque me dijo que se quedaría en la casa de una compañera del trabajo. He intentado comunicarme por todas las formas a su teléfono celular y a su correo electrónico, pero nada. No hay rastro.
He comprendido que ella, al igual que yo, tampoco ha encontrado su lugar en la vida. ¿Por qué se fue a vivir tan pronto con Manuel? No lo sé. Miedo tal vez, todos estamos más llenos de miedo, que de rabia. Yo ahora solo temo por ella.
Al bajarnos esa noche del taxi, Verónica dijo que prefería no entrar. Seguro que es mi madre la que la espanta. Doña Aura está feliz de verme de vuelta. Así los vecinos no pensarán nada raro. Ella no sabe que es provisional. En cambio, mi padre me miró con un poco de angustia. “Estás bien”, dijo, y me abrazó. Sé que si ella no existiera, él me ayudaría a irme a donde quisiera.
Llevó muchas noches sin dormir. Pienso si volveré a ver a Verónica. Es extraño para mí tener insomnio, pero camino de un lado para el otro por toda la casa. Es evidente que no puedes dejar de extrañar tu jaula y tu refugio.
Me interno en una y otra habitación. Miro los rincones donde se escondía Manita, los armarios. Me gusta como huele la madera, el olor de mis recuerdos, de lo que he sido, de lo que he vivido. Esta casa no puede ser sin mí, ni yo sin ella.
De seguro, Manita estará rondando por aquí. Puede que se haya reunido con Doña Bárbara, su gran amiga. “Manita querida, ¿alguna vez te enamoraste?”. Seguro que sí, muchas veces en tu vida.
Desde que te moriste, mi vida se convirtió en una búsqueda extenuante e intensa, a través de mi encierro, de ti y de tus historias. Creo que hemos llegado lejos, que es momento de aferrarnos a lo poco que nos queda. Eso es Verónica para mí: la única forma de aterrizar, de quererme quedar en este mundo.
Quise besar a Verónica frente a la puerta de mi casa la noche del terrible incidente, pero su tristeza me apartó. Respeté su dolor. Ahora solo vivo en este insomnio que me inquieta. El único pedazo que me queda de ella es Michu Sauce. Me cuesta creer que esté aquí, que sus cuatro patas sean reales. A veces se aleja, otras se acerca. Es un gato viejo y sabio. Tenía un año cuando lo encontraron divagando perdido por las calles de Bogotá. Quién sabe que habrá visto. Conserva en su cara rasguños de peleas, seguro me defenderá. Es un gran peleador.
Tras la despedida con Verónica, decidimos que yo lo cuidaría y ahora está aquí en la casa de mis padres. Recuerdo que al comienzo a Verónica le pareció curioso que yo haya llamado a su gato Sauce, mientras que Manuel detestó la idea de que yo llegara a su casa a querer nombrar sus cosas como me diera la gana. No creo que él me entendiera ni que le importara Verónica. Su sucio juego se le salió de las manos. Él jamás habría imaginado todos los años que llevo esperando por tener un gato, un gato que se llame Sauce. No es que el nombre Michu no me guste, pero Sauce tiene que ver con un cuento que alguna vez leí, Sauce ciego, mujer dormida, de Haruki Murakami. Una historia fascinante que ocurre dentro de la servilleta que pinta una mujer, mientras está en el hospital. Se trata del relato de una joven que vive sola en una casa en las montañas y que está adormecida por el polen que producen los Sauces a su alrededor. Las moscas, mientras tanto, se la van devorando y su única salvación es que llegue alguien a rescatarla.
Sauce es un reflejo de mí misma y por eso lo llamé así. Me encanta como mueve sus patas y su pequeño defecto de cadera. Lo abrazo y me gusta sentirlo durmiendo cerca de mí: él es como el guardián que me protege de las moscas y yo la mujer adormecida por los sauces.
Elisa, te escribo mientras viajo en un bus hacia Bucaramanga. No es el mejor lugar para escribirte, mientras que curvas inclementes —y que me tienen al borde del mareo— me alejan de Bogotá, y de ti. Sin embargo, debo despedirme ahora y soltar las palabras que no dije, porque el miedo, como podrás haberte dado cuenta, dirige gran parte de mi vida.
El primer día que te vi me pareciste una engreída y consentida niña bogotana. Sin embargo, con el tiempo fui dándome cuenta de todo aquello que te hace especial: tú comiendo mandarinas, la forma en la que respiras, tus arrebatos de buen humor, tus enrevesados comentarios, ese mundo que compartiste con tu abuela. Todo lo tuyo me fue llenando de una fragancia distinta. Cada día esperaba verte, aunque no supiera bien por qué. Despertaste una parte de mí que estaba dormida. Aprendí a querer todas tus rarezas.
Hoy que regreso a Bucaramanga —porque tampoco supe cómo estar, dónde comenzar, qué hacer de mí— me siento llena en muchos sentidos de ti. Tú pueblas mi yo. Un yo aletargado que no tenía razón de ser. Tú me has dado ganas de seguir, incluso en la incertidumbre.
Tengo sentado a mi lado un señor comiendo mandarinas. Es inevitable no pensar en ti, de seguro por eso te escribí en este justo instante. Me da risa estar llorando, mientras te escribo. Sin embargo, también me alegra ver las montañas de mi tierra, mientras regreso a mi ciudad, a mi espacio, a mi casa.
Elisa, sabes que mucha gente dice que siempre estará ahí para ti. Yo no sé si lo estaré, pero puedo asegurarte que eres una gran parte de mí, tal vez lo inconcluso, lo que no fue, lo que anhelé. Mi miedo se interpone entre lo que quiero. O sea, tú. Tú eres mi realidad deseada y ahora que huyo busco la forma de encontrarte en sueños, ¿no era allí donde preferías estar?
Cuida a Michu, tu Sauce, y no me dejes de pensar.
Duermo muy poco, pero cada vez que sueño tengo pesadillas.
Hoy ha ocurrido algo muy extraño. Todo comenzó esta mañana cuando bajé a desayunar. Las naranjas estaban frescas y recién puestas sobre el mesón de la cocina. Fui tomando una a una para prepararme un jugo. El vaso se llenó pronto con el abundante néctar de las frutas.
Esperé a Martica, nuestra empleada doméstica, a quien seguro se le había hecho tarde. Según ella, los trancones de la ciudad la hacen demorarse más de dos horas desde su casa en Funza, un pueblo cercano, hasta Bogotá.
No me preocupé. Mis papás tampoco estaban. La mañana era cálida y no se oía ningún ruido proveniente de la calle. Me senté en el sofá a leer las noticias. La noche anterior un horrible incendio había incinerado a toda una familia dentro de su vivienda. Me sobresalté y cerré el periódico. Decidí encender un cigarrillo y de repente las vi: eran las bolsas del mercado. Estaban regadas por todo el suelo y alguien había sacado la carne. La carne estaba llena de moscas y Sauce las perseguía. No sé por qué no me percaté pronto del olor —siempre he pensado que tengo un gran sentido del olfato— pero la inmundicia de este me alertó aún más. Corrí a llamar desde el teléfono principal de la casa. Mis padres no contestaron.
Me armé de valor para comenzar a recorrer una a una las habitaciones de la casa. Primero, el comedor: vacío. La sala tenía las bolsas regadas en el suelo y el olor a inmundicia, pero no había nada más que aquello: los sillones estaban dispuestos en la misma posición inmaculada de siempre. En la cocina estaban limpios todos los cajones y no habían tomado nada de la nevera.
Pronto lo supe. Estaban arriba. Yo había caído en la trampa de las naranjas. Tomé una linterna para evitar la oscuridad de los pasillos. El corredor que iba desde la puerta principal hasta las escaleras siempre me produjo un especial terror porque era muy oscuro. Corrí y comencé a subir peldaño por peldaño las escaleras. Las manos me sudaban, me dolía el pecho y la garganta. Apunté con la linterna los escalones de madera y en ellos habían marcado distintas inscripciones con algún objeto puntiagudo: óvalos, lechuzas y otras figuras indescifrables, que los nervios no me dejaban ver claramente. Arriba se encendió el televisor. Un sonido familiar: Tom y Jerry. El gato que persigue al ratón. Me estremecí: conocían mis gustos y mis recuerdos.
Arriba, un pequeño gorrión volaba de pared en pared dando tumbos. Las paredes del cuarto de mis padres y el mío quedaron manchadas, no con sangre, pero sí con una extraña sustancia amarillenta, que se escurría por ellas.
Ante mis ojos, el ave se desvaneció por el suelo hasta convertirse en una sombra. Creo que me desmayé o perdí el conocimiento. Cuando desperté, mis padres estaban abriendo la puerta. Ya no había nadie. No quise contarles nada; si hubieran sabido esto, jamás me habrían dejado partir.
Esta mañana apareciste entre triste y asustada. Tenías la cara vuelta añicos: te habían dejado. No supe quién ni cómo ni cuándo ni dónde, pero alguien te había dejado. Lo supe de inmediato. Estabas sufriendo por amor, mi reina, tú, la que jamás pensó enamorarse, habías sido traspasada por una fuerza letal y poderosa.
“Hola, Juan”. Saludaste así tan simple, así tan tú, como si te hubieras olvidado de mí y de mi historia. Sin embargo, no pude ignorarte. Aquí estoy a tus órdenes. Este es mi carro, el Coqueto, ya lo conoces, hoy nos embarcamos en un viaje rumbo a la Costa Atlántica. “¿Vienes?”.
Te quedaste callada, pasmada, mirando al vacío y acariciando ese nuevo bicho, que decías era tu nuevo gato, Sauce. Me miraste desconcertada: “¿te vas?” y como si de repente un fogonazo alumbrara tu cabeza, te lanzaste a abrazarme y lloraste largo y profundo. “Perdóname, Juan Esteban. Soy una estúpida. Siento…siento lo de tu madre, en lo hondo, hondo de mi alma. Hoy no soy nada. Estás tú y solo quiero que seas feliz. Hago cualquier cosa por ti. Te quiero”. Te abracé, debía estar ávidamente rabioso, pero no me pude contener.
Quiero que hagas una cosa, dije, “vámonos juntos de viaje. Son solo dos semanas. Tengo dinero para ambos”. Las palabras salieron de mi boca como por arte de magia. Jamás pensé que fueras a decir que sí, que por supuesto. Y aquí estás mirando hacia lo lejos, hacia la carretera explayándose hacia ti y tu mente ida, pensando en quién sabe quién, ese amante que te dejó en los rines. Nos fuimos a la Costa con el pobre gato y todo. Dijiste que solo necesitabas parar a comprarle agua y comida. No necesitabas nada más. En el camino llamarías a tus padres. “Ellos confían en ti, Juan Esteban”. Recuerdo cómo te quitaste las medias veladas, mientras el carro se movía de un lado para el otro. Traías una falda de color verde menta y tus largas piernas blancas quedaron al descubierto. Te veías preciosa. La niña rola se deshace de la ropa, se embarca en la aventura, se despeluca.
—Juan, sabes que vengo por ti, te quiero tanto. También a tu mamá, la gran amiga de Manita, pero hay algo más: debes saber que hay alguien a quien debo buscar allí.
No dije nada, ni me importo de quién se tratara. Elisa aún no entendía que sus deseos siempre serían órdenes.
Hace más de dos semanas que no sé nada de Elisa. No respondió mi correo electrónico. Aquí todo está como si jamás me hubiera ido. Mis papás están felices con mi llegada. Mi cuarto conserva los mismos chécheres de siempre: los afiches, la lámpara al lado de la cama, mis libros, mis discos viejos. Son buenos mis viejos. Mi casa huele a la historia mía y de ellos. No pensé que la había extrañado tanto, pero me siento contenta de estar aquí. Si Elisa pudiera venir. Le pediría perdón por el idiota de Manuel. Estaríamos con Michu Sauce.
Este mes he decidido relajarme. Buscaré trabajo en el colegio del barrio: nada muy sofisticado; quiero enseñarle a los niños de mi comunidad. Estoy tranquila: Bogotá fue un gran reto, un inmenso aprendizaje, pero tal vez llegó su hora. No iba a ser tan fácil para la provinciana.
No puedo dejar de pensar —aunque no debería— en cómo habría sido todo si no me hubiera ido a vivir con Manuel. ¿Por qué me fui a vivir con él? Mi necesidad inmensa de estar con un hombre. No quiero recriminarme, pero es que no termino de entender por qué lo hice. Sé que nunca lo quise. Elisa fue quien me abrió los ojos. Yo no necesitaba de nadie. Ella veía en mi un ser independiente, uno que tal vez yo no sea, pero que podría ser. Quiero a Elisa, la llevo aquí pegadita a mí, ella me ve realmente.
Tengo que poner en orden mi vida y entonces la buscaré donde sea.
Parezco otra. Me siento otra. Bailo vallenatos con Juan Esteban, ando descalza, me cubro con telas —en lugar de vestidos—, disfruto de la brisa del mar Caribe y no me importa qué piense mi madre. Ver a Juan feliz me ha agrandado el corazón. Él está contento y aquí nos sentimos más cerca de ellas: de Manita y de Doña Bárbara. Cantamos a todo pulmón las canciones que les gustaban, nadamos en el mar, comemos frutas y patacón pisao. Hemos vuelto a renacer en este viaje.
Nuestro primer destino fue Ciénaga, un pueblo de pescadores, en el que pasamos tres días tranquilos sin pensar en nada. Nos recibieron en la casa de un amigo de la mamá de Juan Esteban. Nos mostraron algunas fotos de Doña Bárbara cuando era joven: una mujer hermosa, altiva, digna, siempre tan bien peinada, tan impecable y arreglada. Todo de forma natural, no como mi madre, a quien su propia elegancia se le ve artificial.
A mí me llaman ‘La rolita’, así como le decía mi abuelo Miguel a mi abuela: “La rolita”, pa’ aquí y pa’ allá. ‘La rolita’ que va a conocer a su abuelo: esa parte de sí misma que desconoce y que la puede ayudar a entender a Manita, y —¿por qué no?— a su madre. Así de espontáneo como surgió este viaje, se me vino a la cabeza que debía conocer a mi abuelo. Completar este mapa incompleto, comenzar de una vez por todas a remendar las inconexiones de mi historia.
Juan Esteban me apoyó. El pobre siempre tan dispuesto conmigo. Sé que no lo merezco, pero soy feliz de estar aquí a su lado, con sus mimos y buenos tratos. De alguna forma, todo esto me ha hecho dejar de estar triste o preocupada por Verónica. La extraño, la pienso, pero aquí me siento tranquila.
Dentro de dos días partiré a encontrarme con el abuelo Miguel. Acá todo el mundo lo conoce. Ya sabemos dónde vive. “Es una casona grande. Ese señor es buena gente, ya está viejo, pero seguro la querrá conocer”, nos dijeron nuestros amigos. Compraríamos algo de ropa para presentarnos ante él en su casa en Santa Marta.
Santa Marta y Elisa, siento que me han vuelto las ganas de vivir. Después de pasar unos días en Ciénaga, nos encontramos juntos aquí: en la tierra de mi infancia, en la que su abuela disfrutó tanto y donde vive su abuelo Miguel.
Me encantan las palmeras, la frescura de esta ciudad, la brisa del mar, los cactus en las áridas montañas y los atardeceres.
Nunca había visto a Elisa tan nerviosa: fuimos a comprar un vestido largo y elegante para su encuentro. Yo por mi parte me puse una chaqueta blanca y un pantalón caqui. Tenía que darle una buena impresión al señor.
Don Miguel, según nos habían contado, ya no iba a su empresa. Se pasaba las tardes recostado en una hamaca en el solar de su casa y solo lo llamaban para tomar decisiones importantes. Me sonó a que al señor también le faltaba algo en su vida. O sería que sencillamente estaba viejo.
Yo me presenté en la puerta de su casa como un joven empresario interesado en conocer a tan respetado hombre. Las empleadas no me creyeron mucho y me miraron con recelo. Estuve un buen rato parado, mientras Elisa me esperaba en el carro. El inmenso portón de la entrada parecía sacado de Las mil y una noches. La vivienda era enorme.
Las empleadas, al comprobar que nadie más me acompañaba, me hicieron seguir al solar. Vi como don Miguel se bajaba lentamente de su hamaca y caminaba con paso parsimonioso. Era un hombre mayor, pero aún conservaba unos brazos y piernas fuertes. Tenía el pelo largo y canoso y los ojos azules y profundos. Ya sabía yo de dónde había sacado Elisa su figura espigada.
—Buenas tardes —me dijo con su marcado acento costeño—Cuénteme, ¿para que soy bueno?
—Eeeh, Don Miguel, muchísimo gusto— mi voz comenzó a temblar— he venido para, para hablarle de un tema relacionada con Lilia Fernández. Estoy aquí con su nieta Elisa…
—Joven, cálmese, voy a pedirle un favor. Gracias a Dios mi mujer no está. No sabe el lío que me armaría. A ella no le gusta nada de esto. Es un tema prohibido, olvidado. Le ruego que se retire, con el dolor y la vergüenza más grande…
El señor se despidió parcamente. Creí que le daría un infarto, pero se calmó. Elisa estaba pegada a la ventana del carro cuando salí. Traté de sonreírle, pero no pude.
—¿Qué te dijo? ¿Me bajo del carro?
—No, mi reina, el viejito se asustó. Dice que su familia no quiere saber nada de ustedes. Que es un tema olvidado. Pensé que le iba a dar un infarto…creo que hemos sido un poco atrevidos.
—No soy atrevida, estoy haciendo lo justo.
—Lo sé, mi amor, pero no todo el mundo piensa así. Mejor vámonos, vámonos…
Elisa miró hacia el suelo con evidente desilusión. Había venido hasta aquí para nada. Ella, un ave de su nido, que voló tan lejos. Yo la conocía y sabía que no lo volvería a buscar. Nos fuimos en busca de un hostal cerca de la playa, nos vendría bien sumergirnos en el mar.
Juan Esteban se ha ido a pescar con algunas personas de la zona. Yo, mientras tanto, he nadado toda la mañana. Es bonito sentirse así, libre y lejos de casa, de mi madre, de todo.
Camino sola por la playa. Me recuesto en la arena y dejo que mi cuerpo sienta el contacto carrasposo de esta. Manita solía contarme que de niña le gustaba imaginarse que tenía una casa en el fondo del océano y que vivía allí escondida del mundo. Por su ventana veía a los peces pasar.
Es increíble la plenitud que se siente luego de dejar todo lo que te ata. A Juan Esteban le debo parecer una aborigen que disfruta con cualquier sabor, que llora al ver el mar por primera vez. Estoy bajo el sol a medio día y mientras las demás personas se esconden de sus rayos, yo me tiendo a recibirlos, a que quemen y se filtren por mi pálida piel.
Atrás de mí viene alguien. Se escuchan pasos en la arena. Seguro que es Juan Esteban o algún local.
—Nunca pensé que te parecieras tanto a tu abuela— oigo que dicen.
Veo una figura lenta y grande acercarse. Es un hombre de pelo largo y canoso, ojos grandes y azules.
—Abuelo Miguel.
—Mi vida, pero qué bella.
Salto a abrazarlo. Me gusta su figura imponente que se asemeja a la de un oso. Es como si lo conociera desde siempre.
—Creía que no iba a verte nunca. Juan Esteban me dijo…
—Perdóname, soy un viejo tonto y cobarde. No supe qué más hacer en el momento. Soy de reacciones idiotas, pero bueno, para alegría de todos, en esta ciudad todo se sabe y busqué tu nombre. Averigüé dónde se alojaban tú y el tal Juan Estaban, ¿es tu novio?
—No, es un amigo. Nunca he tenido novio.
—¿Una muchacha tan linda como tú?
—Sí, jamás.
—Bueno, ya conocerás a alguien. Cuéntame, ¿cómo está tu madre?
—Está bien, o eso creo. Nuestra relación es difícil…ella es diferente a mí y a Manita.
—Veo, o se parecen más de lo que piensan.
—No creo, abuelo, Manita terminó mal, muy mal, y mi madre se avergonzaba de ella, bueno, de ella y de mí también.
—Tal vez sí, tal vez no. ¿Sabes que nunca dejé de hablarme con tu abuela? Me escribió siempre hasta que la enfermedad terminó consumiéndola por completo. Me tenía al tanto de todo, de tu crecimiento, de cómo eras, decía que te parecías a mí. Incluso me habló sobre aquella ciudad inventada de la que ya no quería salir.
Lo miro impactada. Jamás pensé que la Manita le hubiera contado a alguien más sobre ese lugar.
—¿Por qué me miras así? Tu abuela también confiaba mucho en mí. Nunca dijo nada para que tu madre no se involucrara, pero seguimos siendo grandes amigos. Dime, ¿a ti también te condujo hasta allí?
Le doy un incipiente sí.
—No te avergüences. Eso es algo entre ustedes. Yo poco sé ya de la vida y de lo que es real o lo que no lo es. Mi querida Elisa, solo te pido que en el camino vayas construyendo y coleccionando el por qué vivir.
—¿El por qué vivir?
—Sí, es como un rompecabezas que he ido armando con las cosas que realmente me dan ganas de vivir: desde comer aguacates hasta mirar el atardecer. El resto lo desecho.
—¿Has sido feliz?
—Feliz, mucho, infeliz también. Esa es la vida.
—¿Extrañabas a Manita?
—Todo el tiempo. No la entendí por muchos años, al igual que tu madre. Siempre viví de apariencias, pero un día me di cuenta de que la debía perdonar. Tu abuela solo quería ser libre. Me duele el encierro en el que vivió los últimos años.
—Sí, es difícil vivir encerrado.
No le digo mucho más. El abuelo sonríe y me abraza. A la distancia, Juan Esteban vuelve con un montón de pescados colgándole de su mano. Se pone nervioso y lo saluda con un torpe “Señor”. “Ven acá, mijo”, dice mi abuelo y lo abraza.
Llevamos más de cuatro días viajando con tu abuelo de un lado para el otro. Hemos conocido todo Santa Marta y Cartagena. Te han consentido, mimado, te lleva a conocer restaurantes, te da a probar nuevas comidas y sabores. Tú estás feliz y yo también. Me alegra verte así. Todo este nuevo ánimo que te posee me hace pensar que es el momento, el momento de lanzarme al abismo y pedirte que estés a mi lado.
No importa que digas no de entrada, pero ahora siento que la sangre te recorre de verdad por las venas y quiero aprovechar la presencia de tu abuelo para que te sientas segura a la hora de conocer lo que siento. Verás: en dos días nos vamos para La Guajira. El Coqueto se ha quedado en Santa Marta. Viajamos en el carro de tu abuelo, incluso con Sauce que es el gato más andariego que podría existir. Va atrás recostado como un viejo tranquilo y pacífico al que le gusta ver la carretera. Bueno, volviendo al tema, quiero decirte todo esto que tengo atragantado en la garganta antes de que nos vayamos. Por eso, preparé esta noche una cena en la Ciudad Amurallada. Tu abuelo es un alcahueta, lo sabe todo. Por algo se conquistó a Manita, yo sí decía, tiene chispa, sabor. Hemos acordado música y un menú de pescado y mariscos. De entrante comeremos mango: ahora que prefieres más esa fruta que las mandarinas. Luego, iremos a caminar por la playa y allí enfrente del hermoso mar, que te tiene transformada, te pediré que seas mi novia. ¿Cómo lo ves?
Ahora que estás aquí, con la piel tostada y la sonrisa a flor de piel, me pregunto si dejaste de querer a esa persona que conociste durante los meses que estuvimos distanciados. Tal vez no, pero ahora mismo no me importa. Estamos lejos de todo y de todos.
Te cantaré al oído los vallenatos que me enseñó mi madre desde pequeño. ¿Quién diría que yo, un vulgar conquistador de mujeres, me iba a volver tan romántico? Es lo que te mereces. Tu abuelo Miguel se parece a mí: jamás dejó de pensar en Manita y, sin embargo, se volvió a casar y quién sabe con cuántas mujeres más estuvo. Espero no asustarte. Aquí vienes preciosa con ese vestido de color amarillo. El viento te sacude los pliegues y tú los alisas. Algo tienes de doña Aura: también buscas la perfección. Te veo embebida en tu celular, le escribes a alguien. Debo conservar la calma: no soy celoso y hoy cuento con el aval del tiempo, las estrellas, tu abuelo, mi madre y Manita.
Juan Esteban ha dado el paso que tanto tiempo temí. Me llama reina todo el tiempo y dice que quiere esté con él. ¿Es que acaso no comprende que no quiero ser de nadie? Al parecer, con el respaldo de mi abuelo ideó toda una cena romántica para declararse. No supe qué decirle. Juan me gusta. Lo quiero. Es una de las personas más importantes en mi vida, pero no tenía por qué preparar todo esto. Se empeña en usar las palabras que más odio: posesión y mía.
Aquella noche, después de cenar y mientras caminábamos por la playa, se acercó a mí e intentó darme un beso. Dejé que probara un poco de mis labios, una parte de mí también lo quería besar, pero hasta un punto. ¿Por qué justo ahora que me siento libre?
“Tranquila, mi reina, yo te espero”. Eso, lo que necesitaba, sentirme mal por él. Lo abracé y le dije que no era el momento.
—Quiero volver a Bogotá, pero contigo— dijo.
—Lo pensaré— fue lo único que alcancé a responderle.
Han pasado más de tres días desde que le dije que lo pensaría. Juan se ha convertido en una especie de protector para mí y me ha hecho sentir tranquila por muchísimos años. Es como si él y Verónica fueran dos caras de la misma moneda. A ambos los amo, si es que pudiera decir que de verdad conozco el amor.
El abuelo Miguel me ha dicho que me tranquilice, que lo piense y me calme. “Ese muchacho te va a querer estés o no estés con él”, dice. Me gustaría pensar como estos caribeños. Llevar tanta frescura en mí.
Ahora que tengo el paisaje de La Guajira ante mí, inmenso y desértico como la superficie de la luna, me gustaría no tener que deberle nada a nadie. Ni un sí ni un no.
Desaparecer.
Veo trajes y mochilas de colores. Colores que me parecen irreales. ¿Acaso algo tiene una existencia más absurda que la propia realidad? El abuelo va tranquilo, calmado, aunque sabe que cuando vuelva a su casa se le va armar la grande. Juan Esteban luce sonriente. Me pregunto cómo habrá hecho para hacerse a la idea de vivir sin su madre. Todos ellos con problemas, pero tan serenos. No puedo dejar de envidiarlos. Creo que me parezco mucho más a Verónica, tan confundida, la muñeca. Al comienzo la veía muy segura, ahora sé que es un manojo de nervios. El día de mi crisis la vi aterrada: ella no entendía lo que yo estaba viendo, pero tampoco quiso saber mucho más. Yo también espero que esas imágenes se queden allá en la cabeza de Manita, lejos del mundo.
Recuerdo a la enfermera Dora. Su olfato. Jamás quiso olerme. No se acercaba a mí. Mi madre la detestaba. Me pregunto por qué doña Aura odiará de tal forma, qué falta en ella, por qué aborrece la imaginación. El abuelo Miguel conserva una foto de ella cuando estaba embarazada de mí. Se veía feliz y resplandeciente. Tendría muchas expectativas. Seguro que se le apagó la sonrisa con mi nacimiento, con esa sensación inexplicable de que yo no le pertenecía y de que ella jamás me sentiría suya.
¡Ay, madre! Manita decía de ti que tenías miedo a tus propios sueños. Eso seguro. Mi padre tan callado y reservado —tan ausente con tal de no escucharte— tampoco te conoce.
Ante mí veo caminar un grupo de mujeres Wayú. Son seis mujeres, una tras la otra. Dos mujeres mayores, tres de mediana edad y una pequeña de unos siete años. El viento mueve sus vestidos de colores. Son inmunes a la arena. ¿Se sentirán parte de lo mismo? Una atada a la otra por cadenas invisibles, más allá del tiempo y el espacio. No son diferentes al resto de nosotros, todos vivimos encadenados.
Esquivábamos las fuertes olas del mar. Tu abuelo nos miraba desde la orilla. Estas parecían tus primeras vacaciones y disfrutabas como una niña pequeña. Es lógico, a tu madre no le gustaba arrimarse ni a Girardot, detesta el calor, aunque sé que nació en la Costa.
Ese día, el mar estaba embravecido, pero yo te amarraba a mí. Aún no me habías dicho nada, pero así mejor, sin palabras. La playa estaba casi sola y al fondo, algunas mujeres tejían. Tú no te podías quedar atrás y habías comenzado a aprender a tejer desde que llegamos a La Guajira. Dijiste que dejarías de ver tantas películas y te dedicarías a buscar colores para crear mochilas distintas. ¡Ay, Elisa!, no paras. Primero querías ser cantante, luego directora de cine, ahora tejedora.
Fue en aquel momento que solté un comentario casual y tonto de esos que te gustaban y te hacían reír: “Elisa, a ti lo que te gusta es vaguear”. Tu risa comenzó a fluir y yo me empecé a carcajear contigo hasta que te vi a los ojos y me di cuenta de que se te cerraban y te desvanecías. Me moví rápidamente para tomarte de los brazos, pero fue imposible. Las olas me empujaban y yo gritaba. Estabas totalmente ida. Te deshiciste como una muñeca de trapo. El mar te arrastró profundo, aunque yo te jalaba. Era un remolino potente y cruel que volvía a arrancarme de mis brazos lo que yo más amaba. Tu abuelo entró al mar para ayudarme. Habían pasado unos minutos letales y peligrosos. Te sacamos del agua. Yo te arrastraba, pero en tu cara no había ninguna señal de conciencia. Vi a tu abuelo luchar por devolverte a la vida. Hicimos todo lo posible, mi reina, tratamos de darte respiración boca a boca, de socorrerte con lo que sabíamos. Corrimos hacia el carro. “Un hospital, un hospital”, gritaba aquel hombre fuerte y canoso. Llegaron los hombres de batas azules y blancas. Te entraron en una sala en la que no nos dejaban entrar. Vi tu cara y aún sonreías. Es lo último que recuerdo de ti. “Tranquilos, los mantendremos al tanto”. “Al tanto”, tan solo con esas palabras se llevan a lo más querido tras esos muros infranqueables. Hace varias horas que no sabemos nada. No te hemos visto más. Sigues perdida en ese espacio entre la vida y la muerte. En ese mundo del medio donde tanto te gusta estar. Me pregunto si regresarás.
Mi querida amiga, bella muñeca. Me encuentro en la Costa. ¿Puedes creer que he venido a parar hasta aquí? Las vueltas que da la vida. Estoy con Juan Esteban y Sauce. Vinimos en su carro, el Coqueto. Lo mejor ha sido ver a mi amigo de infancia feliz y tranquilo. Habla mucho de su madre, de su tío —a quien se lo llevó la guerrilla— y de sus abuelos. Es extraño cómo cambian las generaciones. Sus abuelos se fueron huyendo de la violencia desde los Montes de María hasta Santa Marta y luego su mamá hasta Bogotá, con muchísimo esfuerzo. Nosotros ahora venimos tranquilamente de paseo a la Costa, bueno, a recuperar nuestras raíces, porque sabes que por muy cachaca que me vea, mi madre y mi abuelo también son de aquí. El abuelo Miguel, jamás te hablé de él: se conoció con Manita cuando ella andaba viajando por todo el país, y estuvieron juntos más de cinco años. Un récord para ella, quien no aguantó ser la esposa de nadie. Muchos años después se iría a vivir Bogotá a donde su hija, Aura. Aura que se quiso diferenciar de ella hasta en la risa, mi querida madre, con su aspecto inmaculado y sus apariencias bien guardadas. Dime si tú no piensas lo mismo. Bueno, ese abuelo al que jamás conocí —y aquí viene la sorpresa— ha aparecido. Es un hombre alto, bonachón, alegre, fiestero, con la chispa, como dice Juan Esteban. Ha sido un encanto. Me llena de ternura y me enseña sobre el mundo, ese lugar tan desconocido para mí.
Aquí no solo conocí a mi abuelo, sino que fue la primera vez que vi el mar. Me sentía como si volara cuando me dejaba llevar por las olas. Me sumergí en las aguas cálidas del mar Caribe y me dio la sensación de estar unida a ti, al mundo, a todo lo que amo y me importa. No creas que por estar lejos tuyo te he olvidado, al contrario, te siento más cerca que nunca. Me alegra que hayas vuelto a casa, a tu tierra. Me gustaría verte allí en tu cuarto de adolescencia, rodeada de tus trastos viejos. Espero que Manuel solo sea un mal recuerdo del pasado, no te tortures por él ni por nada.
En los próximos días viajaremos a La Guajira. A Sauce le gusta ir atrás en el carro, sintiendo el aire acondicionado y viendo la carretera. Es un gato sabio. Cuando quieras puedes ir a verlo, porque claro, en algún punto esta aventura tendrá que terminar. No creas que no tengo un plan: pienso rentar un apartamento, sí, volveré a trabajar en el bar y comenzaré a estudiar. Viviré con Sauce y siempre habrá un espacio para ti. Mi abuelo quiere ayudarme. Dice que no debo temerle a estar sola ni a los fantasmas, que Manita me cuida. Él irá a visitarme, yo también vendré. Es cierto que este aire caribeño le ha dado un vuelco a mi vida. He soltado muchas cosas y las he dejado ir con la corriente. Así. Sencillo. Como la vida misma. A ti te espero siempre para que habitemos y recorramos este y muchos otros lugares.
Elisa.
VI
He llegado a la periferia de la ciudad, allí donde comienza un terreno árido y caliente parecido a un desierto interminable. Llevo varios días caminando con sed y la visión borrosa. Me siento magullada y adolorida.
A mi alrededor veo algunas casuchas con techos de lata pegadas una junto a la otra. Algunas personas salen a las puertas de sus casas y me ven caminar, pero no hacen nada, ni si quiera se inmutan: sus miradas son vacías. Tienen trajes blancos y negros y se quedan poco tiempo parados allí. Entran de inmediato y de repente todo el terreno a mi alrededor está vacío. Hace calor. Algunos perros aúllan a lo lejos y de nuevo yo siento que me desvanezco. ¿Estaré cerca del centro o de las facultades? ¿qué tiene esta ciudad que me retiene y espanta?
Continúo caminando. A unos doscientos metros se alza una tienda blanca e inmensa en la que escucho se mueven algunos trastos. Entro y allí está un señor con el pelo oscuro cubriéndole casi toda la cara. No encuentro sus ojos, pero voltea a mirar hacia donde estoy. “Niña, ¿estás perdida? Acércate a la casa de tu amigo Val”. El hombre sigue lavando algunas ollas en un viejo lavaplatos rudimentario. Adentro, una especie de tigre viejo, mezclado con perro, descansa patas arriba.
—¿Es agresivo?
—No, niña, ese no es ninguna fiera. Ven, mira como le rasco la pancita.
El hombre toca el estómago de la que creo es su mascota —no logro determinar qué tipo de animal es— y esta se mueve de un lado al otro. Sacude la cola y abre unos inmensos ojos pardos que miran con ternura.
—¿Cómo se llama?
—Hunter. Lo encontré hace muchos años por la zona de las montañas divagando solo, así como andas tú. Mira cómo te mira. Deja que lama tu mano.
Le paso la mano a este felpudo protector y él me lame con sumo cuidado. Hunter parece querer limpiar las heridas más profundas. Me recuesto a su lado y el hombre me pasa un poco de agua. Bebo y de repente siento que caigo en un profundo sueño.
Al despertar, Hunter está observándome como si me esperara para que lo saque a jugar.
Voy afuera con él y encuentro una vieja pelota de tenis. Se la lanzo y él va tras ella.
El hombre viejo y desgarbado de la tienda está montando algunos trastos en una carroza. Me dice que tiene que continuar. Le pido que me lleve. Acepta. Me alisto para emprender un nuevo camino con él y con Hunter. En esta ciudad jamás podemos detenernos.
Le pido que me acerque hacia la zona de las casas o de la playa. De cualquier forma me encontraré con algún conocido.
—¿Sabes que no siempre van a estar todos a quienes conociste?
—Espero encontrar por lo menos a alguien.
—En esta ciudad somos caminantes sin destino y las personas aparecen y desaparecen como luces titilantes.
—Bueno, yo conocí a un guía…él me daba tranquilidad, pero desapareció.
—Todos tenemos un guía en la ciudad. No desaparecen por maldad, simplemente están cuando son necesarios. El guía es alguien a quien tú amaste en algún lugar. ¿Has sentido la sombra? También es tu guardián, no le temas.
Suspiro. De repente veo a Hunter restregarse contra mis piernas. Me agrada su presencia. Ver un animal en la ciudad más bella del mundo es algo nuevo para mí y lo disfruto.
Piérdete en la ciudad
He detallado mucho más a Hunter: tiene el lomo peludo de un lobo, las patas gruesas y fuertes de un tigre y el hocico largo de un perro. “Es un animal como ninguno”, dice el mendigo. “Es más noble que cualquiera”.
El mendigo también parece conocer muy bien la ciudad. Dice que él está aquí para lograr enfrentarse a algo. “Siempre he sido muy cobarde. Tuve miedo de enfrentar la vida y me perdí en banalidades. Jamás tuve carácter”. Veo sus manos sucias y su cara llena de mugre. Es una persona humilde, pero conserva un rostro interesante y fino. Es alto y acuerpado, aunque camine desgarbado. Lo ayudo en la recolección de objetos de lata por la ciudad. Vamos encontrando otras reliquias interesantes como platos, cubiertos, sillas, mesas, relojes, pulseras. “En esta ciudad el mar arrastra todo lo que proviene de las casas hacia la orilla. Las casas tienen vida y cada día son distintas”.
—¿Usted siempre ha vivido en la calle?
—Yo, sí, quiero recorrer toda la ciudad y así me alejo de la influencia de esas malditas viviendas.
—¿Les teme?
—No, pero no son para mí.
—A mí me intrigan.
—Pues, debe ser por eso que estás aquí.
Me mira fijamente. Ya no siento miedo. El hombre calvo estará muy lejos. A la sombra tampoco la he vuelto a sentir.
—¿Sabes por qué conoces a todas estas personas?— dijo como si adivinara lo que pienso.
—No lo sé.
—Las estás llamando. Piensa en lo que realmente quieres y buscas. Alguna vez fui un cobarde, de verdad, incapaz de defender mis propios gustos e intereses. Dejé sola a quien más me importaba. Aquí divago, pero ayudo a quien puedo. Hunter se quedará contigo, es un gran protector. Si realmente quieres ver a tu guía, él aparecerá. No busques insistentemente, piérdete en la ciudad, vive sus alucinaciones.
El mendigo se pasa muchas horas callado y eso hace que cuando el silencio invade el panorama presienta que esta ciudad es una distorsión de mis sentidos. Ahora se ha convertido en un trasegar constante. Podría detenerme en una nueva casa y buscar dónde vivir, pero siento que voy a volver a atraer a aquellas personas, a Lola y a sus amigos.
Me invade una sensación de vacío inmenso porque no me puedo detener. El mendigo es tranquilo y paciente conmigo, pero yo necesito llegar a algún sitio. Hunter se sienta a mi lado cuando descansamos y posa sus patas sobre mí. Es el animal más increíble que he conocido.
Nos hemos ido acercando a la ciudad. Veo las puntas de sus casas desiguales y con múltiples formas. ¿Cuántas historias podrían estar esperándome allí?
Curiosamente, volvemos a pasar por el puente de la dama del Alma. Sus ojos brillan con fuertes destellos. Poso mi dedo en una de las manos de la estatua y presiento su calor latente, su vida inerte.
—Es una dama preciosa, ¿no es cierto? Vengo casi todas las semanas a verla.
—Sí, sus ojos parecen ser el alma del puente.
—Así es. Ella, como todos en la ciudad, desempeña un papel. Ha sido su elección vivir en forma de estatua. Mírala.
La observo por un momento y me trae el recuerdo de una mujer severa, que ahora brilla y escucha, después de pasar por una larga pena.
—La dama del Alma y el mendigo— dice el hombre y sonríe.
Hunter nos espera a la entrada del puente, como si aquel lugar sagrado no pudiera ser pisado por un animal. Atrás de nosotros, las hojas de los árboles se mueven insistentemente, como si viniera aquel tren que me llevó hasta la finca. Busco un refugio y me escabullo del puente. El mendigo besa en la boca a la estatua. Atrás mío siento la mirada penetrante de quien me vigila, o como dice el mendigo, de quien me protege. Trato de encontrar esos ojos, pero no logro ver nada. Emprendo mi camino con Hunter. El mendigo se despide de mí con un adiós a la distancia.
Camino por los antiguos lugares de la ciudad. La primera casa en la que viví, las facultades, el barrio de las cantadoras. Las calles están solas como si todos se hubieran ido de allí. No veo al jardinero ni a la señora insistente de pelo rojo. Me decido por ir hasta su casa y timbro. Nadie abre y justo cuando estoy a punto de irme, la mujer de rasgos indígenas aparece. Me deja pasar. Ella me produce un profundo respeto.
—¿Está aquí? —le pregunto.
—Ya no está.
—Disculpa, regresaré después.
Detrás suyo suena una canción a todo volumen: “Momentos de amor”. Me mira fijamente y sonríe. “Tu sombra te guía”, dice. Su cabello está peinado con una trenza y viste un largo vestido blanco.
—¿Cómo lo sabes?
—Anda, niña, en esta ciudad nada se ignora.
Tiene un curioso acento.
—¿Quiere acompañarme?
—Ese camino lo tienes que desandar tú sola.
Aquella mujer me produce una enorme confianza y salgo de allí mucho más fortalecida.
Hunter, que me espera en la puerta, emprende la marcha conmigo.
Las hojas van creando un camino en el viento. La sombra va detrás de mí y cada vez le temo menos. Veo la casa donde vivía Lola, pero no hay ni un alma allí. La ciudad vuelve a darme tranquilidad y me permito seguir el viento.
Alcanzo a ver algo de esos ojos que me persiguen. Es un antiguo protector, alguien que me mira a la distancia. Las casas grandes y pequeñas parecen amigas de toda mi vida. Adentro suyo se esconde todo lo que quisiera saber; sin embargo, continúo hasta que la brisa del mar toca mi rostro. El tiempo se detiene y veo ante mí el mar turquesa. De nuevo su color me hipnotiza. Está tieso y extendido. Camino hasta su orilla. Respiro el aire de la Ciudad más bella del mundo. De cerca, el mar parece de un azul transparente, tan limpio como el cielo. Son uno solo, un solo color y una sola textura. La calma blanca. Unas manos cubren mis ojos. Es el guía, ha regresado. Miramos juntos el atardecer con Hunter tirado a nuestros pies. Una nube de hojas vuelve a la ciudad con el viento. La sombra desaparece.
VII
Es medio día y unos cuantos rayos de sol ardientes se cuelan por el cielo gris de Bogotá. “Lo más recomendable sería que no caminaras a esta hora. El sol es muy picante”, me dicen mis colegas del colegio. Sin embargo, para mí es la hora más bonita. Me compro un sándwich, preferiblemente con mucha mayonesa y queso. Me lo como despacio, junto con un jugo de mango, parada enfrente de una tienda cualquiera. No quiero perder el tiempo ni mirar incómodamente a los extraños a mi alrededor.
Bajo la mirada y respiro hondo. ¿Hacia dónde debo dirigirme? ¿Izquierda o derecha? Derecha. Cruzo la vía y me interno en una de esas callejuelas largas y sin salida del barrio La Soledad. Me gusta esta hora porque las calles están vacías y, seguramente, las casas también. Miro la primera vivienda: una típica casa bogotana con una fachada muy sencilla y plana. Tiene un jardín bien cuidado. Afuera, dos ancianos sacan a pasear a su perro, un freench poodle, que parece milenario. Se ven algo confundidos.
Observo una a una las casas imaginándome la vida de quienes las habitan. Enfrente de mí se alza una inmensa casona de estilo inglés. Tiene ladrillos en la fachada, a los cuales les da vida una enredadera de jazmines. En el jardín lateral hay un columpio de madera y la vieja morada de una mascota. A través de la ventana se alcanzan a ver algunos muebles largos y anchos que invitan al descanso. Si pudiera dormir una siesta allí. Subo la mirada hasta el segundo piso. Las ventanas están cerradas. De repente, las cortinas se mueven de un lado al otro, como dejando entrever un secreto. Alcanzo a divisar el rostro de una joven mujer que me observa desde el otro lado. Me pregunto cómo será su vida.